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El año pasado, en noviembre, un libro me salvó la vida. Sé que suena inverosímil. Algunos considerarán exagerado, o incluso melodramático, que diga algo así. Pero eso fue justo lo que ocurrió.

No es que alguien me disparara al corazón y la bala se quedara milagrosamente incrustada en las páginas de una gruesa edición en cuero de los poemas de Baudelaire, como sucede en las películas. Tampoco tengo una vida tan excitante.

No, mi estúpido corazón había resultado herido antes. Un día que parecía ser como otro cualquiera.

Todavía lo recuerdo perfectamente. Los últimos clientes del restaurante —un grupo de americanos bastante ruidosos, una discreta pareja de japoneses y un par de franceses con ganas de discutir— llevaban mucho tiempo sentados, y los americanos habían degustado el gâteau au chocolat con muchos «aaahs» y «ooohs».

Una vez servidos los postres, Suzette me había preguntado, como siempre, si realmente la necesitaba todavía, y enseguida salió corriendo muy contenta. Y, también como siempre, Jacquie estaba de mal humor. Esta vez se quejaba de las costumbres culinarias de los turistas y ponía los ojos en blanco mientras lanzaba dentro del lavavajillas los platos bien rebañados.

Ah, les Américains! No entienden nada de cuisine francesa, rien du tout! Siempre se comen la decoración... ¿Por qué tengo que cocinar para bárbaros? ¡Me gustaría tirarlo todo, me pone de mal humor!

Se quitó el delantal y me gruñó un bonne nuit antes de salir por la puerta, saltar encima de su vieja bicicleta y desaparecer en la fría noche. Jacquie es un cocinero magnífico y a mí me cae muy bien, a pesar de que siempre exhibe su mal humor como si fuera una olla de bullabesa. Ya era cocinero de Le Temps des Cerises cuando el pequeño restaurante con manteles de cuadros rojos y blancos, que está algo apartado del concurrido Boulevard Saint-Germain, en la Rue Princesse, pertenecía todavía a mi padre. Él adoraba la canción El tiempo de las cerezas, esa que es tan bonita y se acaba tan pronto, una canción optimista y algo melancólica que habla de amantes que se encuentran y luego se pierden otra vez. Y a pesar de que la izquierda francesa adoptó años más tarde esta vieja canción como himno no oficial, como un símbolo de ruptura y progreso, yo creo que el verdadero motivo por el que papá llamó así a su restaurante no estaba tan relacionado con la memoria de las comunas parisinas como con sus recuerdos personales.

Ése es el lugar en el que yo crecí, y cuando después del colegio me sentaba en la cocina con mis cuadernos, rodeada del tintineo de ollas y sartenes y de miles de tentadores aromas, podía estar segura de que Jacquie siempre tendría alguna pequeña delicia para mí.

Jacquie, que en realidad se llama Jacques Auguste Berton, procede de Normandía, donde la vista alcanza hasta el horizonte, donde el aire sabe a sal y el mar infinito, sobre el cual el viento y las nubes nunca dejan de jugar, no pone ningún obstáculo a la mirada. Más de una vez al día Jacquie me asegura que le encanta ver lejos, ¡lejos! A veces París le resulta demasiado estrecho y ruidoso, y entonces ansía volver a la costa.

—Quien tiene en la nariz el olor de la Côte Fleurie, dime ¿cómo puede sentirse bien entre los humos de París?

Mueve el cuchillo carnicero en el aire y me mira con una chispa de reproche en sus grandes ojos marrones antes de apartarse de la frente, con un movimiento nervioso, el pelo oscuro que cada vez tiene —según compruebo con cierta ternura— más hilos plateados.

Han pasado ya unos cuantos años desde que este hombre robusto de grandes manos le enseñó a una niña de catorce años de largas y rubias trenzas cómo se preparaba la crème brûlée perfecta. Fue el primer plato con el que impresioné a mis amigas.

Naturalmente, Jacquie no es un cocinero cualquiera. De joven trabajó en el famoso La Ferme Saint-Siméon, en Honfleur, la pequeña ciudad junto al Atlántico con esa luz tan especial, refugio de pintores y artistas.

—Aquello tenía más estilo, mi querida Aurélie.

Pero por mucho que Jacquie gruña, yo siempre sonrío, porque sé que nunca me dejará en la estacada. Y eso fue también así el último noviembre, cuando el cielo de París era blanco como la leche y la gente caminaba a toda prisa por las calles envuelta en gruesas bufandas de lana. Un noviembre que fue mucho más frío que los demás que yo había vivido en París. ¿O sólo me lo pareció a mí?

Pocas semanas antes había muerto mi padre. Simplemente así, sin previo aviso. Un día su corazón decidió dejar de latir. Jacquie se lo encontró al abrir el restaurante por la tarde.

Papá estaba tirado en el suelo, rodeado de las verduras frescas, las piernas de cordero, las ostras y las hierbas aromáticas que había comprado por la mañana en el mercado.

Me dejó su restaurante, la receta de su famoso menu d’amour, con el que supuestamente se había ganado muchos años antes el amor de mi madre (ella murió cuando yo era muy pequeña, de modo que nunca sabré si eso era verdad), y algunas frases inteligentes acerca de la vida. Tenía sesenta y ocho años, y a mí me pareció que era muy pronto. Pero las personas a las que se quiere siempre mueren demasiado pronto, ¿verdad?, independientemente de la edad que tengan.

—Los años no significan nada. Sólo importa lo que ocurre en ellos —dijo una vez mi padre mientras dejaba unas rosas en la tumba de mi madre.

Y cuando en otoño decidí seguir sus pasos, algo desanimada pero con decisión, tuve que reconocer que estaba bastante sola en este mundo.

Gracias a Dios, tenía a Claude. Trabajaba como escenógrafo en el teatro, y el gigantesco escritorio que tenía bajo la ventana en su pequeño estudio del barrio de la Bastille estaba siempre lleno de dibujos y pequeñas maquetas de cartón. A veces Claude desaparecía durante unos días cuando tenía un encargo importante. «La semana que viene no existo», decía entonces, y yo tenía que acostumbrarme a que no contestara el teléfono ni abriera la puerta por mucho que yo tocara el timbre. Poco tiempo después reaparecía como si no hubiera pasado nada. Como un arco iris en el cielo, imposible de tocar y extremadamente bello. Me besaba con ardor en la boca, me llamaba «mi pequeña», y el sol jugaba al escondite en sus rizos dorados.

Luego me cogía de la mano, me llevaba con él y me presentaba sus proyectos con ojos chispeantes.

No se podía decir nada.

A los pocos meses de conocer a Claude cometí el error de expresar mi opinión sin tapujos. Ladeé la cabeza e hice un comentario sobre lo que se podría mejorar. Claude me miró desconcertado, sus ojos azules parecían a punto de estallar, y con un solo y brusco movimiento de su mano dejó el escritorio vacío. Pinturas, lápices, hojas, vasos, pinceles y pequeños pedazos de cartón volaron por el aire como si fueran confeti, y la maqueta del escenario del Sueño de una noche de verano de Shakespeare, un minucioso trabajo de filigrana, se desintegró en miles de trozos.

A partir de entonces me abstuve de hacer cualquier observación crítica.

Claude era muy impulsivo, muy inestable en sus estados de ánimo, muy tierno y muy especial. Todo en él era «muy», no parecía existir nunca un término medio.

En aquel entonces llevábamos unos dos años juntos, y a mí no se me había ocurrido cuestionar mi relación con ese hombre complicado y sumamente caprichoso. Si se observa con detenimiento, todos tenemos nuestras complejidades, nuestras debilidades y nuestras excentricidades. Hay cosas que hacemos y cosas que nunca haríamos... o que sólo haríamos en determinadas circunstancias. Cosas ante las cuales los demás se ríen, sacuden la cabeza, se sorprenden.

Cosas singulares que sólo nos pertenecen a nosotros.

Yo, por ejemplo, colecciono reflexiones. En mi dormitorio hay una pared llena de papeles de colores con reflexiones que he recogido para que, en su fugacidad, no se pierdan. Reflexiones sobre conversaciones escuchadas sin querer en un café, sobre los rituales y por qué son tan importantes, reflexiones sobre los besos en el parque por la noche, sobre el corazón y las habitaciones de hotel, sobre las manos, los bancos del jardín, las fotos, sobre los secretos y cuándo se revelan, sobre la luz en los árboles y sobre el tiempo cuando se detiene.

Mis pequeñas notas se agarran al papel pintado como mariposas tropicales, momentos capturados que no tienen otra misión que permanecer a mi lado, y cuando abro el balcón y una suave corriente de aire barre la habitación, tiemblan un poco, como si quisieran echar a volar.

—¡¿Qué es esto?! —dijo Claude, con las cejas levantadas con incredulidad, cuando vio mi colección de mariposas por primera vez. Se paró delante de la pared y leyó algunas notas con atención—. ¿Vas a escribir un libro?

Yo me sonrojé y sacudí la cabeza.

—¡Por el amor de Dios, no! Lo hago... —Tuve que pensar un instante, pero no encontré ninguna explicación convincente—. Simplemente lo hago, ¿sabes? Sin ningún motivo. Igual que otras personas hacen fotos.

—¿Puede ser que estés un poquito chiflada, ma petite? —preguntó Claude, y luego metió la mano debajo de mi falda—. Pero no importa, no importa nada, yo también estoy un poco loco... —añadió rozándome el cuello con los labios, y a mí me entró mucho calor—. Por ti.

Pocos minutos más tarde estábamos en la cama, con el pelo deliciosamente revuelto. El sol entraba por las cortinas a medio echar y dibujaba pequeños círculos trémulos en el suelo de madera. Yo podría haber pegado una nueva nota en la pared: Acerca del amor por la tarde. No lo hice.

Claude tenía hambre y preparé unas tortillas para los dos, y él dijo que una chica que hacía unas tortillas así podía permitirse cualquier capricho. En este sentido tengo que decir algo más.

Cuando me siento infeliz o intranquila, voy y compro flores. Lógicamente, también me gustan las flores cuando estoy contenta, pero esos días, cuando todo sale mal, las flores son para mí el comienzo de un nuevo orden, algo que siempre es perfecto pase lo que pase.

Pongo un par de campanillas azules en un jarrón y me siento mejor. Planto flores en mi viejo balcón, que da a un patio, y enseguida tengo la satisfactoria sensación de haber hecho algo positivo. Me pierdo desenvolviendo las plantas del papel de periódico, sacándolas con cuidado de los tiestos de plástico y poniéndolas en las jardineras. Cuando meto los dedos en la tierra húmeda y escarbo en ella, todo se vuelve más sencillo, y combato mis penas con auténticas cascadas de rosas, hortensias y glicinias.

No me gustan los cambios en mi vida. Siempre sigo el mismo camino cuando voy al trabajo y tengo un banco concreto en las Tullerías al que considero en secreto mi banco.

Y jamás me volvería en una escalera a oscuras, pues tengo la vaga sensación de que a mi espalda acecha algo que me atrapará si miro hacia atrás.

Esto de la escalera no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Claude. Creo que él tampoco me lo había contado todo.

Durante el día seguíamos cada uno nuestro camino. Yo no sabía muy bien lo que hacía Claude por las tardes, cuando yo trabajaba en el restaurante. A lo mejor tampoco quería saberlo. Pero, por la noche, cuando la soledad se cernía sobre París, cuando cerraban los últimos bares y algunos trasnochadores recorrían las calles tiritando, yo reposaba en sus brazos y me sentía segura.

Cuando aquella noche apagué las luces del restaurante y me dirigí a casa con una bolsa llena de macarons de frambuesa, no sabía todavía que mi casa iba a estar tan vacía como mi restaurante. Era, como ya he dicho, un día como otro cualquiera.

Sólo que Claude se había despedido de mi vida con tres frases.

Cuando me desperté a la mañana siguiente supe que algo no estaba en orden. Por desgracia, no soy una de esas personas que se espabilan al momento, así que sentí un malestar indefinido antes de que esa idea concreta se instalara en mi cabeza. Estaba tumbada entre suaves almohadas que olían a lavanda y desde el exterior llegaban apagados los ruidos del patio. Un niño llorando, la voz tranquilizadora de su madre, pasos que se alejaban lentamente, la puerta de la calle que se cerraba con un chirrido. Parpadeé y me giré. Medio dormida, estiré el brazo y busqué algo que ya no estaba allí.

—¿Claude? —murmuré.

Y entonces me acordé. ¡Claude me había abandonado!

Lo que la noche anterior me había parecido extrañamente irreal y tras varias copas de vino tinto había sido tan irreal que incluso podía haberse tratado de un sueño, con el amanecer de aquel día gris de noviembre se convirtió en algo indiscutible. Me quedé inmóvil y escuchando, pero la casa se mantuvo en silencio. No llegaba ningún ruido desde la cocina. Nadie que sacara del armario los grandes tazones azules y maldijera en voz baja porque la leche se había salido al hervir. Ningún olor a café que ahuyentara el cansancio. Ningún zumbido apagado de la maquinilla de afeitar. Ninguna palabra.

Giré la cabeza y miré la puerta del balcón. Los ligeros visillos blancos no estaban echados y una fría mañana se apretaba contra los cristales. Me envolví mejor en la manta y recordé cómo el día anterior había entrado en la casa fría y vacía con mis macarons y sin tener ni idea de nada.

La luz de la cocina estaba encendida y durante unos segundos contemplé sin comprender la solitaria escena que se ofrecía a mi vista bajo la lámpara de metal negro.

Había una carta escrita a mano sobre la vieja mesa de la cocina y, encima de ella, el frasco de la mermelada de melocotón que Claude había untado por la mañana en su cruasán. Un cuenco con fruta. Una vela a la mitad. Dos servilletas de tela dobladas de forma descuidada y metidas en sus servilleteros de plata.

Claude no me había escrito nunca, ni siquiera una nota. Tenía una relación patológica con su teléfono móvil y, si cambiaba de planes, me llamaba o me dejaba un mensaje en el buzón de voz.

—¿Claude? —grité, y esperé algún tipo de respuesta, pero ya entonces sentí la mano fría del miedo. Dejé caer los brazos, los macarons se escurrieron y cayeron al suelo a cámara lenta. Me noté un poco mareada. Me senté en una de las cuatro sillas de madera y me acerqué la hoja con incredulidad, como si eso pudiera cambiar algo.

Leí una y otra vez las pocas palabras que Claude había plasmado en el papel con su letra grande y torcida, y al final creí oír su voz ronca, muy cerca de mi oído, como un susurro en la noche:

Aurélie:

He conocido a la mujer de mi vida. Siento que haya ocurrido justo ahora, pero podía suceder en cualquier momento.

Cuídate mucho, Claude

Al principio me quedé sentada sin moverme. Sólo mi corazón latía como loco. Eso es lo que se siente cuando a uno se le abre el suelo bajo los pies. Por la mañana Claude se había despedido de mí en el descansillo con un beso que me pareció muy tierno. No sabía que era un beso a traición. ¡Una mentira! ¡Qué penoso largarse de esa manera!

En un ataque de rabia e impotencia, arrugué el papel y lo lancé a un rincón. Segundos más tarde, sollozando, lo cogí y lo estiré. Me bebí una copa de vino tinto y luego otra más. Saqué el teléfono del bolso y llamé a Claude una y otra vez. Le dejé en el contestador súplicas desesperadas e insultos salvajes. Di vueltas por la casa, tomé otro trago para armarme de valor y grité en el auricular que, por favor, me llamara inmediatamente. Creo que probé unas veinticinco veces antes de darme cuenta, con la clarividencia que proporciona el alcohol, de que mis intentos iban a resultar inútiles. Claude estaba ya a años luz de distancia y mis palabras no llegaban hasta él.

* * *

Me dolía la cabeza. Me levanté y vagué por la casa como una sonámbula con mi corto camisón. En realidad, era la chaqueta demasiado grande del pijama de rayas azules y blancas de Claude, que no sé cómo conseguí ponerme la noche anterior.

La puerta del cuarto de baño estaba abierta. Eché un vistazo para cerciorarme. La maquinilla de afeitar había desaparecido, lo mismo que el cepillo de dientes y el frasco de Aramis.

En el cuarto de estar faltaba la manta de cachemir color burdeos que le había regalado a Claude en su cumpleaños y en la silla no colgaba, como era habitual, su jersey oscuro lanzado descuidadamente. El impermeable había desaparecido del armario que estaba a la izquierda de la puerta. Abrí el ropero que había en el pasillo. Un par de perchas vacías chocaron entre sí con un suave tintineo. Cogí aire con fuerza. Todo vacío. ¡Hasta en los calcetines del cajón de abajo había pensado Claude! Tenía que haber planeado su huida a conciencia y me pregunté cómo era posible que yo no me hubiera dado cuenta de nada. ¡De nada! De lo que tenía previsto. De que se había enamorado. De que cuando me besaba a mí estaba besando a otra mujer.

Mi cara pálida y llorosa se reflejó en el espejo de marco dorado que había sobre la cómoda de la entrada como si fuera una luna blanquecina rodeada de rizos rubios temblorosos. Mi pelo largo y peinado con raya en medio estaba revuelto como después de una noche de amor salvaje, sólo que no había habido abrazos apasionados ni juramentos susurrados al oído.

—Tienes el pelo de una princesa de cuento —me había dicho Claude—. Eres mi Titania.

Me reí con amargura, me acerqué al espejo y me examiné con la mirada inclemente de los desesperados. En mi estado y con esas oscuras sombras debajo de los ojos parecía la loca de Chaillot. Encima de mí, en la esquina derecha del espejo, estaba la foto en la que salíamos Claude y yo juntos y que tanto me gustaba. Fue una tibia tarde de verano durante un paseo por el Pont des Arts. Nos la hizo un corpulento africano que había desplegado sus bolsos sobre el puente para venderlos. Todavía recuerdo que tenía unas manos increíblemente grandes —entre sus dedos mi pequeña cámara parecía de juguete— y que tardó un buen rato en apretar el disparador.

En la foto estamos los dos riendo, con las cabezas muy juntas, ante un cielo azul que envuelve con delicadeza la silueta de París.

¿Mienten las fotos o dicen la verdad? El dolor le hace a uno filósofo.

Cogí la foto, la dejé sobre la madera oscura y me apoyé con las dos manos en la cómoda.

Que ça dure! —nos había gritado el hombre negro de África, riendo, con su voz profunda y alargando la erre. «Que ça dure!». ¡Que dure!

Noté cómo los ojos se me volvían a llenar de lágrimas. Me resbalaron por las mejillas y cayeron como gruesas gotas de lluvia sobre Claude y sobre mí, sobre nuestra sonrisa y todas esas tonterías de París para enamorados, hasta que todo se hizo irreconocible.

Abrí el cajón y guardé la foto entre guantes y bufandas.

—¡Así! —dije. Y después otra vez—: ¡Así!

Luego cerré el cajón de golpe y pensé en lo fácil que resultaba desaparecer de la vida de otra persona. A Claude le habían bastado un par de horas. Y, al parecer, la chaqueta a rayas de un pijama olvidada sin querer debajo de mi almohada era lo único que me quedaba de él.

La felicidad y la desdicha están a veces muy cerca. Expresado de otra forma se podría decir que la felicidad da a veces curiosos rodeos.

Si Claude no me hubiera abandonado, ese frío y gris lunes de noviembre probablemente me habría reunido con Bernadette. No habría vagado por París sintiéndome la persona más sola del mundo, no me habría quedado tanto tiempo en el Pont Louis-Philippe al atardecer mirando el agua y sucumbiendo a la autocompasión, no habría huido de ese joven policía preocupado por mí, no me habría refugiado en la pequeña librería de la Île SaintLouis y no habría encontrado nunca ese libro que transformaría mi vida en una aventura maravillosa. Pero vayamos por orden.

Fue muy poco considerado por parte de Claude abandonarme un domingo. Los lunes está cerrado Le Temps des Cerises. Es mi día libre y siempre hago algo agradable. Voy a una exposición. Paso horas en Le Bon Marché, mis almacenes favoritos. O quedo con Bernadette.

Bernadette es mi mejor amiga. Nos conocimos hace ocho años en el tren, cuando su hija pequeña, Marie, se abalanzó sobre mí y con gran energía derramó su chocolate sobre mi vestido de punto color crema. La mancha nunca salió del todo, pero al final de ese entretenido viaje de Aviñón a París y tras el intento común y no muy exitoso de limpiar el vestido con agua y pañuelos de papel en el bamboleante lavabo del tren, ya casi éramos amigas.

Bernadette es todo lo que yo no soy. Es difícil de impresionar, inquebrantable en su buen humor, muy hábil. Se toma las cosas con notable serenidad e intenta sacar lo mejor de ellas. Siempre endereza con un par de frases las cosas que yo considero complicadas y las hace fáciles.

—¡Por Dios, Aurélie! —dice entonces, y me mira divertida con sus ojos azul oscuro—. ¡Qué ocurrencias tienes siempre! Es todo tan sencillo...

Bernadette vive en la Île Saint-Louis y es profesora en la École Primaire, pero también podría ser asesora de personas con ideas complejas.

Cuando miro su rostro claro y hermoso pienso a menudo que es una de las pocas mujeres a las que les sienta realmente bien llevar el pelo recogido en un sencillo moño. Y cuando lleva su melena rubia suelta por encima del hombro, los hombres se vuelven a mirarla.

Tiene una risa sonora y contagiosa. Y siempre dice lo que piensa.

Ése era el motivo por el que yo no quería verla aquella mañana de lunes. Bernadette nunca había aguantado a Claude.

—Es un friqui —dijo ante una copa de vino después de que se lo presentara—. Conozco a esos tipos. Egocéntricos, no miran a los ojos.

A mí sí me mira a los ojos —respondí con una sonrisa.

—Nunca serás feliz con alguien así —insistió ella.

A mí entonces eso me pareció un poco precipitado, pero mientras ahora echaba el café instantáneo en una taza de cristal y vertía el agua hirviendo encima, tuve que reconocer que Bernadette había tenido razón.

Le mandé un mensaje y con unas pocas palabras cancelé nuestra cita para comer. Luego me bebí el café, me puse abrigo, bufanda y guantes y salí a la fría mañana parisina.

A veces se sale para ir a algún sitio. Y a veces se sale sólo para andar y andar y seguir andando, hasta que la niebla se disipa, la desesperación disminuye o se acaba de meditar una idea.

Aquella mañana yo no tenía ninguna meta, mi mente estaba extrañamente vacía y notaba tal presión en el corazón que podía sentir su peso. Sin querer, apretaba mi mano contra el abrigo. Todavía no había mucha gente por la calle y los tacones de mis botas resonaban perdidos en el viejo adoquinado cuando me dirigí hacia el arco de piedra que conecta la Rue de L’Ancienne Comédie con el Boulevard Saint-Germain. ¡Estaba tan contenta cuando, cuatro años antes, encontré mi casa en esa calle! Me gusta este pequeño barrio lleno de vida que se extiende junto al gran bulevar hasta la orilla del Sena, con sus calles estrechas, sus puestos de verduras, ostras y flores, sus cafés y sus tiendas. Vivo en un tercer piso, en una vieja casa con gastadas escaleras de piedra y sin ascensor, y cuando miro por la ventana puedo ver el famoso Procope, el restaurante que lleva allí siglos y que se supone que fue el primer café de París. En él se reunían literatos y filósofos. Voltaire, Rousseau, Balzac, Victor Hugo y Anatole France. Grandes nombres cuya compañía espiritual provoca un agradable escalofrío a la mayoría de los clientes que se sientan en sus bancos de cuero rojo y comen bajo enormes lámparas de cristal.

—¡Tienes una suerte...! —había dicho Bernadette cuando le enseñé mi nuevo hogar y lo celebramos por la noche en el Procope con un coq au vin realmente delicioso—. Si piensas en todos los que se han sentado aquí... ¡y tú vives sólo a un par de pasos! ¡Genial!

Miró a su alrededor entusiasmada mientras yo pinchaba con el tenedor una tajada de pollo bañado en vino, la observaba ensimismada y pensaba por un momento si yo no sería quizás una frívola aficionada a la cultura.

Tengo que reconocer con total sinceridad que la idea de que en el Procope se pudiera tomar el primer helado de París me impresionaba más que los hombres barbudos que plasmaban sus sagaces ideas en papel, pero eso tal vez no lo hubiera entendido mi amiga.

La casa de Bernadette está llena de libros. Ocupan estanterías de metros de altura que cubren la pared hasta por encima de las puertas, están sobre la mesa del comedor, el escritorio, la mesa del cuarto del estar y las mesillas, e incluso en el cuarto de baño encontré, para mi sorpresa, un par de libros en una pequeña mesa junto al inodoro.

—No puedo imaginar una vida sin libros —dijo una vez Bernadette, y yo asentí un poco avergonzada.

En principio, yo también leo. Pero, por lo general, siempre se interpone algo. Y si puedo elegir, al final prefiero dar un largo paseo o preparar una tarta de melocotón, y el maravilloso olor de esa mezcla de harina, mantequilla, vainilla, huevos, fruta y nata que inunda la casa es lo que aviva mi imaginación y me hace soñar.

Probablemente se deba a la placa de metal decorada con un cucharón y dos rosas que todavía hoy cuelga en la cocina de Le Temps des Cerises.

Cuando aprendí a leer en el colegio y las distintas letras se unieron para formar un conjunto con sentido, me planté delante de ella con mi uniforme azul oscuro y descifré las palabras que había escritas: «Sólo un tipo de libros ha contribuido a aumentar la felicidad en nuestro mundo: los libros de cocina».

La frase es de Joseph Conrad, y debo reconocer que durante mucho tiempo pensé que ese hombre tenía que ser un famoso cocinero alemán. Por eso fue mayor mi sorpresa cuando más tarde encontré por casualidad su novela El corazón de las tinieblas, que compré con cariño pero que nunca leí.

En cualquier caso, el título sonaba tan melancólico como mi estado de ánimo aquel día. A lo mejor era el momento oportuno de coger el libro, pensé con amargura. Pero yo no leo cuando estoy triste; yo planto flores.

Eso fue al menos lo que pensé en ese momento, sin saber que esa misma noche hojearía con ansia las páginas de una novela que, por así decirlo, se cruzó en mi camino. ¿Casualidad? Todavía hoy pienso que no fue casualidad.

Saludé a Philippe, uno de los camareros del Procope, que me hacía señas muy amable a través del cristal, pasé sin inmutarme por delante del resplandeciente escaparate de la pequeña tienda de accesorios Harem y giré por el Boulevard Saint-Germain. Había empezado a llover, los coches pasaban a mi lado salpicando, y me envolví un poco más con la bufanda mientras avanzaba impertérrita por la calle.

¿Por qué las cosas horribles o deprimentes tienen que pasar siempre en noviembre? Noviembre era para mí el peor momento posible para estar triste. La selección de plantas que se pueden cultivar es muy limitada.

Le di una patada a una lata de refresco vacía, que rodó con gran estruendo por la acera y finalmente cayó a la calzada.

Un caillou bien rond qui coule, l’instant d’après, il est coulé... Era como en esa canción increíblemente triste de Anne Sylvestre, La chanson de toute seule, la de las piedras que primero ruedan y un instante después se hunden en el Sena. Todos me habían abandonado. Papá estaba muerto, Claude había desaparecido y me encontraba más sola que nunca. Entonces sonó mi teléfono móvil.

—¿Sí? —dije, y estuve a punto de atragantarme. Noté cómo la adrenalina se disparaba por mi cuerpo ante la idea de que pudiera ser Claude.

—¿Qué pasa, tesoro? —Bernadette iba, como siempre, directa al grano.

Un taxista dio un frenazo a mi lado y empezó a tocar el claxon como un loco porque un ciclista no había respetado la preferencia de paso. Sonaba apocalíptico.

—Cielos, ¿qué es eso? —gritó Bernadette por el teléfono antes de que yo pudiera decir nada—. ¿Todo bien? ¿Dónde estás?

—En algún punto del Boulevard Saint-Germain —contesté con voz lastimera, y me paré un momento bajo el toldo de una tienda que tenía en el escaparate unos paraguas de colores con cabezas de pato en el mango.

La lluvia goteaba de mi pelo empapado y me ahogué en una gigantesca ola de autocompasión.

—¿En algún punto del Boulevard Saint-Germain? ¿Qué diablos haces en algún punto del Boulevard Saint-Germain? ¡Me has escrito que te había surgido algo!

—Claude se ha ido —dije, y solté un sollozo apagado por el teléfono.

—¿Qué quieres decir? ¿Se ha ido? —La voz de Bernadette adquirió, como siempre que se trataba de Claude, un cierto tono intolerante—. ¿Ese idiota ha desaparecido otra vez y no te llama?

Había cometido la tontería de contarle a Bernadette la tendencia de Claude al escapismo y a ella no le había parecido nada gracioso.

—Se ha ido para siempre —dije sollozando—. Me ha abandonado. ¡Soy tan desgraciada!

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Bernadette, y su voz fue como un abrazo—. ¡Ay, Dios mío! Mi pobre, pobre Aurélie. ¿Qué ha pasado?

—Se... ha... de... otra... —seguí sollozando—. Ayer, cuando llegué a casa, habían desaparecido sus cosas y me había dejado una nota... una nota...

—¿Que no te lo ha dicho en persona? ¡Menudo gilipollas! —Bernadette me interrumpió y cogió aire, irritada—. Siempre te he dicho que Claude era un gilipollas. ¡Siempre, siempre! ¡Una nota! Es realmente lo último... No, ¡es lo último de lo último!

—Por favor, Bernadette...

—¿Qué? ¿Todavía defiendes a ese idiota?

Yo sacudí la cabeza en silencio.

—Ahora escúchame, querida —dijo Bernadette. Guiñé los ojos. Cuando Bernadette empezaba sus frases con «escúchame» era casi siempre el preludio de una declaración de principios que solían ser verdad, pero que yo no siempre podía soportar—. ¡Olvida a ese imbécil lo antes posible! Claro que ahora estás mal...

—Muy mal —sollocé.

—Vale, muy mal. Pero ese tipo era un impresentable y, en el fondo, tú lo sabes también. Ahora intenta tranquilizarte. Todo saldrá bien. Te prometo que pronto vas a conocer a un hombre encantador, a un hombre realmente encantador que sepa valorar a una mujer tan maravillosa como tú.

—¡Ay, Bernadette! —sollocé de nuevo. Para ella era muy fácil decirlo. Estaba casada con un hombre realmente encantador que aguantaba su obsesión por la verdad con una paciencia increíble.

—Escúchame —dijo de nuevo—. Vas a coger ahora mismo un taxi, te vas a ir a casa, y en cuanto yo termine con esto voy a verte. ¡No es tan grave! Te lo pido por favor. No hay motivos para hacer un drama.

Tragué saliva. Naturalmente, era muy amable por su parte que quisiera venir a verme para consolarme. Pero tenía la desagradable sensación de que la idea de consuelo que ella tenía era muy diferente a la mía. No sabía si tenía ganas de pasarme toda la tarde oyendo que Claude era el tipo más idiota de todos los tiempos. Al fin y al cabo, había estado con él hasta el día anterior y quería recibir un poco de compasión.

Y entonces Bernadette por fin lo soltó.

—Te voy a decir una cosa, Aurélie —dijo con su tono de maestra que no admitía discusión alguna—. Me alegro, sí, incluso me alegro mucho de que Claude te haya abandonado. ¡Una verdadera suerte, si me lo preguntas! Tú no habrías dado el paso. Sé que ahora no te gusta oír esto, pero a pesar de todo te lo voy a decir: ¡que ese imbécil haya desaparecido de tu vida es para mí un motivo de celebración!

—Pues me alegro por ti —respondí con más dureza de lo que quería, y noté que el reconocimiento subliminal de que mi amiga no andaba del todo desencaminada no me ponía terriblemente furiosa—. ¿Sabes una cosa, Bernadette? Celébralo tú sola y, en el caso de que tu euforia te lo permita, déjame estar triste al menos un par de días, ¿vale? ¡Déjame en paz!

Colgué, respiré profundamente y apagué el móvil.

Estupendo, ahora encima había discutido con Bernadette. La lluvia caía por el toldo hasta el asfalto. Me refugié en un rincón tiritando y pensé si no sería mejor que me fuera a casa. Pero me daba miedo la idea de volver a una casa vacía. Ni siquiera tenía un gato que me estuviera esperando y que se acurrucara contra mí mientras hundía mis dedos en su pelo.

—Mira, Claude, ¿no son encantadores? —había exclamado yo cuando madame Clément, la vecina, nos enseñó las crías de gato que se movían con torpeza dentro de una cesta.

Pero Claude tenía alergia a los gatos y tampoco le gustaba ningún otro animal.

—No me gustan los animales. Sólo los peces —dijo cuando hacía sólo unas semanas que nos conocíamos. En realidad, tenía que haberlo sabido entonces. La posibilidad de ser feliz con una persona a la que sólo le gustaban los peces era para mí, Aurélie Bredin, muy escasa.

Abrí con decisión la puerta de la pequeña tienda de paraguas y me compré uno de color azul cielo con lunares blancos y un mango en tono caramelo con forma de cabeza de pato.

Fue el paseo más largo de mi vida. Al cabo de un rato desaparecieron las tiendas de moda y los restaurantes que había a izquierda y derecha del bulevar y se convirtieron en tiendas de muebles y de instalaciones de cuartos de baño, y luego desaparecieron también éstas, y yo seguí mi solitario camino bajo la lluvia frente a las fachadas de piedra de las enormes casas color arena, que no ofrecían mucha distracción a la vista y proporcionaban una estoica tranquilidad a mis confusos pensamientos y sentimientos.

Al final del bulevar, que desemboca en el Quai d’Orsay, torcí a la derecha y crucé el Sena en dirección a la Place de la Concorde. El Obelisco se alzaba como un dedo índice en el centro de la plaza y me pareció que todo su esplendor egipcio no tenía nada que ver con los miles de pequeños coches que lo rodeaban apresuradamente.

Cuando se es desgraciado, o no se ve nada y el mundo carece de importancia, o se ven las cosas demasiado bien y todo adquiere de pronto un significado. Incluso algo tan banal como un semáforo que cambia de rojo a verde puede decidir si se va a la derecha o a la izquierda.

Y así paseaba yo pocos minutos más tarde por las Tullerías, una pequeña figura solitaria bajo un paraguas de lunares que se desplazaba despacio y con ligeros movimientos arriba y abajo por el parque vacío, abandonaba éste en dirección al Louvre, avanzaba a lo largo de la orilla derecha del Sena al atardecer, dejando atrás la Île de la Cité, Notre-Dame, las luces de la ciudad que se iban encendiendo poco a poco, hasta que por fin se detuvo en el pequeño Pont Louis-Philippe, que lleva a la Île Saint-Louis.

El color azul oscuro del cielo cubría París como un trozo de terciopelo. Era poco antes de las seis, la lluvia iba cesando lentamente, y me apoyé algo cansada en el pretil del viejo puente y me quedé mirando el Sena con aire pensativo. Las farolas se reflejaban temblando y brillando en el agua oscura... algo mágico y delicado como todo lo bello.

Había llegado hasta aquel tranquilo lugar después de ocho horas, miles de pasos y otros miles de ideas. Había necesitado todo ese tiempo para comprender que la profunda tristeza que pesaba como plomo en mi corazón no se debía sólo al hecho de que Claude me hubiera abandonado. Yo tenía treinta y dos años y no era la primera vez que me sucedía algo parecido. Me había marchado, había sido abandonada, había conocido a hombres bastante más agradables que Claude, el friqui.

Creo que era esa sensación de que todo se acababa, de que todo cambiaba, de que las personas que me habían cogido de la mano ya no estaban, de que el suelo desaparecía bajo mis pies, de que entre el universo infinito y yo no había otra cosa que un paraguas azul cielo con pequeños lunares blancos.

Pero eso no mejoraba las cosas. Estaba allí sola, en un puente, los coches pasaban a mi lado, el pelo se me enredaba en la cara y agarraba el paraguas con la cabeza de pato como si también fuera a salir volando.

—¡Ayuda! —susurré, y me tambaleé un poco junto al muro de piedra.

—¿Mademoiselle? ¡Oh, mon Dieu, mademoiselle, no! ¡Espere, arrêtez! —Oí unos pasos apresurados a mi espalda y me asusté.

El paraguas se me escurrió de las manos, dio una voltereta en el aire, chocó contra el pretil y cayó interpretando un breve baile antes de aterrizar en el agua con un chapoteo casi imperceptible.

Me volví desconcertada y vi los ojos oscuros de un joven policía que me miraba con preocupación.

—¿Todo bien? —me preguntó, asustado. Era evidente que me había tomado por una suicida.

Asentí.

—Sí, claro. Todo bien. —Le lancé una sonrisa forzada y levantó las cejas como si no me creyera.

—No me creo una sola palabra, mademoiselle —dijo—. Llevo un rato observándola y no me parece una mujer a la que todo le va bien.

Sorprendida, guardé silencio y me quedé mirando el paraguas de lunares, que se alejaba despacio por el Sena. El policía siguió mi mirada.

—Siempre es lo mismo —dijo luego—. Ya me conozco esto de los puentes. Hace poco sacamos algo más abajo a una chica del agua helada. Justo a tiempo. Cuando alguien empieza a rondar por un puente, seguro que está enamorado o a punto de saltar al agua. —Sacudió la cabeza—. Nunca he entendido por qué los enamorados y los suicidas tienen siempre esa afinidad con los puentes. —Terminó su discurso y me miró con desconfianza—. Parece un poco confusa, mademoiselle. ¿No querrá hacer ninguna tontería, no? Una mujer tan guapa como usted. En el puente.

—¡Huy, no! —le aseguré—. Además, también las personas normales pueden estar en los puentes simplemente porque les gusta mirar el río.

—Pero usted tiene unos ojos muy tristes. —No se rendía—. Y parecía que quería dejarse caer.

—¡Qué tontería! —repliqué—. Sólo estaba un poco mareada —me apresuré a añadir, y me llevé la mano a la tripa sin querer.

Oh, pardon! Excusez-moi. Mademoiselle... Madame... —Extendió las manos con un gesto de apuro—. No podía imaginar... vous-êtes... enceinte? Entonces debería tener más cuidado, si me permite decírselo. ¿Puedo acompañarla a su casa?

Sacudí la cabeza y estuve a punto de echarme a reír. No, no estaba embarazada precisamente.

Él inclinó la cabeza y sonrió con elegancia.

—¿Está segura, madame? La policía francesa está para protegerla. No se me vaya a caer... —Me miró la tripa plana—. ¿De cuántos meses está?

—Escuche, monsieur —respondí con voz firme—. No estoy embarazada y es bastante probable que tampoco lo esté en un futuro próximo. Simplemente me sentía un poco mareada, eso es todo.

Lo que no era extraño, pensé, pues a excepción de un café no había tomado nada en todo el día.

—¡Oh, madame... quiero decir, mademoiselle! —Visiblemente apurado, retrocedió un paso—. Discúlpeme, no quería ser indiscreto.

—Está bien —sollocé, esperando que se marchara.

Pero el hombre del uniforme azul oscuro no se movió. Era el típico policía de París, como los que estaba harta de ver en la Île de la Cité, donde se halla la comisaría central de Policía: alto, delgado, con buena pinta, siempre dispuesto a ligar. Era evidente que éste se había propuesto, además, convertirse en mi ángel de la guarda.

—Bueno, pues... —Me apoyé de espaldas en el pretil e intenté despedirme con una sonrisa. Un hombre mayor con gabardina pasó a nuestro lado y nos lanzó una mirada de curiosidad.

El policía se llevó dos dedos a la gorra.

—Bueno, si no puedo hacer nada más por usted...

—No, de verdad que no.

—Entonces, cuídese.

—Lo haré. —Apreté los labios y asentí un par de veces con la cabeza. Era el segundo hombre en veinticuatro horas que me decía que debía cuidarme. Alcé brevemente la mano, di media vuelta y apoyé de nuevo los codos en el muro del puente. Estudié con atención la catedral de Notre-Dame, que se alzaba como un cohete medieval en la oscuridad de la Île de la Cité.

Oí un carraspeo detrás de mí y estiré la espalda antes de girarme despacio.

—¿Sí? —dije.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó, sonriendo como George Clooney en el anuncio de Nespresso—. ¿Mademoiselle o madame?

Oh. Dios. Mío. Quería ser desgraciada un rato y un policía estaba ligando conmigo.

—Mademoiselle, ¿qué si no? —contesté, y decidí largarme de allí. Las campanas de Notre-Dame empezaron a repicar y avancé por el puente a toda prisa hacia la Île Saint-Louis.

Algunos dicen que esta pequeña islita del Sena, que está justo detrás de la Île de la Cité, más grande, y a la que sólo se accede a través de puentes, es el corazón de París. Pero este viejo corazón late muy, muy despacio. Yo iba pocas veces hasta allí y siempre me sorprendía la tranquilidad que reina en este barrio.

Cuando giré por la Rue Saint-Louis, la calle principal, en la que se alinean pequeñas tiendas y restaurantes, vi por el rabillo del ojo que una figura alta, delgada y vestida de uniforme me seguía a una distancia prudencial. Mi ángel de la guarda no se rendía. ¿Qué pensaba ese hombre? ¿Que iba a intentarlo de nuevo en el próximo puente?

Aceleré mis pasos, echando casi a correr, y abrí la puerta de la primera tienda en la que vi luz. Era una pequeña librería y cuando entré en ella tropezando no podía imaginar que ese paso iba a cambiar mi vida para siempre.

En un primer momento pensé que la librería estaba vacía. En realidad, se encontraba tan llena de libros, estanterías y mesitas que no vi al dueño, que se hallaba al fondo de la tienda, con la cabeza inclinada sobre un viejo mostrador en el que también se amontonaban volúmenes en audaces formaciones. Estaba absorto en un libro de fotografías y pasaba las páginas con sumo cuidado. Parecía tan a gusto allí, con su pelo plateado y rizado y sus gafas de media luna, que no me atreví a molestarle. Me quedé quieta en aquel nido de calor y luz amarilla, y mi corazón empezó a latir más despacio. Me arriesgué a echar una cauta mirada al exterior. Delante del escaparate, en el que estaba escrito con letras doradas algo despintadas «LIBRAIRIE CAPRICORNE PASCAL FERMIER», vi a mi ángel de la guarda mirando los libros con interés.

Solté un suspiro sin querer y el viejo librero levantó la vista de su libro y me miró sorprendido antes de subirse las gafas.

—Ah... bonsoir, mademoiselle... No la he oído entrar —dijo con amabilidad, y su bondadoso rostro de mirada inteligente y fina sonrisa me recordó a una foto de Marc Chagall en su estudio. Sólo que este hombre no tenía ningún pincel en la mano.

Bonsoir, monsieur —contesté algo apurada—. Discúlpeme, no quería asustarle.

—No, no —replicó él, y levantó las manos—. Es que pensaba que ya había cerrado. —Miró hacia la puerta, en cuya cerradura había un manojo de llaves, y sacudió la cabeza—. Cada vez se me olvidan más las cosas.

—¿Entonces ya ha cerrado? —pregunté, y avancé un paso con la esperanza de que el molesto ángel de la guarda se marchara de una vez.

—Eche un vistazo, mademoiselle. Tengo tiempo de sobra. —Sonrió—. ¿Busca algo concreto?

Busco una persona que me quiera de verdad, contesté para mis adentros. Huyo de un policía que piensa que quiero saltar por un puente y estoy haciendo como si quisiera comprar un libro. Tengo treinta y dos años y he perdido el paraguas. Me gustaría que por fin me ocurriera algo bonito.

Mis tripas sonaron sin ningún disimulo.

—No... no, nada concreto —me apresuré a decir—. Algo... agradable.

Me sonrojé. Probablemente me tomaría por una ignorante cuya capacidad de expresarse se limitaba a la polivalente palabra «agradable». Confié en que mis palabras hubieran tapado al menos los rugidos de mis tripas.

—¿Le apetece una galleta? —me preguntó monsieur Chagall.

Me puso debajo de la nariz una bandeja de plata con galletas de mantequilla y, tras un breve momento de duda, cogí una con un gesto de agradecimiento. Fue como un consuelo y mis tripas se calmaron enseguida.

—¿Sabe? Es que hoy no he comido —expliqué sin dejar de masticar. Por desgracia, soy de esas personas que se sienten obligadas a dar explicaciones de todo.

—Pasa a veces —dijo monsieur Chagall sin hacer más comentarios—. A lo mejor encuentra ahí lo que busca —añadió señalando una mesa llena de novelas.

Y lo encontré. Un cuarto de hora más tarde abandonaba la Librairie Capricorne con una bolsa de papel naranja en la que había impreso un pequeño unicornio blanco.

—Una buena elección —había dicho monsieur Chagall mientras envolvía el libro. El autor era un joven inglés y llevaba el bonito título de La sonrisa de las mujeres.

—Le va a gustar.

Asentí y busqué el dinero con la cara muy colorada, pues apenas podía ocultar mi sorpresa, lo que monsieur Chagall posiblemente tomó por un ataque de alegría anticipada ante la lectura del libro, mientras cerraba la puerta de la tienda a mis espaldas.

Cogí aire con fuerza y eché un vistazo a la calle vacía. Mi nuevo amigo policía había dejado de vigilarme. Al parecer, la probabilidad de que alguien que compra un libro se tire luego por un puente del Sena era muy pequeña desde el punto de vista estadístico.

Pero ése no era el motivo de mi sorpresa, que pronto se convirtió en excitación, aceleró mis pasos y me hizo subir a un taxi con el corazón palpitando a toda velocidad.

En el libro envuelto también en papel naranja que yo apretaba contra mi pecho como si fuera un valioso tesoro aparecía ya en la primera página una frase que me desconcertó, me intrigó, me electrizó:

La historia que quisiera contar comienza con una sonrisa. Y acaba en un pequeño restaurante con el sugerente nombre Le Temps des Cerises, que se encuentra en Saint-Germain-des-Près, allí donde late el corazón de París.

Aquélla sería la segunda noche en la que apenas dormí. Pero esta vez no fue un amante infiel lo que me robó el sueño, sino —quién iba a pensarlo de una mujer que era todo menos una apasionada de la lectura— ¡un libro! Un libro que me atrapó desde las primeras frases. Un libro que a ratos era triste y a ratos tan cómico que me hacía reír a carcajadas. Un libro que era delicioso y misterioso a la vez, pues, por muchas novelas que se lean, pocas veces va una a dar con una historia de amor en la que juega un papel importante su propio restaurante y en la que se describe a la protagonista de un modo que una cree estar mirándose en el espejo... ¡en un día que es muy, muy feliz y todo sale bien!

Cuando llegué a casa, dejé toda la ropa mojada encima del radiador y me puse un pijama suave y limpio. Preparé una jarra grande de té, me hice un par de sándwiches y escuché los mensajes del contestador. Bernadette había intentado hablar conmigo tres veces y se disculpaba por haber pisoteado mis sentimientos con la «delicadeza de un elefante».

No pude dejar de sonreír cuando oí sus palabras.

—Escucha, Aurélie, si quieres sentirte triste por ese idiota, siéntete triste, pero, por favor, no te enfades conmigo y llámame, ¿vale? ¡Pienso mucho en ti!

El enfado se me había pasado hacía tiempo. Puse la bandeja con el té, los sándwiches y mi taza favorita en la mesita de ratán que estaba junto al sofá amarillo azafrán, reflexioné un instante y le mandé a mi amiga un mensaje con estas palabras: «Querida Bernadette: ¡me da tanta rabia cuando tienes razón! ¿Vienes el miércoles por la mañana? Me alegro de tener noticias tuyas. Ahora me voy a dormir. Bises, Aurélie».

Naturalmente, lo de irme a dormir era mentira, pero todo lo demás no. Cogí el paquete de la Librairie Capricorne de la cómoda de la entrada y lo deposité con cuidado junto a la bandeja. Tenía la increíble sensación de que aquél era un paquete sorpresa muy personal.

Contuve mi curiosidad un poco más. Primero me bebí el té a pequeños sorbos, luego me comí los sándwiches, finalmente me puse de pie y cogí la manta de lana de mi dormitorio.

Era como si quisiera retrasar el momento en que todo iba a empezar.

Y luego, por fin, desenvolví el libro y lo abrí.

Si dijera ahora que las horas siguientes se pasaron volando, estaría diciendo una verdad a medias. En realidad, estaba tan concentrada en la historia que no podría decir si habían pasado una o tres o seis horas. Esa noche perdí toda noción del tiempo, me metí en la novela como los héroes de Orfeo, esa vieja película en blanco y negro de Jean Cocteau que, siendo una niña, vi una vez con mi padre. Sólo que yo no atravesé un espejo que había tocado poco antes con la palma de la mano, sino la tapa de un libro.

El tiempo se alargaba, se encogía, y luego desapareció por completo.

Yo estaba junto a ese joven inglés al que la pasión por el esquí de su colega francófilo (una complicada fractura de huesos en Verbier) lleva hasta París. Trabaja para Austin, el fabricante de automóviles, y debe ocuparse de la presentación del Mini-Cooper en Francia porque el director de márketing está de baja durante unos meses. El problema: sus conocimientos de francés son tan rudimentarios como su experiencia con los franceses y, en su desconocimiento del espíritu nacional galo, confía en que en París cualquiera (al menos la gente de la fábrica de París) domina la lengua del empire y va a cooperar con él.

Está horrorizado no sólo por la arriesgada forma de conducir de los automovilistas parisinos, que se apretujan en seis filas en las calles de dos carriles, no se interesan lo más mínimo por lo que ocurre detrás de ellos y reducen la regla de oro de la autoescuela de «retrovisor interior, retrovisor exterior, arrancar» a simplemente «arrancar», sino también por el hecho de que el francés medio no repara los golpes y arañazos y no se impresiona ante lemas publicitarios como Mini, it’s like falling in love porque prefiere hacer el amor con las mujeres que con los coches.

Invita a bellas francesas a comer y casi le da un infarto cuando éstas, exclamando «ah, comme j’ai faim!», piden el menú completo (y más caro) pero luego sólo pinchan tres veces en la salade au chèvre, se acercan tres veces el tenedor a la boca con el boeuf bourguignon y toman dos cucharadas de la crème brûlée, antes de dejar caer los cubiertos con elegancia sobre los restos de comida en el plato.

Ningún francés sabe lo que es hacer cola y nadie habla aquí sobre el tiempo. ¿Por qué? Hay temas más interesantes. Y apenas existen tabúes. Quieren saber por qué en mitad de la treintena todavía no tiene hijos («¿En serio ninguno? ¿Ni siquiera uno? Zéro?»), qué piensa de la política de los americanos en Afganistán, del trabajo infantil en India, si no son très hexagonale las obras de arte de cáñamo y poliestireno de Vladimir Wroscht en la galería La Borg (no conoce ni al artista ni la galería, ni siquiera el significado de la palabra «hexagonal»), si está satisfecho con su vida sexual y qué le parece que las mujeres se tiñan el vello púbico.

En otras palabras: nuestro héroe va de desmayo en desmayo.

Es el típico gentleman inglés que apenas habla. Y de pronto tiene que discutir todo. Y en todos los sitios posibles e imposibles. En la oficina, en el café, en el ascensor (cuatro pisos bastan para un acalorado debate sobre la quema de coches en los Banlieue, los suburbios de París), en los servicios de caballeros (¿es buena o mala la globalización?) y, naturalmente, en el taxi, pues, a diferencia de sus colegas de Londres, los taxistas franceses tienen una opinión (que también manifiestan) sobre cada tema y al viajero no se le permite quedarse absorto en sus propios pensamientos tras la mampara de cristal.

¡Tiene que decir algo!

Al final, el inglés se lo toma con humor británico. Y cuando después de algunos errores y extravíos se enamora de pronto de Sophie, un atractiva y caprichosa joven, el understatement inglés choca con la complejidad francesa y provoca numerosas confusiones y malentendidos. Hasta que al final todo acaba en una maravillosa entente cordiale. Si bien no en un Mini, sino en un pequeño restaurante llamado Le Temps des Cerises. Con manteles de cuadros rojos y blancos. En la Rue Princesse.

¡Mi restaurante! De eso no cabía la menor duda.

Cerré el libro. Eran las seis de la mañana y volvía a pensar que el amor era posible. Había leído 320 páginas y no estaba ni siquiera un poco cansada. Esa novela era como un viaje sumamente estimulante a otro mundo... aunque ese mundo me resultaba extrañamente conocido.

Si un inglés podía describir con tanto detalle un restaurante que, a diferencia de otros como La Coupole o la Brasserie Lipp, no aparecía en todas las guías, era porque había estado en él alguna vez.

Y cuando la protagonista de una novela se parece tanto a una misma, hasta en ese delicado vestido de seda verde oscuro que cuelga en su armario y el collar de perlas con el grueso camafeo ovalado que le han regalado al cumplir dieciocho años, o bien es una increíble casualidad o es que ese hombre ha visto alguna vez a esa mujer.

Pero si esa mujer encuentra precisamente ese libro entre cientos de libros en una librería en uno de los días más desgraciados de su vida, entonces eso ya no era ninguna casualidad. Era el destino el que me estaba hablando. Pero ¿qué me quería decir?

Pensativa, di la vuelta al libro y me quedé mirando la foto de un hombre de aspecto simpático, con el pelo rubio y corto y ojos azules, que estaba sentado en un banco de un parque inglés cualquiera, con los brazos elegantemente estirados por el respaldo, y que me sonreía.

Cerré los ojos un instante y pensé si había visto alguna vez ese rostro, esa sonrisa juvenil que desarmaría a cualquiera. Pero por mucho que rebusqué en los cajones de mi memoria no lo encontré.

Tampoco el nombre del autor me decía nada: Robert Miller.

No conocía a ningún Robert Miller, en realidad, no conocía a ningún inglés... excepto a los turistas ingleses que de vez en cuando llegaban desorientados hasta mi restaurante y a ese alumno de intercambio inglés de mi época del colegio que era de Gales y con su pelo rojo y sus numerosas pecas se parecía tanto al amigo de Flipper, el delfín.

Leí con atención la breve biografía del autor.

Robert Miller trabajaba como ingeniero para una importante empresa de automoción inglesa antes de escribir La sonrisa de las mujeres, su primera novela. Adora los coches antiguos, París y la comida francesa, y vive con su yorkshire terrier, Rocky, en un cottage en las proximidades de Londres.

—¿Quién eres, Robert Miller? —dije a media voz, y mi mirada regresó al hombre del banco del parque—. ¿Quién eres? ¿Y de qué me conoces?

Y de pronto empezó a crecer en mi mente una idea que cada vez me gustaba más.

Quería conocer a ese escritor que no sólo me había devuelto las ganas de vivir en una de las horas más oscuras de mi vida, sino que además parecía estar relacionado conmigo de alguna enigmática forma. Le escribiría. Le daría las gracias. Y luego le invitaría a una encantadora velada en mi restaurante y averiguaría qué significaba aquella novela.

Me incorporé y puse el dedo índice en el pecho de Robert Miller, que a lo mejor en ese momento había sacado a pasear a su pequeño perro en algún lugar de los Cotswolds.

—¡Hasta la vista, míster Miller!

Míster Miller me sonrió y, curiosamente, no dudé ni un instante en que iba a conocer a mi nuevo (¡y único!) escritor favorito.

Cómo podía haber imaginado que precisamente ese autor odiaba la publicidad.