CAPÍTULO 2
Sócrates: ¡Culpable!
Todo comenzó en Grecia, en el siglo IV antes de Cristo: y empezó con un hombre muy especial que hacía demasiadas preguntas. Vivía en Atenas, la ciudad más importante de aquel territorio, que no estaba gobernada por un rey o un emperador como tantas otras del mundo antiguo. No, Atenas tenía un tipo de gobierno distinto a todos los otros, recién inventado: se llamaba democracia. Cuando debían tomar una decisión importante, los atenienses se reunían en una gran asamblea y todos podían exponer sus opiniones antes de votar lo que debía hacerse. Bueno, no precisamente «todos», porque ni las mujeres ni los esclavos estaban invitados a esa asamblea: no se les consideraba ciudadanos de pleno derecho. Pero, a pesar de esa grave discriminación, la democracia permitía mucha mayor libertad política y mayor participación del pueblo en el gobierno de lo que se había conocido nunca antes en ningún otro lugar del mundo.
Aquellos antiguos griegos amaban el arte y Atenas estaba llena de hermosos edificios y admirables esculturas. Incluso hoy podemos emocionarnos con los restos de aquel esplendor que aún se conservan en la Atenas moderna. También les gustaban mucho los espectáculos deportivos y hasta inventaron las Olimpiadas, unos juegos que se llamaron así porque se celebraban en la ciudad de Olimpia. Para recordar y celebrar ese origen en las Olimpiadas actuales, la llama olímpica sale siempre ahora desde la vieja Olimpia y es llevada en una carrera de relevos hasta la ciudad que va a ser sede de los juegos, sea Tokio, Los Ángeles o Barcelona. El deporte es también una forma de democracia, porque sólo pueden competir los que se consideran iguales entre sí: ¡cualquiera se atreve a demostrar que es mejor jinete que Calígula o que toca mejor la lira que Nerón!
Otra gran afición de los griegos era la literatura. Les entusiasmaba escuchar a los poetas épicos, como el antiguo Homero y sus sucesivos imitadores: la Ilíada contaba —o, mejor dicho, cantaba en verso— historias de la guerra de Troya y las hazañas de héroes de uno y otro bando, como Aquiles o Héctor; y la Odisea fue el primero de todos los relatos de aventuras, protagonizado por el astuto Ulises que pasa mil peripecias para regresar a su isla natal, luchando contra tempestades marinas, monstruos y hechiceras. En esas historias, que casi todos los griegos conocían prácticamente de memoria, se mezclan los personajes humanos con los dioses de la mitología: el poderoso Zeus, la bella Afrodita, el sabio Apolo, etcétera. Realmente, los mitos eran un conjunto de leyendas y cuentos que servían para explicar los orígenes del mundo y de las costumbres humanas, como se ve claramente en las obras de otros poetas como Hesíodo. Pero sin duda el género literario preferido por los atenienses era el teatro. Los grandes festivales teatrales, en los que se representaban tragedias como las de Esquilo o Sófocles y comedias como las de Aristófanes, duraban días enteros y reunían a todos los habitantes de la ciudad sin excepción, que comían, bebían y hasta dormían a ratos en las gradas que rodeaban el escenario para no perderse ni un detalle del espectáculo. Quizá ni siquiera la televisión ha llegado a ser hoy tan importante socialmente como lo fue entonces el teatro.
Sin embargo, los griegos no se dedicaban sólo al arte y a la ficción que nace de la fantasía. También sentían pasión por el conocimiento basado en la observación de la realidad. Querían saber de qué materia está hecho el mundo, qué son las estrellas y cómo funciona la naturaleza. No les bastaban los cuentos tradicionales y los mitos, muy entretenidos pero poco exactos. Querían pruebas, demostraciones, razonamientos: les gustaba calcular y les fascinaba la precisión misteriosa de la geometría. Tanto o más que la imaginación, que es algo presente en todos los pueblos por primitivos que sean, ellos apreciaban la razón, algo mucho menos corriente. No rechazaban las leyendas (o sea, explicar una cosa real a través de un cuento fantástico) pero preferían las teorías, es decir, explicar una parte de lo real por medio de causas tomadas del resto de la realidad que conocemos. Los primeros sabios griegos —Tales, Pitágoras, Anaximandro, etcétera— mezclaban en su enseñanza la imaginación con los razonamientos, las leyendas con las teorías. Muchos les consideran una especie de filósofos primitivos, pero yo creo que aún les faltaba algo para llegar a serlo…
Ese «algo» es precisamente la discusión, el debate, el diálogo libre y abierto con otras personas. También discutir es una costumbre democrática, porque sólo discutimos con nuestros iguales: al jefe le damos temblando la razón pero a nuestro colega le planteamos críticas, objeciones y le ofrecemos argumentos… o sea, razonamos con él. Uno puede descubrir solito que el fuego quema, el agua moja y que no debemos meterle la mano en la boca a un león; pero para saber cómo son los seres humanos, qué es lo que consideran bueno y qué les parece malo o cuál puede ser la mejor forma de convivencia social, no hay más remedio que hablar con nuestros semejantes. Podemos llegar a saber cómo funcionan las cosas sin preguntarle nada a nadie (aunque avanzaremos más preguntando, probablemente), pero sin duda sólo preguntando y discutiendo con los demás nos haremos una idea de cómo son los humanos… y por tanto de cómo somos nosotros mismos. Pues bien, la filosofía no trata únicamente de entender las cosas sino también a las personas, y por eso nadie —por sabio que sea— puede filosofar en soledad, sin dialogar y discutir con otros.
De modo que vuelvo a lo que te decía al principio: todo esto de la filosofía empezó verdaderamente con un hombre muy especial que hacía demasiadas preguntas. Vivía en Atenas, con una modestia cercana a la pobreza, era más bien bajo, regordete y bastante feo (eso dicen al menos los que le conocieron personalmente): se llamaba Sócrates. En su juventud, Sócrates había sido un soldado valeroso y se había opuesto a quienes pretendieron imponer una dictadura que acabase con la democracia ateniense. Pero después se dedicó a una tarea extraña, algo que nadie había hecho antes de él: sencillamente, pasaba los días haciendo preguntas a los ciudadanos y discutiendo luego con ellos sus respuestas. A cualquier hora se le podía encontrar en el ágora, la plaza pública de Atenas donde solía haber más gente, pero también en reuniones en casa de algún conocido o en una cena con varios amigos. Y abordaba con sus preguntas a todo el mundo… por lo menos a todo el mundo que se dejaba, fuesen personas de alta posición o muy humildes, militares, artistas, sencillos artesanos: ¡cualquiera que se le ponía a tiro! No le importaba la edad de sus «víctimas», aunque prefería desde luego hablar con los jóvenes.
Pero ¿sobre qué hacía preguntas Sócrates? Bueno, a él le gustaba recordar una antigua recomendación del oráculo de Delfos, a través del cual se supone que hablaba el mismísimo Apolo: «Conócete a ti mismo». Y también solía contar que un conocido suyo le había preguntado al mismo oráculo quién era el hombre más sabio de Atenas y el oráculo respondió: «Sócrates». Esta respuesta le dejó a Sócrates asombrado. ¡Pero si él no sabía realmente nada de nada! ¿Se habría equivocado el oráculo? Era difícil creerlo, aunque también era difícil comprender el sentido de sus palabras. «¡El más sabio de los atenienses! ¡Cómo puede ser! ¿Por qué me llamará el oráculo “sabio”? ¿Se estará burlando de mí? Yo sólo sé una cosa—pensó Sócrates—: sólo sé que no sé nada. ¡Ah, pero eso ya es saber algo! ¿Y si los demás atenienses tampoco saben nada de verdad, como me pasa a mí, pero ni siquiera se dan cuenta de que no saben? En tal caso ya soy un poco más sabio que ellos, porque yo por lo menos sé que no sé, mientras que ellos creen que saben… En tal caso —siguió diciéndose Sócrates—, yo me conozco a mí mismo un poco mejor de lo que ellos se conocen, porque yo sé que soy ignorante y los demás viven tan contentos, sin darse cuenta de que lo son».
Claro, Sócrates se daba perfectamente cuenta de que tanto él como cualquier otro ateniense sabían algunas cosas: todos sabían hablar, por ejemplo, o que cuando llueve hay que ponerse bajo techado o… o rascarse la nariz cuando les picaba. Nadie ignora cómo se mastica o cómo se bebe agua. Los carpinteros sabían hacer sillas y mesas —comprobaba Sócrates— y los cocineros preparaban platos muy sabrosos y los jinetes sabían dirigir a sus caballos y los escultores eran capaces de hacer hermosas estatuas y… vaya, parece que todo el mundo, hasta Sócrates, sabía en Atenas algunas cosas. ¿Cómo podía entonces decir él que sólo sabía que no sabía nada… y que el resto de sus conciudadanos no sabía ni siquiera eso? En este punto supongo que el astuto Sócrates hacía una pausa dramática, se rascaba la barbilla y paseaba sus ojos saltones por los rostros embobados o impacientes de quienes le escuchaban…

Sócrates
«Yo digo que no sé nada —proseguía luego Sócrates— porque en realidad todos mis conocimientos son triviales, sólo útiles para salir del paso o entretenerme. Pero me falta saber lo más importante de todo, lo único imprescindible: cómo se debe vivir. ¿De qué me sirve saber cómo hacer esto o aquello si ignoro qué hacer con mi propia vida? Sería igual que estar muy orgulloso de lo bien que sé andar y hasta de lo mucho que puedo correr… pero sin tener ni idea de dónde vengo ni hacia dónde me conviene dirigir mis pasos. A mis conciudadanos atenienses creo que les pasa lo mismo que a mí, que tampoco saben cómo debe vivirse. Hacen lo que ven hacer a los demás, pero sin saber en el fondo si es bueno o malo. Ni siquiera piensan por sí mismos sobre este asunto, se conforman con repetir lo que hicieron sus padres y sus abuelos; otros prefieren imitar a los más ricos —¡ah, por algo serán ricos!— o a los más fanfarrones y brutos, confundiendo su bravuconería con ser de veras enérgico y fuerte. Algunos siguen su capricho de cada momento y hacen sólo lo que les apetece: ahora como y bebo hasta hartarme, luego me echo a dormir y no me preocupo de qué pasará mañana. Y todos están muy contentos consigo mismos y se las dan de listos… ¡Por eso dijo el oráculo de Delfos que yo, Sócrates, a pesar de no saber nada, soy el más sabio de todos!».
Para ser capaz de vivir bien, pensaba Sócrates, habrá que tener virtud. ¿Qué es la virtud? Una mezcla de fuerza (para vencer las dificultades, los peligros) y de acierto para saber qué es lo mejor que puedo hacer en cada caso. Todavía hoy, en el siglo XXI, seguimos utilizando la palabra «virtud» en ese sentido, cuando decimos que Rafa Nadal es un gran virtuoso del tenis (o sea, que juega estupendamente, con energía para sobreponerse al cansancio y con buen tino para acertar siempre el mejor golpe de raqueta) o que Fulano es un virtuoso de la batería (porque la toca como nadie) o que Menganita tiene la virtud de ser la mejor maestra que pueda uno desear. Del mismo modo, Sócrates estaba convencido de que debía haber una virtud o quizá varias que nos hicieran vivir excelentemente, del mejor modo posible. Porque es estupendo ser un magnífico tenista, o guitarrista o maestro… pero lo más importante de todo es ser un buen ser humano, un ser humano que vive como es debido. Sin embargo, lo mismo que nadie logra jugar al tenis como Rafa Nadal por casualidad, dando raquetazos al tuntún a ver si acierta, tampoco nadie logrará vivir bien sin pensárselo y sin reflexionar sobre qué es la vida humana.
Sócrates estaba convencido de que la virtud tiene que ver con el saber, con la razón (y no con la rutina, la imitación, el capricho momentáneo o la tradición que repite las opiniones de nuestros mayores). Ser virtuoso es tener el razonable conocimiento de lo que es una buena vida. ¿La prueba? Pues que nadie hace mal las cosas a sabiendas. Si me ves jugar al tenis a mí, que lo hago fatal, no pensarás que sé muy bien cómo se juega pero que lo hago mal aposta, sino que no sé jugar. Lo mismo pasa con quien vive mal: a lo mejor él cree que es muy listo y hace lo que quiere, pero en realidad lo que pasa es que no sabe cómo vivir bien. Llamamos vivir «bien», supone Sócrates, a vivir como de verdad nos conviene: por lo cual no nos queda más remedio que ponernos a pensar qué es precisamente eso que nos conviene. Vamos a ver: ¿qué son las cosas que normalmente consideramos convenientes y deseables? Pues la belleza, el valor, el placer, la riqueza, etcétera. Estupendo, pero ¿sabemos de verdad qué son cada una de esas cosas? ¿Quién lo sabe? Por eso Sócrates sale a la calle, va al ágora, a donde está la gente, y comienza a hacer preguntas.
Se encuentra, pongamos, con Hipias, que tiene fama de chico listo, y le pregunta: «Oye, Hipias, por favor, ¿puedes decirme qué es la belleza?». El chico listo se muere de risa: «Pero bueno, Sócrates, ¿te has vuelto tonto o qué? Ni que fueras un niño pequeño… Mira, mira lo buena que está esa chica de allí: eso es la belleza». Sócrates le da muchas gracias por la información: «Claro, tienes razón, mira que soy bobo». Pero añade: «Aunque la verdad es que a mí también me parece muy hermoso ese caballo…». Con un suspiro, como si estuvieran poniendo a prueba su paciencia, Hipias responde: «Naturalmente, Sócrates, el caballo es muy hermoso… también eso es belleza». «Vaya, hombre, gracias de verdad, ahora voy entendiendo… —comenta alegremente Sócrates—. Y entonces el Partenón, ese edificio tan precioso, también será belleza, ¿no?». «Pues claro, Sócrates, claro que sí», confirma con benevolencia Hipias. «Pero… —pero Sócrates pone cara de ir a poner un “pero”—: pero, Hipias, la chica guapa no se parece al caballo ni el caballo al Partenón ni el Partenón a la chica o al caballo… ¡Y sin embargo resulta que los tres son formas de belleza! De modo que volvemos al principio, a lo que yo te preguntaba: ¿qué es la belleza?». A Hipias, el chico listo, se le pone cara de tonto y ya sólo balbucea: «Bueno, verás, claro, digo yo que…». Sócrates espera un poco a que se le pase el desconcierto: está ya acostumbrado a esa reacción de sus interlocutores. Después, como si no hubiera pasado nada, sigue con sus preguntas.
Y sigue preguntando porque él, Sócrates, tampoco sabe qué es la belleza. No hace preguntas a Hipias o a quien sea como un maestro toma la lección al niño, para comprobar si se la ha aprendido. Lo único que Sócrates sabe es que la belleza no es una chica guapa, ni un caballo estupendo o un monumento hermoso: no es una cosa, sino una idea que sirve para describir cosas distintas pero que no resulta fácil precisar. Ya es saber algo: y también sabe que los demás, que tan seguros van por el mundo, no saben ni siquiera eso. Para empezar, sin embargo, Sócrates prefiere fingir que es un ignorante absoluto y que en cambio toma a sus interlocutores por grandes sabios: esa actitud se llama ironía y le da bastante buenos resultados. De modo que sigue preguntando y preguntando, para despertar en el otro las dudas respecto a lo que cree saber y luego las ganas de aprender cuando se dé cuenta de que aún no sabe… pero también para llegar a saber más él mismo.
¿Y qué le importa a Sócrates que los demás sepan o no? Muy sencillo: Sócrates está convencido de que nadie puede saber solo, de que lo que sabemos lo sabemos entre todos, de que quienes vivimos en sociedad tenemos también que saber… socialmente. Ya lo hemos dicho antes, la filosofía es una consecuencia de la democracia. Los llamados «filósofos» no forman una casta superior o una secta misteriosa, sino que se saben iguales a los demás humanos: la única diferencia es que se han despertado antes, que se han dado cuenta de que no sabemos lo que creemos saber y quieren poner remedio a esta ignorancia. ¿Qué es un filósofo? Alguien que trata a todos sus semejantes como si también fuesen filósofos y les contagia las ganas de dudar y de razonar.

En algunos de esos diálogos que mantenía Sócrates con la gente no se llegaba al final a ninguna conclusión, salvo una muy importante: que hay que seguir pensando y discutiendo más. En otros, en cambio, Sócrates expuso al final la opinión que le parecía más razonable y verdadera. A veces, esa toma de postura tenía mucha importancia para el objetivo final que buscaba Sócrates, es decir: saber cómo se debe vivir. Por ejemplo, en cierta ocasión mantuvo una discusión casi dramática con un joven arrogante y fanfarrón llamado Caliclés. El tema fue éste: ¿qué es mejor, cometer una injusticia contra otro o padecerla uno mismo? Por supuesto, Caliclés decía que es mucho mejor cometer injusticias que sufrirlas. Aún más: sostenía que son los debiluchos y amargados quienes siempre se están quejando de lo «injustos» que son los fuertes, es decir, los audaces que se atreven a hacer lo que les apetece, caiga quien caiga. Caliclés estaba decidido a ser todo lo injusto que le diera la gana, faltaría más: consideraba humillante que otro le sometiese a su voluntad en nombre de la ley, de la compasión o de lo que fuera. Sócrates, en cambio, pensaba todo lo contrario: si alguien nos hace una fechoría, no por eso nos volvemos peores ni perdemos la virtud de vivir bien. Es el otro quien se mancha, no nosotros. Lo único que estropea nuestra vida son las injusticias y abusos que cometemos voluntariamente nosotros mismos. Son esas las que nos hacen peores, no las que padecemos por culpa de los demás. La discusión fue larga, bastante agria y ninguno logró convencer al otro. Caliclés se fue muy enfadado y mascullando amenazas contra Sócrates…
No era el único que le detestaba. Algunos de los ciudadanos más conservadores de Atenas se sentían incómodos con Sócrates porque pensaban que hacía dudar de las cosas que siempre se habían creído. Hay gente así: están convencidos de que los dogmas en que creyeron nuestros padres, y nuestros abuelos, y nuestros tatarabuelos no deben nunca discutirse y hay que aceptarlos sin darles más vueltas. La manía de Sócrates de hacer preguntas difíciles de contestar y de discutirlo todo les parecía una falta de respeto, algo subversivo. ¡Qué se había creído ese tipejo extravagante que les comía el coco a los jóvenes con sus bobadas incomprensibles! De modo que finalmente, cuando Sócrates tenía ya setenta años y llevaba mucho tiempo charlando filosóficamente con los atenienses, tres ciudadanos importantes de la ciudad le denunciaron a las autoridades y se abrió un juicio contra él. Le acusaban de impiedad con los dioses de la ciudad (contra los que Sócrates, por cierto, nunca había dicho nada), de corromper a los jóvenes y de querer introducir a un dios nuevo en Atenas. Esto último tiene gracia, porque ese supuesto «dios» era una especie de broma de Sócrates, que tenía un gran sentido del humor: él hablaba de que le acompañaba un daimon, es decir, una especie de diablillo que le aconsejaba antes de tomar una decisión. Pero ese diablejo nunca le decía lo que debía hacer sino sólo lo que no debía hacer… ¡Por supuesto, nunca se le ocurrió intentar «predicar» semejante dios a los otros ciudadanos! En cualquier caso, ahí tenemos a Sócrates ante el tribunal de Atenas y arriesgándose si le condenan a sufrir un grave castigo.
En su defensa, Sócrates pronunció un discurso magnífico: con sus palabras no quiso librarse de la posible condena sino explicar a los atenienses en qué había consistido su actividad todos esos años. No estaba arrepentido de nada, todo lo contrario: se sentía orgulloso de su eterna tarea de preguntón y discutidor. ¿Por qué? Sócrates lo resume muy bien en una sola frase de ese discurso memorable: «Una vida que no reflexiona ni se examina a sí misma no merece la pena vivirse». La principal tarea de la vida, según él, es preguntarse cómo vivir y qué hacer con nuestra vida. Desde luego, estas explicaciones irritaron aún más a sus acusadores y a muchos miembros del tribunal que debía juzgarle. ¡Sócrates no sólo no reconocía su culpa, sino que decía tranquilamente que merecía un premio de los atenienses por haber sido para ellos como un tábano, que pica a la vaca hasta que logra despertarla y la pone en marcha! ¡Qué arrogancia! ¡Vaya frescura!
Finalmente, el tribunal acabó declarando a Sócrates culpable. Y le condenó a muerte. La sentencia, sin embargo, no debería cumplirse hasta que la nave que había zarpado hacia el santuario de Delos no volviese al puerto de Atenas. Durante varios días, los amigos y discípulos de Sócrates le visitaron en su mazmorra para intentar convencerle de que se escapase. Ya tenían sobornados a los guardias y la huída era cosa fácil. Pero Sócrates se negó: había vivido toda su vida bajo las leyes de Atenas y las respetaba tanto para lo bueno como para lo malo. Prefería morir de acuerdo con la legalidad que seguir viviendo a su edad de modo clandestino, huyendo y escondiéndose. Finalmente aparecieron, allá lejos en el horizonte, las velas de la nave fatal que regresaba. Así llegó el momento de la ejecución, que en Atenas se realizaba por medio de un potente veneno, la cicuta. Sócrates pasó sus últimas horas charlando como siempre con sus amigos, acerca de la muerte y de la posible inmortalidad del alma. Estaba completamente tranquilo y casi parecía contento. Sus últimas palabras, cuando ya la cicuta le hacía su letal efecto, fueron: «Acordaos de que le debemos un gallo a Esculapio». Es una frase bastante enigmática. Esculapio era en Grecia el dios de la medicina y solía ser costumbre ofrecerle sacrificios de animales, por ejemplo gallos, cuando alguien se curaba de una grave enfermedad. Quizá Sócrates, con su peculiar sentido del humor, nos dejó como último mensaje que al morir se «curaba» de los sinsabores e injusticias de la vida, esa grave enfermedad…
Alba y Nemo se pasean entre las ruinas del ágora de Atenas. Arriba, contra el cielo de un azul mediterráneo, se recorta la perfecta silueta del Partenón. Y mientras, van charlando.
NEMO.—Pues yo te digo que sigo sin entenderlo.
ALBA.—Venga, ¿qué es lo que no entiendes?
NEMO.—Pues no comprendo por qué hacía Sócrates preguntas a cualquiera. Vamos a ver, ¿acaso no estaba convencido de que los demás sabían todavía menos que él?

ALBA.—Sí, pero… quizá quería intrigarles.
NEMO.—¿A qué te refieres?
ALBA.—Despertar su curiosidad, su asombro… hacerles sentir un poco incómodos con sus ideas de toda la vida. ¡Cuando uno se siente demasiado satisfecho con su forma de pensar vive ya medio dormido! Como un zombi…
NEMO.—Y lo que Sócrates pretendía con tanta pregunta era despertarles, ¿verdad? Creo que tienes razón. Pero debe resultar muy incómodo pasarse la vida dudando de lo que ya creía uno tener seguro. ¿Y si algunos considerasen más agradable y cómodo seguir «dormidos», como tú dices?
ALBA.—Por lo que nos acaban de contar, Sócrates no siempre tenía éxito con sus interrogatorios. ¡Hay quien no se despierta mentalmente ni a cañonazos! Y también los hay que se cabrean muchísimo con quien pretende despertarles. Acuérdate de la cicuta…
NEMO.—¡Claro, fueron los «dormidos» que se niegan a despertar quienes mataron a Sócrates! ¡Pobre hombre!
ALBA.—¿Por qué «pobre»? Yo creo que se lo pasó estupendamente, pensando en voz alta e intentando hacer pensar a los otros. Vivió como quiso vivir, aunque no fuera como vivían los demás.
NEMO.—¿Te lo imaginas…?
ALBA.—Me lo imagino riendo o por lo menos sonriendo. En cambio no puedo imaginarme a Sócrates llorando.
NEMO.—La verdad es que debió de ser un tío alucinante. Me hubiera gustado conocerle… ¡Jo, ahora ya no hay gente así!
ALBA.—¿Y por qué no va a haberla? Mira, si queremos, tú y yo podemos ser como él.
NEMO.—¿Haciendo preguntas y todo eso? Oye, no estaría nada mal. Pero no sé…
ALBA.—Bueno, gente dormida a nuestro alrededor no falta, ¿eh?
NEMO.—Lo malo es que creo que yo también estoy «dormido» muchas veces…
ALBA.—¡Toma, y yo! ¡Y Sócrates! Lo importante es darse cuenta y no quedarse roncando tan tranquilos.
NEMO.—Pero eso de las preguntas… Hacérselas uno mismo, bueno, pero preguntar a los demás, así, por las buenas… A muchos no va a gustarles, ya verás.
ALBA.—Seguro que a otros sí les gustará.
NEMO.—No tengo ganas de probar la cicuta…
ALBA.—¿Y qué prefieres? ¿Coca-Cola?
NEMO.—¡Cómo eres! Contigo no puede ni… ¡ni Sócrates!