COSAS
La naturaleza humana es el modo de ser de los humanes. ¿Qué es un ser humano, qué es un humán? La respuesta puede empezar por la ontología. La distinción ontológica más clásica y elemental es la distinción entre lo que Aristóteles llamaba ousía (sustancia, entidad, cosa), que es en sí misma, y las propiedades, accidentes y relaciones de las cosas, que no son en sí mismas, sino en las cosas en las que se dan. Mi amigo Walter es una cosa en este sentido fuerte, en que no lo son su sonrisa ni su relación de amistad conmigo. A su vez, Aristóteles distinguía entre lo que llamaba prote ousía (sustancia primera, entidad en sentido primario), es decir, la cosa concreta, real, física, singular, histórica, situada en el espaciotiempo, y lo que llamaba déutera ousía (sustancia segunda o entidad en sentido secundario), es decir, el concepto, la esencia, el tipo, la abstracción, el ente de razón. Como ejemplos de entidades primarias ponía casi siempre animales concretos, un cierto caballo o un humán determinado. El planeta Marte es una cosa, una entidad primaria, pero no lo es el concepto de planeta. Los que lamentan la presunta cosificación del hombre no saben de qué están hablando. Decir de algo o de alguien que es una cosa, lejos de ser un insulto, es un piropo ontológico. La alternativa a ser una cosa es ser un mero accidente, o una abstracción, o una ficción. Desde un punto de vista ontológico, lo más que se puede ser es una cosa, una sustancia, una entidad en sentido primario.
SERES VIVOS
Decir que un humán es una cosa no es mucho decir, aunque sea verdad. Lo que ya es más informativo es indicar que el humán es un ser viviente, que ser humano es una manera peculiar de ser vivo y que la naturaleza humana es una forma especial de la vida.
No es lo mismo ser vivo que estar vivo, aunque solo el ser vivo pueda estar vivo o estar muerto. Lo que se contrapone a ser vivo es ser inerte o mineral. Un ser no vivo, un ser inerte o mineral, como una piedra, no puede morirse, aunque sí romperse, y, por lo tanto, no puede estar muerto. El estar vivo o muerto es una relación temporal en que el ser vivo está con un instante determinado. Napoleón Bonaparte, un ser vivo, estaba vivo hace doscientos años y ahora está muerto. Yo, otro ser vivo, estoy vivo ahora, pero dentro de cien años estaré muerto.
¿Qué es un ser vivo? Quizá sus notas más generales sean el desequilibrio termodinámico, el metabolismo, la reproducción y la evolución por selección natural.
Todo ser vivo es un sistema físico y satisface todas las leyes de la física. Sin embargo, muchas leyes de la física, empezando por las de la termodinámica, son leyes probabilistas. Cuanto más cerca del equilibrio está un sistema, tanto más probable es. El equilibrio se alcanza en una situación de máximo desorden o de máxima entropía. El segundo principio de la termodinámica afirma que la entropía (la medida física del desorden) de un sistema aislado no puede por menos de crecer. Como el Universo es un sistema aislado, su entropía se incrementa continuamente; de hecho, aumenta con cada cambio que se produce. Este principio explica la tendencia natural de los sistemas a la desorganización y al frío. El agua caliente se enfría (hasta la temperatura ambiente) espontáneamente, pero el agua fría no se calienta por sí sola. El café y la leche se mezclan de forma natural, pero no se separan de por sí. Las máquinas se estropean, la ropa se ensucia y la habitación se desordena, casi sin darnos cuenta; pero hace falta una esforzada intervención nuestra para arreglar la máquina, lavar la ropa y ordenar la habitación. Dentro de esta tendencia general hacia el desorden, la desorganización y el frío, los seres vivos representan excepciones locales, como ya recalcó Erwin Schrödinger (1887-1961). Todo organismo es una excepción cósmica, nada a contracorriente, en él se incrementa (o se mantiene) el orden, la organización y la temperatura, y se reduce la entropía.
La tendencia al desorden es universal. Cada cambio en un sistema aislado incrementa la entropía. Para contrarrestar esa tendencia, hace falta gastar energía. Por ejemplo, nuestras células están bañadas en líquido intersticial, rico en iones de sodio y calcio, y gastan la mitad de toda su energía en mantener su desequilibrio con ese líquido, bombeando constantemente hacia fuera de la membrana celular gran parte del agua y de los iones de sodio y calcio que se cuelan, a la vez que tratando de mantener dentro los iones de potasio, que están en concentración mayor que fuera. O, por poner otro ejemplo más sencillo, mientras vivimos, nuestra temperatura interna (de unos 36,5 ºC) está en desequilibrio con la externa (de, digamos, 18 ºC). Cuando morimos, nos enfriamos hasta la temperatura ambiente, con lo que el equilibrio térmico se restablece. De hecho, en los seres vivos todo está en desequilibrio. Por eso somos tan improbables desde un punto de vista termodinámico. Lo sorprendente es que estemos vivos, que estemos tan lejos del equilibrio. La muerte, por el contrario, es el retorno al equilibrio y es lo más natural del mundo.
Los seres vivos somos sistemas abiertos, en constante intercambio de materia y energía con nuestro entorno. Absorbemos materia y energía, que transformamos en nuestra propia sustancia y utilizamos para nuestras propias funciones, y excretamos nuestros residuos. En otras palabras, los seres vivos metabolizamos. Por eso nuestro alto grado de organización no contradice al segundo principio de la termodinámica, que solo se aplica a los sistemas aislados, no a los abiertos, como nosotros. Los humanes respiramos, comemos y bebemos, y asimismo sudamos, orinamos y defecamos. También eso forma parte de la naturaleza humana.
Ya Aristóteles atribuía el metabolismo y la reproducción a la vida en general, lo que él llamaba la vida nutritiva, aunque obviamente en su tiempo no existían aún las nociones de desequilibrio termodinámico y de evolución por selección natural. «Entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen» (412 a). «Esta clase de vida [la nutritiva] puede darse sin que se den las otras, mientras que las otras […] no pueden darse sin ella» (413 a). Por eso, la vida nutritiva, que coincide con la vida en general, «se da, además de en los animales, en el resto de los vivientes y constituye la potencia primera y más común del alma; en virtud de ella, en todos los vivientes se da el vivir, y obras suyas son el engendrar y el alimentarse. Y es que para todos los vivientes […] la más natural de las obras consiste en hacer otro viviente semejante a sí mismos —si se trata de un animal, otro animal, y si se trata de una planta, otra planta—, con el fin de participar de lo eterno y lo divino en la medida en que les es posible» (415 a).
Los seres vivos nos reproducimos. El juego de la vida es un permanente concurso de fórmulas de supervivencia y autorreplicación, en el que gana quien se reproduce más y mejor. Las macromoléculas orgánicas, como las proteínas, o incluso los virus, no son seres vivos en sentido estricto, pues son incapaces de reproducirse por sí mismos.
Una consecuencia de la reproducción con herencia de caracteres es la evolución por selección natural. En palabras de Francis Crick, «hay un criterio útil de demarcación entre lo vivo y lo no-vivo. ¿Está operando la selección natural, aunque sea de un modo muy simple? En caso afirmativo, un evento raro puede hacerse común. Si no, un evento raro se debe solo a la casualidad y a la naturaleza intrínseca de las cosas» 1. El juego de la vida preserva los trucos eficaces para sobrevivir y reproducirse, por muy improbables que sean.
Somos los herederos de un larguísimo linaje de ancestros que lograron sobrevivir provisionalmente y reproducirse con éxito. Acumulamos los trucos encontrados por ellos a lo largo de 3.800 millones de años. Por eso nuestra naturaleza recapitula nuestra historia filogenética. Seguir las etapas de esa historia es la mejor manera de describir la naturaleza humana. En este capítulo y los dos siguientes vamos a resumir los hitos principales de esa evolución, que constituyen otras tantas etapas en la construcción de la naturaleza humana, que no es una construcción social posmoderna, sino una construcción natural muy antigua.
ORGANISMOS DEL PLANETA TIERRA
Si hay seres vivos extraterrestres, es probable que compartan con nosotros las características genéricas de la vida que acabamos de mencionar. De todos modos, los organismos terrestres compartimos muchas otras propiedades, que hemos heredado de un ancestro común que ya las tenía, aunque fuera por casualidad. Así, todos los organismos terrestres estamos compuestos básicamente de los mismos átomos: oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo (por orden decreciente de su contribución en peso) 2. Todos usamos el agua como disolvente y el carbono como elemento estructural de nuestras macromoléculas. En gran parte, estamos hechos de proteínas, que son unos polímeros o cadenas de aminoácidos. De la inmensa variedad de aminoácidos posibles, las proteínas de todos los organismos terrestres se forman a partir de veinte aminoácidos determinados, siempre los mismos. Además, aunque los aminoácidos pueden ser dextrógiros o levógiros (con giro hacia la derecha o hacia la izquierda), los que usamos los seres vivos son siempre levógiros.
Puesto que los seres vivos están en desequilibrio termodinámico con su entorno, tienen que gastar energía en permanecer vivos. Tienen que gastar energía para hacer funcionar las bombas de las membranas de sus células, para replicar su DNA, para sintetizar la enorme variedad de macromoléculas orgánicas que están siendo ensambladas continuamente, para contraer los músculos, para moverse, para secretar hormonas, para crecer, para reproducirse. Toda esta energía es generada en los procesos de fermentación, respiración o fotosíntesis, e inmediatamente es guardada o ahorrada en forma de ATP (trifosfato de adenosina), un nucleótido con tres fosfatos. Una vez obtenida la energía, la célula la invierte en la operación de enlazar esos fosfatos. Los enlaces entre los fosfatos almacenan la energía ahorrada. Cuando estos enlaces son rotos por hidrólisis, generan energía libre, inmediatamente usable para realizar cualquier tipo de trabajo. El ATP es la moneda energética universal de la vida terrestre. Todos los seres vivos, desde las bacterias hasta los primates, invertimos en ATP la energía que ganamos, para irla luego gastando en la ardua tarea de vivir y reproducirnos.
Los seres vivos se reproducen y generan otros seres vivos de su mismo tipo, que heredan muchos de sus caracteres. Esto requiere un sistema de almacenamiento y transmisión de la información, que describiremos en el capítulo 6. Baste aquí con señalar que, en todos los organismos 3 terrestres, este sistema se basa en la doble hélice del DNA (ácido desoxirribonucleico). El DNA, como el RNA, es un ácido nucleico, una macromolécula que almacena la información en la secuencia de sus bases nitrogenadas. Estas bases son de cuatro tipos. Muchas otras bases diferentes podrían haber sido usadas, pero la vida en la Tierra solo ha elegido esas cuatro. Un código genético de cuatro letras fue fijado por nuestro último ancestro común y subsiguientemente ha sido heredado por todos los seres vivos de la Tierra.
Todas estas características forman parte fundamental de la naturaleza humana. El modo de ser humano consiste, en primer lugar, en ser vivo, en vivir, algo que compartimos con todos los organismos de la Tierra. Con todos estamos emparentados, pues descendemos de ancestros comunes. Aunque no recordemos mentalmente aquellos lejanos 2.000 millones de años en que fuimos bacterias o arqueas, guardamos una memoria genética de ellos. En nuestro genoma nuclear y en el genoma de nuestras mitocondrias conservamos múltiples genes de aquella época, genes que codifican los trucos fundamentales de la vida y que son imprescindibles para nuestra supervivencia.
LA CÉLULA PROCARIOTA
La célula es el «átomo» de la vida, el mínimo trozo de realidad viviente. Posee ya todos los atributos de la vida. Todos los seres vivos son células o están hechos de células. El reconocimiento de esta realidad puso los cimientos de la biología moderna. En 1838, Mathias J. Schleiden (1804-1881) introdujo la teoría de la célula para las plantas. El año siguiente, Theodor Schwann (1810-1882) generalizó la teoría de la célula a todos los animales y plantas. Nosotros mismos, los humanes, somos repúblicas de células y estamos compuestos por unos 5 × 1013 (50 millones de millones) de células.
Cada célula es una bolsita de agua en la que están disueltas toda una serie de moléculas orgánicas, como el DNA (el procesador de información o «cerebro» de la célula, que posee las instrucciones para su funcionamiento) y los ribosomas, donde las instrucciones del DNA se llevan a la práctica ensamblando proteínas. Otras macromoléculas incluidas en la célula son las enzimas (proteínas que actúan como catalizadores de ciertas reacciones, como la replicación del DNA) y las moléculas que constituyen el combustible de las reacciones químicas de la célula, entre las que sobresale el ATP. Todo ello está rodeado por la membrana celular, una envoltura doble de lípidos, que aísla la célula de su entorno, protegiendo las reacciones químicas que tienen lugar en su interior. La membrana tiene proteínas especiales que actúan como puertas que permiten la entrada y salida selectiva de ciertas moléculas.
Los procarios (organismos que son células procariotas) se dividieron hace unos 3.700 millones de años en dos ramas distintas, las arqueas y las bacterias, que desde entonces evolucionan independientemente, adaptándose a condiciones diversas mediante el desarrollo de tipos distintos de membranas. Las arqueas (Archaea) se adaptaron a las temperaturas más altas, y todavía hoy día se encuentran en ambientes de temperatura o acidez extremas, como los géiseres, los volcanes y los manantiales sulfurosos submarinos. Las bacterias (Bacteria) se adaptaron a las temperaturas más bajas, y siguen siendo ubicuas y numerosísimas. Cada humán, por ejemplo, porta en su intestino miles de millones de bacterias Escherichia coli, Bacteroides fragilis y muchas otras.
Desde el punto de vista de su alimentación, los seres vivos se clasifican en heterótrofos y autótrofos. Los heterótrofos (por ejemplo, los animales) consiguen la energía que necesitan descomponiendo las moléculas orgánicas que obtienen de su entorno exterior. Los autótrofos (por ejemplo, los vegetales no parásitos) fabrican en su interior las moléculas orgánicas que necesitan (fundamentalmente, azúcares, como la glucosa) a partir de componentes inorgánicos y de la energía de la luz.
Parece que las primeras células eran heterótrofas y se limitaban a utilizar las numerosas moléculas orgánicas disueltas en las aguas someras de los mares primigenios, como quizá el ATP disuelto. El metabolismo de esas primeras células se basaba en la fermentación, que tiene lugar en ausencia de oxígeno y consiste en la degradación o descomposición de ciertos compuestos orgánicos en otros más pequeños y con menos energía. La energía liberada en el proceso se utiliza para producir ATP. La fermentación es una forma ineficiente de metabolismo, pues sus productos finales, que se excretan al entorno, contienen todavía mucha energía usable. Sin embargo, es la única forma de metabolismo (aparte de la fotosíntesis) viable en un ambiente sin oxígeno, como era el de la Tierra primitiva.
Las arqueas metanógenas consumen materia orgánica, y también generan energía por respiración anaerobia (respirando dióxido de carbono en vez de oxígeno) de un modo muy ineficiente. Las arqueas metanógenas siguen produciendo unos dos mil millones de toneladas de metano al año, todo el que se encuentra en la atmósfera. Los animales que comen celulosa, como los elefantes, las vacas o las termitas, la digieren gracias a la fermentación y degradación de aquella que producen las numerosísimas bacterias y arqueas de sus estómagos e intestinos. También nosotros llevamos nuestras bacterias en el intestino, y nuestras modestas ventosidades contribuyen marginalmente al mantenimiento del metano atmosférico. De hecho, tenemos diez veces más bacterias que células propias.
OXÍGENO
Conforme las primeras células heterótrofas se iban multiplicando, iban acabando con los recursos acumulados de moléculas orgánicas, lo cual condujo a una gran crisis alimentaria. Confrontados a ese reto, algunos procarios aprendieron a fabricar sus propios alimentos, su propia energía, su propio ATP. Algunas moléculas son capaces de captar la energía de la luz y de almacenarla, elevando el nivel energético de sus electrones. Las células ensayaron varios tipos de esas moléculas; el tipo que tuvo más éxito fueron las clorofilas. Las células que contenían moléculas de clorofila usaban la energía de la luz solar para fabricar su propia comida, sus propias moléculas orgánicas.
Las bacterias fototróficas fueron los primeros organismos capaces de realizar la fotosíntesis, fabricando así sus propios alimentos con ayuda de la luz solar y del dióxido de carbono de la atmósfera; eran anaerobias (no respiraban oxígeno) y no liberaban oxígeno. Hace unos 3.000 millones de años aparecieron otras bacterias fototróficas, las cianobacterias, que eran aerobias (respiraban oxígeno), y usaban el agua para reducir el dióxido de carbono del aire, liberando oxígeno molecular (O2); utilizaban el carbono restante para fabricar glucosa, su alimento, en presencia de la luz solar, cuya energía aprovechaban por fotosíntesis.
La fotosíntesis fue un «invento» temprano e inicialmente peligroso en la evolución de la vida. El oxígeno generado en la fotosíntesis era sumamente tóxico para la propia célula, que tuvo que generar sus propios antídotos, en forma de moléculas antioxidantes. Hasta entonces no había oxígeno en la atmósfera, pero las cianobacterias empezaron a producirlo y expulsarlo, envenenando así a sus vecinos y obteniendo los mejores lugares en los fondos bien iluminados de las aguas someras. Inicialmente había gran cantidad de hierro disuelto en el agua. Durante mucho tiempo, la mayor parte del oxígeno liberado por las cianobacterias se fue combinando con ese hierro disuelto, cayendo al fondo del mar como herrumbre u óxido de hierro. Solo cuando este proceso de oxidación del hierro marino quedó concluido, empezó a liberarse oxígeno en grandes cantidades a la atmósfera. La difusión del oxígeno en el mar y en la atmósfera creó la más grave crisis ecológica de todos los tiempos, arrastrando a la mayoría de los organismos entonces existentes a la muerte y la extinción. En efecto, esos organismos, habiendo evolucionado en un medio carente de oxígeno, eran anaerobios y no podían tolerar el oxígeno, de una toxicidad letal para ellos, pues atacaba (oxidaba) sus estructuras moleculares.
Algunas bacterias aprendieron a domeñar la fuerza destructora del oxígeno, inventando la respiración aerobia, es decir, la combustión de las moléculas alimenticias para producir energía en forma de ATP. La respiración aerobia genera energía de un modo mucho más eficiente que los demás procesos metabólicos, como la fermentación o la respiración anaerobia.
Nosotros somos organismos aerobios, capaces de respirar oxígeno, gracias a las mitocondrias que portamos en nuestras células y que descienden de aquellas primeras bacterias que lograron enfrentarse a la crisis del oxígeno y resolverla a su favor. Aunque nosotros mismos seamos aerobios, transportamos en nuestro intestino muchos miles de millones de bacterias anaerobias Bacteroides, que nos ayudan a digerir los alimentos. Quizá ellas «consideren» que somos meros vehículos a su servicio. Lo mismo que para sobrevivir fuera de la atmósfera, los astronautas humanos, que son aerobios, necesitan una nave espacial o un traje especial que los provea de oxígeno, así también, para sobrevivir en la atmósfera cargada de oxígeno, deletéreo para ellas, esas bacterias necesitan vehículos que les permitan atravesarla con seguridad en un compartimento aislado y libre de oxígeno; el vehículo somos nosotros y el compartimento es nuestro intestino. Además, nosotros tenemos que trabajar para comer, mientras que nuestras bacterias intestinales reciben de nosotros toda la comida que necesitan. De todos modos, no tratemos de acabar con esta explotación del humán por la bacteria, pues el remedio sería peor que la enfermedad. En cualquier caso, una de las diferencias fundamentales entre la naturaleza humana y la suya estriba en que las bacterias Bacteroides son anaerobias, mientras que los primates Homo sapiens somos aerobios.
Para comprobar lo aerobios que somos, no hay como subir a mucha altura, donde el aire tiene poco oxígeno, y experienciar lo mal que nos sentimos. Hace unos años me invitaron a dar una conferencia en la universidad más alta del mundo, situada en el altiplano andino, a unos 4.300 m sobre el nivel del mar, en el poblado minero de Cerro de Pasco (Perú). El soroche (el dolor de cabeza provocado por la llegada de poco oxígeno al cerebro) era tremendo, y solo logré impartir mi conferencia gracias a que ya estaba previsto interrumpirla cada veinte minutos para respirar el oxígeno de una botella a través de una máscara preparada al efecto. Si me hubiera quedado una temporada en Cerro de Pasco, mis eritrocitos (los glóbulos rojos que transportan el oxígeno) se habrían multiplicado, compensando su mayor número la escasez del oxígeno del aire, con lo que el soroche se habría aliviado. Más grave es un posible accidente en la escafandra del buzo o en el traje espacial del astronauta, que interrumpa el aporte de oxígeno, lo que provocaría la muerte en escasos minutos.
LA CÉLULA EUCARIOTA
Algunas de las bacterias exitosas, capaces de transformar el problema del oxígeno venenoso en la oportunidad del progreso energético, se convirtieron en temibles predadores de los otros procarios, en los que penetraban, oxidando sus componentes y multiplicándose a su costa. Las bacterias demasiado agresivas acababan pronto con su hospedante y morían con él. Sin embargo, las predadoras moderadas explotaban a su hospedante sin acabar con él y sobrevivían, convirtiéndose en lo que luego serían las mitocondrias, los orgánulos generadores de energía de la célula eucariota. Además, esta asociación simbiótica era mutuamente beneficiosa. La célula hospedante proporcionaba a la bacteria conquistadora un ambiente tranquilo y propicio y una provisión regular de comida. La agresora, por su parte, se multiplicaba moderadamente en su interior, y ella y su descendencia producían un exceso de energía, de ATP, del que se beneficiaba el resto de la célula hospedante. Algunas de estas simbiosis se estabilizaron y se convirtieron en los antepasados de las células eucariotas actuales. La célula eucariota (con núcleo) parece haber surgido hace más de 2.000 millones de años. La teoría de la simbiosis interna como origen de la célula eucariota fue propuesta por Lynn Margulis en 1967 y hoy está generalmente aceptada.
Las células se dividen en procariotas (pequeñas, sin núcleo y sin cromosomas) y eucariotas (grandes, provistas de un núcleo con membrana que contiene cromosomas y de orgánulos diversos, como las mitocondrias, fuera del núcleo). Las células eucariotas se formaron por fagocitosis (ingestión) o asociación simbiótica de arqueas y bacterias previamente existentes, y esa es la razón de que algunos orgánulos, como las mitocondrias (o los cloroplastos de las plantas), tengan su propio DNA, procedente de antepasados distintos al del núcleo. Las células eucariotas suelen ser mucho más grandes que las procariotas, unas mil o incluso diez mil veces mayores (en volumen), y tienen una estructura mucho más compleja.

Esquema simplificado del corte de una célula eucariota animal. La célula entera está envuelta en su membrana celular. En su interior se encuentran una variedad de orgánulos con su propia membrana, como las mitocondrias (que producen y almacenan la energía que la célula necesita), los ribosomas, el retículo endoplasmático y el aparato de Golgi, además del núcleo, que contiene los cromosomas y, por tanto, el DNA. Copias de los genes en RNA mensajero salen del núcleo por los poros de su membrana y llegan a los ribosomas, donde se ensamblan las proteínas.
La mayor diferencia entre los organismos estriba en el tipo de células de que están hechos. Los organismos constituidos por una célula procariota son los procarios (Prokarya); los organismos compuestos de células eucariotas somos los eucarios (Eukarya). Los procarios suelen ser unicelulares; los eucarios pueden ser unicelulares o multicelulares. Nosotros, los humanes, estamos compuestos de células eucariotas, somos eucarios multicelulares.
SEXUALIDAD
La manera más sencilla de reproducirse un organismo es por simple duplicación o clonación. Así es como se reproducen, por ejemplo, los organismos más abundantes, los procarios (bacterias y arqueas). Una bacteria va creciendo hasta alcanzar un cierto tamaño máximo, en cuyo momento se dispara la división bacteriana, que atraviesa tres estadios cíclicos: El material genético (el DNA) de la bacteria se replica. Pausa. La célula se parte en dos células, cada una de las cuales tiene la mitad de tamaño que la originaria y posee una de las copias del DNA en su citoplasma. Pausa. Cada una de las bacterias resultantes crece hasta alcanzar el tamaño de la originaria. Y vuelta a empezar. El rigor de la autocopia del DNA garantiza que las células hijas tendrán la misma composición genética que la célula madre. Todo el clon permanece idéntico, con la excepción de las posibles mutaciones. Así se consigue una multiplicación rápida y eficiente.
Las bacterias conocen una cierta sexualidad, aunque separada de la reproducción. Un tal tipo de sexualidad es la conjugación bacteriana: a veces dos bacterias se juntan, pared contra pared, y una de ellas inyecta una copia de su DNA en la otra. Trozos de este DNA exógeno se introducen en los lugares correspondientes del DNA propio durante su replicación. Al final, la célula receptora acaba teniendo un DNA recombinado, una mezcla del suyo propio y del ajeno, produciéndose así un genoma nuevo y distinto al anterior. Otro tipo de sexualidad bacteriana es la transducción, en la cual ciertos virus recogen fragmentos del DNA de una bacteria y los incorporan al DNA de otra bacteria distinta. Finalmente hay un tercer tipo de sexualidad, denominado transformación: trozos de DNA que hay en el ambiente (procedentes de bacterias que se han roto y liberado su contenido en el exterior) pasan a la bacteria receptora y se recombinan con su DNA. La aparición periódica de esta conjugación, transducción y transformación recombina el genoma y extiende y mantiene el polimorfismo genético de las poblaciones, reforzando así sus oportunidades de adaptación y supervivencia. Esta facilidad para intercambiar material genético, esta ilimitada «promiscuidad» sexual, confiere a las bacterias una enorme variedad genética, que facilita considerablemente su eficaz adaptación a nuevos retos y circunstancias. Ello explica la preocupante y creciente resistencia de las bacterias patógenas a casi todos los antibióticos introducidos por los humanes para combatirlas.
La sexualidad, en principio, no tiene nada que ver con la reproducción. La sexualidad es un mecanismo para producir novedad y variedad genética, lo que se consigue «barajando» y recombinando genes procedentes de fuentes distintas. Como acabamos de ver, las bacterias practican la sexualidad con independencia de la reproducción. Sencillamente, dos bacterias se juntan e intercambian trozos de DNA a través de sus paredes.
Desde hace unos 2.000 millones de años hay células eucariotas, como las nuestras. Poseen un verdadero núcleo, rodeado por su membrana nuclear, que lo separa del citoplasma. Este núcleo contiene varios cromosomas. Cada especie de eucario tiene un número característico de cromosomas y una peculiar estructura cromosómica. Algunos eucarios aprendieron a combinar la sexualidad con la reproducción, «inventando» la reproducción sexual, que es la manera como nos reproducimos la mayoría de los eucarios (protistos, plantas, hongos y animales). En la reproducción sexual, dos organismos diploides (con un doble juego de cromosomas en sus células) de distinto sexo producen gametos haploides (células con un solo juego de cromosomas en sus núcleos) que, al juntarse y fecundarse, dan lugar a una nueva célula diploide o zigoto, origen de un nuevo organismo genéticamente inédito, novedoso y distinto de sus progenitores.
Aunque la reproducción sexual es mucho más complicada, lenta y costosa en energía que la asexual, posee la gran ventaja de que contribuye a la creación y preservación de variedad genética, de biodiversidad. Esa variabilidad y diversidad es el campo de actuación de la selección natural, que elige las variedades mejor adaptadas en cada momento a las circunstancias del entorno. Cuanto mayor sea esa diversidad, tanto más fácil será dar con trucos y soluciones óptimas a los problemas que el entorno plantea. Por lo tanto, aunque la reproducción sexual es peor que la asexual desde el punto de vista de eficiencia reproductiva y energética, es mejor desde la perspectiva de la evolución de estructuras biológicas nuevas, complejas y refinadas. De todos modos, no está claro que con esto hayamos explicado suficientemente la evolución de la sexualidad como una ventaja adaptativa. Algunos piensan que la sexualidad es en su origen un mecanismo de reparación del DNA mediante la recombinación que tiene lugar en la meiosis (proceso de división celular que produce gametos).
Desde un punto de vista conceptual y científico, hay que distinguir claramente entre la reproducción (la producción de un organismo del mismo tipo que el reproductor), la sexualidad (el intercambio y recombinación de los genes), el sexo (el ser macho o hembra), el erotismo (la obtención de placer, excitación y relajación mediante tocamientos y otras interacciones relacionadas con conductas que a veces conducen a la reproducción) y la crianza (el cuidado y alimentación de las crías). Las bacterias tienen sexualidad sin reproducción y reproducción sin sexualidad. Carecen de crianza y de erotismo. Muy distinto es el caso de los animales, en la mayoría de los cuales reproducción y sexualidad están inextricablemente imbricadas, de tal modo que la única reproducción disponible es la sexual y la única sexualidad disponible es la reproductiva. La única manera como un animal puede barajar sus genes es teniendo hijos con otro animal de la misma especie. Y un humán no puede reproducirse si no es recombinando sus genes con alguien, a no ser que uno acuda a la clonación artificial reproductiva (que todavía no se ha ensayado en primates), que efectivamente conduciría a casos de reproducción sin sexualidad.
El erotismo, que es practicado al menos por los bonobos y los humanes, puede ser excitante y divertido, pero no puede ser confundido con la sexualidad, aunque en algunos casos conduzca a ella, a través de la reproducción. Cuando el presidente Bill Clinton declaró que no había tenido relaciones sexuales con Monica Lewinsky, en realidad dijo la verdad, pues es imposible que la eyaculación del presidente en la boca de la becaria condujera a ningún tipo de intercambio de genes. Sus relaciones eran de erotismo puro, carente del más mínimo elemento de sexualidad o reproducción sexual. Uno podrá pensar lo que quiera de tales relaciones, pero no puede calificarlas de sexuales, al menos si usa las palabras en un sentido científicamente correcto, lo que, claro está, apenas puede esperarse de la prensa sensacionalista. Los homosexuales pueden practicar el erotismo y a veces pueden llevar a cabo la crianza, pero lo que no pueden hacer nunca entre ellos es ejercer la sexualidad o reproducirse. En cualquier caso, el erotismo y la crianza son desarrollos relativamente recientes (a escala evolutiva). La sexualidad y la reproducción, por el contrario, son aspectos profundísimos de la naturaleza humana, que hunden sus raíces hasta hace miles de millones de años y están íntimamente asociados con las fuentes primigenias de la vida y la evolución.
Desde que apareció la reproducción sexual, el ritmo de la evolución biológica se aceleró notablemente y condujo pronto al surgimiento de organismos mucho más grandes y complejos que cuanto se había visto hasta entonces. Aunque ha habido células eucariotas desde hace más de 2.000 millones de años, durante los primeros 900 millones de años no se aprecian grandes novedades evolutivas. Solo desde que apareció la reproducción sexual, hace unos 1.100 millones de años, se aprecia una notable aceleración de la evolución biológica. Los genomas, recombinados en todas las direcciones, condujeron a una gran variedad de organismos. Esta profusión de nuevas formas de vida incluía auténticos organismos multicelulares, es decir, no solo colonias de células iguales (como las algas gigantes, compuestas por enormes cantidades de protistos uniformes), sino organismos con células distintas, agrupadas en tejidos bien diferenciados estructural y funcionalmente.
La reproducción sexual dio origen a las especies biológicas. Una especie está formada por una o varias poblaciones de organismos sexuados que se entrecruzan entre sí, que intercambian material genético entre ellos, pero no con otros. Como ya vimos en el capítulo anterior, una especie es una población reproductivamente aislada que posee un acervo genético común, dentro del cual los genes de sus miembros se recombinan y circulan. Los organismos que se reproducen asexualmente, como las bacterias, no constituyen especies propiamente dichas, sino meros clones.
Los eucarios pueden ser unicelulares o multicelulares. Los eucarios unicelulares (células eucariotas aisladas o colonias de células eucariotas uniformes, no diferenciadas en tejidos distintos) constituyen el reino de los protistos (Protista), que incluye, por ejemplo, a las amebas, los paramecios y todo tipo de algas. Hay una enorme y todavía no bien conocida variedad de protistos.
Las células eucariotas de ciertos tipos empezaron a formar colonias de eucarios individuales indiferenciados, cuya progresiva diferenciación dio lugar, hace unos 900 millones de años, a los primeros organismos multicelulares. En concreto, los protistos autótrofos que son las algas verdes acabaron dando lugar a las plantas, mientras que protistos heterótrofos como los coanoflagelados y los quítridos dieron lugar a los animales y a los hongos. Los eucarios multicelulares se agrupan en tres reinos distintos: las plantas, los hongos y los animales. Los hongos se distinguen de las plantas porque tienen quitina (como los artrópodos) y no celulosa, como las plantas, y además carecen de clorofila. Filogenéticamente, los hongos están más próximos a ciertos animales que a las plantas.
Nosotros somos descendientes de algunas de las primitivas simbiosis de bacterias y arqueas que dieron lugar a la célula eucariota y, por lo tanto, a los eucarios. En concreto, descendemos de los protistos coanoflagelados. Seguimos siendo eucarios, repúblicas de células eucariotas. Y, entre los eucarios, somos animales.