PRELUDIOS VASCOS
LAS ALJAMAS VACÍAS
Los exilios y las diásporas modifican las identidades de los que se quedan. Esto, que está comprobado en tantos casos de sociedades contemporáneas (desde la Irlanda de la Gran Hambruna hasta los palestinos actuales), no es menos cierto en otras del pasado, y resultaría interesante reflexionar sobre las consecuencias que tuvo para la posterior convivencia de los españoles el hecho de que cerca de ciento cincuenta mil de ellos fueran obligados a abandonar su país en virtud del edicto de expulsión de 31 de marzo de 1492 porque su religión no era la misma que la de la mayoría de sus coterráneos ni, sobra decirlo, la de la monarquía dual y católica surgida de la Concordia de Segovia. Así como la ablación de un miembro produce en el conjunto del organismo deformaciones compensatorias, así como el miembro amputado puede conservar incluso, durante un tiempo más o menos largo, una presencia fantasmática en la representación mental que el individuo se hace de su propio cuerpo, el destierro de la comunidad judía produjo en quienes se quedaron reacciones tales como la exacerbación fanática de la ortodoxia católica, una obsesión enfermiza por la limpieza de sangre, la suspicacia y, en general, la hostilidad hacia las tareas intelectuales. Escamoteados del espacio, los judíos siguieron gravitando sobre el tiempo histórico de España y sobre la memoria de sus gentes como la perpetua amenaza de una ascendencia indeseable cuyo eventual descubrimiento podía atraer sobre cualquier honrada familia de comedores de puerco la inquina del vecindario y, si no la persecución abierta, al menos una ominosa vigilancia por inquisidores y malsines. Pero no trataré aquí del destino de los conversos y su descendencia, sino de cómo la expulsión de los fieles a la vieja religión afectó —y sigue hoy haciéndolo— a la totalidad de los españoles, con independencia de sus orígenes judíos, mudéjares o cristianos. Lo que podríamos llamar el síndrome de las aljamas vacías no es otra cosa que la persistencia de un complejo de actitudes antijudías y antisemitas en una sociedad sin judíos. Me limitaré a examinar la influencia de dichas actitudes en la formación del nacionalismo unitario español y de uno de sus subproductos, el nacionalismo vasco.
No ignoro que esta limitación dejará fuera otros aspectos de enorme importancia. Es indudable, por ejemplo, que la expulsión de los judíos instituyó el modelo básico para el tratamiento de la disidencia, ya fuera ésta religiosa o política, que, con escasas excepciones, se aplicaría durante los siglos posteriores: expulsión de los moriscos en 1609, exilio de los afrancesados en 1814, de los liberales en 1823, de los republicanos en 1939, sin mencionar los «otros exilios» (el de las minorías reformistas durante los siglos XVI al XIX, la expulsión de los jesuitas en 1767, los exilios demócrata y carlista tras las revueltas y guerras civiles del XIX). Nada tiene de extraño, pues, que la expulsión de los judíos haya adquirido el carácter de símbolo omnicomprensivo y casi arquetípico de la intolerancia a la española ni que poetas como León Felipe o Salvador Espriú, por citar los casos más conocidos, recurrieran a ella para referirse a la España peregrina o al exilio interior durante el franquismo. Aunque, como queda dicho, no me ocuparé de estos asuntos, espero que lo que sigue pueda contribuir a su mejor comprensión.
Cabe preguntarse, en primer lugar, cuál fue la verdadera causa de la expulsión de los judíos, pues las explicaciones de la misma en clave legendaria (la psicosis persecutoria del príncipe heredero, don Juan) o economicista (la codicia despertada en la nobleza por las supuestas riquezas de los judíos) no parecen demasiado satisfactorias. La hipótesis que propongo parte de la constatación historiográfica de que a) la época dorada de la convivencia intercastiza en la España medieval fue aquélla en que se dio una mayor dispersión de poderes (feudales, eclesiásticos, municipales) y b) que la intolerancia religiosa fue en aumento a medida que la monarquía reforzaba su posición concentrando los poderes periféricos y los reinos cristianos peninsulares, en especial Castilla y Aragón, iban estrechando su relación mediante uniones dinásticas y sistemáticas alianzas matrimoniales. Así pues, a título conjetural, sostengo que los judíos españoles fueron obligados a elegir entre la conversión al cristianismo y el destierro por razones teológico-políticas. Dicho de otro modo, el Estado autoritario surgido de la unión de las coronas aragonesa y castellana en los Reyes Católicos, del sometimiento por éstos de la nobleza y de la unidad territorial tras la conquista del reino de Granada, vio en la religión judía una amenaza para sus pretensiones de legitimidad. Porque, en efecto, no era ya sólo que al negar la divinidad de Cristo los judíos rechazasen la posibilidad de una legitimación cristiana del poder político, sino que el Antiguo Testamento denegaba radicalmente cualquier legitimación trascendente a la monarquía. Las palabras de Yahvé a Samuel ante la petición a éste de un rey por los hebreos no dejan margen de duda alguno acerca de cuál era la posición judía respecto a la monarquía de derecho divino: «Atiende a la voz del pueblo en todo lo que te digan, pues no te recusan a ti, sino que a mí es a quien rechazan para que no reine sobre ellos» (Samuel, 8,7). Mientras los monarcas medievales, siguiendo la antigua tradición germánica, basaron su legitimidad en funciones de caudillaje militar y arbitrio inter pares, no hubo contradicción entre dicha concepción del poder y la Ley judía. Pero la adopción por la naciente monarquía absoluta de la teoría del origen divino de la realeza que los teólogos cristianos fundamentaban en pasajes del Nuevo Testamento (Juan, 19, 11; Romanos, 13, 1-7) convirtió a la religión de Moisés en una doctrina potencialmente subversiva. En la medida en que el nuevo orden consiguió legitimarse (es decir, en la medida en que logró el asentimiento y la conformidad de la mayoría cristiana), se vio en la comunidad judía el enemigo interno de la nación.
Con todo, la expulsión de los judíos no garantizó, ni mucho menos, la homogeneidad ideológica pretendida por la monarquía y, dada la presión que implicaba la amenaza del destierro para obtener la conversión, los conversos concitarían en adelante la desconfianza de la casta cristiano-vieja. Se ha escrito tanto sobre las situaciones conflictivas por las que atravesaron los descendientes de aquéllos bajo el Antiguo Régimen que no creo necesario añadir nada más al respecto. Habría que recordar, no obstante, que entre los estamentos de la sociedad española sólo uno, los campesinos, se halló exento de sospechas de criptojudaísmo. Pocos ignoraban que la vieja nobleza castellana había desaparecido durante las guerras civiles del siglo XIV y que fue reemplazada por linajes «de mercaderes» (lo que valía decir «de conversos»). El propio rey Católico tenía un abolengo no demasiado limpio. No fue en absoluto exagerada, en tal sentido, la afirmación de Hernando de Huesca ante el tribunal de la Inquisición de Cuenca en 1525: «Toda la flor de Castilla viene de casta de judíos». De ahí la preocupación obsesiva por la genealogía durante los siglos XVI y XVII. Las familias de la alta nobleza consiguieron, mal que bien, ocultar a sus antepasados más incómodos y hacer remontar sus orígenes a godos e incluso romanos gracias a una legión de falsarios que las proveyó de crónicas, tratados genealógicos y otros documentos probatorios por supuesto apócrifos. En los niveles más bajos de la nobleza se dio un tráfico semiclandestino de ejecutorias; se crearon blasones de un día para otro y, en fin, fue cobrando realidad el tópico de los hidalgos cansados o cansinos, empeñados en mantener sus pretensiones de linaje limpio contra lo que era opinión general: los pretenciosos hidalgüelos profusamente satirizados en la novela picaresca y la comedia aureosecular.
Como observó en su día José Antonio Maravall, en la España de los Austrias, «aunque las dos hagan falta para una estimación social favorable, hay que distinguir siempre sangre limpia y sangre noble (la primera responde a una terminología de estructura de castas, y la segunda de estructura estamental)»[2]. En tal sentido, los súbditos vascos de la monarquía hispánica constituyen una excepción a la regla, un tipo híbrido que se atribuye ambas características, no sin escándalo por parte de los demás españoles, pues, aun desempeñando los oficios mecánicos más viles, un vasco —un «vizcaíno», como genéricamente se los denominaba— nunca dejaba de alardear de hidalguía. El origen de esta «nobleza universal» de los vascos, que Maravall prefiere llamar «hidalguía étnica», con ser incierto, no debe remontarse mucho más allá de las primeras codificaciones forales vascas del siglo XVI. Puede que provenga de una concesión real de hidalguía, en tiempos de Enrique IV, a quienes se integraron en las Hermandades de las villas vascas para luchar contra los viejos linajes feudales. En todo caso, esta hidalguía étnica no llevaba aparejada explícitamente la limpieza de sangre, por más que los tratadistas vascos del Antiguo Régimen sostuvieran, con una nada rara unanimidad, que una cosa presuponía la otra por tratarse de una nobleza de origen, no concedida por los reyes, sino poseída en virtud de la mera pertenencia a la comunidad vasca (definida precisamente por su ausencia de contaminación con otras comunidades o pueblos). Fue un tratadista tardío, el jesuita guipuzcoano Manuel de Larramendi, quien mezcló ambos conceptos en una fórmula que se haría proverbial. En su Corografía de Guipúzcoa, publicada en 1754, se refiere así a la nobleza de sus paisanos: «¿Cómo han de ser todos nobles? —Yo se lo diré: viniendo todos de un origen noble y de sangre limpia de toda raza de judíos, de moros y moriscos, de negros y mulatos, de villanos y de pecheros»[3].
Es asimismo imprecisa la aparición de un antijudaísmo específicamente vasco. Está suficientemente atestiguada la existencia de importantes aljamas en villas y ciudades de Álava y de Vizcaya durante la Edad Media, sin que haya noticia de conflictos graves entre sus moradores y sus vecinos cristianos. Mi maestro Diego Catalán, sin duda el mejor conocedor de la cronística medieval castellana, sugería dos explicaciones de la aparición de aquél dignas de ser tenidas en cuenta: según la primera, el prurito de pureza racial de los vascos pudo tener su origen en la pugna entre los Consulados de Burgos y Bilbao por el control del comercio de la lana de Castilla. Los vascos habrían hecho valer su condición de cristianos viejos frente a Burgos, ciudad dominada por linajes de conversos. La segunda explicación parece aún más plausible: con el argumento de la limpieza de sangre, los vascos habrían intentado desplazar a los conversos de los puestos burocráticos de la Corte en provecho de una multitud de segundones «vizcaínos» que se lanzó al copo de empleos en la administración de los Austrias. Se me ocurre, no obstante, una tercera hipótesis: la nivelación estamental producida por la nobleza universal o hidalguía étnica que se impuso tras la crisis bajomedieval habría planteado un problema de incompatibilidad de dos sociedades no estamentales sobre el mismo territorio, la vasca y la judía. Se corría el riesgo de que los vascos fueran percibidos como judíos en el exterior del país, de modo que la mayoría cristiana optó por afirmar su condición de raza sin mezcla, al tiempo que expulsaba de los territorios vascos a las comunidades judías (lo que las Juntas de Guipúzcoa y las del Señorío de Vizcaya hicieron antes incluso de la expulsión general de los judíos del reino de Castilla: los guipuzcoanos, antes de 1482, y los vizcaínos en 1486. Los judíos de Álava marcharían al exilio en 1492). A estas expulsiones se añadió la prohibición de avecindarse en dichos territorios a los conversos; es decir, la imposición de unos estatutos territoriales de limpieza de sangre, que fueron recogidos en las codificaciones forales del siglo XVI. Mediante estas medidas, mucho más rigurosas que en otras partes de Castilla, los vascos se convertían en una especie de grado cero de la pureza castiza cristiano-vieja.
Hacia fines del siglo XVI, los segundones vascos habían conseguido instalarse masivamente en los despachos de la Corona castellana, tanto en la península como en América, tras expulsar a los funcionarios de origen converso. Fue precisamente uno de estos segundones, Esteban de Garibay y Zamalloa, cronista de Felipe II, quien proporcionó a los suyos el mito o la leyenda, si se prefiere, sobre la que los vascos sustentarían sus pretensiones de nobleza racial. Según Garibay, el vascuence habría nacido en la división lingüística de los constructores de la Torre de Babel, y sus primeros hablantes, acaudillados por Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, habrían llegado a la península ibérica, en la que fundaron un reino antes de que cualquier otro pueblo hubiese puesto los pies en su suelo. De la identificación de los vascos con los primeros españoles (y posteriormente con los iberos) fue primer responsable el cronista Garibay, cuyas mixtificaciones fueron alentadas por los Austrias españoles, herederos del proyecto unitario de los Reyes Católicos. Como escribió al respecto Julio Caro Baroja, «se quiso buscar en los albores de la Historia un precedente de unidad en la “corona tubalista”, digámoslo así. Cada cual barrió para adentro»[4].
Contando con el amparo oficial, las tesis de Garibay fueron recogidas y repetidas hasta el aburrimiento por los cronistas y tratadistas vascos del Antiguo Régimen. Si alguna oposición encontraron, fue, en conjunto, insignificante. Es cierto que las pretensiones nobiliarias de los «vizcaínos» pasaron a ser uno de los tópicos literarios de carácter cómico más celebrados de la época, pero su misma comicidad restaba virulencia a la crítica. Algo de esto sucedió con El Búho Gallego, un divertido libelo de comienzos del siglo XVII atribuido al conde de Lemos en que se imputa a los vascos ascendencia judía. He aquí, en palabras de un historiógrafo actual, un brevísimo resumen de su tesis: «El nombre de Vizcaya viene de bizcaínes, nombre impuesto a sus habitantes por el emperador Tito. Eran judíos vencidos, indultados de la muerte por el mismo emperador y que se mantuvieron en sus montañas porque nadie les admitía en otro lugar. Conservaron la ley de Moisés, su mezquita y rabí o sacerdote, como lo prueban los nombres de Amezqueta y Fuenterrabía»[5]. El conde de Lemos parodiaba magistralmente el método de Garibay y de sus seguidores. Partiendo de una hipótesis tan improbable y absurda como la del cronista, aducía como argumentos probatorios de la misma unas interpretaciones descabelladas de la toponimia. Pero, repito, El Búho Gallego fue una excepción. La inmensa mayoría se plegó a las patrañas de Garibay y secuaces, tanto más cuanto era relativamente fácil probar hidalguía apelando a un supuesto origen «vizcaíno» del apellido familiar. Un ejemplo entre muchos que bien podría servir para ilustrar este extremo es el de la familia de sor Juana Inés de la Cruz, la poetisa novohispana, cuyos ancestros canarios, según demostró Antonio Alatorre, «vizcainizaron» convenientemente el apellido Asbaje o Asuaje, permitiendo así que la escritora se vanagloriase de una ascendencia vasca que nunca tuvo y que la facultaba para reclamar nobleza originaria.
El sentimiento antijudío —y el prejuicio anticonverso de él derivado— fue, pues, el elemento que dio cohesión a la nación española desde el surgimiento de la monarquía absoluta hasta la quiebra del Antiguo Régimen. Conviene recordar una distinción establecida por Hannah Arendt: «El antisemitismo, una ideología secular decimonónica —cuyo nombre, aunque no su argumentación, era desconocido hasta la década de los años setenta de ese siglo— y el odio religioso hacia los judíos, inspirado por el antagonismo recíprocamente hostil de dos credos en pugna, es evidente que no son la misma cosa; e incluso cabe poner en tela de juicio el grado en que el primero deriva sus argumentos y su atractivo emocional del segundo»[6]. Hannah Arendt ha señalado asimismo la coincidencia histórica de la crisis del Estado-nación europeo y del ascenso de los movimientos antisemitas. Sólo cuando los vínculos nacionales comienzan a relajarse, cuando la nación se divide, aparecen los judíos como un grupo supranacional de interés enfrentado a los intereses de las naciones concretas; es decir, como un grupo antinacional. Los nacionalismos de base etnicista, fundamentados en la homogeneidad racial y en el Völksgeist, perciben las características diferenciales del grupo considerado antinacional como rasgos biológicos y culturales distintos y contrapuestos a los comúnmente aceptados como definitorios de la nacionalidad en cuestión. El grupo antinacional (entiéndase, el grupo que los nacionalistas designan como antinacional) se presenta entonces como una etnia diferente o, más exactamente, como una etnia prostituida[7]. Pero, ¿qué sucede en aquellos Estados nacionales en que no existe una minoría cultural o religiosa a la que endosar dicho papel? ¿Qué ocurrió en España en la época de crisis del Estado-nación, cuando ya hacía tiempo que los estatutos de limpieza de sangre habían perdido toda vigencia y los descendientes de los conversos eran indistinguibles en la masa de la población, toda vez que se habían asimilado por completo a ella? En otras palabras, ¿qué ocurrió cuando las fronteras entre castas se borraron, al advenimiento de la sociedad de clases? ¿Quiénes ocuparon entonces las aljamas vacías de la imaginación española?
Es necesario definir, ante todo, los términos en que se dio en España la ruptura del pacto nacional (o protonacional, si queremos ser más exactos). Éste, como hemos visto, se sustentaba en la unidad católica del pueblo y en su correlato negativo, el antijudaísmo. El proceso de secularización de la categoría política, iniciado tímidamente con la aparición del concepto de soberanía nacional en las Cortes de Cádiz (1810-1812), dividió a los españoles en dos bandos inconciliables, tradicionalistas y liberales, las dos Españas de las que hablaría Antonio Machado. Los tradicionalistas nunca tuvieron dudas acerca de quiénes encarnaban la Antiespaña: los liberales eran la antinación. Si no judíos por nacimiento, venían a serlo por afinidad ideológica. La derecha española, hasta el final del franquismo, no se cansó de agitar el espantajo del contubernio judeomasónico para descalificar a sus adversarios. Desde el lado del liberalismo no sucedió otro tanto. Los liberales jamás negaron a los reaccionarios la condición de españoles. No los anatemizaron como antinación, aunque los combatieran en el terreno político y, con frecuencia, en el militar. El liberalismo español no fue antijudío ni antisemita. Resulta conmovedor, todavía hoy, leer ciertos artículos de Clarín, de Bonafoux o de Emilia Pardo Bazán sobre el juicio y la condena en Francia del capitán Dreyfus. Incluso Baroja, el Baroja anterior a los peligrosos coqueteos con las teorías racistas, adoptó una actitud claramente dreyfusard ante el ruidoso affaire[8]. Pero, indirectamente, los intelectuales liberales del fin de siglo contribuirían a realimentar el síndrome de las aljamas vacías.
En ningún momento renunció el liberalismo español a fundamentar su proyecto nacional (marcadamente unitarista) en consideraciones de carácter historicista. Los diputados liberales de Cádiz invocaron las antiguas libertades comunales castellanas y los fueros vascos como precedentes históricos de la Constitución. Por su parte, los tradicionalistas apelaban a los mismos ejemplos, pero como «derechos históricos» preconstitucionales y anticonstitucionales a la vez). Imbuido de una visión teológica de la Historia, el tradicionalismo oponía las viejas libertades forales, como «libertades concretas», a la libertad «abstracta» del liberalismo. La ideología liberal española del siglo XIX fue historicista: la tradicionalista, sencillamente pasatista. La contradicción entre ambas podría plantearse en términos de progreso contra reacción. Sin embargo, en la década final del siglo XIX, los presupuestos ideológicos del nacionalismo liberal variaron sensiblemente.
La crisis del Estado en la Restauración fue simultánea a la culminación del proceso de construcción del Estado-nación liberal. A efectos jurídicos, éste puede considerarse concluido en 1889, con la promulgación del Código Civil unitario. En torno a esta fecha se gestan los primeros movimientos políticos de sesgo nacionalista en Cataluña y el País Vasco: la Lliga catalana se funda en 1887; el Partido Nacionalista Vasco en 1894. Ante el cuestionamiento del Estado-Nación que ambos movimientos representan, el nacionalismo liberal reacciona con un nuevo planteamiento ideológico. Puede afirmarse que entre el fin del siglo XIX y la guerra civil de 1936-1939 el nacionalismo liberal tomó un sesgo problemático, dejando de concebir la nación española como resultado de un desarrollo histórico lineal, para reconocer la existencia de una contradicción interna permanente, inherente a —y casi podríamos decir constitutiva de— la realidad nacional. El texto fundacional de esta corriente, de este «nacionalismo problemático», fue En torno al casticismo, de Miguel de Unamuno; es decir, los cinco ensayos que Unamuno publicó en La España Moderna entre febrero y junio de 1895. El escritor vasco tenía conciencia de que con ellos había inaugurado un género: el ensayismo regeneracionista o el género del «problema de España». Como afirmaba siete años después, en el prólogo a la edición en libro de los mencionados ensayos, «posteriores al trabajo que aquí reproduzco son el Idearium español, de Ganivet; El problema nacional, de Macías Picavea; las más de las investigaciones de Joaquín Costa; La moral de la derrota, de Luis Morote; El alma castellana, de Martínez Ruiz; Hampa, de Rafael Salillas; Hacia otra España, de Ramiro de Maeztu; Psicología del pueblo español, de Rafael Altamira… ».[9] Con En torno al casticismo desaparece el historicismo optimista del nacionalismo decimonónico. El pasado —viene a decir Unamuno— forma parte del presente. La «tradición eterna», no la invocada por los tradicionalistas sino la ignorada por éstos y por sus adversarios liberales, es el meollo mismo del presente histórico: «Porque al hablar de un momento presente histórico se dice que hay otro que no lo es, y así es en verdad. Pero si hay un presente histórico es por haber una tradición del presente, porque la tradición es la sustancia de la Historia. Esta es la manera de concebirla en vivo, como la sustancia de la Historia, como su sedimento, como la revelación de lo intrahistórico, de lo inconciente en la Historia»[10]. Las afirmaciones vertidas en estos ensayos se sitúan, no obstante, en un plano demasiado abstracto. A la hora de concretar en qué consiste esa «tradición eterna», ese fondo permanente sobre el que discurre la historia pasajera (o, en otras palabras, esa España eterna que sirve de basamento a la España histórica), Unamuno abandona el ensayo por la novela. Por la novela histórica. En Paz en la guerra, publicada un año después de los susodichos ensayos, ofrece una respuesta en términos empíricos. La «tradición eterna», la intrahistoria de la Historia española, es la muchedumbre reaccionaria, misoneísta, apegada a sus oscuros orígenes, silenciosa e inmutable, que nutrió las filas del carlismo en las dos guerras civiles del siglo XIX. Los españoles intrahistóricos por excelencia son, para Unamuno, los vascos.
El sentido tácito de este planteamiento podría formularse así: si existe una nación española en el presente es porque existe una España eterna, una España prehistórica o antehistórica que constituye el presente no histórico (eterno e intrahistórico) de la nación. Esa España eterna es el pueblo vasco, la prueba viva de que España es, más que una construcción histórica, una esencia transhistórica que siempre ha existido y que existirá en la medida en que los vascos existan. Y aquí reside la gran paradoja del nacionalismo español contemporáneo: al concebir a los vascos como sustrato prehistórico (o intrahistórico) de la nación española, se requiere que a) los vascos pertenezcan a la nación española, y b) sean netamente distinguibles de los demás españoles; es decir, que se mantengan como una comunidad bien diferenciada de las demás. Volveré sobre ello. De momento, quiero subrayar la contribución de los intelectuales liberales, desde la filología y la historia, a la consolidación del mito de la España intrahistórica.
Para Unamuno, el rasgo definitorio de la nación española es la lengua (la castellana o española, por supuesto). «La sangre del espíritu es la lengua», llegará a decir. La contradicción que esto plantea entre la concepción unamuniana de lo vasco como quintaesencia de lo español (o como «alcaloide de lo castellano», como lo definirá recogiendo una frase de Jorge Brossa) y la realidad lingüística del país vasco, donde se habla, además del castellano, una lengua como el vascuence o eusquera, ajena en principio a la familia románica, intentará resolverla Unamuno negando al eusquera la condición de lengua. Unamuno reduce el eusquera a balbuceo infantil o incluso a borborigmo, cuando no a silencio no aparente. En reiteradas ocasiones afirmará que los vascos no han aprendido aún a hablar. El eusquera sólo tiene apariencia de lengua; en realidad, se trata de silencio disfrazado. En esto le seguirá Baroja, que hablará de los vascos como pueblo alálico. El máximo representante de la Filología española de la generación de ambos, Ramón Menéndez Pidal, no llegaría a esos extremos. Sostuvo, por el contrario, que el eusquera es una lengua tan española o más que el castellano, por tratarse de la única superviviente de las lenguas habladas por los iberos. Y más aún, defendió la tesis de que el eusquera constituye el sustrato lingüístico del castellano, romance que en su origen fue un latín hablado por vascos. Son de sobra conocidos los argumentos que adujo para probarlo: el sistema pentavocálico del castellano, así como ciertos fenómenos evolutivos del mismo (la pérdida de la /f/ inicial latina, por ejemplo) se deberían a la influencia del vascuence sobre el latín hablado en un área originariamente eusquérica, durante un período dilatado de bilingüismo[11]. La hipótesis vascoibérica volvía así, con ropaje erudito y aparato filológico positivista, a enlazar con el mito del eusquera como primera y universal lengua de las Españas. Los nacionalistas liberales no tuvieron empacho en admitirla como si se tratara de una verdad incontrovertible. Con mucho menos rigor crítico que Menéndez Pidal, por supuesto. Todavía en 1981, Claudio Sánchez Albornoz escribía: «El vasco procede de tierras hispanas. Según lo más probable, fue en parte el habla de los iberos que entraron en España por Almería»[12]. Más recientemente, Ángel López García ha vuelto sobre la tesis pidaliana del sustrato vasco, enriqueciéndola con nuevos argumentos, para sostener que el castellano fue en sus orígenes una lengua vascorrománica que sirvió de lengua franca a los vascos en su relación con las poblaciones mozárabes romanzadas de al-Ándalus. Lo grave del caso no es que estas hipótesis lingüísticas sean en sí ilegítimas. Por el contrario, son muy dignas de ser tenidas en cuenta, porque posiblemente encierran algo o mucho de válido. Lo grave es que fueron recibidas acríticamente por un nacionalismo deseoso de resolver la contradicción que representaban los vascos para una concepción unitaria de España, desde el punto de vista de un nacionalismo moderno que cifraba no ya en la religión católica sino en la lengua castellana la clave de la identidad española. Inevitablemente, en un contexto ideológico en que la lengua sustituía por metonimia a la nación, la hipótesis vascoibérica y la hipótesis del sustrato vasco reforzaron el mito de los vascos como España intrahistórica, y se vio en ellos el origen y sustrato de España. Así, volvemos a encontrarnos con la paradoja antes señalada. Como origen y sustrato de España, los vascos debían ser algo radicalmente distinto de la España histórica, de la misma manera que el vascuence es una lengua radicalmente distinta del castellano o español, y, sin embargo, son imprescindibles para España, que no podría ser España sin los vascos, como el español no sería español sin su sustrato vasco.
Mientras los vascos no pusieron en cuestión su españolidad, su situación fue justamente la contraria de la de los conversos. Coincidían con éstos en ser un grupo relativamente segregado de la masa cristiano-vieja, dentro de la cual constituían una casta o subcasta reconocible como distinta de la mayoría. Pero, al contrario de los conversos, eran una casta privilegiada (de hecho, la más privilegiada de la España del Antiguo Régimen). El conflicto surgió cuando un sector numéricamente importante de los vascos se negó a pertenecer a la nación española. Los nacionalistas españoles desarrollaron entonces hacia dicho sector una actitud de rechazo semejante a la que los cristianos de la época de los Reyes Católicos manifestaron hacia los judíos que no quisieron convertirse. Con una diferencia importante: los nacionalistas españoles siempre estuvieron dispuestos a hacer cualquier concesión para que los nacionalistas vascos se avinieran a permanecer dentro de la nación española. De ello da prueba la disposición adicional primera de la Constitución Española de 1978 que reconoce y ampara los derechos históricos de los territorios forales (vale decir de los territorios vascos). Derechos «históricos» imposibles de definir a priori, pero que, en la práctica, son invocados con bastante éxito por los nacionalistas vascos para ampliar la franja de autogobierno entre el límite mínimo del Estatuto de Autonomía y el límite máximo de la independencia.
¿Qué interés pueden tener entonces los nacionalistas vascos en la independencia toda vez que los nacionalistas españoles están dispuestos a ceder ante cualquier exigencia que aquéllos planteen mayoritariamente, apelando a unos presuntos derechos históricos reconocidos por la Constitución? Sencillamente, ninguno. Los nacionalistas vascos no tienen el menor interés en la independencia de su Euskadi. Su independentismo es solamente un argumento intimidatorio para obtener más y más concesiones y privilegios de un Estado español que, en la medida en que sigue siendo nacionalista, siente terror ante la idea de que los vascos, garantía intrahistórica de la españolidad de España, abandonen la nación española.
Tres meses después de la aprobación en referéndum de la actual Constitución Española —rechazada, como no cesan de recordar los nacionalistas vascos, por los vascos nacionalistas— Juan Aranzadi denunciaba la extensión en España de un sentimiento antivasco que no dudaba en calificar de «antisemitismo democrático». En unas puntualizaciones posteriores a su denuncia de 1979, observaba: «La tesis que me parece importante y que creo sigue siendo urgente denunciar es que el síndrome antivasquista que afecta a muchos demócratas españoles (“de toda la vida” o “de nueva ola”) es rigurosamente idéntico al síndrome antisemita segregado por toda ideología igualitaria, sea cristiana, democrática o marxista… Es este núcleo psicológico, el resentimiento impotente, el que se encuentra bajo el actual antivasquismo: el vasco, el “etarra”, resulta idóneo para ocupar el “lugar vacío” que todo ciudadano sumiso tiene preparado para su judío»[13].
La tesis que sostengo es diferente. El antivasquismo democrático español no es tanto una forma de antisemitismo como un avatar secularizado del antijudaísmo, del odio religioso del cristiano hacia el judío. El nacionalista español no odia al vasco, sino al nacionalista vasco. Y lo odia de forma análoga a como el cristiano odiaba al judío. Si lo que aquél censuraba en éste era la ceguera obstinada ante la divinidad de Cristo, el nacionalista español demócrata condena en su homólogo vasco la negativa pertinaz a aceptar el fundamento de la Constitución española; es decir, «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (Art. 2.º).
El antivasquismo español es una forma débilmente secularizada del antijudaísmo cristiano. Es más, puede reconocerse en las actitudes antivasquistas de los nacionalistas españoles un trasunto de las posiciones paulinas ante el judaísmo. En primer lugar, la convicción de que la nación española no estará acabada hasta que los vascos admitan su pertenencia a ella reproduce a un nivel estrictamente secular la profecía paulina de la salvación de todo Israel, tanto del nuevo (la Iglesia) como del antiguo: «La obcecación de una parte de Israel durará hasta que entre [en la Iglesia] el conjunto de los pueblos, entonces todo Israel se salvará» (Romanos, 11, 25-26). La «apostasía» nacional de los nacionalistas vascos viene a ser un factor de primera importancia en la cohesión nacional de los españoles, porque alimenta la expectativa escatológica de la reintegración final de las partes al todo, horizonte común a todas las ideologías de carácter holístico. Por otra parte, la atribución a los vascos de la condición de instancia legitimadora de la nación española es análoga a la defensa paulina de Israel como depositario legítimo de la Promesa frente a la gentilidad, que accede a aquélla desde fuera (es curioso que Pablo se valga de una metáfora que siglos después será profusamente adoptada por los nacionalismos organicistas, incluido el vasco): «Han desgajado algunas ramas y, entre las que quedaban, te han injertado a ti, que eres de acebuche; así entraste a participar con ellos en la raíz y savia del olivo. Pero no presumas con las ramas, y, si te da por presumir, recuerda que no sostienes tú a la raíz, sino que la raíz te sostiene a ti». (Romanos, 11, 17-18). Argumentos que, sumados, justifican la valoración general que hace Pablo de la «obcecación» judía: «Si por haber caído ellos la salvación ha pasado a los paganos, es para dar envidia a Israel. Por otra parte, si su caída ha supuesto riqueza para el mundo, es decir, si su devaluación ha supuesto riqueza para los paganos, ¿qué no será su afluencia en masa?». Póngase vascos donde dice Israel y otros españoles donde dice paganos y se tendrá formulado, sin más, el fundamento inconsciente o al menos inconfesado del nacionalismo español. En conclusión, como dice Pablo, «si a ti te cortaron de tu acebuche nativo y, contra tu natural, te injertaron en el olivo, cuánto más fácil será injertarlos a ellos, nacidos del olivo, en el tronco en que nacieron» (Romanos, 11, 24).
A su vez, el antiespañolismo de los nacionalistas vascos ha sido siempre —y lo será mientras exista— una forma de antisemitismo. Vuelvo a discrepar de Juan Aranzadi, que escribía en el artículo antes citado: «Los vascos no guardan memoria mítica de ese complejo pasional compuesto por envidias, celos y miedo que late bajo el antisemitismo: no expulsaron a un poderoso amenazante cuya manifiesta superioridad atentaba contra la propia dignidad, sino que se cerraron a priori a todo contraste y todo contacto en un movimiento de autosuficiencia y orgullo. En pocas palabras: se vieron a sí mismos del mismo modo que los judíos se ven a sí mismos»[14]. Aranzadi concluía que, así como el antivasquismo español es una forma de antisemitismo, el antiespañolismo vasco es una forma de sionismo. Fue seguido en esta tesis por Enrique Gil Calvo, que añadió a las consideraciones de Aranzadi una hipótesis acerca de la inviabilidad política de un estado nacionalista vasco: «El Estado tiene una existencia exclusivamente formal; no depende, por tanto, de concretas determinaciones como territorio, nacionalidad, ideología, etcétera, pues sólo precisa abstractas vidas ciudadanas que sean sujeto y objeto de su ley. Un Estado vasco, por tanto, es una contradicción en sus términos; si es Estado no puede ser vasco y si es vasco no puede ser Estado. En suma, una Euskadi independiente, al erigirse como Estado de Derecho, se comportaría respecto al nacionalismo vasco exactamente igual a como se comportan los Estados de Derecho llamados “Francia” y “España”: negándolo (o dejaría de ser Estado)»[15]. En principio, el razonamiento no resulta disparatado siempre que se entienda que se habla de un Estado de Derecho ideal, porque, en la realidad, el grado de compromiso de los Estados de Derecho con los nacionalismos varía mucho de uno a otro, pero ninguno de ellos se halla por completo limpio de adherencias nacionalistas. De todas formas, el error común de Aranzadi y de Gil Calvo es suponer que el nacionalismo vasco tiene como objetivo crear un Estado vasco. En cierto modo, uno y otro han tomado por intención verdadera lo que en el discurso del nacionalismo vasco no es más que un recurso retórico. El objetivo del nacionalismo vasco no es crear un Estado propio, sino parasitar el ya existente (el español, por supuesto).
Pero, a pesar de lo dicho, hay algún paralelismo entre vascos y judíos. Como observa Hannah Arendt, «fue entonces, en el hiato entre el último período de la Edad Media y la Edad Moderna, cuando los judíos, sin ninguna intervención exterior, empezaron a pensar que la diferencia entre la judería y las naciones no era fundamentalmente de credo y de fe, sino de naturaleza interna y que la antigua dicotomía entre judíos y gentiles era más probable que fuese racial en su origen que no que se tratara de una cuestión de disensión doctrinal. Este cambio en la estimación del carácter particular del pueblo judío, que entre los no judíos se hizo frecuente sólo mucho después, en la época de la Ilustración, es claramente la condición sine qua non para el nacimiento del antisemitismo»[16]. Por la misma época surgió la teoría de la nobleza étnica de los vascos. Pero, como ya se ha insinuado antes, el racismo o prerracismo vasco nació con una finalidad diametralmente opuesta a la del racismo judío. Éste pretendía ante todo preservar la unidad y reforzar la solidaridad interna del grupo en unos momentos en que la concentración de poderes en manos de la monarquía creaba una situación de inseguridad nueva para la casta judía, con un fuerte aumento de la presión para obligarla a asimilarse a los cristianos. El racismo vasco nació cuando los «vizcaínos», aislados hasta entonces en su territorio (y con intervención escasa en la política castellana durante la Edad Media), se aprestaban a tomar posiciones de relativa importancia en el nuevo Estado absoluto, desocupando de sus puestos a los conversos. En rigor, el racismo vasco fue en sus orígenes una enfatización del antijudaísmo tradicional. Las disposiciones forales que impedían a los conversos el avecindamiento en los territorios vascos (Fuero de Vizcaya, título 1.º, ley 13; Fuero de Guipúzcoa, capítulo 1.º, título XLI) pudieron servir, como quiere la mayor parte de los historiadores de tendencia nacionalista, para salvar el equilibrio demográfico en el interior del país, pero no sólo y, desde luego, no fundamentalmente para eso. Lo que se conseguía con la limpieza étnica era, sobre todo, garantizar que los segundones vascos que marchaban a Castilla pudieran competir en condiciones ventajosas por los puestos burocráticos contra los pretendientes naturales de otras regiones, sobre los que siempre podían arrojar la sospecha de sangre no limpia, cuando la recíproca, claro está, no era posible. Para un vasco de la España de los Austrias, todo español no vasco era un converso en potencia. No es extraño que entre los malsines y delatores de la época se diese un elevado número de «vizcaínos». Cuando el absolutismo entró en crisis, los vascos, en su mayoría, siguieron a los pretendientes carlistas porque la suerte de la monarquía absoluta y la de sus propios privilegios estaba indisolublemente unida. Y cuando, tras las sucesivas derrotas del carlismo, el Estado de la Restauración abolió los Fueros vascos, los españoles (es decir, todos menos ellos) se convirtieron en la etnia prostituida destinada a ocupar las aljamas vacías de los nacionalistas vascos.
Sería farragoso trazar aquí la evolución de las teorías seudocientíficas acerca de la «raza vasca» que jalonan la historia del primer nacionalismo vasco, desde la craneología del médico Nicasio Landa hasta las especulaciones del antropólogo José Miguel de Barandiarán en torno a la formación de una presunta etnia vasca en el neolítico, pero no está de más detenerse por un momento en quien fuera el precursor de los nacionalistas vascos del XIX. Joseph-Augustin Chaho (1811-1858) fue un oscuro escritor romántico vascofrancés que trabajó para los carlistas durante la primera guerra civil. Autor de varias obras sobre los vascos, defendió en ellas el derecho de los vascos de España a la independencia. Pues bien, Chaho, antisemita declarado, cumplió para el antiespañolismo vasco un papel semejante al que otros mixtificadores románticos de su época desempeñaron en la génesis del antisemitismo europeo. Chaho sostuvo que los vascos eran un pueblo ario, al que hizo proceder de un fabuloso patriarca indo o persa, Aitor. Las ideas de Chaho fueron recibidas con entusiasmo por la generación romántica vasca. En ellas está la fuente, con todas las mediaciones que se quiera, del nacionalismo vasco de Sabino Arana Goiri. A propósito de los divulgadores del mito ario en la generación de Chaho, escribió Léon Poliakov: «¿Cuáles son las causas profundas de que la Europa del siglo XIX se atribuyera fantasiosamente una genealogía indopersa? Observaremos en primer lugar que semejante elección no era en absoluto indiferente y que implicaba poderosas connotaciones afectivas; de hecho, se trataba de la cuestión de los orígenes del hombre occidental, del ¿de dónde vengo?, que es el preludio del ¿quién soy?, y esto nos remite de nuevo al problema de la identidad occidental cristiana… Sobre este punto, la tradición inmemorial de los pueblos europeos ha chocado siempre con las enseñanzas de la Iglesia, imprecisas pero que les atribuían una vaga filiación judía, en el sentido de que remontaba el origen de todo el género humano a Adán y Eva, al igual que concedía al hebreo el rango de lengua primitiva universal anterior a la confusión de Babel. La cuna del género humano se situaba indefectiblemente en el fabuloso oriente, allí donde antaño desembarcaron Noé y sus tres hijos después del Diluvio. En general, se consideraba que los europeos eran descendientes de Jafet; por tanto, los judíos encarnados en Adán, progenitor universal, o bien en Sem, el hermano mayor, asumían ontogénicamente el viejo rol de padres. Queremos insistir en que el nuevo mito ario implicaba la pérdida de esa cualidad y en este sentido también marca o simboliza la liberación del yugo eclesiástico, el final de la era de la fe (el judaísmo pierde en veneración al tiempo que los judíos ganan en libertad)»[17].
Análogamente, aunque las teorías vascoarias de Chaho fueron pronto abandonadas por los vascos que les dieron algún crédito, cumplieron la finalidad que su autor se había propuesto: conseguir que algunos vascos se atrevieran a negar el origen común a ellos y a los españoles. De hecho, el enemigo más encarnizado de la teoría tradicional que identificaba a los vascos con los iberos fue Sabino Arana Goiri, fundador del Partido Nacionalista Vasco, siempre dispuesto a dar crédito a las tesis más delirantes sobre los orígenes de los vascos y de su idioma mientras estas se alejasen lo más posible del vascoiberismo (por ejemplo, llegó a suscribir la teoría del origen atlante de los vascos, del esoterista vascofrancés M. d’Abartiague). El mito de Aitor, padre privativo del pueblo vasco creado por Chaho, hizo olvidar pronto a Túbal. La teoría vascoibérica no contó en el pasado siglo con la adhesión de ningún nacionalista vasco (por el contrario, se convirtió en índice seguro de nacionalismo español). En resumen, y parafraseando a Poliakov, puede afirmarse que, para muchos vascos, España perdió en veneración al tiempo que los españoles ganaban en libertad.
MITOLÓGICAS I. MARISMAS Y PEDREGALES
Mi generación, la del 68, debe muy poco al existencialismo, pasto filosófico de las anteriores. La mía se empapuzó de estructuralismo, una tendencia que dominó en las ciencias humanas durante casi tres décadas, desde los años sesenta a los noventa del pasado siglo. El estructuralismo influyó en todas las disciplinas humanísticas, pero también en las ideologías políticas de la época, y así como hubo un marxismo estructuralista, los nacionalismos no dejaron de aprovechar ciertos recursos de la lingüística y de la antropología estructural. No obstante, algunos utilizamos los mismos instrumentos para desmantelar las ideologías que nos habían inculcado desde edades tempranas (en mi caso, un nacionalismo vasco recibido por tradición familiar). Personalmente, estoy muy agradecido al estructuralismo, porque, paradójicamente, me proporcionó a la vez un método riguroso de trabajo intelectual y una jubilosa inclinación a la iconoclasia. Todo lo contrario de aquella propensión al mito a la que se refirió alguna vez el poeta Jaime Gil de Biedma. Los mitos, creo yo, existen para ser desmontados y vueltos a montar, como un mecanismo de relojería. En el curso de esas operaciones comprendemos su truco. Lo que sigue es un divertimento medio estructural y medio erudito que se encarniza con uno de los mitos fundamentales del nacionalismo vasco: la apócrifa batalla de Arrigorriaga en la que los vizcaínos habrían vencido a los invasores españoles (leoneses por más señas), instaurando tras la victoria el primer Estado vasco independiente. Hoy este mito carece de relevancia en el imaginario del nacionalismo vasco, pero fue importante en su tiempo, y todavía en los años de mi infancia era un ingrediente fundamental de la pedagogía nacionalista. El texto fundacional del nacionalismo vasco —la primera de las Cuatro glorias patrias (Bizcaya por su independencia), opúsculo publicado por Sabino Arana Goiri en 1892— consiste en una fogosa versión del mismo.
1. EL MITO VIZCAÍNO
En 1958, el Coloquio de Intelectuales Judíos de Lengua Francesa, celebrado en Cerisy, se dedicó a la discusión de una teoría de Arnold Toynbee según la cual el judaísmo constituiría una suerte de «civilización fósil» cuya vitalidad se habría extinguido definitivamente tras la desastrosa guerra contra Roma y la destrucción del Segundo Templo. No era un asunto baladí, porque la gran summa histórica de Toynbee gozaba aún de prestigio académico y su juicio taxativo sobre el judaísmo venía a coincidir con la tesis cristiana de la invalidación de la religión de Moisés por la revelación evangélica. En su intervención, Léon Poliakov se expresó en los términos siguientes:
Si se busca encerrar el judaísmo en una clasificación sistemática, la opción de Toynbee se justifica, sin duda, desde el punto de vista de la historia religiosa, y resulta incluso una perogrullada para una historia escrita por un cristiano. Pero desde el punto de vista de la historia económica, me parece que estaría mejor fundado considerar el judaísmo como un producto de la civilización occidental, de la civilización cristiana[18].
Análogamente, la tendencia a considerar que los rasgos definitorios de la etnia vasca se hallaban ya formados en la Antigüedad, o incluso en la Prehistoria —tendencia general en los autores nacionalistas, pero no exclusiva de ellos— entra en contradicción con el más elemental examen de los datos históricos conocidos, que demuestran que nada parecido a una sola y única comunidad étnica aparece en el País Vasco hasta la Edad Moderna. En la extensión de esta tendencia han influido, amén de intereses políticos muy actuales, la mitificación antropológico-lingüística del vascuence como lengua de remotísimo origen y el estereotipo primitivista que la cultura española ha proyectado sobre los vascos, motivo éste propio del nacionalismo español, para el que aquéllos encarnarían la supervivencia de una España prehistórica.
Por el contrario, la etnia vasca se formó a lo largo de un período comprendido entre la segunda mitad del siglo XV y finales del XVI, como resultado de conflictos y tensiones interiores del mundo hispánico en los albores de la época imperial. Sólo en ese período adquirieron los vascos como tales unos rasgos comunes que los distinguían de otras sociedades de su entorno. Tomados aisladamente, es cierto que algunos de estos rasgos preexistían a la formación de la etnia, como es lógico. Así, por ejemplo, el vascuence, que no era la lengua de la totalidad de la población. Es innegable que, frente a la pluralidad de nombres étnicos y gentilicios que los autores de la Antigüedad dieron a los diversos grupos asentados en los territorios que forman actualmente el País Vasco, los vascohablantes se denominan a sí mismos, desde una época difícil de concretar, pero que no debe ser en todo caso muy lejana, con una única palabra, euskaldunak (con variantes dialectales como eskualdunak, eskaldunak, uskaldunak), que significa «los que poseen el vascuence». Pero no es menos verdad que los nombres étnicos registrados por los escritores antiguos y medievales indican pertenencia a etnias diversas y a entidades territoriales políticamente diferenciadas e incluso enfrentadas entre sí. Vascón es un etnónimo que aparece ya en obras de historiadores y viajeros de la época romana, pero se refiere sólo a una de las etnias de la región (en tiempos modernos, su uso generalizador, extensivo, se ha limitado al lenguaje literario). El empleo de vasco como denominación étnica que engloba a todos los naturales del país se remonta sólo al siglo XIX. Antes sólo designaba a los habitantes de Aquitania (o Vasconia continental, Gascuña). Vascongado designó originalmente a los hablantes del vascuence y, desde el siglo XVIII, a los habitantes de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, las Provincias Vascongadas. Entre los siglos XV y XVIII, vizcaíno se decía no sólo de los naturales u oriundos del Señorío de Vizcaya, sino también de los de Guipúzcoa y Álava, y, en algún caso, de los navarros de la montaña. Tales evoluciones semánticas reflejan, claro está, un proceso dinámico de formación y decantación de identidades grupales.
Los primeros atisbos de una autoconciencia unitaria de los vascos son tardíos. No encontramos indicios de la misma hasta bien entrado el siglo XVI, pero dos documentos de la segunda mitad del XV proporcionan una valiosísima información acerca de las condiciones en que aquélla empezó a emerger. El primero es un conocido pasaje de la crónica latina de Enrique IV, cuyo autor, Alonso de Palencia, acompañó al rey en su visita de 1457 a tierras vascas:
Navarros, vizcaínos y vascos viven desgarrados por sangrientas banderías y eternas e implacables rivalidades en que consumen los de Vizcaya y Guipúzcoa las riquezas que sus expediciones marítimas les procuran, como los navarros y vascos los abundantes frutos que su tierra produce. Todos ellos se entregan al robo y tratan de engrosar las fuerzas de sus partidos en juntas y convites entre sus parciales, en que gastan la mayor parte de su tiempo. No obedecen leyes ni son capaces de regular gobierno[19].
El otro documento es una carta de 1482, dirigida por Hernando del Pulgar, secretario de la reina Isabel, al cardenal Rodrigo de Mendoza. Se queja Pulgar de que los guipuzcoanos hayan puesto en vigor un estatuto de limpieza de sangre que prohíbe el avecindamiento en su provincia a judíos, conversos y descendientes de unos y otros (como era el caso de Pulgar), mientras envían a sus propios hijos a aprender oficios de pluma a las casas de los secretarios conversos de la corte castellana: «También seguro a V. S. que fallen agora más guipuzes en casa de Ferrán Álvarez e de Alfonso de Ávila, secretarios, que en vuestra casa y del condestable, que sois de su tierra»[20]. Entre ambos textos han transcurrido sólo veinticinco años, pero las situaciones reflejadas en ambas son tan distintas que debemos suponer que en ese cuarto de siglo ha tenido lugar una profunda transformación social. Alonso de Palencia describe una sociedad movilizada, en guerra permanente: una sociedad clánica, dividida en bandos, cuyos recursos económicos y humanos se consumen en feroces luchas entre los distintos grupos familiares. En cambio, Pulgar habla de una sociedad que saca pacífico rendimiento de su excedente demográfico en forma racional y hasta ventajista. Los segundones de los linajes guipuzcoanos, que unas décadas antes habrían sido destinados a servir de fuerza de choque a sus clanes respectivos en las guerras de bandos, adquieren ahora, junto a los secretarios conversos, unas destrezas profesionales que poco después utilizaran para ocupar puestos en la administración de la Corona castellana, desplazando de ésta a sus antiguos maestros. Alfonso de Otazu ha descrito concisamente la situación de los vascos a comienzos de la época imperial, una vez pacificado el país por la acción conjunta de las villas y de los corregidores, con el apoyo de los reyes:
Los vascos partían de su territorio exiguo, situado entre el Golfo de Vizcaya y la meseta castellana, de una demografía que comenzaba a ser adversa y de un sistema social que, por su arcaísmo, nunca adoptó del todo las formas de relación feudales y que, por el contrario, al derrotar los habitantes de las villas a los jefes de los linajes antiguos, evitó el desenlace estamental. Los vascos supieron aprovechar bastante bien estas circunstancias. Regularon rígidamente el sistema de vecindad para evitar la inmigración en su propio territorio, tomaron del régimen estamental de sus vecinos lo que más les convenía a la hora de enviar fuera sus excedentes de población —se constituyeron en una comunidad en que regía la hidalguía colectiva—, se especializaron en el transporte, unos en el marítimo y otros en el terrestre, como arrieros y trajineros, y, juntos en el papel de intermediarios, llegaron a serlo también tecnológicos, entre el Atlántico y el Mediterráneo.
Estas características les llevaron a ser la minoría más capacitada a la hora de relevar a los judíos, a partir de 1492, en las funciones especializadas que éstos venían desempeñando hasta entonces. Los judíos conversos, particularmente, se quejaron amargamente de esta situación. Les acusaban de hacer un juego doble al aprovecharse, en beneficio propio, de la fiebre de limpiezas y probanzas estamentales que se había apoderado de la sociedad española del siglo XVI y también de ser ellos nuevos cristianos, aludiendo a lo reciente de la cristianización de los vascos[21].
Algo, pues, ocurrió entre 1457 y 1482 que trajo consigo un cambio radical en la vieja sociedad banderiza; algo que colapsó el proceso estamental y que desembocó en la reclamación de una hidalguía colectiva (en rigor, cabría hablar, como lo ha hecho José Antonio Maravall, de una hidalguía étnica, pues fue precisamente esta pretensión de hidalguía para todos lo que definió una primera etnia vasca, toda vez que fue a su través que los habitantes de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava comenzaron a verse a sí mismos como un grupo homogéneo y distinto de los demás). Testigo excepcional y víctima de tal transformación fue el vizcaíno Lope García de Salazar (1399-1476), señor de la torre de San Martin de Muñatones en Somorrostro, activo cabecilla en la guerra de bandos y autor de dos obras de importancia decisiva para entender lo que sucedió en el País Vasco en esa crucial segunda mitad del siglo XV: la Crónica de los Señores de Vizcaya (1454) y Las Bienandanzas e Fortunas, monumental compendio de la historia universal que recoge en sus últimos libros (XX a XXV) una apretada relación de las guerras banderizas en el País Vasco y la montaña de Cantabria. Es significativo que García de Salazar redactara esta última crónica encerrado por sus hijos en la torre de Muñatones, entre 1471 y 1475. Un año después de concluirla, moriría envenenado por uno de sus vástagos. De estas circunstancias, se da razón por extenso en el prólogo:
E obrando sobre mi la fortuna, estando preso en la mi casa de San Martin de los que yo engendre e crie e acrecente, e temeroso del mal bevedizo e desafuziado de la esperanza de los que son cautivos en tierras de moros, que esperan salir por redencion de sus bienes e por limosnas de las buenas gentes. E yo, temiendome de la desordenada codicia que es por levar mis bienes, como ya veia levar, que no me soltarian. Esperando la misericordia de Dios, e por quitar pensamiento e inmaginacion, componi este libro e escribilo de mi mano, e comencelo en el mes de jullio del año del Señor de mill e quatrocientos e setenta e un años[22].
La tragedia de don Lope ilustra la crisis del grupo familiar ampliado o linaje, predominante en la región cantábrica durante la Edad Media. Un modelo de familia fundado en la solidaridad agnática: la lealtad a toda prueba entre los miembros del clan que se manifestaba, en primer lugar, en la incondicional sumisión de todos ellos al patriarca o Pariente Mayor. En 1471, quebrado ya el poder de los linajes, sus valores tradicionales orientados a la guerra resultaban insostenibles. Los linajes se disgregan. Los hijos, legítimos o bastardos, pelean entre sí por la herencia o extorsionan directamente a sus padres, fueran éstos o no Parientes Mayores (que tal era el caso de García de Salazar). Acotadas las posibilidades de depredar las posesiones de las villas o de otros linajes, los banderizos se vuelven contra los de su sangre. Ahora bien, la codicia había hecho su aparición antes, disolviendo las lealtades agnáticas. Quizá cuando los reyes emprendieron la pacificación de los campos, si hemos de creer a Alonso de Palencia, que ya tuvo ocasión de observar sobre el terreno sus deletéreos efectos:
Sólo en la avaricia igualan, si no superan, a los más avaros, que aún entre padres e hijos es corriente la usura[23].
En 1471 García de Salazar era ya un póstumo de sí mismo, alguien que había sobrevivido a la derrota de su grupo social. En su crónica de 1454 —tres años antes de la expedición punitiva de Enrique IV contra los linajes— había recogido una versión del mito de los orígenes del Señorío de Vizcaya notablemente diferente de la que incluirá en Las Bienandanzas e Fortunas veinte años después. La visión del mundo del anciano cautivo de San Martín no es la del temible banderizo de mediados de siglo. El pasado aparece en otra perspectiva: la del vencido. Veamos y comparemos ambas versiones. La de la Crónica de los Señores de Vizcaya [en adelante CSV] dice así:
Una fija legitima del rey de Escoçia arribo en Mundaca en unas naos, e vinieron con ella muchos omes e mugeres, e cuando llegaron a la concha de fuera avian tormenta, e quisieron posar alli, e vieron el agua que descendia de Guernica turbia, que venia crescida, e dixieron mundaca, ca eran todos gramaticos, que en gramatica disen por agua limpia aca munda, e fueron el rio arriba e posaron dentro, donde agora es poblada Mundaca, e por esto la llamaron Mundaca.
E aqui se dise que esta donçella que se empreño, e que nunca quiso desir de quien era empreñada, e que la echo en destierro del reigno su padre, e que la dexaron alli en Mundaca, e aquellas gentes que con ella vinieron que se tornaron para Escoçia con sus naos, sinon algunos que quedaron alli con ella.
E por otra manera dice la istoria que quando el rey de Escoçia padre desta donçella murio, que finco un fijo suyo por rey, e que esta su hermana no quiso quedar en el reigno, e tomo aquellas naos e gentes con todo el algo que pudo aver, e que arribo alli en Mundaca como dicho es, e que las naos con algunos de las compañas que se tornaron para Escoçia, e que la infanta con los mas que se quedo alli e que fisieron alli su puebla.
E que estando alli, que durmio con ella en sueñas un diablo, que llaman en Viscaya el Culuebro Señor de Casa, e quel empreño. E destas dos cosas no se sabe cual dellas fue mas cierta, pero como quiera que fue, la infanta fue preñada, e pario un fijo que fue ome mucho fermoso e de buen cuerpo e llamaronle don Çuria que quiere decir en bascuence don Blanco.
En aquel tiempo era Viscaya cinco merindades como es agora. Ca estonces la Encartaçion e Somorrostro e Baracaldo eran del reigno de Leon, e Durango estonces era señorio sobre si, e era señor della don Sancho Asteguis, e después la gano don Yñigo Esquerra señor de Viscaya, ca troco otra tierra con el rey de Leon en Asturias, e ajuntola con el señorio de Viscaya con aquellas franquesas e libertades que Viscaya avia.
E en esta sason se alço Castillavieja contra los reyes de Leon porque les mato a los condes sus señores, e el rey de Leon guerreaba mucho contra Viscaya porque era de Castilla, e fasiales mucho dapno, e ellos a el también. E tanto ovo de ser, que un fijo del rey de Leon entro a correr a Viscaya e llego fasta Vaquio, fasiendo mucho dapno en la tierra.
E ajuntaronse las cinco merindades e ovieron consejo que le diesen vatalla, e enbiaronle sus mensajeros en que le diesen vatalla, e el fijo del rey de Leon respondioles que les non daria vatalla a ellos nin a otro ninguno que non fuese rey o fijo de rey o de la sangre real. E sobre esto ovieron su consejo, e pues don Çuria era nieto del rey de Escoçia, que fuesen por el e lo tomasen por capitan e diessen la vatalla, e fueron luego por el e aplasaron la vatalla para en Arrigorriaga, que se llamaba estonces Padura, e vino alli en ayuda de los viscainos don Sancho Asteguis señor de Durango.
E ovieron allí su pelea mucho porfiada e resia, e fue vençido e muerto el fijo del rey de Leon e muchos de los suyos, e yasen enterrados en Arrigorriaga, e por la mucha sangre que alli fue vertida llamaronla Arrigoriaga (sic), que quiere desir en vascuence peña vermeja ensangrentada, e fueron en el alcançe fasta el arbol gafo de Luyaondo, e porque non pasaron mas adelante en el alcançe le llamaron arbol gafo.
E con la gran alegria que ovieron, e porque el dicho don Çuria probo muy bien por sus manos, tomaronlo por señor e alçaronlo por conde de Viscaya, e partieron con el los montes e los monesterios a medias e prometieronle de ir con el cada que menester los oviese fasta en el arbol gafo, a su costa dellos e con sus armas e sin sueldo, e que si de alli adelante los quisiese levar, que les diese sueldo.
E los leoneses cuando fueron encima de la peña de Salvada dixeron, en salvo somos. E por esso le llaman Salvada ca de primero le llamaban peña Gorobel. E este conde don Çuria tomo por armas con el señorio de Viscaya dos lobos encarniçados con dos carneros en las vocas, e dos arboles entre ellos, e asi los ovieron los señores de Viscaya todos.
E en esta pelea murio don Sancho Asteguis señor de Durango, que vino en ayuda de los viscainos, e dexo una fija legitima por heredera e non mas, e caso este don Çuria con ella e ovo el señorio de Durango con ella, e despues aca siempre fue con el condado e señorio de Viscaya[24].
He aquí la versión (trunca) recogida en el libro XX de Las Bienandanzas e Fortunas [LBF en lo sucesivo] a la que falta la primera parte de la historia:
Seyendo este don Çuria ome esforçado e valiente alli en Altamira cavo Mondaca, en edad de XXII años, entro un fijo del rey de Leon con poderosa gente en Viscaya quemando e robando e matando en ella porque se quitaran del señorio de Leon e llego fasta Baquio. E juntados todos los viscaynos en las cinco merindades, tañiendo las cinco vosinas en las cinco merindades segund su costumbre en Guernica, e oviendo acuerdo de yr pelear con el por lo matar o morir todos alli. E enbiaronle desir que querían poner este fecho en el juysio de Dios e de la batalla aplasada a donde el quisiese. E por el les fue respondido que el no aplasaria batalla sino con Rey o con ome de sangre Real e que les quería faser la guerra como mejor podiese, e sobre esto acordaron de tomar por mayor e capitan desta batalla aquel don Çuria que era nieto del Rey de Escoçia. E fueron a el sobre ello e fallaronlo bien puesto para ello, e enviando sus mensajeros aplasaron batalla para en Padura, acerca de donde es Vilvao. E llamaron a don Sancho Asteguis, señor de Durango, que los veniese ayudar a defender su tierra, e vino de voluntad e juntose con ellos todos en uno. E oviendo fuerte batalla e mucho profiada e después de muertos muchos de las anbas partes, fueron vençidos los leoneses e muerto aquel fijo del Rey e muchos de los suyos. E morio alli aquel don Sancho Astegas (sic), señor de Durango, e otros muchos viscaynos. E siguieron el alcançe matando en ellos que no dexavan ninguno a vida fasta el arbol de Luyaondo, e porque se tornaron de alli pesandoles llamaron el arbol gafo, e los leoneses que escapar podieron salieron por la peña Gorobel que es sobre Ayala, e como enzima de la sierra dixieron a salvo somos. E por eso le llaman Salvada, e porque en Padura fue deramada tanta sangre llamaron Arigorriaga (sic), que dice en vascuence peña viçiada de sangre como las llaman agora. E tornados los viscaynos con tanta onra a Guernica, oviendo so consejo disiendo pues tanto eran omiçiados con los leoneses que sin aver mayor por quien se regiesen, que no se podrían bien defender. E pues escusar no lo podían, que tomasen a este don Çuria que era de sangre real, e valiente, pues que los el también avia ayudado fasiendo grandes fechos darmas en esta batalla, e tomaronlo por señor, e partieron con el los montes e las selas, e dieronle todo lo seco e lo verde que no es de fruto levar para las ferrerias e çiertos derechos en las venas que sacasen, e dehesaron para si los robres, e ayas, e ensinas para mantenimiento de sus puercos, e los asevos para mantenimiento de sus vestias, e los fresnos para faser astas de sus armas, cellos de cubas, e los salser para ceradura de setos. E dieronle eredades de las mejores, en todas las comarcas a donde poblase sus labradores, porque se serviese dellos, e no enojase a los fijos dalgo, en las quales fueron poblados e aforados como agora lo son en sus pedidos e derechos e que no se mesclasen en el fecho de las armas ni en los juysios ni en los caloñas, en ygual derecho con los fijos dalgos, e dieronle la justicia cevil e criminal para que pusiese Alcaldes e Prestameros e Merinos e Probostes, que jusgasen e esecutasen, e recaudasen sus derechos a costa suya del. Jurandoles en Santa Maria la Antigua de Guernica de les guardar franquesas, e libertades, usos e costumbres segund ellos ovieron en los tiempos pasados, e consentidos por los reyes de Leon quando eran de su ovediencia, e despues por los Condes de Castilla, que agora eran sus Señores, las quales entre otras muchas eran estas principales: que el Señor no proçediese contra ningun fijo dalgo de suyo sin querelloso sus oficiales, si non por muerte de ome extranjero andante. E por fuerça de mujer, e por quebrantamiento de caminos reales e de casas, e por quema de montes, e que no fisiese pesquisa general ni cerrada ni oviese tormento, ni resibiese querella, señalando el querelloso sino con pesquisa de ynquisiçion. E este caso con la fija de aquel don Sancho Asteguis e eredo por aquella a Durango, después aqua siempre fue con el condado e señorio de Viscaya, aforandola como a ella, e tomo por arma dos lovos encarniçados, que los topo en saliendo para dicha batalla, levando sendos carneros asidos en las vocas, e oviendolo por buena señal como en aquel tiempo eran omes agoreros, y asi los traxieron sus deçendientes[25].
Del cotejo de ambas versiones obtenemos la siguiente secuencia funcional:
I. INICIO DE LA ACCION. Nos encontramos ante una disyunción que da lugar a dos comienzos diferentes:
Ia) Una infanta de Escocia, desterrada por el rey su padre a causa de haber quedado encinta y negarse a revelar de quién, llega por mar con su séquito a las costas de Vizcaya.
Ib) Una infanta de Escocia, tras la muerte de su padre el rey, disconforme con que la sucesión recaiga en su hermano, abandona su país y llega por mar con su séquito a las costas de Vizcaya.
II. ASENTAMIENTO. Seguimos confrontados a la disyunción establecida en el INICIO y tenemos, en consecuencia, dos desarrollos divergentes:
IIa) Los expedicionarios desembarcan en un lugar de la costa al que dan el nombre de Mundaca (del latín munda aqua, «agua limpia»), por hallar allí clara la corriente del río que fluye desde Guernica. La mayoría del séquito regresa a Escocia, dejando a la infanta con sólo unos pocos acompañantes.
IIb) Los expedicionarios desembarcan en un lugar de la costa al que dan el nombre de Mundaca (del latín aqua munda, «agua limpia»), por hallar allí clara la corriente del río que fluye desde Guernica. Unos pocos de los acompañantes de la infanta regresan a Escocia, dejando a la infanta con la mayoría del séquito. La infanta funda allí una población propia.
III. NACIMIENTO MÁGICO DEL HÉROE. Sigue la segunda alternativa de cada una de las disyunciones anteriores (Ib y IIb). Un diablo de Vizcaya llamado Culebro duerme con la infanta y la deja encinta. La infanta da a luz un niño muy hermoso al que se da el nombre de Zuria (en vascuence, «el Blanco»).
La parte de la secuencia que hemos descrito hasta ahora corresponde en exclusiva a la versión de CSV. En adelante, la secuencia es común a CSV y LBF.
IV. REBELION. El rey de León mata a los Condes de Castilla. Los castellanos se rebelan contra León, y Vizcaya, como perteneciente a Castilla, secunda la rebelión.
V. INVASIÓN. Un infante leonés entra con gente armada en Vizcaya y devasta la tierra hasta Baquio, en la costa.
VI. DESAFÍO (I). Los vizcaínos, reunidos en Guernica, envían mensajeros al infante leonés instándole a someter sus diferencias al juicio de Dios y emplazándolo a una batalla.
VII. NEGATIVA. El infante leonés rehúsa aceptar las condiciones de los vizcaínos, alegando que sólo aceptará el desafío de alguien de sangre real.
VIII. PETICIÓN DE AYUDA. Los vizcaínos acuden a don Zuria pidiéndole que desafíe al infante y los guíe a la batalla.
IX. DESAFÍO (II). Don Zuría acepta ayudarlos y reta al infante. Acuerda con éste que la batalla tenga lugar en Padura, cerca de donde se fundará Bilbao.
X. ALIANZA. El señor de Durango, Sancho Asteguiz, acude en ayuda de los vizcaínos.
XI. COMBATE. Los vizcaínos, tras una cruenta batalla, vencen a los leoneses en Padura. Mueren en la lucha el infante leonés y el señor de Durango. La sangre tiñe de rojo las piedras, y por eso el lugar se llamará en adelante Arrigorriaga (en vascuence, «abundancia de piedras rojas»). Los vizcaínos salen en persecución de los leoneses fugitivos, matando a todos los que alcanzan.
XII. ESTABLECIMIENTO DE FRONTERAS. Los vizcaínos abandonan la persecución al llegar al árbol de Luyaondo, al que denominarán desde entonces árbol gafo. Al llegar a la cima de la peña Gorobel, los fugitivos leoneses exclaman: «A salvo somos». La peña cambia su nombre por el de peña Salvada.
XIII. ELECCIÓN DE SEÑOR. Los vizcaínos, reunidos en Guernica, toman a don Zuria como su señor. Parten con él sus tierras y posesiones. El nuevo señor jura respetar los privilegios ancestrales de los vizcaínos.
XIV. MATRIMONIO. Don Zuria se desposa con la hija y heredera del señor de Durango, cuyas tierras se incorporan a Vizcaya. El nuevo señor de Vizcaya toma por blasón dos lobos cebados con sendos carneros.
La leyenda no es invención exclusiva de García de Salazar. Ya en el siglo anterior se había recogido otra versión de la misma en un tratado genealógico portugués, el Livro das Linhagens o Nobiliario del conde de Barcelos, don Pedro Alfonso (?-1354), hijo bastardo del rey don Dionís. Debió escribirlo entre los años 1322 y 1344, vuelto del destierro que le impuso su padre entre 1317 y 1322. Vivió ese tiempo en la corte castellana, donde trabó una gran amistad con don Juan Núñez de Lara, que sería Señor de Vizcaya entre 1334 y 1350 por su matrimonio con doña María Díaz de Haro, la segunda de ese nombre. En su nobiliario incluyó don Pedro Alfonso la leyenda fundacional del linaje de los condes de Haro, Señores de Vizcaya, que reza como sigue:
Vizcaya fue primero señorío aparte, antes de que en Castilla hubiese rey, y después en Vizcaya no había ningún señor. Y había un conde en Asturias que tenía por nombre don Moniño y veníales a hacer mal. Y llegó a ponerles un tributo que le diesen cada año una vaca blanca y un buey blanco y un caballo blanco como reconocimiento, y que no les haría mal; y esto lo hacían ellos muy a la fuerza, porque no pudieron hacer más.
Y al poco tiempo llegó allí una nave en que venía un hombre bueno que era hermano del rey de Inglaterra, que venía de allí desterrado y tenía por nombre Froom, y traía consigo a un hijo suyo que tenía por nombre Furtam Froez; y los había desterrado el rey de Inglaterra del reino. Y llegado allí, supo cómo andaban en contienda con el conde don Moniño de las Asturias. Y entonces les dijo quién era, y si lo quisieren tomar por señor, que los defendería. Y ellos viéronlo hombre de pro y supieron que era de alta sangre. Dijeron que les placía, y entonces lo tomaron por señor.
Y a los pocos días envió el conde don Moniño a reclamar aquel tributo, y él dijo que no lo daría; y si lo quisiese venir a reclamar que lo defendería. Y el conde don Moniño juntó a su gente y vino contra ellos. Y don Froom con los vizcaínos le salió al encuentro, y juntáronse cerca de una aldea que ahora llaman Busturia, y lidiaron y venció don Froom y los vizcaínos al conde don Moniño y matáronlo con gran parte de los suyos. Y todo el campo quedó lleno de sangre, sobre las piedras que allí había. Y por esta mortandad, que fue tan grande que las piedras y el campo quedó todo rojo, pusiéronle al campo el nombre de campo de Arrigorriaga, que quiere decir en su lengua lo mismo que piedras rojas en la nuestra, y hoy en día así tiene el nombre[26].
La traslación de este relato a una secuencia funcional contribuirá a resaltar sus semejanzas y diferencias con los de García de Salazar:
I’. INICIO. Un conde asturiano impone a los vizcaínos, que carecen de señor, un vergonzoso tributo. Un hermano del rey de Inglaterra, Froom, desterrado del reino junto con su hijo, Furtam Froez, llega por mar a Vizcaya, en cuya costa desembarca. Se entera allí de la situación de opresión que padecen los vizaínos.
II’. ELECCIÓN. Froom propone a los vizcaínos liberarlos de la opresión del conde asturiano si lo toman por señor, a lo que aquéllos acceden.
III’. DESAFÍO: Froom se niega a pagar tributo al conde y lo reta.
IV’. INVASIÓN. El conde invade Vizcaya con sus gentes.
V’. COMBATE. Vizcaínos y asturianos se enfrentan en batalla. Vencen los primeros, matando al conde con muchos de los suyos. La sangre tiñe de rojo las piedras del campo que, desde entonces, se llamará Arrigorriaga (en vascuence, «abundancia de piedras rojas»).
Lo que más llama la atención al contrastar este esquema con los de los relatos de García de Salazar es la alteración del orden de la secuencia. Si en el Livro das Linhagens [LL en adelante] encontramos la serie Elección-Desafío-Invasión-Combate, en las versiones de García de Salazar el orden es Invasión-Desafío-Combate-Elección. Para explicar el sentido de esta diferencia es preciso un análisis más pormenorizado del mito, a partir de la secuencia funcional obtenida a partir de las versiones de García de Salazar. Procederé a un comentario por separado de cada una de las funciones y reservaré para una etapa posterior la interpretación global del relato.
I. INICIO
Es evidente que existe una relación estrecha entre esta función en CSV y la correspondiente de LL. Como la innominada infanta escocesa, Froom es un personaje de sangre real expulsado de su país. Al igual que aquélla en Ia, Froom abandona el reino con su hijo (la infanta en Ia se halla encinta al dejar Escocia). Por otra parte, el arquetipo del hijo de rey desterrado del reino se cumple en la figura del propio autor del LL, el conde de Barcelos.
Al emparentar a los Haro con los reyes de Inglaterra, don Pedro sigue un modelo muy típico de los genealogistas medievales. Si para los linajes nobles el parentesco con reyes supone un índice de superioridad, la plena legitimidad de las dinastías reales estriba en su entronque con la mítica monarquía de Roma, descendiente del troyano Eneas. Como genealogista experimentado, Barcelos sabía que los reyes de Inglaterra pretendían descender de Bryto o Brutus, epónimo de Britania, biznieto de Eneas y libertador de los troyanos cautivos en Grecia, según la leyenda forjada a comienzos del siglo XII por el obispo normando de Sain Asaph, en Gales, Galfridus Monemutensis (Geoffrey de Monmouth), en su Historia Regum Britanniae. Los reyes de Escocia, por su parte, eran tenidos por descendientes de germanos. En pleno siglo XVI, el genealogista Lorenzo de Padilla, arcediano de Ronda, observaba a este respecto:
Y como he dicho, más se ha de tener don Zuría proceder de la Sangre Ilustre de los Godos, que no de los Reyes de Escocia. Y aunque fuera de los Reyes de Escocia, todo se puede decir que es de una misma Sangre o Gente, porque de Dinamarca fue el origen de los Godos y de los Scotos, que señorearon parte de la isla Britania, que de su nombre se llamó Escocia[27].
Como más adelante se verá, García de Salazar no fue ajeno a la general manía goticista que se apoderó de la nobleza española de su tiempo. Si ello influyó o no en la atribución de un origen escocés a don Zuría es cuestión difícil de elucidar, pues pudo pesar asimismo en ello la moda de las novelas de caballerías, de las que García de Salazar era, como otros muchos pequeños nobles de su tiempo, un lector apasionado. Algunos héroes caballerescos proceden del linaje de los reyes de Escocia, llamada también Albania, si bien debe advertirse que la nomenclatura geográfica de las novelas de tal género era puramente arbitraria. En cualquier caso, parece que también García de Salazar intenta relacionar a la infanta con la Roma antigua, toda vez que tanto Ia como Ib coinciden con motivos vinculados a la historia de Eneas y sus descendientes. En Ia, la infanta ofrece una indudable semejanza con Rea Silvia, la madre de Rómulo y Remo, que queda encinta de sus amores con el dios Marte y es enterrada en vida al no poder revelar la identidad de su amante. En Ib, con la de la fundadora de Cartago y amante de Eneas, la princesa Dido.
II. ASENTAMIENTO
En Ia, la princesa, desterrada forzosa, es abandonada a su suerte con unos pocos leales. Su supervivencia va a depender, por tanto, de la hospitalidad de los vizcaínos. Pero en Ib, voluntariamente exilada, cuenta con seguidores numerosos, lo que le permite crear su propia ciudad, como hizo Dido con Cartago. Aparece ya en este episodio un recurso muy corriente en la historia antigua y medieval: la toponimia etiológica, de inspiración bíblica e isidoriana. Mundaca es topónimo patrimonial vasco de no fácil interpretación, como otros vizcaínos de terminación similar (Meñaca, Guernica, Sondica, Fica, etcétera), aunque existe algún otro, como Apodaca, en Álava, derivado claramente del latín, apud aquam («junto al agua»). Muno, muño, en vascuence, vale por «elevación del terreno, loma o colina». La interpretación del topónimo a partir del latín munda aqua, como viene en CSV, plantea una cuestión interesante. El «agua limpia» del lugar donde la infanta desembarca se opone al agua «turbia» que viene del interior, de Guernica. Se establece así una oposición limpio/turbio que no debe de estar exenta de una connotación política. Las «aguas turbias» que vienen del interior de Vizcaya apuntan quizá a una situación de caos y confusión, propia de una tierra que carece de señor. Apunta, en definitiva, a un estado de naturaleza, de guerra permanente. Es posible interpretar asimismo la oposición agua limpia/agua turbia como metáfora anticipatoria de la oposición entre sangre real y no real que aparecerá en la función VII.
III. NACIMIENTO MÁGICO DEL HÉROE
Es necesario introducir aquí otro relato incluido en LL, referido a dos descendientes de Froom, don Diego López de Haro y su hijo Íñigo Guerra (Ezquerra en García de Salazar), cuarto y quinto de los Señores de Vizcaya:
Este don Diego López era muy buen montero, y estando un día en su celada y esperando a cuándo vendría el puerco, oyó cantar en muy alta voz a una mujer encima de una peña. Y él fue para allá y viola ser muy hermosa y muy bien vestida, y enamoróse luego de ella muy fuertemente y preguntóle quién era. Y ella le dijo que era una mujer de muy alto linaje. Y él le dijo que pues era una mujer de muy alto linaje que casaría con ella si ella quisiese, porque él era el señor de aquella tierra toda. Y ella le dijo que lo haría si le prometiese que nunca se santiguase. Y él lo otorgó, y ella fuese luego con él. Y esta mujer era muy hermosa y muy bien hecha en todo su cuerpo, salvando que había un pie forzado, como pie de cabra. Y vivieron gran tiempo, y hubieron dos hijos, y uno hubo por nombre Enheguez Guerra y la otra fue mujer y tuvo por nombre doña (… ).
Y cuando comían de suyo don Diego López y su mujer, sentaba él al par de sí al hijo, y ella sentaba al par de sí a la hija de la otra parte. Y un día, fue él a su monte y mató un puerco muy grande y trájolo para su casa y púsolo ante sí donde estaba comiendo con su mujer y con sus hijos. Y lanzaron un hueso de la mesa, y vinieron a pelear un alano y una podenca sobre él en tal manera que la podenca trabó al alano en la garganta y matólo. Y don Diego López, cuando esto vio, túvolo por milagro, y signóse y dijo: «¡Santa María me valga, quién vio nunca tal cosa!». Y su mujer, cuando lo vio así signar, lanzó mano en la hija y en el hijo, y don Diego López trabó del hijo y no lo quiso dejar llevar. Y ella salió con la hija por una floresta del palacio, y fuese para las montañas, de forma que no la vieron más, ni a la hija.
Después, al cabo del tiempo, fue este don Diego López a hacer mal a los Moros, y prendiéronlo y lleváronlo para Toledo preso. Y a su hijo Enheguez Guerra pesaba mucho de su prisión, y vino a hablar con los de su tierra, por qué manera lo podría haber fuera de la prisión. Y ellos le dijeron que no sabían manera por que lo pudiesen haber, salvando se fuese a las montañas y hallase a su madre, y que ella le diría cómo lo sacase. Y él fue allá solo, encima de su caballo, y hallóla encima de una peña, y ella le dijo; «Hijo Enheguez Guerra, ven a mí porque bien sé yo a lo que vienes». Y él fue para ella y le dijo: «Vienes a preguntar cómo sacarás a tu padre de la prisión». Entonces llamó a un caballo que andaba suelto por el monte, que había por nombre Pardalo, y llamólo por su nombre. Y ella puso un freno al caballo, que tenía, y díjole que no hiciese fuerza para desensillarlo ni para desenfrenarlo, ni para darle de comer ni de beber ni herrar; y díjole que este caballo le duraría en toda su vida, y que nunca entraría en lid que no venciese por él. Y díjole que cabalgase en él, y que lo pondría en Toledo, ante la puerta de donde yacía su padre, luego en ese día, y que ante la puerta donde el caballo lo pusiese, que allí descendiese y que hallaría a su padre estar en un corral, y que lo tomase por la mano e hiciese que quería hablar con él, y que lo fuese sacando hacia la puerta donde estaba el caballo y que pusiese a su padre ante sí, y que antes de la noche estaría en su tierra con su padre. Y así fue. Y después, al cabo del tiempo, murió don Diego López, y quedó la tierra a su hijo, don Enheguez Guerra.
Y algunos hay en Vizcaya que dijeron y dicen hoy en día que esta su madre de Enheguez Guerra que éste es el Culebro de Vizcaya . y cada día que allí es el Señor de Vizcaya en una aldea que llaman Busturia, todas las entrañas de las vacas que matan en su casa, todas las manda poner en una peña y por la mañana no hallan nada, y dicen que si no lo hiciese así que algún enojo recibiría de él en ese día y en esa noche, en algún escudero de su casa, o en alguna cosa de que se doliese mucho. Y esto siempre lo pasaron así los señores de Vizcaya hasta la muerte de don Juan el Tuerto. Y algunos lo quisieron probar de no hacer así, y halláronse mal. Y me dicen hoy en día allí, que yace con algunas mujeres allí en las aldeas, aunque no quieran, y viene a ellas en figura de escudero, y todas con las que yace tórnanse descoloridas[28].
Son diversas las interpretaciones que hasta hoy se han dado del episodio de la concepción y nacimiento de don Zuria. Por remitirnos a las más recientes, cabe mencionar la que yo mismo propuse en 1980, según la cual todo él procedería de la leyenda artúrica. Sin ser exactamente hijo de un Culebro, el propio rey Arturo fue engendrado por el rey Uther Pendragon (Uther «cabeza de dragón») en Igerna, esposa del duque Gorlois de Cornualles, cuya apariencia había usurpado Uther gracias a las artes mágicas de Merlín. Este Merlín fue también concebido mágicamente del apareamiento de un diablo y una princesa, hija del rey de Gales del Sur. Esta hipótesis tiene a su favor el hecho de que el propio García de Salazar conocía muy bien la leyenda del nacimiento de Merlín y la incluyó en el libro XI de Las Bienandanzas e Fortunas, en un epítome de la Historia Regum Britanniae de Monmouth:
En el reino de la isla de Inglaterra, en una tierra que llaman tierra Forana, dormio un diablo que se llama Ynquibides con una doncella que fazia santa vida. Obo poder de la engañar porque con saña de palabras desonestas que una mala muger su hermana le dixo olvidose de se santiguar en dormiendo. Como despertó, saliose corrompida[29].
El nombre de este diablo, Ynquibides, es una clara corrupción del latín incubus, que designa a las criaturas del aire que pueden adoptar figura humana, de varón, y tener comercio carnal con las mujeres, si bien los mismos seres, en figura femenina, como súcubos, acceden también a los varones. Incubus podría traducirse por «quien se acuesta encima», y sucubus por «quien se acuesta debajo». El Culebro de LL parece un demonio bisexual bastante clásico, toda vez que adopta forma de mujer (la dama de pie de cabra) o de varón («en figura de escudero»). La fuente primera de García de Salazar en lo que a la concepción mágica de Merlín se refiere es sin duda el libro de Monmouth, pero pudo conocer asimismo las versiones que se dieron de aquélla en las crónicas artúricas en verso, más tardías, del normando Wace (el Roman de Brut) y del inglés Layamon (Brut), ambas de la segunda mitad del siglo XII. En Monmouth la denominación de los demonios aparece en singular (Incubus Daemon); en Wace y Layamon, en plural (Incubi e Incubi Daemones, respectivamente). Es más probable que el Ynquibides de LBF proceda de una forma del plural, como el Incubi Daemones de Layamon, que de la forma singular utilizada por Monmouth. Al Culebro de CSV le llama García de Salazar «Señor de Casa», es decir, duende, de Dueñ(o) de Casa, Duen de Casa. Los duendes, como su nombre indica, son genios del lugar, dueños de tierras o recintos, que pueden imponer ordalías sexuales o de otro tipo a los humanos que se adentran en sus dominios.
En 1981, Juan Aranzadi propuso otra interpretación de la leyenda zuriana, siguiendo a Caro Baroja, que mucho antes había sugerido la existencia posible de una relación entre la dama de pie de cabra de LL, la figura folklórica de Mari o la Dama del Amboto (un genio femenino de las montañas de Vizcaya) y Melusina de Lusignan, el hada tutelar de los campesinos del Poitou, medio mujer, medio serpiente, que según la leyenda genealógica recreada por Jean d’Arras, casó con el conde Raymondin[30]. Aranzadi sostuvo que Culebro —al que se conoce también en la tradición folklórica de Vizcaya por los nombres de Sugaar y Maju— era un avatar de Melusina. Ésta, como la dama de pie de cabra, impone también a su marido un tabú: la prohibición de contemplarla mientras se baña. Cuando Raymondin lo rompe, Melusina huye convertida en dragón o serpiente alada, forma en la que aparecerá, rodeando en vuelo las torres del castillo de los Lusignan, cada vez que un peligro amenace al linaje. Según Aranzadi,
En el relato de Lope García de Salazar, la cola de serpiente de Melusina parece haberse «independizado» para convertirse en Sugaar o «Culebro»: la sorprendente afirmación de don Pedro, es decir, que «la madre de Íñiguez Guerra es el encantador Coouro de Vizcaya» no parece admitir otra interpretación posible que la de ver en Mari-Maju un solo personaje mítico, equivalente a Melusina y sólo separable en sus dos mitades (mujer y serpiente) por necesidades del relato. A la luz de este texto de Barcelos, las dos versiones de Lope sobre el nacimiento de Jaun Zuría quedan reducidas a una sola: Jaun Zuria es hijo de Mari-Melusina (el misterioso y desconocido padre no cuenta) o, lo que es lo mismo, es hijo de Mari y de Culebro[31].
La hipótesis melusiniana de Aranzadi está en deuda con la teoría de Claude Lecouteux acerca de la leyenda poitevina, según la cual Melusina sería un avatar de la diosa indoeuropea de la tercera función, la función nutricia,[32] y con la de Lévi-Strauss sobre el mito edípico, cuya función sería resolver la contradicción entre la afirmación de autoctonía del héroe mítico (que nacería directamente de la tierra, sin mediación de padres humanos) y la afirmación del origen humano del héroe y su correlativa denegación de autoctonía[33]. Don Zuria nace dos veces en el mito: una, de progenitores humanos (la infanta y su desconocido amante), y otra, de Culebro (Sugaar o Maju) y de Mari, genios ctónicos y personificaciones de la tierra. Se contraponen así en el relato dos tipos de legitimidad: la dinástica, emanada del linaje de reyes, y la mítica, del linaje divino, semidivino o demoníaco. La contradición entre ambas quedaría superada en la versión de CSV por la unión de Culebro y de la infanta escocesa, y en la de LL por el matrimonio de don Diego López de Haro con Culebro.
Cabe, no obstante, alguna objeción a esta hipótesis. Si la identificación de Melusina y Culebro parece evidente, no lo es tanto la de Culebro y Mari. El nombre de Melusina (Mélusine) es el resultado de una contracción de Mére Lucine, la Mater Lucina, una advocación de Diana como reguladora de la menstruación (de ahí el nombre latino de la luna, contracción de Lucina) y protectora de las mujeres en el parto. En rigor, la historia de Raymondin y Melusina no parece ser sino una versión del mito clásico de Acteón, el cazador convertido en ciervo y destrozado por sus propios perros en castigo de haber espiado a Diana mientras ésta se bañaba. En cuanto a Mari, la Dama del Amboto, es cierto que en algunos relatos folklóricos se le adjudica como marido a Sugaar (en vascuence, «culebra macho») o Maju (romanismo vasco equivalente al castellano majo, que proviene, como éste, del latín masculus, «macho»), pero sus manifestaciones más características (cruzar los cielos nocturnos como una hoz o una bola de fuego) parecen aproximarla a la figura folklórica de María de Padilla, la amante de don Pedro el Cruel, a la que el romance de la muerte del maestre de Santiago, Fadrique de Trastámara, por ella instigada, presentaba condenada a vagar eternamente por los aires: «Doña María Padilla/ por los aires va volando./ Por los pecados que ha hecho/ no la quiere Dios ni el diablo». Rodrigo Caro recogió una tradición sevillana sobre doña María que la asemeja aún más a la Mari vizcaína:
En toda Sevilla y su comarca ven los muchachos a doña María de Padilla en un coche adiendo en llamas de fuego. Rursus foemina pulcherrima igni toto facies refulgit[34].
No sería imposible, pues, que Mari y María de Padilla fueran el mismo personaje (la identidad de nombres parece apoyar también esa conjetura). Las guerras civiles de Castilla turbaron también la vida del Señorío de Vizcaya y es probable que el odio a la amante del rey don Pedro dejase también sus secuelas folklóricas en este territorio. De ser así, habría que separar los mitos genealógicos melusinianos de las leyendas sobre Mari de Amboto, aunque es cierto que ésta aparece a menudo en el folklore, como Melusina, protegiendo a los campesinos. Con todo, Mari no tendría que ver directamente con don Zuria, lo que no obsta para que la interpretación de Aranzadi tenga otros aspectos interesantes y sólidamente argumentados.
Cabe mencionar, finalmente, una interpretación evemerista propuesta por Jon Bilbao, que creía reconocer en Froom y Furtam Froez a dos régulos vikingos de Irlanda, Ivarr inn beinlausi y Olaf inn hvíti (Ivar el Culebro y Olaf el Blanco), que reinaron en Dublín entre 850 y 873. Entre 850 y 860, Ivarr y sus hermanos saquearon las costas de la península ibérica, se adentraron en el Mediterráneo y, según fuentes árabes, remontaron el Ebro e hicieron prisionero al rey navarro García Íñiguez. Según Jon Bilbao, habrían podido establecer una base en la ría de Guernica, donde han aparecido restos de barcos vikingos. Froom parece también nombre o sobrenombre nórdico. Un rey sueco así llamado asesinó al abuelo de Ivar. Existe además el sobrenmbre Früm, «el Devoto», que llevaron varios jefes vikingos de esa época[35].
IV. REBELIÓN
La Crónica de Alfonso III de León y el Cronicón de Albelda dan noticia de rebeliones vasconas contra los reyes de León Fruela I (757-758), Ordoño I (850-866) y Alfonso III (866-909). No es seguro que por vascones haya que entender necesariamente a los habitantes de Vizcaya; puede que las crónicas se refieran exclusivamente a los navarros o quizá a éstos y los alaveses. En cualquier caso, los relatos de LL, CSV y LBF apuntan a una hostilidad entre el mundo cántabro-vascón y el astur-leonés que quizá fuera en parte herencia de la tradicional enemistad entre los vascones y el reino visigodo de Toledo, del que los reyes leoneses se consideraban legítimos sucesores. Es posible que la tirantez entre ambos se agravase al calor del conflicto entre el condado de Castilla y el reino de León. Pérez de Urbel, tratando de subrayar el castellanismo de la Vizcaya medieval, sugirió que Froom representaba acaso la forma vasca del nombre de Lope Sarracínez, posible representante del conde castellano en Vizcaya. No hay por dónde coger este argumento: Froom no es palabra vasca. Pero quizá no anduviera tan descaminado al ver en Sarracín o su equivalente Zorraquín un eco de Zuria o Zuriakin[36].
V-IX. INVASION-DESAFÍO (II)
Todos los acontecimientos a los que la leyenda se refiere tuvieron supuestamente lugar en un territorio muy reducido. Mundaca y Busturia se hallan en la orilla izquierda de la ría de Guernica. Baquio, límite de las correrías de los leoneses, está en la costa, a escasos kilómetros al oeste de Mundaca, separada de ésta y de Bermeo por el cabo Machichaco. García de Salazar sitúa el lugar de la batalla en la actual Arrigorriaga, al suroeste de Bilbao, pero Barcelos lo hace próximo a Busturia. Se trata de la zona central de la Vizcaya histórica, entre las rías de Bilbao y Guernica, que ya albergó poblaciones paleolíticas en sus proximidades y fue superficialmente colonizada en la época romana.
García de Salazar proyecta en el pasado mítico la forma de organización territorial del Señorío de Vizcaya en la Baja Edad Media, las merindades, lo que no deja de ser contradictorio con el hecho de que sólo en la función XIV de la secuencia se permita al Señor establecer dichas demarcaciones e imponerles sus oficiales, los merinos. El propósito del cronista parece claro: defender la anterioridad de las Juntas de Guernica respecto de la institución señorial. No menos anacrónica resulta la suposición de que la fórmula del reto caballeresco —«aplazar batalla»—, propia de la cultura feudal desarrollada, tuviera vigencia en la época del conflicto castellano-leonés. El relato de CSV y de LBF parece seguir en este particular las pautas propias de las novelas de caballerías.
X. AYUDA
No está atestiguada la existencia de un señorío de Durango. Todavía en el siglo X, la comarca duranguesa estaba bajo el control del reino de Navarra.
XI. COMBATE
La traducción que da García Salazar del topónimo Arrigorriaga no es muy exacta: ni «peña vermeja ensangrentada» ni «peña viçiada de sangre» corresponden al nombre vasco. Es mucho más preciso el que trae LL: «piedras rojas». Arri vale por piedra, incluso por roca, pero no por peña (en vascuence, aitz). La existencia de un nombre anterior del lugar, Padura, plantea otro problema. Padura es un romanismo eusquérico que significa «ciénaga» o «marisma» (del latín palus en su forma plural, paludia). Y una ciénaga no es un pedregal, como es obvio. Veremos más adelante una posible explicación de esta aparente incongruencia.
Probablemente influyó en la localización de la batalla en Arrigorriaga el recuerdo de la decisiva batalla de Puente Milvio, en 312, que se saldó con el triunfo de Constantino sobre su rival Magencio, cuyas legiones fueron aniquiladas en un paraje llamado precisamente Saxa Rubra («piedras rojas»). Como se sabe, la victoria de Constantino fue decisiva para la elevación del cristianismo a religión del Imperio el año siguiente, por el Edicto de Milán.
XII. ESTABLECIMIENTO DE FRONTERAS
Referido al árbol de Luyaondo, el apelativo gafo acaso indicara que aquél cumplía una función de mojón o hito profiláctico más allá del cual eran expulsados los gafos (leprosos o apestados), aunque en los Fueros el término tiene otras acepciones[37]. En épocas posteriores, el árbol de Luyaondo fue denominado árbol malato, siendo malato sinónimo de gafo en el sentido antes mencionado, Quizá el nombre de peña o sierra Salvada esté relacionado con el Monsalvat de la leyenda del Grial. Téngase en cuenta que en sus cercanías se encuentra el santuario de San Pantaleón de Losa, objeto de cierto culto griálico. Es posible, en fin, que dicha denominación sea más reciente que lo que da a entender García de Salazar, quizá de la misma época (tardomedieval) en que recibió su nombre actual la sierra no tan lejana de la Demanda (del Santo Grial). Así parece indicarlo el hecho de que don Lope conociera un nombre anterior de la peña, Gorobel (variante posible del vascuence korobel, «corona o cima negra»).
XIII. ELECCIÓN
En LL Froom es proclamado Señor por los vizcaínos antes de la batalla. No se le escapó la distancia entre este episodio y el de la elección de don Zuria en CSV y LBF al historiador Gregorio Balparda, que escribió a propósito de ello que don Lope «no entrega así como así el señorío a un desconocido, sino que, después de probado en la batalla de Arrigorriaga, le hacen los vizcaínos Señor y Conde»[38]. Don Pedro Alfonso recoge una versión del mito favorable a las casas de Haro y de Lara. García de Salazar, portavoz de la pequeña nobleza vizcaína, nos ha transmitido otra más acorde con la ideología jurídica de esta última, centrada en la salvaguarda de sus privilegios estamentales frente a las prerrogativas señoriales, en momentos en que la alianza de las villas con el rey castellano (en quien recaía desde la época de don Pedro el Cruel el título de Señor de Vizcaya) amenazaba con despojar de sus derechos tradicionales a los linajes hidalgos del campo vasco.
Pero también en esta función se alejan considerablemente entre sí las versiones de CSV y de LBF. En esta última, los términos del pacto establecen que el Señor podrá poblar sus tierras con sus labradores, pero se exige que éstos no se mezclen con los hidalgos. Por otra parte, y como ya señalara Andrés Eliseo de Mañaricúa, «puede apreciarse no solamente una coincidencia de conceptos sino aun verbal entre el Fuero y el juramento de Jaun Zuría tal como lo presenta Lope García de Salazar»[39]. Se refiere Mañaricúa al Fuero Viejo de Vizcaya, de 1452, en uno de cuyos capítulos, el 37, se dice, por ejemplo: «Primeramente dijeron que había de uso y de fuero… que toda pesquisa general nin otra pesquisa alguna que non la pueda hacer el Señor en Vizcaya nin los sus oficiales sin querelloso».
XIV. MATRIMONIO
Hay una curiosa diferencia entre la descripción del blasón de don Zuria en CSV y en LBF. En la primera crónica, habla García de Salazar de dos árboles y dos lobos cebados. En LBF sólo menciona los lobos. Los árboles deben de representar, lógicamente, al roble de Guernica y al árbol gafo de Luyaondo. Pero éstos son símbolos, especialmente el primero, de las libertades de los vizcaínos, gravemente lesionadas, en el sentir de don Lope a la altura de 1471, por el monarca castellano, Señor de Vizcaya. De ahí que al reducir el blasón a los dos lobos cebados (explicables, más que por un augurio, por la relación del lobo con el nombre Lope, muy frecuente entre los condes de Haro y procedente del latín lupus, que traduce a su vez el nombre eusquérico Otsoa u Ochoa, «el lobo», quizá de carácter totémico), García de Salazar separe al Señor de la comunidad de los vizcaínos y convierta el mito dinástico de LL y de CSV en un mito estamental. A ello me referiré seguidamente.
2. EL MITO GÓTICO
Aun constituyendo la leyenda de la batalla de Arrigorriaga un auténtico mito de origen, es difícil saber a qué, a quién o a quiénes se refiere el mismo: ¿a la casa condal de Haro? ¿Al Señorío de Vizcaya? ¿A las Juntas de Guernica? Y es difícil saberlo porque las versiones de García de Salazar aparecen ya distorsionadas por efecto de una terrible crisis social. El relato fuente, el de LL, formula un mito exclusivamente dinástico: habla del origen de los Haro. En CSV los elementos dinásticos y estamentales están presentes en proporciones parecidas, pero ya en equilibrio precario, y en LBF los segundos se han afianzado a expensas de los primeros. Nos encontramos, pues, ante un mito que se transforma radicalmente en el curso de un siglo y medio. Es necesario, por tanto, preguntarse por las transformaciones sociales que determinaron los cambios en el enunciado de la leyenda y en el sentido del mito que ésta transmite. Tales transformaciones se produjeron en el contexto de la crisis bajomedieval, que en Vizcaya se manifestó como una crisis terminal de la sociedad banderiza.
La última fase de dicha crisis se extiende, como ya se ha dicho, desde 1457, año de la expedición punitiva de Enrique IV contra los linajes banderizos, a 1475, año del otorgamiento y confirmación de las ordenanzas de las Hermandades de las villas vascas por la reina Isabel I. CSV fue escrita antes de la primera de estas fechas, y la redacción de LBF concluyó en vísperas de la segunda. En 1454, García de Salazar era miembro destacado de un grupo social que aún dominaba los campos e imponía a las villas sus condiciones. Veinte años después escribe como portavoz de una pequeña nobleza derrotada por la acción conjunta de las villas y de la Corona. Su discurso histórico ha cambiado.
Cinco siglos después, en 1975, Michel Foucault dictó en el College de France un curso sobre la genealogía del discurso de la guerra interminable, es decir, del discurso histórico-político que, frente al histórico-jurídico que sitúa el origen de las leyes en los pactos establecidos entre un soberano pacificador y sus súbditos, sostiene que la ley es siempre un resultado de la violencia, de las cambiantes coyunturas de una relación dinámica de fuerzas sociales en perpetuo conflicto. Aunque se plasmará teóricamente en las filosofías de la Historia que conciben ésta como despliegue de la lucha de razas o de clases, el discurso histórico-político fue, en su origen, el relato genealógico-estamental de una nobleza humillada y rencorosa que reclamaba sus privilegios conculcados por las monarquías autoritarias a finales de la Edad Media. En palabras de Foucault:
He aquí entonces una primera caracterización de este tipo de discurso. Pese a la indeterminación de mi definición, se puede comprender ya por qué este discurso es tan importante: es quizá el primer discurso en la sociedad occidental salida del Medievo que puede ser definido rigurosamente como histórico-político. Esto es así, en primer lugar, porque es evidente que el sujeto que habla en este discurso, que dice «yo», que dice «nosotros», no puede ocupar (y, además, no trata de hacerlo) la posición del jurista o del filósofo, vale decir la posición del sujeto universal, totalizante o neutral. El que habla, el que dice la verdad, el que cuenta la historia, el que reencuentra la memoria y conjura los olvidos, está necesariamente dentro de esta lucha general cuyo relato está situado dentro de un lado o del otro en la batalla, tiene adversarios, se bate para obtener una victoria particular. Indudablemente posee el discurso del hecho, lo reivindica. Pero lo que reclama y hace valer es su derecho, un derecho singular, fuertemente marcado por una relación de propiedad, de conquista, de victoria, de naturaleza. Puede tratarse de los derechos de su familia o de su raza, de los derechos de su superioridad o de la herencia, de los derechos de las invasiones triunfantes o de las ocupaciones recientes o efímeras. En todo caso, tenemos que habérnoslas con un discurso anclado en la historia y al mismo tiempo descentrado respecto a una universalidad jurídica[40].
Foucault sitúa el nacimiento de «ese tipo de discurso» a finales del siglo XVI —en la época de las guerras de religión en Francia—, pero creo que sería plausible defender una fecha anterior en un siglo para el caso vasco, la del triunfo de la pretensión plebeya a la nobleza universal (o hidalguía colectiva) y el consiguiente colapso del proceso estamental. Lope García de Salazar, el autor de LBF, había sido su primer sustentador. Porque entre el cronista de 1454 y el anciano cautivo de 1471 se había producido una coupure, una ruptura epistemológica: el viejo encerrado en la torre de San Martín de Muñatones por sus hijos tomará la palabra en defensa de sus iguales, los Parientes Mayores, contra los reyes de Castilla, que han roto el pacto que don Zuria estableció con los vizcaínos.
¿Quiénes son los vizcaínos para García de Salazar? Únicamente los hidalgos. No los moradores de las villas de fundación señorial, descendientes de aquellos labradores con que se permitió al Señor de Vizcaya poblar sus tierras. Nada más ajeno a la mentalidad de don Lope y de los pequeños nobles del campo vasco que la idea de un pueblo, no ya vasco, sino sólo vizcaíno, con un origen común. Solamente los linajes hidalgos proceden de los vizcaínos que derrotaron a los leoneses en Padura. Ahora bien, ¿de quiénes descendían aquéllos vizcaínos?
Sobra decir que para García de Salazar el criterio lingüístico es del todo irrelevante a la hora de establecer genealogías. Que una determinada población hablase una lengua determinada, en la babel lingüística que caracteriza a las sociedades medievales, se consideraba, no sin razón, como algo accidental. Individuos y grupos podían cambiar de lengua por múltiples motivos, ya fuera por forzosa imposición de la de unos invasores victoriosos o por adopción pacífica de la de una región a la que llegaban como emigrantes o repobladores. Nacido en las Encartaciones de Vizcaya, don Lope no dominaba el vascuence (como se ha visto, sus traducciones de topónimos de esta lengua delatan una falta de familiaridad con la misma), lo que no le impedía tenerse a sí mismo por tan vizcaíno como cualquier hidalgo vascohablante, ni negar la condición de vizcainía a los moradores de las villas, estuviesen estas situadas en las comarcas del vascuence o en las del romance.
Hay sin embargo en el mito vizcaíno una excepción a la general irrelevancia de las lenguas: la infanta escocesa de CSV y sus acompañantes son todos gramáticos; es decir, hablan latín, y en latín —en gramática— ponen nombre al lugar en que desembarcan y se asientan. Lo que equivale a un acto jurídico de toma de posesión. Frente al derecho consuetudinario y a la justicia privada de los linajes, el derecho público emana de Roma. Es, en rigor, derecho romano y, como tal, está ligado íntimamente al latín. En LL, el mito de los orígenes del Señorío de Vizcaya no contiene referencias explícitas al latín ni a Roma. No obstante, al ser Froom miembro de la casa real inglesa, se sobreentiende su parentesco con Eneas, a través de Brutus. Así, del relato del conde don Pedro puede afirmarse lo mismo que Foucault observa respecto de la leyenda medieval (y renacentista) del rey Francus, hijo de Príamo y fundador epónimo del pueblo franco:
Creo que se puede comprender esta eliminación de Roma del relato troyano, pero sólo si se renuncia a considerar este relato de los orígenes como una especie de historia condicionada todavía por viejas creencias. Me parece más bien que se trata de un discurso que tiene una función precisa, que consiste no tanto en relatar el pasado y los orígenes cuanto en enunciar el derecho del poder. Esto significa que se trata en el fondo de una lección de derecho público, y como tal ha circulado. Se debe decir que Roma está ausente del relato porque se trata de una lección de derecho romano[41].
Como descendiente de la mítica monarquía romano-troyana, Froom participa de la legitimidad originaria del poder real, sacralizada posteriormente por la cristianización del Imperio (y por considerarse a sí mismas las monarquías medievales como continuadoras del Sacro Imperio romano). De ahí que su autoridad, su condición de señor natural, se imponga a los vizcaínos como algo fuera de discusión. En CSV, la infanta no está, en principio, emparentada con la dinastía troyana. Sin embargo, por el hecho de formar parte de una casa real, su superioridad estaba avalada por el propio derecho romano. Pero, aunque tal superioridad no se cuestiona (y los vizcaínos deben acudir a don Zuria por ser el único entre ellos de sangre real), no es condición suficiente para el ejercicio efectivo del poder señorial. El instinto mitogénico de García de Salazar le llevó incluso a suprimir en LBF todo lo referente al nacimiento mágico del héroe. Se olía, sin duda, que mezclar en el asunto a demonios ctónicos como Culebro, paredro de Melusina, ofrecía a los Señores una legitimidad adicional mítica (como bien vio Aranzadi, los héroes nacidos de la tierra tienen problemas con los pies —véase Edipo— pero también un derecho natural al dominio de la tierra que los engendra). El poder sólo le será otorgado a don Zuria y a sus descendientes por elección de los vizcaínos reunidos en las Juntas de Guernica. Por elección de los pares, de los nobles, como prescribía el derecho germánico. Porque —y esto es lo más importante a la hora de definir el sentido y la función del mito vizcaíno en García de Salazar— los vizcaínos presentes en la batalla de Arrigorriaga eran nobles, hidalgos, de la única forma en la que se podía serlo en la España medieval: descendiendo, o pretendiendo descender, de los conquistadores germánicos de la Hispania romana. Esto es, de los godos.
Aunque la ascendencia germánica se da por supuesta para todos los linajes hidalgos, sólo de trece de ellos (entre los que se encuentra el suyo propio) señala García de Salazar un origen gótico concreto. Son los que proceden, según el cronista, de «los Godos que arrivaron en Santoña». Con toda probabilidad, fue don Lope el creador de esta variante local de un mito gótico surgido, como observa José Antonio Maravall, en los años inmediatamente posteriores a la batalla de Covadonga y que, tras recorrer de forma más o menos atemperada los siglos de la Reconquista, cobró nueva fuerza a finales de la Edad Media:
La ilusión del legado godo actúa ciertamente como un mito. Es probablemente, en su origen, no explicación de un hecho real, sino una invención culta para dar sentido a una acción, a una serie de hechos bélicos que se venían sucediendo, llegando a adquirir en nuestra historia medieval la eficacia práctica de una creencia colectiva. De hecho, unos reyes tras otros, toda una larga serie de príncipes actuaron de la manera que lo hicieron porque en su alrededor se les dijo que eran descendientes de los godos. Eso da ese tan singular carácter dinámico a nuestra historia medieval que, como ninguna otra, parece una flecha lanzada hacia un blanco a través de siglos. Ello da también a nuestros historiadores, en muchas ocasiones, un criterio de valoración de los episodios que relatan y nos permite encontrar, al terminar la Edad Media, en los que vivieron en ese momento, una verdadera explosión del sentimiento de que una obra había sido acabada, cuando de los reyes que vuelven a reunir bajo su dominio toda la Península puede decirse, como de Suintila escribió San Isidoro y después de éste repitió una legión de cronistas, que aquellos reyes habían obtenido la monarquía de España. A ellos se debe que, llegados a esa fecha, se produzca una nueva fase de exaltación de la «herencia goda»[42].
Lope García de Salazar no fue, pues, una excepción entre los cronistas bajomedievales que insuflaron nuevo aliento al mito gótico. El libro XII de LBF contiene un epítome de la historia de los godos que testimonia cierta familiaridad del autor con las fuentes castellanas medievales (Lucas de Tuy, Jiménez de Rada, Alfonso X, etcétera) que, para la historia goda, se remiten a Isidoro de Sevilla y éste, a su vez, a Jordanes. He aquí el relato que hace García Salazar de la odisea particular de sus presuntos antepasados, los godos «que arrivaron en Santoña»:
En el año de Nuestro Señor de DCCXL años arrivaron en Santoña que es cabo Laredo una grande flota de navios con muchas gentes de Godos de las yslas de Escançia que venían en socorro de los Godos de España e sopieron el trabaxo en que estaban. E como de luengas tierras venían fatigados de la mar ovieron mucho plaçer cuando vieron la tierra e aquel monte de Santoña, e dando gracias al Señor e a la Virgen María e rogando a todos los Santos las rodillas fincadas que rogasen por ellos, e por aquello llamaron e llaman aquel monte Santoña, e posaron allí, ca Laredo no era poblada, sino cabañas de ganados en la sierra e choças de pescadores en la ribera. E dixo el que venia en las varcas: lare, lare, deziendo que veya pueblas de lares de fuego. E respondió el de vaxo: ado, ado, e por esto llamaron Laredo como llaman agora. E saliendo en tierra dixieron: a puerto somos. E por esto llamaron e llaman puerto. E porque allí tomaron tierra primeramente posieron una imagen de Santa Maria que consigo trayan con grande proçesion e oro e plata para edificar una iglesia. Dexaron allí a la Reyna Godina e un obispo con mucho oro e plata para hedificar una iglesia. E edificaron estas dos Reyna e Obispo otras muchas yglesias en Trasmiera e en Bisio que llaman de la Onor de Puerto. E pasados estos godos el Sable del Salve dixieron: a salvo somos, e por eso llamaron e llaman Salve. E salidos encima de la sierra desenvolvieron su seña, e por aquello llamaron e llaman Seña. Estendieronse por la costa conquistando las tierras que eran rebeldes a los Godos de España. E llegando algunas de estas gentes en Sesto que es cavo Portugalete, e ovieron allí una grande pelea con los pobladores de allí. E morio allí el Ynfante don Falcon, que era grande capitan dellos. E sepultaronlo allí e posieronle a la caveça una grande piedra con letras que dezia e dize: Aquí yaze el Ynfante don Falcon de los godos. Fezieron allí una hermita de Santa Maria e enterraron allí otros muchos en los campos, ca estonçes no se enterraban los cristianos en las yglesias. E después rompiendo aquellos campos para labranças fallaron los huesos dellos. E asi como yban ganando e sojuzgando las tierras asi poblaban dellos en ellas a donde mejor les parezia asi de los mayores como de los menores[43].
De estos godos, según García de Salazar, procederían nueve linajes de la merindad de Castilla la Vieja, la Montaña, Vizcaya y Álava: Velasco, en Carasa; Sarabia, en Gibaja; Urdiales, en Castro Urdiales; Retuerto, en Retuerto, del que vino después el linaje de Baracaldo; Aldeacueva, en Carranza; Villalobos, en Arceniega, que dio origen a los Osorio de Castilla; Angulo, con solar bajo la peña de su nombre; Salinas, en la Cerca; Torres, en Medina de Pomar, y Salazar, en la Sonsierra, merindad de Castilla la Vieja. De este último se desgajaría más tarde el linaje de Tobar, con solar en Torquemada. Como se ve, García de Salazar se consideraba vizcaíno: es decir, un hidalgo castellano de Vizcaya descendiente de godos. No vasco, ni nada parecido. Para don Lope, los vascos eran exclusivamente los de Aquitania, que él, en LBF, denomina gascones. La cifra de nueve tampoco carece de sentido. Los linajes góticos de la comarca a la que don Lope se sentía pertenecer son nueve como los nueve caballeros de la antigüedad pagana o los nueve caballeros del cristianismo. O como los nueve barones que, según la tradición medieval catalana, fundan el condado de Cataluña con Otger Cataló —un gascón, o sea, un vasco— a la cabeza de todos ellos.
No es difícil advertir la presencia en este relato de un buen número de semejanzas con el de don Zuria y la batalla de Arrigorriaga. Como en CSV, tenemos aquí unas naves que llegan a la costa cantábrica desde una isla lejana, y una dama de sangre real que se instala en el lugar del desembarco, fundando una ciudad. Y tenemos un ejército que invade Vizcaya, un ejército que, al llegar a lo alto del Sable del Salve, exclama, como los leoneses fugitivos al coronar la sierra Salvada, «a salvo somos». Un ejército, en fin, que penetra en territorio vizcaíno y se enfrenta con sus pobladores rebeldes a los godos de España en Sestao, donde obtienen la victoria a costa de la vida de su capitán, el infante don Falcón. Basta comparar la secuencia funcional de este relato con la de la leyenda de don Zuría para reconocer un aire de familia entre ambas:
MITO GÓTICO
I”. INICIO
Una reina de Escançia (Escandia) llega a las costas cantábricas con su ejército. Los recién llegados ponen nombres al lugar en que desembarcan.
II”. ESTABLECIMIENTO DE FRONTERAS
Los godos, sobre el Sable del Salve exclaman «a salvo somos» y dan nombre al lugar (Salve).
III”. REBELIÓN
Los vizcaínos se han levantado contra los godos de España.
IV”. INVASIÓN
Los godos de Escançia invaden Vizcaya.
V”. COMBATE
Godos y pobladores de Vizcaya se enfrentan en Sestao. Vencen los godos. El infante godo muere en la batalla.
Las funciones correspondientes del mito vizcaíno son las siguientes:
I. INICIO
Una infanta escocesa llega a las costas vizcaínas con su séquito. Los recién llegados ponen nombre al lugar en que desembarcan.
XII. ESTABLECIMIENTO DE FRONTERAS
Los leoneses, sobre la sierra Salvada, exclaman «a salvo somos» y dan nombre al lugar (Salvada).
IV. REBELIÓN
Los vizcaínos se levantan contra los reyes de León.
V. INVASIÓN
Los leoneses invaden Vizcaya.
XI. COMBATE
Leoneses y vizcaínos se enfrentan en Padura. Vencen los vizcaínos. El infante leonés muere en la batalla.
¿Estamos ante dos relatos genéticamente emparentados? ¿No será una de las leyendas transformación de la otra? Parece evidente que así es, pero, ¿cuál es transformación (inversión) de cuál? Lo que sabemos hasta ahora es todavía muy poco: que el mito gótico trata de una invasión triunfante y el vizcaíno de una invasión fracasada, que los vizcaínos de la batalla de Arrigorriaga son los descendientes de los godos vencedores en Sestao. Podemos suponer asimismo que, de acuerdo con el mito gótico español, los leoneses derrotados en Arrigorriaga descendían de los godos de España contra los que se habían levantado los pobladores de Vizcaya y a los que vinieron a socorrer los godos de Escandia.
Pero es que, además, la leyenda gótica de LBF reproduce en forma muy concisa el mito de los orígenes del pueblo godo que recoge Jordanes en el capítulo IV su Gética, compuesta hacia mediados del siglo VI:
25. Se cuenta que en otro tiempo los godos salieron con su rey, llamado Berig, de esta isla de Escandia, a la que se puede considerar una fábrica de razas o vivero de pueblos [vagina populorum]. Tan pronto como desembarcaron de sus naves y tocaron tierra dieron su nombre al territorio que hoy, según se dice, se llama Gotiscandia. 26. Desde allí marcharon al territorio de los ulmerugos, que por entonces ocupaban las riberas del Océano, acamparon allí y, tras entablar combate con ellos, los expulsaron de sus propias tierras. Más tarde sometieron a los vándalos, vecinos de aquéllos, y los añadieron al número de sus vencidos. Pero como su población aumentó notablemente, después de que aproximadamente cinco reyes hubieran sucedido a Berig, Filimer, hijo de Gadarico, nada más comenzar a reinar, decidió salir de allí al frente del ejército de los godos al que acompañaban sus familias. 27. Mientras buscaba territorios y lugares convenientes y apropiados para establecerse, llegó a las tierras de Escitia, que en su lengua se llamaban «Oium», donde se quedó maravillado por la riqueza de estas regiones. Pero se cuenta que el puente por el que cruzaban un río se derrumbó cuando tan sólo la mitad del ejército lo había atravesado y no hubo manera de repararlo, de modo que ni los unos pudieron volver atrás ni los otros continuar adelante, pues este lugar, por lo que se cuenta, está cerrado por un abismo rodeado de pantanos con arenas movedizas y al que la Naturaleza ha convertido en un lugar inaccesible por la mezcla de estos elementos. Sin embargo, hoy todavía se pueden escuchar allí las voces de los rebaños e incluso distinguir rastros humanos, según testimonio de los viajeros, a los que se puede creer aunque sólo las hayan oído desde lejos. Así que la parte de los godos que se cuenta que llegó junto a Filimer a las tierras de «Oium» después de atravesar el río tomó posesión del suelo deseado[44].
Que García de Salazar sigue el esquema narrativo de la leyenda de Jordanes se puede comprobar incluso en el método de argumentar la verdad de lo que cuenta, y así como Jordanes invoca el testimonio de los viajeros que oyen las voces de los rebaños y advierten rastros humanos en el lugar donde el pueblo de los godos hubo de dividirse en dos por la rotura del puente, don Lope alude a los huesos de los muertos en la batalla de Sestao que desenterraban los labradores de su tiempo al romper aquellos campos. Como los escoceses «gramáticos» de LBF, los godos de Berig ponen nombre a la tierra en la que desembarcan, en un acto simbólico de toma de posesión de la misma. Pero no podrán apoderarse de Escitia sino después de franquear las ciénagas y marismas que los separan de la tierra firme. Como observa Louis Marin a propósito del relato de Jordanes:
Vemos en nuestro texto una marca precisa: la marisma. La isla es la marca misma de la diferencia, del continente y del océano, de la tierra y del agua, del mundo y de su más allá: marca del límite, es el mundo mismo en su más allá y es a partir de este sentido como se comprende míticamente la salida de Escandia como el franqueamiento del límite, como la negación original de la diferencia. Ahora bien, es significativo que las escisiones internas, las que hacen de los godos un vector cuasihistórico y después una nación históricamente integrada en la historicidad misma del Imperio, sean colocadas bajo el signo o situadas en el lugar de la confusión que es la marisma: marca de la mezcla de la tierra y del agua, difuminación del límite, debilitamiento de la diferencia, la marisma significa esta complejidad de la que los extremos materiales se mezclan indiscerniblemente, la maligna negación de la diferencia, la que es necesario franquear para acceder a una historicidad auténtica[45].
Acceder a una historicidad; es decir, a una escritura. No deja de sorprender, en tal sentido, la continuidad del relato de García de Salazar con el de Jordanes, del que lo separa casi un milenio. También la emergencia de los godos de Vizcaya desde las brumas míticas de Escandia a la Historia se produce, como en la Gética, mediante la conquista de un territorio cenagoso, el de la marisma que se extiende desde Sestao a Baracaldo:
E después que estos godos ovieron cobrado esta marisma, juntados todos salieron a escrita e fezieron allí su alardo por saber que gentes eran. E porque se escribieron allí llamaron e llama allí Escrita[46].
El puerto de montaña de Escrita se encuentra junto a Carranza, en las Encartaciones de Vizcaya. Pero bajo el signo de la marisma se inscribe o encarta asimismo el tránsito de los vizcaínos desde la noche del mito a la Historia, pues la Padura de García de Salazar, como queda dicho, no significa otra cosa que «la marisma». Sólo después de haberla ganado y franqueado, pueden acceder los vizcaínos a la tierra firme de la historicidad, que ya no es mezcla de agua y de tierra como el cenagal de Padura, sino escritura sacrificial y primigenia, sangre sobre la piedra, Arrigorriaga, página en blanco sobre la que se escriben en rojo los privilegios que don Zuria jura respetar en Guernica.
¿Qué fue primero? ¿El mito gótico o el mito vizcaíno? A título de mera hipótesis, me arriesgaría a afirmar que la elaboración del primero fue simultánea a la reescritura del segundo. Entre 1471 y 1474, Lope García de Salazar creó el mito de los godos de Santoña a partir de dos relatos preexistentes: la leyenda gótica de Jordanes y la leyenda vizcaína de CSV. Advirtió seguramente que entre ambas se daban coincidencias notables. En la Gética, los godos de Escandia rechazan una invasión del Faraón de Egipto, como los vizcaínos la de los leoneses. Más tarde, atraviesan el mar para llegar al continente, como la infanta escocesa y sus seguidores. Don Lope suprimió de la leyenda vizcaína el episodio del viaje de la infanta e inventó uno similar (la expedición de la reina Godina) para iniciar el relato gótico. El episodio de la huida de los leoneses pasa tal cual a la leyenda de los godos de Santoña, donde no tiene función alguna, salvo la de delatar que aquél deriva de la leyenda vizcaína, pues, narrativamente, constituye una flagrante incongruencia: nadie persigue a los godos: éstos no se ponen a salvo de ningún peligro. La más inquietante de las coincidencias entre los relatos de Gética y CSV, sin embargo, es la batalla en la marisma, que don Lope traslada al episodio del combate de los godos de don Falcón con los pobladores de Vizcaya —que no vizcaínos a su juicio— en el cenagal de Sestao.
Con la invención del mito gótico, García de Salazar trataba, sin duda, de reforzar la versión estamental del mito vizcaíno en LBF, transformando así la versión anterior de éste, la de CSV, en un discurso histórico-político en el que el banderizo derrotado reclama un derecho que los monarcas castellanos, Señores de Vizcaya, les han arrebatado a él y a sus iguales: un derecho sobre Vizcaya que era, ante todo, derecho de conquista.
3. EL MITO VIZCAÍNO BAJO EL ANTIGUO RÉGIMEN
En su estudio sobre la Gética de Jordanes, escribe Louis Marin:
Por hablar brevemente, la disposición diacrónica —y en particular, en un relato— de una contradicción que vuelve a encontrarse en la sincronía —y en particular, en un estatuto y una posición política— es una especie de resolución diferida de la contradicción: así, es posible que la aprehensión de una causalidad histórica en unas circunstancias precisas se traduzca en una comprensión de estas circunstancias, toda vez que explicación es comprensión, por recurrir a estas categorías tan frecuentemente opuestas después de Dilthey. Pero el recurso a la historia puede revestir también otro sentido que se articula en el primero de los puntos que habría precisamente que determinar: el orden diacrónico de aparición cesa de ser secuencia pura de acontecimientos, sucesión ordenada de incidentes y de accidentes según el antes y el después y causalmente ligada: es en diacronía lo que es en sincronía un esquema de origen. No es ya la disposición diacrónica en los tiempos intermediarios lo que es ratio porque sea orden; es la presencia, la coexistencia en ese origen de elementos en contradicción presente en la situación vivida; remisión al origen de la contradicción presente que encuentra de ese modo su resolución porque se trata de otro tiempo, de otro lugar, que el tiempo de la historia va a ordenar y que la situación presente va a repetir enmascarando las articulaciones. El recurso a la historia, no ya como tiempo de un relato, sino como recitación de un origen es al mismo tiempo explicativo e interpretativo. Es explicativo porque el tiempo de la historia es concebido como el desarrollo del origen; es interpretativo, porque el origen proporciona las categorías y las relaciones que el presente disimula y difumina. La resolución diferida de la contradicción en que consistiría la explicación histórica se conjugaría así con una resolución original de la contradicción, que es la contradicción misma llevada a su grado más alto, cualitativamente otro, reacordada porque está tanto en el origen del tiempo como fuera del tiempo[47].
La contradicción «en sincronía» que García de Salazar trataba de resolver diacrónicamente con su reformulación del mito de los orígenes del Señorío de Vizcaya era, claro está, la que oponía las villas a los linajes, contradicción que tenía una dimensión jurídica innegable: las ordenanzas de las Hermandades, compuestas por los Corregidores del Señorío y otorgadas por los reyes frente al derecho consuetudinario de los linajes que alcanzaría su primera expresión codificada en el Fuero Viejo de 1452, un fuero estamental, un fuero de hidalgos. La ratificación de éste por el monarca (y Señor de Vizcaya) lo comprometía a respetar y defender los privilegios estamentales, pero el agravamiento del conflicto banderizo y la activa toma de posición de los reyes Enrique IV e Isabel I a favor de la Hermandad enfrentaba a los linajes con el poder señorial (es decir, con la Corona). La versión del mito vizcaíno recogida en LBF proyecta sobre el tiempo de los orígenes (un tiempo a la vez histórico y mítico) las condiciones del pacto foral de 1452, planteado por García de Salazar como una alianza de los descendientes de los vencedores en Arrigorriaga (los hidalgos) con los descendientes de don Zuria (los reyes) contra los invasores actuales, los moradores de las villas, que ocupaban en el conflicto presente el lugar que en la leyenda correspondía a los leoneses. Pero García de Salazar era consciente de que el pacto de 1452 se había roto ya en 1457, con la expedición punitiva de Enrique IV. De ahí que ponga un énfasis particular en las circunstancias —legendarias, sobra decirlo— en las que los vizcaínos se dotaron por vez primera de un Señor. El origen del poder de éste no estaría, según LBF, en su sangre real, como sostenía el derecho romano y la versión de la leyenda de LL, que a aquél se ajusta, sino, siguiendo la más neta tradición del derecho germánico, en la asamblea de los hidalgos vizcaínos reunida en las Juntas de Guernica.
La consecuencia más importante de la yugulación del proceso estamental en el plano jurídico, la constituye el triunfo de la nobleza universal de los vizcaínos; es decir, de todos los vizcaínos, hidalgos y moradores, que se recogerá ya en el Fuero Nuevo de 1527. El procedimiento por el que se llegó a la misma no debió de ser muy complicado. Toda vez que vizcaíno equivalía a hidalgo, la extensión de la condición de vizcaínos a los moradores de las villas los convirtió al mismo tiempo en hidalgos. Como solución, no es en absoluto original. Pablo Fernández Albaladejo y José María Portillo han recordado que, ya en 1929 y 1933, respectivamente, Gregorio Balparda e Ildefonso Gurruchaga llamaron la atención sobre «el carácter netamente castellano de los fundamentos conceptuales y operativos que sustentaban la hidalguía colectiva vasca»,[48] los mismos que se aplicaban en los antiguos señoríos de behetría. Lugares donde regían estos principios, los hubo en relativa abundancia fuera del País Vasco. La especificidad del caso de éste reside, sobre todo, en la desusada extensión del ámbito de su aplicación, no ya un valle o una cendea, sino provincias enteras. Esta amplitud permitió el desarrollo de instituciones provinciales (las Juntas) a partir de las antiguas asambleas estamentales de hidalgos, que se ocuparían en delante de la defensa de los privilegios territoriales como las primitivas juntas lo habían hecho de la de los privilegios estamentales.
Hacia el interior del país, el principio de hidalguía universal resolvió el conflicto entre estamentos imponiendo una igualdad jurídica por elevación, a la alta. En la España cristiana de la Edad Media había existido otra comunidad no estamental, la judía, pero en su caso la igualdad se establecía a la baja, como una comunidad de parias sin derechos, sujeta a todo tipo de arbitrariedades por carecer de cualquier privilegio. Eventualmente, los reyes y los señores podían promulgar normas benignas para sus judíos, pero éstas no los protegían de los abusos de sus protectores. Ahora bien, la condición no estamental permitía a los judíos desempeñar funciones económicas y administrativas vedadas a los estamentos. La transformación de la sociedad vizcaína (incluyendo en ella las guipuzcoana y alavesa) en comunidades no estamentales puso a los habitantes de las provincias vascas en condiciones de sustituir a los judíos en sus actividades tradicionales, como acertadamente señalaba Otazu. Por otra parte, dos comunidades no estamentales sobre un mismo territorio plantean el problema de que a una se le puede confundir fácilmente con la otra, y a los cristianos vascos no les halagaba la idea de ser tomados por judíos. Las nuevas Juntas se apresuraron a decretar la expulsión de éstos. Las de Guipúzcoa lo hicieron antes de 1482, y las de Vizcaya, en 1486.
El principal problema que se presentaba a las nuevas comunidades ennoblecidas estaba en el exterior. En la Castilla fuertemente estamentalizada, donde no iban a faltar voces que cuestionaran la hidalguía colectiva de los vascos. Sin embargo, éstas fueron acallándose a lo largo del siglo XVI, en la medida en que oponerse a la nobleza universal de los vascos fue haciéndose más y más peligroso, al jugar aquéllos sobre un terreno diferente, el de la limpieza de sangre. Presentándose como españoles originarios sin mezcla de judíos, los vascos podían lanzar la sospecha de sangre no limpia sobre quien se atreviera a cuestionar su nobleza, y así lo hicieron en no pocas ocasiones. Pero necesitaban un mito legitimador de su limpieza originaria, y éste se lo dieron Esteban de Garibay y Zamalloa, cronista real de Felipe II y el licenciado hispano-flamenco Andrés de Poza y Yarza (?-1595), autor de un tratado De la Antigua Lengua de las Españas (Bilbao, 1587). Garibay y Poza adaptaron a los vascos el mito de origen privativo de los judíos españoles de forma verdaderamente ingeniosa. Los vascos, definidos ahora por su posesión de una de las setenta y dos lenguas matrices de la humanidad, el vascuence, en la que Dios habría depositado la revelación del misterio de la Trinidad, tendrían, por el solo hecho de haberla hablado desde la división de las lenguas en Babel, el carácter de pueblo cristiano antes incluso del nacimiento de Cristo. Serían, según Poza, los más viejos de los cristianos viejos, y habrían poblado España en los años inmediatamente posteriores a la dispersión de la descendencia de Noé, siguiendo a su rey Túbal, primer vasco y primer español, hijo de Jafet, el tercero de los hijos del patriarca que comenzó la repoblación del mundo tras el Diluvio Universal.
El licenciado Poza fue quien recibió de las Juntas de Vizcaya el encargo de refutar los alegatos del Fiscal de la Chancillería de Valladolid, Juan García, contra la pretensión vasca a la hidalguía colectiva, expuestos en el tratado De Hispaniorum Nobilitate Exemptione (1588), en el que se aducían las condiciones básicas necesarias para ostentar nobleza que se habían establecido en la Pragmática de Córdoba. En su tratado De Nobilitate in Proprietate, Poza apela a la ascendencia bíblica de los vascos, pero también a la batalla de Arrigorriaga, en la que «allanaron y asentaron los vizcaínos su primera y antiquísima libertad que avían gozado desde Augusto César exclusive asta entonces, ochocientos y más años, y fue esta batalla año de nro, Señor 870 y en este mismo año los vizcaínos levantaron por su señor o caudillo a don Zuría, nieto del rey de Escocia y le dieron título de señor no absoluto ni soberano sino sob çiertas condiciones e capitulaciones», entre ellas, «que los señores futuros fuesen por vía de election» y que «el futuro señor antes de ser rreçibido y obedecido por tal hubiese de jurar los fueros y franquezas de la provincia y en el ínterin no se cumpliesen sus mandatos»[49]. El carácter electivo que Poza atribuye al título de Señor y los pactos que le ligan con los vizcaínos niegan su soberanía en lo concerniente a Vizcaya: «y pues los señores de Vizcaya se an allado y se allan limitados en quanto a no poder hacer ley salvo consentimiento de todos los vizcaínos en iuncta debaxo del árbol de garnica y que no pueden dar pecho ni derecho nuevo ni tocarles en tan solo un punto en sus fueros y privilegios, cosa clara es que el señor de semejantes posturas y condiciones no se puede llamar soberano…»[50].
La soberanía, lógicamente, correspondería entonces al pueblo hidalgo representado en las Juntas. Repárese en que, según Poza, aquélla se identificaría con una «primera y antiquísima libertad» obtenida por los vizcaínos que se rebelaron contra Augusto, lo que entra directamente en contradicción con las versiones del mito en García de Salazar, en las que se afirma la pertenencia del Señorío al Condado de Castilla, así como del sometimiento de Vizcaya por los godos. Poza mantiene los elementos centrales del mito, don Zuría y la batalla, pero los subordina a la defensa de la hidalguía universal (quienes eligen al señor son «todos los vizcaynos») y a la libertad —esto es, soberanía— originaria. Entre finales del siglo XVI y finales del XIX, ésta será la forma canónica del mito y tema central de numerosas narraciones literarias.
4. HACIA EL NACIONALISMO VASCO
«Arrigorriaga», de Sabino Arana Goiri (1865-1903) es la última de tales narraciones y, al tiempo, el texto fundacional del nacionalismo vasco. Publicada en la revista La Abeja, de Bilbao, en 1890, pasó a integrarse en el opúsculo Cuatro glorias patrias (Bizkaya por su independencia), de 1892, con otras tres leyendas del autor («Gordexola», «Otxandiano» y «Mungia»)[51]. «Arrigorriaga», la primera de ellas, constituye un centón de motivos literarios espigados en la literatura romántica vasca del XIX: en el apócrifo Chant d’Altabiscar (1836), del bayonés Garay de Monglave; en las Tradiciones Vasco-cántabras (1866), de Juan Venancio de Araquistáin; en la novela Jaun Zuría, el Caudillo Blanco (1896), de Vicente de Arana (primo del autor), e incluye además un buen número de citas de La Araucana, el poema épico de Alonso de Ercilla. En la narración de Arana Goiri, los invasores leoneses son llamados, lisa y llanamente, españoles. Ningún don Zuría desempeña un papel destacado en la historia y el único rasgo de heroísmo individual es el de una «varonil mujer bizkaína» que derriba de un hachazo en la cabeza al infante leonés Ordoño. «Arrigorriaga» concluye del siguiente modo:
Al efecto, habiéndose reunido los bizkainos en Junta General o Batzarr, como el Señor de Durango no hubiese dejado sucesión masculina, convinieron en que entrara el Duranguesado a constituir una de tantas merindades o agrupaciones de pueblos independientes en la general Confederación Bizkaina; dióse forma a las leyes de costumbre, y se escribieron, formuláronse los pactos entre los bizkainos y el que había de ser su Jefe y unánimemente propuesto para este elevado cargo, un joven de veintitantos años llamado Lope, natural de Busturia (que más tarde se casó con Dalda, hija de Estegiz), el cual se había distinguido en la batalla de Padura por su táctica y su valor, habiéndoles jurado solemnemente, fue aclamado por los bizkainos su Jaun (Señor) siendo conocido en la historia con el sobrenombre de Zuria (el Blanco).
De aquí data el Señorío de Bizkaya, mas no, como pretende algún historiador, su independencia, la cual es tan antigua como su sangre y su idioma[52].
La antipatía de Arana Goiri por la institución señorial se pone mucho más de manifiesto en la segunda de las Cuatro glorias patrias, «Gordexola»:
Cinco siglos escasos después del merecido desastre sufrido por las tropas españolas en los campos de Padura, daban los bizkainos una nueva muestra del amor a su patria y del vigor de su raza.
Mas en esta segunda fecha era ya republicano-señorial la forma política de Bizkaya, institución que, por su especial carácter y por las bases en que estaba cimentada, sirvió para causar cierta degeneración del espíritu genuinamente bizkaino. Si alguna falta, en efecto, habían cometido los bizkainos contra el carácter de su nación fue (por seguir la tendencia de su siglo) la de confiar la jefatura del Estado a un solo hombre al nombrar un Señor de Bizkaya, que, aunque no monarca político, había de ser, además del goce de otras atribuciones, monarca militar, carácter capaz de sintetizar todas las ilusiones de un hombre de aquella época, de distraerle de su misión principal y de inspirarle miras ambiciosas, siempre perjudiciales al pueblo que capitaneara: en gravísima falta incurrieron al comprometerse a servir a tal Señor en cualquiera guerra que por sus particulares intereses emprendiera ya dentro (sin sueldo), ya fuera (con sueldo) del territorio bizkaino.
No tardó esta realmente antiforal institución en producir los resultados que los bizkainos no previeron o no quisieron prever.
Ávidos de gloria y de honores exóticos, los Señores de Bizkaya enlazáronse con mujeres españolas de noble estirpe, y tomando parte activa en la reconquista de España, si bien en particular algunas veces, la mayor parte a las órdenes de uno u otro rey de la vecina nación, llegaron a adquirir títulos de nobleza española y a aceptar gustosos el de súbditos castellanos, consiguiendo más tarde que el señor de Bizkaya fuera de sangre puramente española y concluyendo (1379) por que ese título y el de Rey de Castilla recayeran en una misma persona: hecho al parecer indiferente, puesto que no hería directamente a la independencia de Bizkaya, pero única causa en realidad de todos nuestros males[53].
Consecuente con esta antipatía, Arana Goiri minimizó la participación de don Zuria en «Arrigorriaga». Pero, no contento con ello, emprendió, en las notas a la leyenda, una revisión de los datos de la tradición medieval. Los elementos fantásticos de la versión de CSV fueron secamente racionalizados y desplazados: Zuria no era hijo de Culebro, sino de «un bizkaino llamado también Lope, señor acaso de la Merindad de Busturia, y de María, Infanta de Escocia»[54]. Fechó Arana la batalla el día 30 de noviembre de 888, festividad de San Andrés, en cuyo honor se habría erigido tras la victoria vizcaína la iglesia de Pedernales, junto a Busturia.
El mito vizcaíno obsesionó a Arana Goiri durante toda su vida. Sus padres poseían una casa de verano en Pedernales y Sabino, tras casarse con una mujer de la localidad, fijó en aquélla su residencia permanente. Fue enterrado, a su muerte, en el cementerio de la misma localidad. La supuesta ascendencia escocesa de Zuria le fue interesando cada vez más, porque suponía un elemento que distanciaba el mito de Castilla y de España. Además, San Andrés era el patrón de Escocia. La decisión de eliminar la figura de don Zuria del mito corrió pareja seguramente con la secreta intención de encarnar a éste en un nuevo contencioso contra España. Un rastro de ello queda en la vinculación escocesa. La bandera que Sabino Arana y su hermano Luis diseñaron para la nación «bizkaina», la ikurriña, incluye, como la escocesa, la cruz de san Andrés (blanca en la de Escocia, verde en la ikurriña y tomada de los sotueres de la bordura del blasón de los condes de Haro, como aparece en las sepulturas de éstos en la iglesia de Santa María de Nájera). El día que eligió Sabino para fundar el primer batzoki o centro nacionalista, y con él el Partido Nacionalista Vasco, fue el 30 de noviembre de 1894, 1006 años después de la batalla de Arrigorriaga, según su cómputo.
Sin embargo, el carácter vizcaíno del mito impidió que siguiese siendo asumido como mito de origen por el nacionalismo vasco cuando éste rebasó los límites geográficos de Vizcaya, su cuna, y se difundió por las provincias limítrofes. Hoy, la leyenda de la batalla de Arrigorriaga dice muy poco a los nacionalistas vascos, que han dejado de conmemorar la efemérides. Sin embargo, fue el mito central de la política vizcaína durante casi medio milenio, al servicio de ideologías de distinto signo: dinásticas (Barcelos), estamentales (García de Salazar), foralistas (Poza), fueristas (Vicente de Arana y otros) y, en fin, nacionalistas (Arana Goiri). Todo un persistente vector de acción colectiva que iría transformándose para adaptarse a los cambios históricos.
MITOLÓGICAS II. PRIMITIVOS, SALVAJES, CIUDADANOS
Los cuarenta años comprendidos entre 1793, en que estalla la Guerra de la Convención, y 1833, el de la muerte de Fernando VII, del comienzo de la Regencia de María Cristina de Nápoles y de la primera insurrección carlista, fueron en España los de la lenta y espasmódica agonía de un Antiguo Régimen que había supuesto para los vascos un dilatado período de paz y privilegio. Considerados por los demás españoles como los más legítimos descendientes de la primera población de la Península, hidalgos en virtud de ese origen y más limpios de sangre que los más castizos cristianos viejos, mantenían un difícil equilibrio entre su vigorosa demografía y una economía de minifundio en un territorio de escasos recursos agrarios, cuyas partes fértiles se hallaban divididas entre una multitud de mayorazgos cortos. El sistema de testación libre, que mantenía indivisa la propiedad del suelo, bombeaba el amplio excedente de población hacia el exterior del país, hacia Castilla y las Indias, donde, gracias a su doble condición de hidalgos y cristianos viejos, los emigrantes vascos gozaban de ventajas comparativas respecto a los demás españoles a la hora de competir por cargos oficiales en la Corte o en América. Desde puestos burocráticos de diversa importancia, los segundones utilizaban su influencia para fortalecer los privilegios de las llamadas provincias exentas. El sistema foral pasaba periódicamente por momentos de crisis, porque la nivelación estamental no se había traducido en una distribución equitativa del poder. Las Juntas estaban en manos de los notables, cabezas de las familias más ricas, que hacían recaer el peso de los donativos (los impuestos extraordinarios requeridos por la Corona) sobre la población en su conjunto, a través de tasas generales que gravaban los consumos. La igualdad teórica encubría unos regímenes provinciales oligárquicos. No obstante, a pesar de las esporádicas explosiones de violencia popular contra los ricos —las temidas machinadas o motines de los machinos, los aldeanos, llamados así por la abundancia entre ellos del hipocorístico Machín (Martín)—, los Fueros no eran impugnados, porque favorecían a todo el mundo. La ausencia de aduanas en la costa (sólo las había en los puertos secos del interior) convertía a las provincias vascongadas en un gran navío franco anclado en las costas españolas, donde los naturales se beneficiaban de los bajos precios de las mercancías que entraban por el mar y de las facilidades para el contrabando de las mismas hacia Castilla.
La verdadera crisis sobrevino al par del hundimiento de la Hacienda Real tras la Paz de Basilea (1796), esa quiebra general del Antiguo Régimen de la que en su día trató Josep Fontana. Entonces, la derogación de los Fueros apareció a los ojos de Godoy, el poderoso ministro de Carlos IV, como una medida necesaria para paliar aquélla, al integrar las provincias vascas en el régimen fiscal vigente en los demás territorios de la Corona. Pero la situación del País Vasco no era lo que se dice halagüeña en esa coyuntura. La ocupación del mismo por las tropas francesas de la Convención había vaciado las arcas de los ayuntamientos, que tuvieron que recurrir a la desamortización y enajenación de comunales, y, más o menos solapadamente, a formas de recaudación lindantes con el bandolerismo comunal. A ello se añadió, en el cambio de siglo, una sucesión de años de pésimas cosechas, los urte txarrak («malos años»), que empobrecieron aún más a la población rural, ya golpeada por las exacciones francesas y la pérdida de las tierras del común. Godoy pactó secretamente la abolición de los Fueros de Vizcaya con los notables del Señorío. Ofreció como compensación al representante oficioso de éstos, Simón Bernardo de Zamácola, escribano de Dima, su apoyo para la construcción de un puerto del Señorío en la anteiglesia de Abando, limítrofe con Bilbao, sobre la misma ría del Ibaizábal. De haberse llevado a cabo dicho proyecto, llamado Puerto de la Paz en honor de Godoy (que había recibido del rey el título de Príncipe de la Paz por su gestión del tratado de la de Basilea), el Señorío habría conseguido anular económicamente a Bilbao, villa que los notables habían intentado sin éxito dominar desde muchos siglos atrás (Bilbao no se consideraba parte del Señorío y no regía en ella el Fuero de Vizcaya). Pero los bilbaínos conocieron el pacto secreto entre el ministro y Zamácola, y lo difundieron entre los campesinos, quienes, al sentirse traicionados por sus patrones naturales, emprendieron contra éstos, en el verano de 1804, la última de las revueltas características del Antiguo Régimen. Una machinada crepuscular, que recibió el nombre de Zamacolada y que, a pesar de ser rápidamente sofocada, hizo que Godoy se lo pensase y renunciara a mantener sus promesas a los notables. Sin embargo, siguió alentando una ofensiva crítica contra los Fueros, cuya primera manifestación había sido un artículo del escolapio aragonés Joaquín de Traggia, «Del origen de la lengua vascongada», incluido en la voz Navarra del Diccionario geográfico histórico de España editado en 1802 por la Real Academia de la Historia (artículo XIII, páginas 151-156). De mucha mayor envergadura y contundencia (y más deletéreas para los argumentos tradicionales en favor de los Fueros) resultaron los cinco tomos de las Noticias Históricas de las Tres Provincias Vascongadas, obra del canónigo riojano Juan Antonio de Llorente, cuya publicación en Madrid, entre 1806 y 1807, financió Godoy.
Abandonados por éste tras la Zamacolada, los notables vizcaínos habían vuelto a sus posiciones foralistas tradicionales. La aparición del libro de Llorente les alarmó tanto que, al producirse la invasión napoleónica, no vieron con malos ojos el cambio de dinastía. Los Bonaparte no podrían ser más hostiles hacia sus privilegios que lo que había demostrado serlo el todopoderoso ministro de Carlos IV, de modo que adoptaron una actitud colaboracionista tendente a restituir la influencia de los segundones vascos en la Corte, esta vez en la de José I. La presencia de vizcaínos entre los afrancesados fue numéricamente importante. Uno de los menos conspicuos, Juan Antonio de Zamácola, hermano menor de Simón Bernardo y crítico musical de prestigio bajo el seudónimo de Don Preciso, ejerció como jefe de la policía bonapartista en Madrid y marchó al exilio tras la derrota de los franceses. En 1818 publicó en Auch una Historia de las naciones bascas en la que algunos han creído ver el texto fundacional del nacionalismo vasco[55].
Juan Antonio de Zamácola, que usó también el nombre de Juan Antonio de Iza Zamácola, nació en Dima (Vizcaya) en 1758 y murió en Madrid en 1826 poco después de regresar del exilio. Cuatro años antes de su fallecimiento, en Bilbao, había aparecido un opúsculo suyo titulado Perfecciones analíticas de la lengua bascongada e imitación del sistema adoptado por el célebre ideologista Don Pablo de Astarloa en sus admirables «Discursos filosóficos sobre la primitiva lengua». En él se declara discípulo de este Pablo de Astarloa o Pablo Pedro de Astarloa, un sacerdote de Durango que, efectivamente, había adquirido cierta notoriedad veinte años atrás, no sólo en el País Vasco y España, sino también en determinados círculos filosóficos de Francia y Alemania, gracias, sobre todo, a Wilhelm von Humboldt, que lo conoció durante su primer viaje a España, en 1799. Para entonces, Astarloa había conseguido agrupar a una serie de amigos interesados en sus ideas, a los que Humboldt trató también, entre los que destacaban el sacerdote Juan Antonio de Moguel, párroco de Marquina; el ya mencionado Zamácola y un ingeniero militar llamado Juan Bautista de Erro y Aspíroz. Los cuatro miembros más importantes del grupo, dos vizcaínos (Astarloa y Zamácola) y dos guipuzcoanos (Moguel y Erro), procedían de familias de notables con peso en sus respectivas provincias y estaban emparentados con otros miembros de las oligarquías locales en diversos puntos del País Vasco. Moguel, por ejemplo, era pariente de Xavier de Munive, conde de Peñaflorida y corifeo de la Ilustración vasca y de los llamados Caballeritos de Azcoitia, los fundadores de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, que solían reunirse en dicha población, donde Munive poseía el palacio conocido como la Casa Negra o Echebaltza. Asimismo, emparentaba Moguel con un sobrino alavés de Peñaflorida, el conocido fabulista Félix María de Samaniego, señor de Araya. Pero, a pesar de estas relaciones de sangre y amistad, el grupo de los Astarloa, Moguel, etcétera, no pertenecía a los Amigos del País y guardaba una prudente distancia respecto de los ilustrados, cuyas ideas, como veremos, rechazaban. Frente al círculo azcoitiano, hicieron de Durango y, secundariamente, de Marquina, un foco desde donde difundir las ideas de la Contrailustración. Su influencia en el País Vasco de la época fue mucho menor que la del grupo de los Munive, Samaniego, Altuna, Foronda, Ibáñez de la Rentería y demás miembros de la Bascongada. Sin embargo, ganarían con el tiempo un prestigio que llegó a eclipsar el de los Caballeritos.
Moguel, nacido en Eibar en 1745, era el mayor del grupo de Durango-Marquina. Tanto él como Astarloa (Durango, 1752) y Zamácola (Dima, 1756) eran coetáneos de los que Carlos-Peregrín Otero incluyó en la «primera generación de grandes “románticos”»[56] —Goya (1746), Goethe (1749), Blake (1757)—, a los que habría que añadir, por lo que después se verá, los nombres de Herder (1744) y De Maistre (1753). Nacido en 1772 en Andoain y formado en el Real Seminario de Nobles de Vergara, Juan Bautista de Erro pertenecería a la segunda generación o central, la de Hölderlin, Hegel y Wordsworth, los tres de 1770. Los dos mayores del grupo, Moguel y Astarloa, murieron en 1804 y 1806, confiando la continuidad del grupo a sus dos discípulos laicos, Zamácola y Erro, a los que Astarloa nombró albaceas de sus escritos. Pero éstos se distanciaron entre sí durante la guerra contra los franceses, en la que Zamácola estuvo con José Bonaparte y Erro apoyó la rebelión. Si la influencia del grupo era pequeña en vida de Moguel y Astarloa, lo fue mucho menor en adelante. Sin embargo, la de Erro fue decisiva en la obra del vascofrancés Joseph-Augustin Chaho, éste sí, verdadero precursor del nacionalismo vasco. Chaho conoció y trató a Erro en la corte carlista, durante su viaje a Navarra en 1835. El ingeniero guipuzcoano era por entonces Ministro Universal del infante Carlos María Isidro, pretendiente al trono español (y en calidad de tal llamó la atención de otros viajeros ilustres, como Richard Ford, que lo presenta como uno de los personajes más poderosos de la camarilla de don Carlos). Con todo, la recuperación de las obras e ideas del grupo no iba a producirse, a un nivel realmente significativo, hasta la década de 1880-1890, casi tres décadas después de la muerte de Erro, acaecida en 1854.
En 1880, el movimiento surgido como reacción a la abolición de los Fueros, cuatro años antes, se hallaba en su fase terminal. Arrollados por los grandes partidos de la Restauración y mirados con desconfianza por los carlistas, los fueristas se habían replegado a las trincheras de la agitación cultural y literaria. Pues bien, uno de sus periódicos, Beti bat, de tendencia integrista, publica, por entregas, el Peru Abarca, de Juan Antonio de Moguel, un híbrido de diálogo pedagógico y novelita edificante que había permanecido inédito desde la muerte del autor, con su manuscrito bajo custodia de los franciscanos del convento de Zarauz. Este acontecimiento señala el comienzo de una vasta operación de rescate: en 1881 aparece en Durango la primera edición en libro de Peru Abarca; en 1882 se publica en Bilbao la reedición de la Apología de la lengua bascongada, de Pablo de Astarloa, que había visto la luz en Madrid, en 1803. El archivero de la Diputación de Vizcaya, Antonio de Trueba, poeta y escritor costumbrista, edita en 1883, a expensas de la Diputación y con prólogo suyo, los Discursos filosóficos sobre la lengua primitiva, de Astarloa[57], obra que había permanecido inédita hasta entonces. En 1886, la Sociedad del Folklore Vasconavarro, presidida por Vicente de Arana y cuya secretaría ostentaba Miguel de Unamuno, impulsa la celebración de unas Fiestas Éuskaras en Durango, para honrar la memoria de Astarloa. Las ideas lingüísticas de Sabino Arana Goiri y buena parte de su doctrina política son fruto de esta vuelta a las fuentes de la contrailustración vasca. De la devoción del fundador del Partido Nacionalista Vasco por Astarloa da testimonio un poemita eusquérico de juventud en el que llama al durangués Euzkeleuzkija, «Sol vasco». Acertó Justo Gárate, medio siglo después, al referirse a éste como «Pablo Astarloa el romántico» y al señalar que su enorme popularidad en la Restauración estuvo «basada no en el raciocinio, sino en el sentimiento»[58]. Pero ha llegado el momento de examinar el contenido del ideario del grupo de Astarloa y Moguel y situarlo en el contexto de la Contrailustración europea.
Cuando en el siglo XVIII y comienzos del XIX se habla de «lengua primitiva» se está planteando realmente la cuestión de la «religión primitiva» o, lo que es lo mismo, de la «revelación» hecha por Dios al primer hombre. Como observa George Steiner, «la tradición oculta sostiene que una lengua original única o Ur-Sprache corre disimulada bajo nuestras discordias actuales y que tal vez se encuentra en estado latente bajo el áspero tumulto de lenguas rivales que siguió al derrumbe del zigurat de Nemrod. Este vernáculo adamita no sólo allanaba la comprensión recíproca de los hombres y su expedita comunicación. En mayor o menor grado representaba, encarnándolo, el logos original y primitivo, el acto de creación instantánea por el cual Dios había, literalmente, “hablado el mundo”»[59]. La tradición oculta a que se refiere Steiner es muy anterior al Siglo de las Luces. Hunde sus raíces en doctrinas como el gnosticismo y la Cábala. Se funda en la creencia de que la lengua primitiva, aquélla de la que se sirvió Dios para crear el mundo e infundió a Adán en el sexto día, era un calco exacto del universo material y espiritual. «Las palabras y las cosas engranaban perfectamente. Cada nombre y cada frase constituían una ecuación estrictamente definida entre los hechos y la percepción humana. Nuestro discurso se interpone entre la percepción y la verdad como un vidrio polvoriento o un espejo deformante. La lengua del Edén era como un cristal traslúcido; la atravesaba una luz de comprensión absoluta»[60]. Quien quiera que la dominase, poseería en ella un exacto conocimiento del mundo, del alma, e incluso de la misteriosa naturaleza de Dios. Conocer el nombre primero de cada ser y someterlo a la propia voluntad son la misma cosa. Adán había tomado posesión del Paraíso nombrando a cada criatura con la misma palabra con la que Dios la había forzado a brotar de la Nada. Nombrar algo con su nombre primigenio no es sólo desvelar su esencia. Es también y sobre todo enseñorearse de ello. Así, los gnósticos buscaban los nombres secretos de los arcontes que rigen las esferas planetarias, para obligarles a abrir paso al alma que trata de reintegrarse al Pneuma divino. Los cabalistas perseguían el nombre que se ocultaba tras el de Yahvé-Elohim: Ha Shem, el Nombre de los Nombres, que debía reunir en sí todas las claves de lo existente.
Pero, ¿qué vía seguir para alcanzar tales conocimientos? La división babélica había hecho estallar la lengua del Edén en setenta y dos jerigonzas de las que proceden, por corrupciones sucesivas, las lenguas que conocemos. La Caída Original había privado al hombre del Paraíso. La de Babel le arrebató el único bien que Dios le había permitido conservar entre los dones de la Creación. Tres fueron, en suma, las opiniones sobre la lengua primitiva que dominaron la tradición cristiana: aquélla se habría esfumado para siempre en la vega de Senaar, a la sombra de la Torre, pero el don de lenguas infundido por el Espíritu Santo en los apóstoles durante la cena pentecostal era prenda de una futura homoglosia, de la reunión final de todas las lenguas en una cuando todos los pueblos hubiesen reconocido al Dios verdadero. Más extendida, y avalada además por San Jerónimo y Orígenes, se hallaba la que sostenía que era el hebreo la lengua infusa en Adán, preservada por Dios de la corrupción para que fuese un día la lengua de su Hijo encarnado. Otros querían que las lenguas nacidas de la confusión de Babel, los setenta y dos idiomas centrífugos que acompañaron a la dividida progenie de Noé en la primera diáspora de la humanidad, participasen en algún grado de las excelencias de su antecesora. Ésta fue precisamente la tesis sostenida por el licenciado vizcaíno Andrés de Poza en un libro publicado en Bilbao en 1587: De la Antigua Lengua, Poblaciones y Comarcas de las Españas. Como antes que él lo hiciera el guipuzcoano Esteban de Garibay y Zamalloa, cronista de Felipe II, Poza afirmaba que el vascuence pertenecía al grupo de las setenta y dos lenguas babélicas, babilónicas o matrices, reputadas por progenitoras de todas las demás. Era lícito, en opinión del licenciado, predicar de aquéllas una perfección no inferior a la que tuvo la primera, «pues como las hazañas de Dios sean siempre fundadas en una sabiduría altísima, así también es de creer que las setenta y dos lenguas babilónicas, como emanadas de Dios, sin duda fueran de muy profunda elegancia, y ésta de manera que, según buena razón, no hubiera vocablo ocioso o sílaba que careciese de misterio (…). De suerte que habemos de entender dos cosas: la primera, que en cada una de las lenguas babilónicas el mismo nombre nos muestra alguna causa u oculta propiedad de la cosa por que fuese llamada así; y la segunda, que el nombre que no tiene esto es advenedizo, adulterino, carnal y no natural a tal lengua»[61].
El libro de Poza es un fruto menor y tardío de la Cábala cristiana. Su autor no habría podido medirse con aquellos exégetas neoplatónicos de la Biblia cuya huella es visible aún en Arias Montano y en Fray Luis de León. No obstante, el tratado De la Antigua Lengua de las Españas llegaría a ser la fuente hermética de la contrailustración vasca. Desde sus presupuestos cabalísticos, el licenciado explicaría así la razón del número de las lenguas matrices, ese «setenta y dos» que se repite con escalofriante monotonía en todas las tradiciones que desde la India al Magreb hablan de la primera separación de los pueblos: «setenta y dos fueron antiguamente las lenguas que habían de ocupar el orbe de la tierra, así como toda su circunferencia está rodeada de setenta y dos facies celestiales: treinta y seis a la parte del Norte y otras tantas a la parte de Mediodía. Porque seis veces doce, número que disponen los elementos, suman los dichos setenta y dos y otros tantos fueron los de la república de las doce tribus, seis de cada uno. La causa de este número de lenguas, según la secreta Teología, fue por castigo de otros tantos parientes mayores que consintieron en la temeraria Torre de Babel»[62]. Es curiosa la forma en que la historia y la tradición local condicionan la percepción del paisaje bíblico. Si Poza vio en los patriarcas de la dispersión unos «parientes mayores»; es decir, si los vio como aquellos orgullosos patrones semifeudales que, en tiempos de sus abuelos, habían asolado el país en una sangrienta guerra de clanes, ello se debió a que antes se había representado la torre de Babel como una versión descomunal de la torre de Muncháraz o de la de Butrón, o de la de cualquier otra de las torres fuertes medievales de Vizcaya. Esto abona la presunción, corroborada por otros pasajes, de que Poza era, en más de un aspecto, asombrosamente ingenuo. Pero no quita que le reconozcamos al menos alguna competencia en materia de hermetismo, sobre todo si tenemos en cuenta que el propio Steiner añade muy poco a lo dicho por el licenciado cuando aventura que «el factor 6 × 12 sugiere que existe una relación astronómica con las estaciones del año»[63].
Algo había, en efecto, de cabalismo en las especulaciones numerológicas de Poza, y acaso más en lo que aduce como prueba incontestable de la perfección del vascuence. La adecuación del nombre vasco de la divinidad a las cualidades excelsas del ser que designa: «a Dios llama el vascongado Jeaun, en una sílaba sincopadamente pronunciando todas las vocales, como si no hicieran más de una sílaba, el cual vocablo significa en vascuence, tú mismo bueno, sentencia, por cierto, la más alta y breve que a Dios trino y uno, para demostrarle que lo es, podría atribuirse. A esta elegancia confirma que, como sin las cinco vocales ninguna pronunciación se puede pronunciar ni concepto manifestarse, así en este nombre, Jeauna, que es compuesto de las cinco vocales, se apunta que ni forma ni materia consiste sin aquel Dios que dio ser a todas las cosas»[64].
Atendamos ahora al contexto histórico en que aparece el libro de Poza. Estamos al final del período de expansión del Imperio hispánico y en vísperas de su decadencia. La guerra de Flandes se da ya por perdida, a pesar de que sólo hace dos años que Alejandro de Farnesio ha tomado Amberes —ciudad natal de Poza— a los rebeldes, y falta menos de ese tiempo para el desastre de la Armada Invencible. La católica España se repliega sobre sí misma, aprestándose a resistir los embates de una Europa que, aún dividida por las querellas religiosas, se concita en su contra con furiosa unanimidad. En el interior se apagan los últimos rescoldos del erasmismo. La ortodoxia contrarreformista, ya en la frontera de la Edad Barroca, se vuelve motivo de paranoia. Los estatutos de limpieza de sangre y la clausura del estamento nobiliario impiden a plebeyos y descendientes de judíos el acceso a los cargos públicos. Resumiendo, los vascos están de enhorabuena. Desde mediados de siglo, una legión de segundones «vizcaínos» se había lanzado al copo de la administración de los Austrias, desalojando de los puestos burocráticos a quienes los habían ocupado desde la época de los Trastámara: los conversos. Cristianismo viejo e hidalguía universal: tales son los méritos que ostentan los «cántabros tinteros», junto a su destreza profesional en oficios de pluma, para tomar al asalto los despachos de la Corona. En ambos alegatos de hidalguía y limpieza, el antijudaísmo cumple un papel fundamental.
Poza, abogado del Señorío de Vizcaya y miembro prominente, en calidad de tal, de la clase oficinesca vasca, no es una excepción en este antijudaísmo explícito. Sus cábalas del vascuence van dirigidas a sentar la superioridad de esta lengua sobre el hebreo, cuya escritura, recuérdese, carece de vocales y, por tanto, no puede manifestar concepto alguno, y menos que cualquier otro, el de Dios. Al igual que en Garibay, la lengua funciona en Poza como metonimia del pueblo que la habla. Al sostener la prelación del vascuence sobre las otras lenguas que se hablaron o se hablaban aún en España, tanto Poza como Garibay, y, después de ellos otros tratadistas como Baltasar de Echave o el jesuita Manuel de Larramendi, defendían tácitamente la superioridad de los vascos sobre los demás españoles. Análogamente, oponer el vascuence al hebreo suponía plantear una confrontación entre vizcaínos y conversos cuyo resultado decidiría cuál de los dos grupos tenía mayor derecho a ocupar la administración de la Corona. El cierre del horizonte histórico favorecía obviamente a los primeros.
A regañadientes admite Poza que «sea muy notorio que la primera y general lengua del mundo haya sido la hebrea»[65]. Mantener lo contrario habría supuesto arriesgarse a tener problemas con la ortodoxia dominante, quizá no muy peligrosos, pero incómodos. Sin embargo, se pone a socavar inmediatamente dicha premisa en el terreno favorito de los cabalistas judíos, el de la idoneidad del hebreo para formular el nombre y el concepto del Altísimo: «Sólo el hebreo —afirma— puede competir en cierta forma en este vocablo con el vascongado, juntando de algún vocablo singular o plural, porque algunas veces dice la Sagrada Escritura hizo el hoim; otras veces dice hicieron el hoim, en que denota el misterio de la escena divina, a la cual igualmente compete el número plural como el singular, pero el vascongado, sin otra dicción y suplemento, muestra más claro y elegante la Santísima Trinidad, y esto de manera que en el trisílabo sincopadamente pronunciado señala la Trinidad como esencia inconmutable principio de sí mismo, que nunca falta ni puede faltar, porque la i denota que sólo Dios tiene el ser, y el segundo vocablo demuestra que este ser es de sí mismo, y el tercer vocablo u on muestra el summo bien y summa felicidad de lo visible y lo invisible»[66].
Veamos que implican tales afirmaciones. Si la doctrina trinitaria se hallaba ya inscrita en el léxico primitivo del vascuence, fuera éste lengua babélica o edénica, quiere ello decir que los primeros hablantes del idioma, gracias a la sabiduría infusa que la misma lengua les proporcionaba, conocieron el contenido básico de la revelación evangélica mucho antes del nacimiento de Cristo. Los hebreos, por el contrario, sólo poseerían a través de su lengua unas vaguísimas nociones acerca de la unidad y pluralidad simultáneas de la «escena divina», insuficientes para permitirles intuir el misterio de la Encarnación y reconocer a Cristo como Mesías. Los vascos les tomaban en eso la delantera, resultando ser, a fin de cuentas, el único pueblo cristiano anterior al propio Cristo. El vascuence se convertía en virtud de esta interpretación en protoevangelio y prueba de predilección divina, y los vascos en el auténtico Pueblo Elegido. En realidad, la pirueta cabalista de Poza no pasaba de ser uno más en el cúmulo de despropósitos alegados por los tratadistas vascos de la época en defensa del «monoteísmo primitivo» de sus paisanos, pero era el único que comprometía a la lengua. Las otras supuestas pruebas eran suposiciones fantasiosas acerca de textos de autores de la Antigüedad sobre los antiguos cántabros, en los que se quería ver a los antecesores de los vascos. Cuando se aludía en ellos a la crucifixión de los rebeldes a Augusto, los tratadistas subrayaban que ya los vascos de la época precristiana habían sufrido el mismo suplicio de Cristo.
También los jesuitas de la Nueva España habían recurrido a métodos similares cuando se empeñaron en ver en ciertos mitos y ritos de la religión azteca testimonios de una antiquísima evangelización precolombina. Para ellos, la liturgia de los cruentos sacrificios humanos de los aztecas venía a ser un resto pervertido del cristianismo que habría llevado a América el apóstol Santo Tomás, a quien los indios llamaron Quetzalcóatl. La ingestión ritual de sangre de los prisioneros sacrificados mezclada con harina de maíz sería una perversión de la Eucaristía[67]. Para los defensores del «monoteísmo primitivo» de los vascos, la Redención no habría sido sino una confirmación de los dogmas milenarios inscritos en el vascuence. Los jesuitas de México decían tantos disparates o más que los tratadistas vascos, pero no puede negárseles cierta grandeza moral, porque buscaban con ellos la dignificación de los indios y una justificación de la extensión a los mismos del ius gentium nacido en las universidades españolas, sustrayéndolos a los abusos de los colonizadores, entre los que los vascos se contaban por millares. Muy otra era la función que se reservaba al «monoteísmo primitivo» de los vascos, que se esgrimía para defender unos privilegios de discutible legitimidad y eximir a sus beneficiarios de pruebas de hidalguía y de limpieza de sangre. Y, claro está, de impuestos.
Salvando las distancias, podría decirse que el licenciado Andrés de Poza y Yarza (?-1599) representó para el romanticismo vasco lo que Jakob Böhme para el alemán. Legó a la posteridad una gnosis del lenguaje fundamentada en el vascuence como vía de penetración en los misterios de Dios y de la naturaleza. Poza no llegó a atribuir un significado a cada fonema de la lengua, como después haría Astarloa. Su análisis de la palabra Iaon (Jeaun), que vale por «señor», se basaba en la identificación de cada elemento en los que la descomponía con una palabra entera o monema: I es un pronombre de segunda persona del singular («tú»); a, una deixis («aquél»), y on, un adjetivo que tiene, en efecto, el significado que Poza le atribuye: «bueno». La hermenéutica de Poza se basaba en el Crátilo de Platón, para quien el significado original de una palabra equivalía a la combinación sintáctica de las palabras-raíces que la formaban. Pero el hecho de que cada elemento final del análisis de Iaon coincidiese con una vocal, debió de reforzar en Astarloa la convicción de que su propio método, inspirado por los celtómanos británicos y franceses de su tiempo, era el adecuado. Hay incluso un eco de Poza en Chaho cuando éste sostiene que el nombre que los vascos dan a Dios, IAO, contiene en sí la definición del carácter trinitario de su naturaleza: Vida, Dios Encarnado y Espíritu. Pero en Chaho influían no sólo Poza, Astarloa y Erro, sino también las teorías de su mentor, Charles Nodier, y, a través de éste, las del ocultista Louis-Claude de Saint-Martin. Ambos se habían topado, en su búsqueda del primer nombre de la divinidad, con el Jao de algunas religiones sincréticas norteafricanas, aunque todo ello no hiciera sino confirmar, en opinión de Chaho, la exactitud de las intuiciones de Poza. Las cuales, por supuesto, influyeron poderosamente en los tratadistas vascos de los siglos XVII y XVIII, como Echave y Larramendi, aunque ninguno de éstos se atrevió a destituir al hebreo de su posición egregia y se conformaron con el estatuto de lengua matriz para el vascuence.
Fruto de la hybris de una comunidad privilegiada, el mito del vascuence como lengua babélica e idioma universal de la España primitiva atravesó incólume los siglos del Antiguo Régimen y alcanzó las postrimerías del XVIII. Fue entonces cuando éste y otros mitos como el del «monoteísmo primitivo», que habían cimentado el régimen foral, se vieron puestos en cuestión por la crítica ilustrada. La reacción a la misma llegó de la mano del grupo de Durango-Marquina en el período comprendido entre la Paz de Basilea y la Zamacolada, los ocho urte txarrak, la época que Justo Gárate bautizó como «de Astarloa y Moguel». En 1802 concluía este último la redacción de su Peru Abarca.
En otro lugar definí esta obra como «una defensa de la vieja sociedad en trance de desaparición: una defensa populista, porque, por vez primera en la historia de la literatura vasca, un escritor fija su mirada en el mundo de los campesinos para buscar en él las semillas de una posible regeneración del pueblo»[68]. Aparentemente, Peru Abarca sería clasificable en el repertorio de la literatura didáctica del neoclasicismo, en la línea de los textos instructivos que promovió la Sociedad Bascongada de Amigos del País. El modelo que Moguel afirma haber seguido es, como en otros muchos casos del «nuevo clasicismo español», una obra renacentista: los Diálogos de Juan Luis Vives. Y, sin embargo, la pedagogía de Peru Abarca es anticlásica y más que prerromántica. Los designios de Moguel son los opuestos a los de sus parientes Peñaflorida y Samaniego. En el prólogo, la única parte del libro (junto con el título) escrita en castellano, declara que «estos diálogos no se dirigen a la instrucción de la juventud vascongada, sino a la de los que son tenidos por muy letrados». Invierte así el propósito explícito de las Fábulas de Samaniego, destinadas a la enseñanza de los jóvenes en el Real Seminario de Vergara. Moguel trastoca los principios filantrópicos del neoclasicismo. Pretende sentar a los maestros en los bancos de los alumnos, desautorizar a los filósofos, volver contra los neoclásicos su propia artillería, ilustrar a los ilustrados con la sabiduría de los que nada saben, con la supuesta ignorancia de los campesinos. Casi un siglo después Unamuno, lector juvenil del Peru Abarca, lanzará un mensaje similar a las minorías cultas españolas en los ensayos que componen En torno al casticismo. Ambas obras son elegías románticas disfrazadas de otra cosa, de diálogo pedagógico o de ensayo. Moguel inaugura un género, el de la apología ruralista, que llegará a Unamuno a través de Antonio de Trueba, por si no fuera suficiente para explicar dicho traslado la sola lectura de Peru Abarca. Sorprende la afirmación, frecuente en la historiografía literaria vasca, de que el personaje que da nombre al libro constituye un reflejo del buen salvaje de Rousseau. Como se verá, ni ésta ni ninguna otra obra salida del círculo de Durango-Marquina reproduce idea alguna del ginebrino. Más bien son su antítesis.
El título completo del libro de Moguel reza así: El doctor Peru Abarca, catedrático de lengua vascongada en la Universidad de Basarte. Diálogo entre un rústico solitario vascongado y un barbero callejero llamado Maisu Juan. Quien no conozca su contenido se lo figurará como una amable celebración de la picardía y el ingenio de los aldeanos, en el cauce de ese fenómeno que se ha definido como la inversión de la sátira contra el villano y que tiene sus precedentes más ilustres en un texto latino muy difundido en la Europa medieval y renacentista, el Dialogus Salomonis et Marcolphi, y en los libros «populares» más leídos o «escuchados» en la europa católica del Antiguo Régimen: Le sottilissime astuzie di Bertoldo (1606) y Le piacevoli e ridicolose semplicità di Bertoldino (1608), del boloñés Giulio Cesare Croce (1550-1609). Pero quizá lo tenga, con alguna razón, por reconducible a la tradición inaugurada por el más famoso de los libros contemporáneos del Bertoldo, la del texto fundacional de la novela moderna. Una sola ojeada a la ilustración de la portada de la edición duranguesa de 1881 basta para advertir que el artista tuvo conciencia de la deuda de Moguel con Cervantes. Maisu Juan aparece a lomos de un rocín escuálido. Flaco y estirado, tocado con un sombrero de alta copa y con un paraguas bajo el brazo, compone una figura que suscita de inmediato el recuerdo de la más socorrida iconografía quijotesca. No es casual que Maisu Juan sea un barbero, como el Maese Nicolás del Quijote. Ante él, Peru, a pie y cubierto con el chambergo típico de los campesinos de Vizcaya, aparece como un trasunto de Sancho. Como Sancho, Peru es nombre de rusticidad (y comicidad) proverbial, emblema de los protagonistas de multitud de facecias folklóricas. Quizá Moguel tuvo presente, al darle el apellido, un tercer nombre que establecería un nexo irónico entre el escudero manchego y el «rústico solitario bascongado», el de Sancho Abarca, el monarca navarro que iba a convertirse pronto en uno de los héroes habituales de la literatura romántica de los vascos.
Peru es un rústico solitario, en efecto, y dicha condición le opone al «callejero» Maisu Juan. Callejero (kaletar, en vascuence) es el urbanícola, el hombre de la ciudad o de la villa. Calle, kalea en vascuence (y en rumano), vale por ciudad, metonímicamente. Se oponen así el aislamiento y el sinoiquismo, la autosuficiencia y la comunidad. Pero sería erróneo tomar a Peru por un avatar de Robinson. Es decir, por un auténtico héroe de novela. No es un «individuo épico» hegeliano ni, para citar la clásica definición de Lukács, el héroe «demoníaco» y ruptural que persigue unos valores imposibles en un universo degradado. Al contrario, es el símbolo de una paradójica comunidad de iguales, de «rústicos solitarios» como él. Un «rústico solitario vascongado», como sabía Moguel, no es un salvaje, sino un miembro de una comunidad anterior y contrapuesta a la sociedad basada en lazos contractuales. De hecho, la utopía regresiva del fuerismo no va a ser otra: una comunidad de campesinos independientes, señores de sus casas (etxeko jaunak), unidos por vínculos agnáticos y no por intereses económicos ni por contigüidad espacial. Fermín Caballero, el geógrafo y político conquense que tanto simpatizó con el foralismo, lo vio así cuando, en 1862, sostuvo que el caso de los campesinos vascongados «bastaría para justificar, en todos los conceptos, la importancia de que la clase agraria viva aislada y dominando los campos»[69]. En tal sentido, Peru Abarca se nos presenta también como una inversión de las antiguas psicomaquias que oponían el hombre social al hombre feral y de las que se valió la Ilustración para ponderar la superioridad de la Educación sobre la conducta instintiva. En el diálogo de Moguel sucede o parece suceder lo contrario. El «rústico solitario» triunfa sobre el ciudadano educado. Lo aventaja en sabiduría. Si el barbero es Maisu (Maese, maestro), Peru es «más sabio», doctor, en sentido etimológico.
¿Por qué es sabio Peru Abarca? El título del libro nos dice que es «catedrático de lengua bascongada en la Universidad de Basarte», lo que nos trae inevitablemente a la memoria aquel sarcasmo cervantino sobre el otro contertulio de don Alonso: el Cura, «que era hombre docto, graduado en Sigüenza». Pero cuidado, porque Moguel juega continuamente a etimologizar. Aquí, el término clave es Basarte. Un falso topónimo del cual, a primera vista, sólo podría afirmarse que es una denominación muy adecuada al lugar de habitación de un «rústico solitario», pues Basarte significa «entre montes», o más libremente, «en el monte», «en despoblado». Conviene además tener presente que ya Moguel dio por buena una etimología de vasco que comenzaba a popularizarse por entonces y que lo hacía derivar de baso-ko: «el [habitante] del monte», «el montañés». Montañés será el sinónimo de vasco más utilizado en la literatura tardorromántica de los escritores fueristas.
Ibon Sarasola, en su Diccionario, lo más parecido a un Diccionario de Autoridades de que se dispone para el vascuence, documenta la aparición literaria de basarte, como nombre común, en 1916, y le da como significado Leku basa, baso arteko lekua («Lugar agreste, lugar entre montes»). En realidad, viene a equivaler al locus agrestis latino, el antiguo tópico descriptivo opuesto al locus amoenus. Pero, si quisiéramos construir un eje semántico de contrarios a partir de basarte, ¿cuál es el vocablo vasco que deberíamos oponerle? La respuesta no es tan fácil. El poeta Gabriel Aresti empleó con frecuencia la expresión kale arte («entre calles») como un sustantivo de discurso equivalente a «medio urbano, ciudad», pero no parece locución popular, sino un juego con la denominación de una de las Siete Calles de Bilbao, Artecalle o «calle de en medio». Si basarte corresponde al «rústico solitario», ¿qué concepto en vascuence genuinamente popular correspondería al «callejero», al hombre de ciudad que vive o convive con otros como él? Indudablemente gizarte, «entre hombres» si rastreamos su etimología. El Diccionario de Azkue, que lo recoge, da las siguientes acepciones: «sociedad, lit. entre hombres… 2.º… urbanidad, comportamiento». Es decir, comportamiento propio de quien vive entre hombres, condición del hombre social. O, más sucintamente, cultura.
En resumen, la oposición basarte / gizarte traduce, en vascuence castizo, la de naturaleza / cultura. El auténtico título académico de Peru Abarca es «catedrático de lengua bascongada en la Universidad de la Naturaleza». Y ahora entendemos que si la sabiduría de Peru es superior a la de Maisu Juan, lo es porque posee un conocimiento exacto de la Naturaleza, y lo posee gracias al vascuence, lengua matriz que Peru ha recibido de sus mayores intacta, en su estado originario, en su pureza primera, mientras que Maisu Juan, por el contrario, sólo es capaz de hablar un vascuence degradado y empobrecido, el vascuence de la calle, de la ciudad, plagado de lo que Poza llamaba vocablos «advenedizos, adulterinos, carnales y no naturales a tal lengua».
Este planteamiento, insisto, nada tiene que ver con Rousseau. El paradigma de humanidad que Moguel propone con su Peru Abarca a quienes «se tienen por muy letrados» no es el Salvaje, sino el Primitivo. La diferencia podrá parecernos hoy nimia o inexistente, pero es abismal, y en ella estriba la clave de la antropología contrailustrada que dio origen al romanticismo. Ilustrados y contrailustrados partían de una análoga nostalgia de la naturaleza, envés de un malestar de la cultura que marca profundamente a la modernidad. En unos y otros, naturaleza se opone a convención. Son, en efecto, las convenciones sociales lo que corrompe al hombre, lo que lo vuelve hipócrita y opaco, obligándolo a ocultar sus sentimientos espontáneos y alejándolo de la verdad simple y originaria. Pero, a partir de esta insatisfacción compartida, las propuestas de regeneración se separan. Félix de Azúa ha resumido la contradicción inherente al pensamiento ilustrado en este particular: «El primitivo, imagen especular del hombre y su genio, vive de la contradicción y su desdoblamiento atiende a dos funciones de la idea moral: la figura individual en sus relaciones con el Estado y la figura individual como elemento del cuadro clasificatorio natural. El grecolatino es el modo abstracto de la idea, es el espíritu de la nación y el futuro ciudadano revolucionario; el salvaje es un individuo concreto, con una condición social, un trabajo y un carácter determinados. Cada uno de ellos es una de las caras de la moneda, pero no son subsistentes si no es en su mutua apoyatura»[70]. En efecto, el salvaje no puede acceder a la condición de sujeto del contrato social sino despojándose de todas sus determinaciones concretas. Sólo dejando de ser el salvaje concreto podrá encarnar el arquetipo abstracto y, por tanto, universalizable del ciudadano. Pero si el tahitiano o el algonquino niegan lo que los constituye como figuras individuales para integrarse a continuación en las nuevas Atenas o Romas revolucionarias, rechaza y niega su naturaleza en aras de una convención, la «voluntad general», que hace caso omiso de su voluntad individual, de los intereses regidos por la condición social, el trabajo, el carácter, etcétera. En esta tesitura, los contrailustrados (prerrománticos alemanes y teócratas franceses principalmente, pero también curas e hidalgos vascos) levantan el emblema del Primitivo como antítesis a un tiempo del Salvaje y del Ciudadano. El Primitivo representa al hombre natural originario frente a las dos formas degradadas de humanidad, la asocial o feral (el Salvaje) y la convencional o simulada (el Ciudadano). Para Astarloa es inconcebible que la humanidad primitiva haya vivido en un estado de salvajismo; es decir, «en un estado brutal, sin artes, sin ciencias, sin sociedad; esparcidos por los bosques, a manera de fieras, sin que pudiesen articular palabra alguna»[71]. Por el contrario, el mundo primitivo habría conocido una forma superior de civilización que desapareció bajo las aguas del Diluvio. Sólo a través de la lengua primitiva, si fuera posible saber cuál fue, se podría reconstruir parcialmente su esplendor. Esta idea aparece ya formulada en una curiosa antienciclopedia del calvinista francés Antoine Court de Gébelin, Monde primitif analysé et emparé avec le monde moderne (1773-1784), que fue un venero de inspiración inagotable para el grupo de Astarloa y Moguel.
Juan Bautista de Erro desarrollaría por extenso la misma idea en su tercer libro, que tituló, siguiendo a Court de Gébelin, El mundo primitivo, publicado —atención a la fecha— en 1815. Dice allí, entre otras cosas, que «las historias de todas nuestras ciencias son muy modernas. Interpuesto el Diluvio, y las edades bárbaras e la dispersión, entre los siglos primitivos y los principios de la historia que conservamos de los adelantamientos del espíritu humano, cortaron la comunicación de los conocimientos de las edades primeras, y lo poco que de ellos llegó a transmitirse vino envuelto en tales dudas y tinieblas que dio funesto origen al establecimiento de sistemas que aún no han acabado de desenvolverse. Sin embargo, la sublimidad y grandeza que dejan traslucir los escritos de la antigüedad en medio de la infancia de las ciencias, basta para acreditar la importancia de los adelantamientos de ellas en los primeros siglos del mundo, y las grandes pérdidas que sufrieron en la inundación general»[72]. Tras la dispersión babélica, afirma Erro, «hubo un tiempo en que todos estos pueblos llegaron al estado de salvajismo. A proporción que el hombre fue descendiendo a este estado, su idioma fue por grados sufriendo la misma degradación que su civilización», pero, afortunadamente, «vino después un tiempo en que algunos hombres más favorecidos por la naturaleza empezaron a distinguirse entre los demás, a conocer su triste estado, y a poner en ejecución algunos medios para suavizarlo. Su talento y su política les fue dando una superioridad, de que hicieron uso para civilizar a los demás»[73]. El esquema triádico en sincronía Primitivo-Salvaje-Ciudadano, que los contrailustrados convirtieron en el diacrónico Primitivismo-salvajismo-Civilización como modelo explicativo de la evolución de las sociedades, sería aplicable al devenir de cualquier pueblo. Véase cómo describe Erro el de los indios de América: «Los primitivos pobladores de la América que llegaron a su destino, sin duda, conservaban no sólo el uso del hierro y del trigo, sino el de muchos inventos primitivos, que fueron olvidándose a proporción que la degradación a que les inclinaba la ociosidad unida a la templanza y suavidad del clima que les hacía poco preciso el vestido, y a la abundancia que sin trabajo corporal les brindaba la feracidad del suelo que habitaban. Reducidos a tribus rústicas y salvajes, hubo al fin algunos hombres, como los Incas, que empezaron a reducirlos mañosamente a sociedad, y a dar vida a la industria y a las artes absolutamente desconocidas entre ellos»[74].
En esto no hay nada de rousseanismo, ni siquiera del «rousseanismo cambiante» que quiso ver Antonio Tovar en la obra de Astarloa[75]. Se parece bastante, en cambio, a lo que se dice al respecto en el gran best-seller de la contrarrevolución europea, Las veladas de San Petersburgo (1821), del vizconde Joseph de Maistre, seis años posterior al libro de Erro. Según De Maistre, «debemos reconocer, pues, que el estado de civilización y de ciencia, en cierto sentido, es el estado natural y primitivo del hombre. Todas las tradiciones orientales comienzan también por un estado de perfección y de luces, y aún diré de luces sobrenaturales, y Grecia, la embustera Grecia, que a todo se ha atrevido en la historia, rinde homenaje a esta verdad, colocando su edad de oro en el origen de las cosas. No es menos notable que ella no atribuya a las edades siguientes, ni aún a la de hierro, el estado salvaje; de suerte que todo lo que se nos ha contado de los primeros hombres que vivían en los bosques alimentándose de bellotas, y pasando después al estado social, la pone en contradicción consigo misma, o no puede referirse sino a casos particulares, es decir, a algunos pueblos degradados y vueltos después trabajosamente al estado de naturaleza, que es la civilización»[76]. Más explícito es aún cuando se refiere a la condición moral del salvaje: «Habiendo el jefe de algún pueblo alterado en su casa el principio moral (…), este jefe de pueblo, digo, transmite el anatema a su posteridad, y siendo acelerada por su naturaleza toda fuerza constante, puesto que se adiciona constantemente a sí misma, pesando esta degradación sobre los descendientes, ha hecho de ellos al fin lo que llamamos salvajes». El juicio que el salvaje merece al vizconde saboyano es precisamente el contrario al de Rousseau: «Así como las sustancias más abyectas y violentas son, sin embargo, susceptibles de cierta degeneración, así también los vicios naturales de la humanidad están más arraigados en el salvaje. Es ladrón, es cruel, es desenvuelto de costumbres, pero lo es de una manera distinta que nosotros. Para ser criminales, nosotros nos sobreponemos a nuestra naturaleza; el salvaje la sigue, tiene el deseo del crimen y no sus remordimientos»[77]. Creo que estas citas son suficientes para constatar la afinidad ideológica del grupo de Durango-Marquina con el maestro de la Contrarrevolución. Como éste, sostiene Erro que la sabiduría primitiva procede de Oriente, de donde la usurpó «la embustera Grecia». Platón, «que aunque filósofo era Griego», y antes que él, Pitágoras se apropiaron de los principios filosóficos implícitos en la lengua primitiva, recurriendo luego «a la misma superchería de encubrir su origen, para atribuirse con su silencio una gloria que no les era debida»[78]. Con lo dicho basta para dejar sentado que no es el Salvaje el modelo de humanidad preconizado por Astarloa y Erro, sino el Primitivo, que ya había alcanzado una acabada encarnadura literaria en el Peru Abarca.
Moguel habría podido convertirse en el precursor más notorio del romanticismo vasco si su libro no hubiese dormido como el arpa de Bécquer cubierto de polvo durante casi ochenta años en la biblioteca del convento de Zarauz. Aunque circuló alguna copia manuscrita, muy pocos llegaron a tener noticia de su existencia. Esta circunstancia favoreció el ascenso de Astarloa. En 1803 se publicaba en Madrid su Apología de la lengua bascongada, una apasionada defensa —demasiado apasionada a juicio de Moguel— de la mayor antigüedad y perfección del vascuence sobre todas las lenguas conocidas y por conocer, contra las tesis sostenidas por Traggia en el Diccionario geográfico histórico. La vindicación de la primacía del vasco en detrimento del hebreo escandalizó al arabista José Antonio Conde, que terció en la polémica bajo el seudónimo de «el Cura de Montuenga» con una Censura crítica de la pretendida excelencia y antigüedad del vascuence (1804), en que arremetía contra Astarloa y reclamaba para el hebreo la superioridad que éste le negaba. Astarloa replicó ese mismo año con unas Reflexiones filosóficas en defensa de la Apología de la lengua bascongada. Sostiene en ellas que «un idioma [el hebreo] que confunde las terminaciones femeninas con las masculinas, y el número singular con el plural, no puede ser perfecto, no puede ser arreglado, no puede ser infuso»[79]. Nótese que Astarloa menciona entre los gravísimos defectos del hebreo algo que para Poza era un índice de excelencia, es decir, el uso indistinto del singular y del plural en el caso de Elohim. ¿Qué había sucedido entre la época de Poza y la de Astarloa, o mejor aún, en el medio siglo escaso que separaba a éste de Larramendi, para que el durangués se atreviera a discutir el derecho de primogenitura del hebreo y emprendiera así la «huida al Paraíso», como gráficamente definió Tovar la identificación del vascuence con la lengua de Adán y Eva?[80].
La respuesta a esta cuestión hay que buscarla lejos del País Vasco, en la Alemania del Sturm und Drang. Podremos seguir allí el hilo conductor que lleva de las teorías de Astarloa hasta las del padre de la Contrailustración, Johann Georg Hamann (1730-1788), llamado por sus contemporáneos «el Mago del Norte». Nacido en Koenisberg, como Kant, y discípulo de éste, terminaría enfrentándose a su maestro y a la Aüfklarung en su totalidad, desde posiciones fideístas y antirracionalistas. Hamann utilizó contra Kant el empirismo de Hume, negando la posibilidad del conocimiento a priori. Todo saber, sostenía, se basa en un compromiso entre la experiencia y la lengua del pueblo. La concordancia entre ambas determina los contenidos de nuestros conocimientos y nuestra afectividad. Hamann no habla, como Hume, de una experiencia individual, sino de una subjetividad colectiva formada por la experiencia histórica de las generaciones precedentes, que ha ido sedimentando en el idioma. Es la experiencia histórica del pueblo la que, trabándose con la disposición anatómica del aparato fonador de cada raza (en este aspecto, Hamann sigue las teorías del médico inglés Thomas Willis), ha producido la lengua, el más rico depósito del saber de una comunidad. La lengua es epifanía, revelación. A través de ella leen los hombres el gran libro de imágenes en el que Dios se manifiesta, es decir, la naturaleza[81]. No cuesta reconocer en tal planteamiento una maniobra de reconversión de los principios individualistas de la Ilustración en categorías holísticas: cada comunidad nacional asume, en las doctrinas de Hamann, los rasgos del individuo empírico; la nación, en abstracto, las del individuo como ser moral y autónomo. De haber sido consecuente hasta el extremo, Hamann habría debido negar que hubiese lenguas superiores a otras y que alguna de ellas o varias fueran de procedencia divina. No lo hizo. Su pietismo lo impulsó a sostener la primacía del hebreo. Contrailustrado, se creyó además en el deber de vindicar la cultura hebrea frente a la grecolatina. Los judíos, no dudaría en afirmar, fueron «las fuentes más vivas de la antigüedad; a su lado, romanos y griegos no pasaban de depósitos perforados».
El paso que no dio, lo daría el más brillante de sus seguidores, Johann Gottfried Herder. En 1771, la Academia de Berlín premiaba su Ensayo sobre el origen del lenguaje, donde, contra la tesis infusionista de Johann Peter Süssmilch, defendía que «el hombre, desde la condición reflexiva que le es propia, ha inventado el lenguaje al poner libremente en práctica por primera vez tal condición (reflexión)»[82]. Roto el vínculo que unía la lengua primitiva con la divinidad, todas las lenguas quedan, por decirlo de algún modo, secularizadas, pero sin que ello resolviera la cuestión de cuál había sido la primera de todas. Aunque algo se había adelantado: desde ese momento, cualquier lengua podía competir por el estatuto de lengua primitiva.
Pero entonces se produce uno de esos acontecimientos imprevistos que actúan como catalizadores en los procesos históricos. En el último cuarto del siglo XVIII llegan a Europa las primeras traducciones de los antiguos textos sagrados de Persia y de la India. En 1781, Anquetil-Duperron publica en París la compilación de las enseñanzas de Zoroastro, el Zend-Avesta. Un agente de la Compañía inglesa del Indostán, Charles Wilkins, da a conocer en 1784 algunos fragmentos del Mahabharata y, un año después, entrega a las prensas londinenses su traducción del Bhagavad-Gîta. Pero fueron las versiones de textos religiosos y épicos indios debidas al magistrado sir William Jones, fundador de la Asiatic Society de Calcuta, las que más vivamente excitarían a los intelectuales alemanes (y después, a toda la inteligencia contrarrevolucionaria de Europa). Jones, que fue más un divulgador que un filólogo riguroso, publicó el Sakontala, el Gîtagovinda y el repertorio de antiguas leyes conocido como el Código de Manú. Este último, en concreto, iba a convertirse en una referencia clave para la fijación de la ideología del romanticismo reaccionario. Friedrich Schlegel dedicaría su curso de 1809 en Colonia a proponer una reorganización de las sociedades europeas según el sistema de castas prescrito por Manú: una comunidad basada en los tres órdenes —guerreros, sacerdotes y campesinos— con exclusión de los mercaderes, relegados a la condición de siervos del Estado. De Maistre recurrirá a las leyes de Manú para justificar, en Las veladas de San Petersburgo, la necesidad de los castigos y del verdugo. Sin embargo, no son las obras citadas las que atrajeron el interés de Herder hacia el mundo oriental, sino una colección de fragmentos de la antigua poesía de la India, seleccionados y traducidos por Jones y publicados en 1777 en Leipzig: Poeseos Asiatic. En principio, al pietista luterano que había en Herder no le preocupaba otra cosa que conciliar la visión religiosa del brahmanismo con la del Génesis. Sus esfuerzos se centraron en buscar coincidencias entre los textos sánscritos y el libro de Moisés. La empresa resultó infructuosa (tanto para Herder como para otros filólogos empeñados en demostrar la relación entre Abraham y Brahma).
Herder vio en la antigua religión brahmánica una suerte de religión natural: los orientales la habrían inventado, como la misma lengua, mediante la reflexión y a partir de sus observaciones sobre la naturaleza. Si ésta, como sostenía su maestro Hamann, era un texto, un entramado de imágenes simbólicas que esperaban a ser interpretadas, se confundiría con la Revelación misma, y la poesía naturalista de los antiguos indios sería ya una forma de religión. Es decir, una religión natural que constituiría asimismo el sustrato de las religiones positivas o «reveladas» como el judaísmo y el cristianismo. Pero Herder fue más allá: sostuvo que las religiones positivas se habían ido contaminando, a lo largo de la historia, de supersticiones y errores, y que sólo asimilándolas lo más posible a la religión natural podrían depurarse de sus adherencias espurias. Aunque la intención original de Herder hubiera sido descubrir en la religión de los indos el «documento primitivo» (Urkunde) que atestiguara incontestablemente la verdad de la religión de Cristo, frente a la reducción de ésta a pura poesía o alegoría que habían propugnado los filósofos ilustrados, su punto de llegada fue, paradójicamente, muy semejante al de estos últimos. Como ha observado René Gérard, las concesiones hechas por Herder a la religión natural fueron de tal magnitud que su cristianismo acabó por ser indistinguible de una forma de deísmo[83].
Por otra parte, al establecer una equivalencia entre Naturaleza y Revelación y otra paralela entre Religión y Poesía, Herder preparaba la disolución de las religiones positivas en mero lenguaje. Pues si, como ya había sostenido Hamann, toda lengua es en su origen poesía, canto, metáfora poética a través de la cual el primitivo descubre el sentido divino inscrito en la naturaleza, la religión natural no será otra cosa que la entraña o médula del lenguaje mismo, y si la religión natural es el cimiento común de las religiones positivas, éstas no se distinguirán, en último extremo, de las lenguas en las que han sido reveladas a los pueblos. Religión, Sprächegeist y Völksgeist se tornan sinónimos. Alain Finkielkraut ha observado con extraordinaria clarividencia que «tras la apariencia de una simple vuelta atrás, la Contrarrevolución abolió todos los valores trascendentes, tanto divinos como humanos. El hombre abstracto y el Dios supraterrenal fueron absorbidos al mismo tiempo en el alma de la nación, en su cultura»[84]. De ahí la vehemente defensa que Herder realizaría de la pluralidad de las lenguas, porque la desaparición de una cualquiera, de la más insignificante, representa siempre la pérdida irreparable de una parte de la visión religiosa del mundo. Y por eso también sostenía De Maistre que se debe permanecer enteramente fiel a la cultura, a la lengua y a la religión heredada de los padres, cualquiera que sea, pues «las tradiciones antiguas son todas ciertas (…), el paganismo entero no es más que un sistema de verdades corrompidas y falseadas», a las cuales «basta limpiarlas, por decirlo así, y dejarlas tal y como ellas son para verlas brillas en todo su esplendor»[85]. Así como todas las lenguas guardan ecos del Ursprache, así cada religión conserva rescoldos de una revelación primitiva, edénica.
En realidad, Herder y De Maistre defienden la igualdad absoluta de todas las lenguas y religiones, igualdad que depende, por paradójico que parezca, del mantenimiento de sus diferencias. Pero este relativismo requiere un chivo expiatorio: el padre antiguo, el hermano mayor. Antes de que cobrase crédito la teoría de la religión natural, «se consideraba que los europeos eran descendientes de Jafet; por tanto, los judíos encarnados en Adán, progenitor universal, o en Sem, el hermano mayor, asumían ontogénicamente el rol de padres»[86]. Al situar el cristianismo y el judaísmo en pie de igualdad, como emanaciones distintas de la religión natural y no ya como revelaciones complementarias, los románticos alemanes prepararon el camino al rechazo de la herencia judía del cristianismo. El judaísmo fue estigmatizado como una visión religiosa oriental, semítica, extraña por completo al Völksgeist europeo. Friedrich Schlegel trataría de poner los fundamentos de un cristianismo «ario», trasladando al sánscrito las cualidades tradicionalmente atribuidas a a lengua hebrea, y situando la religión védica en el lugar ocupado antes por el Antiguo Testamento en la genealogía cristiana. Astarloa hizo algo muy parecido, aunque no recurriera al sánscrito ni a los vedas, sino al vascuence y al «monoteísmo primitivo» de los vascos. El romanticismo comenzó siendo un vasto movimiento edípico obsesionado con matar simbólicamente al Padre. El exterminio real de los que representaban a esta figura aún tardaría siglo y medio en ser llevado a la práctica, pero las condiciones para que fuese posible se pusieron mucho antes en la cultura europea. Como advirtió Tovar, con Astarloa se desvaneció el mito de Túbal, hijo de Jafet y padre ancestral de los vascos[87]. No podía perdurar, porque Astarloa había desjudaizado el cristianismo de aquéllos. Dicho de otro modo, había establecido las bases de una religión nacionalista.
Si prescindimos de su método de segmentación de unidades supuestamente significativas, la lingüística de Astarloa es netamente herderiana. Como Hamann o Herder, defiende la equivalencia de lengua, religión y espíritu del pueblo. El vascuence es la objetivación del Völksgeist de los vascos; en él «se hallan dibujadas con el mayor primor la descendencia, las costumbres, las ciencias, la religión de nuestros primeros abuelos». Su conservación por el pueblo vasco constituye la garantía de la perseverancia de éste en la religión verdadera, de su «perfecta política, civilidad y moralidad» y, en fin, de su «encumbrada ciencia y conocimiento»[88].
En sus Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad (1784), Herder había dedicado unas pocas páginas a tratar de los vascos. La información que tenía sobre ellos no era muy extensa, pero sí representativa de la visión de los tratadistas del Antiguo Régimen. Había consultado dos crónicas, la del jesuita Moret sobre el reino de Navarra y la más general y veraz de todas, Notitia utriusque Vasconiae, de Arnaut d’Oihenart, ambas del XVII. Pero sus preferencias iban claramente por Larramendi, cuyo texto acerca de las perfecciones del vascuence incluido en el Diccionario trilingüe (1745) parece haberlo fascinado. No dudaría en sostener que los vascos eran el único pueblo de la península ibérica que había conservado su personalidad y su lengua en su estado original, y que el vascuence era una de las «más antiguas del mundo». Nos encontramos aquí con un fenómeno que en los siglos sucesivos va a ser muy frecuente: la recepción crédula, por parte de destacados ingenios europeos, de mitos de factura moderna creados por los vascos para su propio enaltecimiento. Estos mitos son repetidos por sus receptores con todo aplomo y convicción. Desde el País Vasco se recogen sus comentarios acríticos como argumentos de autoridad y, gracias a este efecto especular, se consolida la mitografía de los nativos. A fin de cuentas, no deja de ser un consuelo que la psitacosis endémica de tus paisanos sea una enfermedad compartida por la crema de la cultura occidental, pero, desde siempre, la mitomanía vasca ha ido creciéndose mediante el feed-back que aquélla le ha proporcionado en dosis generosas. Uno tiende a conceder más autoridad a Herder que a Larramendi, aunque el prusiano no hiciera otra cosa que apropiarse de las opiniones del jesuita vasco. Herder jamás fue un lince a la hora de distinguir entre tradiciones auténticas y apócrifas. Admitió candorosamente como muy antiguas las falsificaciones ossiánicas de Mcpherson, por ejemplo, como años después su amigo y discípulo Humboldt reputaría por contemporáneo de César Augusto el Canto de los Cántabros, un poema en vascuence compuesto en el siglo XVII acerca de las guerras de los vascos contra Roma (guerras tan fantásticas como las hazañas de Fingal). No está de más, ya que hemos mencionado a Mcpherson, citar el párrafo con el que Herder concluye su referencia a los vascos: «… lo que ha hecho un Mcpherson para los celtas, lo hará, sin duda, para los vascos, un segundo Larramendi, reuniendo los fragmentos dispersos de su genio nacional»[89]. Sin saberlo, Herder anunciaba la inminente irrupción de Astarloa.
Fue Humboldt quien hizo conocer a Astarloa la obra de Herder, y de Herder procede el antiinfusionismo manifiesto tanto en los Discursos filosóficos como en la Apología del sacerdote vasco. Como ya se ha dicho, el manuscrito de los Discursos quedó en poder de Zamácola y Erro, que se inspiraron en ellos para sus propios escritos.
Luis Michelena definió a Erro como un «oscuro» discípulo de Astarloa. Y es cierto que, en todo sentido, Erro supone un salto atrás respecto a su mentor. Como Süssmilch, se negaba a admitir que la lengua primitiva no hubiese sido infundida en el primer hombre por su Creador. Sostenía además que esa lengua era el vascuence, halagando aún más que Astarloa el orgullo de los vascos, que podían sentirse así en posesión no sólo de la lengua de Adán, sino de la del mismísimo Dios. El primer libro de Erro, un Alfabeto de la lengua primitiva de España publicado en 1806, año de la muerte de Astarloa, parte de la ambigüedad en que éste había dejado la distinción entre sonido y letra para llevar a cabo una abstrusa reconstrucción del alfabeto ibérico (invención, según Erro, de los primitivos vascos y plagiado a éstos por los fenicios y los griegos), con ayuda del cual se lanzó a descifrar toda inscripción ibérica que se puso a su alcance, incluso la del llamado «vaso de Trigueros», que resultó ser una campana alemana de fabricación reciente. El método de Erro, como señaló Tovar, no era sino una aplicación a la escritura de la teoría de Astarloa sobre los significados elementales de los sonidos. Al «Cura de Montuenga» le quedaba aún suficiente humor (o indignación bastante) como para emprender una polémica contra los disparates de Erro con una nueva Censura Crítica, pero no respondería ya a las Observaciones filosóficas a favor del Alfabeto primitivo con que Erro le replicó en 1807. Para entonces, ni Astarloa ni Erro quitaban el sueño a los filólogos solventes.
El tercer libro de Erro, o sea, El mundo primitivo o examen filosófico de la antigüedad y cultura de la nación bascongada, apareció en 1815. Creo que la suposición de Tovar de que estaba ya terminado en 1807 debe descartarse. Se basa en que en el prólogo, fechado en Elche de la Sierra el 30 de enero de 1811, Erro se refiere al «año pasado de 1806»[90]. En mi opinión, no debe darse demasiado crédito a estas fechas. En el párrafo final del prólogo se anuncia «un término feliz a nuestros desastres» y se alude a «la lisonjera perspectiva de un día en que, reunidos todos los españoles como tiernos hijos alrededor de un trono ocupado por el más amado de nuestros Reyes, y a quien se lo hemos conservado en hombros de nuestra desesperación y diligencia, gocemos tranquilamente del beneficio de la paz»[91]. El entusiasmo por la causa servil que rezuman las páginas de El mundo primitivo, muy a lo Manifiesto de los persas, hace sospechar que fue escrito tras el regreso del Deseado. La cuestión constitucional, por ejemplo, parece darse ya por zanjada en provecho de la restauración del absolutismo. Erro afirma que «la pretensión con que tanto nos han mortificado estos últimos días de que la Soberanía reside en el pueblo, que de él depende la autoridad, es uno de los errores más absolutos y groseros que ha sostenido el hombre»[92]. Nótese que habla en pasado. No dice «nos mortifican», sino «nos han mortificado», lo que sería un tanto ilógico en 1811, cuando la pugna en las Cortes entre liberales y absolutistas era favorable a los primeros. Las protestas de lealtad a Fernando VII contenidas en el prólogo, así como las reiteradas declaraciones a favor del absolutismo que salpican todo el texto, responden más bien al clima político posterior a la derogación de la Constitución de Cádiz.
El mundo primitivo se inspira en el proyecto de Court de Gébelin, es decir, en la tentativa de reconstruir los saberes primitivos a partir del examen de la primera lengua, desde las matemáticas del Paraíso hasta la primitiva legislación, pasando, claro está, por la religión natural. Erro aduce una larga serie de materias para demostrar que el vascuence fue la lengua primitiva de la humanidad. No voy a detenerme en sus pruebas, algunas francamente curiosas, como la que hace proceder la palabra griega physis del vasco bizitza («vida» o «naturaleza»). Pero dos aspectos de la argumentación tienen un especial interés. Erro atribuye a la humanidad primitiva un conocimiento de la naturaleza muy superior al de las grandes civilizaciones de la Antigüedad: «Por descontado, fijando la vista por medio de nuestra lengua Euscara en los siglos anteriores al Diluvio, observaremos que antes de que hubiese Egipcios y Babilonios, habían sus sabios ordenado el sistema del movimiento universal»[93]. El otro es la extensión a la época auroral de la humanidad de un sistema de gobierno patriarcal en el que no es difícil reconocer una idealización de la monarquía absoluta. Así como había recibido de Dios el vascuence, el primer hombre fue investido por el Creador de una autoridad absoluta sobre su prole, que transmitió después a su primogénito. Es obvio que Erro pensaba en Adán, pero la reforma de la religión de los vascos por Astarloa le impedía darle ese nombre, que sustituyó por una expresión más abstracta, el Padre Universal, encajable en el sistema de la religión natural. Esta figura la toma Erro de Sir Robert Filmer, el defensor inglés de la monarquía absoluta frente a Locke, en su tratado de 1680 Patriarca o el poder natural de los reyes. El Padre Universal no es sino una variante del Padre Supremo de Filmer, figura arquetípica del monarca absoluto: «En todos los reinos y repúblicas del mundo, tanto si el príncipe es el padre supremo del pueblo, o sólo su legítimo heredero, como si ha logrado la corona por usurpación, por elección de los nobles o del pueblo, o por cualquier otro medio; y tanto si unos pocos o una multitud gobiernan la república, la autoridad siempre, resida en uno, en muchos o en todos, es la autoridad justa y natural, única, de un Padre Supremo. Existe y siempre existirá hasta el fin del mundo, el Derecho Natural de un Padre Supremo sobre toda multitud, aunque, por secreta voluntad de Dios, sean muchos los que en un principio obtengan injustamente su ejercicio»[94]. El Padre Universal de los orígenes fue el primer legislador, y en dicha función basa Erro su principal alegato contra la soberanía popular: «… si el cuadro del origen de las leyes que nos presenta la lengua Euscara es como parece ser el de la sociedad primitiva en que los novadores pretenden afianzar este soñado derecho, bien claro está su engaño al ver en él al Padre Universal ocupado en dar leyes a su familia, pero no a los hijos en dárselas a su padre»[95].
El ciclo de la contrailustración vasca se cerró tras la publicación, en 1822, de las Perfecciones analíticas de Zamácola. Humboldt había desautorizado el método de Astarloa un año antes[96]. En la región vascofrancesa se dio un movimiento paralelo de muy escasa resonancia representado por Iharce de Bidassouett y un cura rural llamado Lahetjuzan que se presentaba a sí mismo como «salvaje de origen». Joseph-Augustin Chaho no partió de éstos, sino de Erro. Aitor, el patriarca de los vascos creado por la fantasía de Chaho, no es más que el Padre Universal de Erro convenientemente traducido al vascuence: «Ahora os diré que este nombre de Aitor es alegórico: significa padre universal, sublime, y lo imaginaron nuestros antepasados para recordar la nobleza originaria y la gran antigüedad de la raza euskara»[97]. Más adelante, Chaho insiste en la identificación de Aitor con el primer hombre y del vascuence con la lengua primitiva: «Los vascos dicen que la lengua eskuara fue la de Aitor o Adán, y su afirmación es verdadera como alegoría, ya que estos dos mitos representan a la humanidad de los primeros tiempos»[98]. Sin embargo, al negar la literalidad del mito y elevarlo a alegoría, Chaho preparaba su nueva versión del mismo, que plasmaría en un texto de 1843, Aitor. Légende cantabre, en la que desarrollaría otra idea de Erro, la de la superioridad de la primitiva civilización vasca. Los vascos habrían enseñado a los egipcios a prever las crecidas del Nilo, inventaron la clepsidra, la numeración romana… Pero para entonces Aitor no era ya el Padre Universal, sino el antepasado privativo de los vascos, el padre de la nación. Tampoco la religión de Chaho era la de Astarloa y Erro. No era la suma de «monoteísmo primitivo» y cristianismo que éstos habían preconizado, sino un «teísmo… sin símbolos, sin sacrificios, sin plegarias, sin culto»[99]. De esta religión natural que Chaho atribuía a los primitivos vascos, podría decirse lo mismo que Léon Poliakov observó acerca de los engendros semejantes que urdieron otros románticos de la Francia alucinada de la monarquía de Julio: «Reconocemos aquí la obsesión deísta (el oscuro Roux-Bordier aspiraba a una nueva religión universal basada en un cristianismo depurado y desjudaizado). Esta obsesión sería la base filosófica implícita de la antropología mitificadora del siglo XIX que alcanzaría en el siglo XX su madurez mortal con el nacionalsocialismo alemán»[100].
Uno no puede menos que leer con simpatía y tristeza aquellas desenfadadas líneas que el gran ilustrado alavés Félix María de Samaniego escribía a su amigo vizcaíno Benito María de Ansotegui en julio de 1786: «Marquina, cuyos habitantes creen que no hay más en el mundo que el exiguo terreno que rodea sus montañas, mundo dirigido por Astarloas y Mogueles. Al bendito D. Pablo Pedro dígale V. que para una obra que pienso escribir de antigüedades antediluvianas me diga (puesto que él debe saberlo) cómo se llamaba en el Paraíso Terrenal a los escribanos, sastres y zapateros»[101].
BAROJA Y LA FRONTERA
Se conmemora este año [2006] el quincuagésimo aniversario de la muerte de Pío Baroja y Nessi (1872-1956), el novelista mayor de la España del pasado siglo y una referencia indeleble de la cultura vasca contemporánea. A diferencia de la obra de sus compañeros de generación (Unamuno, Azorín, Maeztu, Valle-Inclán), la de Baroja conserva la frescura que tuvo en sus orígenes, lo que explica que algunas de sus novelas sean reeditadas en colecciones dedicadas a narrativa actual (su trilogía La Raza acaba de aparecer en la colección Andanzas, de Tusquets Editores, que ya recuperó hace años otro de sus títulos fundamentales, El laberinto de las sirenas). El caso de Baroja resulta sorprendente. Pese a su reivindicación como uno de los iconos básicos de la resistencia cultural contra el franquismo, iniciada ya en el año del centenario de su nacimiento por antifranquistas notorios como Juan Benet, Manuel Vázquez Montalbán, Carlos Castilla del Pino o Juan Pedro Quiñonero, y hoy sostenida por escritores y críticos nada sospechosos de revisionismo (José-Carlos Mainer y Jordi Gracia, por ejemplo), es innegable que ciertos aspectos de su visión del mundo chocan con lo que entendemos por cultura democrática. Su explícito antisemitismo nunca llegó a los extremos del de un Louis-Ferdinand Céline —nunca abogó por la persecución y el exterminio de los judíos—, pero dio ocasión a que Ernesto Giménez Caballero lo elogiara como precursor del fascismo español en el prólogo a Comunistas, judíos y demás ralea, una selección de tendenciosos textos barojianos publicada en 1938, en Salamanca, por los servicios de propaganda del bando nacional. Es cierto también que, aunque consintió en la publicación de la misma (condición que se le impuso para regresar a la España de Franco desde su exilio parisino), evitó a su vuelta las manifestaciones de apoyo al régimen de los vencedores y se mantuvo hasta el final en una actitud de lo que Jordi Gracia ha llamado «resistencia silenciosa»[102].
Sin embargo, no deja de ser verdad que Baroja desconfiaba de la democracia y que, como otros intelectuales modernistas (entre ellos, su amigo José Ortega y Gasset, al que estuvo más próximo que a los de su propia generación) mantuvo una desdeñosa distancia respecto de la misma, concebida por ambos como una ideología de masas. Tal actitud es particularmente significativa en lo que concierne a su relación con la cultura francesa, tan marcada por el impulso revolucionario de 1789. Toda la generación española de fin del siglo XIX —con la excepción de Maeztu, hijo de inglesa y orientado desde la infancia a la cultura británica— estuvo marcada por la influencia de Francia, aunque a ésta se añadieran otras opciones intelectuales, más o menos tempranas según los casos. Ortega optó por una formación universitaria alemana, bajo el signo de la filosofía neokantiana. Unamuno, desde su juventud, prefirió el positivismo evolucionista del inglés Spencer y la filosofía hegeliana al positivismo francés. En Baroja, fue decisiva su amistad con el suizo-alemán Paul Schmitz, divulgador de las ideas de Nietzsche en España. La división de los modernistas españoles ante la Gran Guerra muestra los efectos de estas afinidades electivas, y así, mientras Unamuno, Machado, Valle Inclán y Maeztu apoyaron a los aliados, Azorín se manifestó germanófilo y Baroja, como Ortega, mantuvo una posición escéptica y distante que implícitamente favorecía el neutralismo de los partidarios españoles de Alemania. Con todo, es evidente cierta simpatía de Baroja por Francia, si bien lastrada por su hostilidad hacia lo que en la cultura francesa atraía poderosamente a los modernistas americanos como Rubén Darío: su cosmopolitismo. Las simpatías francesas de Baroja fueron misoneístas. Prefería la Francia del XIX a la del XX y, desde luego, la del XVIII a la del XIX.
Pero además Baroja era vasco, circunstancia ésta que influyó en su interés por la Francia renacentista, como veremos. Son muchos los pasajes de las novelas barojianas en que se habla de Francia. París es, sin duda, la ciudad que más aparece en ellas después de Madrid, su residencia habitual y el espacio vital de sus años de formación en la adolescencia y en la juventud. Pero encontramos inesperadas semblanzas líricas de otras ciudades francesas, como Marsella en El laberinto de las sirenas, una novela de ambiente italiano y mediterráneo. Me limitaré a tratar aquí del ámbito vasco-bearnés o aquitano y de su reflejo en la obra barojiana. Es un ámbito de encuentro, no siempre pacífico, entre Francia y España. Una tierra de frontera. La preferencia de Baroja por ella lo emparenta con otros escritores europeos para quienes las fronteras implican identidades fluidas y ambiguas. Claudio Magris ha inventariado muchos casos similares en el límite románico-eslavo. La frontera de Baroja es secundaria, interior al espacio románico. Tiene, no obstante, una característica que la distingue de otras fronteras interiores: la presencia de una identidad no completamente románica, la vasca.
Pero, antes de seguir, convendría hacer algunas precisiones de orden etnológico y lingüístico. El término vasco no comenzó a aplicarse a los vascos de España hasta el siglo XIX. Durante el Antiguo Régimen se denominó vizcaínos y, después, vascongados, a los naturales de las tres provincias vascongadas, y navarros, a los de Navarra. Por vascos, en España y fuera de ella, se entendía sólo los de Francia: no sólo los naturales de los territorios franceses donde se habla el vascuence, sino también los de toda la Aquitania o Gascuña, de conformidad con la denominación que estos últimos se daban a sí mismos. En su viaje a Italia, Michel de Montaigne dejó en el santuario de Loreto un exvoto de plata con la inscripción Micael Montanus, Gallus Vasco, Eques Regii Ordinis. Es decir, «Michel de Montaigne, Galo Vasco [o sea, francés vasco], Caballero de Orden Regia». Quienes empezaron a utilizar el término vasco en su extensión actual, aplicándolo a los de ambos lados del Pirineo, fueron alemanes: Gottfried Herder y Wilhelm von Humboldt. En 1836, el vascofrancés Joseph-Augustin Chaho tituló la relación más o menos fantasiosa de su visita a la itinerante corte carlista Voyage en Navarre pendant l’insurrection des Basques, y por Basques debe entenderse en este caso los vascos de España que habían secundado la insurrección del infante Carlos María Isidro. Pero la nueva denominación no comenzaría a usarse en España hasta después de la tercera guerra carlista, durante la Restauración. Uno de los primeros en emplearla fue Serafín Baroja, padre de Pío y escritor regionalista. La difusión de su uso se debe principalmente a Unamuno y al propio Pío Baroja. Ambos se consideraban vascos, no sólo vascongados, por pertenecer a una comunidad de cultura repartida en dos naciones distintas, España y Francia, que, para Baroja al menos, limitaría al norte con el Garona y al sur con el Ebro. Una región que comprende diversos dominios lingüísticos, los del francés, gascón, romance navarro, vasco y castellano. Ésta es la región natural a la que Baroja se sentía pertenecer, sin que ello le supusiera contradicción alguna con la nacionalidad que ostentaba, la española. Nunca dejó siquiera entrever la menor contradicción entre ambos sentimientos de pertenencia ni entre las lealtades derivadas de los mismos.
No obstante, la conciencia de pertenecer al ámbito vasco-aquitano fue, en su caso, gradualmente adquirida. Por una parte, recibió en la familia cierta noción de poseer una identidad vasca, heredada de los ancestros y, en especial, de su padre, Serafín Baroja y Zornoza, ingeniero de minas, donostiarra de nacimiento, liberal en política y escritor en lengua vasca por afición. Sus obligaciones profesionales lo llevaron a vivir en distintos lugares de España (Pamplona, Madrid y Valencia). La infancia de Pío, antes del definitivo establecimiento de la familia en Madrid, tuvo un carácter itinerante que le evitó las lealtades exclusivistas al terruño de otros vascos de su generación. Pero, por otra parte, como escritor en vascuence, su padre estuvo estrechamente vinculado a los círculos literarios del fuerismo vasco. Pío conoció directamente a algunos de estos escritores fueristas de la generación de Serafín, como los alaveses Fermín Herrán y Ricardo Becerro de Bengoa. Este último fue su profesor en el instituto madrileño de San Isidro. El vasquismo de estos fueristas liberales no era tan exacerbado como el del carlismo vascongado, del que procedía, por ejemplo, Sabino Arana Goiri.
Por otra parte, y en lo que toca a sus raíces donostiarras, hay que tener en cuenta que la San Sebastián del XIX en la que nació Baroja era una ciudad liberal que vivía de espaldas a la provincia carlista. Estación de veraneo de la Corte, no se caracterizaba por una acusada identidad étnica, a pesar de la presencia de una subcultura urbana de expresión eusquérica, en la que Serafín Baroja estaba arraigado. Su hijo conservó siempre el afecto por algunas figuras de esta cultura koxkera, especialmente por el poeta y cantor popular Indalecio Vizcarrondo, Vilinch, al que no llegó a conocer, pues Vilinch murió durante el bombardeo carlista de la ciudad, a causa de las heridas que le produjo la explosión de una granada.
En la familia de Baroja no se hablaba vascuence. Aunque Serafín era vascohablante, su mujer, Juana Nessi y Goñi, venía por línea paterna de italianos, y no debía de dominar sino los rudimentos del idioma vernáculo. De modo que los vínculos del joven Baroja con su tierra de origen no eran muy fuertes en lo cultural, aunque sí en lo afectivo. Su primera inmersión en el medio rural vasco no se produjo hasta su breve desempeño como médico en Cestona, cuyo recuerdo suscitó los cuentos y fantasías de ambiente vasco incluidos en su primer libro, Vidas sombrías (1900). También su primera novela, La casa de Aizgorri (1902) transcurre en el campo vasco, pero no será hasta 1909, con Zalacaín el aventurero, que la preocupación por la identidad vasca pase a un primer plano. En «Divagaciones de autocrítica», texto de una conferencia sobre esta novela que leyó años después en la Sorbona —y que incluyó entre sus Divagaciones apasionadas, de 1924— dice, a propósito de aquella vuelta a sus raíces familiares:
Durante mi infancia viví, hasta los siete u ocho años, en el país vasco; pero luego, al comenzar mi juventud, fui a Madrid, después a Valencia, y mis recuerdos de la primera edad, referentes a la tierra natal, se esfumaron y desaparecieron.
Al volver, ya de hombre, al pueblo guipuzcoano donde comencé a ejercer de médico, sentí como el ambiente físico de mi país, y algo también del moral, me iba envolviendo y cómo recogía, poco a poco, este rastro perdido de la raza[103].
Zalacain el aventurero fue la primera de las novelas declaradamente vascas de Pío Baroja (aunque, retrospectivamente, integre en la falsa trilogía Tierra vasca, junto a Zalacaín el aventurero y El mayorazgo de Labraz, una novela anterior, La casa de Aizgorri). La historia de Martín Zalacaín es la de un contrabandista de la frontera navarra, una comarca en que el autor no tardaría en afincarse. Zalacaín, vasco liberal y hombre de acción, lucha contra los carlistas y muere asesinado por uno de éstos al término de la tercera guerra civil del XIX. Lo más interesante de esta novela es el descubrimiento de la frontera, donde las identidades políticas se difuminan y emerge una identidad previa, étnica o etnocultural. Los compañeros de contrabando de Martín son un vascofrancés y un gascón. Durante sus veladas en el monte, en torno a la hoguera, los cantos en vascuence de Martín y Bautista se mezclan con las melancólicas canciones gasconas de Ospitalet. La imagen de la identidad vasca que propone Baroja es fundamentalmente fronteriza, e incluye lo vascoespañol, lo vascofrancés y lo gascón o bearnés. En mi opinión, hay dos novelas que influyeron marcadamente en Zalacaín el aventurero. Dos novelas publicadas en 1897: Paz en la guerra, de Unamuno, y Ramuntcho, de Pierre Loti. En la primera de ellas, se pinta un impresionante fresco de la tercera guerra carlista en Vizcaya. Cruza fugazmente por sus páginas la figura del Cura Santa Cruz, un célebre guerrillero carlista guipuzcoano que también aparece en Zalacaín el aventurero y que fue posteriormente objeto de una semblanza particular de Baroja, recogida en Divagaciones apasionadas. Pero es sobre todo en la segunda, en Ramuntcho, donde quiero centrar la atención. No es la más famosa de las novelas de Loti, autor que debió su renombre a novelas y libros de viaje de ambiente oriental.
Ramuntcho es una historia de amor con final desdichado (la novia del protagonista epónimo entra de monja en un convento, y aquél emigra a América), pero, en realidad, tal historia no pasa de ser un pretexto para la evocación del mundo idílico de las aldeas vascofrancesas de la frontera del Bidasoa, con sus fiestas religiosas, sus juegos de pelota y, por supuesto, el contrabando, sustento fundamental de estas comunidades campesinas. Destinado en el País Vasco de Francia como oficial de marina, Julien Viaud (Pierre Loti) vivió algún tiempo en Hendaya y disfrutó allí de la amistad del gran mecenas vasco-irlandés de los estudios vascos, Antoine d’Abbadie, que despertó su interés en la cultura popular de la región. A Baroja, Ramuntcho no le desagradó del todo, pero rechazaba el tratamiento que Loti hacía de la psicología de sus personajes. En una novela, de 1922, La leyenda de Jaun de Alzate, introduce Baroja un interludio en el que hace hablar al Contrabandista, entre otros tipos representativos de la región del Bidasoa:
Soy Ramuntcho, soy Ichúa, soy cualquiera de los personajes avezados a la vida aventurera que ha sacado a relucir la prosa llena de encantos artificiosos de esa vieja sirena francesa llamada Pierre Loti. Tengo mis rincones en Hendaya y Fuenterrabía, en Behobia y en Biriatu, en Vera y en Urruña, en Ascain y en Sara. Mis enemigos son los carabineros y los aduaneros.
Loti, el antiguo comandante del Javelot —pequeño barco de guerra francés inválido del Bidasoa—, quiere hacer creer, como buen galo, que nuestro enemigo único es el cetrino carabinero español; pero lo es tanto, casi siempre lo es más, el tripudo aduanero francés, con sus bigotes amarillos y su nariz colorada[104].
Como veremos, Baroja no dejará de insistir en la independencia fáctica del vasco como hombre de frontera respecto de los Estados que dominan su región. Esto no tiene que ver, en principio, con ningún nacionalismo, sino con una concepción anarquista o anarquizante de la identidad vasca. Lo característico de los vascos, para Baroja, es la vida aventurera, irregular, no sometida a leyes. Es curioso que tal visión contraste con el hecho de que el País Vasco representara el ideal de los conservadores de ambos Estados, español y francés. No por otra razón fue escogido como lugar de veraneo por aquellas dos grandes amigas que fueron la reina Isabel II de España y la emperatriz Eugenia de Montijo, de la que Loti, por cierto, anduvo enamorado en su juventud.
La influencia de Loti en Zalacaín el aventurero parece evidente, pero Baroja la negaría siempre. En «Divagaciones de autocrítica» escribía:
Yo he sentido una gran admiración por Ramuntcho, de Loti, pero una admiración más externa que interna.
Ramuntcho, desde ciertos puntos de vista, es una maravilla. Nunca se ha pintado el país vasco con un prestigio tan sugestivo como en este libro. El aire, el clima, los días de viento Sur, los caseríos, las pequeñas villas al pie del monte Larrún, la ensenada del Bidasoa, toda la escenografía de Ramuntcho es admirable; pero lo interno, el alma de los vascos de este libro, flaquea, estas criaturas de Loti son algo femenino, turbio y sensual que no corresponden con exactitud a nuestros vascos.
No pensé en Ramuntcho, de Loti, al escribir Zalacaín. Si hubiera pensado en él, habría sido para mí el modelo de lo que yo no debía pretender ni tampoco podía hacer[105].
Sin embargo, es precisamente en calidad de modelo negativo como Ramuntcho influye en Zalacaín el aventurero. A la abulia del protagonista de la primera novela opone Baroja el arrojo y la sed de aventura de su héroe. Los amores de Ramuntcho son desastrosos, pues no merece otra cosa. En vez de raptar a Gracieuse del convento, como habrían hecho don Juan o Zalacaín, se resigna y emigra a América. El novelista y psiquiatra Luis Martín Santos consideraba este tipo de timidez sexual como muy característica de los varones vascos, y hasta le buscó un marbete clínico: el complejo de Ramuntcho. Zalacaín, por el contrario, enciende el amor de tres mujeres que le serán fieles incluso después de su muerte. Es cierto que, en éste y otros aspectos, Martín Zalacaín parece la contrafigura de Ramuntcho, pero precisamente por ello cabría suponer que Baroja quiso enderezar en el personaje de su contrabandista la blandura y feminidad —tan poco vascas, en su opinión— de los vascos de Loti.
En 1911, publica Baroja Las inquietudes de Shanti Andía. Para entonces, sus estancias en el País Vasco se han hecho más frecuentes y prolongadas. En 1912 se decidirá a comprar Itzea, la antigua casa hidalga de Vera de Bidasoa que estará en adelante plenamente identificada con el novelista y su familia. Pero no suele repararse en algo que ayuda a entender las razones de esta decisión. A esas alturas, ya eran bastantes los escritores franceses que habían decidido asentarse en la región vasco-aquitana y consagrar a ésta su atención literaria. Pierre Loti había adquirido muchos años antes su casa de Hendaya, Bakhar-Etchea («La casa del solitario»). No lejos de allí, Edmond de Rostand se había hecho construir una casona señorial de estilo vernáculo en Cambó-les-Bains, la Maison Arnaga, a la que se vincula el redescubrimiento literario de la Gascuña y el éxito de Cyrano de Bergerac en 1898. Los Guérin se construyeron sendas mansiones en la comarca y, en fin, Francis Jammes escribió sus libros en su casa de Orthez. Aquitania recobraba así su prestigio como geografía literaria, que había perdido desde el Renacimiento, avivando el rumor provincial del que ha hablado Jean Lacouture en un libro bellísimo[106]. Baroja pensó probablemente que iniciar una vie de chateau en la cercanía de todos estos autores consagrados podría facilitarle el acceso a una República de las Letras europea que por entonces no resultaba demasiado hospitalaria para los escritores españoles.
Entre los escritores que influyeron en Las inquietudes de Shanti Andía no suele mencionarse a Loti. Sin embargo, es muy posible que su novela autobiográfica Matelot, publicada en 1893 y dedicada a la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena tenga mucho que ver con la novela barojiana, de la que el jesuita vascofrancés Pierre Lhande observaría maliciosamente que le sobraban algas. En cualquier caso, y aun siendo sus principales caracteres —Shanti Andía y su tío, Juan de Aguirre— marinos vascoespañoles, dos de sus personajes secundarios, el capitán Zaldumbide y el marinero Fermín Itchaso (este último no tan secundario, pues sobre él se hace recaer la responsabilidad directa de una parte fundamental de la narración) son vascofranceses y responden perfectamente al arquetipo barojiano del aventurero vasco.
Lo más probable es que, con tal arquetipo, Baroja quisiera ofrecer al público un tipo de personaje vasco más atractivo que los de Loti y desprovisto de connotaciones nacionales francesas, que podría competir así por el favor del mismo público que leía con fruición a aquél (o a Rostand). El aventurero vasco es una figura anárquica, forjada sobre referentes históricos del Renacimiento. Aunque ya existía otra tradición literaria de los vascos propiamente dichos (esto es, de los vascofranceses y los gascones) como soldados de fortuna: la que Rostand había tomado de los mosqueteros bearneses y suletinos de Alexandre Dumas y del Cyrano de Bergerac histórico. A todos estos debía de tener en mente Baroja cuando escribió para el interludio de La leyenda de Jaun de Alzate la semblanza del Aventurero Vasco:
Soy el aventurero vasco, ni español ni francés; sirvo al que me paga y lo sirvo fielmente.
No me importan las ideas ni las patrias; no tengo más patria que mi caserío y, después, el ancho mundo.
¡Viva! ¡Viva la aventura! ¡Viva el azar!
Todas mis propiedades se compendian en una espada colgada al cinto y en una gran confianza en mi estrella.
Pienso hacer mi fortuna dando estocadas a derecha e izquierda, de mosquetero o de dragón, a favor de Dios o del diablo.
¡Viva! ¡Viva la aventura, viva el azar!
Carlos V o Francisco I, Juan de Austria o el Condestable de Borbón, el Papa o Lutero, Pizarro o Pedro de Ursúa: todos me parecen bien si me llevan al éxito; lo mismo me da ser marinero que soldado, lo mismo cristiano que turco. Lo único que no quiero es trabajar oscuramente.
¡Viva! ¡Viva la aventura, viva el azar![107]
El arquetipo del aventurero vasco es la contrafigura de los aldeanos vascos de Unamuno en Paz en la guerra, cuya principal característica consiste, precisamente, en el trabajo oscuro. No está inspirado solamente en los mosqueteros de Dumas —también se advierten en él rasgos de personajes históricos vascoespañoles como Pedro de Ursúa o Lope de Aguirre, aventureros de la empresa indiana—, pero es indudable que Baroja piensa ante todo en el suletino Aramis o en el gascón D’Artagnan. Como el contrabandista, el aventurero es un fronterizo, pero, al contrario de aquél, no se limita a traspasar la frontera: la encarna, se la incorpora y la lleva consigo a dondequiera que va por todo el ancho mundo.
En 1916, Baroja publicó una novela breve, La dama de Urtubi, cuyo protagonista, el soldado Miguel Machain, navarro español, se ajusta al canon del aventurero que cinco años después resumirá en La leyenda de Jaun de Alzate. La acción de la novela transcurre en el Labourd, en 1608, y trata de la brujería vasca. En su descripción del aquelarre, se inspira en fuentes diversas: el Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons, de Pierre de Lancre (París, 1612) y la Historia Crítica de la Inquisición, del canónigo Juan Antonio de Llorente (París, 1817-1818). Su interpretación de la brujería como protesta social procede de Michelet (La Sorcière, 1862). Lo más interesante, a mi juicio, es la semblanza del barón Tristán de Urtubi, un noble vascofrancés en el que plasma el ideal del renacentista vasco. Urtubi es un lector de Montaigne y de Agripa d’Aubigné, al que conoció en su juventud. Hombre de espíritu abierto, nada mojigato, recomienda a su sobrina Leonor, heroína del relato, la lectura de las narraciones galantes de Margarita de Angulema. Baroja esboza en la figura del barón lo que será su ideal étnico, que cifrará más tarde en la figura de Jaun de Alzate. Por lo demás, se da la misma mezcla de vascos españoles, franceses y gascones que ya encontrábamos en Zalacaín el aventurero. Un exfraile gascón, Cahusac, con claros ribetes rabelesianos, pone la nota cómica en una narración de misterio y aventura. Este Cahusac, por cierto, pudo serle inspirado al autor por uno de los guardias gascones del cardenal Richelieu, del mismo nombre, que aparece en las apócrifas Mémoires de Monsieur d’Artagnan, de Courtilz de Sandras (1700).
La secta de las sorguiñas («brujas») vascas representa una especie de contrasociedad utópica, basada en la igualdad y en la libertad extrema, incluida la sexual, pero lo verdaderamente importante es la mezcla supranacional que la compone: vascos de ambos lados del Pirineo y gascones. Asoma ya en La dama de Urtubi cierta propuesta utópica: una utopía de frontera— que se concretará tres años después, en 1919, en Momentum catastrophicum, un ensayo presentado como una conferencia que pronuncia en una sociedad liberal de Irún, «Los Chapelaundis [“Boinas Grandes”] del Bidasoa», trasunto del Club Pickwick de Dickens, un personaje asimismo dickensiano, el bachiller Juan de Itzea. El tema de la conferencia es una crítica feroz del nacionalismo, tanto de los nacionalismos de las grandes potencias que llevaron a Europa a la Gran Guerra de 1914-1918, como del nacionalismo vasco, en el que el orador ve perfilarse la amenaza de una dictadura jesuítica. La utopía que Juan de Itzea opone al nacionalismo es un proyecto libertario para la frontera:
Yo confieso que para los Chapelaundis sería hermoso como ensayo hacer de la zona del Bidasoa española y francesa un pequeño país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros.
Pero eso es un sueño. Hay una intolerancia demasiado fiera en nuestras provincias para que brote una flor espiritual y no hay espiritualidad que pueda soportar el yugo abrumador de la teocracia. Comprendemos que pensar en la nación del Bidasoa tolerante, libre y amable es cosa bella para un Chapelaundi, pero es perfectamente utópica.
Si ésta no es viable, yo al menos no deseo la nación autónoma vasca que nos ofrecen los bizcaitarras. Mejor que esa nación teocrática preferimos el estado actual, que permite al país vasco y a la región del Bidasoa cierta libertad de movimiento[108].
Ahora bien, Baroja no renunció a imaginar esa utopía imposible. Lo hizo en una novela de 1922 a la que ya me he referido, La leyenda de Jaun de Alzate. La acción de la misma se sitúa en los albores de una imprecisa Edad Media que podría corresponder al siglo VIII en el que un autor carlista del XIX, Francisco Navarro Villoslada, situó a su vez la conversión de los vascos al cristianismo. Amaya o los vascos en el siglo VIII, novela de este último publicada en 1879, tiene como nudo central la disputa por la herencia de Aitor, patriarca de los vascos, entre la princesa cristiana Amaya, medio goda y medio vasca, y su tía, la sacerdotisa pagana Amagoya, Interviene asimismo el conflicto amoroso que enfrenta a los dos pretendientes de Amaya, el caudillo navarro García Jiménez y el aventurero aquitano Eudon (en realidad, un criptojudío).
Se trata de un farragosísimo alegato antiliberal y antifrancés que agita el fantasma de la conspiración judeomasónica. Amaya termina felizmente casada con García Jiménez, primer rey de Navarra, y éste, a su vez, aliado con el godo Pelayo para hacer frente a los invasores islámicos de España. La novela entera es una defensa cerrada del ideal tradicionalista. Baroja rescata parte del universo ficticio y simbólico de Navarro Villoslada, pero dándole en La leyenda de Jaun de Alzate un sentido muy distinto.
Jaun de Alzate es un pequeño noble de la comarca del Bidasoa que ve su tierra invadida por los misioneros cristianos. Él es uno de los últimos fieles a la antigua religión pagana y naturalista de los vascos, opuesta al autoritario espíritu latino. Su única hija y heredera, Ederra («Hermosa») se convierte al cristianismo. Se plantea aquí una cuestión similar a la que constituye el nudo argumental de Amaya. La herencia de Jaun, como la de Aitor en la novela de Navarro Villoslada, ¿irá a parar a una cristiana? La conversión de Ederra parece zanjar la cuestión, pero todavía le queda a Jaun una baza que jugar. Aunque la muchacha está enamorada de un cristiano de Castilla, Anselmus, Jaun mantiene el derecho de buscar un marido para ella. Uno tras otro, Jaun va descartando a los pretendientes: un vikingo pagano, un judío (para el que reserva el trato más despectivo) y un turco. Quedan finalmente dos, el vascofrancés Manish y Anselmus el castellano. Jaun se inclina por el primero:
Sí, Manish, me gustaría que mi chica se casara contigo y que fuera a vivir a tu tierra, tan amable y simpática. Vosotros sois vascos, como nosotros; ahora, que nosotros nos contagiamos de la altivez enfática de los castellanos, y vosotros, de la vanidad de los galos. Si mi chica y tú os entendéis os daré mi consentimiento[109].
Pero el último pretendiente, Anselmus, le convence de lo vano de semejante tentativa:
Es posible, Jaun, que digas que soy un maqueto, fanfarrón y petulante; es posible que creas que soy de un país de pobretes haraganes que se las echan de príncipes y son unos mendigos; pero yo soy Anselmus el castellano, y Anselmus el castellano es el preferido de tu hija, y quieras tú, o no quieras, ella será mía[110].
Jaun cede a las pretensiones de Anselmus. En este episodio se compendia la imposibilidad de la utopía de frontera. Las preferencias étnicas, viene a decirnos Baroja, se estrellan contra las inamovibles realidades de la Historia. Los vascos de España y Francia serán todo lo vascos que se quiera, evidentemente, pero son también españoles y franceses. Unos se han contagiado de la altivez castellana y otros de la vanidad francesa. En otras palabras, la Historia ha hecho de ellos españoles y franceses. Tal proceso no tiene marcha atrás, pero Baroja, aunque constata su irreversibilidad, no deja de conceder un espacio al Deseo: el de la poesía y el de la ficción literaria. En él se hace posible lo que históricamente no puede realizarse. La frontera del Bidasoa es, en tal sentido, la metáfora de lo que Unamuno habría llamado un exfuturo: el sueño de una identidad natural, es decir, de una contradictio in terminis, un oxímoron.
LOS VASCOS Y LA HISTORIA A TRAVÉS DE DON JULIO
Como algunos de los pueblos que inventarió Heródoto, el que conocemos como vasco ha ido cambiando de nombre y localización geográfica con el transcurso de los siglos[111]. Los vascones de la Antigüedad, de los que se asegura que desciende, son antepasados de sociedades distintas, entre las que se encuentran los gascones, y, en parte al menos, los navarros, castellanos y aragoneses del presente. En Las Bienandanzas e Fortunas, una monumental crónica escrita entre 1471 y 1474, el vizcaíno Lope García de Salazar interpretaba el término uascones de los anales visigóticos como referido exclusivamente a los gascones. Hasta el siglo XIX, vasco (o basque, en francés) se aplicaba a los naturales de la región occidental de Francia comprendida entre el Pirineo y el Garona, que en algunos mapas medievales —como el del monasterio de Saint-Sever, del siglo XI— se denomina Wasconia. Cuando el trovador Bertran de Born escribía «No em platz companha de basclos ni de putanas venaus» («No me agrada la compañía de vascos ni de putas venales») se estaba refiriendo a los gascones, que tenían una fama pésima adquirida como mercenarios en los ejércitos feudales. Mediado el siglo XVI, un alcalde de Burdeos pondrá junto a su firma en el libro de la Santa Casa de Loreto, las palabras Gallus Vasco: «vasco o vascón galo», es decir, «vasco francés». Se llamaba Michel de Montaigne.
Desde la segunda mitad del siglo XV hasta comienzos del XIX, el vocablo que designó a los vascos de España, tanto a los de las provincias vascongadas como, en algún caso, a los de los valles septentrionales de Navarra, fue vizcaíno. El corsario roncalés Pedro Bereterra fue conocido no sólo como Pedro Navarro, sino también como Pedro el Vizcaíno. Para García de Salazar, vizcaínos eran solamente los hidalgos de Vizcaya, que él creía de sangre goda. Al resolverse la crisis social del XV en las provincias vascas de España a favor de los villanos opuestos a los viejos linajes del campo, la condición hidalga se generalizó a todos los naturales de las tres provincias, y con ella la de vizcaíno, que era su equivalente. Sin perder su significado estamental, este término adquirió pronto una connotación casticista: «limpio de sangre». Así lo entendían los jóvenes jesuitas que, con el padre Antonio de Araoz, sobrino de San Ignacio, a la cabeza, intentaron imponer en la Compañía los estatutos de limpieza de sangre, proponiendo que sólo se aceptaran novicios vizcaínos («cristianos viejos») y se rechazara a las gente verriac («gentes nuevas», o sea, «cristianos nuevos»). Ya el marqués de Santillana, un siglo atrás, en una serranilla inspirada por una pastora alavesa, se había dirigido a ésta como «linda vizcaína». Si Cervantes hubiera sabido que en una futura traducción inglesa del Quijote —la de John Rutherford[112]— el escudero Sancho de Azpeitia iba a aparecer como un Basque no lo habría entendido. Su escudero era un «gallardo vizcaíno». No hay vascos en El Quijote. O quizá sí, aunque no se alude a ellos: los hugonotes gascones enrolados en la partida del bandolero catalán Roque Guinart.
En la segunda mitad del siglo XVIII, se popularizó el término vascongado para el conjunto de los que hasta entonces se llamaban vizcaínos. Probablemente influyó en este cambio el fortalecimiento de la personalidad provincial de Guipúzcoa en una centuria que le resultó próspera, y también la importancia que cobraría en su segunda mitad la Sociedad Bascongada de Amigos del País, pionera de las Sociedades Económicas de la Ilustración española. El desplazamiento de vascongado por vasco se debió al romanticismo. Fue Herder seguramente el primero en utilizar este último término para los vascos de ambos lados del Pirineo, y le siguió en tal uso Wilhelm Humboldt. En 1836, el vascofrancés Joseph-Augustin Chaho titula uno de sus libros Voyage en Navarre pendant l’insurrection des Basques, refiriéndose a los carlistas vascongados y navarros. Sólo dos años antes llamaba todavía vizcaínos a los vascos de España, como lo hizo en su libelo contra los isabelinos titulado Paroles d’un biscaïen aux liberaux de la reine Christine. Más o menos influidos por Chaho, los románticos vascongados y navarros comenzaron a utilizar el término vasco con la misma extensión semántica que aquél le daba, un uso que acabará por imponerse en los primeros años de la Restauración. Hubo algún precedente digno de mención, como el de Juan Antonio de Zamácola, un afrancesado vizcaíno que, en 1818, publicó en Auch una Historia de las naciones vascas, pero, con todo, fue Chaho el responsable de la difusión del nuevo significado de vasco entre los escritores de la Vasconia española.
Un sujeto histórico comienza a existir cuando se reconoce en un nombre que lo unifica y constituye (recuérdese al respecto lo que observó Américo Castro del nombre y del quién de los españoles). En la Restauración, los primeros en emplear vasco en su nueva acepción general fueron los escritores vinculados al movimiento fuerista, pero durante algún tiempo no se atrevieron a hacerlo sino como adjetivo. Antes del Sexenio y aún durante el mismo predominaba vascongado tanto en uso adjetival como sustantivo: así, en las Leyendas Vascongadas (1853), de José María de Goizueta, o en Los Vascongados (1872), de Vicente Rodríguez Ferrer, que prologó Antonio Cánovas del Castillo. En 1867, Juan Venancio de Araquistáin publicó unas Tradiciones Vasco-Cántabras, pero la osadía del título venía mitigada por el recurso a la construcción compuesta. Desde 1876, vasco compite ya abiertamente con vascongado, ganándole terreno gradualmente, aunque durante cierto tiempo se apoyará en un neologismo ancilar, euskaro o éuskaro, de factura literaria, que tendrá un éxito muy discutible hasta la década final de siglo. Surge la Asociación Euskara de Navarra, se hablará del renacimiento cultural éuskaro y se celebraran en Vizcaya las Fiestas Éuskaras, inspiradas en los jocs florals catalanes y provenzales, pero la palabra cae en el descrédito al identificarse excesivamente con el fuerismo militante. Tanto Baroja como Unamuno se referirán despectivamente a los éuskaros como vestigios del Antiguo Régimen.
La obra que consagra la nueva terminología es Amaya o los vascos en el siglo VIII, novela histórica de Francisco Navarro Villoslada publicada en 1879. Dos años después aparece el Cancionero Basco, de José de Manterola, recopilación de poemas en vascuence de autores fueristas vascongados, con predominio de guipuzcoanos. La generación vasca de fin de siglo, que había leído Amaya en su adolescencia, usa ya normalmente el etnónimo vasco y rechaza vascongado como una antigualla. Unamuno titula en 1884 su tesis doctoral Crítica del problema de los orígenes de la raza vasca y del vascuence (pero comienza la misma con la declaración «Soy vascongado»). En 1887, pronuncia en la Sociedad «El Sitio», de Bilbao, una conferencia sobre «El espíritu de la raza vasca». Su coetáneo Resurrección María de Azkue publica poco después su Gramática Vasca y todo ello influye en Arturo Campión, figura central del fuerismo éuskaro, que se suma al nuevo consenso lexical. Paradójicamente, fue Sabino Arana Goiri quien más resistencia le opuso. Durante mucho tiempo evitó recurrir al término vasco, bien limitándose al uso de vizcaíno (con la ortografía bizkaino) y de su equivalente en vascuence, bizkaitarra, ambos en su significado restringido, uniprovincial, o bien utilizando un neologismo pseudovasco de cosecha propia, euzko, del que hizo derivar un nombre que tuvo mayor fortuna, Euzkadi. Sin embargo, él también terminaría adoptando el término vasco, generalizado entre los nacionalistas desde 1898, tras la fusión del pequeño partido de los hermanos Arana Goiri con los euscalerríacos, miembros de la sociedad fuerista Euskalerría, de Bilbao. Los aranistas denominaban a su casino Euzkeldun Batzokija; los euscalerríacos, al suyo, Centro Vasco.
Cuando vino al mundo Julio Caro Baroja, en 1914, ya hacía muchos años que en su familia se utilizaba el término vasco en su acepción más reciente. El primero en hacerlo había sido su abuelo materno, Serafín Baroja y Zornoza, escritor vinculado al renacimiento éuskaro en Guipúzcoa. En don Julio nunca encontraremos, a este respecto, vacilación alguna. Emplea casi siempre vasco —rara vez vascongado, y cuando lo hace es por oposición a navarro— y nunca éuskaro. Además del uso familiar, influyeron en él seguramente otros factores: el prestigio de la más ambiciosa empresa cultural del País Vasco de la primera mitad del siglo XX, la Revista Internacional de Estudios Vascos, fundada por Julio de Urquijo en 1908 (donde colaboraban vascólogos españoles, franceses, británicos y alemanes, y en la que Don Julio publicó algunos trabajos juveniles) y la creación, en 1918, de la Sociedad de Estudios Vascos (Eusko Ikaskuntza), que agrupó, bajo el patrocinio de las Diputaciones vascongadas y navarra y los obispados de Vitoria y Pamplona, a lo más granado de las generaciones vasquistas del fin de siglo y de 1914. Utilizo vasquista en el sentido que le ha dado Juan Pablo Fusi al distinguir en la generación vasca de fin de siglo un sector vasquista y un sector españolista. Creo no obstante que podría hablarse no ya de dos, sino de tres sectores en dicha generación. A saber:
1. Los nacionalistas vascos: Luis y Sabino de Arana Goiri, Ramón de la Sota y Llano, Luis de Eleizalde, Engracio de Aranzadi, Evaristo de Buntinza y otros: su influencia se limitó geográficamente a Bilbao y a una pequeña parte de Vizcaya hasta finales de la tercera década del siglo XX.
2. Los tradicionalistas: Julio de Urquijo, Resurrección María de Azkue, Carmelo y Bonifacio de Echegaray, Domingo de Aguirre, etcétera. Vasquistas no nacionalistas sincera y hondamente interesados en la promoción de la cultura etno-eusquérica. A estos nombres habría que añadir el del antropólogo y prehistoriador José Miguel de Barandiarán, aun formando éste parte de una generación posterior.
3. Los liberales españolistas: Miguel de Unamuno, Pío y Ricardo Baroja, Ramiro, Gustavo y María de Maeztu (en la juventud de los tres), Francisco Grandmontagne, Manuel Bueno y algunos otros más jóvenes como Manuel Aranaz-Castellanos, José María de Salaverría, Ignacio Zuloaga y Ramón de Basterra.
Las relaciones del primer grupo con los otros dos fueron tirantes salvo durante un breve período de colaboración, entre 1917 y 1922, en que la Diputación de Vizcaya estuvo dominada por los nacionalistas. No ocurrió lo mismo entre el segundo y el tercero, quizá por su común distanciamiento del nacionalismo vasco. El antropólogo Telesforo de Aranzadi, primo de Unamuno y catedrático de Ciencias Naturales de la Universidad de Barcelona, estuvo vinculado desde el principio a la Sociedad de Estudios Vascos, copada por los tradicionalistas. Cuando Pío Baroja advirtió la inclinación de su sobrino Julio a los estudios etnográficos, lo orientó hacia las gentes de la Sociedad de Estudios Vascos, de manera que los maestros de Julio fueron las figuras más destacadas de ésta: Telesforo de Aranzadi, Resurrección María de Azkue y José Miguel de Barandiarán, a los que rendiría homenaje en sus Semblanzas ideales[113]. Lo fueron en mucha mayor medida que Unamuno, hacia el que también lo dirigió su tío.
Es chocante que un liberal como Julio Caro Baroja se formara, como etnógrafo y antropólogo, junto a tradicionalistas como Azkue y Barandiarán, fundamentalmente junto a este último, que se confesaba integrista. A través de Barandiarán, descubrió Caro Baroja la obra del Padre Schmidt, el antropólogo católico austriaco que tuvo en él una gran influencia durante su juventud, pero no en el mismo sentido de la que ejerció sobre Barandiarán. Éste retuvo de Schmidt, sobre todo, la teoría del monoteísmo primitivo. Caro Baroja, la de los ciclos culturales, deudora de Bachofen, el historiador del Derecho. Lo importante es que Caro Baroja terminó por representar una curiosa síntesis entre las visiones del mundo del segundo grupo y del tercero, tomando de una y otra lo que más le convenía para una síntesis original y un pensamiento propio.
¿Qué tomó del grupo noventayochista, es decir, de los que he llamado liberales? Ante todo, la visión etnohistórica común a la novela barojiana y a la idea que otros autores del 98 como Unamuno y Antonio Machado tenían de la historia de los pueblos. La idea, en definitiva, de intrahistoria. En su origen, ésta derivaba de la demótica o ciencia del folklore, introducida en España por Antonio Machado Álvarez, Demófilo, que se ocupaba de la cultura tradicional producida y transmitida por creadores anónimos según pautas heredadas de generaciones anteriores. La aproximación intrahistórica al pasado menosprecia el acontecimiento y la acción individual, privilegiando lo que Unamuno llama los hechos: conductas repetitivas, costumbres colectivas. En tal sentido, esta visión intrahistórica estaba muy cerca del tradicionalismo filológico representado por Ramón Menéndez Pidal y prefiguraba asimismo, como atinadamente intuyera Octavio Paz, la historia estructural de las mentalidades que mucho después difundirían los historiadores franceses de la escuela de los Annales.
Sin embargo, y aun admitiendo la estrecha relación entre historia y etnografía que se da en la obra de Caro Baroja, algo hay en ella que la distancia de la historia de las estructuras. Caro Baroja no construye tipos ideales, modelos deductivos, como, por ejemplo, el Mercader, el Clérigo o el Guerrero en la historia medieval de Le Goff. Por el contrario, oscila entre la Historia de base etnográfica (o etnohistoria) y la prosopografía sui generis que alguna vez ha denominado biografía antropológica. Ésta atiende al despliegue de lo individual, pero no como mera ilustración de tipos generales. El concepto fundamental que sustenta la visión histórica de don Julio es el de vida. En los títulos de varios de sus libros hay atisbos suficientes —«vidas mágicas», «vidas por oficio», «vidas poco paralelas»— de esta preocupación constante. Las vidas individuales (y en algún caso la familiar) son instancias privilegiadas para el estudio y la comprensión de la historia de las sociedades. Uno de los libros fundamentales de don Julio se titula, precisamente, Los vascos y la historia a través de Garibay[114]. Es difícil saber cuál es el monto concreto de la deuda de don Julio con Dilthey o con Ortega, pero debe mucho más a Pío Baroja en la doble dimensión de éste como biógrafo (Aviraneta, Juan van Halen, el Cura Santa Cruz) y novelista, creador de vidas de ficción, novelizador de vidas históricas o poeta de «vidas sombrías».
En la Historia carobarojiana lo biográfico no es mera ilustración de estructuras que lo trascienden. Lo individual, lo biográfico, es la realidad histórica concreta, la vida. El planteamiento de Caro Baroja es precisamente el opuesto al de un Ferdinand Braudel. Para éste, el espacio geográfico —el Mediterráneo, Francia, Italia, etcétera— determina la vida de los hombres y de las sociedades. En Caro Baroja el espacio, aun permaneciendo inmutable, no es el mismo para individuos y generaciones distintas. Tiene diferentes significaciones para hombres de generaciones sucesivas. Una colina, un río, una escotadura dicen cosas distintas en épocas distintas. Y lo mismo cabe afirmar de las mentalidades. Son estas colectivas, pero no unánimes, ni de clase ni de estamento. En una misma población y en un momento determinado coexisten mentalidades diversas. Unas, más arcaicas que otras, como lo demuestra el caso de Filipo, un campesino de Vera de Bidasoa cuya visión del mundo encajaría más en lo que Lévy-Bruhl llamó «pensamiento primitivo» que en la mentalidad de una pequeña población rural de la primera mitad del siglo XX[115]. Un pensamiento caracterizado por la fluidez ontológica, por la participación en la totalidad de lo existente (Filipo creía poder convertirse en diversos animales). Obviamente, no todos los campesinos de Vera creían lo mismo, pero Filipo no era un monstruo ni un loco. Su visión del mundo se explicaría en términos de arcaísmo o de supervivencia.
En este sentido, la idea carobarojiana de la Historia está más cerca de la microhistoria que de la historia estructural. Más cerca de Carlo Ginzburg que de Braudel. En su estudio del proceso inquisitorial contra un molinero friulano del XVI, Ginzburg aventura hipótesis que probablemente sean erróneas, pero que responden a pautas parecidas a las que Caro Baroja sigue para el caso de Filipo. Ginzburg interpreta la cosmogonía «materialista» del molinero Menocchio (la formación del universo como coagulación de una gran masa láctea, de la que brotan espontáneamente los ángeles, como los gusanos del queso) en términos de supervivencia de creencias ancestrales ajenas a la literatura libresca, y tiene que acudir a lejanas culturas pastoriles del Altai para encontrar mitos similares[116]. No hacía falta un viaje tan largo. La antropóloga inglesa Sandra Ott, al estudiar la comunidad de Saint-Engrace, en Soule, encontró entre los pastores vascos de esta localidad una explicación parecida, aunque referida a la concepción de los animales y de los seres humanos: el semen es cuajo que hace fermentar la leche genital femenina y da origen a un queso fetal[117]. Es posible, en efecto, que nos encontremos ante una etiología arcaica, aunque sea la misma que Aristóteles recoge en su tratado sobre la generación de los animales. Lo relevante, con todo, no es el mayor o menor acierto de las hipótesis sobre el origen de una determinada visión del mundo, sino la concepción de la mentalidad individual como un conjunto heteróclito de ideas y creencias, en sentido, si se quiere, orteguiano.
Junto al de vida, el de ciclo es otro de los conceptos básicos del pensamiento histórico de Caro Baroja. Procede de la Escuela de Viena, pero don Julio lo despojó de la rigidez que tenía en la teoría del Padre Schmidt hasta hacerlo equivaler a un período de duración indeterminada a lo largo del cual se mantiene una serie de constantes en la vida de una sociedad (recuerda el concepto orteguiano de estructura de la vida, básico en la teoría de las generaciones). En la historia de los vascos, Caro Baroja distingue hasta siete ciclos sucesivos, en cuya descripción no entraré. Ahora bien, los dos primeros que detectó, que no son los primeros en orden cronológico, surgieron de la percepción de una diferencia: la existente entre la obra histórica de García de Salazar y la de Garibay, autores de sendas crónicas con pretensiones extremas de universalidad y de localismo: Las Bienandanzas e Fortunas (1471-1474) y el Compendio Historial de las Crónicas (1571), respectivamente.
Lo que sorprende a Caro Baroja es el fuerte contraste entre las imágenes del País Vasco que ambas obras transmiten: entre el cruento realismo de García de Salazar al describir una región desgarrada por la guerra de bandos e inmersa en un estado que Caro denomina ferino —es decir, feral, alusivo a la ferocidad cotidiana de las venganzas privadas, como en la Sicilia de la Mafia o la Albania del kanun— y la pacífica murria del país descrito por Garibay. La imagen de Las Bienandanzas e Fortunas coincide en lo fundamental con la más mucho más concisa que ofrece Alonso de Palencia en la relación de la expedición a Guipúzcoa de Enrique IV de Castilla en 1457. El País Vasco, en efecto, había cambiado del negro al blanco en el transcurso de un siglo. En 1482, seis años después de la muerte de García de Salazar, Hernando del Pulgar escribe una carta al cardenal Rodrigo de Mendoza en la que explica el trasfondo del cambio: los belicosos guipuzcoanos se están convirtiendo en burócratas ambiciosos. Se vuelven burgueses —nos dirá don Julio— a través de los «oficios de pluma». Y esta transformación la cifra Caro Baroja en el propio Garibay. Pero, ¿por qué no escribió un libro, o un artículo siquiera, sobre los vascos en la historia a través de García de Salazar? Creo que la respuesta es que tal biografía de don Lope no habría tenido demasiado sentido, porque el cronista banderizo resulta inseparable de la historia de su linaje y de la guerra endémica que nos contó en los cinco últimos libros de su crónica, No hay manera de marcar distancias entre el cronista y su universo social, y de éste ya dio razón don Julio en un excepcional estudio de 1956, Linajes y bandos[118].
Pero no por ello renunciaría a describir el fenómeno banderizo a través de una vida. Lo hizo tomando como objeto de una microbiografía antropológica a alguien que vivió varias generaciones después de la extinción de la vieja sociedad clánica, el caudillo marañón Lope de Aguirre, otro Lope en el que sobrevivían —como arcaísmos— los valores y actitudes de los fieros banderizos del siglo anterior. Alguien movido todavía por el «más valer», que reprodujo con su jefe y rival, Pedro de Ursúa, un conflicto típico de la sociedad medieval en un contexto muy alejado de España y del País Vasco. Vidas individuales movidas por atavismos, como la de Filipo, cuyo «pensamiento primitivo» corresponde al «más valer» de Lope de Aguirre. La lejanía de España, la inmersión en un medio hostil y selvático, es ocasión para que los violentos arcaísmos emerjan trágicamente. Se hace inevitable recordar lo que Pío Baroja, en Las inquietudes de Shanti Andía, observa sobre la transformación moral de los marinos vascos en paralelos remotos e inhóspitos.
La historia carobarojiana de los vascos se mueve, por tanto, entre la etnografía de la colectividad anónima y la biografía antropológica, A Los vascos. Etnología (1949)[119] corresponde, en claro contraste complementario, Los vascos y la historia a través de Garibay (1971). Separándose de una mitografía particularista y satisfecha, Caro Baroja fundó la historia de los vascos sobre una doble base, etnográfica y prosopográfica, exigente y rigurosa. La gran eclosión de la historia académica vasca entre 1970 y 1990 le debe muchísimo, comenzando por su objeto mismo, y discurre todavía por la senda que él abrió, en diálogo y discusión con una obra amplia y aún viva y fascinante.
IDENTIDADES MIMÉTICAS: ANDALUCÍA Y VASCONIA
Entre las identidades regionales españolas, la andaluza es la más reciente. Posterior, en todo caso, a la planta territorial establecida por Javier de Burgos en 1834. Sin embargo, el nombre de Andalucía es muy anterior y deriva del que los árabes dieron a la península ibérica: al-Ándalus.
La etimología de dicho nombre resulta oscura. En el siglo XVI, cuando surgió el mito del vascuence como lengua primitiva de toda España, los defensores del mismo propusieron un origen eusquérico: landa luzea, «tierra larga o extensa». En el Voyage en Navarre del romántico vascofrancés Joseph-Augustin Chaho (1836) aparece otra curiosa interpretación del nombre Andalucía en clave vasca. Chaho sostiene que la existencia de América le fue revelada a Colón por un marinero vasco cuyo apodo, Andiloza («gran vergonzoso», de andi, «grande», y lotsa, «vergüenza»), se confundió con el patrónimico andaluz, atribuyéndose en adelante a un marinero de los Pinzones la información supuestamente recibida por el descubridor. Sobra decir que ambas etimologías carecen de fundamento serio.
En el siglo XIX estuvo de moda entre los arabistas españoles relacionar el nombre de Andalucía con el de los vándalos, invasores germánicos que en el siglo V se asentaron en el sur de la península hasta ser expulsados por los visigodos hacia el norte de África, donde establecieron un precario reino que fue pronto destruido por los bereberes cristianos, a los que se asimilaron los restos del pueblo vándalo (probablemente, sus descendientes tomaron parte en la conquista islámica de España, aunque luchando aún bajo estandartes con la cruz). La tesis era antigua: la recogieron en la Baja Edad Media tanto los cronistas cristianos como el gran historiador árabe Ibn Jaldún. Hoy no se le da mucho crédito.
Las dos tesis más modernas sobre esta cuestión son la de Heinz Halm y la de Joaquín Vallvé Bermejo. El primero propone el étimo *landahlaust, origen del gótico tardío landalos, «lote de tierra» o gothica sors, que designaría las partes en que se divide entre los caudillos un país conquistado. Vallvé cree reconocer en al-Ándalus (o Alándalus) una arabización fonética del griego Atlantis. Los árabes, sostiene Vallvé, habrían visto en España la Atlántida del mito platónico. La contigüidad de la península con el Atlántico y su cercanía a la cordillera del Atlas habría reforzado esta identificación.
Por otra parte, sabemos que hasta el siglo XIX el nombre de Andalucía se aplicaba solamente a la Andalucía Occidental, la antigua Bética de los romanos. En el romance viejo de Abenámar se cuenta que el rey de Granada mandó matar al artífice moro que construyó los alcázares de la Alhambra y los Alijares «porque no labre otros tales/ al rey del Andalucía», lo que significa que el reino granadino no caía bajo esta última denominación. Tras la conquista de Toledo por Alfonso VI, los castellanos identificaron al-Ándalus exclusivamente con la Bética, sobre la que se extendía la taifa más poderosa, la de Sevilla, no conquistada hasta la época de Fernando III y de su hijo y sucesor, Alfonso X, aunque en ello pudo pesar también, lógicamente, una identificación muy anterior del poder musulmán con Córdoba, capital de los omeyas andalusíes. Esta claro que el cordobés Góngora se refiere sólo a su patria chica y, por extensión, a la Andalucía Occidental, cuando, en su soneto a Córdoba, invoca al Guadalquivir, sin nombrarlo, como «gran río, gran rey de Andalucía», ajustándose estrictamente al significado del hidrónimo árabe (wad-al-qibir: «río grande»).
Pero si Javier de Burgos se decidió a incluir en la región andaluza las tierras del antiguo reino nazarí fue porque ya existía una conciencia extendida de que entre éstas y la Andalucía propiamente dicha, la Occidental, había una afinidad estrecha o quizá una antiquísima base étnica común. Y efectivamente, tal conciencia existía antes de Javier de Burgos y de su reforma administrativa, pero no era tan antigua. Había brotado a finales del siglo XVI y comienzos del XVII como una identidad mítica de nueva creación, en relación estrecha con el problema morisco y en tensión dialéctica con la nueva identidad mítica que se atribuían los vascos, la de ser los legítimos descendientes de los primeros pobladores de España. De todas las Españas.
En la Edad Media se distinguía perfectamente entre vascos, vizcaínos y navarros. Se denominaba vascos — y también vascones o gascones— a los naturales de Aquitania, con independencia de que su lengua fuese el vascuence o el gascón; vizcaínos, a los de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, y navarros, a los del Viejo Reino de Navarra, en ambas vertientes del Pirineo. Alonso de Palencia recoge esta distinción en sus Décadas, escritas a mediados del siglo XV, y seguirá todavía en vigor hasta finales del XVIII, aunque progresivamente cuestionada desde el XVI por una tendencia a poner el énfasis identitario en la posesión común por vascos, vizcaínos y navarros de una lengua común, el vascuence.
En esta tendencia a la fusión de identidades tuvo un papel determinante la aparición, en el siglo XVI, de una cronística regional que incorporaba las mixtificaciones de Annio de Viterbo acerca de la España primitiva. Annio fue un dominico italiano, maestro de Sacra Teología en la corte papal de Alejandro VI, que inventó genealogías de reyes de la Antigüedad endosándoselas a autores conocidos del canon clásico (Arquíloco, Jenofonte, Megástenes) y a otros menos conspicuos, como el sacerdote caldeo Beroso, que vivió en los siglos IV y III a.C. Trastocó así las pautas genealógicas y cronológicas que habían seguido los historiadores medievales europeos, y tuvo una influencia particular en la cronística española del Quinientos.
Annio toma de la cronística medieval hispánica la idea tradicional de que el primer poblador de España fue Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé. A partir de Túbal, el dominico estableció la nómina de una fabulosa dinastía de veinticuatro monarcas que habían reinado sobre toda la España primitiva hasta el advenimiento de Hércules y los griegos. Esta dinastía era, según Annio, que dice tomar los nombres y sucesión de los reyes de un libro perdido de Beroso, de origen caldeo.
Todavía en la época de los Reyes Católicos y durante la regencia de Cisneros, las falsas genealogías de Annio (o del Pseudo-Beroso) no gozaron de aceptación en España, pero comenzaron a ser admitidas por los cronistas de la época de Carlos I y se convirtieron en canónicas bajo el reinado de Felipe II, porque, como observó en su día Julio Caro Baroja, ofrecieron a los Habsburgo españoles la imagen de una primitiva monarquía hispánica unitaria que convenía al proyecto imperial de los Austrias, sobre todo en lo que concernía a Portugal, después de haber perdido su hegemonía en Europa.
Uno de los cronistas oficiales de Felipe II fue el guipuzcoano Esteban de Garibay y Zamalloa, autor de un extenso Compendio Historial de la Crónicas que fue impreso por Plantino en Amberes, en 1571. En esta obra, Garibay recurre a las genealogías de Annio, como ya lo habían hecho, antes que él, otros cronistas reales, como Florián de Ocampo y Ambrosio de Morales. Pero introduce, respecto a éstos, una modificación importante. Garibay alude a una oscura polémica, que había tenido lugar medio siglo atrás entre los humanistas españoles, acerca de cuál fuera la lengua hablada por los primeros pobladores de España. En suma, las candidatas se reducían a tres: el caldeo, el griego o el vascuence. Garibay sostiene que fue este último, que se habría extendido a toda España antes de ser arrinconado, por sucesivas invasiones, en el rincón oriental de la región cantábrica y el occidental del Pirineo, donde sobrevive guardado por los más genuinos descendientes de Túbal, los invictos vascos que no fueron dominados por romanos, godos ni moros. Un amigo de Garibay, el licenciado Andrés de Poza, nacido en Amberes, publicó en Bilbao, en 1587, un pequeño tratado acerca De la Antigua Lengua de las Españas, en el que depura y sistematiza la tesis de Garibay. Túbal, afirma Poza, llegó a España tras la dispersión de los pueblos que siguió a la división de las lenguas en Babel. Entre las setenta y dos lenguas babélicas, a Túbal y a su familia les habría correspondido el vascuence. De Garibay y de Poza procede, en última instancia, la teoría vascoibérica, es decir, la que identifica en los vascos actuales a los descendientes de los iberos y, en el vascuence, a la rama que sobrevivió a la extinción general de las lenguas de la familia ibérica.
Ambas tesis complementarias, la de que los vascos son los descendientes de los primitivos pobladores de España y la de que el vascuence fue la lengua que éstos trajeron a la península, fueron aceptadas por casi todo el mundo en la España de los Austrias. Con una excepción, que pronto veremos. A los vascos les sirvieron, durante el Antiguo Régimen, para legitimar sus privilegios forales y el principio de hidalguía universal de todos los naturales de las provincias vascongadas. Pero además, toda vez que la lengua vasca se había convertido en prueba fundamental de dichas tesis, en la Europa de la Ilustración comenzó a percibirse a vascos, vizcaínos y navarros, que la habían conservado, como integrantes de una sola etnia. El primero que habló de los vascos de España y de Francia como pertenecientes a un único pueblo fue Herder, y esa idea alcanzó su consagración definitiva, en lo que a Alemania se refiere, con las obras de Wilhelm Humboldt sobre los vascos. Sólo se impondría gradualmente en España y Francia, y paralelamente fue estableciéndose una distinción entre los vascos y los aquitanos (gascones), los cuales, a pesar de ello, siguen autodenominándose vascos (bascous) en su patois casi extinto. El primero en separar a vascos y gascones como pueblos distintos fue el ya mencionado Joseph-Augustin Chaho. La denominación de vascos para los de la parte española no se generalizará en España hasta la Restauración y sólo los escritores de la generación del 98 (Baroja y Unamuno, pero también Azorín, Maeztu y Machado) darán carta de naturaleza a este uso.
Observemos, por tanto, las diferentes etapas de la formación de la identidad vasca moderna, que, en síntesis, serían las siguientes:
1. Creación de un mito de origen unitario para varias identidades distintas (vascos, vizcaínos y navarros), basándose en la posesión de una lengua común (siglo XVI).
2. Difusión e implantación de dicho mito en la España del Antiguo Régimen (siglos XVI y XVII).
3. A partir de un criterio estrictamente lingüístico, reformulación del mito unitario de la identidad vasca por los prerrománticos y románticos de Alemania y Francia (siglos XVIII y XIX).
4. Recepción de la propuesta romántica europea por los autores vascos de España (siglo XIX).
5. Consolidación de la identidad unitaria vasca por la generación del 98, que la impone como canónica en toda España (siglos XIX y XX).
El caso de la identidad andaluza no es muy distinto. Entre los primeros seguidores de Annio de Viterbo hubo oriundos de las dos Andalucías, como el arcediano de Ronda, Lorenzo de Padilla, el cordobés Ambrosio de Morales o el sevillano Luis de Peraza, pero ninguno de ellos era particularista o andalucista en el mismo sentido en que Garibay podía ser vasquista. El precursor de la construcción de la identidad andaluza moderna, que ocupa respecto a ella un lugar semejante al de Garibay respecto a la vasca, fue el médico morisco granadino Miguel de Luna, autor de una Historia verdadera del rey don Rodrigo, cuya autoría atribuyó al alcaide moro Abulcacim Tarif Abentarique (personaje tan histórico como el Cide Hamete Benengelí cervantino), y urdidor en compañía de su suegro, el también médico y morisco Alonso del Castillo, de la más sonada falsificación de la España de Felipe II y su sucesor, Felipe III: la de los libros plúmbeos del Sacromonte.
Si Garibay intentaba con sus mixtificaciones asentar los privilegios de sus paisanos, la intención de Miguel de Luna parece haber sido la de mitigar la persecución de los moriscos y frenar su inminente expulsión. Como el guipuzcoano, Luna parte de Annio de Viterbo, pero, en vez de vasquizar a Túbal, lo arabiza, llamándolo Toffayl, y convierte a sus veintitrés descendientes de estirpe caldea en hablantes del caldeo, es decir, del árabe. Téngase en cuenta que en la cronística hispánica de la Edad Media árabes y caldeos son lo mismo, y se denomina de ambas formas a los invasores musulmanes de España, lo que nada tiene de sorprendente, porque la antigua Caldea correspondía a Siria e Irak, donde se implantarían, respectivamente, los califatos omeya y abasí. A partir de esta identificación de los primeros españoles como caldeos construye Luna su tesis principal: los invasores árabes de 711 no eran sino los descendientes legítimos de Túbal o Toffayl, que vinieron a España con el propósito de expulsar a los visigodos, tiranos que oprimían a sus parientes españoles, los descendientes de los primeros pobladores de la península, caldeos como ellos. La Historia verdadera del rey don Rodrigo se publicó en Granada en 1592, buscando seguramente Luna un golpe de efecto, al hacerla coincidir con el centenario de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos.
Sin embargo, el alegato caldeo no bastaba para asentar un mito identitario con el que los cristianos granadinos pudieran identificarse, puesto que era innegable que los invasores de 711 eran musulmanes. El paso siguiente fue la fabricación de las falsas reliquias y de los libros de plomo «hallados» al remover los cimientos de la Torre Turpiana, en el Sacromonte. Todo ello, reliquias y libros, formaba un conjunto que apuntaba a cristianizar el mito caldeo, al presentar al apóstol Santiago, a su discípulo Ctesifón y a los varones apostólicos que los acompañaron en su evangelización de España (en la que habrían constituido a Granada su primera diócesis) como caldeos que hablaban y escribían en caldeo, o sea, en árabe. Luna jugaba en desventaja respecto a Garibay. Su condición social era mucho más débil. No era un hidalgo «vizcaíno» y cristiano viejo, sino un pobre médico morisco y converso. De ahí que tuviera que recurrir no a uno, sino a tres mitos paralelos, por si alguno fallara: la primitiva población de España por caldeos / árabes; la invasión de 711 convertida en empresa liberadora de los españoles / caldeos frente a los godos opresores y la evangelización de España por caldeos / árabes (aunque el contenido de los libros plúmbeos denotase un criptoislamismo fácilmente reconocible).
La jubilosa recepción del descubrimiento de los libros plúmbeos por el obispo de Granada, don Pedro de Castro, que vio en ello la posibilidad de fortalecer el prestigio y el poder de la diócesis y suscitar un culto patriótico a las falsas reliquias semejante al jacobeo, no basta para explicar la proyección andalucista de los hallazgos. En este sentido fue decisiva la intervención de Rodrigo Caro, canónigo hispalense, poeta, historiador y el más reputado erudito de Sevilla, que abogó por la autenticidad de las reliquias. Con todo, la operación de Luna y de su yerno no tuvo, ni de lejos, el éxito del tubalismo vasco de Garibay y distó de concitar el consenso que aquél se atrajo en la España de los Austrias menores. Se quedó en un muy discutido mito local, granadino. La expulsión de los moriscos en 1609 marca el fracaso del proyecto mitogénico de Miguel de Luna. Ahora bien, fue decisivo que éste imprimiera a su proyecto un sesgo arabizante u orientalizante, y que el primer apoyo exterior al mismo, el de Rodrigo Caro, le llegase de Sevilla.
En el XVIII tampoco se dio en Europa, respecto a Andalucía, un fenómeno semejante al de la recepción y reformulación del mito identitario vasco. Pero, sin embargo, en España, se produjo algo de gran importancia que favorecería a medio plazo la precipitación de una identidad andaluza moderna: la difusión de ciertas formas de la cultura popular, de origen andaluz o supuestamente andaluz, como la majeza o ciertos géneros de canción (tonadilla, seguidilla) y danza. Este protoandalucismo no muestra un carácter orientalizante, salvo en un documento de excepción: la Sátira Segunda a Arnesto, de Jovellanos, en la que el aristócrata aplebeyado objeto de censura resulta ser un descendiente de los reyes nazaríes, un morisco. Se trata de una caracterización exógena, no andaluza (incluso el personaje satirizado vive en Madrid) pero denota un prejuicio que debía de estar bastante extendido en el norte de la península: la visión de todas las modas que venían del sur (del eje Sevilla-Cádiz) como fatalmente moriscas, o moras a secas.
Un tercer período, el del romanticismo europeo, supuso la búsqueda en el sur peninsular, por parte de los artistas románticos, franceses, ingleses e incluso norteamericanos (Washington Irving), de un exotismo oriental. Existen ya magníficos estudios sobre dicho síndrome (los de González Alcantud, Enrique Baltanás, Serafín Fanjul, entre otros), a los que remito. Los viajeros literarios del romanticismo venían a España y, sobre todo, a Andalucía, buscando moros (que ni los viajeros musulmanes de los siglos anteriores habían conseguido encontrar, según lo demuestra un excelente estudio de Nieves Paradela). No les quedaba otro remedio que conformarse con los gitanos, sobre los que era relativamente fácil proyectar estereotipos orientalizantes. En esta fase se crearon los motivos básicos de la España orientalizada que persistirán hasta el siglo veinte ya avanzado, tanto en variantes folklóricas o seudofolklóricas como en el nacionalismo andaluz de Blas Infante. En honor a la verdad, los grandes escritores andaluces del XIX no hicieron concesiones al tópico, con las excepciones de Ganivet, que se tomaba muy en serio lo del origen árabe de los andaluces, y de algún resbalón de Manuel Machado.
He aquí las que podrían ser las etapas en la formación del mito identitario andaluz:
1. Formación, en el siglo XVI, de mitos de origen hispánicos centrados en Granada, con un claro sesgo arabizante.
2. Fracaso de estos mitos en el XVII, a pesar del apoyo que obtienen de prelados y eruditos. Los mitos no prosperan, pero suponen un precedente importante para la construcción futura de la identidad andaluza unitaria.
3. Difusión por toda España, en el siglo XVIII, de formas de cultura popular procedentes del sur peninsular. Visión orientalizante de las mismas (en un sentido peyorativo) por parte de los escritores ilustrados.
4. Valoración romántica del mismo estereotipo, en el XIX, por los románticos europeos y americanos. Difusión literaria del mismo por viajeros escritores. Los escritores andaluces rara vez participan en el fortalecimiento del estereotipo.
5. Consolidación de los estereotipos orientalizantes de lo andaluz en la literatura y en la cultura de masas del XX.
Se imponen unas consideraciones finales. A partir del siglo XVI, la historiografía castellanovieja se desvanece y empieza a cobrar importancia una nueva cronística regional y local más o menos influida por Annio de Viterbo y su mito caldeo de la España primitiva. Esta nueva cronística se olvida de Castilla y de la Edad Media castellana y busca nuevos mitos de origen en la Antigüedad más remota, refiriéndolos especialmente al norte peninsular y, más concretamente, a los vascos. Sin embargo, la pobreza de restos materiales y reliquias de la Antigüedad en el norte contrasta con la abundancia de testimonios de civilizaciones antiguas en el sur. Paradójicamente, la España más nueva —la «reconquistada»— va a revelarse como la auténtica España primitiva. No sólo las leyendas sobre la España originaria, ya desde los griegos, hacen referencia al sur (las relacionadas con Hércules, Gerión, Gárgoris Mellícola, Habis, etcétera), sino que, además, la arqueología revela una cultura material antigua mucho más rica y compleja en el sur que en el norte. Esto era ya tan obvio en el siglo XVI, que los defensores de la primacía vasca recurrirían a la teoría que con el tiempo se llamaría vascoibérica: los iberos/vascos estuvieron en un tiempo extendidos por toda España, particularmente en el sur, donde desarrollaron una espléndida civilización.
El mito vascoibérico experimentó un gran auge en el siglo XIX, coincidiendo con una oleada de importantísimos descubrimientos arqueológicos (Tartessos, Cerro de los Ángeles, etcétera). Sin embargo, se planteó pronto una curiosa contradicción: los arqueólogos que investigaban los vestigios de las civilizaciones meridionales prerromanas señalaron en estas una fuerte influencia oriental y una relación evidente con el mundo semítico (fenicio y púnico), mientras que, paralelamente, en el ámbito vasco iban cobrando fuerza los estereotipos nórdicos, fuertemente occidentalizantes, cuyo prestigio llega al extremo en los años finales del siglo, la época de Unamuno, Baroja y Sabino Arana Goiri, caracterizados los tres por su abierto rechazo a aceptar lo oriental y semítico en la formación histórica de la identidad vasca. Matizadamente en Unamuno y de manera más radical en Baroja y Arana, se produce un alejamiento del vascoiberismo y se opta por un autoctonismo vasco: los vascos no se habrían movido de su sitio. Se formaron como etnia en el suelo que actualmente ocupan. Habría por lo tanto una continuidad entre la población vasca del neolítico (por lo menos) y la actual, argumento que Unamuno esgrimió contra Ganivet en su polémica de 1898 desde las páginas de El Defensor, de Granada.
Esto no sucedía en las generaciones vascas anteriores, que eran homogéneamente vascoiberistas. Serafín Baroja, padre de Pío, escribió una zarzuela sobre los mineros tartesios en la que los personajes hablaban y cantaban en vascuence. Y es que Serafín Baroja, que fue ingeniero de minas y trabajó en Río Tinto, Huelva, en el solar de los tartesios, estaba convencido de que, efectivamente, los tartesios, como todos los iberos, hablaban en vascuence. Algo parecido hizo Juan Valera en un relato publicado en el Almanaque de la Ilustración, de 1879, «El bermejillo prehistórico o las salamandras azules», donde aparecen dos jóvenes —varón y hembra— del pueblo de los túrdulos, en la Málaga fenicia, que responden a los vasquísimos nombres de Maiteder y Echeloría y se convertirán en los amantes respectivos de Salomón y la reina de Saba. Por supuesto, ni Serafín Baroja ni Valera tenían pretensiones de rigor histórico, pero confiaban en que para su público aquellos andaluces de la remota antigüedad hablando en vascuence tuvieran visos de verosimilitud. Y los tenían porque todavía estaban dentro —Serafín Baroja, Valera y sus lectores— de un paradigma en el cual la identidad de la nación se cifraba en sus orígenes míticos, y caldeo o ibero, vasco o andaluz, eran simplemente opciones candidatas a una identificación primigenia con España en su totalidad.