Cuando Charo se echó a llorar, Carvalho se dio cuenta de que habían pasado siete años y probablemente ella no era la misma persona. La Charo de antes hubiera llorado vencida por las lágrimas, la Charo de ahora las interpretaba, las sentía pero las interpretaba en el marco de una dramaturgia previamente imaginada. El escenario era el de siempre, el despacho de Carvalho, Biscuter también era el mismo. Carvalho no se había permitido la más mínima automodificación en los últimos treinta años. Charo. Charo sí había cambiado. Aunque cuando se marchó en 1992 ya no era una muchacha, lo parecía, pero ahora podía pasar por una señora acomodada que regresa de una larga ausencia en la que cambió de estatus y de silueta. Algo más gruesa. No mucho más. Quizá el óvalo de la cara se había redondeado, tenía más mejillas que pómulos, menos ojeras, como si hubiera reposado siete años del cansancio de toda una puta vida, en su caso, nunca mejor dicho.
—Qué guapa está.
Declamó Biscuter que sí lloraba, como siempre, por los ojos y por la punta de la nariz. Ahora los dos contemplaban a Carvalho regalándole o demandándole una emocionalidad que no sentía. Necesitaba quedarse a solas con Charo para saber si realmente ansiaba aquel reencuentro. Recuperar un espacio para los dos por si acudían los actos reflejos del pasado y Charo volvía a ser necesaria. Pero le molestaba Biscuter como testigo y a la vez director escénico que le apuntaba el papel. Charo le señaló buscando la complicidad de Biscuter.
—Como si hubiera llegado una prima del pueblo.
—El jefe lo siente, pero es muy suyo.
Por un momento Carvalho pensó decir algo que ayudara a crear un clima de efemérides, bienvenida a casa, por ejemplo, pero fue rechazando fórmulas líricas y épicas y estuvo a punto de echarse a reír cuando se le ocurrió decir: desde estas paredes te contemplan siete años de soledad. Afortunadamente se contuvo y finalmente coordinó sonidos y silencios lo suficiente para decir:
—¿Cuándo regresas a Andorra?
Fue estupor lo que se intercambiaron las miradas de Charo y Biscuter.
—¡Me está echando!
Biscuter dio un manotazo en el aire como tratando de recoger las palabras para que las de Carvalho no llegaran a los oídos de Charo y viceversa. Pero ya era inútil. Ha sido un malentendido, pensó Carvalho, y debo aclararlo, pero le molestaba verse en la obligación de aclararlo y prefirió dar las gracias por algo.
—Gracias por el radiocasete que me enviaste hace unos años.
—En Andorra salen muy baratos.
Tenía que sacrificar a Biscuter para poder hablar con Charo.
—Necesito que vayas a la gestoría Fuster para que te den unos papeles que yo no puedo pasar a buscar.
El gozo volvió a las facciones de Biscuter, convencido de que a solas Carvalho y Charo volverían a encontrarse, y en dos minutos se despidió y se marchó, dejando en la mejilla izquierda de Charo un beso, succionador, de hocico más que de boca humana, y la mujer se puso en pie, se alisó la falda sobre los muslos y los dos hombres se prepararon para el mutis. Charo tomó el bolso y luego se encaró con Carvalho, fue a por él, le cogió por un brazo, lo atrajo hacia sí y le besó en los labios superficial pero húmeda, densa, ruidosamente. El beso había sonado. Hombre y mujer se miraban. El golpe de la puerta al cerrarse tras Biscuter separó a la pareja, como si los dos cuerpos recelaran de permanecer tan juntos en soledad.
—¿Todavía me quieres?
Carvalho no contestó. Pensaba si alguna vez le había dicho a Charo: te quiero. No. Nunca se lo había dicho. Ella no respetó el silencio.
—Yo te sigo queriendo. Eres el hombre de mi vida.
Carvalho fue a por su sillón giratorio y se escondió en él mientras la mujer examinaba uno por uno todos los detalles de la habitación. Se le divirtieron los ojos cuando censó el fax en el inventario.
—Todo está igual, menos el fax. Te modernizas.
—Biscuter se moderniza. Yo no tengo por qué hacerlo. No creo en la modernización. Todo es siempre moderno. Hoy es un día más moderno que el de ayer. Mañana, no te digo. Te veo muy moderna, por cierto.
—¿Más que antes?
—No es cosa de referencias, insisto. Pero te veo muy moderna. Se puede ser moderna, como todo el mundo, muy moderna o modernísima, y no me pidas un ejemplo porque no se me ocurre. Estoy improvisando.
Se ha sentado Charo y narra siete años de su vida. Me fui arrastrándome, Pepe, porque tu encoñamiento con aquella francesa me reveló cuán poco te interesaba. En Andorra no tenía contactos, menos el de Quimet, un notario de Barcelona con residencia andorrana, y ya aquí, desde hace años, era mi cliente todos los días de San Esteban, cuando le cogía la modorra del segundo banquete de Navidad, pretextaba que le había llamado el presidente Pujol, dejaba a la familia y se venía conmigo. Un caballero. Mejor aún, una persona. No te rías por lo de Pujol. Quimet es muy catalanista y ya de adolescente subía montañas con el presidente de la Generalitat. Eran catalanistas, católicos y excursionistas. En Andorra me echó una mano y me consiguió un trabajo como recepcionista de hotel y para mí fue la hostia, Pepe, porque de la noche a la mañana trabajaba en plan normal y ya no tenía que abrirme de piernas para comprarme Poison de Dior o para tomarme una tortilla a la francesa con mucho perejil. Luego Quimet me hizo socia en lo del hotel, pero ya en plan de medio mestressa[1] y así fueron pasando los días, los años. Te envié un radiocasete. Algunas cartas, que tú no contestaste, como si gozaras con tu libertad, con haberte librado de mí. Pero Biscuter me animaba cuando hablábamos por teléfono: No te desanimes, que te quiere, Charo. Por lo visto, Biscuter y Charo se tuteaban, una modernización más. Ya apenas quedaba relato para desembocar en el presente. Carvalho levantó las cejas y quedó a la espera de las palabras, pero ella permaneció en silencio contemplándolo con progresivo, embarazante cariño.
—¿Y bien?
—Y bien ¿qué?
—Me envías una nota, te vas y no apareces durante siete años, lo lógico es que te pregunte: ¿Y bien?
—¿Leíste la nota?
Carvalho ha abierto un cajón. Sabe el lugar exacto donde guarda la nota y hace ademán de recuperarla pero se contiene.
—La leí.
—¿La conservas?
—No creo.
—Ya no tengo clientes. Quimet es un amigo. Un amigo importante, pero no es propiamente mi hombre. Sólo tengo un hombre en mi vida y ese hombre eres tú. No tienes buen aspecto.
Había emitido su crítica con la voz más tierna que había encontrado y Carvalho creyó oír que hablaba del paso del tiempo, de que ya somos mayores, de que aunque tú no lo sepas yo ya he cumplido mis años, una plática que le incomodaba, que le retorcía la columna vertebral y le empujaba a saltar del asiento, pero no quería volver a la frialdad de los primeros minutos y escuchó pacientemente la reflexión filosófica de Charo sobre el paso del tiempo.
—Y un día le dije: Quimet, aquí estoy muy bien considerada y me gano la vida. Pero no puedo vivir sin Barcelona y sin mi Pepe, porque él sabe todo lo nuestro.
—En Andorra, ¿cómo podía cumplir el rito de San Esteban? No se puede dejar a la familia en la mesa e irse a Andorra.
—Ya no celebran el día de San Esteban porque se murieron los suegros, que eran muy viejecitos, los hijos han formado nuevas familias y Quimet y su mujer no se pueden ver ni en el ascensor.
—¿Se ha separado?
Charo necesitó toda la cabeza y mucho espacio para negar aquella posibilidad. No. El presidente Pujol le pidió, como un favor personal, que no diera ese escándalo político.
—Resumiendo, Pepe. He vuelto a Barcelona y Quimet me ha puesto un negocio.
—¿Un estanco?
Ahora Charo no quería enfadarse y se dedicó a desacreditar los negocios relacionados con el tabaco. Cada vez se fumará menos. Quimet ha trabajado en un plan catalán antitabaco que va a superar al de los norteamericanos. Tiene un lema precioso: Som sis milions però cap fumador.[2] Pasó por alto la mujer que Carvalho escogiera el momento para encender un puro Hoyo de Monterrey que sacó casi encendido del cajón y recuperó los andares mientras sacaba del bolso una tarjeta de visita.
—Me ha puesto una boutique de dietética alimentaria y cosmética biótica. Mis señas. No rompas la tarjeta. He pensado en ti. Te haces viejo. No tienes porvenir, ni dinero suficiente para vivir el poco porvenir que te queda. Quimet puede ayudarte. Ya lo hemos hablado.
Ahora Charo, impetuosa y volcada sobre la mesa, le metió la lengua en la boca, como orientándose o reconociendo los recuperados rincones de la cavidad, y en sus ojos había promesas cuando se retiró de espaldas hasta la puerta.
—Pepe, aún podemos ser felices y solucionar los problemas, tener donde caernos muertos.
—¿A ti te interesa dónde te vas a caer muerta?
—Me interesa el cómo y ahí interviene el pensar en el futuro.
—Pensar en la muerte no es precisamente pensar en el futuro.
—¿Cómo vas a envejecer tú, Pepiño? Yo me hice la misma pregunta ante el espejo de mi habitación del hotel de Andorra: ¿cómo vas a envejecer tú, Charo? Una cosa es morirte de frío por no tener ni un duro y otra cosa es además llevar el frío dentro por no tener ni un afecto, ni siquiera la propia estimación. ¿Quién te quiere a ti, Pepe? ¿Te guardas autoestima?
Autoestima. El lenguaje de Charo había mejorado. Autoestima. Siempre había hablado bonito pero popular, jamás se había atrevido a pronunciar en su presencia palabras como autoestima. Sería una palabra inculcada por el Quimet ese.
—¿Quimet siente mucha autoestima?
—Se la merece. Se lo debe casi todo a sí mismo. Quimet es un hombre importante en Cataluña, de los que «hacen país», aunque casi nunca aparece en primer plano. Gracias a él pude tirar adelante y ahora vuelvo porque me ha ayudado a montar ese pequeño negocio y ya me siento segura de mí misma. ¿Puedes decir tú lo mismo de ti?
Charo pertenecía pues a dos sectas, la de la Teología de la Alimentación y la de la Teología de la Seguridad.
—¿Qué relaciones tienes con la OTAN?
—¿Qué tiene que ver la OTAN con los alimentos biológicos?
—Sólo puedes sentirte segura si tienes buena relación con la OTAN.
—No te entiendo. Me parece que te quieres quedar conmigo, pero comprendo que unos minutos no compensan siete años. Sólo quiero que te grabes una cosa en la cabeza: Quimet me ha ayudado y quiere ayudarte a ti.
No le dio tiempo a organizar un sarcasmo verbal, ni siquiera gestual. Charo, ligerísima, dejó una tarjeta de visita sobre la mesa, le dio la espalda y, desde la puerta, la espalda de la mujer le habló.
—Tendrás noticias mías.
Cuando Carvalho asumió que volvía a estar a solas, que tenía una tarjeta de Charo en la mano y una erección entre las piernas, de pronto el fax se puso en marcha.
Comprendo que no es responsable de lo que se dice de usted, pero no ignorará que lo han convertido en héroe social o antihéroe para más exactitud. Me sorprendió su sorpresa, pero usted debe estar acostumbrado a que le paren por la calle y le pidan un autógrafo. No me atreví a pedírselo yo y le envié a mi hijo mayor para que lo hiciera. Yo estaba muy cerca para decirle: Mira, es aquel señor, y comprendí que a usted no le gustaba la demanda, por el gesto y por la dedicatoria, en la que no decía casi nada, pero la acompañaba con una firma desmesurada. «Para complacer al cliente...», escribió. Definición. CLIENTE: respecto del que ejerce alguna profesión, persona que utiliza sus servicios. Respecto de un comerciante, comprador habitual. Me consta que no le hacen falta las definiciones, eso lo hace más lamentable, es de suponer que usted sabe lo que dice. Pues sí, estoy ofendida, el término me parece incorrecto, un cliente devuelve el género cuando no le satisface y yo, sin embargo, guardo con cariño su autógrafo, porque en cierta ocasión descubrí que Pepe Carvalho era un ser humano, que puede equivocarse y que por eso tiene, quizá, más mérito todo cuanto hace bien, muy bien, «divinamente». Y lo comprendí a pesar de que la experiencia, lejana, que compartimos, no me pareció demasiado humana, por su parte, ¿o la falta de humanidad o de madurez debo atribuírmela yo sola?
No siempre soy yo la que está pendiente de lo que usted hace. Todos a mi alrededor, mi marido y mis dos hijos son mi alrededor fundamental, conocen la afición que le tengo, por ello frecuentemente me tienen al corriente de lo que se dice de usted, personaje del que muchos hablan y pocos conocen. Para que vea que soy generosa, le diré que no sólo estoy ofendida por mí, también lo estoy por usted. No creo, en absoluto, que sea un «comerciante» (el comerciante compra para vender, El Corte Inglés, por ejemplo), ni que ser un detective privado sea una «profesión» o al menos una profesión solvente. Bueno, ya veo que he empezado a bajar la guardia, se deberá, seguro, a la «afición desordenada» que le tengo. De cualquier modo, ahora cada vez que contemplo el autógrafo y veo el tamaño de su firma me entristezco. Conmover no, conmoción sí; cuanto usted me sugiere es siempre así de exagerado.
Pienso que debo aclararle que he perseguido su dirección (electrónica, telefónica, postal...) por todas partes, por lo que cabe dentro de lo posible que, desde algún medio, le den cuenta de ello. Y todo para descubrir que usted está donde estaba cuando le conocí. No sé por qué me extrañó que usted no contase con e-mail (en la búsqueda no se libró ni Internet); en realidad, dadas sus circunstancias, era más fácil pensar que su medio de comunicación estaría más cerca del tam-tam, por lo que tiene de mágico, arcano. En fin es obvio que yo le adoro. No tiene más remedio que cargar con esa responsabilidad, le ha tocado.
MORGANA (la Bruja)
Nada más acabar la lectura no reprimió la tentación de los ojos de indagar el fax emisor, unas siglas, «SP Asociados» y un número de telefax que a Carvalho no le interesaba retener. No quería contestar. No quería intrigarse por la personalidad de la corresponsal de sí misma, ni preocuparse por la supuesta «... experiencia, lejana, que compartimos»: La Morgana legendaria de la leyenda artúrica no había sido propiamente una bruja, era una hada sin cursilerías o quizá una hada y una bruja sean el blanco y el negro de la misma transgresión. Se imaginó a la bruja vieja y gorda, cúbica, una casada frustrada y letraherida en busca de héroes de papel ya que no podía obtenerlos de carne y hueso. Al fin y al cabo la prensa había hablado alguna vez de sus investigaciones, pero entre Carvalho y Julio Iglesias habitaban millones de héroes de papel que se merecían que una vaca fofa y neurótica les enviara un fax. Se sorprendió de no querer romper el mensaje. También de meterlo en el cajón que podía cerrar con llave, como protegiéndolo de miradas indiscretas, que no podían ser otras que las de Biscuter. No quería recordar todas las experiencias compartidas con mujeres y sólo las más dotadas para la fabulación y la sintaxis podían hacerse responsables de la carta.
Salió a la calle con el malhumor aplazado en un rincón de su cerebro, no tan aplazado como creía porque de vez en cuando se detenía para preguntarse: ¿Por qué estás de mala leche?, y no tardaba en responderse: La tía del fax. Con la tarjeta de Charo entre los dedos buscó el emplazamiento de su boutique de dietética y cosmética biótica situada en la Vila Olímpica, y Carvalho encaminó hacia allí sus pasos en un deseo de releer la ciudad, de reconciliarse con la voluntad de Barcelona de convertirse en una ciudad pasteurizada y en olor a gamba de las frituras que salían de la metástasis de los restaurantes de la Vila Olímpica. No habrá suficientes gambas en los mares de este mundo para todas las que se cocinan en Barcelona y así cambiar el aroma de pólvora, axila e ingle de la ciudad de los pecados por el de una mezcla de ambipur de pino y gambas a la plancha. Todas las metáforas de la ciudad se habían hecho inservibles: ya no era la ciudad viuda, viuda de poder, porque lo tenía desde las instituciones autonómicas; tampoco la rosa de fuego de los anarquistas, porque la burguesía había vencido definitivamente por el procedimiento de cambiar de nombre; ahora se llamaba «sector emergente» y ¿cómo se puede poner una bomba o montar una barricada al «sector emergente»? Barcelona se había convertido en una ciudad hermosa pero sin alma, como algunas estatuas, o tal vez tenía una alma nueva que Carvalho perseguía en sus paseos hasta admitir que tal vez la edad ya no le dejaba descubrir el espíritu de los nuevos tiempos, el espíritu de lo que algunos pedantes llamaban «la posmodernidad» y que Carvalho pensaba era un tiempo tonto entre dos tiempos trágicos. Pero estaba reenamorándose de su ciudad y especialmente debía reprimir la tendencia a la satisfacción cuando bajaba por las Rambles, desembocaba en el puerto y al borde del Molí de la Fusta comenzaba un recorrido junto al mar en busca de la Barceloneta y la Vila Olímpica. A pesar de las nuevas construcciones de centros comerciales y lúdicos, el mar le pertenecía, por fin se integraba como uno de los cuatro elementos de la ciudad: Gaudí, las gambas a la plancha, la torre de comunicaciones de un tal Foster que tenía avión privado y estaba casado con una sexóloga española y el mar. Quimet había ubicado el negocio de Charo en una de las naves mal comercializadas del centro de negocios del Port Nou, a la sombra de la Torre de les Arts. Estaban acabando las obras de acondicionamiento y permaneció a una prudente distancia para observar cómo se movía Charo entre ebanistas y electricistas, con unos planos en una mano, la otra sobre la osamenta de la cadera izquierda de unos pantalones tejanos muy bien llenos. Por un instante la edad de Charo le pasó por el centro del cerebro como un rótulo en movimiento, pero se negó a leerlo. Seguía teniendo silueta de muchacha aunque se le había redondeado la cara y era evidente el teñido de sus cabellos blancos, transmutados en el caoba de moda en muchas cabezas femeninas. En las playas cercanas que crecían a su izquierda hacia la escollera, las playas de su infancia, y hacia el Maresme a su derecha, la Copacabana barcelonesa heredada de los Juegos Olímpicos, los cuerpos consumían Mediterráneo y sol gratis, y entre esos cuerpos evocaba la silueta grácil de la Charo que había conocido, para convenir que la actual Charo llenaría más los biquinis, más y bien, y sería necesario acercarse mucho a ella para verle el tango o el bolero de una vida en el rostro. No quería ser sorprendido en su condición de voyeur, pero cuando dio la vuelta se topó con un hombre delgadito, de reducidas proporciones, canoso, supervestido, encarnación de lo pulcro, que olía demasiado bien y le miraba con ojos excesivamente perspicaces.
—¿Carvalho, supongo?
Original el hombre, pensó, pero no se entregó a su curiosidad, incluso dio un paso atrás para aumentar la distancia hacia la mano que se le tendía.
—Joaquim Rigalt i Mataplana, aunque Charo le habrá hablado de mí como Quimet.
Se lo imaginaba más alto, más gordo, más anodino, más obvio, pero tuvo que darle la mano mientras le estudiaba.
—¿Ha quedado citado con Charo?
—No exactamente.
—Pero es una magnífica oportunidad de que nos veamos los tres.
Iba a poner reparos, pero Charo los había visto y corría hacia ellos con la sonrisa franca, aunque los ojos ya estaban estudiando el continente de Carvalho y le pedían por favor que la ayudara. Besó en la mejilla a Carvalho, le dio la mano a Quimet, mientras miraba a derecha e izquierda por si su gesto era observado. Retuvo Carvalho la gestual prudencia de la mujer y se dejó llevar hasta el Port Nou para tomar una copa en una coctelería que olía a gamba como todo lo demás, mientras ponían al día el triángulo. Quimet dejaba que ella hablara para crear un ámbito propicio a los tres y Carvalho fingía escuchar mientras consideraba qué le iban a pedir y qué podía pedir a aquellas horas de la mañana: un dry martini con gamba. Recuperó la palabra.
Quimet en su condición de Joaquim Rigalt i Mataplana, socio de doña Rosario, Charo para los amigos, en la explotación de Bio-Charo, un negocio más de los muchos que tenía, para el que había contado con una experta.
—Hay que diversificar el riesgo.
Guiñó el ojo a Carvalho y no fue correspondido. Luego se inclinó hacia él y le preguntó con voz de tenor lírico:
—¿Qué piensa usted de Cataluña?
—¿A quién se refiere?
—A Cataluña.
—No acabo de entender su pregunta. ¿Quién es Cataluña? Una entidad geográfica, administrativa, emblemática, simbólica...
—Nacional. Cataluña es una nación.
—No lo pongo en duda. Un sujeto colectivo, vamos, colectivo y virtual. Usted también es una nación. Todos son una nación. Lo que tengo muy claro es que yo no soy una nación. Bastante me cuesta ser un individuo y no confío en los pueblos. Los individuos pueden tener compasión, los pueblos no. Ser una nación me complicaría demasiado la vida. Pero adoro las naciones de los otros.
Charo le aplaudió con los ojos.
—Empezamos bien, Carvalho. Pero anem per feina,[3] no desperdiciemos el tiempo. ¿Cómo le va su trabajo como detective privado?
—Son malos tiempos. La globalización nos ha afectado mucho. Las multinacionales controlan el negocio de las policías privadas y los detectives artesanos empezamos a ser considerados como una curiosidad antropológica. Nunca ha habido tanta Teología de la Seguridad ni tanto chorizo y asesino en el mercado, pero la competencia de las multinacionales de la represión es desleal. Lo de la OTAN ya no tiene nombre. Ahora bombardean con misiles inteligentes, pero en el futuro van a detener y encarcelar con imanes sensibles a la carne humana vencida y a distancia.
—Es decir, no le va bien.
Carvalho se encogió de hombros y Quimet se consideró dueño del escenario.
—¿Qué piensa usted de los servicios de información?
—¿Se refiere usted a la CIA, al KGB, al CESID y todo eso?
—Me está usted hablando de entidades concretas marcadas por circunstancias históricas concretas: la guerra fría o la transición democrática española. Me refiero a los servicios de información del futuro, a una nueva concepción de servicios de información adecuados a nuevas estrategias, a nuevas expansiones, a la nueva conflictividad regional de la globalización. El problema del espía moderno al servicio de las grandes potencias es saber a quién espiar. En cambio, el espía posmoderno al servicio de nuevos centros de poder fragmentarios ha de espiarlo todo. Usted perteneció a la CIA o al menos eso se dice, ¿perteneció usted a la CIA?
—Hace tanto tiempo que es tan probable como improbable.
—En cualquier caso retiene una experiencia que puede sernos muy valiosa.
—¿A quién?
—A Cataluña.
Los ojos de Carvalho divagaron hacia una tienda de productos de espionaje que se abría al pie de la Torre de les Arts y Charo le siguió la mirada para después atrapársela e insistir en su demanda de moderación, de atención, que lo hiciera por ella, que no se precipitara. Carvalho se recostó en el respaldo de la silla para oír el razonamiento de Quimet sobre la necesidad de que Cataluña tuviera su propio servicio de información.
—Nos consta que están operando en nuestro territorio no sólo los servicios de información del Estado español o los de Francia, e incluso enviados de la Padania de Bossi, sino también los que se han constituido en otras comunidades autónomas, muy especialmente en el País Vasco, donde el PNV ha dispuesto de servicios de información desde hace más de cincuenta años, cuando Irala y Galíndez colaboraban con los norteamericanos.
—¿Qué espían los vascos a los catalanes?
—Les interesa saber qué espiamos nosotros.
—De seguir con esta lógica, sin duda, todo el mundo tendrá que espiar a todo el mundo para saber qué espía.
—No lo reduzca al absurdo. Es probable que esa situación acabe por cuajar. Pero, en el terreno de lo concreto, nosotros hemos detectado la actuación de espías al servicio de poderosos grupos de presión económicos que podrían desvirtuar la idea misma de Cataluña: ¿Ha oído usted hablar de «Región Pius»?
—No lo suficiente.
—No es el momento, pero le adelanto que estamos ante una conspiración diabólica de la internacional popular, de la internacional socialista, en respaldo del nacionalismo español, aliadas con poderosos sectores financieros para crear una nueva entidad regional multinacional que pueda competir con y arruinar incluso la identidad de Cataluña: la creación de un poderoso triángulo económico Toulouse-Barcelona-Milán que pasará por encima de los límites emocionales y nacionales de Cataluña. A eso se le llama Región Pius. El gobierno francés y el italiano colaborarían con el español en el proyecto con tal de arruinar el potencial escisionista de la Padania de Bossi y de la Cataluña Norte, por no mentar ya lo que sería una reivindicación occitana. Ni la Padania de Bossi existe, ni Occitania tiene posibilidad de emerger, pero Cataluña es y está, es y está en peligro. Lo que no consiguió el franquismo puede conseguirlo el economicismo apátrida. De prosperar, esa nueva base y territorio de intereses económicos puede inutilizar la idea misma de Cataluña. Destruir nuestra identidad. ¿Cómo podemos sentirnos miembros de un triángulo? ¿Vamos a inaugurar el patriotismo geométrico? Necesitamos hombres como usted, Carvalho.
Ahora era el detective el que escrutaba a Charo para que le ratificara las buenas intenciones de Quimet. ¿Se está quedando conmigo? ¿Es un vacileta? Y los ojos de Charo le contestaban: No. Va en serio, por favor aguanta. Quimet le tendía una tarjeta.
—Acuda a esta dirección y piense que las apariencias engañan. Cuando llegue enseñe la tarjeta y diga simplemente: De bon matí quan els estels es ponen...[4]
—¿No lo podríamos dejar en: Patufet, on ets? [5]
Los ojos de Charo le estaban riñendo. Quimet reía. En la tarjeta se anunciaba otra tienda, ésta de biodietética y salud llamada: «Lluquet i Rovelló.» Pretextó una urgencia y dejó a los dos socios sacando conclusiones. Era la hora del almuerzo y quiso localizar La Estrella de Plata, donde se servían tapas vanguardistas ideadas por un tal Dídac López, tapas milenaristas. Dejó la Villa Olímpica entregada a sus ciclistas, a sus bañistas tan partidarios del mar como de lo gratis y sus restaurantes de gambas, con la excepción del Talaia, donde se podía comer una síntesis de la nueva cocina metafísica de Ferran Adrià y neococina étnico-mediterránea, y marchó en dirección al Pla del Palau. Tuvo que luchar como en sus mejores tiempos de karateka para conseguir un lugar en la barra de La Estrella de Plata y pedir un repertorio de un corazón de alcachofa con un huevo de codorniz y caviar o un buñuelo de flor de calabacín relleno de foiegras homologado. Si bien cuatro canapés exquisitos le habían abierto el apetito, al mismo tiempo le impedían seguir agrediendo su mezquina economía planteándose siquiera una comida modesta. Ya no se trataba de ahorrar para la vejez, sino de ahorrar insuficientemente para la nada. Una reciente consulta de sus finanzas le arrojaba el balance de diez millones de pesetas que a plazo fijo le rendían quince mil pesetas al mes. Eso era todo lo que tenía, a no ser que se vendiera la casa de Vallvidrera y se fuera a vivir bajo un puente con las quince mil pesetas de renta mensual. Así que se lió el presupuesto a la cabeza y marchó hacia el restaurante Sr. Parellada, donde Ramón, en otro tiempo héroe del rock catalán y ahora responsable también de la Fonda Europa de Granollers, le hacía precios especiales o al menos le invitaba a una copa. Quería comer cocina catalana, empezar a identificarse totalmente con la causa y pidió escudella barrejada[6] y peus de porc amb cargols,[7] consciente de que la escudella barrejada es la resaca de las mejores escudellas, los restos de sus esplendores y que los pies de cerdo con caracoles son anticalóricos y nulos portadores del colesterol.
—¿Algún caso entre manos?
Preguntó Ramón antes del postre de rodajas de naranja al jugo de naranja con fragmentos de corteza confitada.
—Debo terminar de encontrar al asesino del testigo de Luzbel. No sabe usted en qué lío me he metido. No creo en la religión verdadera y me meto en una religión falsa. Por otra parte puedo tener otro caso mayestático: salvar una nación.
—¿Qué nación?
—No tiene el nombre puesto al día. Una nación errante por el desierto durante siglos acaba perdiendo hasta el nombre.