A pleno sol del mediodía estábamos en el puerto del norte, el más apartado, viendo llegar desde el horizonte a la trirreme Odessa que mi padre había enviado para traer al general Tritón y a su hija Asia. Habíamos llegado hasta el final del malecón del puerto para tener mejor vista hacia alta mar, y también para resguardarnos a la sombra de la enorme estatua del devorador viento Bóreas, el dios del frío viento del norte que nos traía el invierno, erigido de cara al mar como un mascarón de proa. Aquel anciano alado, esculpido en piedra ante nosotros, tenía un carácter violento y cuando sus cabellos desgreñados, su rostro fiero, sus barbas y su túnica de nubes se cubrían de escarcha, debíamos poner el doble de leña en los braseros de las casas. Pero estábamos al final de la primavera y además no soplaba el viento; hacía un calor muy pegajoso.
La silueta oscura de la trirreme se iba acercando con las velas arriadas, haciendo más blanca la espuma que los remos batían a ambos lados del casco. La Odessa es la nave más vieja de la flota de mi padre, pero también la más rápida, y ese día la había embarcado con toda la tripulación de marineros y remeros, casi doscientos hombres nos traerían a casa a un padre y a una hija de mi edad. Magnesia está cerca, pero por tierra hay que atravesar la cordillera montañosa de Mícale, bastante abrupta, y si el mar está en calma el trayecto en barco es más corto y agradable. Estábamos la familia al completo, bien vestidos, aseados y limpios, pero sin lujos ni refinamientos, cuando mi padre se volvió y nos dijo:
—Lo de anoche no se lo podéis contar a nadie. A ellos —y señaló hacia el mar— tampoco.
—Tranquilo, padre, actuaremos como si no lo supiéramos.
No sé por qué dijo eso mi hermana Lica, que se fue al comienzo del relato de Maratón, pero Caraxo y yo pusimos la misma cara de estar de acuerdo con ella.
—Algo más —señaló mi padre—: Tritón es un primo lejano mío que vive en Caria, cerca de Halicarnaso, y viene a traernos a su hija. Pero lo mejor es que no lo vayáis diciendo por ahí a no ser que alguien os lo pregunte, ¿entendido?
—O sea, que debemos guardar un secreto —repuse yo.
—Eso es, en familia —me contestó.
El plan no me podía gustar más.
Repentinamente recordé que la vieja Odessa era una nave de guerra; desde la noche anterior la palabra «guerra» ya vivía dentro de mí con una intensidad nueva, un fascinante estado de ánimo que iba a acompañarme toda la vida. Y me puse al lado de mi padre.
—¿Por qué la Odessa es una nave de guerra?
Él me miró.
—Porque lleva en la proa un espolón de bronce.
—¿Y para qué sirve un espolón de bronce?
—Para clavarlo en otro barco y hundirlo.
Entonces me di cuenta de que aquella punta de la proa de la Odessa, que había visto tantas veces justo bajo la superficie del agua, de color verde oscuro, no era para abrirse paso en el mar, sino para clavarlo contra otro barco, como una gruesa lanza que no te puedes quitar de encima.
—Pero si se clava mucho en el otro barco... se hunden los dos —comenté.
—Ahí está la habilidad del trierarca, del jefe de remeros y de los flautistas. En ir hacia delante todo lo rápido que se pueda, clavar el espolón lo justo para herir de muerte al barco enemigo y enseguida maniobrar hacia atrás.
—Los remeros deben ir todos unidos, como en una falange —dijo mi hermano, que se había acercado a nosotros.
—Sí. Pero van de espaldas —recordé, algo sorprendida.
Mi hermano lo confirmó.
—Y además apenas ven porque reman dentro del casco —dijo Caraxo—. Sólo están fuera los de la tercera fila, que en guerra van protegidos por una hilera de escudos.
—¿La Odessa ha hundido muchas naves? —le pregunté.
Caraxo miró a mi padre, quien hizo un gesto de no saberlo. Y mi hermano me comentó con cierto orgullo:
—Participó en la batalla de Salamina, así que tuvo que hundir unas cuantas naves persas.
—¡Estuvo en una batalla! —exclamé mirando a mi padre, pero él se quitó importancia.
—Sí —me respondió mi hermano—. Pero padre la compró después —dijo, y le miró a él—. ¿No es así?
Mi padre lo confirmó brevemente y enseguida dio un paso adelante.
—Ya están aquí.
La trirreme navegaba entrando en la desembocadura del puerto, pisando ya la sombra del anciano Bóreas sobre la superficie del agua. Nos pusimos a caminar a buen paso siguiéndola desde el espolón. Veíamos de cerca toda la longitud de su estribor, como un muro de madera que se deslizaba sin aparente peso sobre la superficie, con estrechas ventanas de las que salían setenta remos en tres alturas, cuyas palas entraban al unísono en el agua, tan cerca ya que nos podían acariciar los pies. Parecía un enorme animal marino con un palpitante corazón en su interior que sonaba a fina flauta rítmica, mezclada con el hondo crepitar de la madera, y unas branquias abiertas al aire por las que salían las respiraciones acompasadas de ciento setenta hombres que hacían un último esfuerzo por llegar a tierra. En la popa había una gran carpa de tela a cuya sombra deberían estar nuestros invitados, pero no se les distinguía entre la tripulación; en cubierta había más de cincuenta hombres.
Llegamos al dique de madera cuando todos los remos desparecieron al mismo tiempo dentro del casco de la Odessa. Los marineros tiraron sogas que cogieron los operarios del puerto. Sonó un golpe seco cuando el lateral de babor de la nave se detuvo contra los sacos de arena del dique, y con poleas tensaron el amarre. Enseguida nos llegó el olor a sudor, orina y heces. Pero no era insoportable, era el olor de haber remado, de haber conseguido moverse sobre el agua a base de fuerza humana. Los remeros comenzaron a desnudarse, refrescarse y a lavar con rapidez los bancos de madera con agua dulce y grasa de cerdo. Esa maniobra la había visto hacer antes muchas veces, pero mi percepción había cambiado y aquellas sensaciones tan físicas me estaban llegando de manera amplificada.
En medio de esa nube de olor vi desembarcar a mi nueva amiga, regordeta y paticorta, y detrás a su padre Tritón, enormemente ancho, no sólo las manos y el tórax, también el cuello y la cara, con los pómulos prominentes y los ojos separados. Ambos vestían ropas persas, ella un peplo en vivos tonos rojos y él, túnica con mangas y pantalones hasta el tobillo, todo en marrón oscuro, y por supuesto sin yelmo de general en la cabeza, sino un apretado turbante negro.
Tritón saludó primero a mis padres, y enseguida, al verme, me cogió con sus grandes manos por debajo de los sobacos y me levantó por encima de su cabeza.
—¡Tú debes de ser Aspasia! —me dijo riendo y me llenó de energía con su vozarrón. Tenía los ojos tan pequeños que yo cerré los míos en raya y así vi perfectamente el color de los suyos. Azules—. Aspasia, eres mucho más bella de lo que imaginaba. Pero es que... ¡cómo es posible imaginarse una belleza como la tuya! Nadie podría.
Nos presentó a su hija Asia, que era la más pequeña. Todos la saludamos intentando ser amables, pero enseguida topamos con su aspereza. Hablaba mal el griego, usando los verbos de manera rudimentaria y con mucho acento persa.
Dos esclavos altísimos de tez clara y pelo rubio casi blanco portaban sobre los hombros dos arcones de madera tallados con infinidad de diferentes pájaros de colores. Pensé que todas mis cosas cabrían en la mitad de uno de esos arcones.
Fuimos paseando hacia casa. Tritón había conocido Mileto antes de la quema de Darío, pero aquella nueva ciudad le gustaba, la notaba más amplia y espaciosa.
—¡Las calles se nombran con números, claro que sí, cómo no se le había ocurrido antes a nadie! —exclamó lanzando su chorro de voz a los cuatro costados.
A mí tampoco se me había ocurrido antes pensar que en el resto de las ciudades las calles tuvieran nombres. ¡Qué complicado!, siguiendo los números es imposible perderse. Nuestra casa estaba en la puerta número once de la séptima con la cuarta; séptima de este a oeste, y cuarta de norte a sur.
Tritón se detuvo en un cruce en alto y se giró hacia el este para contemplar el ágora, que enfrentaba sus ordenados edificios a la gran ensenada de arena artificial del puerto del viento Céfiro, el mayor de la ciudad. A esas horas menos de la mitad de la flota estaba amarrada. Mi padre le indicó que a ambos lados del puerto, hacia la desembocadura, estaban los barrios de los artesanos.
—Recuerdo que en la vieja Mileto todo estaba apelotonado, con casas montadas unas encima de otras y calles retorcidas, oscuras y fétidas. ¡Buf! Pero también había mucho ruido, ¡por Hermes que sí!, que aquella ciudad bullía de actividad, ¿verdad, amigo Axioco?
Mi padre lo confirmó con un gesto de resignación.
—Y esta nueva... —dijo más suavemente— sé que tiene un buen comercio, pero parece que reposa al sol.
Pensé que Tritón querría bajar para visitar el ágora, pero la marcha siguió a través de la calle séptima, hacia nuestro inmaculado barrio blanco, que se ve desde toda la ciudad. Al pasar cruzando el río, nuestro invitado se detuvo en medio del puente.
—Por lo que veo, el sinuoso río Meandro es lo único que tiene curvas en esta ciudad. —Señaló con el brazo estirado hacia las montañas del este—. Viene haciendo eses desde lo más profundo del imperio persa, y parece que ha elegido Mileto para descansar. O para morir. —Señaló con ambos brazos las aguas—. Antes de la revuelta jonia se podía navegar libremente río arriba, y por todos los dioses que aquello ayudó a Mileto a florecer. De Babilonia, Susa y otras capitales de oriente, recibió esta ciudad hombres, mercancías, conocimientos... mucho más de lo que pudo dar.
Volvió a mirar al frente y terminó de cruzar el blanco puente de mármol de Hipodamo.
Pasamos junto a unos puestos ambulantes y Asia se detuvo en uno de artículos para el cabello femenino, cosméticos, tintes, cepillos... Yo me puse a su lado y enseguida cogí una diadema, que me pareció muy griega porque estaba decorada con pequeños relieves de leonas corriendo, y que además le iba bien con los colores de su peplo. Se la puse en la cabeza y ella sonrió muy levemente, sin abrir la boca. Mi madre vino a pagar a la tendera, y enseguida pensé en lo bien que le quedaría a ella esa diadema, sobre su pelo canoso, mejor que a Asia. Pero mi madre no era leona. Me volví y me fijé en que mi padre y Tritón se habían quedado algo apartados de la gente que caminaba entre los puestos. Cuando mi madre metió los dedos en la bolsa del dinero, me llamó la atención el sonido de los óbolos chocando entre sí, y me fijé en que le temblaban las manos. Aquel fue el primer síntoma de nerviosismo que vi en mi madre.
Llegamos a casa sin detenernos más. Al entrar, los hermanos Puhr y Vardag quitaron el calzado a nuestros invitados y les lavaron los pies. Luego mi padre les enseñó la vivienda. A Tritón le encantó, y no tanto por su decoración como por la manera en que estaba edificada. Y yo, escuchándole, tuve ocasión de apreciar mejor que nunca mi propia casa. Resulta que las estancias eran espaciosas, luminosas, de bellas y serenas proporciones. Así es como yo imaginaba hasta entonces las casas en Atenas. Aún no sabíamos qué estaba pensando Asia.
Cuando caminábamos por el corredor de la segunda planta vi que Puhr terminaba de meter el segundo arcón en mi habitación. Cogí a Asia de la mano y la invité a pasar. Desde mi renacido orgullo por mi casa, me pareció especialmente bello el efecto de los tonos azules de las paredes, donde empezaba a entrar el sol del oeste.
—Bueno, esta va a ser tu habitación, que compartirás conmigo. Como verás es muy bella y espaciosa.
—Me gusta la sencillez griega —comentó.
Me fijé en que sus voluminosos arcones hacían la estancia más pequeña.
—¿Y cómo es tu casa?
—No es una casa.
Y no quiso añadir más.
—Entonces será mejor que una casa.
—Depende.
No insistí, ya tendríamos tiempo de sobra para hablar y entendernos.
Vardag entró trayendo una palangana con agua que colocó sobre un trípode. Noté que a Asia le molestó que la esclava la mirara a los ojos, aunque sólo lo hizo un instante para sonreírle. Mi invitada la despidió con un gesto tenso y despectivo.
—¿Quieres que te ayude a colocar tus cosas? —le pregunté en tono animado.
—Perdona, me quiero lavar —me dijo, sacando un feo acento persa.
Enseguida entendí que prefería que la dejara sola, y salí de mi habitación.
Nos reunimos para cenar en el jardín, era temprano y aún nos llegaban los rayos del sol de la media tarde. Tritón se paseó rozando sus manos sobre las rosas y se detuvo ante la joven higuera.
—En Atenas los árboles son aún más jóvenes.
Otra sorpresa para mí.
—Pero dicen que son famosas las higueras de Atenas —repliqué extrañada.
—En el campo y los alrededores, pero no en los patios de las casas, donde antaño crecían higueras milenarias que a veces cubrían hasta los tejados.
—¿También se las llevó el fuego?
Tritón lo confirmó con un gesto triste.
—Dos veces en un año.
—Esta la plantamos cuando supimos que venía Aspasia —dijo mi padre.
Yo sonreí con cierto orgullo aunque mi higuera era tres veces mi tamaño.
Aquel hombre ancho nos miró, al árbol y a mí.
—Todavía no dais buena sombra —nos dijo—. Ya tendréis tiempo.
Miré al suelo y al ver los brazos abiertos de la higuera separé los míos. La sombra de Tritón pasó al lado de la de mi madre, y a ella le sonaron las tripas.
Nuestros esclavos sirvieron una exquisita cena. Vardag había cocinado un guiso con carne de ciervo cazado con arco por unos amigos carios de Puhr. Mi madre sólo cenó frutos secos y agua templada con miel, y mi padre llenó varias veces la copa de su invitado y la suya con su mejor vino.
Asia, que se había puesto un peplo que la hacía más gorda y se había quitado la diadema, no parecía disfrutar de la comida.
—¿Qué sueles comer en Magnesia? ¿Cuál es tu comida favorita? —le pregunté.
—A partir de ahora será la que vosotros comáis.
—La comida griega te sentará bien a la figura —le dijo Tritón, y fue todo lo que le oí decir dirigido a su hija.
Yo estaba deseosa de ayudar a educarla como a una griega, pero quería saber algo más, y le pregunté a su padre:
—¿Y por qué la llamaste Asia?
Mis padres me lanzaron una mirada de reproche, pero Tritón me sonrió.
—¿Hubieras preferido que la llamara Helena?
Miré a su hija y enseguida me di cuenta de que Asia eran las cuatro últimas letras de mi nombre, y exclamé:
—¡La verdad es que, personalmente, me gusta que se llame Asia!
—Tengo otras dos hijas, Italia y Síbaris, que también hablan de mis viajes —y se rio a carcajadas.
Mi madre, a la que volví a notar nerviosa, mandó a Puhr a encender las lámparas de aceite, estaba anocheciendo; empezó por las del interior de la casa, antes que las del patio. Durante unos momentos el resplandor del fuego sagrado en honor a Poseidón refulgió en el ancho rostro de Tritón, mientras brindaba con mi padre en honor a Dioniso.
Yo no podía evitar contemplar a aquellos dos hombres como a dos héroes y recordar escenas de la batalla de Maratón, en la que lucharon a muerte, codo con codo. Me entraban ganas de hacer preguntas al general Tritón, pero tenía que guardar el secreto. Ansiaba también oírle gritar; ¿cómo sonaría aquel grito «como jamás había oído a un ser humano», que contó mi padre? Su voz, mientras hablaba de política, era moderada, pero llenaba el patio, y si cerrabas los ojos sentías que procedía de un lugar antiguo y lejano. Y me fui acercando. Conversaban sobre los recientes rumores que llegaban de Esparta, donde los esclavos mesenios se habían sublevado aprovechando un terremoto en la ciudad. Aún no había pasado ni un día desde el relato de Maratón y ya sentía que todos los conflictos que yo escuchara entre hombres también estaban dirigidos a mí. Así que puse mi curiosidad delante de ellos.
—Lo que más me extraña es que los espartanos —decía Tritón—, que son tan religiosos, no vean en el terremoto un castigo divino.
—¿Castigo divino por qué? —pregunté.
Mi padre me miró sin contestar, algo extrañado, y enseguida intervino Tritón.
—Porque mataron a muchos de sus esclavos en un templo dedicado a Poseidón.
La palabra Poseidón en su boca adquiría un tremendo eco, y se entendía por qué la furia del dios del mar también era capaz de mover la tierra.
—Por lo visto la ciudad de Esparta ha quedado completamente derruida —comentó mi padre.
—No tenían gran cosa. Ni murallas, ni buenos edificios, sólo templos modestos, casas sencillas y muchos barracones militares.
—Se habla de veinte mil muertos espartanos.
—¡Por Ares, cuantos más mejor! —parecía que Tritón iba a encenderse, pero se contuvo—. Y es una pena no aprovechar esta rebelión. Los mesenios son siete veces más numerosos.
—Cimón ha convencido a la asamblea de Atenas para ayudar a los espartanos, y él mismo ha salido hacia Mesenia con un ejército de tres mil hoplitas.
¿Cimón no era el hijo de Milcíades, el vencedor de Maratón?, pensé.
Tritón reaccionó con un duro gesto de burla, y comentó con mala cara:
—A los de la aristocracia ateniense les gusta demasiado Esparta, pero los espartanos no soportan precisamente a esos hijos de ricos atenienses de modales refinados, aunque vayan a ayudarlos llevando sus maravillosas panoplias.
Me arrimé un poco a mi padre.
—¿Cimón es el hijo de Milcíades? —le pregunté en voz baja. Él me hizo un gesto para que no les interrumpiera, cuando Tritón se le acercó para decirle algo más confidencial, y me separé.
—Si hubiera estado yo allí, habría convencido a los atenienses de lo contrario, de mandar una fuerza de seis batallones, el doble de la de Cimón, a mi mando —sin darse cuenta, su voz se fue elevando en forma de torbellino— para organizar a los mesenios y a los ilotas y desatar una guerra en el Peloponeso que haría desaparecer a Esparta de la faz de la tierra.
Por la expresión de mi padre comprendí que no compartía el odio de Tritón hacia los espartanos, pero que nunca se atrevería a decírselo.
—¿Es por tu voz... por lo que te llaman Tritón? —le pregunté.
Se me quedó mirando un instante, algo sorprendido, pero enseguida me sonrió.
—¿Desde cuándo una niña hace tantas preguntas?
«Desde anoche», pensé.
Mi padre se acercó a mí.
—¡Aspasia, vete a dormir! Lleva a Asia contigo, ya es tarde.
Al despedirme, Tritón me cogió del brazo y me habló al oído:
—¿Sabes por qué mi voz es así?
Sentí que su pregunta me había llegado contorneándose tras recorrer un conducto en forma de caracol. Y negué levemente con la cabeza.
—Por pretender hablar en nombre de mucha gente.
—¿Cuánta?
—No lo sé. Ya no me escuchan.
Nunca olvidaré aquellas palabras de Tritón susurradas junto a mi oído. Desde entonces he sido especialmente sensible a los hombres que extraen voces de las profundidades y se dirigen a los oídos de mucha gente.
Subimos a la segunda planta, Asia entró primero en la habitación y se sentó en mi cama. No en la suya. Iba a decírselo pero dudé, poco tiempo.
—Tu cama es la otra, que es nueva y mucho más bonita.
—Es demasiado blanda, ya la he probado antes, prefiero esta.
—¡Claro, la que tú quieras!
Yo iba a tener mejor cama, pero mi invitada cada vez me parecía peor.
No encendí las lámparas para que ella se cambiara tranquila, a mis espaldas. Hacía calor. Yo me quité el peplo delante de ella, aún no conocía el pudor, me tumbé desnuda y me tapé con un fino manto. Cuando sentí que había acabado de vestirse, me volví para mirarla: ¡se había puesto una camisa de mangas largas y un pantalón de tela fina y brillante!
Estiré mi mano para tocarla.
—¡Seda! ¡Es todo de seda!
Esbozó una leve sonrisa, con la que también me estaba diciendo que para ella no era nada extraordinario.
—Vas a dormir entre caricias —le dije.
Y se metió en la cama. Yo iba a dormir en blando, qué diferencia.
Nos quedamos en silencio mirando a través de la ventana hacia el cielo del noroeste. La cúpula estaba limpia y centelleante.
—¿Sabes reconocer a las estrellas? —pregunté.
—No.
—Mira, la más grande, aquella. —Y la señalé con el brazo estirado—. Es Zeus, el soberano de todos nuestros dioses.
Asia abrió bien los ojos hacia el cielo, así que señalé otra estrella.
—Y la más brillante, allá, es Afrodita, la diosa del amor. Fue fecundada de los genitales del Universo, Urano, cuando se los cortó su hijo Cronos.
Asia me miró algo escandalizada, pero intuí que quería saber más.
—Con el vacío del Caos surgieron Gea, la madre tierra, y Eros, la necesidad de unirse y procrear. Pues bien, lo primero que hizo Gea fue hacer brotar el cielo estrellado —y señalé a la cúpula celeste—, Urano, para cubrirla, y se unió a él. Gea y Urano engendraron muchos hijos, los Titanes, entre ellos los Cíclopes, unos gigantes de un solo ojo.
Asia estaba absorta, alimentando su imaginación con mis palabras y sin parpadear.
—Entonces el padre empezó a tener miedo de sus propios hijos, especialmente de los más grandes, así que los encerró en el Tártaro, en lo más profundo del mundo subterráneo, que es como el vientre de la madre tierra.
Sin querer, me toqué la tripa y Asia se tocó la suya.
—Gea, llena de tristeza y dolor de entrañas, quería vengarse de Urano, así que entregó una hoz al pequeño y más terrible de sus hijos, Cronos, que aún no había sido enterrado. Con gran valentía Cronos se enfrentó a su padre Urano... y lo castró. Luego arrojó los genitales al mar, donde produjeron una espuma de la que nació Afrodita, la diosa del amor.
Asia me miraba absolutamente asombrada, y con una leve expresión de agrado.
—Cronos usurpó así el poder de Urano y liberó a los Titanes de las profundidades del Tártaro. Pero su padre castrado, que poseía el don de la adivinación, profetizó que Cronos estaba destinado a ser derrocado por uno de sus hijos, como también le había ocurrido a su padre.
Las sedas de Asia, que ya se había sentado en la cama, tenían un brillo blanquecino.
—Cronos se unió a su hermana Rea, una titánide, y a medida que ella iba alumbrando hijos, él los devoraba. En el vientre de Cronos terminaron los dioses Deméter, Hera, Hades, Hestia y Poseidón, que es mi favorito. A quien adoramos en casa.
Asia asentía. Y yo seguí con buen ánimo:
—Entonces, de nuevo Gea, la diosa de la Tierra, urdió un plan para que Rea salvara a su último hijo, el sexto, Zeus, a quien escondió nada más nacer. Luego la madre cogió una piedra, la envolvió en pañales y se la dio a Cronos, que la devoró pensando que era su último hijo. Pero Zeus estaba oculto en la isla de Creta. Cuando creció, Gea, su abuela, le entregó a Zeus un veneno que este usó contra Cronos consiguiendo que regurgitara, uno por uno, a todos sus hermanos.
Nos quedamos en silencio, dando tiempo a Cronos a extraer a todos sus hijos.
—¿Y por eso Zeus es el rey de todos los dioses... porque envenenó a su padre Cronos?
—Sí. Pero después de una gran guerra de diez años, llamada Titanomaquia, que se libró hasta que el cielo casi se derrumba sobre la tierra. Dos generaciones de dioses lucharon a muerte, los Titanes, liderados por Cronos, contra sus hijos los olímpicos, liderados por el más pequeño, Zeus; a estos también se unieron los Cíclopes, que ayudaron a Zeus fabricándole su arma más mortífera, el rayo, con el que finalmente consiguió vencer a los Titanes y arrojarlos a las más hondas profundidades de la tierra, el Tártaro. Por eso a los dioses de las primeras generaciones no se les puede ver en el cielo.
Asia volvió a mirar a las estrellas, como si ya fuera capaz de ver mucho más.
—Zeus se repartió el mundo entre él y dos de sus hermanos. A Hades le dio el inframundo, donde irían a parar las sombras de los muertos, a mitad de camino entre la superficie de la Tierra y el Tártaro. A Poseidón le hizo dueño del mar, y él se reservó la tierra y el cielo.
Me quedé en silencio, mirándola.
—Te puedo contar todas las historias que quieras sobre nuestros dioses. —Asia movió afirmativamente la cabeza, encantada—. ¿No sabes nada de ninguno?
—Sólo algo de Zeus y de Rea, que son como nuestro Ahura Mazda, el creador no creado, y nuestra diosa madre Cibeles.
—Pues tu padre se llama como el hijo de Poseidón. ¿No te lo ha contado?
A Asia se le borró su agradable expresión.
—No me preguntes sobre mi padre. No te voy a responder, por orden suya, que ahora es una orden también para ti. ¡Y la vamos a cumplir! ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
Se tumbó en su cama y se dio la vuelta. Yo tardé más en dormirme.
Por la mañana me despertó el olor a tortas, e imaginé a Vardag sacándolas del horno. Me volví y vi que Asia no estaba en la cama. Bajé y la encontré en el atrio inclinada hacia el fuego sagrado. No vi sus lágrimas, pero supongo que habría llorado; su padre había regresado a Magnesia de madrugada. Me pregunté qué significaría para ella estar haciendo honores a nuestro Poseidón doméstico.
A partir de aquella mañana Asia llevaría siempre un fino collar de oro con un pequeño colgante que reproducía un ojo rasgado, con la pupila azul, como su padre. Quizá como todos los miembros de la familia del fondo del mar.
Nuestro paciente esclavo Puhr fue quien primero se esforzó en que Asia progresara en el aprendizaje del griego, valiéndose de que la lengua caria tiene similitudes con el persa y además utiliza muchas palabras griegas. Yo también intenté ayudarla desenrollando las fábulas de Esopo, que a mí tanto me gustaban de pequeña, pero en cuanto empecé a leérselas las rechazó. Me llamó la atención que no supiera leer nada, ningún signo ni alfabeto. Puhr sí sabía, de hecho me había enseñado a mí a los siete años, pero a Asia le molestaba que un esclavo le diera lecciones y le escuchaba con mala cara y a regañadientes. Así que nos repartimos el trabajo entre mi madre y yo, mano a mano con ella. Empecé con el método con que se enseña a los niños, sacando la tablilla cubierta de cera y el punzón para mostrarle primero cómo se marcan las letras del alfabeto, luego el silabario, las palabras... y mi madre le explicaba la gramática, de una manera tan lógica y transparente que yo, escuchándola, avancé de forma asombrosa en el dominio del griego. Asia apenas hablaba ni expresaba nada, pero a su manera aprendía, progresando sin cesar, se notaba que interiormente lo estaba deseando.
Pero nuestra huésped estaba educada de una forma distinta con respecto al trato con los esclavos, y en ese aspecto no parecía dispuesta a adaptarse a nosotros. Por ejemplo, no les permitía que le miraran a la cara cuando se dirigían a ella, y les hablaba siempre en persa con frases breves y palabras cortantes. Cuando yo salía de la habitación por las mañanas, Vardag debía entrar para lavar a Asia, que con ella no tenía pudor, peinarla durante un largo rato y luego ayudarla a vestirse, con lo que la esclava se retrasaba en sus labores domésticas. Mi madre nunca se molestó por ello.
Puhr y Vardag eran hermanos por parte de madre, una esclava caria que trabajó en varios lugares de Lidia, pero que finalmente crio a sus hijos con un carpintero jonio de Priene que trabajaba en los astilleros. Cuando mi padre se estaba instalando en Mileto fue por tierra hasta Priene para ver unas nuevas naves de transporte, compró una y a bordo de ella se trajo a los dos hermanos adolescentes. Desde entonces estaban en casa, y a sus casi cuarenta años no habían vuelto a saber nada de su madre, ya que aquel jonio la volvió a vender, a saber a quién. Puhr había aprendido bien de su primer amo, así que era un excelente carpintero, y eso se notaba en casa, ya que las puertas, ventanas, arcones y muebles estaban siempre en perfecto estado. Además había fabricado una hermosísima bañera de madera, muy elogiada por las visitas femeninas, y que yo inauguré nada más nacer. Puede que Puhr fuera el causante de mi afición al agua.
Aquella pareja de hermanos sólo vivía para nosotros y por nosotros, a veces más dentro de nuestra familia que cualquiera de nosotros mismos, dándonos estabilidad y silencio, y amor sin condiciones, ni palabras; fidelidad en el sentido más limpio que yo he conocido en toda mi vida.
Pero algo se rompió con la presencia de Asia en casa. Veía a Vardag sufrir, nunca antes la había visto con esa expresión perdida, insegura de no saber dónde posar la mirada, incluso conmigo. Un día le cogí la mano y le dije, mirándola a los ojos:
—Mi querida Vardag, a mí puedes mirarme. Es más, necesito que me mires cuando me hablas como siempre lo has hecho, yo quiero tu dulzura, y que vuelvas a sonreír.
Pero Vardag rompió a llorar, tan en silencio que sus lágrimas se fueron para dentro pegándose a su respiración y casi se ahoga. La abracé con toda mi alma y por fin oí su llanto, con el pecho expulsando todo el aire y la pena contenida... Pensé que nunca había abrazado antes a ninguna mujer, ni siquiera a mi madre, y mucho menos a Lica. Y Asia no estaba ni en mi perspectiva más lejana. ¡Qué bueno fue aquel abrazo que casi me hace romper también a mí a llorar, y que rompió algo más!
Esa misma noche Asia me preguntó:
—¿Qué le pasaba a Vardag?
Nos había visto abrazadas.
—Asia, nosotros somos su familia, igual que también somos la tuya mientras estés en esta casa.
Se dio la vuelta para dormir y me dejó con la frase en un suspiro:
—Si quieres.
Creo que la comparación con una esclava no le gustó. Y estuve a punto de pedirle disculpas, pero enseguida pensé que era a mí a quien no me parecía justa la comparación entre mi querida Vardag y aquella asiática que me había quitado la cama. No me había gustado que me diera la espalda ni que intentara dormirse tan pronto, así que le pregunté:
—¿De dónde son esos esclavos tan altos que vinieron con vosotros?
—De las tierras del norte —dijo sin volverse. Pero a mí me fascinaban los misterios del septentrión.
—¿De Hiperbórea?
Asia lanzó un gemido de afirmación.
—¡De más allá de donde nace el viento del norte!
Y se giró para mirarme mientras me hablaba:
—Sí, y donde el sol nunca llega a lo más alto, y en invierno ni siquiera amanece. Por eso tienen la piel y el cabello tan blancos. Pero son fuertes, hábiles, de buena planta y de movimientos elegantes.
—Pero se dice que los habitantes de Hiperbórea son inmortales.
—Nuestros esclavos no. Pero casi nunca enferman.
—Apolo viaja en su carro a Hiperbórea cada diecinueve años para rejuvenecer.
Se quedó pensándolo.
—¿En serio?... Bueno, es cierto que nuestros esclavos envejecen muy despacio. Sí, son útiles hasta muy mayores.
—¿Y viven muchos años?
—Hasta que ya no se valen por sí mismos, entonces los sacrificamos.
—¡Ah! —La miré espantada.
Y ella me hizo un gesto de extrañeza.
—¿Aquí no?
Negué con la cabeza, rechazando la idea con repugnancia.
—¿Y qué hacéis con ellos cuando empiezan a ser molestos?
—Nada. Cuando un esclavo se hace muy mayor o cae gravemente enfermo, se compra otro, a veces una pareja, para que se ocupen del él, hasta su muerte.
Asia puso mal gesto, como si le pareciera desagradable lo que estaba escuchando y se giró dándome la espalda. Yo le pregunté:
—¿Cómo los sacrificáis?
—Con un veneno —me dijo sin volverse—. Se les suele dar en la cena, y a la mañana siguiente ya no se despiertan.
Y con aquella frase se quedó dormida. Asia no era mala, sólo estaba encerrada en sí misma y sufría de lejanía, y de no poder contar algo; aquello de lo que tenía prohibido hablar no parecía que lo hubiera asumido bien.
En pocos meses y casi sin darnos cuenta se fueron cambiando ciertos hábitos. Mi hermana Lica había dejado de ir a la escuela y acudía a casa de una mujer experta en hilar lana, coser y cocinar. Ya no salíamos juntas porque ella tenía amigas mayores. Caraxo se pasaba el día en el gimnasio y comía ración doble de todo; sus músculos se iban contorneando mientras esperaba que le llegara la edad para ingresar en el campo de instrucción de los efebos. Mi madre asistía por las mañanas a sus misteriosas reuniones de conversación, de las que nunca hablaba, y yo la veía por las tardes, con Asia siempre por medio. Cuando nuestra alumna nos pidió aprender a leer con los textos sobre los dioses, mi madre nos dejó a solas, desenrollando los largos papiros de la Teogonía de Hesíodo, cuyas costosísimas copias estaban guardadas en seco dentro de los arcones del tálamo.
Mi padre salía temprano a trabajar a los almacenes del puerto de Céfiro, donde estaba su flota, luego se pasaba por el ágora para hablar con sus amigos y llegaba a casa a última hora de la tarde. Cenábamos todos juntos en la cocina, servidos por Puhr la comida que cocinaba Vardag.
Como premio a mi paciencia yo había conseguido que las tardes de buen tiempo Asia se viniera a bañar conmigo al puerto del viento Bóreas. Al principio elegí aquel puerto, donde por cierto ella había llegado con su padre en la Odessa, porque era el más apartado y no había niños bañándose. Mi idea era enseñarle a nadar y yo iniciar mi prometida, y secreta, búsqueda bajo el agua.
Al principio, Asia, que se metía con más ropa que cuando dormía, se desmoralizaba y se salía del agua enseguida, tiritando. Cuando se secaba dentro de su manto, yo aprovechaba para sumergirme hacia lo profundo, pero aquello era más difícil de lo que imaginaba; los oídos me dolían y pitaban de forma desagradable, el agua se volvía más oscura y fría y me faltaba aire para seguir descendiendo. No me desanimé, estaba segura de que aquella fuerte impresión no era más que un susto para ponerme a prueba, y yo estaba dispuesta a superarlo para llegar al fondo.
Una tarde, volviendo del puerto, noté a Asia más cerca, y sobre todo más interesada en nosotros, los griegos, aún diría más, los milesios. Me preguntó por la escuela. Yo le hablé con gran pasión, animándola a que viniera, porque estaba deseando volver:
—Hay diferentes maestros, uno para la aritmética, que usando los dedos te enseña a hacer todas las operaciones que quieras.
Asia movió sus dedos regordetes y me dijo:
—Eso también lo sé hacer yo, sumar y restar.
—Ya, pero también enseña a escribir los números, con letras, para hacer otras operaciones que pueden llegar a ser complicadísimas. Yo muchas veces me pierdo.
—No sé si me va a gustar.
—Pero no tienes por qué ir a todas, tú asistes a lo que quieras. También está el maestro de música, el citarista, que enseña a tocar los instrumentos, la cítara, la lira, la flauta, el tambor... y a cantar, a hacer coros y... ¡la danza!, una de mis favoritas.
La miré y me di cuenta de que su cuerpo había mejorado desde que íbamos a bañarnos, se veía menos grueso, más estilizado.
—A mí me gustaría aprender a tocar instrumentos —me dijo al notar que la observaba.
Y la animé, entre bromista y confidencial:
—Puedes probar a bailar dentro del agua, yo te enseño. Por cierto, cada vez nadas mejor.
Asia me sonrió con timidez.
—¿Cuál es la clase que más te gusta?
—El arte, las letras, porque recitamos en alto la Ilíada y la Odisea, que me encantan, me las sé casi de memoria. El maestro de letras dice que Homero es el mejor alimento para la sabiduría, ya que enseña cómo son las actividades de los tiempos de paz y de los tiempos de guerra, los oficios, la política, la cortesía, el valor, los deberes hacia los padres y hacia los dioses..., en fin, él dice que enseña todo lo que debe saber un hombre digno de tal nombre.
Asia sonrió y me miró de arriba abajo, recordándome que yo era mujer.
—Lo que pasa es que aquí en Mileto a las niñas se nos permite ir a la escuela con los niños —le dije con seguridad—. Eso no pasa en ninguna otra ciudad, ni siquiera en Atenas. Por eso las milesias somos las mujeres más cultas de Grecia.
—Y quizá del mundo entero.
La miré algo sorprendida y con intención de agradecerle el cumplido, pero me encontré con su expresión hosca.
—En Persia ni siquiera pueden estar a la vista de los hombres...
Una tarde, cuando regresamos de bañarnos, nos encontramos con un silencio extrañísimo en casa. Pasábamos al lado de Lica, Puhr, mi madre, Caraxo, que nos miraban con seriedad pero sin saber qué decirnos. Asia subió directamente hacia nuestra habitación. Me encontré a mi padre y a Vardag junto a un hombre delgado, de cara afilada y de tez muy oscura, que estaba sentado en el suelo. Mi padre paseaba nervioso a su alrededor mientras Vardag le estaba afeitando el negro cabello de la cabeza con una brillante cuchilla curva. Mi padre, al verme, me mandó salir con un gesto muy contundente.
Me alejé hasta el jardín, donde encontré un enorme corcel, muy sudoroso, bebiendo agua de una tinaja. Mi madre se acercó y yo la miré con expresión interrogativa.
—Es un esclavo persa, sordomudo.
—¿Y para qué le están cortando el pelo?
—Es una forma secreta de traer un mensaje. Se ha hecho otras veces.
—¿Un mensaje de quién?
—Tu padre está muy nervioso. Lleva tanto tiempo sin recibir noticias del suyo...
Miré a mi madre entre intrigada e ilusionada. Se acercó un poco y me dijo en voz baja:
—Media vida esperando.
—¡El abuelo Epígenes! —exclamé llena de emoción.
Me mostró las palmas de sus manos abiertas en señal de contención.
—No sé, Aspasia, todavía no...
—¿Pero ese esclavo de dónde viene? —pregunté en voz baja.
Mi madre respiró hondo, también estaba inquieta.
—Tu padre compró ese esclavo por mucho dinero, porque tiene licencia para galopar por los caminos reales, llevando correos que ha de entregar en mano y que los guardias pueden examinar. Pero tu padre le rasuró la cabeza, escribió sobre su piel un largo mensaje, mantuvo al esclavo un tiempo oculto en los talleres del puerto, mientras le crecía el pelo..., y a finales del invierno lo mandó a cabalgar hacia Mesopotamia, siguiendo el curso del Éufrates hasta el puerto de Ampe, en el mar Eritreo, el que separa Arabia de Egipto, donde fue deportado tu abuelo Epígenes. Además le entregó al esclavo un correo en mano que pedía muestras de perfumes, por si podía comprarlas.
—¡Y debajo de su pelo llevaba un mensaje secreto! —exclamé—. Y... ¿ha traído las muestras?
—Claro.
—¿Y ahora en su cabeza... está escrita la respuesta del abuelo?
Mi madre se encogió de hombros con emoción. Miramos hacia el fondo del patio y vimos a mi padre leyendo la cabeza rasurada del esclavo. No pude más y me fui acercando, sin hacer ruido. Mi madre no sólo me dejó, sino que me seguía. En el patio de piedra encontramos a mi padre de espaldas, de pie e inclinado hacia aquella cabeza rasurada y completamente teñida con un texto de finas letras griegas, leyendo mientras se movía alrededor...
Súbitamente mi padre cogió con las dos manos aquel cráneo dibujado, lo besó, lo abrazó y rompió en un sonoro llanto. Fuimos donde él, primero mi madre y yo, a consolarlo. Luego fueron llegando los demás, menos Asia, que permaneció en el corredor de arriba, ante la puerta de nuestra habitación.
Mi padre nos miró, a sus tres hijos, uno por uno.
—Vuestro abuelo os manda sus saludos. —Y volvió a deshacerse en sollozos, abrazándose de nuevo a la calva pintada de aquel esclavo flacucho que nos sonreía. Mi padre era de lágrima fácil, no como mi madre, pero aquel día tenían un buen motivo para llorar, a placer, y para reír. Todos nos morimos de la risa con él, hasta mi madre, y el esclavo.
—¡Gracias a los dioses que estás bien, mi querido padre! —decía estrujando aquella cabeza portadora de buenas nuevas.
En la cena estábamos deseosos de que nos contara lo sucedido. Hasta entonces nunca nos había hablado ni de sus padres, ni de la rebelión jonia, ni de la quema de Mileto. Asia se retiró enseguida, huyendo seguramente de la emoción que compartíamos la familia, que a ella le debía resultar exagerada. O quizá se fue porque Puhr y Vardag se habían unido a nuestra excitación.
—Desde que fueron deportados por Darío —contaba radiante mi padre—, yo y otros hijos de aquellos comerciantes hemos estado intentando que les llegaran hasta Ampe nuestros mensajes. Pero nunca recibimos respuesta.
»Y nos fuimos desanimando... hasta que hace unos años dejamos de hacerlo. Pero este invierno pasado... recordé la táctica usada por la familia de Aristágoras, entre tío y sobrino, y dije... ¿por qué no? Así que decidí mandar a mi padre un último mensaje, sólo quería que supiera que tiene tres nietos, y que estamos bien, y que yo siempre le tendré presente.
Mi padre se llevó las manos a la cara e hizo un esfuerzo por no volver a llorar, y habló con los ojos húmedos:
—¡Y por fin le ha llegado, mi último mensaje, y él me ha respondido! Dice que está eufórico, que no sabía si yo estaba muerto, o me habían vendido como esclavo, o castrado...
Nos miró a sus tres hijos, sonriendo, pero enseguida volvió a mostrar un gesto de pesar.
—En mi mensaje también le decía... que acabamos de enterrar a la abuela Galatea, que murió teniendo un último recuerdo para él, con su nombre en los labios.
—¡Epígenes! —se me escapó en voz baja aquel nombre que me resultaba tan lejano, tan poco familiar, pero imaginé a mi abuela Galatea, a la que tampoco conocí, suspirando en su lecho de muerte, lanzando al aire el nombre de su amado con el último aliento de su alma.
Mi padre nos habló mirándonos a la cara:
—Hijos míos... de la abuela nunca hemos sabido nada... sólo que se la llevaron con vida.
Nos quedamos en silencio. Siempre lo habíamos sospechado, pero nunca tuvimos la confirmación, hasta ese día, en que supimos que mi abuelo estaba vivo. Preferí no pensar en mi abuela, ni siquiera imaginármela más, pero sentí que quizá por ella teníamos en casa un trato más familiar con los esclavos.
—Seguro que tu padre también te habrá mandado muchos mensajes —comentó mi madre con suavidad.
—Sí, eso dice, lo ha intentado constantemente. —Respiró encantado—. Y por fin lo hemos conseguido con esta vieja técnica.
—Ironías de la vida —decía mi madre—, el mensaje de aquella cabeza supuso el comienzo de la rebelión y esta otra nos trae ahora noticias alentadoras para nuestra familia. Axioco —dijo acercándose a él—, recíbelo como un buen final a tantos años de incertidumbre y sufrimiento.
Mi padre sonrió, aceptándolo, cogió el oinochoe de cerámica negra y se sirvió vino en su kylix. Me fijé en que en la jarra estaba la imagen del dios Dioniso, con hojas de parra en la cabeza, acompañado de un sátiro. Bebió un buen trago de vino, lo saboreó, y le pregunté:
—Padre... ¿cómo fue aquel primer mensaje en la cabeza... qué ocurrió?
Me miró con tranquilidad.
—No, Aspasia, no vamos a recordar ahora momentos tristes.
No lo pude evitar e insistí, pero usando la mínima presión en mi tono.
—Nunca nos has contado nada. —Y miré a mi madre—: Tú tampoco.
Ella le miró con expresión de aceptar lo que le había dicho, pero sin ánimo de contestarme. Y volví a mirar a mi padre.
—¿Quién mandó aquel primer mensaje?
Mi padre bebió de su copa.
—¡Padre, por favor!
Sólo insistía yo. Y miré a Caraxo, a quien tanto le gustaba lo militar, exigiéndole que se uniera a mi petición. Lica no iba a decir nada, pero estaba atenta y también parecía querer saber más. Mi hermano se lanzó:
—¡Venga, padre, cuéntanoslo!
Mi madre le miró ahora dando su consentimiento. Y tras una pausa, mi padre arrancó:
—Aquel mensaje se mandó... Fue entre el antiguo tirano de Mileto, Histieo, que era huésped de Darío en Susa..., y su sobrino Aristágoras, que era el tirano que teníamos entonces en la ciudad. Bueno, en realidad Histieo era un invitado forzoso, estaba medio secuestrado porque los persas no se fiaban de él. Temían que conspirara contra ellos, así que preferían tenerlo a la vista.
»En aquellos tiempos cada una de las ciudades de Jonia estaba gobernada por un tirano impuesto por los persas para garantizarse su tributo anual, que cobraba el sátrapa de Sardes, quien a cambio favorecía en todo lo posible el comercio marítimo, y así luego podía exigir más dinero. Ese era el círculo. Hasta que Aristágoras lo rompió.
Mi padre hizo una pausa y se le torció el gesto.
—Aristágoras fue lo peor que le ha ocurrido a Mileto —decía en tono de desprecio—. Era cobarde, falso, manipulador y muy ambicioso. Convenció a Artafrenes para que su hermano, el rey Darío, le mandara doscientas naves para conquistar la isla de Naxos, que era una democracia de la que dependían el resto de las islas Cícladas, con la intención de entregársela al imperio; en realidad quería hacer méritos ante Darío.
»Yo vi a Aristágoras muchas veces en casa, hablando con mi padre, pidiéndole dinero y naves para su campaña de conquista de Naxos, tan bien situada en el centro del Egeo, porque iba a ser muy ventajosa para el comercio de Mileto, le decía.
Me miró a mí.
—Yo tenía tu edad cuando le conocí, diez años. Y después he visto sufrir a mi padre durante los siguientes cuatro años.
Hizo un gesto de pesar y bebió un nuevo trago de vino.
—La gran flota, compuesta por naves persas y aliadas de Aristágoras, se congregó en la isla de Quíos con el propósito de aprovechar los vientos Bóreas del norte y llegar en poco tiempo a Naxos.
»Mi padre estaba a bordo de su nave, amarrada al puerto de Quíos, cuando vio llegar al general persa Megábatas, que había sido designado por Artafrenes, pasando revista a la flota. El general se detuvo ante la nave que había junto a la de mi padre y observó que le faltaba un guardia de vigilancia. Enfadado, mandó a sus arqueros que castigaran a su capitán, colgándolo por los pies de la tronera.
»Mi padre, que era amigo de aquel capitán, llamado Escílax, no se atrevió a decirle nada al general persa, por ser de menor rango, pero decidió ir directamente a buscar a Aristágoras y contarle lo sucedido a uno de sus aliados.
»Aristágoras montó en cólera y fue con mi padre a enfrentarse a Megábatas, a quien le dijo que Artafrenes le había dado a él —y mi padre se señaló el pecho— el poder total de la flota. Ante los ojos del general persa, entre mi padre y Aristágoras soltaron al capitán Escílax. Este les dijo entonces que uno de sus marineros de guardia había bebido agua en mal estado y se encontraba con una gran descomposición.
Sin querer se me fue la vista a la jarra del agua, en la que había dibujada una imagen de Apolo, el dios de la adivinación. Y algo se alteró en mi interior.
—Pues bien —continuó mi padre—, en señal de venganza, Megábatas mandó emisarios a Naxos para avisarles de la ofensiva que se les venía encima, arruinando el ataque sorpresa. Cuando Aristágoras llegó con su gran flota a la isla, se encontró una ciudad preparada para resistir, con gran almacén de víveres y bien defendida entre sus murallas.
»Después de cuatro meses de asedio, en los que Aristágoras no consiguió tomar la ciudad, sino gastar esfuerzos y muchísimo dinero, regresó a Mileto. El tirano había dejado su ciudad medio arruinada, y bajo la amenaza de que el sátrapa subiría los impuestos para cobrarse los gastos del asedio.
»En Susa, la capital de Persia, su tío Histieo comprobó que la posición de su sobrino como tirano peligraba por el fracaso de Naxos, así que rasuró la cabeza de su más fiel esclavo, escribió en ella un mensaje, dejó que le creciera el pelo... y lo mandó a Mileto.
Miré hacia el jardín. Ya no estaba el corcel.
—Al recibir el mensaje... Aristágoras decidió sublevarse. Convenció a las facciones demócratas de las doce ciudades jonias para que se rebelaran contra sus tiranos y creó una liga dispuesta a deshacerse del sometimiento persa. Incluso estuvo en Atenas y habló ante la asamblea, que decidió entregarle treinta naves. Y de la isla de Eubea consiguió quince.
Pensé en la cruel venganza que años más tarde se cebaría contra los eubeos, recordando que antes de desembarcar en Maratón fueron aniquilados y deportados por los persas.
—Aristágoras fue incluso a Esparta, pero al rey Cleómenes le pareció que el frente de batalla estaba demasiado lejos.
—¿Y el abuelo Epígenes... se unió a la rebelión? —preguntó mi hermano.
—No. Mi padre estaba..., aparte de arruinado por el asedio de Naxos, encolerizado contra Aristágoras, como muchos otros en Mileto pero nadie se atrevía a decirlo. No le podía perdonar la traición de haber iniciado una rebelión en nombre de una libertad en la que no creía, y que, tras cinco años de luchas... terminaría con la quema de Mileto. Y su deportación.
Mi padre se quedó en silencio. Volvió a coger el oinochoe tapando el cuerpo de Dioniso con sus dedos, dejando sólo su cabeza, se sirvió vino en su kylix y lo miró moverse en su interior mientras mi madre cogía la jarra del agua sin tocar a Apolo, dejándole libre, y se servía agua en un vaso.
—Para mi padre terminó todo. Pero para los que nos quedamos aquí... fue el comienzo de lo que vino después: la invasión de Darío por mar.
—¡Cuando la batalla de Maratón! —lo dije con entusiasmo, no lo pude evitar, guardaba un recuerdo tan emocionante de aquella heroicidad... en la que él participó... Mi padre levantó con pesar sus ojos hacia mí. Y yo le pregunté con tono alegre, intentando animarle—: ¿Y cómo te escapaste de Mileto... y llegaste a Atenas?
Negó con la cabeza, como sacudiéndose algo desagradable, y respondió con contundencia:
—¡Aspasia, ya está bien!
Yo le sostuve la mirada.
—Es que me encantaría saberlo —miré a mi hermano—. ¿A ti no, Caraxo?
Antes de que él respondiera, mi madre se dirigió a mí con su voz suave, tranquila y siempre persuasiva:
—Déjalo, tu padre no quiere contarlo.
Le miré y al verle entendí que prefería entregarse a disfrutar de la alegría que le había llegado ese día, escrita en griego en la cabeza de un esclavo persa, que durante meses había galopado desde un puerto a orillas del mar Eritreo, cruzando el interior del Gran Imperio y siguiendo las curvas del río Meandro hasta su desembocadura, en nuestro mar Egeo.
—Es curioso que se empiece a generar tanto sufrimiento a partir de un mensaje escrito en la cabeza de un esclavo —reflexioné—. ¿Y si los persas lo hubieran descubierto... Aristágoras no habría sabido lo que se tramaba contra él?
—Pregúntate antes... —intervino de buena gana mi padre—. ¿Y si Aristágoras nunca hubiera ofrecido a Darío la conquista de Naxos?
Lo pensé y tenía razón, la causa de aquella gran tragedia fue la ambición de Aristágoras.
—La vieja Mileto seguiría en pie —se contestaba mi padre con una mezcla de seguridad y melancolía—, con un comercio mucho más próspero que el de ahora, y con su antigua población en activo, disfrutando de la vida, de sus familias. Aquí vivían los mejores comerciantes que nunca ha tenido la Hélade, y ellos se sentían orgullosos de lo que esta ciudad ofrecía al mundo.
—¿El abuelo Epígenes tenía mucho carácter? —le pregunté.
—Muchísimo. Pero se enfadaba muy pocas veces, y siempre con razón; entonces había que echarse a temblar. Verdaderamente era un hombre muy persuasivo, que sabía usar su autoridad, pero siempre con justicia.
Entonces me lo imaginé dirigiéndose a Aristágoras en el puerto de Quíos con esa autoridad que poseía, incluso haciéndole temblar cuando le contaba la infamia sufrida por el capitán Escílax. El recto sentido de la justicia de mi abuelo había persuadido y contagiado el ánimo de Aristágoras hasta el punto de que este se dirigió al capitán persa Megábatas, y a su vez lo hizo temblar. Enseguida rechacé esta idea ya que no quería imaginarme que mi castigado abuelo fuera responsable, ni siquiera de un solo eslabón de aquella cadena de horrores. Y en la línea de culpas me fui más atrás:
—En realidad hay que preguntarse qué habría pasado si en la nave de Escílax hubiera estado el marinero de guardia que faltaba.
Mi padre se quedó pensándolo. Y a mí, sin querer, se me fue la vista hacia la jarra de Apolo, y como si recibiera su oráculo, me lancé:
—¡Padre, el agua! ¡Fue el agua el origen de todo, que estaba mala!
Él lo pensó, y dijo en tono bromista:
—Así que el marinero estaba cagando cuando llegó Megábatas.
Mi madre soltó una bonita carcajada, cogió su copa de agua y la chocó contra la trirreme grabada en el kylix de mi padre.
—Y todo por no beber vino —concluyó él en voz baja.
Cuando subí a mi habitación me encontré con Asia sumida en un sueño profundo. La miré, ya nada era como la noche anterior, yo ese día había sabido de mi abuelo, y lo había recreado en mi imaginación. Tardé mucho en dormirme.