INTRODUCCIÓN

VIDA E IDEOLOGÍA DE DANTE A TRAVÉS DE SU OBRA

Dante Alighieri, padre de la lengua italiana, nació en 1265 en la ciudad-estado de Florencia, hijo de Alighiero di Bellincione y de Bella (Gabriella), de la que poco más sabemos sino que murió cuando el futuro poeta tenía alrededor de los diez años. La situación político-social de Florencia había colocado a la familia de Dante en una posición de segundo orden, aunque parece probado que pertenecía a la pequeña aristocracia (hace referencia a ello en la DIVINA COMEDIA, Paraíso, Cantos XV y XVI). La decadencia de la mayoría de las familias de la antigua nobleza era evidente a mediados del siglo XIII, tras el desarrollo del comercio y la banca y la importancia conquistada por la burguesía en la vida pública.

Según la costumbre de la época, el padre negocia el matrimonio de Dante (forma familiar del antropónimo Durante) y lo casa, siendo todavía niño (1277), con Gemma di Manetto Donati, aunque el matrimonio no llegase a consumarse sino diez o doce años más tarde. De este matrimonio habrán de nacer tres o quizá cuatro hijos. Poco podemos decir sobre sus estudios, que se supone fueron los obligados para un joven de su clase social, es decir, poco más que la escritura y la aritmética, aunque hay una tradición que lo hace estudiante de la famosa Universidad de Bolonia. Su verdadera formación se llevará a cabo más adelante, como veremos. Lo que podemos deducir de sus escritos (hay que tratar con desconfianza los datos aportados por los primeros biógrafos y comentaristas) es que, a pesar de la modestia de medios económicos, participaba en la vida oficial de Florencia y que pronto estuvo en contacto, además, con el ambiente poético e intelectual del momento, que dará lugar a sus relaciones y amistad con el poeta Guido Cavalcanti, centro florentino de la escuela poética del «Dolce Stil Novo». De esta etapa y estas experiencias parten las composiciones que forman el Canzoniere de nuestro autor, en el que no solamente podemos estudiar su evolución estilística y temática (desde los comienzos trovadorescos y de influencia de la Escuela poética siciliana, fríos y manieristas, hasta la profundidad conceptual y el refinamiento característicos del stilnovismo), sino su desarrollo personal hasta conseguir la conquista de un estilo propio que corre parejo a la construcción de un sistema ideológico independiente de las influencias de los poetas contemporáneos. Para comprender y valorar a fondo sus obras, predominantemente amorosas como exigía el quehacer poético del momento, debemos alejarnos tanto del análisis biográfico como de la teoría que quiere ver en el Canzoniere exclusivamente una ejercitación formal en busca de un estilo. Se trata de un proceso de maduración intelectual que, naturalmente, tiene su reflejo y su correspondencia en la consecución de un código y un estilo personal. No negamos, pues, la realidad histórica de los varios amores, pero insistimos en que un determinado amor es el resultado de una elección y que esta elección se produce desde los diversos estados de madurez intelectual y psíquica.

Momento decisivo para la vida de Dante (y, como veremos, para el desarrollo de su obra) es su encuentro con Beatriz. De su existencia real no se duda hoy (Beatrice di Folco Portinari, casada con un miembro de la prestigiosa familia Bardi, conocida desde su niñez por nuestro poeta y muerta en 1290), pero el desarrollo de esta pasión y su transformación por medio del lenguaje universalizante de la poesía han hecho de Beatriz otro de los puntos de controversia de la crítica dantesca, porque de la exacta definición de este amor depende la valoración e interpretación de la obra de Dante y especialmente de su DIVINA COMEDIA. De la existencia real de Beatriz y de su trasformación simbólica surge la literatura alegórica que tanta importancia tiene en la Edad Media europea. La historia de esta relación amorosa y de los efectos que la muerte de Beatriz produce en Dante está relatada prolijamente en la Vita nuova, pero con una prolijidad que se traduce constantemente al lenguaje simbólico, lo que hace de la obra más un autopsicoanálisis que una autobiografía.

En la Vita nuova encontramos las primeras búsquedas, en una lengua romance, de ese código de signos para la expresión alegórica que tanta importancia habrá de tener en la literatura posterior. La obra, además, nos preanuncia en su último capítulo la idea que, desarrollada, dará lugar al gran poema que es la DIVINA COMEDIA, en el que ya Dante, sin haberla escrito todavía, desde el puro acto de su concepción, considera que «dirá de Beatriz lo que nunca ha sido dicho de mujer alguna». Para entender la Vita nuova y, sobre todo, para comprender cómo una vivencia subjetiva puede llegar a objetivarse hasta tal punto, hay que tener en cuenta el intento «poetizador» que la obra supone: pasar a categoría universalmente válida lo que no era más que experiencia personal. En el sistema de valores retóricos del siglo XIII esto supone una verdadera revolución; desde nuestra perspectiva podríamos calificar la experiencia de prehumanista. Querer ver en la Vita nuova sólo el aspecto biográfico es tan estéril como olvidarlo por completo. Se trata, en todo caso, de una biografía interior, de la narración de unas vivencias psicológicas que se traducen en una determinada postura intelectual. En esta dimensión, la obra es verdaderamente nueva, «nuova», aunque el lenguaje y el esquema mental a que corresponde la mantengan enmarcada por completo en el medioevo.

Lenguaje concreto y dimensión alegórica son en esta obra dos vertientes que coinciden en una misma realidad a la que llegan a trascender en un proceso místico del que Dante es consciente, en el doble plano de protagonista de la vivencia interior que describe y de creador de ese lenguaje descriptor.

La sublimación de este amor se produce a través de la entrega absorbente a los estudios de filosofía, en un proceso de maduración vivencial al mismo tiempo que de formación intelectual. Ésta es la «nueva vida» que inicia Dante y que le hace apartarse de la escuela poética «stilnovista» para entregarse a una labor de creación sin precedentes. También son los años en los que más intensamente se dedica a la política, en una conjunción en la que es imposible separar al intelectual y al hombre público; por una parte, su actuación es siempre la consecuencia de su rigor racionalista, y por otra, de su experiencia diaria de los hombres y de la situación política italiana; y ambas quedarán reflejadas no sólo en sus obras teóricas, sino en su máximo poema. Pocos personajes de la historia, ni siquiera habiendo tenido mayor o más duradera importancia en el quehacer público, ofrecen como Dante este perfecto maridaje de teoría llevada a la práctica, de razón y acción. Desde que en 1289 participara en la batalla de Campaldino (que significó la victoria de los güelfos florentinos sobre los exiliados gibelinos) su actividad política estaba ligada, en cierto modo, a la suerte del güelfismo, que predicaba la independencia del comune, aunque, como veremos, en el interior del centrismo que representaba el partido güelfo se estaba incubando el extremismo de derecha que poco después había de tomar el poder y haría de Dante la más significativa de sus víctimas. Con los nombres de Blancos y Negros (tomados de las luchas políticas que habían tenido lugar poco tiempo antes en Pistoia) se conocen, respectivamente, a los defensores de un estado de equilibrio y a los extremistas que buscaban la implantación de una dictadura derechista, apoyando la política territorial del Papado.

Miembro del «Consiglio» del pueblo (1295), compromisario para la elección del «priore» (1295), miembro del «Consiglio dei Cento» (1296) y, finalmente, «priore» (1300), grado máximo que alcanzó en el gobierno de la República, aunque su vida política activa se prolongase todavía hasta finales de 1301, en que, con el triunfo de los Negros, termina su carrera pública y empieza su doloroso aunque fecundo exilio. La política de dominio temporal del Papado, personificada en la época a que nos estamos refiriendo en Bonifacio VIII (papa que, junto con Nicolás III, está condenado en el Infierno en los términos más duros), quien aliado con Carlos de Valois favorece insidiosamente al bando de los Negros con la intención de extender la influencia primero y el dominio de la Iglesia después sobre toda la Toscana, marca la vida de nuestro autor. Cuando en noviembre de 1301 Carlos de Valois se apodera de Florencia, Dante, que no se encuentra en la ciudad, es condenado, junto con los Blancos más destacados en la política antipapal, al exilio, y más tarde, en rebeldía, a muerte.

Comienza el largo exilio que había de durar veinte años y que sólo termina con la muerte del poeta. Los diferentes intentos de recuperar el poder perdido por los Blancos fracasan uno tras otro y las esperanzas de los primeros tiempos van cediendo el paso a la evidencia de la imposibilidad de volver a la patria. El hombre sufre, el político duda, pero el poeta supera, en una visión universalizante, la experiencia concreta para entregarla a las generaciones por venir hecha teoría, belleza, inmortalidad. Del largo y doloroso exilio nos quedan noticias del alma y de la situación de nuestro poeta en las epístolas que se han conservado: incertidumbre, cansancio, pobreza y la cada vez más patente desilusión que le hará apartarse de su partido.

La Vita nuova. Las Rime

Cuando Dante debió empezar sus primeros ejercicios poéticos, muy joven todavía, el modelo de todos los poetas toscanos era Guittone d’Arezzo. La poesía se desarrolla en estos momentos en la doble dirección del amor cortés o de las composiciones de circunstancias, realista y no pocas veces desvergonzada, en las que se desahogaban las pasiones políticas de la vida comunal. La lírica amorosa consistía en poco más que ejercicios fríos y amanerados para resolver cuestiones teóricas sobre la naturaleza del amor y para entablar disputas (tenzoni) sobre materias convencionales o de circunstancias. Pero la naturaleza de este tipo de poesía no podía durar: un cierto cansancio y, desde luego, la ampliación de los intereses intelectuales y el dominio de la lengua y la técnica poética nos llevarán en el plazo de pocos años a la realización de la verdadera poesía, de aquella que eterniza cualquier temática humana desde la inspiración lírica.

En el caso de Dante, tenemos ocasión de ver esta evolución desde la poesía cortés, pasando por el «Dolce Stil Novo», que superará más adelante, hasta la sublimación que está en la idea inspiradora de la DIVINA COMEDIA. Pero, además, porque él mismo nos deja una historia de esta evolución en la Vita nuova. Escrita en 1293, tras la muerte de Beatriz, supone en primer lugar una selección hecha de entre las composiciones de juventud de nuestro poeta; con este criterio selectivo, que ya implica un acto valorativo, Dante excluye muchas de sus composiciones y recoge un cierto número de ellas, ligadas de forma coherente a una especie de autobiografía amorosa que es, al mismo tiempo, una historia de su trayectoria poética. Desde la ya lejana tenzone con Dante da Maiano hasta la primera composición de la Vita nuova, «A ciascun’alma presa e gentil core», algo, y aun mucho, ha cambiado para bien de la poesía.

La obra se articula en torno a un número de composiciones que van encadenadas entre sí por medio de un comentario en prosa de carácter autobiográfico y con la particularidad de que no se limita al análisis de los correspondientes poemas, sino que traza a grandes rasgos la evolución de la experiencia espiritual del poeta en la forma aparente de la historia de su amor por Beatriz. No debemos pensar, sin embargo, que se trata de una novela de amor; la parte biográfica, mezclada con raptos e interpretaciones de sueños, con premoniciones y desmayos, hay que leerla en su dimensión simbólica porque hace referencia a un mundo de valores espirituales. Pero tampoco se trata de un simple pretexto, como ocurre en los cancioneros provenzales, para ensartar y comentar unos poemas, porque los comentarios en prosa de la Vita nuova son también la historia interna de la lírica dantesca. Igual que ocurre en la poesía de la escuela siciliana y en el stilnovismo, estos amores son de naturaleza más literaria que biográfica, aunque puedan tomar como pretexto o como meta a mujeres concretas de carne y hueso. La relación amorosa, la mujer, el lenguaje, la casuística amorosa, las tenzoni doctrinales sobre la naturaleza del amor, etc., quedaban en un puro juego conceptual y cortesano. Sentado esto, vamos a dar brevemente el argumento «histórico» de la Vita nuova.

El poeta queda impresionado a los nueve años por la primera visión de la todavía niña Beatriz, a la que volverá a encontrar nueve años más tarde. Nace inmediatamente un amor que, a través de algunas desviaciones argumentales, va a ser único al convertirse, sobre todo después de la muerte de la amada, en un recuerdo que se va sublimando al mismo tiempo que la figura de la mujer se difumina en concepto, en ejemplo de vida insuperable, en alma subida al cielo y, por tanto, en inspiradora de la tendencia de Dante a la gloria eterna y a la beatitud a la que lo invita el nombre de la amada. El número NUEVE con el que juega desde el principio de la obra ya nos previene, dentro de la simbología de los números tan de moda en la mentalidad medieval, del carácter alegórico de la lectura: es como si la naturaleza de Beatriz fuese ya un milagro obrado por Dios para que sirviese de ejemplo a la humanidad en esta tierra al mismo tiempo que un impulso hacia la salvación. Del mismo modo que el número TRES es símbolo de la Trinidad, el NUEVE, que es la potencia del TRES, es símbolo de lo producido directamente por Dios, en este caso Beatriz. Seguimos, pues, con la casuística de la «donna di paradiso» propia del Dolce Stil Novo, pero la evolución posterior del pensamiento y de la poesía de Dante nos abre nuevos horizontes.

En los comienzos de estos amores toda la felicidad de Dante consiste en el saludo que le dirige Beatriz cuando lo encuentra (recordemos el juego de palabras implícito en saluto-salute, «saludo-salvación»), que se manifiesta en la vacilación, la palidez y el éxtasis del poeta. Para disimular y ocultar la identidad de la amada, siguiendo las reglas del amor cortés, Dante aparenta amar ostentosamente a otra mujer que le sirva de pantalla (la donna schermo), pero Beatriz le retira el saludo. Dante sigue provocando las ocasiones para encontrarla, sigue cayendo en éxtasis, enferma. Unas gentiles damas (le donne gentili) se interesan por él y se extrañan de su insistencia en encontrarse con la gentilissima si es incapaz de soportar los efectos que su vista le produce. Dante responde que si ella y su señor el Amor le han privado de la felicidad del saludo, nadie podrá arrancarle nunca otra felicidad que es sólo suya: la de alabar continuamente a la mujer amada.

Por lo que yo, pensando en estas palabras, me separé de ellas casi avergonzado e iba diciéndome para mis adentros: «Puesto que toda mi felicidad está en decir alabanzas de mi amada, ¿por qué he empleado mis versos en otra cosa?». Y por eso me propuse como tema de poesía, ya para siempre, todo lo que fuese en alabanza de esta gentilísima mujer.

Abandona, pues, cualquier otro tema poético, y se dedica a exaltar a Beatriz como única felicidad. Hasta las almas de los beatos, en el cielo, quisieran tenerla entre ellos; incluso si se condenase, el poeta sería feliz en el infierno sólo con el recuerdo de la amada, «Angelo clama in divino intelletto...».

Un ángel se dirige al divino intelecto y dice: «Señor, en la tierra se están viendo hechos milagrosos en la acción que procede de un alma cuyo resplandor llega hasta aquí arriba».

El cielo, que no tiene otro defecto más que no tenerla a ella, se la pide a Dios y todos los santos solicitan esta gracia. Sólo la Piedad nos la deja en esta tierra cuando les contesta Dios, hablando de mi amada: «Hijos míos, por ahora soportad pacientemente que vuestra esperanza permanezca hasta que yo quiera allí donde está, donde hay un hombre que pronto la perderá y que dirá en el infierno: ¡Malnacidos, yo he conocido la esperanza de los beatos!».

La belleza de esta alma, que es capaz de producir tales efectos en el cielo, ¿qué no hará aquí en este mundo? Derrama la gracia a su alrededor, inspira paz y buenos sentimientos a quien la mira, aplaca los odios y aleja todo mal pensamiento:

Tanto gentile e tanto onesta pare

la donna mia quand’ella altrui saluta,

ch’ogne lingua devèn tremando muta

e li occhi non l’ardiscon di guardare.

Ella si va, sentendosi laudare,

benignamente d’umiltà vestuta;

e par che sia una cosa venuta

da cielo in terra a miracol mostrare.

Mostrasi sì piacente a chi la mira,

che dà per li occhi una dolcezza al core

che ‘ntender non la può chi no la prova;

e par che de la sua labbia si mova

uno spirto soave pien d’amore

che va dicendo a l’anima: «Sospira»1.

La presentida muerte de Beatriz (tanta felicidad y belleza no podían ser para este mundo) se produce finalmente (cap. XVIII). El dolor se manifiesta en algunas composiciones incluidas en el libro, entre ellas «Li occhi dolenti», pero también en una serie de lucubraciones filosóficas sobre el valor de los números y su influjo en la muerte de la amada y en la hora y día de la misma, que, si por una parte nos dejan fríos, por otra nos invitan a reiterar la afirmación que ya hemos hecho: no se trata de una verdadera biografía histórica, sino de una obra que hay que leer en su valor alegórico. A ello nos invitan igualmente los comentarios poéticos a las composiciones dedicadas a la donna gentile (el consuelo, la filosofía...) que se apiada de Dante o la interpelación a los peregrinos, ajenos al dolor del poeta y de la entera ciudad que han perdido a tan hermosa criatura. Por otra parte, la ambigua relación que se establece con la donna gentile, que comienza en la común simpatía ante el hecho luctuoso pero que poco a poco se va manifestando en una pasión que señorea el corazón de Dante y contra la que sólo puede ofrecer resistencia la razón, que no los sentidos, provoca un día la aparición del recuerdo de Beatriz, que lo hace arrepentirse y avergonzarse de su ligereza y lo invita a entregarse con renovados esfuerzos a la única pasión no vituperable, los estudios. ¿Es entonces Beatriz el consuelo de la Filosofía? La obra de Boecio está desde luego en la inspiración de la Vita nuova, como lo está el De Amicitia, de Cicerón, según nos confiesa el mismo Dante en el libro II del Convivio, obra que, aunque escrita unos doce años más tarde, sigue invitándonos a la lectura alegórica.

La obra termina con la «mirabile visione» y anuncia el auténtico milagro que se plasmará, muchos años después, en el gran poema:

... se me apareció una admirable visión en la que vi tales cosas que me decidí a no hablar más de esta bendita alma hasta que no pudiese tratar de ella como verdaderamente se merece. Y para ello trabajo y estudio cuanto puedo, como ella sin duda sabe, para poder si quiere Aquel que es fuente de toda vida que la mía dure aún unos años, decir de ella lo que todavía no ha sido dicho de ninguna. Y después, quiera Aquel que es señor de todo Amor, que mi alma pueda regocijarse en la contemplación de la beatitud de mi amada, de esa bendita Beatriz que gloriosamente está mirándose en la cara de qui est per omnia seacula benedictus (cap. XLII).

Las composiciones que forman el entramado de este libro responden a una inspiración genuinamente «stilnovista», referible a las dos opciones más distanciadas que ofrecía esta escuela y que podemos personificar en las figuras de Guinizzelli y Cavalcanti: la donna angelicata trasunto de la idea divina, en el primero, y la idea inalcanzable, fugitiva y, por tanto, fuente de dolor, en el segundo. En cuanto al criterio según el cual fueron seleccionadas estas composiciones y rechazadas tantas otras, hay que recurrir a la hipótesis de una elaboración a posteriori. En otras palabras, y una vez rechazada la idea de una interpretación autobiográfica, descubierta la poética de la lode, Dante quiere exponerla «científicamente», para lo cual crea la ficción de la anécdota amorosa sobre las realidades históricas de la existencia y de la muerte de Beatriz, de sus propias ejercitaciones filosóficas y de sus proyectos poéticos, el todo dentro de la poética cristiana que traduce en ejemplo de enseñanza moral las experiencias personales.

Este intento de ejemplificación o de trascendencia de los datos históricos concretos al mundo abstracto y universal de las ideas (y de ahí la posibilidad de su operatividad ética) se manifiesta en los procedimientos lingüísticos que van construyendo la narración en prosa y que nos señalan claramente que la intención primaria del autor no es narrar, sino poner de manifiesto los momentos ejemplificadores que, unidos por la prosa, forman la cadena de esta «biografía moral».

El resto de la producción lírica de Dante se va construyendo a lo largo de su vida, con las irregularidades e interrupciones que le imponían sus empeños en obras de mayor erudición y doctrina y, desde luego, con el punto final y definitivo que le impone la elaboración de su máximo poema. En esta producción, salvando cuanto es salvable por la inmensa personalidad de nuestro poeta y dejando señalados los cambios de estilo e inspiración que se van dando en la evolución biológica e intelectual de una larga vida, la poesía de Dante coincide con la de escuelas y poetas contemporáneos.

Sus primeras obras, efectivamente, van dirigidas a los fedeli d’Amore, a los poetas a los que invita a razonar sobre el amor; se trata, pues, no sólo del diálogo poético con un grupo o escuela, sino de la aceptación de una maniera de escribir, estilística, temática y técnica. No podía ser de otra forma y, de hecho, aquellas composiciones que podían servir para ilustrar una nueva y personal poética van a ser entresacadas de entre la producción juvenil para construir con ellas el entramado «científico» de la Vita nuova, constituyendo con ellas un canzoniere o argumento biográfico. El resto de su obra lírica, cuanto no ha sido incluido en la Vita nuova, está formado por composiciones sueltas, de diferentes períodos e inspiración, que, al no poder ser enmarcadas en una unitaria historia de amor, no deben ser llamadas canzoniere. La crítica moderna se refiere a ellas con el nombre genérico de Rime.

Partiendo, pues, de la sujeción a usos, costumbres y técnicas de su época, se va perfilando en la poesía de Dante una personalidad lírica que corre paralela cronológicamente con su obra mayor (la COMEDIA, pero también las otras obras doctrinales) y que estilísticamente no se diferencia en lo sustancial de las producciones de sus coetáneos. Encontramos coincidencia con elementos propios de la escuela siciliana o de Guittone, de los poetas «stilnovistas» o de los burlescos-satíricos; canzoni de alta inspiración doctrinal o composiciones ligeras como los madrigales y baladas dirigidos a una Fioretta, una Violetta o una anónima niñita (la pargoletta), que han hecho correr ríos de tinta a los críticos que han querido encontrar tras estos nombres las personalidades de las concretas mujeres que Dante amó. Empeño inútil no por las dificultades que encierra, sino porque esta crítica parece olvidar cuanto hay de escuela, de eco, de pura moda en este tipo de poesía.

El número de composiciones que constituyen las Rime es igualmente inseguro porque provienen de diferentes manuscritos: algunas ofrecen una absoluta seguridad, sí, pero otras se atribuyen tradicionalmente a nuestro autor. Tampoco es posible fijar la cronología de la mayoría de ellas ni respetar, por tanto, un orden que no sea el establecido por una tradición a posteriori que intenta organizarlas por materias: poesía de amor, alegórica, doctrinal, rime petrose, etc.

El Convivio

El mayor interés externo del Convivio radica en que, por la fecha de su composición (a partir de 1304 e interrumpido alrededor de 1306), podemos deducir que Dante ha terminado o está completando ya el período de formación a que alude al final de la Vita nuova y se encuentra en posesión del patrimonio científico y cultural que le permitirá enfrentarse con la parte más empeñada, ideológica y lingüísticamente, de su obra.

El enciclopedismo doctrinal enmarca perfectamente la obra en el gusto de la época: en quince tratados (era el proyecto inicial, aunque sólo compusiera el que sirve de introducción y los tres siguientes) intentaba el desarrollo de una serie de argumentos que resolviesen toda la problemática sobre la naturaleza y la sociedad humanas. Cada uno de ellos debía venir articulado y desarrollado alrededor del comentario de una canzone doctrinal. En la introducción nos explica la intención de la obra: enseñar de forma concentrada y compendiosa a todos aquellos que no han podido dedicarse al estudio por sus honradas ocupaciones en otras facetas de la vida. Para alimentarlos con la sabiduría los invita a un banquete (convivium) en el que las canzoni constituirán los diferentes platos y los comentarios a las mismas harán las veces del pan. Naturalmente, no se dirige a las personas cultas, que ya saben, aunque muchos hayan hecho del saber un instrumento innoble, sino a los nobles de espíritu, príncipes, caballeros y personas de toda condición deseosos de saber pero a los que las ocupaciones terrenas no han permitido acercarse al banquete de los ángeles que es la sabiduría. Por eso, y nos da las razones en los capítulos V al XIII del primer tratado, la obra ha sido escrita en italiano.

Por primera vez se enfrenta de forma orgánica con el tema de los cuatro sentidos que aparecen en la escritura: el literal, que no va más allá del argumento inventado de una obra (non si stende più oltre che la lettera de le parole fittizie); el alegórico, que se esconde bajo el primero pero que es la manifestación de una verdad oculta en el argumento imaginario; el tercer sentido, moral, es el que existe y debe buscarse en toda obra como ejemplo de conducta, y el cuarto o anagógico, que nos lleva a ver en cuanto se dice, y que es literalmente verdad, un reflejo de las verdades superiores referentes a la divinidad y al mundo espiritual (per le cose significate significa de le superne cose de l’etternal gloria). Los comentarios a las canzoni con los que se desarrolla el tratado van articulados en la exposición de los cuatro sentidos, por lo que, una vez pasado el estadio de comentario literal o argumental, entra en la exposición científica de los conocimientos doctrinales de su época. Como veremos más adelante, el método es imprescindible para la correcta y completa comprensión de la DIVINA COMEDIA.

En el segundo tratado, tomando pie de la canzone «Voi che ’ntendendo il terzo ciel movete», expone los conocimientos referentes a la composición y ordenación del cosmos, la naturaleza y función de los cielos, según la astronomía medieval: los siete cielos y los «movimientos» imprimidos por los ángeles, la naturaleza de los mismos, influjos sobre los hombres, inmortalidad del alma, etc. En el sentido alegórico, los siete cielos serían las siete ciencias encuadradas por la cultura medieval en el Trivium y el Quadrivium. El amor del que trata en la canzone sería, pues, la Filosofía, amor por la sabiduría.

En el tercer tratado comenta «Amorche ne la mente mi ragiona», como una alabanza de la Filosofía, tanto per se como por sus efectos. Dios, los ángeles y los hombres poseen la capacidad de todo conocimiento, aunque los últimos de forma imperfecta. La sabiduría da la felicidad y es al mismo tiempo guía moral. También el recto obrar conduce a la felicidad, en ese intento de reducción al uno, típico del saber medieval.

En el cuarto tratado, construido a propósito de «Le dolci rime d’amor ch’io solia», se desarrolla el problema de la naturaleza de la verdadera nobleza. Es el más amplio de todos ellos y tiene, además, una diferencia sustancial con respecto de los anteriores: se analiza en él solamente el sentido literal. La idea estudiada se articula en dos momentos principalmente: en qué consiste la nobleza según la opinión ajena y según la propia opinión. Trata además de ideas que veremos desarrolladas en el Monarchia y que están en la base del pensamiento político y providencialista que forma parte de la DIVINA COMEDIA.

De vulgari eloquentia

Con el tratado De vulgari eloquentia Dante se enfrenta no solamente con el problema de la lengua literaria, y el estilo, sino que por ciertas alusiones y comentarios podemos decir de él que es el primer crítico de la literatura italiana, porque en los ejemplos que cita, de poetas anteriores e incluso contemporáneos, emite juicios que, si bien se encuentran alejados de nuestros criterios y sensibilidad, nos permiten discernir cómo un pensador del siglo XIV veía la actividad literaria de su época.

Las fuentes en las que se apoya para la organización de su pensamiento son tanto medievales como clásicas, aunque la originalidad del tratado en algunas conclusiones o en el hecho de estar referido a la lengua italiana sea indiscutible. Dante es consciente de ello: «cum neminem ante nos de vulgaris eloquentiae doctrina quicquam inveniamus tractasse».

La finalidad de la obra, como se deduce del título, es la definición de la lengua italiana y su capacidad para la expresión literaria. Nuestro autor inaugura, pues, el estudio del problema que irá apareciendo intermitentemente a lo largo de la historia de la literatura italiana y que es conocido con el nombre de questione della lingua: la búsqueda de la identidad de una lengua literaria y la fijación de un determinado modelo de la misma, entre una selva (y la imagen es del mismo Dante) de usos regionales y dialectales no codificados por un sistema unificador basado en el criterio del predominio político o cultural de una determinada región. Así como la expansión y el poder de Castilla impone relativamente pronto el castellano como lengua de comunicación a todos los niveles, la falta de unificación política italiana retrasará la solución del problema.

En el primer tratado del Convivio hace una referencia que nos permite fechar el De vulgari eloquentia como empezado a partir de 1304. Poco más se puede deducir sobre la fecha de su composición, que, por otra parte, queda interrumpida pronto: parece ser que un plan general de la misma debería haber estado articulado en cuatro libros, pero Dante compuso solamente el primero de ellos y unos catorce capítulos del segundo.

Partiendo de lo general, la lengua originaria del primer hombre (de la que vuelve a tratar con un criterio diferente en Paradiso, XXVI) y la infinita diversificación que se produjo en la confusión de Babel, y a través de la pormenorizada distinción entre lengua natural, aprendida por todos cuando niños sin necesidad de estudio, y lengua gramatical o culta (se refiere, naturalmente, al latín, aunque esta definición sea extensible a toda lengua sometida a una norma regularizadora), que se aprende por medio del estudio, nos lleva a los intentos de estructurar una lengua natural italiana que, privada de formas incultas y no literarias, sea al mismo tiempo gramatical.

El adjetivo volgare del título debe ser entendido, pues, como lengua madre, es decir, lengua originaria y espontánea, apta para la comunicación hablada, familiar y cotidiana. Como ya hemos dicho, poseída por todos los miembros de una comunidad pero no sujeta a una reglamentación que la unifique y la haga capaz para la expresión de más altos niveles éticos y estéticos.

El panorama lingüístico italiano que ve Dante es variado y fragmentario, aunque intuye el tronco común al que pertenece y que él distingue de los otros troncos europeos occidentales por el uso de uno u otro adverbio afirmativo: lengua de oil, para las variedades del francés; lengua de oc, para los yspani (se refiere al lemosín, lengua poética común de provenzales y catalanes), y lengua de si o italiano. Esta última, que se habla «desde Génova hasta Sicilia», está dividida según Dante en catorce dialectos que, a su vez, se subdividen en multitud de variedades menores, llegando a distinguir incluso entre usos de ciudades próximas pertenecientes al mismo dialecto (como hace entre el senés y el aretino) y hasta entre barrios de una misma población, como cuando nos habla del boloñés del barrio de San Felice y del de Strada Maggiore. Esta atomización de la lengua espontánea puede llegar al infinito y originar una nueva Babel, por lo que es necesaria la creación de una lengua común que resista la descomposición y en la que se reconozcan los ciudadanos de una misma patria; una lengua italiana que sea común y elegante, apta para la expresión de altos pensamientos y hermosas formas.

En este sentido, va pasando revista a las diferentes lenguas en que se había manifestado ya la poesía italiana, desde la siciliana (que, naturalmente, él conocía por los cancioneros toscanizados) hasta la suya toscana, que también rechaza por sus formas demasiado «municipalistas», aunque salva del uso de estos particularismos a algunos toscanos, entre los que, sin nombrarse, se incluye a sí mismo. Llega así a la enumeración de los rasgos de este italiano vulgaris excellentiam:

Llamamos italiano ilustre, cardinal, áulico y curial a aquel que se dé en todas las ciudades italianas pero que no sea característico de ninguna de ellas en particular y que sirva de elemento de referencia, de medida y de comparación de las hablas particulares de las diferentes ciudades.

Ilustre o culto «porque esté sublimado por el magisterio»; cardinal o central porque a su alrededor se articule el entendimiento entre todas las gentes; áulico o cortesano porque si en Italia hubiese una corte, «ese sería el lenguaje de la misma»; y curial o reglamentado «porque responda a las exigencias de elegancia y propiedad». Los italianos, que no tienen esa monarquía política a que se refiere Dante, tienen en cambio «una unidad racional» que les permite sentirse copartícipes de la misma cultura.

El segundo libro, incompleto como ya hemos dicho, desarrolla una temática literaria en ciernes pero de sumo interés para entender la estética y la estilística de la literatura del período que estamos estudiando. Trata en primer lugar de la poesía que, como más artificiosa, debe marcar las pautas de este particular uso lingüístico. La prosa d’arte, siguiendo el modelo lingüístico que la poesía ofrece, constituirá el segundo escalón, en sentido descendente, de esta escala de usos que se contemplan en el tratado. Traza a continuación una rápida historia de la producción poética desde los provenzales y los sicilianos hasta la poesía sículo-toscana, para terminar en la escuela «stilnovista», a la que él mismo pertenece, y que constituye el más alto nivel a que había llegado la poesía italiana en la época en que se escribe este tratado.

Las indiscutibles aportaciones del tratado, en algunos casos con un sorprendente sentido moderno, no podían dejar de estar atadas a conceptos y valoraciones medievales; la teoría de los estilos, por ejemplo, está íntimamente ligada al concepto del contenido. De ahí surge la exposición de la tripartición de los estilos (rota Vergilii) en óptimo, cómico y elegíaco, que estarían reservados, respectivamente, a la personalidad de creadores cultos, semicultos o ignorantes. Todo enmarcado y probado desde la perspectiva medieval de las tres almas que animan la naturaleza humana: racional, animal y vegetativa.

El tratado tiene, al lado de intuiciones geniales, deducciones erróneas y carencias debidas al nivel de conocimientos de la época de su autor. La variedad de las fuentes pone de manifiesto, por otra parte, la vasta cultura de Dante y el interés con que, desde varios puntos de partida, se enfrenta con su temática. Sus fuentes clásicas van desde Aristóteles y sus comentaristas escolásticos hasta la Rhetorica ad Herennium y la Epistola, de Horacio; las medievales son mucho más variadas, partiendo de las artes dictaminis y de las recopilaciones enciclopédicas, como el Trésor, de Brunetto Latini, y acoge obras de temática más concreta como la Poetria nova, de Gaufroi de Vinesauf, o la Poetria de arte prosayca, metrica et ritmica, de John of Garland. Sus conocimientos de la poesía provenzal y de sus derivaciones italianas son igualmente asombrosos.

Monarchia

El tratado político Monarchia, aunque aparentemente pueda ser considerado fuera de los límites de la literatura, entra perfectamente en nuestro campo de interés, porque sólo desde él se puede interpretar correctamente el pensamiento de Dante en general y la dimensión cósmica de la DIVINA COMEDIA en particular. La actividad política de nuestro autor y consiguiente exilio (con las consecuencias literarias a que este último dará lugar) están ligados igualmente a las ideas expresadas en este tratado. Por otra parte, el sincretismo medieval no permite separar las diversas actividades del ser humano (la creación literaria, la actuación política e incluso la vida privada), que han de ser consideradas como la puesta en acto del intelecto posible hacia un fin providencialmente ordenado.

Una misma idea puede aparecer —y de hecho aparece— en alguna canzone, en el tratado que estudiamos aquí, en las lucubraciones del Convivio y en la estructura alegórica de la DIVINA COMEDIA, con las únicas diferencias debidas a las servidumbres del género literario correspondiente y al lenguaje del público al que va dirigida.

Por otra parte, la multisecular disputa entre el Papado y el Imperio adquiere, precisamente en la época de Dante, una especial virulencia por el enfrentamiento entre Felipe el Hermoso de Francia y el papa Bonifacio VIII; el nacionalismo francés había entrado, como tercero en discordia, en defensa de sus propios intereses frente a los dos tradicionales enemigos. La cuestión va a ser causa de la proliferación de tratados en los que se defienden unos u otros puntos de vista, algunos de los cuales van a ser tenidos en cuenta por Dante para la redacción de su Monarchia. Pero la aportación original de nuestro autor a la discusión sobre el problema está en el uso de argumentaciones filosóficas y teológicas y no sólo las jurídicas (laicas o canónicas) a las que tradicionalmente habían recurrido estos tratados.

El problema no se limita, además, a una cuestión de competencias políticas, sino que permea la historia y las instituciones medievales, la vida diaria y el ambiente cultural y presta una especial atención a la península itálica, donde se encuentra la sede de los Estados Pontificios y donde se sitúan las reivindicaciones territoriales del Imperio.

El tratado Monarchia no está entre las aportaciones menos importantes para la búsqueda de una solución del antiguo conflicto. Sobre la fecha de composición existen discrepancias: hay quien defiende una fecha anterior al exilio (1300 o 1301) y hay quien la coloca alrededor de 1307, es decir, cuando se interrumpe la redacción del Convivio. También cuenta con razones convincentes la tesis que quiere ver en esta obra un tratado de circunstancias, escrito precisamente durante la estancia del emperador Enrique VII en Italia, entre su coronación y su muerte (1311-1313). Las referencias a la similitud de ideas entre este tratado y otros escritos dantescos no sirven, en realidad, para probar una u otra opción, porque, como ya hemos dicho, son ideas que constituyen la base del pensamiento y de la actuación política de Dante y que, por tanto, se mantienen a lo largo de toda su vida.

La cuestión que se discute en el tratado es la validez de la potestas directa in temporalibus, es decir, si el Papado o poder espiritual tenía jurisdicción sobre los asuntos temporales; en otras palabras, si el emperador debía su poder al papa, que era quien confirmaba la elección, o si el poder le venía directamente de Dios, que había inspirado a los electores. El problema, como ya hemos dicho, trascendía la cuestión jurisdiccional y se infiltraba profundamente en la vida cotidiana; las rivalidades de güelfos y gibelinos son buena prueba de esta afirmación.

El tratado está articulado en tres libros: El primero, dedicado a demostrar la necesidad del Imperio para la consecución de la paz universal, condición previa para el cumplimiento del orden providencial. En el segundo se demuestra la legitimidad del Imperio Germánico, que le viene del antiguo Imperio Romano. En el último no se niega la autonomía de la Iglesia en los asuntos espirituales, pero queda perfectamente delimitada en cuanto a los temporales. La originalidad de Dante, como ya hemos dicho, está en los argumentos que usa, con un riguroso procedimiento silogístico y que apoya tanto en definiciones tomadas de la filosofía aristotélica (en sus dos versiones, tomista y averroísta), como en interpretaciones de las Escrituras y en citas de Cicerón, Tito Livio y, sobre todo, Virgilio, cuya Eneida le sirve para probar la legitimidad del Imperio Romano como enmarcado en los designios de la Providencia. Se nos ofrece así un admirable ejemplo de la visión que el medioevo tenía de los auctores. Todas estas ideas, en sus líneas generales o en algunos aspectos particulares (la necesidad del Imperio para la felicidad del género humano, la negatividad de la donación constantiniana, cuya realidad histórica no niega, etc.), volveremos a encontrarlas en la DIVINA COMEDIA no con la frialdad de la argumentación científica, sino con el tono poético que el género del poema le ofrecía y con la pasión que le confería la componente profética de su visión de ultratumba.

LA DIVINA COMEDIA

Composición, fuentes y estructura

La obra máxima de Dante, que es al mismo tiempo la máxima creación del pensamiento medieval, presenta, como todo libro genial, una enorme complejidad en su lectura y comprensión. A través de un documento «físico» relativamente sencillo se nos da en la COMEDIA mucho más de lo que una lectura superficial ofrece a primera vista: la experiencia espiritual de un cristiano, todo el saber y el conocimiento de su época, un retrato apasionado de los acontecimientos personales o colectivos que vivió su autor, una visión mística, si no única en su género, sí exquisita en su expresión, y, por último, un mensaje profético anunciador de la reconquista de la justicia y la libertad, no sólo del autor, sino de todo el género humano. Y todo ello arropado en una inspiración extática que se manifiesta en uno de los momentos de creación poética más arrebatados de la historia de la literatura occidental. Pero, como ya hemos dicho, no se trata de una lectura fácil, y las dificultades que ofrece como desafío al estudioso son para el lector simplemente curioso como un halo de misterio (al fin y al cabo, su argumento es precisamente eso: uno de los misterios de la fe cristiana) que difumina aún más el vuelo poético de la narración.

La «admirable visión» y el soneto «Oltre la spera che più larga gira», que aparecen en la Vita nuova, nos permiten entrever la idea primitiva que inspira al poeta y que no sería otra que la exaltación del triunfo celestial de la mujer amada, una vez perdida aquí en la tierra: una continuación del amor que trasciende las dimensiones físicas de este mundo y se convierte en pura espiritualidad. Pero el resultado final es otra cosa y, sobre todo, es mucho más: abarca todo el argumento existencial del hecho de la creación del hombre, desde su aparición, pasando por su estancia en la tierra, realizándose y realizándola, hasta alcanzar su destino final, fijado ab initio en la mente divina.

Las pocas referencias externas no nos permiten fijar con exactitud la fecha del comienzo de la composición, y sobre este particular abundan las discrepancias entre los críticos. Por otro lado, la amplitud del poema exigía un dilatado espacio de tiempo para su composición y en él hay algunas fechas concretas que nos permiten referirnos a algún canto en particular. Por ejemplo, el Carmen, de Giovanni del Virgilio, escrito en 1318, nos deja ver que su autor conocía la línea del desarrollo completo de todo el poema; o la fecha de la Epístola XIII, con la que Dante envía a Cangrande della Scala, señor de Verona, el Canto I del Paraíso, 1317, nos permite saber con toda seguridad cuándo está trabajando en el último tramo de su viaje de ultratumba. Pero poco más.

Más complejas son las referencias internas, es decir, las que podemos deducir del mismo poema. Por ejemplo, en el Infierno no encontramos ninguna referencia a hechos históricos posteriores a 1309, por lo que debemos considerar que esta Cántica estaba terminada en esta fecha, y lo mismo ocurre con el Purgatorio con respecto a 1313. Pero muchas de las alusiones a estos hechos históricos están presentadas en forma de profecías ante y post eventum, lo que tampoco facilita la labor de fechar cada uno de los cantos.

Boccaccio, uno de los primeros biógrafos de Dante, nos dice que empezó el poema antes del exilio, lo que nos proporciona la opinión sobre la fecha más temprana; los que defienden la más tardía hablan de 1313, después de la muerte del emperador Enrique VII y la consiguiente pérdida de las esperanzas políticas de Dante. Hoy la crítica está dividida entre dos fechas que, en principio, no se excluyen entre sí. El poema se empieza en 1304 o en 1306, durando la elaboración de la primera Cántica hasta 1308, la de la segunda hasta 1313 y la del Paraíso desde esta última fecha hasta 1319, es decir, hasta poco antes de la muerte de su autor, como nos cuenta Boccaccio.

El título, tal como lo conocemos hoy, DIVINA COMEDIA, aparece por primera vez en la edición de Venecia de 1555; los contemporáneos la conocieron solamente como COMEDIA, con acentuación a la griega, que era la pronunciación de la época y que es la que encontramos en el mismo texto, certificada por el ritmo del verso:

Così di ponte in ponte, altro parlando

che la mia comedìa cantar non cura,

venimmo... 2 (Inf., XXI, 2).

La recepción del título de una obra tan conocida y tan citada se ha automatizado y no nos produce extrañeza hoy, pero si analizamos un poco, vemos que ni el argumento ni el género literario coinciden con lo que modernamente llamamos comedia. Y, efectivamente, el mismo título ha dado lugar a dos puntos de vista con respecto a su interpretación, ambos basados, además, en otros textos del autor de la obra. En el tratado De vulgari eloquentia (II, iv), siguiendo las ideas retóricas medievales de la Rota Vergilii, Dante nos habla de los tradicionales tres estilos: «Per tragoediam superiorem stilum inducimus, per comoediam inferiorem, per elegiam stilum intelligimus miserorum». De lo que deducimos que la primera idea para titular la obra (como hemos dicho, una de las fechas aceptadas como comienzo del poema coincide con la elaboración, interrumpida precisamente entonces, del De vulgari eloquentiam) hacía referencia simplemente al hecho de estar escrita en estilo medio, no en el vulgare illustre reservado para la canzone.

Y, al contrario, en la ya citada epístola a Cangrande, de 1317, es decir, cuando ya existía el plan completo de la obra y, suponemos, la obra casi terminada, nos ofrece nuevos elementos para la interpretación del título: «Nam si ad materiam respiciamus, a principio horribilis et foetida est, quia Infernus; in fine prospera, desiderabilis et grata, quia Paradisus...». Aunque a esta definición referente al argumento («comedia es lo que empieza mal y acaba bien», con lo que interpretamos tanto el viaje del Infierno al Paraíso como el estado de Dante, que va desde el pecado hasta el estado de gracia) añade la ya conocida sobre el estilo y una nueva consideración, esta vez sobre la lengua: «remisus et modus humilis». Dante se refiere a su poema varias veces a lo largo del mismo, pero sólo en el Infierno le da el nombre de «comedia», mientras que en Paraíso lo designa como «poema sacro» o «sacrato».

Desde un punto de vista lingüístico, tenemos que considerar el poema como dirigido a toda clase de público, lo que coincide perfectamente con la lectura tropológica del mismo, es decir, con el valor didáctico que se le quiere imprimir, por medio del cual el itinerarium mentis in Deum de la experiencia personal del poeta queda expedito para todo cristiano que siga la lectura. Debemos matizar cuanto hemos dicho respecto de la amplitud del público al que se dirige la COMEDIA, puesto que lo arduo del pensamiento de la misma no puede estar al alcance de todos, como el autor señala:

O voi che siete in piccioletta barca,

desiderosi d’ascoltar, seguiti

dietro al mio legno...

non vi mettete in pelago, ché, forse,

perdendo me, rimarreste smarriti... 3 (Par., II, 1 y sigs.),

sino solamente al alcance de unos pocos elegidos, habituados y educados en el uso del raciocinio:

Voi altri pochi che drizzaste il collo

per tempo al pan degli angeli...4. (Par., II, 10-11).

Pero lo que las condiciones intelectuales de la época no pueden conseguir siguiendo simplemente el didactismo retórico de las preceptivas medievales, se consigue por medio de la virtud cristiana de la caridad, coinspiradora, junto con las Musas, del poeta, y por medio de la cual Dante, en el lenguaje volgare, expresa el aspecto «físico» del argumento, ése sí al alcance de todos. A la caridad hemos de unir esa otra virtud cristiana, la humildad, por la que el poeta ha elegido su lenguaje: «ad modum loquendi, remissus est modus et humilis, quia locutio vulgaris in qua et mulierculae comunicant» (Epístola XIII, 31).

La forma exterior de la COMEDIA es, sin duda alguna, la representación de una visión inspirada por un sentimiento religioso. Nuestra sensibilidad moderna puede hacernos dudar de la realidad de esa visión, pero debemos tener en cuenta que para un cristiano del siglo XIV la experiencia concreta y cotidiana podía adquirir el aspecto de la iluminación divina. Las experiencias contemplativas son abundantes, como testimonia la historia y, por otra parte, conocemos desde sus primeras obras el carácter soñador y propenso a la evasión idealista y onírica del Alighieri. Las fuentes literarias en las que estas experiencias espirituales podían encontrar modelo no faltaron al padre Dante, que a lo largo de todo su poema nos va mostrando los materiales, motivos e imágenes tomados tanto del mundo clásico (Virgilio y la bajada de Eneas al Tártaro; el Somnium Scipionis de Cicerón y el sistema de las esferas celestes, etc.) como de las Sagradas Escrituras y, sobre todo, de los Padres y de la literatura religiosa medieval, especialmente la conocida como «literatura de visiones», de monjes y ermitaños que describen sus raptos místicos y sus «visitas» a los infiernos. El De contemptu mundi, del papa Inocencio III, o la Leyenda aurea, de Jacobo de Vitry, que son obras de gran difusión europea; o los poemitas italianos como De Ierusalem coelestis o De Babilonia civitate infernali, tuvieron parte importante sin duda en la inspiración primaria de la DIVINA COMEDIA, es decir, en el entramado del viaje de ultratumba (las visiones infernales, por su valor de ejemplaridad, estuvieron de moda en el milenio), al que probablemente contribuye también el árabe Libro de la escala, o bajada a los infiernos del Profeta, que, traducido al latín, ha podido influir en la misma inspiración. La polémica a que ha dado lugar esta posible fuente no es de este lugar, pero queremos dejar constancia de su importancia para los estudios dantescos (M. Asín Palacios, La escatología musulmana en la Divina Comedia, Madrid, 1919).

Todo esto, como hemos dicho, ha podido inspirar la bajada a los infiernos, pero la DIVINA COMEDIA es mucho más que ese viaje «físico», porque bajo su apariencia lo que en realidad realizamos es un «itinerarium mentis in Deum» y, al mismo tiempo, una visión de toda la historia de la humanidad hasta los tiempos de Dante, visión crítica y juzgadora, valorativa y justiciera, ejemplar desde el pasado y profética hacia el futuro. La construcción de la DIVINA COMEDIA nos presenta además la concentración de todo el saber de la época de Dante, remitiéndonos, en todo caso, a una infinidad de fuentes arguméntales y culturales, desde las creencias y supersticiones populares hasta las enciclopedias que encerraban el saber medieval.

El argumento de este complejo poema está estructurado con arreglo a un fuerte sentimiento unitario (una es la aventura humana, uno el acto creador de Dios, una la finalidad de la creación) por medio de una cohesión que se manifiesta físicamente en las correspondencias numéricas que unen a las tres Cánticas entre sí, así como a los cantos que componen cada una de ellas. Correspondencias estructurales que nacen no sólo del carácter ordenador y justiciero del autor, sino de la filosofía medieval, que reduce lo vario a la unidad de la que proviene toda multiplicidad: en la voluntad de Dios, creador de lo múltiple, está implícita la finalidad única de lo creado, que vuelve a coincidir con la voluntad divina, de la misma manera que el círculo, figura perfecta, se cierra sobre sí mismo.

Entre las muchas formas utilizadas por la mentalidad alegórica medieval para poder expresarse está el recurso a los números, entre los que hay algunos que representan en algún grado la perfección: el UNO porque se expresa a sí mismo, porque no está formado por sumas o partes, porque uno es Dios; el TRES, en el que se ve la simbolización de la Trinidad divina; el CIEN, etcétera. La DIVINA COMEDIA responde conscientemente a un esquema numérico: un solo poema, dividido en tres Cánticas, cada una compuesta por treinta y tres cantos (el Infierno, en realidad, tiene treinta y cuatro, pero el primero es una especie de introducción previa al viaje propiamente dicho; acaba precisamente cuando Dante y Virgilio empiezan a caminar: «Allor si mosse, e io li tenni retro»), lo que totaliza otro de los números perfectos a que nos hemos referido, el cien. La estrofa utilizada también está relacionada con el número tres: son tercetos encadenados, es decir, atados entre sí por la rima para contribuir a la unidad del poema. El hecho de escribir la obra en tercetos insiste igualmente en la elección de una forma popular (como la lengua, como el estilo), porque es una forma que parece derivar del serventesio, composición satírica popular formada por tres endecasílabos monorrimos más un pentasílabo que introduce la rima de la estrofa siguiente. Dante suprime el último verso e introduce en los endecasílabos la rima que constituye la técnica del encadenamiento.

En el poema se nos narra el viaje de Dante, que, en realidad, es una huida desde la selva en que se encuentra perdido (que simboliza el pecado) por el único camino practicable, por el subsuelo, guiado por el alma de Virgilio (que simboliza la razón y, efectivamente, es la razón quien nos hace dominar el pecado, al que nos llevan los instintos), a través del Infierno (donde vemos cara a cara a los pecadores y conocemos sus castigos, con lo que al mismo tiempo que odiamos el pecado tememos sus consecuencias), ascendiendo más tarde, ya al otro lado del mundo, pues hemos atravesado la tierra, por la montaña que simboliza el Purgatorio; una vez limpios, pasamos al Paraíso terrenal (donde estuvieron Adán y Eva antes de la falta, es decir, sin necesidad de purgatorio), colocado en la cumbre de la montaña, desde donde ya podemos entrar en el Paraíso celestial y llegar, finalmente, a la salvación o contemplación de Dios.

El viaje tiene una infraestructura física y se realiza, históricamente, en un período de tiempo concreto: desde el anochecer del siete de abril, Jueves Santo del año 1300, y por tanto día de la redención del hombre por la muerte de Jesús. Narrado en primera persona y en tiempo pasado, lo que significa que Dante ya ha realizado el viaje, ya se encuentra purificado y, por tanto, ya conoce en cada momento de su narración lo que va a ocurrir a continuación; pero como al mismo tiempo, cada paso del viaje, cada encuentro con las almas van provocando cambios en la conciencia y en la existencia del protagonista, estamos presenciando el tiempo exacto del viaje, en un dinamismo físico de movimiento que es a la vez un dinamismo espiritual de perfeccionamiento, lo que nos podemos explicar solamente si desdoblamos al autor de lo que leemos ahora y al viajero que era en los momentos que nos está describiendo.

La alegoría y la lectura de la Divina Comedia

Para poder comprender cuanto se quiere significar por debajo de este argumento literal, es decir, por debajo de la materialidad física del viaje, es necesario tener en cuenta una característica del pensamiento medieval para el cual la experiencia cotidiana, la realidad sensible, y hasta la misma historia en su devenir terreno, no son más que verdades contingentes. Las realidades esenciales son trascendentes con respecto de las del mundo sensible, aunque este último pueda ser un reflejo de aquéllas o, en cierto modo, representar en forma sensible, es decir, comprensible para el también contingente ser humano, las verdades esenciales existentes en la mente divina.

Dios habla a los hombres a través de la Biblia, pero también a través de lo creado, del libro de la naturaleza. Esta última, a la vez que es verdad contingente, es alegoría o reflejo de una verdad trascendente. La naturaleza se interpreta desde la Biblia; al lenguaje de las palabras, verba, se corresponde el lenguaje de las cosas, res, que no son más que signa translata, signos o imágenes de las palabras, alegorías. El mundo sensible es, pues, polisémico, porque, además de ser lo que vemos con los sentidos, es imagen de una esencia no perceptible por los sentidos sino por la razón, que puede leer en él el valor alegórico, el moral y, finalmente, el anagógico. Los exégetas medievales distinguen entre los textos poéticos y los teológicos; los primeros no son verdad en cuanto a la materialidad literal de lo que dicen (el viaje de Dante en cuerpo mortal por el mundo de ultratumba no es verdad), pero sí son ciertos en lo que alegóricamente quieren decir (Dante imagina en su visión algo que es cierto: el orden establecido por Dios como finalidad de la creación del hombre). Los textos teológicos, por el contrario, son verdad en cuanto a la materialidad literal de lo que dicen y en cuanto a lo que alegóricamente quieren decir, y que manifiestan en tres sentidos: el alegórico propiamente dicho (verdad de fe), el moral o tropológico (verdad de ejemplo) y el anagógico (que refleja la realidad del mundo trascendente). El mismo Dante nos invita repetidas veces a estas posibilidades de lectura. Ya en el Convivio (II, 1, 2, 3) nos explica:

Los textos pueden y deben ser interpretados en cuatro sentidos: el primero se llama literal... y no significa más que lo que dicen sus palabras... El segundo se llama alegórico y es el significado que se oculta bajo el manto del argumento y consiste en una verdad escondida en una bella ficción... El tercero se llama moral, que los lectores deben buscar atentamente a través de la lectura para la propia mejora y la de sus descendientes... El cuarto sentido, que se llama anagógico, es decir, sobreentendido, que es aquel en el cual, siendo verdad lo que se dice literalmente, es además verdad porque se refiere a verdades concernientes a la gloria eterna.

Para explicar el sentido anagógico Dante recurre al ejemplo del Salmo 113, la salida de Egipto del pueblo de Israel: verdad históricamente (ocurrió en realidad) y verdad espiritualmente: cuando el alma se libera del pecado queda pura y libre. El mismo salmo le sirve para explicar los cuatro significados en la Epístola XIII: Literal: la liberación del pueblo de Israel; Alegórico: nuestra redención por Cristo; Moral: el alma se libera del pecado; y Anagógico: el alma pasa de la servidumbre de la corrupción a la libertad de la gloria eterna.

No podemos negar que este ejemplo aplicado a la DIVINA COMEDIA nos produce algún desconcierto, porque el proponer la lectura de su poema como texto teológico nos invita a tomar el sentido literal como verdad histórica, es decir, como habiendo realizado auténticamente el viaje ultramundano y no sólo como parábola o imagen del paso del hombre por la tierra. ¿Cómo debemos entender, pues, la ficción de esta obra? Porque si acentuamos su carácter imaginario se compromete la dimensión ejemplar de su «verdad», y si, al contrario, insistimos sobre su «autenticidad», estamos postulando una verdadera exégesis bíblica o de revelación. En este caso, nuestra sensibilidad moderna, nos coloca ante un verdadero dilema que únicamente podemos resolver aceptando la autenticidad de la visión dantesca, aceptando, aun sin comprenderla, la misteriosa fuerza que empuja a algunas almas al arrebato místico y a la contemplación directa de Dios.

En el Canto I del Paraíso cuando Dante se dispone a narrarnos lo inenarrable, es decir, cuando va a tratar (y suponemos que con completa seriedad) de la esencia divina, distingue entre la materialidad del poema y la absoluta verdad de la visión:

Veramente quant’io del regno santo

nella mia mente potei far tesoro

sarà ora materia del mio canto5 (Par., I, 10-13).

El tono de toda la Cántica viene marcado a menudo por el temor a las limitaciones humanas para poder expresar «lo que vi realmente»:

quanto è corto il dire e come fioco

al mio concetto¡ e questo, a quel ch’i’ vidi,

è tanto, che non basta a dicer poco6 (Par., XXXIII, 121-123).

Como ya hemos dicho, sólo aceptando la autenticidad del rapto místico del hombre podemos entender el dolor del regreso a que se ha visto obligado el poeta tras su visión mística.

La estructura textual y la lectura moral

El orden que encontramos en los tres reinos de ultratumba se manifiesta en las tres cánticas (Infierno, Purgatorio y Paraíso) por medio de unas estructuras perfectamente calculadas y que se corresponden entre sí de manera simétrica, no sólo en el número de cantos, sino en las divisiones «topográficas» internas: en el Infierno se encuentran distribuidos los diferentes pecados, como en el Purgatorio las distintas inclinaciones pecaminosas y en el Paraíso las diferentes virtudes. La localización «topográfica» de las almas, así como el aspecto que presentan o la situación concreta en que se encuentran, se corresponden con la naturaleza del pecado-tendencia-virtud que los define y con la clase de castigo-purga-premio correspondiente. La estructura del poema está, pues, gobernada por unas leyes morales que ponen en estrecha relación la actuación de cada uno de los personajes en esta tierra y el destino que tienen reservado sus almas en el más allá.

Conforme vamos avanzando en la lectura, el poeta nos va explicando la distribución «geográfica» en que organiza el mundo de ultratumba y las razones morales por las que configura de esa manera su visión. El infierno, en efecto, es una especie de cráter, un cono invertido, por el que se va descendiendo por medio de círculos cada vez más estrechos, más agobiantes y dolorosos. En los primeros círculos, los que, sin entrar en teologías, podríamos definir como «menos graves», se castigan los pecados de incontinencia, es decir, aquellos causados por un instinto natural (que es, en sí, moralmente indiferente) que no ha estado sometido o refrenado por la razón: son la lujuria, la gula o la avaricia. Pero mientras más avanzamos-descendemos por el infierno, vamos encontrando los pecados cometidos voluntariamente, por malicia o deseo consciente de quebrantar la justicia divina. En el Canto XI del Infierno se nos ofrece la explicación moral de la disposición física a que nos hemos referido, que se corresponde con este esquema.

Hemos ido descendiendo hasta lo más profundo del Infierno, por una especie de cráter que llega hasta el centro de la Tierra, hundiéndonos cada vez más en el pecado. Ahora en la segunda Cántica, vamos a realizar el movimiento contrario ascendiendo por la montaña del Purgatorio. El hemisferio que hemos abandonado está formado por las tierras; este al que hemos salido es el hemisferio cubierto por las aguas. En su centro emerge una isla en forma de montaña, en cuya cumbre se encuentra el Paraíso Terrenal, donde el hombre vivió en estado de inocencia cuando fue creado y por el que ha de pasar Dante, una vez purificado por el ascenso, para desde allí saltar a la visión de beatitud que Dios le tiene reservada en el Paraíso Celestial. Así pues, el viajero ha de recorrer a la inversa (incluso físicamente a la inversa) el camino seguido por el género humano: del bien al mal. Ahora tendrá que ir del mal (infierno) al bien, y lo hará en forma de experiencia personal, a través de la visión de los castigos eternos y de las penas purificadoras, hasta alcanzar la visión beatífica.

Entramos en el mundo de la expiación, donde encontraremos a los que se han salvado aunque de momento sigan purgando sus faltas. Debe cambiar, por tanto, el criterio moral que ordena esta Cántica: su principio ordenador se fundamenta sobre el amor. El amor es algo congénito a la naturaleza humana (al fin y al cabo, el hombre fue creado por un acto infinito de amor) y, por consiguiente, el amor es fuente de actuación tanto de la virtud como del vicio. Todos los personajes que encontramos en el Purgatorio han actuado por amor, aunque lo hayan hecho de forma equivocada.

También aquí, como en el Infierno, las almas están divididas según tres criterios: los que han amado el mal, los que han amado el bien, pero tibiamente y sin fuerza, y los que han amado intensamente pero han puesto su amor en un objeto erróneo. Sólo escapan a este criterio ordenador las almas que encontramos en la playa de esta isla, antes de empezar a subir la montaña y que todavía no están en el Purgatorio propiamente dicho: las de los que se arrepintieron a última hora por negligentes o porque fueron sorprendidos por muerte violenta o porque se ocuparon demasiado exclusivamente en el estudio, las armas o la política.

Como podemos ver, se reproduce en este reino, de forma simétrica aunque invertida, el mismo orden que hemos encontrado en el Infierno: allí vimos en primer lugar el pecado «menos grave» y es lógico que lo encontremos aquí en el último lugar. A diferencia del Infierno y en armonía con la naturaleza de este segundo reino y con su representación topográfica (colocado entre tierra y cielo para poder subir a éste), es lógico que las penas se establezcan siguiendo el orden de mayor a menor gravedad.

También la última Cántica está ordenada topográficamente, pero los criterios morales para este ordenamiento son más complejos desde el momento en que estamos tratando del Uno, de la Perfección, que, por su misma esencia, no admite posibles gradaciones. Los beatos son todos completamente felices, están todos en el Paraíso y, sin embargo, nos son presentados en la infinita variedad que existe en la completa felicidad. El tema de esta Cántica trasciende la «materialidad del lugar» en el que estamos y se convierte en la glorificación del mismísimo Dios, que se manifiesta en la gloria de todos y cada uno de los beatos, única y múltiple a la vez, por tanto.

El trayecto que está recorriendo Dante es de carácter cognoscitivo, subiendo por las esferas celestiales, preguntando constantemente y oyendo las continuas explicaciones que Beatriz y los demás beatos le van ofreciendo, y así, conforme se va elevando, va entendiendo más, hasta llegar al conocimiento completo, que es la posesión del mismo Dios. Por eso hay que entender los grados de las diferentes esferas celestiales como la gradual comprensión por parte de Dante de las distintas vías y razones, el cómo y el porqué de la beatitud, en otras palabras, el cómo de la esencia de Dios. En esta Cántica se cierra sobre sí misma el círculo de la voluntad divina, desde la creación hasta la eterna felicidad del ser creado, al conseguir la unión perfecta con la Esencia que lo creó.

Aunque es difícil entender la clasificación moral del Paraíso según la visión de Dante. Está clara su antipatía por los débiles de carácter; su poco aprecio por los que cedieron a la ambición natural y la actividad exclusivamente terrenal, y su mayor aprecio por los espíritus contemplativos que por los militantes. Más que la estructura moral son las dudas de Dante, que es al mismo tiempo hombre de fe, las que constituyen la estructura moral del Paraíso.

Estructura física de la obra

A la mitad de su vida, Dante adquiere conciencia de haberse apartado del camino recto, el de la virtud, y se encuentra perdido en la oscura selva del pecado. Intenta escapar subiendo a una hermosa colina que se ofrece a su vista, pero se lo impiden tres animales que le cierran el paso: una pantera, que simboliza los pecados cometidos por incontinencia; un león, símbolo de la violencia, y una loba, en la que el poeta simboliza el engaño, el fraude, el abuso de confianza y la traición. En este mismo orden iremos encontrando a los pecadores en nuestro viaje a través del Infierno. Dante baja de nuevo hasta la selva, buscando otra salida, cuando lo detiene Virgilio y le explica que no podrá escapar de estos animales y subir a la colina por ese camino. Al mismo tiempo le profetiza que un día llegará un Lebrel, un príncipe cristiano, que ahuyentará a la loba y la precipitará en los infiernos. Para escapar de la situación en que ahora se encuentra debe confiar en Virgilio, que lo sacará de la selva por un camino más largo: a través del Infierno, por el centro de la Tierra, hasta llegar al Purgatorio. Más adelante, alguien más digno que el mismo Virgilio lo llevará a la contemplación de los bienaventurados. Los dos poetas se ponen en camino (Canto I).

En los intentos de escapar de la selva ha pasado el día y está anocheciendo. Dante se desanima ante el largo camino que ha de recorrer, pero Virgilio le devuelve la confianza explicándole que Beatriz (convertida ahora en el impulso al bien que ha de librar a Dante del pecado), advertida por Santa Lucía y a instancias de la Virgen, es quien le envía para rescatarlo. El estado de Dante es tan desesperado que la Gracia es incapaz de moverlo. Afortunadamente, le queda todavía la razón humana, simbolizada por el poeta latino, que podrá conducirlo, en una primera etapa, hasta el punto en que la Gracia pueda volver a ser efectiva. Con nuevas fuerzas, Dante reemprende el camino en pos de su Guía (Canto II). Llegan así a la puerta del Infierno, donde un escrito les advierte que emprenden un viaje sin retorno. El Infierno fue creado por voluntad divina y como acto de justicia. Pasada la puerta, se encuentran en el vestíbulo donde los apáticos corren eternamente perseguidos por enjambres de avispas que los atormentan. Despreciados tanto por la misericordia como por la justicia, tanto por Dios como por Lucifer, ni siquiera son aceptados en el Infierno. Encuentran el río Aqueronte y el barquero Carón se niega a pasar a Dante a la otra orilla porque todavía está vivo. Virgilio le obliga a obedecer, explicándole el motivo del viaje. Un violento terremoto hace que Dante se desvanezca (Canto III). Recuperado de su desmayo, se encuentran al otro lado del río y entran en el primer Círculo infernal, el Limbo, donde se hallan para la eternidad, deseando en vano contemplar a Dios, las almas de los que no pecaron pero tampoco recibieron las aguas del bautismo: los inocentes y los grandes hombres de la antigüedad pagana, poetas (Homero, Horacio, Ovidio, Lucano), héroes (Héctor, Eneas, César, Bruto el Republicano), virtuosas mujeres (Lucrecia, Julia, Marcia, Cornelia) y filósofos (Sócrates, Platón, Demetrio, Diógenes) (Canto IV).

Bajan después al segundo Círculo, donde están penando los que pecaron por incontinencia. A la entrada se encuentra Minos, el juez infernal, enviando a las almas al castigo correspondiente a cada pecado. Vencida su oposición a dejar entrar a Dante al declarar Virgilio la suprema voluntad que así lo quiere, los viajeros entran para contemplar a los lujuriosos, arrastrados eternamente por un torbellino, imagen equivalente de la pasión que los arrastró en esta vida. Tras una rápida visión de los amantes más famosos de la antigüedad (Semíramis, Cleopatra, Elena de Troya, Aquiles) y de la tradición medieval (Tristán), se detienen en emocionado coloquio con Paolo y Francesca. Por boca de la infeliz conoce Dante la historia de los adúlteros amores que los han conducido a aquel estado (Canto V):

Amor, ch’al cor gentil ratto s’apprende,

prese costui della bella persona

che mi fu tolta; e ‘l modo ancor m’offende.

Amor, ch’a nullo amato amar perdona,

mi prese del costui piacer sì forte,

che, come vedi, ancor non m’abbandona.

Amor condusse noi ad una morte...7 (Inf., V, 100-106).

Cuando Dante se recupera del desfallecimiento que le ha producido la dolorosa contemplación de los dos amantes, se encuentra en el tercer Círculo, donde son castigados los glotones, anegados en el cieno, la lluvia y el granizo, continuamente amedrentados por el trifauce Cerbero. Allí su compatriota Ciacco le profetiza los desastres que amenazan a Florencia y las penas que están sufriendo ya o que aguardan a su muerte a otros protagonistas de la situación florentina contemporánea. El amor hacia el otro, que justificaba hasta cierto punto a los condenados en el Círculo anterior, ha desaparecido en éste, y empezamos a encontrar el amor por uno mismo, simbolizado aquí por la glotonería. Sin reciprocidad, sin posibilidad de comunicación, cada una de las almas se encuentra aquí aislada y hundida en el fango. El amor, que por boca de Francesca hemos sabido que sobrevive en el Círculo anterior, aquí ha desaparecido (Canto VI).

Tras vencer la oposición de Plutón, encuentran en el Círculo cuarto a los avaros y los pródigos, dos caras del mismo pecado de incontinencia, arrojándose mutuamente grandes rocas e insultándose unos a otros. Virgilio explica la naturaleza de la Fortuna. Descienden por un acantilado y cruzan la laguna Estigia, que forma el quinto Círculo, donde se encuentran los iracundos. Por la orilla llegan al pie de una atalaya. Un grado más en el proceso de degeneración y hemos llegado al egoísmo, que, naturalmente, se opone a todos los demás egoísmos, efecto representado por el antagonismo de avaros y dispendiosos (Canto VII).

Desde la atalaya se manda aviso a la Ciudad de Lucifer (Città di Dite) a Flegias para transbordar a los viajeros al otro lado de la laguna Estigia. Flegias, hijo de Marte y de una mortal, fue rey de Beocia. Su hija fue seducida por Apolo y para vengarla Flegias incendió el templo del dios. Conocida esta leyenda mitológica, nos explicamos el papel que le asigna Dante al colocarlo entre el Círculo de los iracundos y la ciudad de Dite, la ciudad de los impíos, que comprende el resto del Infierno que aún nos queda por visitar, su parte más profunda y, por tanto, la más terrible. Los pecados que encierra son los de violencia y engaño, y podríamos decir que sin ningún atenuante, o sea, cometidos voluntariamente. En el trayecto se produce el encuentro con Filippo Argenti (Canto VIII).

Detenidos por los ángeles caídos, tanto Dante como el mismo Virgilio dudan. Aparecen las Furias, Erinnias, que amenazan al viajero con la Medusa Gorgona, y Virgilio le advierte que cierre los ojos ante ella, porque si la viese ya no podría salir del Infierno, «nulla sarebbe del tornar mai suso». Los comentaristas no siempre están de acuerdo en la interpretación del personaje, aunque parece ser, según el sentido general de la alegoría del poema, que se trata de una personificación de la herejía (en seguida encontraremos a los herejes). Más grave, pues, que las otras tentaciones que hemos encontrado hasta ahora, es la duda religiosa, el más peligroso obstáculo para la salvación del hombre. Para escapar de la misma no basta la razón humana (Virgilio) y es necesaria la intervención de la Gracia, personificada en el ángel que es enviado para salvar el obstáculo. Precedido de un ruido atronador, aparece el enviado celestial, que rechaza a los ángeles caídos y franquea las puertas de la ciudad. Al otro lado, los dos viajeros encuentran un valle donde están las tumbas de los herejes (Canto IX).

En el sexto Círculo nos encontramos ya dentro de la ciudad de Lucifer y el primer personaje con el que se enfrenta Dante es su compatriota Farinata degli Uberti, jefe de la facción gibelina, que había tenido tanto peso en la política de Florencia hasta que, por la «superbia» del partido, fue exiliado de la ciudad. Dante, perteneciente al partido güelfo, discute con Farinata, que le profetiza su propio exilio. No olvidemos que, aunque el viaje que se nos está describiendo ocurre en el año 1300, Dante escribe su obra cuando ya está exiliado de la ciudad a la que nunca habría de volver. Mientras hablan los interrumpe otro florentino, Cavalcante dei Cavalcanti, que pregunta a Dante por su hijo, el poeta Guido Cavalcanti. Las almas de los condenados recuerdan el pasado y entrevén el futuro, pero no pueden conocer el presente. A partir de ahora entramos en el más horrendo de los infiernos, donde se castigan los pecados cometidos por un acto volitivo y consciente. El primero de ellos es, como ya hemos dicho, la herejía. Un hereje, para Dante, es una persona que, con perfecta conciencia de lo que hace, acepta a la Iglesia pero, al mismo tiempo, sigue su propio juicio en determinadas materias dogmáticas, rechazando el magisterio de aquélla. Sólo en este sentido podemos explicarnos la condena en este Círculo de Federico II de Sicilia, a quien tanto admiraba Dante, y del cardenal Ubaldini (Canto X).

Mientras descansan, Virgilio explica a Dante la organización del Infierno. Es un canto clave, pues, para entender tanto la topografía como la intención alegórica de esta Cántica, Dante se inspira para la clasificación de los pecados en Aristóteles, dividiéndolos en tres clases: a) pecados por incontinencia o apetito incontrolado; b) por violencia o apetitos pervertidos, y c) por malicia o mal uso de la facultad humana del raciocinio. A esta división añade, como cristiano, un círculo para los que no se han beneficiado de la redención de Cristo (Limbo) y otros para los que la han forzado racionalmente (herejes), completando así los nueve círculos del Infierno. Los apáticos, como ya hemos visto, que ni creyeron ni actuaron, están en el Vestíbulo, que no es uno de los círculos. Aunque el número nueve se repite en las tres cánticas, en el caso del Infierno la complicación es mayor porque el Círculo de la violencia (séptimo) está dividido en tres recintos y el de la malicia en diez fosos, más otros cuatro recintos, como veremos (Canto XI).

Cuando van a bajar al séptimo Círculo, en cuyo primer recinto se encuentran los violentos contra el prójimo, se les opone el Minotauro, a quien Virgilio enfurece con una burla. Los dos poetas aprovechan la ceguera de su furia para bajar por el inseguro sendero que ofrecen unas rocas derrumbadas que cayeron, según Virgilio explica, a causa del terremoto que se produjo cuando Cristo bajó al Limbo. Llegan al río Flegentonte, en el que están sumergidos los violentos contra el prójimo, vigilados por los Centauros. Uno de ellos, Neso, los guía a través de un vado mientras les va mostrando a los diversos tiranos condenados en el hirviente río de sangre (Alejandro Magno, Dionisio de Siracusa, Ezzelino da Romano...). En este Círculo y en el siguiente encontramos unos guardianes de origen mitológico, mitad hombres y mitad animales, símbolos de la razón humana sometida a una pasión animal. No olvidemos que estamos en el sector del Infierno dedicado a la violencia o bestialidad, simbolizada por el león del Canto I. Hasta aquí hemos estado visitando a los condenados por incontinencia, simbolizada por la pantera del mismo canto (Canto XII).

En el segundo recinto del Círculo séptimo se encuentran los violentos contra sí mismos y sus propiedades. Están en la selva dolorosa cuyos árboles encierran las almas de los suicidas. Uno de ellos, Pier della Vigna, cuenta a Dante su historia y le explica el castigo de la transmutación en árboles («deshumanización») y lo que ocurrirá con sus cuerpos, esos cuerpos que ellos mismos han despreciado, el día del Juicio Final. El suicidio es, en alguna manera, una violencia contra el propio cuerpo. Las almas condenadas por este pecado están, pues, desprovistas de toda apariencia humana, transformadas en vegetales. Ni siquiera cuando, tras el Juicio Final, los cuerpos vuelvan a reunirse con sus almas para toda la eternidad, los suicidas conseguirán la apariencia humana, porque sus cuerpos colgarán como ahorcados de las ramas de este bosque doloroso (Canto XIII).

En el tercer recinto del Círculo están condenados los violentos contra Dios, la naturaleza y el arte, en un desierto de arena ardiente y bajo una continua lluvia de fuego. Los poetas van bordeándolo hasta llegar a un riachuelo de color rojo. Allí Virgilio explica el origen de los diversos ríos infernales. Entre los blasfemos destaca la orgullosa figura de Capaneo, uno de los siete reyes que combatieron contra Tebas, protegida por Dionisos, y que desafía al mismo Zeus, que termina fulminándolo (Canto XIV). Continúan caminando por el tercer recinto y encuentran a los violentos contra naturaleza, los sodomitas, condenados a correr eternamente bajo el fuego. Entre ellos va Brunetto Latini, que predice a Dante las persecuciones de que le harán objeto sus compatriotas. A pesar de la condena por su pecado, no dejamos de notar el amor y el respeto de Dante por su maestro (Canto XV):

Ché ‘n la mente m’è fitta, e or m’accora

la cara e buona imagine paterna

di voi quando nel mondo ad ora ad ora

m’insegnavate come l’uom s’etterna...8 (Inf., XV, 82-85).

Los sodomitas simbolizan aquí todos los vicios que dañan la naturaleza del cuerpo humano. Su inútil carrera es símbolo de la esterilidad de sus amores terrenos.

Entre otros personajes, encuentran a continuación a tres nobles florentinos, Guido Guerra, Tegghiaio Aldobrandi y Jacopo Rusticucci, famosos por su actividad política en el bando güelfo, a los que describe con tonos apocalípticos el grado de degeneración y decadencia a que había llegado Florencia (Canto XVI):

La gente nova e’ subiti guadagni

orgoglio e dismisura han generata,

Fiorenza, in te, si che tu già ten piagni9 (Inf., XVI, 73-75).

Mientras Virgilio habla con Gerión (ser monstruoso con rostro humano, cuerpo de reptil y garras de león, probablemente símbolo del engaño), Dante contempla a los usureros que se encuentran en las ardientes arenas. Luego, montados sobre Gerión, vuelan al Círculo octavo (Canto XVII).

En el octavo Círculo, que está dividido en diez fosos, penan los que han cometido todo tipo de fraude. Los dos poetas van andando a lo largo del Primer Foso, en el que encuentran a los rufianes y seductores. Por medio de un puente de piedra descienden al Segundo, en el que se hallan los aduladores. Los malebolge, o fosos de podredumbre, van descendiendo de forma concéntrica hasta llegar al pozo que constituye el centro del Infierno. Son la imagen de la sociedad en corrupción, la progresiva desintegración de todo tipo de relaciones entre los hombres, sexuales, religiosas, políticas, lingüísticas, etc., hasta llegar al pozo donde ha desaparecido el menor rastro de confianza y de comunicación y de donde no se puede esperar más que el eterno despeñamiento en el abismo. Los rufianes y seductores son los que aprovechan las pasiones de los demás para servir a sus propios intereses; aunque presentados desde el punto de vista del engaño amoroso, son referibles a todo tipo de pasiones, no sólo a la sexual. Los aduladores, que también explotan a los demás engañando sus deseos con palabras, son símbolo de la corrupción de la lengua y la comunicación entre los hombres (Canto XVIII).

En el tercer foso están los simoníacos, hundidos cabeza abajo en el suelo y con los pies al aire, convertidos en antorchas. Aquí el papa Nicolás III está esperando a algunos de sus sucesores en la silla de San Pedro. Dante condena así la avaricia del Papado, simbolizada en la simonía o comercio con las cosas que pertenecen a Dios (Canto XIX).

En el cuarto foso están los adivinos, con las cabezas colocadas al revés sobre los hombros, mirando y andando, por tanto, hacia atrás, y representando así a los que han usurpado el poder de Dios de conocer el futuro. Los cuerpos retorcidos son la imagen de la deformación del conocimiento y la verdadera ciencia. Astrólogos y adivinos de la antigüedad, Anfiarao, Tiresias, Aronte y Manto. Virgilio cuenta los orígenes de su ciudad natal, Mantua. Entre los adivinos modernos se encuentran Miguel Scoto, Guido Bonatti, etc. (Canto XX).

Siguen caminando y en el quinto foso encuentran a los estafadores, los que se han enriquecido con el cohecho o tráfico de los cargos públicos y que, paralelamente, representan en la vida civil lo que los simoníacos en las relaciones religiosas. Hay en este canto una descripción grotesca del Infierno en la que no debemos ver un intento de aliviar la tensión cada vez más fuerte a la que nos está sometiendo la lectura, lo que sería ilógico, sino más bien un intento de representar, por medio del ridículo, el profundo desprecio que siente Dante por los lugares que está recorriendo. He aquí traducidos los nombres de los doce diablos que Dante menciona en este canto: Malebranche, «Malas garras»; Malacoda, «Cola maldita»; Scarmiglione, «el que arranca los cabellos»; Alichin, «el que doblega a los otros»; Calcabrina, «el que pisotea el rocío»; Cagnazzo, «Perro malo»; Barbariccia, «el de la barba erizada»; Libicocco, «Deseo ardiente»; Draghinazzo, «Veneno de dragón»; Ciriatto-Sannuto, «Colmillo de jabalí»; Graffiaccane, «Perro que araña», y Rubicante, «Inflamado», versiones todas ellas que he tomado del Comentario a la Comedia de Cristóforo Landino (Canto XXI).

Al haberse roto el puente por el que habrían de bajar al siguiente foso, tienen que caminar por el borde hasta el siguiente puente y así siguen encontrando más ejemplos de este abundante tipo de pecadores. Presencian una riña entre diablos, que es el símbolo de que el «orden» del Infierno está basado en el desorden, el engaño y la falsedad (Canto XXII).

El lento exordio del canto siguiente, en contraste, además, con el escándalo con que hemos salido del quinto foso, crea la impresión de silencio, soledad y recogimiento, las tres virtudes que deben adornar la vida monástica. Porque, efectivamente, entramos en el foso de los hipócritas, que desfilan ante nuestra vista como en una procesión conventual, revestidos de largas capas doradas por fuera pero de pesado plomo por dentro. La intención satírica contra las órdenes religiosas en particular y contra la Iglesia en general, por sus ambiciones y maniobras políticas, ha sido vista por todos los comentaristas (Canto XXIII).

En los dos cantos siguientes están castigados los ladrones, en el séptimo foso. Vanni Fucci predice la destrucción del partido Blanco güelfo de Florencia, al que pertenecía nuestro autor. Corren intentando escapar del castigo, pero continuamente están convirtiéndose en serpientes: de la misma manera que en vida ellos robaban la propiedad de otros, aquí son despojados de su propia forma; de la misma manera que en la tierra desconocieron las palabras meum y tuum, aquí han perdido la capacidad de diferenciar entre el yo y el tú. Entre ellos abundan los florentinos (Cantos XXIV y XXV).

La vergonzosa constatación de la calidad moral de sus compatriotas hace que Dante inicie el canto siguiente con la célebre invectiva contra Florencia:

Godi, Fiorenza, poi che se’ sì grande,

che per mare e per terra batti l’ali,

e per lo ’nferno tuo nome si spande!10 (Inf., XXVI, 1-3).

En el octavo foso se encuentran los falsos consejeros: no se trata de los que engañaron a aquellos a los que aconsejaban, sino de los consejeros del engaño mismo. Entre ellos, Ulises y Diomedes (Canto XXVI). El espíritu de Guido de Montefeltro pide a Dante noticias de la Romaña y le cuenta su propia historia. Es un capitán de fortuna que logra establecerse como señor de Urbino por medio de engaños y hechos de armas. El significado de este episodio se concentra precisamente en la condena de la astucia política como norma de actuación en lugar de las leyes divinas que deberían regular las relaciones de la vida pública (Canto XXVII).

En el noveno foso están los sembradores de discordias, tanto en el terreno religioso (Mahoma, Alí) como en el político (Pedro de Medicina y Curión) y en el familiar (Bertrán de Born), y allí son eternamente descuartizados (Cantos XXVIII y XXIX). En el décimo foso se encuentran los falsificadores y deformadores de metales, palabras, dinero o personas. Los primeros están representados por los alquimistas (Canto XXIX). Las otras tres categorías aparecen en el canto siguiente.

Hemos llegado, finalmente, al pozo que está rodeado de Gigantes, uno de los cuales, Anteo, les ayudará a bajar. Alegóricamente, los Gigantes, que se rebelaron contra Zeus, representan el orgullo de Lucifer, que se rebeló contra Dios. Pero al mismo tiempo son la imagen de la fuerza ciega, completamente animal, que queda en el alma cuando han desaparecido los lazos del amor y la luz del intelecto. Así, Nemrod, Efialto y Anteo representan respectivamente la vacía estupidez, la ciega rabia y la vanidad sin sentido (Canto XXXI).

En el noveno Círculo se entra en el Cocito, lago helado donde están aprisionadas las almas de los traidores. Dividido en tres recintos, en el primero de ellos, Caína (derivado de Caín, asesino de su hermano), están los traidores a la propia sangre o a los parientes. En el segundo, llamado Antenora (de Antenor, el troyano que entregó su ciudad a los griegos), los traidores a la patria (Canto XXXII). Tras oír en el canto anterior la terrible historia del conde Ugolino, uno de los episodios más espeluznantes de la DIVINA COMEDIA, penetramos en el tercer recinto, Ptolomea (el nombre del general de Jericó que invitó al sumo sacerdote Simón y a sus hijos para asesinarlos durante el banquete), donde están condenados los traidores contra sus propios huéspedes (Canto XXXIII).

Después de pasar el recinto de la Giudecca (del nombre del discípulo que traicionó a Cristo) se encuentran finalmente con Lucifer, que está devorando contemporáneamente con sus tres bocas a Judas, Bruto y Casio. Pasan, a lo largo del cuerpo del señor de los Infiernos, a través del centro de la Tierra, y se encuentran, ahora boca abajo, en una caverna rocosa. Deben seguir el curso del río Leteo, atravesando el hemisferio inferior, hasta salir a las islas de las antípodas, donde se levanta el monte del Purgatorio. Están otra vez fuera de la Tierra, a la que han atravesado de parte a parte, y se hallan de nuevo bajo la luz de las estrellas (Canto XXXIV).

Al salir de las profundidades de la Tierra, los dos viajeros contemplan el cielo iluminado por Venus (símbolo del amor que desde ahora irá aproximándonos a Dios), en el que destacan cuatro estrellas que simbolizan las cuatro virtudes cardinales. Más adelante, ya en el Canto VIII del Purgatorio, encontraremos las virtudes teologales, que, a su vez, serán descritas en los cantos finales del Paraíso.

En medio del hemisferio terrestre ocupado por las aguas surge una isla que se levanta en forma de montaña, cuya cúspide, el Paraíso Terrenal, no puede ser alcanzada por la vista humana. Encuentran a Catón, el pagano prototipo de la rectitud, que, como guardián de la entrada del Purgatorio, se extraña del sentido que lleva el viaje de los dos poetas. Virgilio le aclara lo insólito de la situación y el prudente pagano, tras aconsejar a Dante que en su paso por el Purgatorio quede limpio de las impurezas del lugar que acaba de abandonar, les deja el paso franco y desaparece (Cantos I y II).

Está amaneciendo (nuevo símbolo). Antes de iniciar el camino ven llegar al ángel barquero que transporta las almas de los que, ya salvados, han de purgar sus pecados en el ascenso de la montaña. Nuestros viajeros no están todavía en el Antepurgatorio y, buscando un camino accesible por donde comenzar la escalada, encuentran un grupo de almas que, por amor, les indican el camino. Entre ellas está el espíritu de Manfredo, hijo de Federico II y rey de Sicilia, que les explica cómo ha logrado salvarse a pesar de la excomunión que pesó sobre él en vida. Las simpatías políticas y culturales de Dante no interfieren para que condene los pecados de Manfredo (como antes hizo con el epicureísmo de su padre en Infierno, X). Si lo vemos aquí, en el Purgatorio, es porque, como él mismo nos cuenta, se había arrepentido en el momento de su muerte. Dante usa al personaje, además, para expresar sus críticas sobre la utilización interesada e indiscriminada de la excomunión por parte del Papado (Canto III).

Los espíritus les muestran el angosto portillo por el que deben emprender la subida y un estrecho y empinado sendero. Por él llegan al primer rellano del Antepurgatorio, ocupado por los negligentes, almas que por su pereza esperaron hasta el último momento para arrepentirse; por eso deben esperar antes de entrar en el Purgatorio, y sin que empiecen a descontarse sus penas, tanto tiempo como vivieron en la tierra. Como Virgilio había hecho con el Infierno, ahora es Belacqua quien explica las características de la montaña y su valor purgativo (Canto IV). Ascienden hasta el segundo rellano del Antepurgatorio, donde hallan las almas de los negligentes que murieron violentamente, arrepintiéndose en el último momento. Como Manfredo en el Canto III, ahora Buonconte de Montefeltro insiste en el valor de la misericordia divina que garantiza la salvación por un solo acto de arrepentimiento. Termina el Canto con el emocionante episodio de Pia de’ Tolomei (Canto V), y continúa en el siguiente el desfile de personajes que ejemplifican los efectos del arrepentimiento in extremis a causa de una muerte repentina (Benincasa, Guccio Tarlati, Federico Novello, etc.). Dante interpela a Virgilio, que había negado el valor de la oración (Aeneidos, VI, 376) basándose en la inmutabilidad de los juicios divinos. El problema era de absoluta actualidad en tiempos de Dante y algunas herejías (valdenses, cátaros) llegaron a negar la existencia del Purgatorio y el valor de las indulgencias. Virgilio explica que la satisfacción debida a Dios por el pecador no se modifica cuantitativamente, aunque sí en la forma y el modo de prestarla. El amoroso encuentro de dos conciudadanos, Virgilio y el trovador Sordello de Mantua, hace estallar a Dante en uno de sus apasionados lamentos por la desunión de Italia:

¡Ay, Italia esclava, sede de todo dolor, nave desarbolada en plena tempestad, no señora de naciones, como antes fuiste, sino de todo tipo de ignominia! Aquí el noble espíritu de Sordello se llenó de alegría al encontrar a su compatriota y en cambio ahí los habitantes de una misma ciudad se desgarran en guerras intestinas. ¡Desgraciada! Mira alrededor de tus costas, mira en tu mismo seno, y no encontrarás ni un trozo de tierra que viva en paz (Purg., VI, 76-87).

Y de nuevo surge la súplica al Emperador (Alberto de Habsburgo) para que ponga paz en los estados italianos, que, según Dante (Monarchia), debían vivir felizmente unidos, de acuerdo con los designios providenciales, bajo la corona imperial: «Vien, crudel, vieni e vedi la presura / de’ tuoi fedeli...».

Ven, ingrato, ven, y mira la humillación de los que creen en ti; ven y alivia sus dolores. Mira la decadencia de Santafior. Mira a tu Roma que, como viuda, te llora y día y noche te llama: «César mío, ¿por qué no estás conmigo?». Ven a ver cómo se destrozan tus pueblos. Y si no te mueve piedad alguna por nosotros, ven al menos a contemplar tu vergüenza.

En el desolado panorama de Italia no podía faltar la imprecación a la ciudad natal, Florencia, con la que se cierra el Canto VI.

Virgilio explica a Sordello el motivo del viaje que están realizando y le pide orientación. El trovador les hace pasar la noche, pues ya declina el día, en el Valle Ameno, donde están aguardando el momento de empezar la ascensión del Purgatorio los reyes que dieron más importancia a la gloria terrenal que a la propia salvación. Sordello les va mostrando al emperador Rodolfo, «el que pudo curar las heridas que han dado muerte a Italia»; Otokar de Bohemia, Felipe III de Francia, Enrique de Navarra, Pedro III de Aragón, Carlos de Anjou... Es decir, los nombres de los que reinaron en diversas partes de Europa en el siglo XIII y sobre los que Dante va emitiendo su juicio. Se acercan a las almas reunidas en el Valle Ameno y hablan con ellas. Dos ángeles bajan a protegerlos y ahuyentan a la serpiente que los amenaza; Dante advierte al lector para que entienda el sentido alegórico y oculto del episodio que va a narrar, «Aguzzaqui, lettor, ben li occhi al vero»; pero la llegada de la serpiente (Tentación) y su expulsión por los ángeles (Gracia) no es tan sutil que no pueda ser comprendida, por lo que el aviso de Dante podría parecer superfluo. Pero tengamos en cuenta que las almas del Purgatorio ya no están sujetas a la tentación. De ahí que Dante se sienta obligado a prevenirnos contra la excesiva claridad del texto literal y nos haga referirlo alegóricamente al estado de las almas en esta vida: la serpiente es la tentación, que ataca donde más indefenso está el valle (alma), avanzando por entre las flores (los engaños del mundo) y alisándose la piel (disimulándose). Ya se acerca la aurora cuando Dante, vencido por el sueño, se queda dormido. Sueña que un águila de oro lo arrebata hacia el fuego y despierta ante la puerta del Purgatorio. La visión que Dante ha tenido en sueños se corresponde con lo que en realidad le está ocurriendo al mismo tiempo que duerme, como explica Virgilio un poco más adelante: ha sido Santa Lucía quien lo ha arrebatado mientras dormía y lo ha depositado a la puerta del Purgatorio. Águila y santa son, pues, imágenes de la Gracia iluminativa. El ángel portero, subido sobre los tres escalones que simbolizan la confesión, es él mismo, a su vez, imagen del sacerdote; la espada que empuña es símbolo de la justicia, y su túnica color ceniza lo es de la penitencia (Cantos VII, VIII y IX).

Con el Canto X entramos en la primera cornisa del Purgatorio, subiendo por un camino estrecho y ondulante. Las paredes de roca, a uno y otro lado, están adornadas con bajorrelieves que representan historias bíblicas y profanas. Un grupo de almas se aproxima humildemente, inclinadas bajo el peso de las enormes piedras que trasportan. Estamos en la cornisa donde se purgan los pecados de soberbia, y los bajorrelieves que hemos contemplado nos ofrecen, precisamente, ejemplos de humildad: la Virgen María aceptando humildemente su misión, «Ecce ancilla Dei»; el rey David bailando como un histrión delante del Arca de la Alianza, con lo que era «más que rey y menos que rey»; por último, el emperador Trajano, prototipo en las leyendas medievales de magnanimidad, justicia y humildad, atendiendo la petición de la pobre viuda. Las almas se acercan a los viajeros entonando una hermosa paráfrasis del «Padre nuestro». Mientras los acompañan hasta el camino por el que tienen que seguir subiendo, algunas de las almas van presentándose a nuestra vista y explicando su historia y su actual situación (Omberto Aldobrandesco; Oderisi d’Agobbio, orgulloso pintor que, humildemente, se confiesa ahora inferior a Cimabue y Giotto; Provenzan Salvani, poderoso dirigente de los gibelinos seneses: con la victoria de los güelfos sus casas fueron arrasadas y borrada de la ciudad toda memoria suya...). Siguen otros ejemplos de soberbia castigada, representados en los nuevos bajorrelieves que adornan las paredes. Un ángel los conduce a la segunda Cornisa (Cantos X, XI y XII).

Avanzando por la segunda Cornisa y tras cruzarse con algunos espíritus que van gritando frases en las que invitan a amar, ven a un grupo de almas apoyadas en las rocas y casi confundidas con ellas, vestidas de humildes hábitos y con los párpados cosidos con alambres. Una de ellas, Sapia di Ghinaldo Saracini, es ofrecida por Dante como ejemplo del odio que puede llegar a sentirse por los propios conciudadanos. De ahí llegamos a unas reflexiones críticas, en alegorías sobre el proceder de los animales, sobre la situación de Toscana, víctima de envidias y luchas políticas. En el recuerdo de una larga serie de nombres, que no significan nada para el lector español de esta obra, se siente la nostalgia del tópico literario del Ubi sunt?:

Le donde e’ cavalier, li affanni e li agi

ce ne ‘nvogliava amore e cortesia

là dove i cuor son fatti smalvagi11 (Purg., XIV, 109-111).

El Canto termina con unas profundas reflexiones morales, puestas en boca de Virgilio:

Esos acentos que has oído deberían servir de freno que contuviese al hombre dentro de sus límites; pero vosotros siempre termináis cayendo en la trampa y seguís mordiendo el anzuelo que os ofrece el Enemigo. Os llama el Cielo, que se muestra constantemente a vuestra vista, pero vosotros, ciegos, seguís fijando los ojos en la tierra. Por eso os castiga el que no es ciego y todo lo ve.

Mientras van subiendo a la tercera Cornisa, los dos viandantes van reflexionando sobre la envidia: es origen de todo mal, puesto que está contrapuesta al principio que rige «allá arriba» en el Purgatorio: el amor (Cantos XIII, XIV y XV).

Al entrar en la tercera Cornisa, donde se purgan los pecados de iracundia, envueltos en una espesa niebla que no les permite ver (la ira ofusca la razón), oyen unas voces que piden misericordia al manso cordero, Agnus Dei. Quien primeramente les habla es Marco Lombardo, político y hombre de corte, justo e incorruptible, en cuya figura debemos ver el reflejo de la misión política y moral que Dante se asignaba a sí mismo. Su parlamento está perfectamente diferenciado en tres partes: a) razonamiento filosófico con el que se demuestra la necesidad del libre albedrío, incluso en la actividad social o colectiva de los hombres; b) el gobierno de la humanidad ha sido confiado por la providencia divina a los dos poderes; al estar hoy confundidos en uno solo, el Papado, no solamente no pueden cumplir su misión, sino que sirven, además, de mal ejemplo a los simples ciudadanos, c) la decadencia a que se ha llegado se prueba claramente contemplando la decadencia italiana:

Sale el alma de manos de su Creador, que la acaricia antes de que exista, como un niño que no sabe decidirse entre el llanto y la risa; porque es tan simplecilla que no sabe nada y, movida tan sólo por su instinto, se inclina gustosa hacia lo que primeramente la atrae. Por eso se engaña corriendo tras su gusto. Es necesario establecer, pues, las leyes que le sirvan de freno... Las leyes existen, pero ¿quién se cuida de ellas? Nadie, porque el Pastor a quien están encargadas las predica, pero no da ejemplo cumpliéndolas él mismo. Por lo que la gente, viendo a su Pastor correr tras los mismos bienes que ella, ignorante, sigue, se contenta con ellos y no busca otra cosa. Bien puedes ver que la razón de que el mundo esté corrompido es el mal ejemplo y no vuestra naturaleza (Purg., XVI).

Tras otros ejemplos de ira tomados del Antiguo Testamento, un espíritu divino les señala el camino hacia la cuarta Cornisa (Cantos XV, XVI y XVII).

Mientras suben, Virgilio hace un resumen en clave moral de las tres cornisas que ya han recorrido y nos adelanta una explicación de lo que nos espera en las siguientes subidas. La clasificación de las almas del Purgatorio no se basa, como en el Infierno, en los pecados cometidos, sino en la tendencia pecaminosa. En el origen de toda acción humana existe el amor (tendencia hacia algo), que puede ser natural (instintivo y, por tanto, no sujeto a error por sí mismo) o amor de elección, en el que intervienen intelecto y voluntad y cuya acción comporta, como es lógico, una responsabilidad. Este último tipo de amor puede errar por tres motivos: 1) por su objeto, es decir, por la tendencia hacia un fin equivocado, como puede ser desear el mal del prójimo; son las tendencias que ya hemos visto en las tres primeras cornisas: soberbia, envidia e ira; 2) por defecto, es decir, por negligencia y poca energía en la tendencia hacia el bien. Pereza que, efectivamente, encontraremos en el próximo canto, y 3) por exceso de amor hacia los falsos bienes; son los pecados de avaricia, gula y lujuria, que veremos en los Cantos XX a XXVIII.

Tras una hermosa disertación de Virgilio sobre la naturaleza del amor (imprescindible, añadimos nosotros, para conocer la casuística de la lírica amorosa medieval) y sobre las implicaciones entre el amor, tendencia natural, y la voluntad del hombre y el libre albedrío, ven venir hacia ellos una turba de almas, corriendo y animándose unas a otras con ejemplos históricos, en las que el fervor ardiente que experimentan en el Purgatorio está compensando la pereza y la negligencia con que actuaron en vida. Dante se adormenta con el calor del mediodía y tiene una visión: una mujer fea que, poco a poco, va adquiriendo todas las perfecciones y que representa los bienes terrenos que atraen al hombre desviándolo del verdadero fin. Aparece luego otra mujer que la desenmascara en toda su fealdad y podredumbre, símbolo de la razón o de cualquier otra potencia que nos conduce al bien: la virtud, la verdad, la filosofía, etc. Virgilio tiene que llamarlo tres veces para que despierte (tan pesado es el sueño de la pereza) y busquen juntos la subida a la quinta Cornisa (Cantos XVIII y XIX).

Suben a ella. Los avaros están echados boca abajo, mirando hacia la Tierra, en la que tanto ambicionaron. El primer espíritu que encuentran, el papa Adriano V, está presentado como un buen ejemplo de la caducidad de los bienes terrenos por los que tan inútilmente nos afanamos: sólo reinó un mes y nueve días. Cuando Dante se inclina ante él por respeto a su dignidad en la Tierra, el espíritu le dice: «Enderézate y levántate, hermano; no te engañes. Sólo soy un esclavo más del Único que es Señor. En la vida eterna, además, se anulan todas las diferencias que hay entre los mortales».

La avaricia de la Corona de Francia que, en infame alianza con el Papado, tanto daño estaba acarreando a Italia en general y a nuestro poeta en particular, viene después cruelmente fustigada por el legendario origen de la dinastía, Hugo Capeto. Un inesperado terremoto llena de temor a Dante y en el Canto XXI encontraremos la explicación del mismo: cuando un alma ha terminado de purgar y se siente completamente purificada, siente un fuerte impulso hacia arriba. «La prueba de que ya está purificada es la voluntad que excita al alma, libre ya, a mudar de sitio, ayudándole en su mismo deseo. No por eso deja de sentir antes de tiempo el anhelo ineficaz de subir al Cielo, pero el deseo de satisfacer a la Justicia divina no la abandona».

El alma que acaba de terminar su purgación es la de Estacio, que, mientras se da a conocer y cuenta su vida, habla de la admiración que sintió por el poema de Virgilio, a quien tanto debe y sin el cual su propia obra no hubiera sido posible. Virgilio, que está presente aunque no ha sido reconocido por Estacio, se avergüenza de estas alabanzas y hace señas a Dante para que no lo descubra. Pero Dante, el tercer gran poeta en la conversación, discípulo de uno y otro, no puede disimular que una sonrisa haya aparecido en sus labios. Es un pasaje en el que van juntos poesía, sabiduría y modestia; conocimiento y admiración por el mundo clásico, confesión de fuentes. Y, sobre todo, conversación, civile conversazione entre Dante y sus modelos.

Mientras van subiendo, Estacio explica a Virgilio que su pecado no fue la avaricia, sino su contrario: la excesiva prodigalidad, que se purga en el mismo lugar y de la que se arrepintió leyendo precisamente en la Eneida la invectiva de Virgilio contra la avaricia:

Quid non mortalia pectora cogis,

Auri sacra fames?

También la conversión de Estacio a la verdadera fe se debe a Virgilio. Según una tradición cristiana, los versos de la Bucólica IV en los que Virgilio celebra la nueva Edad de Oro bajo el reinado de Augusto, eran nada menos que la profecía del nacimiento de Jesucristo y la llegada de la nueva Fe:

Magnus ab integro saeclorum nascitur orlo.

Iam redit Virgo, redeunt Saturnia regna.

Iam nova progenies coelo demittitur alto (Buc., IV, 5-7).

Y en Dante:

... Secol si rinova;

torna giustizia e primo tempo umano,

e progenie scende da ciel nova.

El Canto XXII es una nueva prueba de la inmensa importancia que Dante atribuye, en una dimensión que podemos llamar prehumanista, a la cultura clásica en general y a la poesía en particular. Los beneficios de la Redención no alcanzaron a los paganos, pero la belleza de su poesía, la justicia de sus doctrinas y el virtuoso ejemplo de sus obras pertenecen al más alto nivel alcanzado por la mente humana. Los paganos anduvieron, como aquí se nos dice de Virgilio,

como quei che va di notte,

che porta il lume dietro e sé non giova,

ma dopo sé fa le persone dotte12 (Purg., XXII, 67-69).

La deuda de Estacio a Virgilio es, por eso, doble: «per te poeta fui, per te cristiano». El problema-misterio de la exclusión de los beneficios de la Redención de los hombres justos que vivieron antes de Cristo ha sido tocado ya en el canto de Ulises y en la imagen del Noble Castillo del Limbo, y se completa aquí con la conversación de los dos poetas latinos en la que se dan noticias de los grandes autores y filósofos de la antigüedad y de personajes míticos que fueron símbolo y ejemplo de justicia y de rectitud (Terencio, Cecilio, Plauto; Eurípides, Anacreonte, Simónides; Antígona, Deifila, Deidamia, etc.).

Un árbol invertido del que sale una voz que prohíbe tocar sus frutos y una fuente de la que mana un agua cristalina nos anuncian que entramos en la cornisa donde se purgan los pecados de la gula (Cantos XX, XXI y XXII).

Las ánimas que caminan por esta Cornisa van con los ojos hundidos y apagados, la cara demacrada y con los huesos transparentándose bajo la piel, casi sin carnes. El olor de la fruta y la visión del agua corriente, ambas prohibidas, los excita constantemente, según explica uno de los espíritus: Forese Donati. De su amistad con Dante tenemos prueba en aquella tenzone en seis sonetos burlescos, en el estilo vulgar y desvergonzado de la poesía satírica burguesa, en la que Dante lo tacha repetidamente de goloso:

Bicci novel, figliuol di non so cui,

s’io non ne domandasse monna Tessa,

giù per la gola tanta roba hai messa,

ch’a forza ti convien torre l’altrui...13.

A la vida de crápula y perdición que ambos amigos debieron llevar en su juventud hacen referencia las palabras de Dante con que se cierra el Canto. El mismo Forese, unos versos antes, fustiga ferozmente la corrupción de las costumbres florentinas.

Aparecen nuevas hileras de glotones, entre ellos el papa Martín IV y el poeta Bonagiunta degli Orbicciani, no perteneciente a la escuela poética «stilnovista», a la que, sin embargo, rinde aquí un tributo de admiración:

Pero dime: ¿No estoy viendo a aquel que ha dado a luz la nueva poesía cuando escribió «Damas que tenéis intelecto amoroso»? Y yo le contesté: «Yo soy uno que va anotando lo que el Amor me inspira y luego lo expreso tal como él me lo dicta dentro del alma». Y él exclamó: «Oh, hermano. Ahora comprendo las ataduras que nos impidieron a lacopo da Lentini, a Guittone d’Arezzo y a mí mismo alcanzar el dulce y nuevo estilo que ahora oigo. Bien veo que vuestras plumas siguen fielmente al que les dicta, lo que en verdad no hicimos nosotros. Nadie mejor que yo, en estos momentos, puede ver la diferencia que va de uno a otro estilo».

Forese profetiza oscuramente las desgracias que se abatirán pronto sobre Dante por obra de su hermano Corso Donati, jefe de la facción de los güelfos negros.

Cuando los tres poetas van a abandonar la Cornisa se oye una voz que canta: «Bienaventurados aquellos a quienes ilumina tanta gracia que la inclinación a comer no enciende en sus corazones desmesurados deseos y sólo tienen el hambre que es razonable» (Cantos XXIII y XXIV).

Mientras suben, Estacio aclara las dudas de Dante sobre las almas que acaban de encontrar, enflaquecidas a pesar de no tener necesidad de alimento, pues son espíritus: el alma humana, aun separada de la materia, ha sido creada para informar un cuerpo y, por tanto, es capaz de sentir las mismas condiciones que afectan a éste. El discurso se extiende después a la explicación que daba la ciencia de la época sobre la generación humana y la sucesiva adquisición por el feto de las tres almas que caracterizan al hombre: vegetativa, sensitiva e intelectiva (esta última infusa directamente por Dios).

La ladera de la cornisa por la que avanzan arroja tales llamas que, para evitarlas, los viajeros se ven obligados a caminar por el borde del acantilado, con peligro de despeñarse: estamos en la séptima y última Cornisa, la de los lujuriosos. Las almas que la habitan, como las que hemos ido encontrando hasta ahora, entonan alabanzas de la virtud contraria al pecado por el que allí purgan y enumeran en voz alta ejemplos de castidad con los que se reprenden a sí mismas. Los lujuriosos caminan en medio de las llamas, cruzándose con otras que van en sentido contrario, las de los sodomitas.

El alma con la que habla Dante, la de Guido Guinizelli, el poeta boloñés creador del Dolce Stil Nuovo, hace que nuestro poeta se precipite sobre él, aunque las llamas se lo impiden,

quand’io odo nomar sé stesso il padre

mio e delli altri miei miglior che mai

rime d’amore usar dolci e leggiadre14.

La visión del trovador Arnau Daniell sirve para una nueva comparación entre las antiguas y nuevas escuelas poéticas.

Para poder salir del séptimo Círculo y entrar así en el Paraíso Terrenal han de atravesar las llamas porque no hay otra salida. El ángel de la pureza lo dice: «No se sigue adelante, almas santas, si el fuego no os muerde antes». Dante vence su miedo sólo cuando Virgilio le recuerda que aquellas llamas son ya el último obstáculo que lo separa de Beatriz.

Pasan la noche en la ladera del monte que conduce al Paraíso Terrenal y Dante ve en sueños a una mujer: es Lía, la primera mujer de Jacob, fea pero fecunda; Raquel, la segunda esposa, era hermosa pero estéril. Simbolizan respectivamente la vida activa y la vida contemplativa. Amanece y, antes de llegar al Paraíso, Virgilio anuncia su próxima separación (Cantos, XXV, XXVI y XXVII).

Dante se adentra en el antiguo Edén, descrito con todas las características del locus amoenus o de la naturaleza amiga de que nos habla el mito de la Edad de Oro, hasta que un riachuelo le corta el paso. Ve al otro lado a una hermosa mujer (sólo en el Canto XXXIII sabremos su nombre, Matelda15), que le explica los valores históricos y simbólicos del lugar en que se encuentran: el río se llama Leteo en la orilla en que está Dante y al cruzarlo se olvidan los pecados de la Tierra; en la orilla en que se encuentra Matelda se llama Eunoè, que significa «memoria del bien» (Canto XXVIII).

Siguen caminando y encuentran una procesión acompañada de cantos, en la que se llevan siete candelabros: los siete dones del Espíritu Santo, que son a la vez símbolo de la historia ideal de la Iglesia, que, según los Santos Padres, coincide con la historia misma de la Humanidad. Tras ellos van veinticuatro ancianos (los libros del Antiguo Testamento) y cuatro animales que van rodean do un carro hermosamente adornado (los cuatro evangelios y la Iglesia) y arrastrado por un grifo, animal mitológico, mezcla de león y águila, que simboliza aquí a Jesucristo. Va flanqueado por tres doncellas por su parte derecha, las virtudes teologales, y por otras cuatro por el lado contrario, que son las virtudes cardinales. Sigue la procesión con dos ancianos venerables (San Lucas, autor de las Actas de los Apóstoles, y San Pablo, autor de las Epístolas) y van detrás otros cuatro vestidos con ropas mucho más humildes (las Epístolas de Pedro, Juan, Santiago y Judas Tadeo16, seguidos por un último anciano que simboliza el Apocalipsis (Canto XXIX).

Cuando la procesión se detiene, todos se vuelven a contemplar el carro triunfal. Uno de ellos entona «Veni, sponsa, de Libano...». (Cantar de los Cantares, la esposa es la Iglesia) y todos le contestan con las palabras con que los judíos saludaron la entrada de Jesucristo en Jerusalén: «Benedictus qui venis...».

Una mujer se le aparece a Dante, vestida de los colores de la Fe, la Esperanza y la Caridad. Es Beatriz, que lo acompañará en el resto de su peregrinación. Su vista lo deja atónito. Cuando se vuelve para hablar con Virgilio, éste ha desaparecido:

Ma Virgilio n’avea lasciati scemi

di sé, Virgilio dolcissimo patre,

Virgilio a cui per mia salute die’mi;

né quantunque perdeo l’antica matre,

valse alle guance nette di ruggiada,

che, lacrimando, non tornaser atre17 (Purg., XXX, 49-54).

Para la lectura alegórica del poema ya sabemos que Virgilio, símbolo de la razón humana, es inútil compañía de ahora en adelante, porque entramos en el terreno de la Revelación y la Fe. Pero en la emoción con que se expresa Dante no podemos dejar de ver su profunda admiración por el gran poeta latino, símbolo, sí, de la razón humana pero también ejemplo histórico de la prodigiosa civilización de la antigua Roma.

Una dura reprimenda de Beatriz, recordando a Dante su pasada vida, su olvido y su caída en nuevos amores, arranca las lágrimas a nuestro poeta; lágrimas que son necesarias, como símbolo de arrepentimiento, para poder cruzar el río Leteo. Dante, pues, llora y confiesa sus pecados. Beatriz le echa de nuevo en cara los amores banales por los que la había olvidado y, mostrándose a él en toda su belleza, que es ya belleza anímica, hace que el poeta se arrepienta. Dolor de corazón, sincero arrepentimiento y confesión de sus pecados hacen posible ahora la inmersión de Dante en el río, símbolo del bautismo y, por tanto, de la cancelación del pecado original, lo que le permitirá ya la contemplación del verdadero Paraíso. Un adelanto del mismo se le ofrece en la nueva visión que adquiere de Beatriz, «la seconda bellezza»: en ella se refleja el esplendor del mismo Dios.

Todo el Canto XXXII está ocupado por una nueva alegoría, con un complicado lenguaje simbólico, que resumimos así: el altísimo árbol del Paraíso que encontramos representa, en el sentido moral, la justicia de Dios. Por culpa del pecado del primer hombre lo vemos despojado de todas sus hojas y frutos, porque el pecado ofende a la justicia; pero con la redención de Cristo, es decir, cuando el Grifo-Cristo ata el carro triunfal, la Iglesia, al árbol, vuelve a reverdecer y echa flores cuyos colores simbolizan la sangre del Redentor. A continuación se nos representan los avatares de la historia de la Iglesia: el águila que se arroja sobre el carro es el símbolo de las persecuciones de la Iglesia por parte del Imperio Romano, todavía pagano; la zorra que se introduce en el carro y que es puesta en fuga por Beatriz son las primeras herejías, combatidas por los Padres; vuelve a aparecer el águila y cubre el carro con sus plumas, simbolizando la conversión del Imperio y la donación de Constantino; y, por último, el dragón que con su cola envenenada arranca un trozo del carro es la imagen del cisma que posteriormente dividió a la Iglesia.

Luego, lo que queda del carro, infectado por el veneno del dragón y cubierto por las plumas del águila, se transforma primeramente en un monstruo cornudo de siete cabezas (símbolo de los siete pecados capitales) y más tarde en una vil prostituta que fornica con los poderosos de la Tierra. En este como en tantos otros pasajes, Dante, arrastrado por su celo religioso y por el furor profético con que predice la felicidad de los hombres, reprende los vicios y desórdenes introducidos en la Iglesia. La Historia ha confirmado la justicia de sus censuras, pero queremos dejar sentado que nuestro poeta respetó siempre la autoridad católica, la misión de la Iglesia, y que siempre reconoció en el Sumo Pontífice, aunque sujeto a error como hombre, al Vicario de Cristo.

La degeneración de la Iglesia ha tocado su punto más bajo, y en el último canto, por boca de Beatriz, se profetiza la inminencia de una profunda reforma moral (Canto XXXIII).

Dante se sumerge en el río y, finalmente,

Io ritornai dalla santissima onda

rifatto sì come piante novelle

rinnovellate di novella fronda,

puro e disposto a salire ale stelle18.

La materia que constituye el argumento del Paraíso se nos manifiesta desde el primer canto del mismo. Hasta ahora hemos estado viendo en el material narrativo la naturaleza doctrinal de la obra; ahora es ese carácter doctrinal la esencia que se sobrepone a lo puramente narrativo. Y de la misma manera que antes había invocado a las Musas, en la última Cántica pide inspiración directamente a Apolo, es decir, a la mismísima Poesía.

En el primer Canto, más que narrárnosla, se nos explica la ascensión de Dante. El discurso de Beatriz, que es más bien la celebración de un concepto, que no la exposición del mismo, se articula en los siguientes puntos: 1) las cosas creadas constituyen un todo armónico que hace que el Universo se asemeje a Dios; 2) todas ellas tienen una tendencia natural hacia su propia finalidad en el conjunto de la Creación, tendencia de la que Beatriz da varios ejemplos; 3) a los hombres los lleva esta tendencia natural hacia Dios. La ascensión de Dante al Cielo no es, pues, antinatural o milagrosa, sino perfectamente natural una vez que se ha desprendido de los obstáculos (pecados) que lo apegaban a la Tierra (Canto I).

El Canto II se abre con una nueva referencia a la dificultad del argumento que está tratando, para entrar otra vez en una nueva exposición doctrinal: tomando como pie una explicación sobre las manchas de la Luna, Beatriz ilustra a su seguidor sobre la naturaleza de los influjos celestes. Dentro del Empíreo, que es el cielo inmóvil formado por el esplendor de la Mente Primera, se mueve el Primer Móvil, de cuya virtud surge el ser de todo el Universo. El siguiente Cielo reparte el ser indistinto que recibe del Primer Móvil distribuyéndolo entre las diversas estrellas que existen en él. En este Cielo empieza, pues, la diferenciación del uno al múltiple. Los siete cielos menores, correspondientes a los siete planetas, disponen de diferentes formas las esencias que reciben, de modo que puedan actuar sus efectos aquí en la Tierra. Pero los movimientos y los influjos de los astros no proceden de éstos, sino de las inteligencias angélicas. Los cielos no son más que instrumentos de los efectos que se derivan de ellas.

En el cielo de la Luna, el más alejado del centro del Empíreo, encontramos las almas de los que rompieron el voto de castidad. Una de ellas, Piccarda Donati, explica a Dante cómo su felicidad es completa, aunque se encuentre en el más remoto de los grados de beatitud, con los siguientes argumentos: 1) la felicidad de cada uno está en relación a su capacidad para sentirla, y 2) esta felicidad consiste, precisamente, en la perfecta adecuación con la voluntad divina (Canto III).

Tanto Piccarda como Costanza, otro espíritu que se encuentra en el canto anterior, fueron forzadas a abandonar los votos, y Dante no puede explicarse por qué están colocadas en el cielo de la Luna. Por otra parte, el hecho de que estos espíritus estén en esta esfera parece confirmar la tesis de Platón en el Timeo: las almas están, antes de encarnar, en las estrellas, y a ellas vuelven al morir el cuerpo. Beatriz aclara las dos dudas. A esta última contesta diciendo que todas las almas están en el Empíreo, aunque sensiblemente se muestren a Dante en las diferentes esferas, ya que el intelecto humano del poeta sólo puede comprender la perfección absoluta por medio de imágenes. Al primer problema Beatriz opone que ambos espíritus, Piccarda y Costanza, contribuyeron, aunque mínimamente, a la violencia ejercida sobre ellos al aceptarla (Canto IV).

Siguiendo con el tema tratado en el canto anterior, Beatriz aclara a Dante sus dudas sobre los límites y la oportunidad de los votos: el mayor bien concedido a los hombres es el libre albedrío; el valor del voto reside en el hecho de que el hombre renuncia libremente a ese bien. A la sustancia del voto concurren una materia, el objeto del voto, y una forma, el pacto que se establece con Dios. Aquél puede cambiarse (y de hecho la Iglesia dispensa o anula los votos), siempre que el cambio se haga por una materia de más valor. De ahí la necesidad de ser prudentes a la hora de comprometer un voto. Suben al cielo de Mercurio, donde se transparentan las almas en la luz que irradian ellas mismas (Canto V).

En Mercurio están los espíritus de los que obraron rectamente, sí, pero por ambición de gloria o fama. Tal ambición, sustituyendo a la tendencia desinteresada hacia el Bien, hace menos gloriosa su beatitud. Estas almas no están caracterizadas por una especial virtud y sus juicios y manifestaciones están referidos al orden mundano necesario para la vida civil. La proximidad física a la Tierra y la actitud que, en su paso por la vida, los ha salvado, se manifiestan en este interés terrenal. Entre ellos destaca Justiniano, que nos explicará el carácter providencial y, por tanto, necesario del Imperio, no en una historia exterior del mismo, sino en una dimensión teológica: querido por Dios para el establecimiento de la justicia en la Tierra, por la cual los hombres, respetado el libre albedrío, se han de salvar para la eternidad. Son las mismas ideas que hemos visto en el tratado Monarchia. La invectiva contra el Papado y Francia, así como contra la política de güelfos y gibelinos, vuelve a recordarnos el estado en que se encontraba Italia (Canto VI), Más adelante, en el sexto Cielo, volveremos a tratar del Imperio.

El Canto VII, uno de los más teóricos de esta Cántica, está dedicado a resolver la aparente contradicción que hay en la culpabilidad del pueblo judío por la muerte de Jesús, si esa muerte fue justa. «La pena que la Cruz infligió a la naturaleza (humana) de Jesús, medida de acuerdo con esa naturaleza, no pudo ser más justa. Pero tampoco puede ser más injusta si la medimos con la persona divina que la sufrió y que estaba unida a aquella naturaleza». De este argumento va después pasando a otros como la creación, el pecado original, la redención y la inmortalidad del hombre. Dios ha creado inmediatamente las inteligencias, que son formas puras; la materia prima y los cielos, que son materia y forma; los elementos del mundo sublunar, el nuestro, han sido creados mediatamente, es decir, con el concurso de los influjos celestes. En otras palabras, creados con la cooperación de otros seres creados; de ahí su corruptibilidad. El alma racional fue creada directamente por Dios y de ahí su inmortalidad. La resurrección de la carne se deduce también de la creación directa de nuestros primeros padres (Canto VII).

Suben a continuación al cielo de Venus, donde encontrarán a los espíritus amantes. El alma de Carlos Martel servirá para un nuevo ataque a la política italiana de la casa de Anjou. De ahí se pasa a explicar la degeneración que puede darse en la descendencia de un padre justo y digno a causa del influjo de los astros. Unos nacen, como Solón, para dar leyes; otros, como Jerjes, para regir los imperios; otros, como Melquisedec, para el sacerdocio; y otros, como Dédalo, para la industria. Las diferentes aptitudes con que nacen los hombres las infunden los influjos celestes, pero sin distinguir de clases o jerarquías (Canto VIII).

El Canto IX está formado por tres profecías, la primera de ellas todavía en boca de Carlos Martel, anunciando el castigo que caerá sobre la casa de Anjou y las otras contra las ciudades vénetas, rebeldes a Cangrande della Scala, y contra la Curia pontificia. Se trata de nuevo de la dimensión profética de la que se siente investido Dante, para quien el Imperio tiene una importancia que trasciende la actuación meramente política y terrenal, porque se enmarca en los designios divinos y en la finalidad de la Creación, que no es otra que la felicidad del género humano. Estas ideas han sido tratadas científicamente en el Monarchia; aquí lo están de forma profética. Tal como ya nos tiene acostumbrados, el ataque más cruel va dirigido contra la codicia y la corrupción del Papado, que ha olvidado su misión evangélica:

Roma ha abandonado el estudio del Evangelio y de los Santos Padres y sólo se dedica a los decretos del derecho canónico. Sólo esto le interesa al Papa y a los cardenales y no piensan en Nazaret, donde el ángel Gabriel desplegó sus alas. Pero pronto el Vaticano y los otros santos lugares de Roma, donde se derramó la sangre de los primeros cristianos, se verán libres de tanta prostitución.

Dante sigue sin darse cuenta de cómo asciende, pero se encuentra de improviso en la cuarta esfera, la del Sol, donde habitan las almas de los sabios famosos por sus doctrinas teológicas y místicas. El esfuerzo físico, a veces incluso peligroso, con que lo hemos visto avanzar por el Infierno y hasta por el Purgatorio, ha desaparecido en esta tercera Cántica: Dante se encuentra cada vez más cercano al Empíreo, pero no sabe cómo. El hecho, sin embargo, no tiene nada de milagroso, como ya hemos dicho, porque dentro de la unidad del Paraíso la ascensión gradual de Dante es de carácter cognoscitivo: una cada vez mayor capacidad y sutileza intelectual es lo que le permite comprender las esferas y sus virtudes, la beatitud, los designios divinos y la misma esencia de la divinidad. En el cielo de la sabiduría, el del Sol, la luz que se desprende de las almas de los beatos se dispone alrededor de Dante como una corona. Tomás de Aquino toma la palabra para presentar al resto de las almas que forman el círculo luminoso, Alberto Magno, Graciano, etc., la última de las cuales es la de Seguier de Brabante, que cierra el círculo y está, por tanto, al lado de Santo Tomás, contra quien había defendido en vida las teorías de Averroes sobre la unidad del intelecto. Ahora aparecen reconciliados y unidos en la verdad que ambos habían buscado limpiamente (Canto X).

El preludio con que se inicia el siguiente canto es un resumen del anterior, al mismo tiempo que una introducción a los dos siguientes. Todos estos cantos, del X al XIV, forman el cielo del Sol, donde se exalta la sabiduría pura, la filosofía, el amor al saber desprendido y desinteresado por los bienes terrenos. Una duda se le plantea a Dante a propósito de unas palabras pronunciadas por Tomás de Aquino en el Canto X, donde, refiriéndose a la orden dominica, dijo «u’ ben s’impingua se non si vaneggia» («en la que mucho se gana, si no se cae en la vanidad», verso 96) y «a veder tanto non surse il secondo» («ningún otro llegó a saber tanto», verso 114). El santo dominico explica su sentido hablando de los bienes espirituales que han enriquecido a la comunidad cristiana gracias a las órdenes fundadas por San Francisco de Asís y por Santo Domingo, aunque no deja de criticar la degeneración actual de los dominicos, su propia orden, ávidos de riquezas y dedicados a los estudios profanos. A continuación cuenta la vida del santo de Asís, en una espléndida síntesis del material biográfico y simbólico que le ofrecía la tradición franciscana (Legenda Prima, Legenda secunda, Legenda trium sociorum, Legenda maior, etc.). En el canto siguiente estamos en la misma situación y ante los mismos personajes, a los que ahora se une otro círculo o corona. Esta vez es el franciscano San Buenaventura quien cuenta la vida y hace los elogios de Santo Domingo. Como había hecho Santo Tomás en el canto anterior, ahora San Buenaventura critica la decadencia de los franciscanos, que se han alejado de la santa regla de su fundador, relajándola unos y endureciéndola otros, pero olvidando todos la labor de apostolado para la que fue creada la orden. En el círculo de San Buenaventura brillan los primeros discípulos de San Francisco,

Illuminato ed Augustin son quinci,

che furon de’ primi scalzi poverelli

che nel capestro a Dio si fero amici…19 (Par., XII, 130-132).

En el Canto XIII se aclara la segunda duda que había asaltado a Dante ante las palabras de Santo Tomás: si la perfección de la sabiduría humana fue concedida primeramente a Adán (porque creado directamente, inmediatamente) y más tarde a Jesucristo en cuanto hombre, ¿cómo ha afirmado el santo de Aquino que Salomón es el más sabio de los hombres? Tras explicar que todas las criaturas no son más que el reflejo de la Idea divina, del Verbo, en la que se encuentra la forma exacta de todos y cada uno de los seres inmediata o mediatamente creados, correspondiendo a los primeros mayor perfección por el modo de creación, no por una más exacta correspondencia con la Idea; después de explicar esto, se nos aclara la relativa excelencia de la sabiduría de Salomón: no es una sabiduría metafísica sino práctica, referida a la prudencia política y por la cual Salomón es el más sabio de los reyes que han existido. Aprovecha después el santo de Aquino para advertirnos contra la precipitación de nuestros juicios y para alabar las condiciones ideales de la realeza, es decir, dos argumentos prácticos o de moral aplicada. Este es uno de los cantos más complicados y menos atrayentes para nuestra sensibilidad moderna, pero no debemos olvidar que Dante está tratando, en el lenguaje y con las limitaciones propias de la poesía, los grandes argumentos que constituyeron el edificio de la filosofía medieval (Cantos X-XIV).

Dante se siente ahora transportado al quinto Cielo, el de Marte, en el que se le acercan las almas de los que combatieron por la Fe hasta el martirio. La distribución «física» de las almas las hace aparecer en forma de cruz luminosa. Es una de las tres figuras imaginadas por Dante (las otras dos, el Águila y la Escala, serán analizadas en su momento) para darnos una imagen visible, al mismo tiempo que alegórica, de las realidades que va experimentando y que, como vuelvo a repetir, no son transmisibles sensorialmente. Termina el Canto XIV con la descripción de estas sensaciones luminosas antes de que encontremos, en el siguiente, a los nuevos interlocutores: las almas militantes. La primera que se destaca, para dirigirse al poeta, de la luminosidad de la cruz es Cacciaguida, antepasado de Dante, que ya sabía que había de tener lugar la llegada de su descendiente por haberlo leído en el libro de los inmutables designios divinos. Cuenta su vida al arrobado poeta y le narra la muerte que alcanza en Tierra Santa, luchando en la segunda Cruzada, un siglo antes; pero Dante aprovecha al personaje para poner de manifiesto la justicia y la felicidad que reinaban en la pequeña Florencia de su época, antes del desarrollo de su poderío y de las fratricidas y sangrientas luchas entre güelfos y gibelinos. Estos temas, en forma de duras críticas, se desarrollarán en los cantos siguientes, pero en éste se nos prepara para ello en una descripción idílica en la que nuestro poeta, víctima del actual estado de corrupción, se deja arrastrar por un sentimentalismo que, no cabe duda, abre un paréntesis de respiro en el complicado doctrinarismo que ha inspirado hasta ahora la visión paradisíaca:

Florencia, cercada aún tan sólo por la antigua muralla, donde todavía suenan las llamadas a la oración, vivía en paz, sobria y honrada. No se usaban collares ni diademas, ni vestidos bordados ni ricos ceñidores que brillasen más que la mujer que los llevaba. No temía el padre que le naciese una hija, porque habría de casarla en la edad conveniente y con la dote justa. No se vivía en soberbios palacios, demasiado grandes para nuestras necesidades; no habían llegado aún los gustos decadentes y corrompidos del Oriente... ¡Felices mujeres las de entonces! Porque sabían que habían de terminar sus vidas en la propia casa, no exiliadas, y que serían enterradas en la vecina iglesia. Unas velaban amorosamente la cuna de sus hijos, cantándoles en esa lengua infantil que tan felices hace a los padres; otras, devanando los hilos en la rueca, contaban a la familia las antiguas historias de Troya, de Roma y de nuestra ciudad...

Todo el Canto XVI está dedicado a la descripción de la antigua Florencia a través de la relación de las ilustres y nobles familias que fueron su origen y entre las que sabemos que se contaba la de Dante. El interés para el lector moderno reside tan sólo en la pasión política que invade a Dante, en la melancolía con que mira a las grandezas pasadas y en la idealización que se esconde tras el tópico del ubi sunt? Tras pasar a la triste realidad del presente, Cacciaguida profetiza a su descendiente (Canto XVII) el triste porvenir que le espera: la condena y el exilio:

Tendrás que abandonar todo lo que más amas; este es el primer dolor que produce el exilio. Después probarás qué amargo es el pan de los otros y qué duro vivir en casa extraña. Pero más daño te harán los compatriotas con los que serás desterrado, porque, ingratos, locos, infames, se volverán contra ti...

Continúa la profecía: será acogido honrosamente en su destierro, entre otros, por Cangrande della Scala, señor de Verona; Dante paga así su deuda de gratitud. Y, finalmente, en el momento de mayor inspiración del Canto, referencia a la misión profética de Dante y a la gloria imperecedera que le aguarda, mientras sus enemigos quedarán sepultados en el olvido del tiempo. Cacciaguida va nombrando después a las otras almas que forman la cruz luminosa, entre las que se encuentran mártires del Antiguo Testamento y otros personajes históricos (Cantos XIV-XVIII).

En el Canto XVIII subimos con Dante y Beatriz al sexto Círculo, Júpiter, donde se les acercan los espíritus de los que obraron justamente. En su vuelo luminoso se ordenan de tal modo, que forman diferentes letras en las que Dante puede leer «Diligite iustitiam qui iudicatis terram» («Gobernantes de la Tierra, amad la justicia»), primer versículo del libro bíblico de la Sapientia, en el que se exhorta a los reyes a actuar en la Tierra la idea universal de la justicia. En su continuo movimiento, las almas bienaventuradas forman luego la imagen de un águila, símbolo del Imperio, que deberá, según Dante, imponer la justicia entre los reinos cristianos.

La figura del águila, aunque está formada por una multitud de ánimas, habla en singular, simbolizando así la unión de todos los cristianos bajo la corona imperial. Se resuelve una nueva duda de Dante: ¿Cómo se compagina la justicia divina con la condenación de tantos hombres justos que no llegaron a ser cristianos por no haber podido conocer la verdadera religión? Partiendo de la imagen de la vista humana, que es incapaz de ver el fondo del mar aunque el fondo existe, el águila no explica el problema directamente, pero sí defiende el misterio de la mente infinita de Dios, fuera de quien no existe la justicia. No podemos comprender la justicia divina, pero el día del Juicio Final veremos salvarse a muchos justos que no fueron cristianos y condenarse a otros muchos que se llamaron cristianos sin serlo, en realidad, por su conducta. Este argumento se enlaza con la expresa condena de muchos de los poderosos de la Europa contemporánea (Alberto de Ausburgo, Felipe IV el Hermoso, Eduardo II de Inglaterra, Fernando IV de Castilla, etc.). La parte más noble del águila, el ojo, «que en las águilas mortales contempla y soporta la luz directa del Sol», está formada por las almas de los personajes más representativos del sexto Cielo. Dos de ellos, Trajano y Rifeo, habían sido paganos y el águila se apresura a aclarar la correspondiente duda de Dante: el reino de los cielos es vulnerable a dos tipos de violencia: la esperanza y la caridad.

Regnum caelorum violenza pate

da caldo amore e da viva speranza,

che vince la divina volontate20 (Par., XX, ?).

Rifeo creyó en el Redentor que había de venir; Trajano en el Redentor que ya había sido crucificado. Según una leyenda, Trajano resucitó gracias a las oraciones del papa Gregorio Magno y así pudo convertirse y salvarse. Tomás de Aquino explica la posibilidad del hecho en su Summa Theologiae (Cantos XIX y XX).

Dante y Beatriz se encuentran a continuación en el séptimo Cielo, Saturno, que en estos momentos se encuentra en conjunción con Leo, de cuyo influjo recíproco nace la tendencia contemplativa. Efectivamente, son los espíritus contemplativos los que veremos en esta esfera: sus almas relucientes se muestran a Dante en forma de escala de oro cuyo final se pierde en las alturas. El tono de este Canto es de total recogimiento: no suenan los cánticos de los beatos, no ríe Beatriz, porque todo ello sería añadir resplandor a la casi insoportable luminosidad a que está sometido Dante que, no lo olvidemos, sigue estando en carne mortal. Surge de nuevo el espinoso problema de la providencia y la predestinación, que queda sin respuesta.

Pero el alma que más brilla en el Cielo, el serafín que tiene más fijos los ojos en Dios, no podrá satisfacer tus preguntas, porque lo que quieres saber penetra tan profundamente en el abismo de los decretos divinos, que está infinitamente alejado de las capacidades de la mente humana. Cuando vuelvas al mundo mortal repite esto que te he dicho, para que nadie vuelva a intentar adentrarse en tan profundo misterio.

Desde lo alto de la escala está hablando San Pedro Damián, el ascético monje del siglo XI que llegó al cardenalato y que luchó siempre por la pobreza y la reforma de la Iglesia. Dos temas que resaltan en su discurso, que se cierra con una invectiva contra los vicios y el fasto de los prelados modernos, que van llenos de orgullo sobre sus lujosamente enjaezadas mulas «como una bestia sobre otra bestia» (Canto XXI).

Antes de abandonar el séptimo Cielo encuentran a San Benito de Nursia, fundador del monasterio de Montecassino, desde donde se irradió la orden benedictina. Se le aparece rodeado de sus primeros seguidores (Macario, Romualdo) y Dante le pide que se deje ver en su figura real, no en la luminosidad que aparece ante su vista. Pero esto sólo le será concedido en la más alta esfera, porque es allí donde se satisfacen todos los deseos. También este santo fundador se lamenta de la decadencia de su orden. Suben por la escala dorada hasta la octava esfera, es decir, suben por medio de la virtud contemplativa hasta el cielo de las estrellas y se encuentran en la constelación de Géminis, bajo la que nació Dante. Desde allí arriba, el poeta contempla el Universo y, dentro de él, la pequeñez de la Tierra «por la que los hombres se matan unos a otros» (Canto XXII).

En el octavo Cielo están todos los bienaventurados que hemos visto antes distribuidos, simbólicamente, en siete esferas. Apenas entrados en él, la actitud expectante de Beatriz nos anuncia la inminencia de un milagro. Efectivamente, Dante va a contemplar nada menos que al Cristo triunfante, «la sabiduría y el poder que abrió el camino tanto tiempo cerrado entre el Cielo y la Tierra». La mente de Dante, su poder de comprensión, estalla y sale de sí misma, rompiendo los límites humanos, expandiéndose y abarcando lo que hasta ahora le había estado oculto.

La visión del Cristo triunfante ha saturado el poder contemplativo de los ojos humanos del poeta: ahora puede mirar, sin daño, la figura resplandeciente de Beatriz. «Abre los ojos y mírame cual soy; has visto cosas que te han dado fuerza suficiente para sostener mi sonrisa», es decir, para comprender. Sin duda alguna, hemos llegado a uno de los momentos de mayor tensión expresiva: la inefabilidad que hasta ahora ha hecho balbucear algunas veces a nuestro poeta se desborda aquí en un torrente lírico que consigue reproducir en los lectores el límite extremo de esas impresiones de la imaginación humana. El éxtasis místico, la pura contemplación que generalmente se traduce en mutismo y quietud, se desborda aquí en un torrente de lirismo para expresar, no ya directamente, sino a través de la visión de la sonrisa de Beatriz, la «milésima parte» de la visión mística, exaltante, del Cristo triunfante. En el centro de los bienaventurados, de la bienaventuranza, está la Madre de Dios, la mujer que hizo posible, con su maternidad, aquel milagro. El arcángel Gabriel entona sus alabanzas eternas y después la Virgen asciende seguida por el amor y los cánticos de los beatos (Canto XXIII).

Beatriz se dirige a los apóstoles para que derramen sobre Dante la Gracia en que ellos están inmersos. Uno de ellos, San Pedro, se destaca de la luminosidad general para examinar al poeta sobre una de las virtudes teologales, no porque Dante necesite del examen, sino para que sea glorificada la Fe al hablar de ella. Como un discípulo frente a su maestro, Dante está recogido y tenso y va contestando a las tres preguntas del santo: ¿Qué es la Fe? ¿De dónde proviene? ¿En qué crees? La Fe es el principio sobre el que se fundamenta nuestra esperanza de vida eterna. Y al mismo tiempo es el argumento en el que aprendemos a creer lo que no vemos. En cuanto a que sea sustancia o principio: los misterios de la eternidad (que Dante está contemplando en estos momentos) son materia de fe, no de ciencia; en esta fe se basa la esperanza de eternidad. Luego la fe es sustancia de lo que esperamos. En cuanto a que sea argumento: basándonos en la Fe, aceptamos la realidad de los misterios. Luego es argumento para probar la existencia de los mismos. A la segunda pregunta responde: Del origen divino, Espíritu Santo, que inspira el Antiguo y el Nuevo Testamentos. ¿Por qué las Escrituras son de inspiración divina? Lo prueban los hechos sobrenaturales o milagros que se han obrado. Pero si se explican las Escrituras por medio de los milagros y éstos por medio de las Escrituras, estamos ante un círculo vicioso. Dante responde que aunque no aceptásemos la existencia de los milagros, el solo hecho de que el Cristianismo se haya extendido sin necesidad de ellos ya es en sí un hecho milagroso. A la tercera pregunta contesta que cree en un solo Dios, eterno, creador, uno y trino (Canto XXIV).

El Canto XXV empieza con una tierna y esperanzada reflexión de Dante: «Si algún día, por los méritos de este mi poema, logro vencer el odio de mis compatriotas,

con altra voce omai, con altro vello

ritornerò poeta, ed in sul fonte

del mio battesmo prenderò il cappello21 (Par., XXV, 7-9).

Se destaca de las luces Santiago, que pregunta a Dante sobre la esperanza: ¿Qué es, cómo la sientes, de dónde nace? Es Beatriz quien contesta a la segunda pregunta: es el más esperanzado de los hombres, puesto que, todavía en vida, está contemplando el Paraíso. Con este procedimiento, poniendo la respuesta en boca de otro, evita el poeta la propia vanagloria. Después contesta a las otras dos preguntas del Apóstol: esperanza es la seguridad de alcanzar la vida eterna, que nace de la Gracia de Dios y de los méritos del hombre. Dante la ha aprendido de David y de Santiago, además de otros textos sagrados. El Antiguo y el Nuevo Testamentos prometen el Paraíso, que ahora mismo está viendo Dante y que consiste en la beatitud eterna, unidos ya alma y cuerpo glorioso. Finalmente, San Juan le desengaña sobre la creencia medieval que afirmaba, sostenido por algunos teólogos, que había subido al Cielo en cuerpo y alma (Canto XXV).

Ahora es San Juan quien examina a Dante sobre la tercera de las virtudes teologales con la pregunta: ¿Hacia qué tiende tu alma? Y la respuesta es: Dios es el principio y el fin de todos los amores, grandes y pequeños, porque todo lo que se ama es amado en cuanto es reflejo de su Creador. Este amor se da en Dante tanto por argumentos filosóficos como por revelación. Filosóficamente está probado que todo bien conocido es necesariamente apetecido; de ahí se deduce que la mente humana tenderá con todas sus fuerzas al Bien que es el origen de todos los bienes. Esta verdad filosófica la revela, además, la Sagrada Escritura, y la alimentan constantemente las pruebas de la bondad de Dios: la creación del universo y del hombre, la encarnación y sacrificio de Jesús y la promesa de salvación. Después el alma de Adán satisface la curiosidad del poeta sobre cuándo fue la creación del primer hombre, cuánto tiempo estuvo éste en el Paraíso Terrenal, por qué fue expulsado de él y cuál fue la primera lengua del género humano. Las contestaciones corresponden todas a las exigencias doctrinales de la Edad Media, aunque Dante expresa el principio de la corruptibilidad de las lenguas, con unos criterios que son originales y, en algún aspecto, modernos (Canto XXVI).

Cuando termina de hablar Adán, todos los bienaventurados reunidos en el octavo Cielo inician un himno que celebra la presencia constante e inmutable de Dios en todo el universo. Desde esta completa felicidad, y como contraste pasamos, por boca de San Pedro, el primer papa, al más duro ataque de todo el poema contra la Iglesia que ha traicionado la santa misión que le encomendó Cristo:

Quien usurpa en la Tierra mi lugar (¡Mi lugar, sí, mi lugar, que está vacante en el juicio de Cristo!) ha hecho de Roma, donde reposan mis restos, cloaca de sangre y de corrupción, de lo que se alegra el Enemigo... No se fundamentó la Iglesia sobre mi martirio y el de Lino y el de Anacleto para que fuese convertida después en un instrumento de ambiciones terrenas, sino para que fuese guía hacia esta felicidad eterna; y Sixto y Pío y Calixto y Urbano también derramaron por ella su sangre y sus lágrimas. No sufrimos el martirio para que nuestros sucesores dividieran a los cristianos unos contra otros; ni las llaves me fueron concedidas para ser levantadas como banderas contra pueblos bautizados; ni mi imagen debe servir de sello para tráficos falsos y simoníacos, de los que tanto me avergüenzo. Desde aquí vemos en todos los prados unos lobos rapaces vestidos de pastores. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no defiendes a tu pueblo? Ya Clemente V, ya Juan XXII se acercan para acabar de hundir nuestra obra. ¡Que haya terminado en tan vil corrupción lo que tan santamente empezó! Pero la alta Providencia, que ya una vez por medio de Escipión defendió a Roma, volverá a socorrerla. Y tú, hijo mío, que vas a volver al mundo, abre la boca y no ocultes nada de lo que te estoy manifestando.

Suben después al noveno Cielo, el Cristalino o Primer Móvil, de donde toma movimiento, como explica Beatriz, toda la estructura del Universo. En esta esfera están contenidas todas las demás, pero ella no está incluida más que en la mente de Dios, que es la luz y el amor que mueve (Canto XXVII).

El tema iniciado al final del canto anterior da pie para la explicación en el Primer Móvil, habitado por los serafines o inteligencias motrices, de algo que ya hemos visto en el Canto II del Paraíso: el orden de la creación, llevado a cabo a través de las jerarquías angélicas que, con el movimiento de los cielos, dan lugar al tiempo, al espacio y a la multiplicidad de los seres. El Primer Móvil es un punto luminoso (matemáticamente, el punto es indivisible e inmaterial) a cuyo alrededor se mueven nueve círculos concéntricos (los coros angélicos), pero con un movimiento que resultaría contrario al que somos capaces de captar por nuestros sentidos: el más próximo al punto luminoso, que sería, por tanto, el de menor diámetro, se mueve más rápidamente y brilla más que los otros ocho, que tienen mayores diámetros. Es lo contrario de lo que hemos visto en las esferas celestes que hemos ido visitando hasta ahora, de las cuales la más alejada de la Tierra, que es su centro geométrico, es la que gira a mayor velocidad. Esta aparente contradicción se elimina si valoramos la correspondencia entre los coros angélicos y las esferas celestes no en razón de sus diámetros, sino en razón de la cantidad de virtud que contienen: más perfectos mientras más cercanos al Primer Móvil.

Los coros cantan un himno de gloria a Dios y después Beatriz explica al poeta la colocación de las jerarquías angélicas desde fuera hacia dentro: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles. Así los describió Dionisio Areopagita; Gregorio Magno no aceptó esta distribución, pero cuando subió al Cielo se rió de su propio error. Ciencia medieval, teología y tradiciones pías forman la sustancia de este Canto XXVIII.

Seguimos todavía en el noveno Cielo. Beatriz explica la creación de los ángeles, que tuvo lugar no por necesidad de acrecentar el bien, ya que los creó quien es el Bien infinito, sino para que la sustancia creada tomase conciencia de su propio ser. Fue un acto espontáneo y gratuito del Primer Amor. Del mismo modo surgieron simultáneamente la forma pura (las inteligencias), la materia pura (la materia informe, potencia no actuada) y el compuesto incorruptible de materia y forma (los cielos). De la idea divina surgió, pues, un solo acto creativo; no podía ser de otra forma en Quien no existe un «antes» y un «después». Aunque este acto creador se manifiesta en este triple efecto. Por tanto, se equivocó San Jerónimo cuando dijo que los ángeles fueron creados en primer lugar.

Casi inmediatamente después de la creación, una parte de los ángeles se rebeló. Fueron castigados y los no rebeldes fueron premiados. Para aclarar los errores que tan sutil materia ha provocado en los filósofos, Beatriz continúa su explicación sobre las facultades angélicas: los conceptos de inteligencia, voluntad y memoria sólo equívocamente pueden ser usados para ángeles y para hombres. El ángel no aprehende las esencias abstrayéndolas de los objetos sensibles; la voluntad angélica no es una tendencia innata, como en el hombre, puesto que el ángel conoce directamente el Sumo Bien; en cuanto a la memoria, no la tienen porque lo ven todo presentemente en la visión de Dios (Canto XXIX).

Como las estrellas se apagan poco a poco al salir la aurora, así fue desapareciendo el coro angélico cuando Dante y Beatriz se trasladan al Empíreo, «Cielo que es pura luz, luz intelectual, llena de amor; amor del único Bien, que es felicidad; felicidad que sobrepasa toda dulzura».

Una luz en forma de río (la Gracia de Dios) del que saltan chispas luminosas (ángeles) recorre un prado lleno de flores (los bienaventurados). Cuando Dante se inclina sobre el río, éste se transforma en un círculo de luz, ángeles y beatos, que se le presentan en sus verdaderos aspectos, formando una inmensa rosa. El intelecto de Dante ya ha superado las limitaciones humanas y puede comprenderlo todo en una sola mirada que abarca toda la cantidad y la calidad de aquella alegría verdadera. Casi todos los asientos celestiales están ya ocupados y corto es el número de justos que aún han de llegar. Un lugar está ya reservado para el emperador Enrique VII (no olvidemos que Dante imagina su visión en el año 1300, aunque escriba esta Cántica después de la muerte del emperador), en quien el poeta y toda Italia tienen puestas sus esperanzas; al mismo tiempo se nos anuncia que el papa que hará fracasar la empresa imperial, Clemente V, se precipitará en el infierno de los simoníacos (Canto XXX).

La Cándida Rosa formada por los luminosos bienaventurados (en cuerpo y alma, tal como estarán tras la resurrección de la carne) es visitada por los ángeles, que, como abejas, van desde la luz divina hasta sus pétalos inundándolos de la paz de la beatitud y del ardor de la caridad. Pero la luz divina les llega también directamente, sin necesidad de intermediarios, porque inunda todo el universo.

Beatriz se ha apartado del poeta y ocupa ya su trono de bienaventurada. Ahora es San Bernardo, paladín del culto mariano, quien le habla y lo guía en el último tramo de su recorrido, porque la Teología sola (Beatriz) no conduce a Dios si no va acompañada de la Gracia, de la que es mediadora María. San Bernardo, símbolo de la contemplación y del amor a la Virgen, impetra de María que alcance para el poeta la gracia de ver a Dios (Canto XXXI).

San Bernardo explica a Dante la disposición de la Rosa Cándida. Una fila de mujeres del Antiguo Testamento separa en dos a los beatos que vivieron antes y después de la venida de Cristo. Entre aquéllos no queda ya ningún lugar libre, porque la muerte de Cristo y su bajada al Limbo ya los ha trasladado a su eterna felicidad. En la parte opuesta, donde están los que vivieron después de la Redención, son los santos los que sirven de separación. Unos y otros son iguales en número. En la línea horizontal que corta por la mitad estas dos separaciones verticales se sientan los que se salvaron no por méritos propios, porque murieron antes de haber alcanzado el uso de razón: los inocentes. No es de extrañar que gocen de diferentes grados de beatitud porque la predestinación lo dispone así, aunque nosotros no podamos entenderlo. Al principio del mundo los inocentes se salvaron si sus padres creyeron en la venida del Mesías; desde Abraham, si habían sido circuncidados; desde Cristo, si fueron bautizados. En otros casos, como ya sabemos, sus almas están en el Limbo.

La Virgen es el punto más luminoso de toda la descripción. A ella dirige San Bernardo su petición para que Dante pueda contemplar la esencia de la divinidad (Canto XXXII).

Tras la plegaria de San Bernardo, acompañado por todos los bienaventurados, Dante contempla directamente a Dios y llega así a la cumbre de su experiencia mística; aunque la inefabilidad de la visión no le permite expresarla. Queda la emoción, pero no hay palabras que la describan. En la profundidad de la esencia divina encuentra unida con vínculos de amor toda la variedad del universo. Ve también, figuradamente, la unidad y la trinidad de Dios y del Verbo encarnado. La iluminación fulgurante de la Gracia le permite comprender lo que nosotros no podemos ver. Dante se encuentra ahora en el mismo estado que los bienaventurados. Por un instante, convertido en puro intelecto, su fantasía se desvanece (Canto XXXIII):

All’alta fantasia qui mancò possa;

ma già volgeva il mio disio e ‘l velle,

si come rota ch’igualmente è mossa

l’amor che move il sole e l’altre stelle22 (Par., XXXIII, ?).

Dante en España

El problema del influjo de Dante en España está íntimamente implicado en el de la aparición en nuestra Edad Media de la literatura alegórica. Las intensas relaciones entre la Corona de Aragón e Italia durante el siglo XIV explican que ya desde 1380 aparezcan rasgos alegóricos y citas más o menos concretas sobre nuestro autor en la obra de Bernat Metge o en la de Andreu Febrer, autor este último de la primera traducción de la COMEDIA. Naturalmente, estamos refiriéndonos a la literatura en lengua catalana en uno de sus momentos de mayor esplendor, antes de la decadencia que había de producirse con la expansión del castellano a finales del siglo XV y sobre todo a partir del XVI. Estas influencias, como ha indicado el profesor Joaquín Arce, son más evidentes en la prosa doctrinal y menos señaladas en la producción poética, cuyas manifestaciones estaban asentadas en la tradición de la rica vena de la poesía trovadoresca provenzal. En la literatura en castellano, por el contrario, aunque la influencia se produzca más tardíamente, va a darse con mayor profundidad y extensión. La figura del sevillano-genovés Francisco Imperial va a ser fundamental para explicar la expansión del dantismo en Castilla o, como hemos dicho, la expansión del alegorismo. Dante es quien guía a Imperial en su Dezir de las siete virtudes, quien lo guía incluso físicamente, como Virgilio había guiado al poeta florentino.

En el Cancionero de Baena, junto con obras tradicionales castellanas y al lado de representaciones de la lírica galaicoportuguesa y la provenzal, aparecen ya evidentes influjos de Dante en varios de los poetas allí recopilados, Ruy Páez de Ribera, Fernán Pérez de Guzmán o el marqués de Santillana, entre otros.

En el primer tercio del siglo XV (1428) se lleva a cabo la primera traducción completa de la DIVINA COMEDIA, atribuida a Enrique de Villena, traducción realizada en prosa, que nos habla del interés que había despertado la obra del florentino y nos explica la rápida expansión de su influjo, sobre todo a través del marqués de Santillana, sin duda alguna el mayor poeta, junto con Juan de Mena, de nuestro siglo XV. La traducción de Enrique de Villena no supuso, sin embargo, ninguna influencia sobre los autores contemporáneos, porque ha permanecido inédita hasta hace poco, en que ha sido publicada en un erudito estudio filológico por José Antonio Pascual (Salamanca, 1974). La influencia en el siglo XV se produce, pues, por el indiscutible prestigio del marqués de Santillana. La literatura de «visiones» se inicia en castellano con El sueño del marqués, que dará numerosos frutos hasta el cambio de moda que supone la llegada del Renacimiento; pero sobre todo con su Infierno de los enamorados, obra a la que seguirán el Infierno de amores, de Guevara; el Infierno de Amor, de García Sánchez de Badajoz, o el Purgatorio de Amor, del bachiller Jiménez. En el Triunfo del Marqués, de su secretario Diego de Burgos, es el propio Dante quien conduce a Santillana hasta el templo de su triunfo y su gloria.

En 1515 aparece en Burgos la primera traducción castellana, aunque sólo del Infierno. Su autor, Pedro Fernández de Villena, la lleva a cabo en la estrofa noble de la poesía castellana, la copla de arte mayor. Pero por estos años nos encontramos ya en la frontera que separa nuestra Edad Media del Renacimiento, y la nueva estética se impondrá con la poesía italianizante que, con Petrarca como modelo, regirá tiránicamente la creación lírica castellana. La ideología neoplatónica y el formalismo petrarquista sustituirán al alegorismo; el terceto (estrofa de la COMEDIA, no utilizado hasta entonces por los imitadores y traductores españoles de Dante) entrará a formar parte del repertorio métrico castellano, pero no se trata del terceto dantesco, sino del petrarquista.

Ni el renacentista siglo XVI, ni el barroco XVII, ni el gusto neoclásico del XVIII son terreno fértil para la presencia de Dante y su obra. Su nombre aparece aisladamente en algún que otro autor, pero sólo como cita curiosa, exótica, de erudición. Hemos de llegar hasta el siglo XIX para volver a encontrar diversas traducciones, tanto en prosa como en verso, así como (y esto es importante para la historia del dantismo español) estudios o referencias sobre el poeta florentino. Milá y Fontanals, José Amador de los Ríos y Menéndez Pelayo inician los estudios sobre las relaciones literarias y, dentro de ellos, sobre la influencia de Dante en la literatura española.

El movimiento romántico se interesó igualmente por nuestro autor, especialmente por su COMEDIA. Gustavo Adolfo Bécquer trata el episodio de Paolo y Francesca (Canto V del Infierno) en una de sus Rimas y Gaspar Núñez de Arce, en La selva oscura, hace una breve adaptación del poema de Dante. Sobre la primera de estas obras ha aparecido recientemente un artículo del profesor López Estrada con el título «Presenze ed echi danteschi nel Romanticismo spagnolo», en Letture Classensi, 1992. El profesor Joaquín Arce ha señalado para la segunda mitad del siglo XIX unas veinte ediciones de la COMEDIA, tanto en prosa (Aranda y Sanjuán, 1868; Puigbó, 1868; Cayetano Rosell, 1871; Sánchez Morales, 1875) como en verso (Carulla, 1879; el conde de Cheste, 1879, y Bartolomé Mitre, 1894). Algunas de ellas han vuelto a editarse hasta bien entrado el siglo XX, en que han ido apareciendo nuevas traducciones. Entre ellas queremos destacar la de Fernando Gutiérrez, 1960, en endecasílabos; la realizada por Nicolás González Ruiz y publicada en la BAC, 1965, y la traducción en prosa de A. Onieva, del mismo año. Traducciones acompañadas de un cierto aparato crítico son las realizadas por Ángel J. Battistesse (editorial Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1972) y la de Julio Úbeda Maldonado (Libros Río Nuevo, Barcelona, 1983).

Queremos, por último, destacar el valiosísimo esfuerzo llevado a cabo por Ángel Crespo al traducir en tercetos encadenados esta colosal obra, construyendo, como dice Joaquín Arce, «una traducción digna y decorosa del máximo poema de la literatura italiana, la mejor, sin duda, de las versiones españolas». Esta excelente traducción no va acompañada de un aparato crítico que facilite la comprensión de obra tan compleja, pero al mismo Ángel Crespo debemos el estudio Conocer Dante y su obra, Dopesa, Barcelona, 1979.

La presente edición

Nosotros presentamos en la presente edición el texto en prosa que ya había sido editado repetidas veces por Espasa Calpe, pero enriquecido con numerosas correcciones y con la reelaboración de los pasajes más dificultosos (que no son pocos), respetando en todo caso el contenido ideológico del texto, aunque intentando aclararlo para una mejor comprensión del lector no especializado. Para ello hemos recurrido en numerosas ocasiones a ofrecer una paráfrasis del texto, a veces en nota a pie de página con la finalidad de no alterar la andadura del texto de la traducción; en otras ocasiones, no obstante, hemos creído conveniente cambiar el texto de las anteriores ediciones, con el objetivo no sólo de dar una mayor fidelidad al original italiano, sino de ofrecer una versión más fluida y comprensible de la obra.

El aparato crítico que acompaña esta nueva edición de Espasa Calpe ha sido elaborado con dos criterios primordiales: poner en contacto al lector con el mundo ideológico y estético de la época de Dante, y familiarizarlo con personajes, acontecimientos, instituciones y fuentes literarias que le ayuden a comprender el entramado histórico en que se manifiesta la ideología de este autor, representante máximo del mundo medieval. Hay notas que podemos llamar eruditas, que tienen como finalidad ponernos en contacto con las lecturas y la cultura en general del autor; hay notas históricas o biográficas, sin las cuales un lector moderno no podría entender el valor de la referencia que Dante atribuye al personaje o acontecimiento correspondiente; y hay, finalmente, notas que podríamos llamar «ideológicas», es decir, que resumen con toda la brevedad que requiere una nota el complejo pensamiento teológico o filosófico que Dante ha reducido a un solo verso o un corto número de versos.

Con esta edición esperamos haber conseguido hacer comprensible una obra extremadamente dificultosa por la gran erudición que encierra, por la expresión alegórica en que se manifiesta y por la inefabilidad del argumento que trata. A esta labor creemos haber contribuido también con la redacción de esta Introducción, en la que hemos querido hacer una Guía a la lectura de la DIVINA COMEDIA.

ÁNGEL CHICLANA

1993