DIÁLOGO Y FILOSOFÍA
Que la búsqueda del saber filosófico se nos presente en Platón a través de una serie de diálogos no es tan sólo un fenómeno literario singular, sino, al mismo tiempo y con un sentido más profundo, la expresión de su propia concepción de la filosofía como actividad crítica. Podemos admitir que no fue Platón el inventor de esa forma literaria, la del coloquio definido por la prosa y la discusión de un tema intelectual. Ya su pariente Critias había escrito unas Conversaciones (Homilíai) de tono acaso parecido, e incluso Antístenes, el precursor de los cínicos, se le había anticipado en la redacción de algunos lógoi sokratikoí, con forma de diálogos. Pero fue él, Platón, quien dio al nuevo género su estructura dialéctica, mucho más amplia y sutil, con un espíritu mucho más audaz y una calidad artística antes apenas entrevista. Es en Platón, el más grande de los prosistas helénicos, donde el diálogo alcanzó su madurez y perfección, paradigma clásico de la discusión filosófica a cielo abierto. Cuando a lo largo de la historia ha reaparecido, con ese mismo afán, ha sido por imitación consciente y emulación de los textos platónicos, ya sea en Cicerón y en Plutarco, o, mucho más tarde, en autores renacentistas, como Galileo o Giordano Bruno, o, luego, en idealistas como Berkeley. Pero en ninguno ha recobrado la vivacidad y soltura plástica, la hondura expresiva y la claridad literaria que logró en los inolvidables coloquios del antiguo ateniense.
Es lamentable que no hayamos conservado ningún tratado sofístico dialogado (lo más cercano es el texto anónimo de las Dialéxeis o Discursos dobles) o algún breve diálogo de Antístenes (algún eco pudo quedar en los recuerdos y apuntes de las Memorables de Jenofonte) para poder precisar nuestra consideración; pero, aún así, imaginamos lo que Platón aportó al género atendiendo a la evolución y variedad de los coloquios en la obra impresionantemente extensa de Platón.
Desde sus primeras obras, esos diálogos breves que suelen calificarse como «socráticos» con cierta precisión, ya que reflejan con mayor fidelidad la figura y las enseñanzas de su maestro, con su temática moral y sus conclusiones dudosas, hasta los más extensos, que alcanzan hasta diez y doce libros, como la República y las Leyes, Platón ha escrito denodadamente, durante unos cincuenta años, que son los que van desde la muerte de Sócrates —en 399— hasta la suya, en 347 a. C. Aunque tanto los temas como la forma de los coloquios varían de unos a otros, y eso es una muestra más del versátil talento literario de Platón, éste no abandona nunca a lo largo de esa larga andadura crítica la forma del diálogo (con alguna aparente y breve excepción, como la Apología de Sócrates, un monólogo donde los interlocutores, mudos, están supuestamente presentes, y el Menéxeno, parodia de un tipo de discursos). Cierto que en los diálogos tardíos, como el Timeo y las Leyes, hay enormes tiradas a cargo del personaje central, y que, en conjunto, se observa una tendencia en los últimos textos a que el coloquio derive en lección magistral y exposición sin réplicas. Todo eso no empaña el hecho de que Platón se ha mantenido fiel durante toda su obra, larga y densa, al diálogo como vehículo de la profesión y la didáctica filosófica.
También Aristóteles escribió algunos diálogos, que se nos han perdido del todo; pero tenemos noticias de que eran más bien lecciones dialogadas, no comparables en su vivacidad a los platónicos. Para Aristóteles el diálogo era ya un recurso escolar, como, en otro sentido, también lo son los diálogos de las diatribas cínico-estoicas, con sus preguntas y respuestas programadas, como charlas amenas para catecúmenos en la secta. Después de Platón tardará en reaparecer el diálogo, forma inapropiada en tiempos de dogmatismos y de enfrentamientos escolares, ciertamente1. Pero también desapareció porque en el diálogo platónico se recogen influencias de un tiempo irrepetible. Desde la época helenística el filósofo medita solitario, al margen de la pólis que enmarcaba los coloquios de Sócrates y de Platón.
Antes, ya los filósofos que llamamos «presocráticos» habían expuesto sus ideas acerca de la naturaleza de las cosas y también de la vida humana con una severa seriedad, escogiendo para sus escritos el tratado en prosa (Anaximandro y otros), o las sentencias enigmáticas y solemnes (Heráclito), o el poema en hexámetros de resonancias épicas (Jenófanes, Parménides, Empédocles); entre los contemporáneos de Sócrates, sean filósofos o médicos hipocráticos, la forma preferida era la del tratado en una prosa cuidada y con ciertos condimentos retóricos, influida por la sofística, por Gorgias y Protágoras, sobre todo. Platón se encontraba con esa tradición y con un repertorio de libros breves y prestigiosos. Frente a ellos eligió el género del diálogo, un medio coloquial, divertido, flexible, irónico. En favor de tal elección, a la que se mantuvo fiel durante toda su vida de escritor, estaba el propio talante suyo, sobre el que influyeron, en grado difícil de precisar, tres factores: 1) el magisterio de Sócrates, ágrafo e irónico conversador; 2) la convivencia democrática en Atenas, donde la palabra era de todos y la razón se imponía mediante la persuasión, y 3) la afición al teatro, desviada a la filosofía, del joven Platón.
Comencemos por recordar al impenitente conversador callejero, el paradójico Sócrates, a quien como discípulo había acompañado en numerosos encuentros y discusiones. ¿Cómo rememorar tras su muerte a ese sabio por saber que no sabía nada, sino presentándolo en acción, entre sus contertulios ocasionales, con su vivaz pasión por la investigación de la verdad y la virtud, y su afán por desenmascarar los falsos saberes, las vanas opiniones y los prejuicios mostrencos? Como un tábano o un chato pez rémora el inquisitivo Sócrates azuza y retiene a sus contertulios para obligarles a pensar a fondo aquello que, por supuesto, creían saber y se descubren ignorar: qué es la virtud, el valor, el bien del alma, etc. Pero Sócrates no daba lecciones de un saber ya hecho y de compraventa, como los sofistas. En oposición a ellos iba armado con sus preguntas sutiles y su afán incesante por perseguir, más allá de la dóxa, el saber veraz.
Ésa es la figura y la actitud que Platón quiso evocar. Y para ello recurrió al diálogo, dándole una libertad y una riqueza de lenguaje como nunca había tenido. Porque, en su nostalgia por el amigo y maestro desaparecido, había que resucitar con él a todo un mundo envuelto en la neblina del pasado. Para que Sócrates cobrara su perfil auténtico había que presentarlo en compañía de aquellas figuras que él había tratado, y que, cuando Platón escribe, a comienzos del siglo IV a. C., habían muerto también 2. Quizá en algunos casos Platón utilizara algunos apuntes para recrear un ambiente y unos personajes, pero su propósito es muy distinto al de un Jenofonte que redacta, tardíamente, unos Recuerdos de Sócrates. Platón no recoge ese tipo de memorias o apuntes personales, apomnémata, sino que reinventa un mundo donde Sócrates, un tanto idealizado ya, pero con un tremendo estilo personal, charla a sus anchas de los temas fundamentales de la vida, de ética y política, y, más tarde, de metafísica y utopías, convertido ya en un mixto remedo del viejo Sócrates y del mismo Platón. Los DIÁLOGOS no tienen una intención histórica; son relatos ficticios, basados en una invención con fines filosóficos. Hay en algunos un resto de testimonios auténticos, pero ese resto es marginal al núcleo del diálogo. Así, por ejemplo, en el Fedón hay datos ciertos sobre los amigos que acompañaron a Sócrates en las horas antes de su muerte, pero son inventados los argumentos que Platón, ausente en esos momentos, pone en su boca acerca de la inmortalidad del alma.
Ni pudo asistir Platón al encuentro de Sócrates con Protágoras en casa del rico Calias (en una época en que Platón aún no había nacido), ni tenemos testimonios acerca del banquete con el que Agatón celebró su victoria dionisíaca en el 416 a. C., ni de sus convidados, ni sabemos quién fue, si existió, el modelo de Calicles. Pero Platón se ha inventado esos ambientes y figuras con tanta plasticidad que nos parece increíble que sean sólo ficción. (Es, por otro lado, interesante comparar el Banquete de Jenofonte con el de Platón para subrayar cómo éste atiende a su tema central, recorta los detalles accesorios, y perfila la estructura del relato sobre su objetivo filosófico).
A la desconfianza en la opinión, en la dóxa, se opone la confianza en el lógos, palabra y razón, como medio para hallar la verdad, a través de la discusión y el acuerdo final, esa concordia en lo analizado en común y admitido como racional, basado en argumentos y demostraciones. Tal fin es lo que pretenden los diálogos socráticos. No hay en ellos argumentos de autoridad. Sócrates no es un maestro dogmático, sino que, por el contrario, se presenta como el compañero amable en la búsqueda de una verdad que interesa a todos en cuanto colaboradores de esa misma búsqueda y conciudadanos de una misma democracia, con una valoración racional de la vida y sus objetivos. Como había señalado Heráclito, el lógos es algo común y compartido, koinós; a diferencia del mundo privado y personal de los sueños, en el de la vigilia la razón establece una comunidad de sentido y lo verdadero se funda en ese acuerdo. Es lo que busca en sus diálogos Sócrates: la verdad como producto de los razonamientos en común. Y esa pretensión, la de una ética racional, justificada mediante razones y aclarada mediante conceptos precisos, es una premisa democrática e ilustrada, en la que se declara hijo de su tiempo.
Sócrates no concibe una vida sin análisis racional de sus objetivos y fundamentos, como afirma en la Apología, y está dispuesto a morir por defender esa conducta. Platón ha definido ante todo a Sócrates por ese trazo inquisitivo y por esa valentía en afrontarlo todo antes que renunciar a esa dedicación —que Sócrates llega a presentar como una función política, avalada por un mandato divino, mediante el ambiguo aviso del oráculo délfico—. Sin una escuela cerrada y exclusiva, Sócrates, que tampoco cobra por sus lecciones, dialoga incesantemente. Tiene un método propio —el de las preguntas y respuestas cortas, frente a los largos discursos y la retórica sofística— con el que ayuda a sus interlocutores a «alumbrar» la verdad y el saber, un arte mayéutica, como él decía comparándolo al de su madre, la partera Fenareta.
A su modo y manera, es un «maestro de virtud», didáskalos tês aretês, como quiso serlo Protágoras, y otros sofistas. Sólo que Sócrates, con su ironía peculiar, no vendía una doctrina, sino que buscaba con los demás, en el diálogo, un saber racional.
No es solamente el talante inquisitivo y paradójico de Sócrates lo que hace de los diálogos el centro de la didáctica filosófica; es también el contexto histórico en que la actitud de Sócrates cobra su sentido decisivo lo que Platón recupera en sus escritos. La actuación de Sócrates —coetáneo de Eurípides y de Tucídides— tiene un marco histórico muy bien conocido: es la época de la ilustración sofística en la democrática Atenas, de la segunda mitad del siglo V o, más bien, del último tercio del siglo. La Guerra del Peloponeso iba a poner un trágico colofón a una gran época, de notorio esplendor artístico, cultural y político. Las sombras del conflicto bélico apenas apuntan en los textos, aunque la condena y muerte de Sócrates es una consecuencia de la reacción conservadora tras la derrota y la intentona por volver atrás. Los que condenaron a Sócrates en 399 a. C. querían condenar los excesos críticos de un movimiento como la Sofística buscando algún responsable de la crisis espiritual y el desgarramiento social de la pólis tras el fracaso. La muerte de Sócrates fue un trágico error de la democracia 3. El tribunal popular que condenó «al sabio y justo de los hombres de aquel tiempo», según Platón, cometió un abuso de poder por ignorancia, algo que ya estaba profetizado en el coloquio con Calicles del Gorgias (escrito post eventu, desde luego). Pero algo está claro en ese proceso, como en la anterior comedia de las Nubes de Aristófanes. Para sus contemporáneos, Sócrates fue otro sofista, caracterizado con hábitos pintorescos y ciudadanía ateniense.
Aunque Platón nos presenta a su maestro en franco contraste con los sofistas, en cuanto a métodos y fines educativos, está claro que en muchos puntos Sócrates coincide con los mejores representantes de esa ilustración. Y es en ese ambiente ilustrado y democrático donde los diálogos sobre temas de ética y política alcanzan un sentido histórico preciso. Justamente porque todo estaba en cuestión, por la crisis de valores y por el afán de justificar racionalmente, con ideas, y no fundándose en creencias tradicionales, los criterios básicos de la conducta social es por lo que Sócrates puede presentarse como un pedagogo sui generis y por lo que sus discípulos ven en él a un maestro de virtud. Algo que Sócrates niega ser, mientras que Protágoras lo reconoce de sí mismo.
La variedad de los interlocutores de Sócrates y de los lugares en que se trataban los coloquios indican la apertura del mensaje filosófico. No era un hombre de escuela (aunque Aristófanes en las Nubes nos lo presente encerrado con sus discípulos en un «Pensadero», meditando teorías cosmológicas intrincadas), ni un intelectual sofisticado, sino un ateniense curioso y fino en el manejo de la lengua. Podía conversar con los grandes sofistas, como Gorgias, Protágoras, Hipias y Pródico, y con gentes de prestigio, como Nicias y Laques, y Agatón y Aristófanes, y tantos otros ilustres atenienses, o con jóvenes ingenuos como Lisis y Cármides, o discutir con presuntuosos y arrogantes como Eutidemo, Eutifrón y Calicles. Siempre en el marco cívico de la Atenas ilustrada, Sócrates se interesa por los hombres y lo humano, no por las ciencias naturales ni por el paisaje rústico.
Como él mismo dice en la Apología, entiende su actividad como una misión divina, como una función ciudadana singular. Se considera, como dice en el Gorgias, un verdadero político, porque incita a los demás a ser mejores y a cuidarse de sus almas en beneficio de sí mismos y de la sociedad. De su maestro heredó Platón la idea de que el filósofo debe estar el servicio de la pólis. Una idea que mantuvo siempre, aun cuando los reveses de su experiencia vital le apartaran de la praxis política. Para Platón el filósofo tiene una función política, que puede desarrollar mediante su actuación personal, como hizo Sócrates, o mediante su lección por escrito, aunque tenga que inventar utopías, tras el fracaso de alguna intervención en Sicilia. Tanto en uno como en otro caso el diálogo es la forma por excelencia de filosofar para quien no pretende imponer una doctrina, sino que trata de invitar a los demás a buscarla, mediante un aprendizaje dialéctico. Aristóteles llamó a la filosofía «ciencia que se busca», zetouméne epistéme, términos que convienen muy bien al empeño platónico. Después del siglo IV los filósofos, ya sea encerrados en escuela —Academia, Liceo, Estoa o Jardín— o en retiros propios, meditarán en soledad o dictarán cursos de filosofía para unos pocos discípulos, no para todos los conciudadanos. El diálogo socrático expresa simbólicamente la solidaridad del filósofo con sus amigos y, más allá de ese reducido círculo, con su pólis.
El tercer motivo para que Platón adoptara la forma del diálogo nos parece su talento dramático —desviado al relato filosófico—. Es bien conocida la anécdota de que, tras encontrarse con Sócrates, el joven Platón renunció a su vocación de dramaturgo y quemó algún diario que ya había compuesto (Diógenes Laercio, III 5). También nos refiere el mismo D. Laercio su afición a las comedias de Epicarmo y de Sofrón, que habría traído de Sicilia, según algunos. Ahí están sus páginas que muestran de modo indiscutible esa habilidad para plasmar escenas y personajes, atento a los detalles significativos y a los pequeños gestos de cada uno. Recordemos los comienzos del Protágoras y la entrada en casa de Calias, o las escenas de El Banquete, con su fina atención a cada uno de los hablantes, y a otras figuras sorprendentes, como Alcibíades, o los trazos caricaturescos con los que nos dibuja, inolvidablemente, a personajes como el sofista Hipias —en los diálogos de su nombre—, el brusco Trasímaco —del libro I de la República— o el Calicles del Gorgias.
Con su sentido del humor y su aprecio por el detalle burlón es probable que Platón haya sentido admiración por algunos comediógrafos áticos, como, de modo destacado, por el propio Aristófanes, uno de los comensales mejor tratados de El Banquete, a pesar de que fuera, como se recoge en la Apología, uno de los mayores culpables de la impopularidad de Sócrates, con su ácida caricatura de las Nubes. En muchos diálogos quedan finas huellas de ese gusto de Platón por la comedia, que pocos comentadores modernos han destacado 4. En los diálogos no hay tan sólo discusiones teóricas; hay además retratos de espléndido dibujo, sátira y evocación humorística, y a ratos melancólica, de unos encuentros redivivos, juego teatral esbozado por un gran comediógrafo, maestro de piezas breves, sugerente y agudo. Ningún otro autor de diálogos filosóficos es comparable a Platón. (Basta con citar a Cicerón y a Luciano, tan diestros escritores ambos, para apreciar cuán lejos andan de Platón en esto). Mímesis y poíesis al servicio de una didáctica muy poco esquemática, que hacen de los diálogos muestras de la mejor literatura antigua.
Ya hemos señalado que Platón no fue el inventor absoluto del género del diálogo; pero sí fue quien lo condujo a su plenitud. Dentro de la sucesión de géneros literarios, que es algo peculiar de la literatura griega, la situación del diálogo platónico es muy significativa, coincidiendo con el declinar de la tragedia y la comedia antigua. De algún modo, en él se recogen ecos de todas esas formas literarias anteriores. Quiero recordar, al respecto, unas líneas de F. Nietzsche (en El nacimiento de la tragedia, cap. 14) 5: «... el Platón pensador había llegado, a través de un rodeo, justo al lugar en que, como poeta, había tenido siempre su hogar y desde el cual Sófocles y todo el arte antiguo protestaban solemnemente contra aquel reproche (el de ser imitación de una imagen aparente). Si la tragedia había absorbido en sí todos los géneros artísticos precedentes, lo mismo cabe decir, a su vez, en un sentido excéntrico, del diálogo platónico, que, nacido de una mezcla de todos los estilos y formas existentes, oscila entre la narración, la lírica y el drama, entre la prosa y la poesía, habiendo infringido también con ello la norma rigurosa anterior de que la forma lingüística fuera unitaria; por este camino fueron aún más lejos los escritores cínicos que, con un amasijo muy grande de estilos, con su fluctuar entre las formas prosaicas y las métricas alcanzaron también la imagen del “Sócrates furioso” al que solían emular en la vida. El diálogo platónico fue, por así decirlo, la barca en la que se salvó la vieja poesía náufraga, junto con todos sus hijos: apiñados en un espacio angosto, y medrosamente sujetos al único timonel Sócrates, penetraron ahora en un mundo nuevo, que no se cansó de contemplar la imagen de aquel cortejo».
Como en otras observaciones, también en ésta Nietzsche exagera algo, pero atina en destacar lo complejo y revolucionario del diálogo, con lo que tiene de tragedia y comedia, de trasfondos poéticos y de informalidad. Los tres agones de Sócrates frente a Gorgias, Polo y Calicles son como tres actos de un drama, el Fedón es treno trágico y fervor dialéctico, El Banquete se desliza como una parodia cómica a trechos y como ditirambo en prosa en otros. Y junto a los debates lógicos están también los mitos con su carga de poesía y misterio.
Esta versatilidad del diálogo, unida a la vivacidad del estilo, no es una característica superficial de la obra platónica. Es, a nuestro parecer, uno de los trazos constitutivos del método filosófico. El juego con los personajes, los vericuetos de la discusión, la resistencia y los gestos con los que se disuelve la reunión, todo ello parte de esta representación sutil en la que Platón consigue prender el ánimo del lector.
Como observa P. Peñalver, en un libro reciente 6, la filosofía platónica no puede reducirse a una temática ni a un determinado corpus doctrinal, porque la misma forma en que se expone, ese dialogar abierto y sugerente, rompe el marco cerrado de cualquier resumen escolar. «Es que los DIÁLOGOS mantienen una vigilancia crítica constante —que se expone y, al mismo tiempo, se ejerce, precisamente mediante la forma misma de “diálogo” —frente a la conversión del pensamiento en doctrina. Platón sólo adoctrina, sólo “enseña” en el sentido convencional, cuando recurre al mito, esto es, cuando expresamente relativiza la validez de su discurso, esto es, cuando expresamente desciende a una ilustración pedagógica. Una doctrina sí soporta, y en rigor exige, una ordenación expositiva y una construcción temática que se articule en algún centro identificable, en algún principio de derivación. Sucede, sin embargo, que una preocupación visible de Platón es la de sustraerse a lo que él consideraba la peor degeneración, por ser la más equívoca, de una filosofía: su conversión en doctrina fijada o resultado, sin el aliento y la voz que la expone, cada vez, como si fuera la primera. El gran debate de Platón con la escritura, y de la escritura en Platón tiene ya, aquí, prescrito su lugar problemático esencial».
La desconfianza de Platón en la escritura, como enseñanza fosilizada, que no admite réplicas ni preguntas, está reflejada en un famoso pasaje del Fedro, y en la Carta VII. Es una extraña desconfianza en un escritor de obra tan inmensa, pero un reparo esperable en el fiel discípulo del ágrafo Sócrates, cuestionador incesante, maestro en desembocar en la aporía.
Me viene al recuerdo una sentencia escolástica medieval que afirmaba: «Plato habuit malum modum docendi». «Platón tuvo una mala manera de enseñar» —señalaba el clérigo— en contraste con la de Aristóteles, y, en especial, la de un Aristóteles un tanto esquemático y sistematizado por sus exégetas escolásticos. En efecto, si de lo que se trata es de enseñar una doctrina reducida a unas cuantas recetas memorizables, el método socráticoplátónico no escapará al reproche de presentar sus enseñanzas de mal modo. Sin embargo, la razón de ello estriba en que Platón no quería enseñar en magistral monólogo unas cuantas fórmulas o unos dogmas o postulados y recetas, sino que quería invitar a pensar con él, junto a la sombra protectora e inquietante de Sócrates. No tanto «docere», de profesor a discípulo, cuanto iniciar en la búsqueda común del saber es lo que persiguen los escritos de Platón; donde el compromiso con el lenguaje vivo y con los problemas vividos en común se expresa en la forma de diálogo, porque sólo en ella puede realizarse la comunicación real.
También E. Lledó 7 ha insistido en ese aspecto vivaz, abierto e históricamente bien precisado de la obra platónica: «Platón quiere adecuar su obra a una época en la que la filosofía no puede arrancar si no es desde la raíz misma de la comunidad y de sus problemas como tal comunidad. El diálogo nos abre, además, a otro tema capital del platonismo: la dialéctica. El pensamiento es un esfuerzo, una tensión, y, precisamente, en esa tensión se pone a prueba, se enriquece y progresa. La filosofía para Platón es el camino hacia la filosofía. No es una serie de esquemas vacíos, que brotan, sin contraste, desde el silencio de la subjetividad, sino que se piensa discutiendo, haciendo enredar el hilo del pensamiento en las argumentaciones de los otros para, así, afirmarlo y contrastarlo. Una filosofía que nace discutida, nace ya humanizada y enriquecida por la solidaridad de la sociedad que refleja y de la que se alimenta. Una vez más, la gran oposición entre el camino y la meta, el esfuerzo por llegar y el descanso de la llegada. Por eso, el diálogo es pedagógico, destaca los pasos que han de darse, y no cree, como los falsos educadores, que la ciencia es algo que se pueda imprimir, de pronto, en el espíritu (República, 518 b)».
LA SERIE DE DIÁLOGOS
Hay una clara adecuación entre el estilo y el pensamiento en los diálogos. También en su forma se percibe la evolución de la filosofía de Platón, que no es, desde luego, un sistema cerrado y ya completo de sus comienzos, surgido de su cabeza con toda la armadura, como Atenea de la testa de Zeus, sino un pensamiento que se desarrolla según su propia dinámica interna. En la secuencia cronológica de los diálogos —que podemos aceptar con bastante seguridad— no es difícil advertir cómo la forma varía en consonancia con el objetivo y la temática 8.
Los diálogos de la primera etapa —los llamados «socráticos»— son textos breves, de coloquio rápido y conclusión incierta, sobre un tema ético concreto: la amistad (Lisis), la templanza (Cármides), la piedad (Eutrifón), el valor (Laques), etc. Sócrates lleva a sus interlocutores a la aporía, con el reconocimiento de la invalidez de sus respuestas y la urgencia de encontrar un verdadero saber, que han de proseguir en la búsqueda... otro día. Esta etapa parece quedar superada en el Protágoras, un diálogo enormemente más rico y ambicioso que los anteriores, y más extenso también.
El Gorgias recuerda en algunos puntos al Protágoras, pero por su espíritu parece pertenecer ya a una segunda época, en la que, tras el regreso de Sicilia, Platón toma una actitud más agresiva y decidida. Su Sócrates, enfrentado a Gorgias, Polo y Calicles, se define como un crítico profundo de la democracia y de la política pragmática e inmoral. El tono es aquí más amargo y la conclusión no es aporética, sino que concluye con una incitación al filosofar auténtico, a riesgo incluso de la vida del filósofo, en un fervoroso protréptico. Tras el Gorgias están el Menón, el Fedón, El Banquete y la República, en una línea de desarrollo muy coherente.
Después de la República y del Fedro vienen una serie de diálogos donde se ensaya la dialéctica con una pericia y un esquematismo nuevos. El Parménides, el Sofista, el Teeteto, el Político se sitúan aquí. En una etapa última quedan colocados el Timeo, el Filebo, el inconcluso Critias, y las Leyes, vasta recapitulación de los temas de la República, en una reconsideración menos idealista y más abierta a compromisos con la realidad histórica.
Desde el punto de vista de la perfección literaria son justamente los diálogos de la etapa central, la que va desde el Protágoras al Fedro, incluidos ambos, los más atractivos y mejor logrados. En ellos se conjuga la habilidad narrativa y el talento dramático de Platón con la presentación de un sistema filosófico complejo —basado en la llamada Teoría de las Ideas— para conformar una irrepetible síntesis de poesía y filosofía, en una prosa flexible, vivaz, coloreada, matizada con una singular sensibilidad. Son esos textos los que nos muestran el mejor estilo platónico, dentro de una notoria variedad de situaciones y de contrastes entre las figuras evocadas.
La estructura misma de esas piezas, relatos tragicómicos de enorme impacto escénico, tiene una prestancia inolvidable y un equilibrio clásico. Son los textos que corresponden al período de plenitud de Platón como pensador y como escritor, a esa época que los griegos llamaban de la acmé de la vida, un apogeo en la evolución biográfica que situaban ya cumplidos los cuarenta años. En el caso de Platón, nacido hacia 429 a. C., se corresponden bien con esa fecha de la madurez. Son los diálogos escritos tras el primer viaje a Sicilia, en 387 a. C., contemporáneos con la fundación de la Academia; primero el Gorgias, luego el Fedón y El Banquete, a los que seguirá la República y luego el Fedro.
Ya los primeros diálogos, piezas cortas y de ortodoxia socrática, testimoniaban la sutileza de Platón para esbozar figuras y perfilar discusiones, con sus toques de humor, sus pinceladas de carácter, su agilidad en conversar y su claridad en el uso de las palabras. Pero es en estos diálogos más extensos —ya con el Protágoras y el Menón, un poco anteriores a los recién mencionados— donde aparece, con los discursos largos y la inclusión de mitos, una muestra cabal de su formidable inventiva poética y retórica. Ahora se expresa, sin disminuir el vigor de la dialéctica y la crítica de Sócrates, la capacidad creadora y el empuje ideológico de un teorizar que, sin empacho de recurrir a hermosos mitos y a espléndidos discursos, deriva hacia un idealismo y una metafísica probablemente desconocidos de su maestro, el escéptico Sócrates, interesado ante todo en conceptos de ética. Platón tendrá que refugiarse en la utopía para ofrecer una cabal muestra de su proyecto político, como hará en la República. Pero ya en el Gorgias se precisa su posición crítica y su rechazo a la política pragmática de la democracia desnortada y bamboleante de su tiempo, a ese régimen ateniense que había condenado a muerte al más justo y sabio de los ciudadanos de Atenas. En el Fedón vuelve Platón a evocar esa muerte del maestro, pero, en contraste con sus discursos de la Apología, ahora el condenado a muerte dedica sus últimas horas a exponer sus razones para apuntalar la fe en la inmortalidad del alma. Lo que en la Apología apenas se perfilaba como una posibilidad es ahora una firme esperanza que procura una iluminación trascendente a la muerte del gran filósofo.
Los diálogos posteriores a esta etapa, centrados en una comprobación crítica de la teoría de las ideas y en el funcionamiento de la dialéctica, abandonan la policromía dramática y ofrecen unos coloquios más austeros y un cuadro más escueto, si bien no faltan en ellos los relatos míticos y algunos extensos monólogos. Las Leyes, con sus doce libros, es la culminación de este desarrollo, en el que, de obra en obra, el humor se hace más escaso y la forma más rígida, aunque ni la ironía ni la flexibilidad desaparezcan.
Por otro lado, se ha destacado que los diálogos de la etapa central (en torno a los años 385 y siguientes) suelen presentarse como referidos por un testigo del coloquio, como es Fedón en el Fedón y Apolodoro (al que se lo contó Aristodemo) en El Banquete. En el Gorgias, en cambio, como en muchos anteriores, la presentación es directa, más próxima al diálogo teatral. Los diálogos relatados, como el Fedón y El Banquete, son característicos de ese período central. Platón saca partido de ese procedimiento para sus claroscuros y toques de carácter.
LOS MITOS Y SU FUNCIÓN PERSUASORA
Es en estos diálogos de madurez donde aparecen los grandes mitos que Platón reelabora sobre un esquema tradicional y que vienen a clausurar la discusión con su atmósfera seductora y de un ambiguo prestigio. Así, en el Gorgias, en el Fedón, en El Banquete, en la República y en el Fedro, en todos ellos encontramos un relato mítico que sirve de colofón al coloquio. Juego y encantamiento a la par, la narración mítica quiebra el ritmo dialéctico de las preguntas y respuestas para iluminar y proyectar un paisaje trascendente que aporta una conclusión y un entendimiento superior al problema debatido.
El mito es, desde luego, ficción y creencia; puede ser verdadero y vale la pena apostar por su veracidad, según Platón. Utilizando una sentencia antigua, podemos decir que, «siendo invención presenta en forma figurada la verdad», es un lógos pseudés eikonízon alétheian, como dijo un antiguo retórico de la fábula. A diferencia de los mitos de la mitología habitual, los de Platón no son relatos tradicionales, pero están forjados sobre una pauta o un esquema tradicional, como se percibe en su lectura.
Aunque los pone en boca de Sócrates, está claro que poco tienen que ver con la enseñanza del Sócrates histórico, tan antimítico. Son creaciones del Platón adicto a la poesía, irónico fabulador y progresivo metafísico. La mayoría de esos mitos se refieren al alma humana y a su destino trascendente. Para hablar del alma y del más allá no tenía el filósofo otro instrumento mejor que esas evocaciones poéticas, fabulosas e irónicas a los ojos de los incrédulos, pero cargadas de un simbolismo seductor. Instrumentos de persuasión, los mitos se presentan como explicaciones del destino humano y del orden cósmico, de acuerdo a los anhelos del alma ansiosa del bien y la justicia. Creer en los mitos es una apuesta personal, que Platón apoya, con variadas razones y promesas de felicidad. Una apuesta que constituye «un hermoso riesgo», como dice en el Fedón.
El mito más antiguo relatado en los DIÁLOGOS es el que Platón ha puesto en boca del sofista Protágoras en el diálogo de su nombre. Es una versión del mito de Prometeo, en relación con el progreso humano. El sutil sofista, que ha anunciado que puede servirse tanto de mýthoi como de lógoi para ilustrar sus tesis, utiliza el relato mítico para señalar que el progreso material y mecánico, basado en el dominio especializado de las técnicas y artes, es distinto del progreso moral y civilizador, basado en la participación de todos los hombres en el sentido de la decencia y la justicia. Junto a los dones civilizadores del Titán filántropo está el don de Zeus, el sentido moral, que Hermes repartió entre todos los humanos a fin de que pudieran convivir sin destrozarse mutuamente, y que es la base de la política como empresa comunitaria y como ciencia, esa téchne politiké que también enseñan los sofistas, expertos en un dominio en el que todo hombre posee por naturaleza los rudimentos. La explicación subsiguiente que da Protágoras del mito lo reduce a una alegoría de la lección que el sofista quería ilustrar 9.
Sabemos que esa explicación alegórica de los mitos formaba parte del repertorio de algunos sofistas. (Por ejemplo, Pródico contaba el famoso mito de Heracles en la encrucijada, eligiendo entre la Virtud y el Vicio, en forma de dos jóvenes seductoras, según testimonia Jenofonte). Y también de algunos socráticos, como Antístenes, a juzgar por los títulos de sus obras. El mismo Sócrates alude burlonamente, en el Fedro, a esos métodos para alegorizar los mitos, en boga en la época ilustrada, desde Teágenes de Regio, comentador de Homero, al menos. (Parecido también a una alegoría es el mito de Eros en El Banquete).
Lo que Platón hace, en un comienzo parece tener mucho en común con el método sofístico. Junto a los razonamientos se despliega la narración del mito con afanes didácticos y para entretenimiento ilustrativo. Pero pronto se advierte que se trata de algo mucho más hondo, porque no son meras alegorías, en su sentido estricto de referir «de otro modo», figuradamente, lo que también se explica con razones. Los mitos de Platón nos llevan más allá de lo empírico y lo moral; trascienden todo eso.
Para ese aprovechamiento singular de los mitos, con un sentido funcional propio (que es característico de Platón a partir de una determinada etapa, en la que ha dejado atrás al Sócrates histórico para adentrarse en una doctrina metafísica), es esencial destacar el papel de una ideología determinada. Ya la búsqueda conceptual, por medio de esa arte mayéutica de las preguntas y respuestas dirigidas y fundadas en el lógos —razón y lenguaje— se ha revelado estrecha para el mensaje que el filósofo quiere impartir. Para su teoría acerca del alma y su destino inmortal, y también para su visión acerca del orden del mundo, le resultan estupendos vehículos los mitos, modelados a partir de viejas estructuras narrativas, pero recargados con una nueva intención didáctica.
Como se ha señalado, es después del viaje a Sicilia, tras el contacto con los círculos pitagóricos del sur de Italia, cuando la filosofía platónica asume dos nuevos elementos, que la marcan definitivamente, tanto para su ética como para su política y su metafísica. Uno es el ascetismo, unido a la creencia en la inmortalidad del alma; el otro es la idea de un orden armonioso en el cosmos que incluye también al individuo humano.
Tanto el ascetismo como esa idea de la justicia providencial están en el Gorgias y en el Fedón; la idea del orden predomina en la República y en los diálogos posteriores. Al mismo tiempo, ligado a esa convicción, está la de que el filósofo ha de convertirse en un guía de la comunidad, porque sólo quien conoce el verdadero bien del alma y del orden cósmico está capacitado para dirigir a los demás conciudadanos, para bien de todos. Ya en el Gorgias se define a Sócrates como al único político auténtico, y en la República se construirá la tesis de que no hay otra salvación para la humanidad que la de los reyes filósofos o los filósofos reyes.
Es, en todo caso, en este momento del pensamiento platónico cuando el discípulo del escéptico Sócrates echa mano a los mitos, en un gesto audaz que habría escandalizado a su irónico maestro.
La oposición entre lógos y mýthos, en tiempos de Platón, es básicamente doble: el primero es el discurso argumentado y verificable, el segundo el relato no verificable y tradicional. El enfrentamiento de ambos está claro ya en el pensamiento sofístico, y en autores como Tucídides y los historiadores. Pero es Platón quien se interroga y se hace cuestión del estatuto del mito y de la mitología, y su función en la consciencia colectiva, como han estudiado M. Detienne 10 y L. Brisson 11, en dos libros recientes. Como señala éste, en sus conclusiones, «en Platón, mýthos, que anteriormente era esencialmente un nombre de la “palabra” viene a designar un discurso inverificable y no argumentativo como efecto de la emergencia de un lógos que se pretende un discurso verificable y argumentativo. El mýthos no es un discurso verificable porque sus referentes habituales: dioses, démones, héroes, habitantes del Hades y hombres del pasado permanecen inaccesibles tanto a los sentidos como a la inteligencia; y no es un discurso argumentativo, porque estos referentes son descritos y puestos en escena como si se tratara de seres sensibles por un recurso sistemático a la imitación. A pesar de la inferioridad del estatuto que le otorga, Platón reconoce al mýthos una utilidad cierta en los dominios de la ética y la política, en los que constituye, para el político y el legislador, un notable instrumento de persuasión y eso independientemente de toda interpretación alegórica».
Para el pensamiento ilustrado de la época sofística, el mýthos era un relato arcaico, ingenuo, inverosímil y poco de fiar. Cuando «los ojos son testigos más seguros que las orejas», como decían Heráclito y Heródoto, los mitos quedaban descalificados ante la crítica racional. También Platón comparte ese recelo hacia el repertorio mítico tradicional, al que la filosofía va relegando como explicación de la realidad, racionalmente explicable y comprensible sin ayuda de las fabulaciones antiguas, esas ficciones de los antepasados, plásmata tôn protéron, que la crítica permitía desenmascarar y abandonar.
Platón, sin embargo, propone censurar la mitología y reutilizar el encanto persuasivo de los mitos, a veces con una intención política un tanto maquiavélica, como en su famosa ficción del mito de las naturalezas distintas de los hombres —unos de oro, otros de plata y otros de bronce— en la República, un pseudos o ficción muy útil para el buen ordenamiento de la población; otras veces se sirve de la narración mítica para ofrecer un cuadro que sólo la imaginación puede captar en forma figurada, como en sus relatos sobre el mundo del Hades y el destino futuro de las almas (con variantes en Fedón, Gorgias y la República, libro X).
También los cómicos habían recurrido a la parodia mítica, y no es seguramente una casualidad que Platón ponga en boca de Aristófanes, en El Banquete, el mito sobre los seres demediados, buscadores de la otra mitad, como una muestra singular de la imaginación del comediógrafo. También los relatos platónicos sobre el más allá suenan un tanto a parodia de los mitos órficos acerca del viaje al otro mundo y las penas y castigos que allí guardan. Pero no hay en la parodia de Platón, o en el remedo con tintes filosóficos de esos arquetipos míticos, ningún matiz despectivo; por el contrario, los mitos aparecen rejuvenecidos y dotados de un prestigio renovado.
A veces varios relatos son versiones de un único mito: así, por ejemplo, el del destino del alma inmortal y el viaje al Hades aparece en Gorgias, Fedón y el libro final de la República. Como el sentido de la narración es funcional, se adecua en cada caso a la intención del narrador, de Platón, que en un caso subraya la tesis de una justicia post mortem, en otro la trasmigración y el destino según la vida elegida por cada uno, y en otro la responsabilidad humana en esa elección. Cada versión tiene su autonomía, pero el contraste entre ellas ofrece una visión más panorámica 12. Sobre un fondo en parte tradicional, y en parte órfico, que proporciona un decorado familiar, Platón recompone la escena con una nueva doctrina y lección 13.
Me parece muy interesante la manera como Platón —es decir, en el diálogo, Sócrates— presenta el mito; con un cierto desafío en el Gorgias (cuando los interlocutores son ilustrados e incrédulos) y, al contrario, de «encantamiento para uno mismo», en el Fedón, ante un auditorio bien diverso.
Sócrates le dice a Calicles, a quien difícilmente puede convencerle un mito: «Escucha ahora, según cuentan, un precioso relato, que tú, según pienso, considerarás una ficción (mýthon), y yo, en cambio, un argumento (lógon); pues te diré lo que voy a decir en la convicción de que es verdad» (Gorgias 523 a). Y, al concluirlo, remacha Sócrates: «Quizá te parece que esto se cuenta como un mito, un cuento de vieja, y tú lo desprecias. Y no sería nada extraño que lo despreciáramos, si investigando pudiéramos de algún modo hallar algo mejor y más verdadero. Pero ya ves que, aunque estáis aquí vosotros tres, los más sabios de los griegos de ahora, tú, Polo y Gorgias, no podéis demostrar que convenga llevar otro tipo de vida distinto a éste que también allí (después de la muerte) resulta provechoso» (ídem, 527 a). La oposición entre mito y razón, mýthos y lógos, puede recordar la establecida por Protágoras en el Protágoras sólo a primera vista; aquí se mueve a otro nivel: un mismo relato puede funcionar para unos como mýthos y para otros como lógos verdadero.
En el Fedón (107 d y sigs.) el mito sobre el mundo de ultratumba fue introducido con cierta rapidez —para animar a los amigos a los que Sócrates ha intentado probar con argumentos la inmortalidad del alma—. Acaba, en cambio, con una nota de cautela: «Ahora bien, el empeñarse en sostener que esto es tal como yo lo he relatado no es lo que conviene a un hombre con sensatez. Sin embargo, que así o algo semejante son nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha demostrado algo inmortal, eso sí creo que conviene creerlo y vale la pena pensar que es algo así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso formular un encantamiento para uno mismo. Por esa razón me he extendido desde hace un rato en contar el mito» (Fedón, 114 d).
LOS TEMAS CENTRALES DEL GORGIAS, DEL FEDÓN Y DE EL BANQUETE
Desde la antigüedad el Gorgias lleva el subtítulo de sobre la retórica, y, en efecto, es sobre la capacidad y finalidad de ese arte sobre lo que se entabla la discusión inicial entre Sócrates y el ilustre sofista que le da nombre. Pero la discusión versa sobre la retórica en cuanto instrumento de poder, en una democracia como la ateniense, desde el dominio de la palabra y de la persuasión popular era definitivo para imponer una política. Sócrates lleva directamente la cuestión al plano moral, íntimamente ligado, desde su óptica, a la política. Como ya señaló Olimpiodoro, se trata de «discutir sobre los principios morales que nos conducen al bienestar político», es decir, de lo justo y lo injusto como objetivos de la actuación en política. Tiene, pues, como eje un gran tema ético.
El diálogo presenta una estructura peculiar, formada por el coloquio de Sócrates con Gorgias, Polo y Calicles, sucesivamente, a modo de tres actos14, con un carácter de enfrentamiento o agones sucesivos. Cada uno de los interlocutores de Sócrates se retira vencido. Gorgias sostenía que el conocimiento de lo justo y lo injusto es algo ajeno a la enseñanza y práctica de la retórica; Polo pretendía que el poder, al margen de la justicia, ofrece una dicha segura; Calicles expone la tesis de que la ambición individual puede saciarse en el poder sin reparos por la injusticia. Toman el relevo uno de otro, frente a Sócrates, que mantiene que la justicia es el objetivo de la política, que sólo el justo puede ser feliz y que es mejor sufrir la injusticia que cometerla; en contra de las tesis de sus adversarios, que parecen, al pronto, las más acordes con la opinión general, el diálogo demuestra la razón de su posición moralista. Al mismo tiempo, la crítica del filósofo a la política pragmática de la ciudad, incluso bajo sus mejores caudillos, como Temístocles y Pericles, evidencia la incompatibilidad de esa moralización con la administración democrática del poder, más atenta a las ventajas materiales que a los objetivos de la justicia real.
Sócrates, preocupado por mejorar a sus conciudadanos, se proclama el único político de verdad, frente a quienes se han ocupado tan sólo de enriquecer a la ciudad, con los astilleros, las construcciones públicas, los impuestos sobre los aliados, etc., al tiempo que reconoce que, como le apunta Calicles, mal podría defenderse de una acusación popular en ese régimen.
La postura de Sócrates se vuelve más firme en el relevo de los interlocutores, y el contraste dialéctico tiene tonos dramáticos en la intervención de Calicles, franco y brillante defensor del derecho del más fuerte, del individuo sin reparos morales, que instrumentaliza todo en provecho egoísta 15.
Cualquier lector del Gorgias percibe en seguida el tono de vehemencia y la amargura de algunos pasajes, en los que Platón expresa su resignada convicción de que la moralidad y la política en una Atenas como la suya eran incompatibles 16. Ya en otros diálogos Sócrates se había enfrentado a otros sofistas, para indicarles que no iban al fondo de los problemas, pensemos en el Protágoras, en el Eutidemo, en los dos Hipias, etc.; pero aquí la oposición no es sólo a la sofística y sus enseñanzas, sino a todo un ambiente intelectual y espiritual, en el que individuos como Polo y Calicles llevan adelante, sin atender a la ética, los impulsos de poder a los que sirve esa retórica sin perjuicios morales.
Con Calicles se plantea el problema de la vida auténtica. La elección entre la política y la filosofía es una opción vital, y el alma debe responder aquí y más allá, según el mito, de su conducta. Platón, a su regreso de Sicilia, amargado por su retiro de la actuación política en Atenas, según nos cuenta en su Carta VII, expone aquí su íntima amargura frente a una ciudad en la que el sabio no puede sentirse justo y feliz más que apartado de la política, actividad por otro lado la más propia para un hombre libre. La respuesta del filósofo será la construcción de una ciudad donde eso sea posible, la de la República, situada —¡ay!— en el cielo y en el alma del filósofo como un paradigma de dudosa realización terrestre.
El Gorgias es una protesta y una condena. Sócrates ya no es el escéptico habitual de anteriores diálogos, sino que proclama su paradójica tesis de que la auténtica felicidad se basa en la justicia y en el cuidado del alma, con un trasfondo ascético claro. Es ese mismo el Sócrates del Fedón que, en las últimas horas de su vida, en la cárcel en la que aguarda los efectos de la cicuta, conversa con sus amigos sobre la inmortalidad del alma. El tema central del coloquio está muy claro, y la ocasión en que se plantea le impone un aire trágico.
Ya en el Gorgias Platón dejó clara su tesis de que el filósofo no puede ser un hombre de acción en un mundo tan imperfecto. El filósofo cuida su alma y se prepara para desvincularse de lo material, anticipando así esa separación de cuerpo y espíritu que la muerte individual concluye tajantemente. Para su demostración de la inmortalidad de esa parte espiritual del organismo humano, de la psyche, a la que Platón ha recargado de sentido 17, Platón recurre a la teoría de las Ideas y a la teoría de la rememoración o anámnesis18. Ni una ni otra estaban en el Gorgias; pero sí en el Menón. Representan un progreso en el sistema filosófico de Platón. El ascetismo de partida —que afirma que la verdadera felicidad no está en los placeres corporales ni en la posesión de riquezas o bienes materiales, sino en el auténtico conocimiento y cuidado del alma— enlaza con esa investigación del destino inmortal el auténtico yo, el alma, y la demostración se acompaña de un espléndido mito final, como sucedía en el Gorgias.
El Fedón presenta una tonalidad muy distinta a la de otros diálogos. Frente a las dudas que sobre la inmortalidad expresaba Sócrates en la Apología, donde se consideraba tan sólo como una posibilidad —hay algo de peán (un canto de victoria sobre la vida tentadora y falsa) en el diálogo de despedida del viejo filósofo, rodeado de amigos en el trance final—. Con algunos ecos pitagóricos (tema de la metempsicosis, por ejemplo) y órficos (pintura del Hades) aquí se ofrece una teoría del alma de enorme trascendencia cultural.
Por su estructura y su ambiente El Banquete ocupa una posición singular dentro del amplio repertorio de las obras de Platón. Como su mismo título sugiere, se inscribe dentro de la literatura simposíaca, de tradición poética antigua y que, después de Platón, también continuará en las prosas de Jenofonte, Plutarco, Ateneo, Luciano, Metodio y Juliano. El marco de las conversaciones es una sala en la que están congregados en torno a la mesa y las copas del banquete o sympósion varios comensales amigos que exponen, uno tras otro, sus opiniones en relación con el tema propuesto. En este caso, el tema es el amor, el eros (que, en griego, designa al amor pasión frente a la philía, que es el amor de cariño y trato familiar, y el agápe, palabra que luego preferirán los autores cristianos para designar un afecto más espiritual, al margen de la atracción sexual).
Los seis discursos de los convidados al festín, en el que se celebra la victoria teatral de Agatón, ofrecen seis perspectivas sobre el amor. El largo discurso de Sócrates supera todos los anteriores por su hondura y su belleza. El irónico maestro se muestra enormemente inspirado y entusiasta al referirnos el mito atribuido a una sacerdotisa misteriosa, Diotima. Eros, hijo de Poro y Penía, se perfila como un démon singular, anhelante de la belleza, menesteroso y pródigo a la par, dotado de gran ingenio y esforzado en su pasión, atento más a lo espiritual que a lo físico. Después de los parlamentos de Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes y Agatón, el de Sócrates viene a plantear el elogio de amor con nuevas perspectivas.
Por su contenido, los enfoques del amor nos recuerdan los del Lisis (más centrados allí en la philía), y la teoría platónica encuentra un complemento en un diálogo posterior: el Fedro, centrado sobre el impulso sublime del alma amante. (Aristóteles recogerá también ecos de esa teoría en su concepción de que la divinidad mueve el universo a través del amor que inspira a lo creado).
Hay una progresión en los discursos que presta enorme atractivo al diálogo, coloreado y de gran belleza retórica, a la par que de enorme interés filosófico. El equilibrio entre el filósofo y el poeta está muy conseguido aquí, de modo inolvidable.
La escena final de El Banquete está 19 marcada por la aparición de un sorprendente personaje: Alcibíades, el enfant terrible de la Atenas de aquellos años. Irrumpe ebrio y fogoso en el simposio y hace el elogio de Sócrates, basado en su experiencia personal del trato con él. Las palabras de Alcibíades muestran cómo el filósofo sabe comportarse de acuerdo con la doctrina recibida de Diotima, y cómo el verdadero amor culmina en lo espiritual. Comparado con un sileno, el dios rústico y rechoncho que esconde en su interior un tesoro de sabiduría, Sócrates es presentado como un auténtico maestro y camarada.
Hay, al final del diálogo, unas palabras en las que se dice que el mismo autor compone comedias y tragedias. (Algo opuesto a la práctica habitual en el teatro ateniense, pero que le va muy bien a Platón como escritor que, tras el Fedón grave y austero, ha compuesto estas escenas alegres y festivas de El Banquete). ¡Qué arte para los gestos característicos!, y para los pequeños gestos, como ese de Sócrates, al final del Fedón, acariciando los mechones de cabello de Apolodoro, en un cariñoso ademán de despedida, o exclamando en una última frase, las enigmáticas palabras: «¡Critón, debemos un gallo a Asclepio!». ¿Acaso porque convenía hacer un regalo al dios de la salud al abandonar la vida, como quien se repone de una enfermedad?
Gorgias, Fedón y El Banquete son textos de gran hondura y de una atractiva composición formal, en un equilibrio incomparable —entre lo poético y lo ideológico— de la literatura filosófica.
NOTA. La traducción de los tres diálogos es de Luis Roig de Lluis, versión notablemente correcta de un estilo ágil. No obstante se han retocado los nombres propios, buscando una transliteración más correcta, y se han corregido algunas breves notas.
C. GARCÍA GUAL
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Una bibliografía completa de los estudios recientes sobre Platón puede verse en los artículos de L. Brisson «Platon 1958-1975» y «Platón 1975-1980» en la revista Lustrum, 20 (1977), págs. 5-304, y Lustrum, 25 (1983) y en el libro de R. D. Mackirahan Platon and Socrates. A Comprehensive bibliography, Nueva York-Londres, 1978. Un comentario de los principales trabajos puede leerse en el de J. B. Skemp, Platon, Oxford, 1976, clara perspectiva crítica.
También el citado libro de E. Lledó La memoria del Logos, Madrid, 1984, ofrece unas cuidadas páginas de «orientación bibliográfica», especialmente atenta a lo aparecido en nuestra lengua (págs. 229-236).
Los dos tomos de W. K. C. Guthrie dedicados a Platón en su A History of Greek Philosophy, IV y V, Cambridge, 1975 y 1978, ofrecen una bibliografía numerosa y muy bien utilizada, y son lo más completo para un análisis detallado de los diálogos.
Al castellano está traducido el extenso estudio de I. M. Crombie Análisis de las doctrinas de Platón (2 vols., Madrid, 1970), y el de G. M. A. Grube El pensamiento de Platón (Madrid, 1970), junto con otros más breves y un tanto clásicos como acercamientos e introducciones a la obra de conjunto del filósofo. Entre ellos podemos citar, por ser claros y de fácil acceso, los de A. Koyré, Introducción a la lectura de Platón, Madrid, 1966; F. Châtelet, El pensamiento de Platón, Barcelona, 1967; C. Eggers Lan, Introducción histórica al estudio de Platón, Buenos Aires, 1974; A. Tovar, Un libro sobre Platón, Madrid, 1956, etc., además de los ya mencionados, en notas, de M. P. Schuhl y E. Lledó.