PRÓLOGO
Doña Rogelia me sorprendió papel y calculadora en mano, absorta en mis cuentas. Llevaba algo envuelto en un trapo de cocina. Se sentó a mi lado sin decir palabra y, al rato, como permanecía callada, le pregunté.

—¿Quiere algo, doña Rogelia?

—Un martillo. ¿Puede prestarme uno, por favor?

—¿Un martillo? ¿Para qué? ¿Y qué lleva usted en brazos con tanto mimo?

—Mi banco privado.

—¿A ver...? (Descubriendo el enorme bulto que portaba). ¡Pero si es una hucha! ¡Es un cerdo!

—¡Claro! ¡Prefiero guardarlo en mi cerdo a que me lo guarden otros!

—¿Qué otros?

—¡Pos qué otros van a ser! ¡Los otros cerdos! ¡Los bancos!

—¿Pero qué cerdos ni que ocho cuartos?

—¡Sastamente! ¡Usté lo ha dicho! Si metes en el banco diez, te se queda en ocho. ¡Y eso con suerte!

—Ya, ¿y para qué quiere usted el martillo?

—Pa cascarle un zurriagazo en toa la cresta.

—¿Va a romperle la cabeza al cerdo?

—Sí señora, al cerdo... ¡del director de mi banco!
Menos mal que eran las siete de la tarde y los bancos estaban cerrados. Doña Rogelia estaba muy enfadada y yo muy preocupada. La crisis nos alcanzaba a todos. Mis ahorros de toda la vida me permitían vivir dignamente, sí, pero las cuentas ya no eran las mismas que hace no demasiados años. Me conmovía ver a doña Rogelia hurgando con un cuchillo por la rendija de su hucha, sacando las monedas y los billetes cuidadosamente doblados que guardaba en su cerdito, ordenando todo en la mesa de la cocina en montoncitos de diez euros... Pero cuando empezó a sacar dólares y libras esterlinas, amén de pesetas en billetes de 5000, me quedé de piedra. Sobre todo al comprobar que el dinero alcanzaba una cantidad bastante respetable.

—¿Pero doña Rogelia? ¿De dónde ha sacado todo este dinero?

—Llevo sisándola desde los años setenta. Mientras usté recorría el mundo haciendo reír al personal, conmigo como guante, servidora le cogía un poco de aquí, un poco de allí y bastante más de su billetera. Y usté en la inopia.

—¿Así que lo que me pedía para sus gastos realmente no lo gastaba, y además me cogía más de mi cartera?

—Sí señora. Yo le pedía pa la peluquería, pero no iba. Me lavaba yo misma la cabeza y el pañuelo, las dos cosas a la vez, que si solo te lavas la cabeza, te se ensucia el pañuelo, y si solo te lavas el pañuelo te se ensucia la cabeza. Y así con todo... Esto es lo que tengo. Y es pa las dos y pa lo que sea menester.

—No puedo aceptarlo. ¡Son sus ahorros!

—¡No señora! ¡Que son los suyos y no hay más que hablar!

—No sé cómo agradecérselo, doña Rogelia...

—Yo sí. Ya se lo diré en su momento. Pero ahora lo que tenemos que hacer es estirarlo y gastarlo con mucho tiento.

—En ese caso, de acuerdo, doña Rogelia. Estoy en sus manos.

—¡Pos ya me tocaba a mí que estuviera usté en mis manos y no al revés! ¡Que hasta ahora la que lleva toda la vida en sus manos soy yo! ¡Que me ha trepanao usté la espalda veinticinco años con tanto manejo pa hacerme hablar!

—Pues ahora es usted la que tiene la voz cantante...

—Pos cantar no sé si cantaré, pero aunque usté me siga haciendo la voz, la batuta la llevo yo. ¡Mecagüenlaleche si la llevo!
Y así empezamos a diseñar un plan anticrisis. Iríamos a la casa de su pueblo, en Orejilla del Sordete. Me dijo que allí guardaba todas las notas y apuntes sobre cómo se las apañaron en la guerra y en la posguerra, en el 39, y que nos serían muy útiles.
Dicho y hecho, hicimos las maletas (doña Rogelia, el hatillo) y partimos para Orejilla. Eso sí, en coche de línea. Según ella, en su pueblo estaría mal visto que fuéramos en coche, podía incluso peligrar el vehículo. Al parecer, en Orejilla nadie tiene coche, ni siquiera el alcalde, que hace años que dejó de tenerlo.

—¿Y ahora cómo va al ayuntamiento?
Le pregunté por preguntar, suponiendo que iría andando, pues en su pueblo todo está cerca. Como no me contestaba, volví a preguntar.

—Diga, doña Rogelia, ¿cómo va el alcalde al ayuntamiento?

—No va, que lo llevamos.

—¿Qué quiere decir?

—Pos eso, que lo llevamos. Vamos a su casa, lo vestimos, lo levantamos de la cama entre tos, lo aupamos y lo llevamos al ayuntamiento. A la sillita de la reina... Aunque el párroco se cabrea, porque dice que le fastidiamos el paso de la procesión de san Eustaquio, que le matamos el efecto.

—¿Y por qué van a buscarlo y tienen que llevarlo? ¿Por qué no va él solo a trabajar?

—No señora, que no va...

—¿Pero por qué?

—Porque no quiere. No, señora, dice que trabaje Rita la Cantaora.

—¡Qué cara! ¡Rita la Cantaora!

—Y eso que la muchacha fue unos días y to, pero ya no puede ir más: se ha ido a Madrid a un club.

—¿A cantar?

—No señora. A un club, a beber. ¡Por eso se llama club! El mismo nombre lo dice: «¡Club, club, club!». ¡Y menudos lingotazos de güisqui que se arrea la moza!
Mientras esperábamos el autobús empecé a pensar que me iba a divertir de lo lindo en Orejilla... Era mi primera visita al pueblo, pero prometía muchas e insospechadas sorpresas.

—Por cierto, doña Rogelia, y volviendo a lo del alcalde. Después de cogerlo y levantarlo de la cama, ¿cómo lo llevan? ¿En brazos?

—En volandas hasta el ayuntamiento, sí. Luego lo atamos a su sillón y listo.

—¿Por qué lo atan? ¿Tiene algún problema? ¿Se cae?

—Pos sí. Se cae de bruces encima de la mesa y se vuelve a dormir.
Solté una carcajada. Sí, estaba segura de que me iba a divertir mucho en Orejilla del Sordete...

—Bueno, doña Rogelia, aquí viene el autobús. Vamos a cogerlo.

—Sí, vamos a cogerlo antes de que él nos coja a nosotras.

—¿Pero qué dice? ¿Que nos puede atropellar?

—Pues no sería la primera vez... El autobús de Orejilla, na más estrenarlo, se llevó por delante al Nemesio. Y eso que era el primer día que guiaba el Satur, que estrenaba carnete...

—¿Se lo llevó por delante?

—Sí señora. Y por detrás al Jacinto, todo en la misma maniobra.

—¡Qué horror! ¿Y cómo pasó?

—Pos que se equivocó de marcha. El Nemesio estaba delante y el Satur pensó que había puesto la marcha atrás... pero no.

—¿No?

—No, puso la primera.

—¿Y qué hizo entonces?

—Pa que el Nemesio sacara el pie de debajo de la rueda, le dio a la marcha atrás.

—¿Y...?

—Y que detrás estaba el Lorenzo.

—No siga, puedo imaginarme el resto.
De repente, doña Rogelia dio un respingo.

—(Muy alterada). ¡¡Coña!! ¡¡La Remigia!! ¡¡Que me se olvidaba!! ¡¡Y la Torbellina!! Sin ellas no voy a parte alguna.

—¿Quiénes son esas? ¿Sus amigas?

—¡Más que eso! ¡La Torbellina es mi gallina y la Remigia mi vaca!

—¿Su vaca? ¿Tenemos que volver para recogerla? ¿Y dónde la llevamos?

—¡¡En la baca!! ¿Ande va a ser? Así se cree que está con su hermana y no se solivianta.

—¿Y si se cae?

—¡¡Quia!! ¡Ya le pongo yo el pulpo en los cuernos!
Naturalmente, me tocó llevar a mí la gallina. En mi regazo se sentía bien, calentita. Tan calentita que a medio camino puso un huevo en mi falda, huevo que ipso facto me arrebató doña Rogelia diciendo muy contenta: «¡¡Coña!! ¡¡Qué bien!! ¡Ya tenemos cena!». Y así, entre cabezadas, conversación y algunos baches, llegamos a Orejilla del Sordete.
LA INSÓLITA HISTORIA DE UN HUEVO ETERNO
Felizmente, llegamos a Orejilla y nos dirigimos a la casa de doña Rogelia. Entramos directamente a la cocina. Me pareció volver a mi niñez, a los años cincuenta en Cuenca: fogón de carbón, soplillo, cortinilla de cuadros rojos y blancos en las ventanas, mesita de madera, sillas de enea, tele con cuernos...

—Bueno, doña Rogelia, ya estamos en casa. Voy a deshacer el equipaje y vamos a cenar, que tengo hambre.

—¡No se preocupe, que vamos a cenar a huevo!

—No diga palabrotas, doña Rogelia, mujer...

—¿Pos qué he dicho?

—¿No se acuerda o qué?

—¡Pos claro que me acuerdo¡ He dicho «a huevo», pero eso no es hablar mal.

—¿Ah, no? ¿Pues qué es?

—¡Decir la verdad!

—¿Qué quiere decir?

—¡Pos lo que he dicho! ¡Qué vamos a cenar el huevo que ha puesto la Torbellina en el autobús!

—¿Solo vamos a cenar eso?

—¡Y dé gracias que lo vamos a compartir! Ya puede darse usté con un canto en los dientes...

—¿Un huevo?

—Sí señora, allá por 1939 teníamos dos.

—¿Tenía usted dos huevos en 1939?

—No señora, servidora nunca ha tenido huevos, ¡servidora siempre ha tenido «huevarios»!

—Quiero decir que si solo tenía dos huevos para comer.

—¡Uno! ¡Teníamos uno para comer, cenar y desayunar! El otro me lo guardaba.

—¿Dónde se lo guardaba?

—En la caja fuerte del banco.

—Pero ahí se podía estropear, ¿no?

—No señora, ¡¡porque lo guardaba frito!! Y cuando teníamos mucha hambre y no podíamos más, lo calentaba un poquejo y hala, ¡pa dentro!

—¿Era para tanto?

—¿Que si era para tanto? ¿¿Que si era para tanto?? ¿¿¿Que si era para tanto??? ¿Quiere que le diga el menú del día?

—Sí, por favor.

—Huevo al agua.

—Será huevo pasado por agua...

—¡No señora! ¡Huevo al agua!

—En mi vida había oído hablar de esa receta.

—Es muy fácil. Cuando rompe a hervir el agua, se echa el huevo y se reserva.

—Ya, se reserva para añadirlo a la sopa cuando ya esté hecha...

—No señora. Se reserva pa otro día. La sopa ya está hecha, se bebe el agua y se guarda el huevo. Así nos duró sus buenos añitos, mal que nos pese y mejorando lo presente.

—Bueno, pero esta noche tenemos el huevo de la Torbellina...

—¡¡Quieta pará!! ¡¡Sooo!! No vaya a ser que nos lo comamos y nos quedamos sin el huevo. Que como la cosa se ponga como parece que se va a poner, solo nos va a quedar suplicar a Santa María...

—¿La patrona de Orejilla? ¿La Virgen Santa María?

—No señora, a la Soraya Saénz de Santamaría, la Vice. ¡¡¡Que esa sí que tiene huevos!!!

—No nos pongamos de los nervios, doña Rogelia, que ustedes en los pueblos, tienen muchos recursos.

—Sí señora, de reculo, así vamos.

—¡Recursos! ¡Que tiene usted otros recursos, otras soluciones!

—¿Cualos, a ver?

—Pues, por ejemplo, los animales.

—Ya, pero con la familia no se puede contar casi nunca, y menos si se trata de dineros, ya sabe.

—Me refiero a los animales que tiene usted aquí, en Orejilla del Sordete.

—¿Mande?

—Que digo, que por ejemplo tiene a su gallina, que seguirá poniendo huevos, ¿no?

—Sí señora, la Torbellina sigue poniéndolos. Lo malo es que no sabemos dónde... ¡La jodía los esconde!

—¡Pero qué tontería! ¿Para qué va a esconder su gallina los huevos?

—Pa venderlos en el mercado negro, sin IVA y sin factura.

—¿Y su conejo?

—¿Lo cualo?

—Que también tiene usted un conejo...

—Pues... Sí... Pero no creo yo que nadie se atreva... A mis años... Ya me entiende usté...

—También tiene usted leche.

—¡¡¡Mecagüenlaleche!! ¡Y bien mala que la tengo!

—Estoy hablando de su vaca.

—¿De la Remigia?

—Claro, ella le dará leche cada día, ¿no?

—¿Pero qué leche me va a dar? ¡Si me la cobra a tres euros el litro!

—La verdad es que todo está fatal, Angela Merkel dice...

—¿Quién? ¿La Pitufa? ¿La de las cumbres borrascosas? ¿La trepapicachos? Tanta cumbre, tanta cumbre... ¡Si hasta el pobre Sarkozy se puso alzas en los tacones para estar a su altura y ya ve usté como acabó!

—¿Y cómo acabó?

—¡¡¡Despeñao!!!
Sacamos con escrupuloso cuidado el famoso huevo que había puesto la Torbellina en mi regazo. Mientras lo llevaba a la sartén pensé que al menos ese no nos lo había cobrado la gallina. Claro que, como dijo doña Rogelia, ese no lo había puesto, «se le había caído a la jodía». Una vez frito, nos lo repartimos en dos partes exactas. Lo acompañamos de un chorizo que no sé de dónde salió y una hogaza de pan de centeno que tenía guardada doña Rogelia en un viejo arcón tapado bajo un inmaculado paño blanco. Una cena frugal, sí, pero que me supo a gloria.
Antes de que llegara el sueño, ya en la cama, noté algo suave en mi hombro: ¡la Torbellina se había acurrucado junto a mí! «En fin... Solo falta la vaca», pensé. Y efectivamente, al rato sentí su bufido en los pies: «¡Pues mira qué bien! ¡Así me los calienta!». Aunque pudiera parecer lo contrario, dormí como un bebé. El sueño fue tan profundo que solo me desperté cuando doña Rogelia me llamó para desayunar.
A CUESTAS CON LOS PRÉSTAMOS
Amanecí con mis dos nuevas amigas al lado, la vaca Remigia y la gallina Torbellina. En la mesa de la cocina, doña Rogelia me había dejado el desayuno ya preparado. Junto a un arenque encima de un papel de estraza con un martillo (para desmigar el arenque, supongo), encontré una manzana que olía a manzana, un pan blanco muy tierno y un tazón de leche con un dedo de nata amarillita, como debe ser. ¡La de tiempo que hacía que no veía yo nata en la leche! Seguro que fue un regalo de la Remigia y no le había cobrado nada. ¡Delicioso!
Puse la radio, un modelo de los años cincuenta con «ojo mágico», aquel círculo verde luminoso que indicaba si estabas sintonizando bien la emisora. Además de oírse de maravilla, aquel aparato tenía el don de despertar en mí la nostalgia. En la casa de mis padres, en Cuenca, teníamos una muy parecida. A modo de adorno, doña Rogelia había incorporado a la suya un pañito de ganchillo y la figura de una señorita con paraguas muy propia. Mientras escuchaba las poco esperanzadoras noticias, mientras oía por enésima vez que la economía no levantaba cabeza, llegó doña Rogelia.

—¡Buenos días nos dé Dios, hermosa! ¿Qué tal ha dormido?

—Como un tronco, de maravilla. ¿De dónde viene usted, doña Rogelia?

—Del banco. Bueno, yo sigo llamándolo caja, antes se llamaba caja de ahogos y tensiones, pero ya no.

—Ahorros y pensiones, querrá decir...

—Sí, señora. Mis ahorros que ahora son los suyos y mi pensión que está al caer...

—¿Ha ido a sacar dinero?

—¿Mande?

—¡Que si ha ido a sacar dinero!

—¿Sacar dinero de este banco? ¿Pero qué dice? ¡Para sacar dinero de este banco hay que llevar antifaz, garrote y llevar un saco a la espalda! ¡Dinero, dice! (se ríe bajito) ¡¡Mecagüenlaleche!!

—¿Pues a qué ha ido?

—A pagar.

—¡Ah, ya! A ingresar.

—No señora, ingresar, lo que se dice ingresar, me han dado cita para noviembre.

—No entiendo... ¿Ha ido al banco o no?

—¡Pos claro que he ido! ¡Que ya se lo he dicho, cojona! ¡A pagar!

—¿Y por qué dice que le han dado cita para noviembre?

—¡Coña, porque me han enviado al hospital! ¡Que me van a operar!

—¿Que la van a operar? ¿De qué?

—¡De la hipoteca! ¡Me van a hacer un trasplante!

—¿Un trasplante de hipoteca?

—Sí señora, se la van a trasplantar a otro. Así que ya lo sabe...

—¿Pero qué está diciendo?

—Lo malo es si hay rechazo... ¡Y no se me acerque mucho que esto de las hipotecas es muy contagioso! ¡La coge uno y a escape la coge otro! ¡Es como la gripe!

—¿Pero usted tiene hipoteca?

—¡Pos claro que tengo hipoteca! ¡Como to el mundo! Me la contagió la Benita, por eso ahora se la van a trasplantar a ella.

—Pero mujer, las hipotecas no se trasplantan ni se operan, tiene usted que seguir pagando.

—¡Si es que no me llega, alma de Dios! ¡No me llega!

—Ya, esperemos que no vuelvan a subir los tipos...

—¡Cojona! ¿Cómo lo sabe?

—¿El qué?

—¡Que subieron los tipos!

—Todo el mundo lo sabe, doña Rogelia.

—¿No me diga? ¿Tó el mundo sabe que subieron dos tipos a mi casa vestíos de negro, con sombreros negros, gafas negras y seguramente los calzoncillos también negros, pa intentar cobrarme?

—¿Han subido dos tipos a su casa?

—Bueno, dos no. Eran tres. Porque detrás de ellos iba el cobrador de la boina.

—¿De la boina? Será el cobrador del frac...

—No señora, este llevaba boina. Cómo es de Orejilla...

—¿Pero qué clase de banco es ese? ¿En qué banco tiene usted el dinero?

—¡Pos ya le he dicho! ¡En una caja! ¡Que más que caja es un ataúd! ¡Que me van a matar a disgustos!

—¡Pues no vuelva! ¿Por qué ha ido?

—Pa pedir un préstamo.

—Y... Perdone si soy indiscreta... ¿Cuánto ha pedido?

—Quince millones de euros.

—¡Madre mía! ¡Qué barbaridad! ¿Tanto pidió?

—Sí señora. Pero una cosa es lo que pedí y otra es lo que me dieron.

—¿Y cuanto le dieron?

—Quince.

—¿Quince, qué?

—Quince euros.

—¿Y qué interés tenían?

—Ninguno, no tenían ningún interés en darme el dinero, no...

—A ver si me aclaro, yo hablo del interés. ¿Sabe usted lo que es el TAE?

—Sí, señora, TAE: Tontos Asociaos Escapan... ¡pa no pagar!

—No, doña Rogelia, no es eso. Verá, los bancos no se casan con nadie...

—¿Qué coña está usté diciendo? ¿Ahora me voy a tener que casar con el director pa que me den el préstamo?

—No, mujer, pero entienda que no es igual meter que sacar...

—¡Nos ha jodío! ¡Ya lo sé! Si meten, dan más. Y si sacan, dan menos.

—Veo que sigue usted sin entender lo que es el TAE.

—¡Ellos sí que lo entienden! En cuanto llevo los cuartos de la pensión a la ventanilla pa meterlos en la cuenta, sale una mano peluda de entre los barrotes de la jaula ande está metío el hombre, saca su garra peluda, estruja el sobre y dice: «¡¡Tae, tae, que ya lo has visto!!».

—¡Vaya por Dios!

—No va a estar el tío entre barrotes... ¡¡En una jaula o en chirona!! ¡¡Así es como debían estar tos!!

—Bueno, doña Rogelia, ya buscaremos una solución a este tema. Ahora vamos a comer. Por cierto, ¿qué tenemos hoy de menú?

—Revuelto de ajos de la estación.

—¡Qué ricos! ¡Ajos tiernos de temporada revueltos con huevo!

—No señora, los ajos los he arrancao yo de los bordes de la vía del tren, en la estación, y son duros como piedras.

—Bueno, pero por lo menos tenemos el revuelto con huevo.

—No señora, van revueltos en la sartén, revuelvo los ajos pa que se doren bien. Los huevos nos tocan mañana.


—Vaya... al menos me garantiza que los huevos siguen en su sitio, ¿verdad? ¿Puedo verlos? ¿Dónde están?

—En la fresquera. ¡Pero ni se acerque! ¡¡No me toque usté los huevos, que esta crisis me altera y no respondo como me los toque!!
Ya tenía yo la mano en la fresquera dispuesta a abrirla, pero fue tan contundente el tono de doña Rogelia y su orden, que me quedé con la mano levantada sin atreverme a mover un dedo. Finalmente cenamos solo los ajos, pero yo seguía teniendo apetito.

—Doña Rogelia, me he quedado con hambre. ¿Puedo repetir?

—Eso es lo bueno que tienen los ajos, hija mía, que repiten solos. ¡A la cama, que mañana será otro día!
¡¡Y ya lo creo que repitieron!! ¡¡Menuda noche pasé!! De madrugada me levanté sin hacer ruido, a tientas, de puntillas como la Pantera Rosa, buscando algo para comer por toda la casa. Llegué hasta la cocina, pero no encontré nada. Miré por todas partes y ni un mendrugo. Con el mismo sigilo e idéntico hambre, me encaminaba de regreso a mi cuarto cuando de repente un extraño ruido me sorprendió. Venía de la alacena, de donde yo había estado husmeando hacía apenas unos instantes. Muy despacio, volví al lugar intentando identificar el ruido. Siempre a oscuras y de rodillas, pasé la mano por toda la superficie del armarito. De repente di un respingo. ¡Algo suave había rozado mi mano! Fuera lo que fuera, aquello se deslizó con rapidez a no sé dónde. Me levanté como un rayo y allí estaba, mirándome fijamente con unos ojillos redondos y atentos, alerta ante cualquier movimiento que pudiera hacer. ¡Era un ratón!

—¡¡¡Doña Rogelia, venga enseguida!!! (Me subí a una silla, completamente aterrorizada). ¡Venga, por favor! ¡Hay un ratón en la cocina!!
Doña Rogelia apareció con una vela encendida en la mano (a las diez de la noche cortaban la luz en todo el pueblo, para ahorrar) y un palo largo en la otra. En camisón y con una redecilla en la cabeza encima de su pañuelo negro, ese que nunca se quita, su imagen era lo más parecido a un cruce entre don Quijote y la duquesa de Alba.

—Así que has vuelto, jodío... ¿Qué cojona estás buscando? (Repartiendo palos a diestro y siniestro). ¡No te escapes, que voy a por ti!

—(Subida aún en la silla, con el camisón remangado hasta la cintura). ¿Le conoce?

—¡No le voy a conocer! ¡Si antes de la crisis y después de quedarse huérfano tos los días le ponía una tacita de leche con migajas de pan!

—¿En serio?

—¡Y tanto! Pero ahora las cosas han cambiado. ¡Ni sopitas, ni leches! Dígame, hermosa, ¿dónde estaba el animalejo cuando lo encontró?

—Aquí, en la alacena.

—Ya, ¿pero dónde sastamente?

—Aquí estaba cuando lo... (Bajé de la silla y, poniéndome en cuclillas, metí la mano en el agujero hasta dentro). ¡Espere! Aquí hay algo...

—¡Lo sabía!

—¿Qué es lo que sabía?

—(Ignorando mi pregunta). ¡¡Deme ese bulto!! ¡¡Vamos a cenar de verdad!!

—¿Cómo que vamos a cenar? ¡Pero si no tenemos nada!

—¡¡Claro que tenemos!! ¡Lo ha encontrao Ratontín!

—¿Quién es ese?

—Coja el pan, tengo media hogaza en el arcón pa emergencias. Y deme un cuchillo, que voy a partir el queso.

—¡Queso! ¡Qué guay! ¡¡Guau!!

—¿Qué hace, hija? ¿Ladra? ¿El hambre la está convirtiendo en perro y el queso que ha encontrado Ratontín se la antoja un hueso?

—(Mascullando con voz ininteligible, mientras intentaba engullir una bola de pan y queso del tamaño de dos pelotas de golf). ¿Por qué llama al ratón Ratontín?

—Porque es un ratón, encuentra el queso y nos lo comemos nosotras. Es algo tonto, ¡es un Ratontín!
Solté una carcajada y claro, me atraganté con la bola. Doña Rogelia salió corriendo y apareció con una botella de vino, me dio una palmada en la espalda tan fuerte que la bola salió disparada como una bala y se estrelló contra el televisor. La señorita del paraguas cayó al suelo. Me alcanzó un vaso de vino que yo bebí encantada y sin rechistar. Me dio otra ración de queso, puso a la señorita —ya sin paraguas— encima de la tele y cogió su vela.

—(Como si no hubiera pasado nada). ¡Mastique, coña, mastique! No se vaya a aturullar otra vez y se me ahogue.

—Sí, gracias, doña Rogelia. ¡Menuda fiesta hemos montado!

—Si se levanta antes que servidora, no barra las miguitas, que se las coma Ratontin, que al fin y al cabo si no es por él, no hubiéramos encontrado el queso.

—Descuide. Buenas noches, doña Rogelia.

—Buenas noches, hermosa.
Con el estómago lleno y el ánimo levantado después del trago, me fui a la cama. Me preguntaba dónde tendría doña Rogelia la botella guardada. ¿Y el resto del pan? Intrigada con estas reflexiones me dormí con la duda de si comeríamos al día siguiente. Las noticias sobre la economía seguían sin ser buenas y en las ciudades se repetían las manifestaciones. Nada demasiado grave, pero sí inquietante. En fin, seguro que antes o después llegarían las soluciones, solo es una mala racha.
DE REFORMAS
Amaneció un día brillante y frío. Cuando el sol estaba ya bien alto, mi amiga seguía sin estar en la casa y yo necesitaba entrar en calor. Suponiendo que en algún sitio debería haber leña, fui hasta el establo y sí, allí estaba. Cogí un buen hatillo y encendí la chimenea, pero me preocupaba la idea de que si seguía el tiempo así acabaríamos con los troncos pronto. Ya me veía con el hacha cortando leña como una posesa en medio del bosque... Pero cualquier cosa menos pasar frío, ¡no lo soporto!
Oí un portazo y apareció doña Rogelia más tiesa que un ajo. Vino hacia mí con ese paso ligero y firme que tienen las viejecillas de los pueblos de España, como si siempre tuvieran prisa, como si precipitasen sus tareas por si no les quedara tiempo para terminarlas, como si tuvieran que dejarlo todo «atado y bien atado» para que a los que nos quedábamos no nos faltara de nada, aunque nada hubiera. Esa, creo yo, es la herencia de nuestros mayores. Prever. De ahí las reservas a buen recaudo que tenía doña Rogelia en su casa y gracias a las cuales, de momento, sobrevivíamos incluso con alegría y buen humor.

—Buenos días nos dé Dios, bonica.

—Hola, doña Rogelia. ¿De dónde viene?

—De robar.

—¿Cómo dice?

—He dicho lo que ha oído: de robar.

—¡Pero doña Rogelia! ¿Qué ha hecho usted? ¡No estamos tan mal como para robar!

—¡Que le he robao dos huevos a la Torbellina, que ya los había empollao, mientras estaba coqueteando con el gallo Pirulo!

—¡Ah, bueno, qué susto! ¡Estupendo! Aunque con tanto huevo, nos vamos a quedar «enhuevás»...

—No, si no son para nosotras. Se los he llevao a la Benita, la pobre no tiene de na. Nosotras nos defendemos, mal que bien, tenemos mucho más que la mayoría.

—(Emocionada por el gesto de solidaridad de doña Rogelia, otra virtud para recordar y poner en práctica). Bueno, no pasa nada por un día que no comamos...

—¡De eso nada! ¡Pos claro que vamos a comer! ¡Más faltaría! De momento, traigo aceite que me ha dao el Satur, que tiene olivos. Y Nemesio, vino y pan. También traigo una orza llena de chorizos y lomo, que me ha dao el alcalde. Yo les he dao trigo, que tengo de sobra, y leche. Le firmaré un pagaré a la Remigia y mañana, en otro descuido, cuando se formalice el compromiso de la Torbellina con el gallo Pirulo y estén en plena faena, le arrebato tos los huevos que pueda a la gallina. Al gallo se los dejo, sus huevos, digo. Que nos hacen mucha falta.

—¡Genial! ¡Son ustedes increíbles!

—Sí, señora. Así hacíamos cuando la posguerra, lo compartíamos to y no llegamos a pasar necesidades, solo una miaja de hambre.

—Pues que majo también el alcalde, ¿no? ¡Qué generoso!

—No, otra cosa no tendrá, pero gorrinos... ¡Rodeao de ellos está to el día!

—¿Y eso?

—Fíjese usté en los concejales, a ver si no...

—¿Y a dónde más ha ido?

—Al banco, para variar.

—¿Por el crédito?

—Pos sí señora.

—Claro, es que le dieron muy poco...

—Sí, señora. No me llega, me se queda corto.

—¿Y para qué quiere usted el dinero?

—Pa la reforma.

—¿Va a hacer reforma?

—En el establo.

—¿Y qué va a poner?

—Voy a poner un yacusi y una sauna.

—Esto... Vamos a ver, ¿quiere poner una sauna y un jacuzzi en el establo?

—¡Sí! ¿Qué pasa? ¿¡Pasa algo!? ¿Tiene usté algún «pero»?

—¡Pues claro que pasa! ¿A quién se le ocurre poner un jacuzzi en el establo?

—¿Y dónde quiere usté que lo ponga?

—Pues, por ejemplo, en el baño.

—Servidora no tiene baño.

—¿No me diga? ¿Y adónde va cuando tiene que...?

—¿Que qué?

—Pues eso...

—¿Aligerar el bajo vientre?

—Pues sí, defecar.

—¡Cojona, qué fina! ¡Usté quiere decir hacer de vientre! ¡Pos dígalo y ya está!

—No sea escatológica, por favor.

—¿Cómo que no sea católica? ¿Qué quiere usted que sea? ¿Una testiga de Jeovás de esas?

—Bueno, vamos a seguir... ¿Dónde estábamos?

—Servidora haciendo de vientre y usté, con perdón, defecando...

—¡¡Que adónde va usted a hacer sus cosas, le acabo de decir!!

—¡Al establo, le acabo de decir yo!

—¡Qué horror!

—¡Ahí se ha colao! ¡El baño está ahí! ¡Que no me deja usté acabar nunca, coña!

—¿En el establo?

—Sí, en el establo. Pero la Remigia no me deja usarlo.

—¿Su vaca?

—Sí. Y perdone que me ausente, pero la tengo que ordeñar que la he dejado con las tetas reventando.

—Por favor, doña Rogelia...

—¡Que como la saquen en toslés por ahí ya la veo en el Sálvame dando cornás a la Belén Esteban! ¡Y eso sí que no! ¡Que yo por mi Belén ma-to!

—No diga más tonterías y piense cómo va a pagar la hipoteca.

—Podría vender la leche de la Remigia... Pero la tiene tan mala, la jodía, que en vez de leche le sale yogur griego, y esos, los griegos, bastante tienen con lo que tienen, los pobres...

—Pues que se relaje un poquito, ¿no?

—¡Usté lo ha dicho! ¡Por eso le quiero poner un yacusi!

—¿Y si no le llega para pagar la hipoteca, eso si se la dan, qué va a hacer?

—Que se queden con la vaca, que pa eso es avalista.

—Usted tiene ideas para todo... Bueno, ¡vamos a comer que ya es hora!

—Sí, vigile el fuego que yo voy a la huerta, creo que los tomates ya están maduros. Vengo a escape, vaya poniendo la mesa.

—¡Pues parece que tenemos un montón de cosas! ¡Mañana igual hasta podemos elegir menú!

—Ya lo he pensao.

—¿Sí? ¿Y qué comeremos mañana?

—Patatas a la Rajoy.

—¿Cómo que patatas «a la Rajoy»?

—Sí, es una receta que ha heredado de Zapatero.

—¿Y cómo se llamaba antes?

—Patatas a lo pobre, creo... Bueno, que me voy a la huerta a por los tomates, hermosa.
Mientras ponía la mesa escuchaba el fuego cantar, soltando chispas con ese sonido tan rico que recuerda a la lluvia cuando estalla en los cristales. Yo estaba contenta y canturreaba mientras ponía los cubiertos. De reojo, vi que doña Rogelia había dejado los tomates en la mesa, tan hermosos y tan rojos, expandiendo su aroma por toda la cocina. Ella estaba sumergiendo un enorme tenedor de madera en la olla de barro para sacar dos tajadas de lomo y dos chorizos. Muy despacio, como si fueran a romperse de camino a la sartén, escurrió el aceite. Por supuesto, era puro de oliva, de la primera y única prensada. Yo ya estaba relamiéndome, pero intenté disimular mi gula. En las ascuas, la sartén recibió nuestros manjares y se doraron a fuego lento encendido con ramas de sarmiento.
Almorzamos en silencio. Antes, bendijimos la mesa. Era de recibo darle las gracias a Dios por los alimentos que íbamos a tomar. Era justo y necesario.
DE VUELTA A LAS HIPOTECAS
Aunque la comida no fue, precisamente, copiosa, un ligero sopor me invadió en la sobremesa. Absorta en mis cosas, me había quedado callada y pensativa mirando al infinito. Doña Rogelia pareció preocuparse...

—¿Está usté bien?
Yo seguía en las musarañas, así que doña Rogelia no dudó en reclamar mi atención...

—(Dándome un sopapo en la cara). ¡¡Reaccione!! ¡¡Espabile!! ¡¡Contésteme, coña!!

—¡Ay, perdone! Estaba distraída.

—Distraída no, ¡agilipollá!

—Es verdad, me paso el día en las nubes.

—Pos tenga cuidadico, a ver si se va convertir en escarcha. ¡Que está usté como los bancos con los créditos!

—¿Y cómo están?

—Congelaos.

—Ya, usted sigue esperando a que le den uno que ya ha solicitado, ¿verdad?

—No señora, no he solicitado uno. He solicitado diez.

—¿Tantos? ¿Diez? ¿Por qué?

—Por si cae alguno. Pagar, lo que se dice pagar, solo quiero pagar la hipoteca.

—¿Y cómo va pagar el préstamo?

—Con otro préstamo.

—Pues también tendrá que pagarlo.

—No importa, ya pediré otro.

—¿Y así hasta cuándo?

—Hasta que me cojan.

—¿Y cuando la cojan, qué?

—Primero que me encuentren...

—¿Y si la encuentran, qué va a hacer usted?

—Recurrir a mi solvencia.

—¿Usted tiene solvencia?

—Sí, señora. Soy íntima amiga de Solbes.

—Pero Solbes ahora no puede hacer demasiado, me parece a mí...

—Ni antes tampoco.

—Entonces, ¿qué va a hacer?

—Suspensión de deudas.

—Querrá usted decir suspensión de pagos...

—No señora. Yo lo que quiero es que me suspendan las deudas, no los pagos. Pagarme, lo que se dice pagarme, que me sigan pagando.

—Eso no existe, solo existe la suspensión de pagos.

—Me da igual.

—¿Pero usted tiene pagos?

—¡¡Pos claro!! ¡Tos los créditos que he pedido a los bancos!

—¡Pero eso no se puede hacer!

—Sí que se puede, lo hacen todos los días. ¡Qué poco sabe de macroeconomía! Se parece usted a De Guindos, que parece que se haya caído del ídem...

—Ya, y si De Guindos está en el guindo, ¿dónde está Montoro?

—En Las Ventas, esperando a San Isidro.

—¡Qué bobadas dice usted! Suspensión de pagos...

—Y luego, estos señores que hacen eso, después de suspender los pagos —los suyos claro— dan una fiesta y hacen una fogata con las letras, los cheques y los pagarés que ya no valen para nada...

—¿¡Qué!?

—...y luego hacen una barbacoa y terminan con un concurso: el que más deudas haya quemao en la hoguera, se come el chorizo más gordo, que por lo general suele ser el presidente de la empresa.

—Pero...

—Hace unos años se lo dieron a Mario Conde y este año creo que está de los primeros pal premio. O sea, que está nominado otra vez.

—Ya... ¿Y los acreedores?

—Esos no están invitados.

—¿Y entonces quiénes van?

—Los empresarios y los abogaos.

—Pues mira qué bien... ¿y quién más?

—Y el Ignacio Urdangarín. Iñaki, pa los amigos. Pero últimamente cada vez más gente le llama Ignacio...

—¿Está invitado?

—No, señora. Él va a trabajar y cobrando, no pierde el tiempo en bobadas.

—¿Y qué clase de trabajo hace?

—¿Cómo dice?

—¿Por qué trabajo va a cobrar? ¿Qué va a hacer?

—Ir.

—Ya, ¿y qué más?

—¡Na más! ¿Qué quiere usted que haga?

—Bueno, dejémoslo... ¿Quiénes más van?

—Los dueños de algunas agencias de viajes.

—No la entiendo, ¿qué pintan allí las agencias de viaje?

—¿Cómo que qué pintan? ¡Esos son los que les han sacado los billetes para el crucero que van a hacer tos los presidentes a las Islas Chuchis!

—Si la culpa la tengo yo...

—No, señora. Usted no ha hecho suspensión de pagos, ¿o es que no me va a pagar la nómina este mes?

—¡Digo que la culpa la tengo yo, por escucharla!

—¡Pues escuche y conteste, recojona! ¡Le he preguntado si me va a pagar la nómina este mes!

—Usted no tiene nómina.

—¿Ah, no? ¿Me está pagando en negro? ¡A que la denuncio!

—¡Que usted está jubilada!

—¡Y usted también!

—Yo estoy en activo.

—Ya, y yo en pasivo.

—¡Que usted tiene una pensión!

—¡Claro, servidora una pensión! ¡Y usted un hotel de cinco estrellas! ¡No te jode!

—No diga más tonterías, por favor.

—¡Y usted no las haga!

—Mejor vamos a dejarlo...

—Me parece que me voy a hacer autónoma.

—¿Sí?

—Sí, autónoma.

—¿Y eso por qué?

—Porque no quiero que me meta más la mano por la espalda pa hacerme hablar.

—¿Y por eso quiere ser autónoma?

—Sí, prefiero ser autónoma que autómata.

—Pues si tanto lo desea, le doy el finiquito...

—¿Qué coña es eso de «fini-tequito» ?

—Yo no le voy a quitar nada...

—De eso, estoy segura.

—¿Y por qué está tan segura?

—¡Porque no tengo na! ¡Así que no sé qué coña me va a quitar!

—Creí que usted confiaba en mí...

—Y confío en usté...

—Gracias, doña Rogelia.

—... yo confío en usté lo mismo que los bancos confían en mí, por eso no les firmo na si no es en presencia de un notario y de mi abogado.

—Mujer, tampoco es eso...

—¡Sasto! ¡Tampoco es eso! Te crees que has firmao un plazo fijo, y fijo que te encasquetan las «preferidas». Y luego, si te he visto no me acuerdo.

—No se preocupe, doña Rogelia. Yo iré con usted, nunca la dejaré sola, siempre estaremos juntas.

—¿Juntas para todo?

—Para todo. Adónde vaya usted iré yo, y adónde vaya yo, irá usted.

—¡Pues mire, casi me alegro!

—Y yo, doña Rogelia, seguiremos juntas.

—Así que... ¿dónde vaya yo, irá usted?

—Por supuesto.

—Entonces, vámonos.

—¿Adónde?

—A los otros bancos, que aún me quedan cinco pa seguir pidiendo...

—¡Doña Rogelia!

—... y como usted tiene muy buena fama, seguro que los liamos.

—¡Pero bueno! ¡Que yo no quiero liar a nadie!

—¡Pero yo sí! ¡Vamos, que nos cierran!

—¡Pero si aún no han abierto!

—¡Por eso! ¡A ver si abren, nos ven y vuelven a cerrar!

—Pero doña Rogelia, ¡yo no me presto a eso!

—¡No! ¡Si no hace falta que usted me preste na! ¡Ya me prestarán los bancos!
Como ya eran las tres de la tarde, convencí a doña Rogelia para echar una siestecita y dejar sus visitas a los bancos para otro día. Se quedó dormida en su mecedora. La Torbellina se acurrucó en su regazo con la cabeza debajo de su ala, de forma que solo quedaba a la vista la cresta. Las miré embelesada un buen rato, me hubiera gustado hacerles una foto y eternizar esa imagen tan tierna e irrepetible.
DOÑA ROGELIA Y LOS IDIOMAS
A la mañana siguiente empecé la nueva jornada con un baño. No teníamos agua corriente, debíamos sacarla del pozo y bombear. Ya sabéis: el cubo, la cuerda, la garrucha... un follón, pero había que ducharse. Doña Rogelia me contaba que ella solo se lavaba los pies, las manos y «la flor», que así me dijo que llamaba su Ildefonso —que en paz descanse— a su... bueno, a eso. Incluso en verano lo hacía completamente vestida, con refajo y pololos incluidos, pero eso es otra historia... El jabón lo habíamos hecho nosotras mismas con el aceite que sobraba de cocinar, mezclado con sosa. Las medidas anticrisis eran las medidas anticrisis... Lo cogí y me dispuse al sacrificio. ¡Dios mío! ¡Qué fría estaba el agua! Pero me duché. A pesar de todo, la verdad es que me dejó como nueva. Volví a vestirme y fui en busca de mi amiga a la casa.
Cuando entré en la cocina, quedé paralizada por una imagen sorprendente. ¡Doña Rogelia estaba leyendo! ¡¡Leyendo!! Ni le di los buenos días, me quedé en el umbral de la puerta muy quietecita para que no advirtiera mi presencia. Mascullaba entre dientes, despacio, y me pareció entender que deletreaba algo. Finalmente me decidí a hablar.

—¿Qué hace, doña Rogelia?

—Leyendo, hermosa, leyendo.

—Déjeme ver... ¡Anda! ¡Si es el Financial Times! ¿Pero usted habla inglés?

—No.

—¿Entonces, qué hace con ese periódico?

—He dicho que no lo hablo, no que no lo lea...

—Pues eso es bien raro...

—De raro nada. Hay mucha gente que habla pero no lee. ¿Qué digo mucha? ¡¡Muchisma!! Gente que hablar, habla «que te defecas» —con perdón, incluso servidora mismamente, hace un rato...—, pero escribir lo hace regular. Por eso yo estoy yendo a clases para mayores y estoy aprendiendo castellano, catalán, euskera y el inglés.

—Pues vaya lío que tendrá usted...

—No se crea, lo que más me cuesta es el alemán y el chino.

—¿Qué me dice? ¿Que también está usted aprendiendo alemán y chino?

—¡Anda esta! ¡Pos claro! ¡Los idiomas son la llave para triunfar en el mundo mundial!

—Vayamos por partes, que estudie usted español...

—Castellano, si no le importa.

—Bueno, da igual.

—No, no da igual. «De casta te vendrá lo de Castilla... ¡Qué morada es Castilla, que morada de Dios, y qué amarilla!» ...

—¿Qué dice, doña Rogelia?

—No lo digo yo, lo dice Miguel Hernández, poeta y hombre de bien.

—Me deja usted... No sé...

—No señora, yo no la dejo. Se lo prometí a su madre, que en gloria esté. Que estaría siempre a su lado, cuidándola y vigilándola, pa que no se volviera a casar otra vez con el mismo y con ninguno que se le pareciera.

—¿Y puede decirme para qué quiere usted hablar catalán?

—Buena pregunta...

—Pues contéstela.

—¿En catalán o en castellano?

—Es igual.

—Sí, casi todo es igual. Por ejemplo, ¿sabe usted cómo se dice butifarra en catalán?

—¿Cómo?

—¡Pos butifarra!

—Ya lo sabía.

—Usted y cualquiera. Y buenas noches, bona nit; adiós, adeu; te quiero, te estimo; no jodas, no fotis; una moza y un soldao, una noya i un soltat...

—Vale, vale... Y ¿el euskera?

—Ese es más enrevesao, pero ahí estoy. Lo que más me interesa es que si voy a San Sebastián y voy a comer, si pido kokotxas, que no me den gato por liebre.

—El País Vasco es maravilloso. Y Cataluña también.

—Sí, señora. Y Orejilla del Sordete, ni le cuento... Primero fuimos reino, luego condado, después pueblo y ahora aldea.

—Tendrán mucha historia entonces...

—Sí que la tenemos. En el siglo XII, Godofredo V impuso la ley aquella del derecho de pernada...

—Esa ley era una barbaridad.

—... y muchas mozas se opusieron.

—Pues hicieron muy bien en oponerse.

—No, ¡se opusieron cuando la quitaron!

—¿Cómo dice?

—Sí, señora. Se opusieron porque el tal Godofredo medía uno noventa, era rubio, hacía pesas con las bolas esas que tenían pinchos y que se usaban pa arrearse en las guerras, contaba chistes muy buenos y era mu simpático...

—Pero eso no justificaba que...

—... y les hacía regalos: camafeos y camaguapos de oro con su retrato.

—¿¿Camaguapos??

—Sí, mujer. La propia palabra lo dice: cama, de cama, y guapo, de guapo. Es que parece ser que era mu guapo, el jodío... Sin mejorar lo presente y aunque me esté mal el decirlo.

—¿Y los camafeos? ¿También llevaban retratos?

—Claro, los novios cama-feos también se arretrataban. Y no tenían comparación, esos eran más grandes que los de Godofredo.

—¿Por qué?

—Porque a los novios no les cabía la ceja en uno normal.

—¿Cómo que no les cabía la ceja? Querrá decir las cejas...

—No, es que solo tenían una. Que de recias, espesas y crespás que eran se les juntaban a tos en una en el entrecejo.

—¡Pero eran doncellas vírgenes! ¡Pobrecillas! Forzadas antes de casarse...

—Bueno, forzadas tampoco... Se hacían las remolonas, pero poco. Y vírgenes, lo que se dice vírgenes, no había muchas en aquella época. Como en esta, vamos...

—Fíjese que yo pensaba que las mozas de su pueblo serían muy recatadas...

—¡Ya lo creo que lo son! ¡Las catan y las recatan tos los mozos del pueblo!

—¡¡Ja!! ¡¡Ja!! ¡¡Ja!! ¡Me encanta su pueblo!

—Pues me alegro, hija mía, me alegro.

—Y volviendo al tema de los idiomas, ¿para qué le sirve el chino?

—Pa comprar.

—¿Cómo que para comprar?

—¿Usted no ha ido nunca a comprar a una tienda de chinos a las tres de la mañana?

—Pues sí, alguna vez.

—¿Y no le ha pasao que haya pedido pan y le han dado detergente?

—¡Je! ¡Je! Sí, la verdad es que los chinos son muy trabajadores, pero casi no hablan español...

—Pos por eso estoy aprendiendo, pa que si pido huevos, no me den lejía.

—Muy inteligente, sí señora. ¿Y el alemán?

—Ese solo lo quiero pa decirle a la Merkel bien clarito: «¡La madre que te parió!»

—Bueno, tampoco se pase, que de alguna forma dependemos de ella.

—¿De quién?

—De Merkel, de Alemania.

—No se pase usted tampoco, que si no nos dan perras van a tener que comerse las neveras, pero vacías. Y los coches los van a vender en la feria de Orejilla como coches de choque.

—Vaya, vaya... Parece que se está poniendo al día en economía internacional...

—¡Nos ha jodío! ¡A ver si no! ¿O por qué cree usted que estoy leyendo el Financial Times?

—¿Por qué?

—Porque quiero saber dónde invertir mis cuartos y buscar la afoto de esa sinvergüenza, la tal Prima de Riesgo. Que no da la cara, oiga. Ni ella ni su primo, el tal Riesgo, que no sé quien cojona es, pero menuda pieza debe ser.

—Pues no sabía yo que estaba usted tan puesta.

—¡Y más que me voy a poner!

—¡Pero usted no tiene ni idea de lo que es invertir!

—Usted hágame caso, que los ahorrillos que tenemos los voy a meter en la bolsa.

—¡¿Cómo?!

—¡En la bolsa! ¡Lo saco del calcetín y lo meto en la bolsa!
Me quede en shock, pero ella siguió a lo suyo, escribiendo con un lápiz sobre un papel de estraza manchado de aceite, el mismo que hacía unos días había servido para envolver los chorizos que trajo como regalo de la casa un vecino. Doña Rogelia nunca dejará de sorprenderme.

LA BOLSA O LA VIDA
Estuve toda la mañana dándole vueltas a lo que me había dicho doña Rogelia. ¿Qué pensaría hacer con el dinero que llevaba guardando tantos años? Hasta la fecha no habíamos echado mano siquiera a un céntimo de sus ahorros. Eso, como dijo doña Rogelia, era sagrado y no se podía tocar salvo en situaciones límite. Pero ahora podíamos perderlo todo si se le ocurría invertir equivocadamente... ¿Invertir? ¿Doña Rogelia? ¡Madre mía!
Después de un buen rato de paseo por el pueblo, volví a la casa y me encontré a doña Rogelia en la cocina-comedor-cuarto de estar, y ahora también, sala de reuniones financieras. Estaba dormida encima de la mesa y abrazada a su cerdito, ya vacío. Supongo que debía de estar tan preocupada como yo y cayó derrotada por el sueño.

—¡Buenas tardes, doña Rogelia! Ya veo que se ha quedado traspuestilla...

—¡No, qué va! Solo estaba descansando la vista...

—¿Descansando la vista? ¡Sí, pero completamente derrumbada y roncando encima de la mesa! ¡¡Ja!! ¡¡Ja!! ¡¡Ja!!

—¿Quién? ¿Servidora?

—No, mi prima la de Cuenca...

—Su prima la de Cuenca que yo conozco, la Conchi, no duerme de noche, pero de día...

—¿Qué pasa de día con mi prima la de Cuenca?

—Pos que se echa una siestas como Camilo José Cela: de pijama, orinal y padrenuestro...

—Sea como sea, usted estaba durmiendo...

—Pues se equivoca usted de medio a medio. Estaba echada en la mesa porque en este periódico, en la sección de la Bolsa, la letra es enana y no veo bien a cómo están cotizando las acciones...

—¡Pues ni que invirtiera usted en fondos internacionales!

—¿Y usted qué sabe dónde invierto yo?

—¿Usted? A ver, sorpréndame. ¿Dónde?

—¡En la Bolsa americana! ¡En el Don Cojons!

—Será el Dow Jones...

—¡Y en la otra! ¡En la Na-dan!

—¡¿Qué?!

—¡Na-dan! ¡Que no dan na! ¡No dan, no señora! ¡Pero na de na!

—¡Nasdaq!

—¡Nas-de nas nos dan!

—(Con ironía).¿Y en España? ¿También invierte?

—También, pero menos. Invierto en el Ni-Vex 35, pero si no vemos una, como pa ver treinta y cinco... Que está el parquete con mucha cera y te puedes resbalar...

—Veo que lo tiene usted todo muy estudiado.

—Digo yo que cuando se publique este libro ya nos habrán rescatao. Vamos, que a lo mejor ya nos han mandao a El Zorro, a Antonio Banderas montao a caballo... Porque ya llevan rescatándonos un añito largo... Se ve que Rajoy se lo está tomando con calma, será porque es gallego...

—¡Qué tendrá que ver que sea gallego!

—¡Mucho! Que los de la Troika esa no saben aún si va o viene, que un día pedía el rescate y luego se escondía, y cuando iban a rescatarle, no lo encontraban. ¡Que le gusta despistar al hombre!

—Qué tonterías dice usted...

—Y cuando lo encontraban tenían que volver a contar...

—¿A contar? ¿La deuda?

—Sí, y volvían a taparse los ojos y a cantar lo de «Ronda, ronda, el que no se haya escondido que se esconda. Y el que no, que corra. Uno, dos y tres...».

—Me parece que me estoy mareando...

—¿Ha dicho usted que se está meando o que ya está pensando en ir merendando?

—Creo que lo mejor va a ser que yo también me eche un rato...

—¡Ah! ¡Leche! ¡Así que quería usté merendar! ¡Pues dígalo, mujer! En la fresquera tiene un cazo con leche bien fresquita. Que no es que me la haya regalao la Remigia, no. Es que como tiene las ubres a explotar porque ni le hago negocio y ni la ordeño, la leche le chorrea sola y yo aprovecho para dejar un cazo debajo de las tetillas, que siempre cae algo.
Estaba visto que iba a resultar imposible mantener una conversación coherente con ella, así que opté por seguirla el juego y tomar el dichoso vaso de leche para que, al menos, zanjase la cuestión. A fin de cuentas, una no tiene ocasión de tomar una leche tan fresca todos los días...

—¿Hay algo para mojar, doña Rogelia?

—Yo tengo el refajo de primavera-verano en remojo. Si quiere mojar su muda también, métala con la mía. Está en el barreño, fuera, en el zaguán. Así se quedan las dos en remojo y aluego las restregamos en la tabla de madera pa que se sequen al sol.
Me di por vencida. Me concentré en saborear la leche despacito. Realmente estaba riquísima y permanecí en silencio, disfrutándola. Pero el momento de paz apenas duró unos segundos... Mi amiga volvió al ataque:

—Por cierto, si quiere comer algo, he hecho rosquillas de anís en la sartén. Tenemos una planta en el huerto y da unos anises buenismos. ¡Coja, coja alguna! Verá que ricas están.
Como si sus palabras hubieran tocado un resorte secreto dentro de mi cabeza —o mi estómago, no sé...— di un respingo y fui derecha hacia la cestita de mimbre que estaba en la mesa, tapada con un pañito de ganchillo. Cogí tres rosquillas.

—¡No sea glotona, coña! ¡Coja dos! ¡Que tenemos que apañarnos con las que quedan toda la semana!

—¿Pues cuántas ha cogido usted?

—Ninguna.

—¿Ninguna?

—Ninguna ahora... Pero cuando las estaba friendo me se fue la mano y me comí seis. Por eso le digo que tenemos que apañarnos con las que quedan.
Mientras mordisqueaba una de las rosquillas, me atreví a retomar el tema del dinero.

—Perdone, doña Rogelia, si me he puesto algo nerviosa antes, pero es que no duermo pensando que podamos hacer alguna inversión desafortunada.

—Tranquila, que servidora no está dispuesta a perder un euro. Ya he pensado una solución por si las cosas van a peor y nos quedamos sin na.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha pensado?

—Me voy a hacer pirata.

—¿¡Cómo!?

—¡Como sea! ¡Si hace falta me saco un ojo y me pongo un parche!

—¿Pero se ha vuelto usted loca?

—Porque... a todo esto, ¿usté no podría darme ese préstamo?

—¿Yo? ¿De cuánto?

—De lo que buenamente pueda. Unos cien mil eurillos, mil arriba, mil abajo... Mejor arriba que abajo, así no me tengo que agachar...

—Ya...

—... por la cosa de la espalda, ¿sabe usted?

—¿Qué le pasa en la espalda?

—(Levantándose de la silla de un salto). ¿Por qué? ¿Me ha visto algo? ¿Me ha salío una chepa? ¿Tengo algún bicho? ¡¡Coña!! ¡Quítemelo! ¡Deme un manotazo en la espalda, mecagüenlaleche! ¡Pero quítemelo!

—¡Que no tiene nada!

—Sí, señora, eso es. Por eso, porque no tengo nada, le digo que me dé un préstamo, mejorando lo presente y si no es mucho pedir. Y si es mucho, me apaño con la mitad.

—¿Y cómo va a responderme?

—Depende...

—¿De qué?

—De lo que me pregunte.

—Quiero decir que si tiene bienes.

—¿Adónde?

—¿Cómo que adónde?

—¿No me acaba de decir que si vienes?

—Sí, pero...

—¡¿Y por qué cojona me pregunta usté adónde?! ¡¡Usté sabrá adónde va y adónde quiere llevarme!!

—¡Yo no la quiero llevar a ningún sitio!

—¡Pues por lo menos podía llevarme al cine!

—¿Ha dicho al cine?

—¡Sí, al cine! ¡Que la última vez que me llevó era mudo y en blanco y negro, y ahora es en colorines y en 3D!

—Desde luego, no sé qué va a pensar de mí cualquiera que la oiga... ¡Van a creer que solo me interesa el dinero!

—¡Pos claro que sí! ¡Parece que trabaja usted en Hacienda!

—No se pase, que ya sabe que Hacienda somos todos.

—¡Eso! Menos Julián Muñoz, la Pantoja, la Zaldívar y la madre que los parió a tos. Y digo a tos porque hay más... ¡No me tire de la lengua, no me tire de la lengua!

—Pues si no fuera por los que pagamos impuestos, usted no tendría una pensión.

—¡Y si no fuera por la mierda que me dan por mi pensión, usted no iría a hoteles de cinco estrellas, ¡cacho rácana!

—¡Pero qué quejica es! Con la buena pensión que tiene...

—Pues más que una pensión parece la Posada del Peine...

—¿A estas alturas nos vamos a enfadar?

—¡Mecagüenlaleche! ¿A qué alturas ni a qué bajuras? ¿Me va a dar la pasta o no?

—¡Usted no se anda por las ramas!

—No señora, servidora no se anda por las ramas. Mayormente por si me escoño, con perdón, y porque no soy un mono. ¿Me va a dar el préstamo, aunque sea la mitad?

—¿Pero cuánto necesita?

—Cincuenta mil.

—Doña Rogelia, eso es mucho dinero.

—En libras esterlinas, sí.

—¡Y en euros también!

—¿Veinticinco mil? ¿Ni pa ti, ni pa mí?

—Sigue siendo mucho...

—¿Hacen veinte mil y no se hable más?

—Que no, no insista...

—¿Y mil eurillos de na? ¿Eh?

—¡Pero bueno! ¡Qué pesadita está usted! ¡Que le he dicho que no! ¿Está usted sorda o qué?

—¿Mande?

—¡¡¡Que si está usted sorda!!!

—¡Cojona! ¡Pos claro! ¿O es que no lo sabe usted? ¿Cien euretes de na? Por el amor de Dios, que Él se los pagará, que yo no tengo nada suelto...

—¿Cómo que no tiene nada suelto?

—No señora, yo lo único que tengo suelto es el vientre... ¿Me da los cien euros o qué?

—No insista, por favor.

—Desde luego... ¡Qué tía más roñosa y rasposa es usted! Cómo será de agarrada que cuando coge un euro lo aprieta tanto y cierra tan fuerte el puño que don Juan Carlos tiene que sacar la cabeza asfixiadico por entre los dedos, la criatura...

—(Retirándome a mi cuarto). Ahora sí que necesito echarme un rato, esta conversación me ha agotado.

—(Insistiendo machacona). ¿Y cincuenta? ¿Me podría dejar cincuenta? (Rezongando entre dientes). Mañana te va a poner el desayuno don Quijote de la Marcha, que en toda su marcha y en sus andanzas no vio un mendrugo de pan... en to el libro. Con to lo que estoy haciendo yo por usté... ¡Desagradecida! ¡Avariciosa! ¡Que no me da ná! Hay que joderse... O mejor... ¡Que se joda! Como diría la Andrea Fabra... ¡Qué venga ella mañana a ponerle el desayuno!
La verdad es que la pobre tenía razón. Estuve dándole vueltas al tema y concluí que tenía que hacer algo por ella. Decidí sorprenderla de la mejor manera que se me ocurrió. Ella misma me había dado la pista...
UNA SORPRENDENTE SORPRESA
Madrugué y preparé el desayuno yo. En la alacena encontré huevos, tocino salado y el lomo de la orza, que preparé en tajaditas. Freí los huevos e hice el café que teníamos reservado para las ocasiones. Para rematar el momento puse en la mesa un jarroncillo con flores silvestres que cogí de los alrededores de la casa, encendí la chimenea y busqué en la radio música clásica. Chopin, creo que era. Por último, me quité mi reloj de oro, lo único que me quedaba de valor, y se lo puse encima de su servilleta. No tenía nada más, hacía tiempo que no disponía de dinero...

—¡Buenos días, doña Rogelia! ¡Levántese, que ya son las ocho! ¡El desayuno está esperándonos!

—(Apareciendo rauda, con su gorro de dormir y su camisón hasta los pies). ¡Coña! ¿Le ha dado a usted un aire? ¿Qué celebramos? ¿Ha dimitido el ministro de economía? ¿Le ha dado un yuyu a la Merkel?

—(Dándole un beso). Celebramos que nos queremos, que somos amigas, que estamos vivas, que nos reímos mucho y que debemos y queremos compartir lo que tenemos. ¡Que aproveche, mi querida doña Rogelia!

—(Desdoblando su servilleta descubre el reloj). Pero, ¿qué hace aquí su reloj? ¡Si esto es verdad, son más de las ocho! ¡Tome, tome! Póngaselo otra vez, que el mío no falla.
Se levantó como un rayo y volvió al instante con un reloj de arena que plantó de un golpe en la mesa.

—No, no me lo dé. Es para usted, se lo regalo. No me lo devuelva, por favor.

—Gracias, hermosa. Mu agradecía, pero no lo necesito. Yo siempre sé la hora que es.

—Pero yo quiero regalárselo...

—No, gracias. Ya le he dicho que yo siempre sé la hora; por mi reloj de arena o por mi reloj de sol que está en la fachada, aunque ese no va tan bien...

—¿No?

—No, debe ser porque pa que no se estropease con la lluvia le puse encima un tejadillo y, claro, el sol solo le da de vez en cuando... Venga, póngase su reloj que usted lo necesita más que yo.
Me lo volví a poner, no sin cierta alegría por recuperarlo, emoción que ella percibió...

—Pero que sepa que si lo quiere, suyo es. Yo tampoco lo necesito tanto...

—Sí que lo necesita... ¡Para llegar siempre tarde a tos los sitios! ¡No se hable más!
Y no hablamos más. Desayunamos mientras, entre bocado y bocado, nos intercambiamos alguna sonrisa de complicidad. ¡Qué buena persona es doña Rogelia y qué privilegio ser su amiga!

—¡Venga, pues comencemos el día! ¿Qué plan tenemos para hoy, doña Rogelia?

—Vamos a vestirnos, nos vamos.

—Vale, ¿pero adónde?

—Se lo explico de camino, es una sorpresa.
Salimos las dos del bracete, la mar de contentas y dispuestas, y empezamos a andar. Al llegar a la plaza del pueblo vi una cola de gente esperando para entrar en un local, era el ambulatorio. Doña Rogelia me dijo que nos pusiéramos a esperar nuestro turno... Yo no entendía nada...

—Doña Rogelia, ¿qué estamos haciendo aquí? Si le duele algo, dígamelo. ¿Venimos al médico?

—Bueno, vengo yo. Pero si le duele a usted algo, aproveche y dígaselo al doctor pa ahorrarnos el copago ese que se han inventao estos, a ver si así en vez de dos euros pagamos solo uno...

—Es que a mí no me duele nada.

—Pero a mí sí.

—¿Sí? ¡No me diga! ¿Qué le duele?

—La basílica biliar.

—¡Cuánto lo siento! Igual tiene piedras...

—Pos igual, ¡hasta hormigón armao puedo tener!

—Pero ha sido de repente, ¿no? Porque nunca me lo había comentado...

—No, si hasta ahora no me había molestao, pero claro, esto debe ser de la misma preñez... Que quieras o no, ya voy por el cuarto mes... ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y pensar que hace na era virgen!

—¿¡Que qué!?

—¡Que la estoy diciendo: que estoy preñá y que ya estoy en el cuarto mes! Pero parece que la criatura es muy grande y me está descolocando la basílica. El altar mayor, los huevarios, las trompas de falopio y los úteros.

—Perdone, pero solo tenemos un útero.

—¡Eso lo será usted! ¡Servidora es digital! ¿No me ve usted el dedo? ¡Digital!

—Pero... ¿de verdad está usted encinta?

—¿No le acabo de decir que soy digital? ¡No estoy en cinta! ¡Estoy en DVD!

—Pero... ¿está usted esperando un niño?

—Pos sí, señora. Aunque me esté mal el decirlo y mejorando lo presente...

—Y disculpe la pregunta, pero ¿quién es el padre?

—Carrasco.

—¿Carrasco?

—Sí, señora. ¿Usté no ha oído nunca eso de «¡Toma del frasco, Carrasco!»?

—Sí, ¿por qué?

—Porque el padre de mi criatura es ese.

—¿Carrasco?

—No, señora. ¡El frasco!

—¿El frasco? ¿Qué frasco? ¡Pero qué me está usted contando, por favor! ¡Que estoy alucinando? ¿De qué habla?

—¡De mi vientre! ¡Que le estoy sacando provecho como usté a sus vísceras! ¡Que entre las dos vamos a acabar poniendo una casquería!

—¡Sobre todo usted, que mira que casca!

—Oiga, que servidora también quiere sacar buen provecho...

—¿Buen provecho?

—Gracias, pero aún no he eructado. De momento no tengo gases, solo ardores.

—Pues menos mal...

—Cuando los tenga...

—... me avisa.

—No hará falta, lo notará de primera mano.

—Pero doña Rogelia, ¿por qué se ha quedado usted embarazada a estas alturas?

—¿Que por qué?

—Sí, ¿por qué? Por favor, dígamelo.

—¡¡Por seis mil euros!! ¡¡Y si me salen dos me dan doce mil!! Yo no hago más que apretar y apretar pa que no se me caiga. Como cuando no encuentras dónde hacer pis y haces esfuerzos pa que no te se escape ni una gotilla, ¿sabe usté? Pos yo igual. ¡A ver si cuaja!

—¿Y quién le va a dar seis mil euros?

—Los padres, los que me han alquilao el vientre y a lo mejor me dan doce mil. Y eso que cuando estaba Zapatero daban dos mil más, pero como luego lo quitó y se lo dio a los picapedreros...

—¿A quién?

—Sastamente no sé quiénes eran, pero se dedicaron a romper las aceras de toda España y a hacer piscinas y polideportivos con to el dinero que les dieron, ¿no se acuerda?

—Sí me acuerdo, sí...

—Y ahora Rajoy ya no da na a nadie. Es más, creo que va a multar a los que tengan niños, que nacen y se hacen viejos y terminarán por cobrar una pensión y ya no quedan perras pa tos.

—Definitivamente, se ha vuelto usted loca...

—Es que se paga mu bien, aunque solo paguen los padres putativos.

—¿Y cómo se ha metido usted en esto?

—¡Un momentito! ¡Que servidora no se ha metido nada en parte alguna de las personas físicas! ¡Que me lo han metido, que no es igual! ¡Cosas de la ciencia!

—¡Es que no salgo de mi asombro! ¿Y cómo se va a llamar?

—Si es niño, como su padre.

—¿Carrasco?

—¡Frascuelo!

—¿Y si es niña?

—Probeta.

—¡Ya entiendo! ¡¡Así que le han hecho una inseminación artificial!!

—¡No señora! ¡Yo no me dejaría que me hicieran semejante gorrinería! A servidora le han metío en sus partes —las mías, claro, no las suyas— un perozoide congelao...

—¿Cómo congelao?

—¡¡Helao!! Sí, señora. Que no vea qué frío pasé en los entresijos, mayormente llamaos partes bajas... ¡¡Pasmaíta me quedé!! Como le dije a los médicos: ¡Cojona! ¡Ya podían habérmelo metío en los huevarios con bufanda, polainas y calcetines de fútbol!

—Pero doña Rogelia...

—¡Que casi me da un catarro virginal en la zona bajera!

—En fin, le tendré que seguir la corriente. Desde luego le ha dado un yuyu...

—Y ahora me tengo que cuidar.

—(Con tono apaciguador, para no llevarle la contraria). Claro, claro...

—Y sobre todo, no constiparme...

—¿No constiparse?

—Si, no vaya a ser que estornude y me se caiga...

—A mí ya se me han caído...

—¿Lo cualo? ¿Qué se le han caído?

—¡Los palos del sombrajo se me han caído con lo que me está contando!

—¡Pero no me diga que no ha sido una sorpresa!

—¡Ya lo creo! Bueno, no se preocupe. Yo la voy a cuidar muchísimo y me encargaré de que no estornude...

—¿Pero se lo ha creído usted, criatura de Dios?
Doña Rogelia soltó una estruendosa carcajada. Nunca la había visto reírse de ese modo y consiguió que yo también estallara en risas. Dejamos la cola del ambulatorio y volvimos a casa dando un paseo y sin dejar de reírnos.

—(Sofocando una carcajada y haciendo un esfuerzo por poder hablar). ¡Las cosas que me tengo que inventar para hacerla reír y sorprenderla!

—¿Así que esta era la sorpresa?

—Sí, pero tengo más.

—Pues, si le digo la verdad, no sé si alegrarme o asustarme...

—Yo que usted me quedaría con las dos cosas por si acaso.

—¿Puede adelantarme algo?

—La única que puede adelantar algo aquí es usted, que es la que tiene la pasta...

—¡Yo no estoy hablando de dinero! Y además, yo no tengo nada, la que tiene el cerdo es usted...

—¡Oiga! ¡La recuerdo que servidora es viuda! ¡Y a mucha honra!

—¡Estoy hablando de la hucha!

—¡Una lucha fue mi matrimonio, sí señora! Pero también vivimos buenos momentos, to hay que decirlo...

—Me alegra oír eso, doña Rogelia. Espero que algún día me cuente alguno de esos buenos momentos.

—Contaos.

—No, aún no me los ha contado.

—Que digo que esos momentos fueron contaos...

—Bueno, pero me los contará...

—¡Uno, dos y tres! ¡Ya están contaos!
Ya estábamos en casa y yo seguía riéndome de la sorpresa de doña Rogelia y de los comentarios sobre su matrimonio. Me prometí a mí misma sonsacarle todo lo que pudiera de esa relación tan surrealista. ¡Aquello sí que debió de ser todo un carrusel de sorpresas!

—¿Le gustaría comer algo, hermosa?

—Me encantaría, gracias. ¿Qué me va a dar?

—Yo solo he dicho que si le gustaría comer algo, no que le iba a dar na.

—Nunca dejará de sorprenderme.

—¿Pos no quería usted sorpresas? ¡Pos aquí las tiene, bonica!
Pero claro que doña Rogelia me dio de comer. Me ofreció unas migas muy ricas, un queso manchego y manzanas. Todo estaba delicioso, pero no podía dejar de pensar que había gente a la que la crisis le había quitado incluso la posibilidad de comer algo tan sencillo... Mi amiga vio pasar el nubarrón de la tristeza por mi rostro y rápidamente volvió a hablar para que no decayeran los ánimos.

—Que digo yo, que en un momento determinao, lo de la broma de esta mañana podemos ponerla en práctica si estamos mu ahogás por la crisis.

—Muy mal tenemos que estar para que yo le deje someterse a esa cosa...

—No, si no hablo de mí, hablo de usted.

—¿¡Yo!? ¡¡Ni lo sueñe!!

—Ya, pero recuerde que ese huevo pide sal...

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Piense coña, piense!
Y pensé, me quedé un rato en blanco y me aterroricé... ¡Qué fuerte es doña Rogelia!