El vestíbulo del palacete de los Peñalara cayó sobre el ánimo de Elsa como un bálsamo después de vivir el ambiente de la estación de Atocha. Miró a su alrededor: estaba claro que el viejo marqués de Cerroalto había sido un hombre de su época. Una oleada de nostalgia la invadió mientras recorría con la mirada las enormes columnas neoclásicas, se paraba en la gran escalera, con su magnífica barandilla de hierro forjado, y levantaba la vista hacia los dos tapices que flanqueaban el escudo de armas de la casa. La antigüedad y grandeza que se adivinaba en ellos amortiguaban ligeramente la ostentación del estilo recargado y la ausencia en las paredes de la elegante pátina que dan los siglos.
En la escuela de nannies, además de enseñarles a cuidar niños, también les daban clase de historia del arte. La antigüedad y la nobleza de una familia se notaba en el estilo de su casa en la mayoría de las ocasiones. A no ser, claro está, que algún nuevo rico hubiera comprado la propiedad a la vieja estirpe, generalmente arruinada. Eso sucedía en Inglaterra, Francia, Italia, España y en cualquier otro país de la Vieja Europa, donde siempre habría familias con siglos de historia sometidas a los vaivenes de la fortuna, al talento de sus vástagos o a la devastación de las guerras.
Estaba claro, pensaba Elsa mientras sus perspicaces ojos seguían explorando el zaguán, que el marqués de Cerroalto no tenía predilección por el estilo de las casas de campo británicas que ella adoraba y donde sabía que no podía trabajar porque era católica. Difícilmente se sentiría cómoda cuidando de un bebé y conviviendo con una familia anglicana. Quizá hubieran podido encontrar una casa que requiriera sus servicios en la católica Irlanda, pero eso era harto complicado.
Como en el tren, desechó la nostalgia con una sacudida de cabeza y se dio cuenta de que llevaba puesto aún el sombrero. Estaba tan abstraída en el entorno, se había transportado tanto en el tiempo que no sintió unos pasos a su espalda.
—Miss Redfield, la señora duquesa la recibirá en el salón de confianza. La está esperando.
A Elsa le costó entender el acento cerrado y apresurado de la mujer y su verde mirada se clavó, interrogante y perpleja, en ella. Giró su cabeza hacia el enorme baúl y su bolso de mano. Estaba cansada y prefería marcharse a su habitación cuanto antes para asearse. Era indudable que la doncella que había hablado con ella, vestida de azul y blanco, no era el ama de llaves. ¿Por qué no había salido el ama de llaves a recibirla?
La mujer, morena y de cejas pobladas, rostro redondo y aspecto muy limpio, también mantenía sus ojos fijos en la inglesa, en su melena pelirroja, que brillaba bajo la cristalera emplomada del zaguán.
«Dios, vaya zanahoria. La juerga que van a traerse las chicas con ese pelo y las pecas. Y no digamos la que va a liar Basi en la cocina. Con lo preocupada que está con esta historia de la nanny», pensó Eugenia mientras se ajustaba el delantal con un gesto automático y, por señas, indicaba a la inglesa que la siguiera. Miró hacia el baúl y le hizo otro gesto con la mano para que lo dejara, pero en ese momento Aurelio, su marido, entró por la puerta. Vestía un uniforme de chófer del mismo color azul que el suyo, sólo que en paño, y llevaba la gorra en la mano. Venía murmurando y resoplando contra el Seat 600 que se habían atrevido a aparcar en la puerta de carruajes del palacio, pero con una mirada a ambas mujeres se percató de la situación.
—Are you the nanny? Nice to meet you... I learned English in Suiza, I worked in a hotel...
—Aurelio, que no te enrolles. No sé si te entiende algo. Coge el baúl y llévalo a su habitación, hombre, que la señora duquesa está esperando.
—Deja, mujer, que me ha entendido...
—Yes, I’m Miss Redfield.
—¿Lo ves, Eugenia? Lo ha entendido. Don’t worry, I take your luggage...
Elsa se quedó mirando al hombre, al que a duras penas había entendido, pero sus esfuerzos por hablar en inglés le resultaron agradables. Desde luego, más que la cara de sorpresa que había puesto la criada mientras examinaba su pelo. Eugenia le estaba haciendo señas para que la siguiera a través de la puerta de cristales biselados que se abría debajo de la escalera principal. Daba a un pasillo largo donde se filtraba la luz por una claraboya en el techo. A la izquierda colgaban algunos cuadros de buena calidad, en opinión de la muchacha, que no sabía quién era Zuloaga. A la derecha, retratos sin duda de antepasados: primeros planos oscuros de hombres también oscuros, morenos. Después había algunos más grandes, de medio cuerpo o cuerpo entero, que, para el gusto de Elsa, deberían de haber estado en un salón con paredes más amplias. Allí resultaban asfixiantes. Representaban a caballeros a pie, rifle en mano, con perros a sus pies, y alguno a caballo.
El enorme corredor desembocaba en una luminosa galería en cuyo final, cerca de una puerta de dos hojas que daba paso a un hermoso salón de confianza, acababa de aparecer una dama.
Allí estaba María del Pilar Carlota del Sagrario y Milagros de Córdoba y de Santa María del Paular, duquesa viuda de Peñalara y grande de España gracias al reconocimiento de Carlos V a las hazañas de Rodrigo Osorno, antepasado de su marido y gran caballero de linaje en tierras cántabras, que sirvió al emperador en las guerras con Alemania. La dama era conocida en el todo Madrid como Lily, un nombre que se debía a sus ojos color azul lila y que se hizo famoso en los salones de las principales capitales de Europa.
La duquesa cerró a sus espaldas una puerta y salió al encuentro de Elsa con una sonrisa que despejó cualquier preocupación que la joven inglesa pudiera sentir.
Menuda, de ojos azules que brillaban como el mar Cantábrico que la había visto crecer, su pelo blanco, impecablemente recogido y ahuecado, le daba el aire de portar una nube: cierta aura alrededor de la cara. Su mirada era cálida y su sonrisa amplia, marcando las muchas arrugas alrededor de los párpados y los labios. Los llevaba pintados con un carmín rosa que conjuntaba a la perfección con las turquesas que dormían en los lóbulos de las orejas, otra turquesa más grande que lucía engarzada en un anillo en la mano derecha y el traje de chaqueta de tweed azul, de corte perfecto, con medias y unos zapatos negros de salón.
Doña Lily era una de las nobles más queridas y conocidas de España. Había sido famosa en su juventud en los salones de París y Londres, que había frecuentado con su madre y el amante de ésta, un príncipe ruso arruinado que, curiosamente, según decían quienes le conocieron, tenía el mismo color de ojos, entre azul y violeta, que doña Lily, en vez del negro profundo que lució toda la vida su padre, un noble rancio y quijotesco de Salamanca. En honor del caballero español había que decir que había sido un cornudo complaciente y en honor del príncipe ruso, que nunca hizo de menos al cornudo ni a la niña. Ambos eran unos caballeros.
—Miss Redfield, creo que será mejor que hablemos en francés. Es el primer día. Ya acostumbrará usted el oído al español.
La dama habló un suave y bien entonado francés mientras le cogía la mano entre las suyas y la estrechaba con calor. Luego la asió del codo y se dirigieron hacia el centro de la sala, bajo una enorme lámpara de cristal de Murano que Elsa no pudo dejar de admirar. Lo mismo le sucedió con el conjunto de porcelana de Meissen que hacía compañía al juego de té inglés que estaba preparado sobre la mesa.
—Yo tuve mademoiselle en vez de nanny —continuó la duquesa—. Siéntese un segundo, por favor. Estará agotada. Ya he pedido que le preparen el baño en su dormitorio, pero antes tome conmigo un buen té del que a ustedes les gusta y un poco de bollo. Seguro que no ha desayunado aún.
Por segunda vez en poco tiempo, Elsa sintió que sus temores se diluían y que lo único que necesitaba era ese buen baño, descansar y tener al bebé entre sus brazos.
—El niño está durmiendo —dijo doña Lily como si hubiera adivinado su pensamiento—. Y las niñas, Vera y Beatriz, están en el colegio. Mi hijo no vendrá hasta la tarde, hoy no come en casa. Tiene mucho lío en el banco, porque están preparando la junta de accionistas y presentan resultados en quince días. Y mi nuera, creo que ya se lo conté en mi carta y se lo habrá confirmado Miss Hibbs cuando habló con usted por teléfono, hace dos meses que se fue a la Argentina. Tiene que reponerse después de este su tercer parto y se ha ido a Buenos Aires a pasar una temporada con su madre porque quedó muy débil cuando dio a luz a Jaime. Ya nos irá conociendo. Pero, disculpe, ahora la estoy entreteniendo.
La duquesa no había dejado de hablar suavemente desde que Elsa se había sentado. La nanny sólo había tenido que sonreír, asentir con la cabeza, pasarse la mano por su cabello rojo, que requería un peine, y tomar la taza de té Earl Grey que la dama le había ofrecido. Era mayor, pero no lo parecía. Tan menuda, tan ágil en sus movimientos, tan cálida... ¿Cuántos años tendría? Puede que más de sesenta, pero llevados con mucha, muchísima dignidad. Por fin, Elsa hizo uso de su buen francés.
—Madame, gracias. Sí, es cierto que estoy cansada, pero me gustaría ver al bebé cuando se despierte.
—Por supuesto, querida, se suele despertar hacia las doce y para entonces quizá haya terminado usted de asearse.
—¿A las doce? Es prácticamente la hora a la que debería comer...
—Oh, ya veo que su paso por Francia no le ha hecho perder las buenas costumbres de Norland.
Doña Lily sabía que Miss Redfield había sido una alumna aventajada de Norland, probablemente la mejor institución de Gran Bretaña en su especialidad y con fama reconocida en toda Europa. No había dama de la aristocracia española —las que podían— y europea que no deseara tener una niñera de Norland, precisamente por eso, porque eran mucho más que simples niñeras. Eran profesionales, madres, enfermeras, suplentes del amor materno... Justo lo que hubieran necesitado sus dos nietas mayores, Vera y Beatriz, pero cuando las niñas nacieron, su nuera, Marta, aún le plantaba cara y no había podido contratar una nanny para que educara a las criaturas. Buena falta les hubiera hecho, opinaba la duquesa.
—Por favor, llámeme nanny, señora duquesa. —Por la cara de doña Lily, Elsa pensó que quizá era demasiada confianza de entrada. Ella prefería guardar las distancias, desde luego, pero ya estaba dicho.
Doña Lily sonrió más abiertamente e incluso hizo un gorjeo que disimuló la carcajada.
—En realidad, a Miss Hibbs la llaman la nanísima, naturalmente. Es como la jefa y madre de todas ustedes. Lo de ísima es por el generalísimo, ya irá entendiendo el humor español, bastante alejado del de ustedes. Tengo entendido que Franco la respeta e incluso le dirige la palabra y la escucha cuando está con sus nietos. En fin, le decía que en España los horarios son muy diferentes a los de Inglaterra, como usted sabrá.
—Sí, señora duquesa. Pero habrá que cambiarlos. Los primeros ocho años de un niño son clave en su vida y cuanto antes se acostumbre Jaime, mejor.
Esta vez, la inglesa se calló a tiempo y no añadió lo que pensaba. «Es más, ojalá me hubieran llamado nada más nacer el niño. Tendré que cambiarle los hábitos. No hay problema, estoy acostumbrada, pero espero que nadie en la casa interfiera en mi trabajo como hizo Madame Boisier».
—Seguro, querida, seguro. —Elsa oyó a la duquesa a través de sus pensamientos—. Pero hasta que se fue mi nuera, hemos tenido un ama de cría, puesto que era impensable que ella le diera de mamar. Es una antigua costumbre española que yo impuse también con mis nietas, aunque todos me dicen que estoy desfasada. Pero ya irá usted descubriendo lo anticuada que soy, pese a los guateques que organizaba mi hijo con tal de que Marta no se deprimiera. Es obvio que yo prefiero el baile... Ah, los grandes bailes de mi época, que para eso tenemos estos maravillosos salones. Pero estoy desvariando. Contará usted con todo mi apoyo para dispensar una buena educación a mi único nieto. En cuanto a mi hijo —la duquesa se alzó de hombros—, hará lo que digamos.
—Y su nuera... —se atrevió a intervenir Elsa, algo sorprendida de lo mucho que charlaba doña Lily para ser aquélla la primera vez que se veían.
—Oh, no se preocupe, es probable que tarde en volver. Los últimos meses han sido agotadores, el final del embarazo, el parto... tiene que reponerse. Además, hacía tiempo que no veía a sus padres y creo que pasan por momentos delicados... Y ahora puede usted irse a descansar, no la entretengo más.
—Gracias, señora. ¿La doncella me vendrá a buscar?
—Desde luego.
Después de dar las gracias de nuevo a la duquesa, Elsa salió al pasillo. Vislumbró al fondo a la doncella que la había recibido nada más llegar al palacete. Doña Lily se quedó pensativa, de pie en medio del salón, mientras veía a las dos mujeres desaparecer. La dulce expresión de su rostro sonriente se fue borrando lentamente mientras sus espectaculares ojos azules se oscurecían hacia el violeta y aquellas magníficas arrugas que lucía con gracia y altura le ensombrecieron el rostro al contraerse, igual que los pliegues de los cortinones de Aubusson que colgaban de los grandes ventanales ensombrecían la luz de la primavera que intentaba filtrarse desde la calle Ferraz. Por unos segundos volvió a preguntarse si había hecho bien en contratar a la nanny. Pero fueron sólo unos segundos, porque cuando recordó a su nuera, no le cupo ninguna duda sobre lo imprescindible de su decisión.
Elsa atravesó la planta baja tras los pasos ligeros de Eugenia. Todo lo que vio a su paso le resultó apabullante, excesivamente recargado y con demasiados dorados: suelos de mármol en blanco y negro, fríos pese a los tapices y los entelados que cubrían la mayoría de las estancias. Aquello no casaba con su estilo inglés —«todo parece decorado por Napoleón», pensó con ironía—, mucho más sobrio y elegante, ni con su carácter austero.
Sin embargo, cuando vio sus dependencias, se disiparon sus temores. Entraron en una salita, en cuyo centro, ante un enorme balcón vestido con cortinones de paño verde, sobre unos visillos blancos y lisos, había una mesa redonda, cubierta con una falda de suave estampado floral que hacía juego con el papel de las paredes, de estilo muy británico. Sendas butacas orejeras, tapizadas como las cortinas, flanqueaban la mesa. La boca de la chimenea, que estaba encendida, era de mármol travertino, sin arabescos. Al lado, en el rincón de la derecha, había un puf leñera de asiento mullido y con grandes flecos, quizá para la noche, porque durante el día supuso que el servicio alimentaría el fuego. Ya había observado que el palacete tenía calefacción, aunque debía de haberse instalado no hacía mucho tiempo, porque algunos radiadores no lograban disimularse entre tanto mueble.
A la izquierda de la chimenea se alzaba un escritorio. Elsa pensó sin dudarlo que seguramente tendría algún cajón secreto: un buen lugar para esconder el anillo. De momento.
Le agradó la salita, aunque tenía en mente distribuirla de otra manera: pondría el escritorio al pie de la ventana y la mesa redonda con las dos butacas entre el balcón y la chimenea. Así tendría los sitios perfectos para leer, escribir y bordar.
Después pasaron al dormitorio, que también era muy agradable. Elsa se quedó prendada del cabecero de la cama, decorado con una pintura renacentista que representaba a la Virgen y a su madre, Santa Ana, cuidando de un niño pequeño. Por alguna razón, le emocionó.
—Y tiene usted baño —dijo Eugenia, y abrió la puerta que había al pie de la cama. Le enseñó, orgullosa, un baño blanco e impoluto. La bañera estaba llena y humeaba. Elsa no pudo adivinar en ese momento que el orgullo de la criada se debía a que había crecido en un hogar sin retrete.
La joven regresó a la sala, seguida de la doncella, que parecía no estar dispuesta a abandonarla ni para asearse. No sabía cómo hacerle entender que quería estar sola. Cuando volvieron al gabinete, Eugenia le abrió despacio la otra puerta que había en la estancia. Se llevó el dedo índice a los labios y, con una sonrisa y un movimiento de cabeza, la invitó a entrar.
En el centro de la alcoba, toda decorada en azul, había una enorme cuna, también azul y de diseño moderno, como el resto del mobiliario, en la que dormía plácidamente un bebé. Aunque los balcones tenían las dobles cortinas echadas, la chimenea encendida —el único vestigio del pasado en ese cuarto— proporcionaba una penumbra cálida. Por fin, Miss Redfield pudo admirar a su nueva criatura: un niño de abundante pelo moreno, largas pestañas, mofletes rellenos y manos regordetas, aunque estaba demasiado arropado para el gusto de la nanny. Embelasada, esbozó la primera gran sonrisa en muchas horas.
La ternura que la invadía era un sentimiento que ya había experimentado en las otras dos casas en las que había trabajado, primero, cuando se sentó frente a los rubios y blanquitos niños Fischer, de uno y tres años; y después con Jean-Jacques, el más pequeño de los Boisier, que no había cumplido ni los seis meses cuando lo cogió por primera vez en brazos. Jaime iba a ser el bebé más pequeño del que se iba a hacer cargo, pero la situación era diferente, porque, por lo que había entendido, el niño había pasado ya por las manos de varias mujeres.
Absorta en sus planes, no retiraba sus ojos de la cuna. De repente, pegó un respingo y estuvo a punto de pisar a la doncella. Si no hubiera sido por los reflejos de Eugenia, habrían tropezado. Elsa se acababa de percatar de la pasión con que se chupaba el bebé el pulgar de la mano derecha. ¿Quién podía cuidar al niño como para dejar que se chupara así el dedo?
Eugenia sintió una enorme sensación de triunfo al ver la cara de beatitud de la pelirroja ante la cuna. Ella y Basi, la cocinera, llevaban semanas ocupándose de Jaime encantadas: desde que la señora Marta y el ama de cría, a Dios gracias, se largaron cada una de donde nunca debían de haber salido. La primera, a Buenos Aires; la segunda, a su pueblo del Valle del Pas.
Eugenia, rota la solemnidad por la confianza del tropezón, se dirigió de puntillas hacia una puerta que había en el extremo de la habitación de Jaime e hizo un gesto a la nanny mientras la abría muy despacio. Un raudal de luz iluminaba un enorme dormitorio de cabeceros blancos, limpios y modernos, con colchas de color rosa y paredes empapeladas con motivos psicodélicos, redondeles en rosa, gris y blanco que marearon a Miss Redfield. Cuando vio el enorme televisor, estuvo a punto de tener que sentarse en una de las butacas: aquellas cajas que vestían la realidad de blanco y negro le producían cierta desconfianza. No tenía nada claro qué efecto ejercían sobre los niños, más allá de distraerlos de sus tareas y buenas costumbres.
Sobre el espantoso papel de redondeles colgaban fotos de Elvis Presley, banderines con motivos de diferentes ciudades de Europa y dos retratos de una niña rubia de ojos azules, bonita sonrisa y vestido blanco con merceditas y calcetines. «Con cariño para mi amiga Vera de Marisol». Lo mismo rezaba en la otra foto, pero ésta dedicada a Beatriz.
Sobre la mesilla que separaba las dos camas, decoradas como bomboneras de color rosa, había una foto grande enmarcada en plata de una mujer esbelta, de larga melena rubia que asomaba bajo una pamela de paja, con un vestido estampado, largo y atado al cuello, unos brazos llenos de pulseras y los pies descalzos. La nanny pensó que era un retrato de la famosa Brigitte Bardot, pero Eugenia la sacó de dudas.
—Es doña Marta. Las niñas piensan que su madre es guapísima, pero para mí es una extravagante.
—Bueno, es su madre y parece muy hermosa, efectivamente —cortó Miss Redfield, temerosa de que añadiera algo inapropiado—. No veo ningún retrato del señor duque...
Elsa se arrepintió nada más mencionar la ausencia de una foto del padre y temió que la doncella la considerara una cotilla, pero, si fue así, no se dio por enterada.
—Es que a su padre le tienen aquí, le ven cada noche y cada mañana. Y su madre, sabe Dios.
La nanny tomó nota del comentario, pero no se dejó arrastrar por el cebo que le acababa de tender Eugenia para que se interesara sobre el regreso o la vida de la joven señora. Beryl ya le había dicho en las cartas que eran la señora duquesa y su hijo quienes necesitaban ayuda para criar al niño. Ya se enteraría de los pormenores de la madre, de eso estaba segura. Dejó a la doncella con la miel en los labios, porque sin duda alguna le hubiera contado encantada algo más de la bella señora que se parecía a B.B., y siguió con el repaso a la habitación.
Instintivamente, Miss Redfield buscó las mesas de estudio, pero no las vio. Supuso que habría otro gabinete para estudiar y jugar tras la puerta que se abría en una esquina de la habitación. Sea como fuere, todo aquello le pareció un espanto, algo totalmente excesivo y fuera de lugar en una casa con la historia de los Peñalara. Pero las niñas no eran su problema. Ella era nanny y no institutriz.
Se giró y, con el rostro pétreo y sin mirar a Eugenia, volvió sobre sus pasos despacio, sin hacer ruido, a pesar de que llevaba zapatos de tacón medio. Era la ventaja de las suelas de goma. Necesitaba asearse. Se dirigió a la puerta de su gabinete, la abrió y esperó a que Eugenia reaccionara y saliera. Saludó con una inclinación de cabeza y cerró en cuanto la criada se marchó.
Se metió en la bañera y mientras se enjabonaba el cuerpo dentro de un agua para su gusto poco caliente, como había temido, Elsa se sintió aturdida. Le ocurría siempre que llegaba a una nueva casa.
Y en el hogar de los Peñalara había algo más: dos mundos con medio siglo de diferencia separados únicamente por un tabique. Estaba claro que Jaime debía educarse en el círculo de la duquesa, no en el de sus hermanas. No sabía aún por qué resquicio del palacete se colaba ese ambiente.
Elsa no ignoraba los estragos que estaban causando en la juventud parisina y londinense músicas como el rock o el twist. Eran modas que no le agradaban, aunque en algunos casos procedieran de su querida Inglaterra. Sin saber bien los motivos, había deducido que en Madrid el ambiente sería más auténtico. Sin embargo, a la vista de la habitación de las niñas, ese mundo anterior se extinguía hasta en las mejores familias, aunque éstas pervivieran bajo una dictadura tan terrible y rancia como la del general Franco.
La joven inglesa estaba entrenada para huir de la charlatanería, pero cultivaba su capacidad de reflexión y análisis, por eso era consciente de que nunca se había parado a examinar sus gustos. En su cabeza no cabía tal posibilidad de elección. No había tenido oportunidad de planteárselo porque, una vez que terminó la guerra y pudo estudiar en Londres, siempre bajo la orientación y gracias a la generosidad de Beryl Hibbs, nadie le había preguntado —ni siquiera ella misma— quién era o qué quería hacer. Con su madre consumida, sólo tuvo como referente a la novia de su hermano. Si cuidar niños era bonito, sería el camino que ella seguiría.
Pero una cosa era criar niños a los que podías moldear y otra hacer carrera de algunas criaturas, cuando ya llegabas tarde a su educación. Las niñas del duque no eran su problema, desde luego. Ahora bien, aquella televisión que seguro que pondrían alta y el ruido que harían al lado de la habitación de su bebé no le parecían convenientes e iba a cortarlos de raíz. También tendría que guardar las distancias con la doncella y el chófer. No había ama de llaves en la casa, o eso le parecía. No disfrutaban de mucho servicio, aunque era cierto que los electrodomésticos habían eliminado criados. Aun así, el protocolo era el protocolo... Mejor, se ahorraría los enfrentamientos tradicionales. Y hablaría con la duquesa, e incluso con su hijo. «¿No tendrá suficiente dinero que tiene que trabajar en un banco pese a ser aristócrata? ¿Tendrá el patrimonio embargado como muchos en Francia de los de su clase?». Puede que cuando le presentaran al duque saliera de dudas.
Terminó de bañarse y se envolvió en una agradable y enorme toalla blanca de felpa. Llevaba el pelo cobrizo recogido con una graciosa redecilla de moño en lo alto de la cabeza. Se dirigió hacia el armario, que tenía dos espejos en el interior. Sin duda no tendría buena cara, tras unas horas tan agotadoras. Y el día aún no había terminado. Se acercó al espejo y se miró las ojeras y las pecas. Había aprendido a convivir con ellas, pese a lo que le habían hecho sufrir desde pequeña.
Dio un paso hacia atrás y dejó caer la toalla a sus pies, como había visto que hacían algunas actrices en el cine. Tenía una figura bien proporcionada. Los pechos, no muy grandes pero perfectos, iban acompañados por una cintura estrecha, que desembocaba en unas curvas rotundas gracias a las caderas anchas y bien formadas, que se apoyaban sobre unos glúteos igual de firmes. Se ladeó y observó el perfil de sus nalgas. Quizá estuvieran un poco rellenas para lo que se empezaba a estilar en las pasarelas de modelos de aquellos años. En París, Madame Boisier no hacía más que mirar revistas de moda y se quejaba de que las maniquíes eran cada vez más escuálidas, algo que le hacía sufrir. A ella no. Las piernas largas, firmes y bien formadas finalizaban en unos pies algo grandes para una dama. Sus pies y las pecas eran los defectos que más le habían molestado en la adolescencia. Ahora, cuando estaba a solas y se daba tregua para examinarse como mujer, sólo se quejaba del tamaño de sus pies.
Hacía ya tiempo que se había reconciliado con su piel blanca de pelirroja. A algunos hombres, aquellas pecas esparcidas por su escote, hombros y espalda les resultaban atractivas. Se dio cuenta en Múnich, cuando el distante y serio señor Fischer le dedicaba más de una mirada cada vez que, en pleno verano, se ponía sus camisas blancas con los primeros botones desabrochados. Nunca supo que el alemán soñaba de vez en cuando con que aquellas manchas eran lunares colocados por un pintor puntillista y le asaltaban unas enormes ganas de recorrerlas con el dedo para ver si se podían borrar.
Aunque la nanny no podía suponer cuál era la ensoñación del sobrio señor Fischer, sí que advertía su mirada soterrada. Estaba aún estudiando en Norland cuando percibió que no resultaba en absoluto indiferente a los hombres, algo que no concordaba con la imagen que tenía que dar una profesional como la que ella quería ser. De ahí su esfuerzo en la sobriedad con su vestuario, más propio de nannies mayores, como Miss Hibbs o Miss Bobby, que el que llevaban las niñeras recién salidas del College, que utilizaban tonos más claros e incluso se permitían alguna nota de color.
Descalza sobre la tarima, se acercó hacia el ventanal del gabinete de puntillas para no hacer ruido y no despertar al niño y apartó los visillos. Daba a un jardín de estilo italiano, con un estanque que reflejaba los bustos romanos que había alrededor. La estatua de un enorme jabalí llamó su atención. Suspiró. Necesitaba respirar el verde, mirar las flores y los árboles más aún que la luz del sol; que esa luz de Madrid que tanto había impactado a Miss Hibbs, según le había comentado en alguna de sus largas cartas. Ni siquiera trabajando con los Franco se permitía su querida Beryl abusar un poco del teléfono.
Elsa se dirigió hacia el baúl y buscó sus libros. Había cogido los cuentos de Beatrix Potter para cuando Jaime fuera un poco más mayor, los libros de Alicia (aunque a Beryl no le entusiasmaba Carroll, por sospechoso, a ella le gustaba muchísimo) y todo lo que tenía sobre Peter Pan y Barrie. Posó su mirada en El pajarito blanco y no supo si tendría valor para leerle alguna vez a Jimmy, el nombre que le había adjudicado mentalmente al niño, la historia del billete que cayó a Le Serpentine. Desde su visita a Lyon, aquella visión que nunca la había abandonado estaba más fresca que nunca en su cabeza. Colocó los libros en una de las baldas de la única estantería que había en la habitación.
En otra balda ordenó con pulcritud a Colette, Vita Sackville-West y Elizabeth von Arnim, tres escritoras, como Beatrix Potter, que amaban las flores. En el tercer estante dejó Por quién doblan las campanas —desconocía que estaba prohibida por el franquismo— y Fiesta, de Hemingway. Le gustaba el americano y esperaba aprender cosas de España gracias a él. De su autor favorito, Scott Fitzgerald, tenía tres novelas. Aunque había sido una lectora empedernida de Austen y las Brontë —¡cuántas veces había lamentado no ser hija de un párroco y estar enamorada!— hacía tiempo que había agotado el filón de las escritoras victorianas.
Desde muy niña, cada vez que su hermano o Beryl le regalaban un libro —muchos procedentes de la casa de los Adams—, hundía su nariz entre las páginas. A veces, durante las larguísimas noches de la ocupación en Saint Helier, Elsi le rogaba a Beryl que parara de leer para que le dejara oler las letras. Cuando Elsa se vestía de Miss Redfield, como se disponía a hacer en ese momento, tenía claro que su amor por los libros era una debilidad. Pero cuando cada noche, en su dormitorio, Miss Redfield se transformaba en Elsi, se decía que era su mejor virtud.
Colocó la ropa en el armario —tres trajes, varias camisas, dos pares de zapatos, ropa interior y un abrigo de buen corte— y dejó para el final la búsqueda del cajón secreto del escritorio. No le costó encontrarlo y pronto supo cómo accionar el mecanismo de cierre y apertura. Había llegado el momento temido desde que la doncella de Beryl le había entregado el estuche de terciopelo azul. Abrió la cremallera lateral del interior de su bolso y sacó la cajita. Se había convertido en una pesadilla. ¿Por qué había aceptado aquel encargo? De nuevo se intentó convencer a sí misma de que no había tenido otro remedio. Con manos temblorosas, apretó el cierre del estuche y lo abrió, dejando al descubierto un maravilloso anillo de oro, engarzado con hermosos brillantes que recogieron toda la luz que filtraban los balcones. Cerró la cajita con fuerza. Le abrasaba los dedos. La metió en el fondo del cajón secreto y cerró el escritorio. Tenía la sensación de que en aquel pequeño hueco había encerrado al diablo.
Se puso la chaqueta de otro austero traje, éste con doble botonadura y falda a media pierna, y sus zapatos de suela de goma y cordones con unas medias gruesas. La joven y atractiva pelirroja del espejo quedó sepultada. Con todo, se permitió un detalle: se sacó el cuello de la camisa cruda por encima de la chaqueta. Se dirigió hacia la habitación de Jaime. El baño, aunque breve, había sido un buen reconstituyente. Estaba deseando que el bebé se despertara.