Santos barajó las carpetas distraídamente. El fingimiento de alguna actividad le disculpaba de saludar uno por uno a los que iban llegando.
—Éstas se quedaron compuestas y sin novio en la última reunión.
La secretaria le enseñaba un montón de carpetas despechadas, apiladas en un canto de la mesa mostrador, llena de ficheros y carpetas frescas donde los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España encontrarían el orden del día, el esqueleto del informe político del secretario general y la intervención completa del responsable de Movimiento Obrero.
—En mis tiempos se daba la vida por ser miembro del Comité Central y hoy se regatean fines de semana.
Santos sonrió a Julián Mir, responsable del servicio de orden.
—No cambio estos tiempos por aquéllos.
—No, Santos, yo tampoco, pero me da coraje la falta de consideración de algunos camaradas. Hay quien se tira setecientos kilómetros en un tren para venir a la reunión y hay quien se queda en Argüelles a media hora de taxi.
—Bueno, ¿qué hago con las carpetas de los que no vinieron a la reunión anterior?
—Júntalas con las de ahora.
La muchacha obedeció la decisión de Santos y Julián Mir volvió a su condición de responsable de orden, examinando con ojos de experto las entradas y salidas de sus subordinados, identificables por el brazalete rojo:
—Un día tendremos un disgusto. No me gusta este sitio.
Santos secundó el malhumor crítico de Mir con un cabeceo ambiguo que igual podía darle la razón como quitársela. Era el mismo cabeceo que venía utilizando con Mir desde los tiempos del Quinto Regimiento. A Julián no le gustaban las sombras del atardecer preñadas, al parecer, de soldados de Franco. Ni las luces del amanecer abriendo caminos a la vanguardia de los Regulares. Como luego no le gustarían nada, pero es que nada, los boscajes del Tarn, boscajes hechos ya en el pleistoceno a la medida de las patrullas alemanas. No le gustaron luego las acciones que le encargaron en el interior, pero las realizaba con la desdeñosa seguridad de un héroe del Far West.
—¿Muchas dificultades?
—Cuatro fachas muertos de miedo.
Contestaba invariablemente Mir a la vuelta de cada una de sus expediciones a la España franquista. Siempre había sido así. Probablemente ya nació así, pensó Santos, sorprendido de pronto ante la evidencia de que Julián Mir había nacido algún día, hacía mucho tiempo, demasiado tiempo, acumulado ahora en sus cabellos tan duros como blancos, en su musculatura de viejo atlético, ya demasiado responsable de una cara de pollo peleón.
—No me gusta este sitio.
—Y dale. ¿Dónde quieres reunir al Comité Central?
—Menos locales por ahí muertos de risa. De eso me quejo. Y un buen local central como tienen todos los partidos comunistas con cara y ojos. ¿Tú crees que hay derecho? Aquí mismo se celebró ayer una convención de los anabaptistas de la base de Torrejón de Ardoz. Y mira aquel panel. ¿Qué pone allí?
—Tendría que ponerme las gafas para verlo.
—Pues vaya. Desde que te has vuelto un chupatintas del partido pierdes facultades. Yo lo leo muy bien: conferencia «La senda del espíritu en el camino del cuerpo», por el yogui Sundra Bashuartï. Eso lo hicieron aquí ayer. Yo ya no sé si esto es una reunión del Comité Central o una concentración de faquires. Los comunistas en un hotel, como si fuéramos turistas o vendedores de ropa interior.
—Tienes el día.
—Y un día se nos va a colar un comando de fachas disfrazados de orquesta tropical, porque de vez en cuando se oye la música del salón de baile.
—Es música ambiental.
Santos abandonó a Mir a su mala suerte para recibir un frenético abrazo del camarada alcalde de Liñán de la Frontera. No había perdido facultades. La memoria de Santos seguía siendo arcilla fresca donde quedaban grabados todos los rostros del partido y sus brazos seguían respondiendo con desesperado herculismo a los abrazos soviéticos con que los camaradas más distantes se empeñaban en comprobar la resistencia de su ya viejo esqueleto.
—¿Por qué nos abrazamos así? —le preguntó un día a Fernando Garrido.
Él se encogió de hombros.
—Probablemente desde la guerra. Cualquier despedida o cualquier encuentro tenían mucha trascendencia.
—Yo creo que es influencia soviética. Los soviéticos siempre saludan así. Y menos mal que no nos ha dado por besarnos como a ellos.
—Quita ahí, hombre. Que cada vez que me daban un beso en la boca no sabía qué hacer, si darles una patada en los huevos o dejarme querer.
Por cierto, Garrido se retrasaba. Los camaradas formaban corros en la antesala del salón donde se celebraría la reunión; los corros resistirían hasta que la puerta se abriera para dar paso a la corriente eléctrica que siempre anunciaba las entradas de Garrido. Entonces los corros se abrirían como ojos para contemplar una vez más el milagro repetido de la encarnación de la vanguardia de la clase obrera en la persona de un secretario general. Santos decidió dar un último examen a la sala de reuniones antes de que se produjera la entrada de Garrido bajo el palio invisible de la Historia. Desde el umbral de la puerta, a sus espaldas el runrún creciente de conversaciones cálidas como una digestión y ante él la soledad de la sala de convenciones del hotel Continental, la profiláctica concentración simétrica de las mesas y las sillas arropando sin calor de piel ni tejido la baja tarima donde ejercía el poder la mesa a la que se sentaría Garrido, en el centro, dos camaradas del Comité Ejecutivo a la derecha y otros dos a la izquierda.
—¿El sonido bien? ¿Habéis probado la grabadora?
Las cabezas responsables dijeron sí a Santos.
—¿Quiénes se sientan hoy junto a Fernando?
—Martialay, Bouza, Helena Subirats y yo.
—La unidad de los hombres y las tierras de España.
—Martialay no se sienta porque es vasco, sino por responsable del Movimiento Obrero.
—Ya sé. Ya sé. Era una broma.
—Es que hoy el tema es monográfico.
Santos contestaba al joven irónico y al mismo tiempo repasaba mentalmente su filiación. Paco Leveder, profesor de Derecho Político, de la hornada del Sindicato Democrático. «Será un buen parlamentario», había comentado Garrido cuando le oyó una intervención en aquel colegio de Ivry cedido por el Partido Comunista Francés para una reunión clandestina con los cuadros universitarios del interior. Ahora era simplemente un parlamentario.
—Garrido se retrasa.
—No sólo Garrido. Falta un cuarenta por ciento del Comité Central. El sentido de la puntualidad es lo primero que se pierde en la legalidad. Por cierto, no viniste a la reunión anterior y no has disculpado tu inasistencia.
—Se lo dije por teléfono a Paloma. Tenía un acto.
—Ya sabes que las reuniones del Comité Central están por encima de cualquier acto, aunque sean actos del partido.
—¿A que me vas a decir que el Comité Central es el órgano supremo de dirección del partido?
—No creo que sea necesario.
—¿Te suena a ti «La tierra para quien la trabaja» o «Todo el poder para los soviets»?
—Ya me sonaba cuando tú aún no habías nacido.
—Pues te conservas muy bien, Santos.
Se despidió de Leveder con una sonrisa y correspondió a saludos y socarronerías que le llegaban desde los distintos grupos a su paso cada vez más ligero hacia la entrada desde la que Julián Mir le hacía señas de que Garrido había llegado. Y como si todo estuviera calculado por un cronómetro omnipotente, Julián dejó la puerta libre y Santos llegó a ella justo en el momento en que enmarcó a Fernando Garrido. Sonreía y avanzaba. Avanzaba y saludaba. Saludaba con las manos y hablaba a unos después de otros como si recitara un discurso perfectamente calculado para la duración del trayecto entre la puerta de la antesala y la del salón de convención. Los corros se abrían hasta romperse por culpa de los empeñados en estrechar la mano de Garrido, merecer una confidencia u ofrecérsela ante la solícita, entregada, inclinada cabeza de un secretario general vacío de secretos y abierto a cualquier secreto, pero sin detenerse, entre Santos y Julián, pisándole los talones dos muchachos del servicio de orden que apenas dejaban sitio a Martialay en el estrecho pasillo humano. Garrido hizo una parada especial para afrontar el abrazo mortal de Harguindey, veinte años y un día de cárcel cumplidos con una tozudez de dios del tiempo. Sobrevivió Garrido al repicar de las manos de Harguindey sobre sus espaldas y tuvo un chiste para Helena Subirats que mereció una carcajada general que más parecía una ovación. Aún no nos creemos del todo que podamos reunirnos. Que Fernando esté aquí. Que haya una furgoneta llena de guardias protegiendo la entrada lateral del hotel. Santos pensaba y al mismo tiempo respetaba las paradas de la procesión reclamando una cierta urgencia en el avance. Se detuvo para que Martialay quedara a su altura.
—No hemos podido dar las copias de tu intervención con tiempo suficiente. Las hemos repartido hoy mismo.
—Como siempre.
—Como casi siempre.
Garrido se había cortado el cabello; de su espalda salían efluvios de ducha reciente y loción after-shave. Quién le ha visto y quién le ve. A Santos le pareció por un momento seguir al Fernando Garrido de hacía más de cuarenta años, al líder congénito que en las reuniones preparatorias del octubre de 1934 le había dicho: «Déjalo todo y sígueme»; y Santos le había seguido durante cuarenta años de guerras, exilios, cárceles, falsas identidades, incluidas algunas vacaciones en Crimea y partidas de póquer estratégico con los soviéticos.
—Santos.
—Dime, Fernando.
—Quisiera hablar contigo y Martialay antes de empezar la reunión.
Entraron los tres en el salón. Julián Mir cerró la puerta a sus espaldas.
—Sigo sin ver claro el asunto de aplazar el encuentro con los socialistas.
—Insisto en que a quince días de las elecciones sindicales hay que marcar distancias. Va a haber tomate y el PSOE se va a volcar en la campaña de UGT.
—De todas maneras cualquier intervención o pregunta que se haga durante la reunión ha de ser contestada con una cierta ambigüedad. Las posiciones claras y tajantes muchas veces esconden oscuridad y vacilación.
—Creía que todo estaba claro.
—Por eso tal vez esté oscuro. ¿Cómo lo ves tú, Santos?
—No es necesario poner en cuestión la reunión con los socialistas. Tan lógico parecerá que la hagamos como que no la hagamos.
—Eso es.
—Me parece un problema bizantino.
—Siempre estáis diciendo que no queréis ser una correa de transmisión del partido y el partido tampoco puede ser una correa de transmisión vuestra.
Martialay se encogió de hombros y fue a buscar su sitio en la mesa, zambulléndose en las aguas mecanografiadas de su próxima intervención.
—Está nervioso.
—Tiene sus motivos.
Garrido sacó del bolsillo de la chaqueta un pitillo, como si todo el bolsillo fuera un paquete de cigarrillos. «Parece como si los sacara ya encendidos», había escrito un entrevistador.
—No te van a dejar fumar.
—Y luego dirán que soy un dictador.
Devolvió el cigarrillo al bolsillo:
—Empecemos.
Santos abrió la puerta y fue a ocupar su sitio a la derecha de Garrido. Desde allí vio la entrada parlanchina y ruidosa de los miembros del Comité Central.
—Casi un pleno. Se nota que hay expectación. Ya has visto lo de El País.
—Éstos nos joden con educación. Pero los de Cambio 16 han vuelto a titular «El chantaje sindical».
Se levantó Garrido para saludar a Helena Subirats.
—Muy buena tu entrevista en La Calle.
—Me alegro de que te haya gustado. El reduccionismo de los entrevistadores me sigue poniendo nerviosa.
Santos emitió el primer chist, secundado por la claca de chist de los más veteranos y disciplinados miembros del Comité Central. Santos golpeó con un dedo el micrófono y la tos tuberculosa, electrónica, magnificada, fue más eficaz que el chist humano.
—Tenéis en las carpetas el orden del día.
Un sesenta por ciento de los reunidos consideró que era indispensable comprobarlo. Julián Mir dio entrada en la sala a un cuarteto de filmadores de Televisión Española. Bañaron de luz la presidencia y las primeras filas de mesas, mientras la cámara se tragaba la realidad con un ruido sin altibajos, como si fuera un animal incapaz de matizar.
—Si quieren pueden quedarse —contestó Garrido a la despedida de los técnicos de televisión.
—Sería muy interesante, pero hemos de ir a filmar el inicio de la reunión de la Ejecutiva del PSOE.
—Allá ustedes. Pero aquí se enterarían de más cosas.
—No lo dudo.
—Las reuniones de los comunistas siempre son más emocionantes.
Santos respaldaba con su sonrisa las bromas de Garrido. Martialay seguía peleándose con los papeles de su intervención. Se marcharon los de televisión, se cerraron las puertas, se instaló el silencio.
—Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.
Risas.
Y como si las risas hubieran sido mal recibidas por los dioses de la energía eléctrica, se fue la luz y un cubo de oscuridad se instaló en el salón, sólido, incontestable.
—Estos de Comisiones Obreras siempre de huelga —comentó Garrido, pero los micrófonos no multiplicaron su socarronería.
Quiso decirlo en voz más alta, pero no pudo. Un dolor de hielo le traspasó el chaleco de lana inglesa y le vació la vida sin poder hacer nada para aguantársela con las manos.
Volvió la luz y Santos fue el primero en comprender que la escena había cambiado, que no era normal que Fernando Garrido tuviera la cabeza sobre su carpeta, una cabeza ladeada que le enseñaba la boca abierta y los ojos más vidriados que los gruesos cristales de las gafas desplazadas hacia la frente. Santos se levantó como si algo le salpicara dolorosamente las piernas y los demás comunistas se fueron levantando uno tras otro, estupefactos, entre qué pasos previos a un derrumbamiento de sillas y huidas hacia adelante, al encuentro con la evidencia de la muerte.
Le despertó la voluntad de despertarse. Conectó la radio en plena sintonía de «España a las ocho». «Hondas repercusiones nacionales e internacionales del asesinato de Fernando Garrido, secretario general del Partido Comunista de España.» Pésame y dolor nacional e internacional. ¿Dónde están las hondas repercusiones? El Gobierno español ha desmentido que se hayan acuartelado las tropas y que la división acorazada Brunete haya desarrollado maniobras tácticas especiales. El jefe de Gobierno se ha reunido con el secretario general del PSOE y con José Santos Pacheco, del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España. El comisario Fonseca ha sido designado por el gobierno para dirigir la investigación sobre el asesinato de Fernando Garrido.
«El malvado Fonseca ataca de nuevo», se dijo Carvalho y desconectó la radio. Los ojos acuosos, sin párpados, rómbicos de Fonseca, el suave conejillo sangriento. Y en sobreimpresión un Fernando Garrido con veinticinco años menos, peripatético sobre la grava de una residencia junto al Marne, rodeado de jóvenes estudiantes llegados del interior para el cursillo de verano de 1956.
—Si la burguesía española no está dispuesta a secundar nuestra propuesta de reconciliación nacional no vacilaremos en volver a coger el fusil y marchar hacia las montañas.
—¿Hacia qué montañas?
Garrido le miró con la sonrisa en los labios pero con una fría dureza en los ojos acristalados:
—¿Qué estudias tú? ¿Aún no te has enterado de que España es uno de los países más montuosos de Europa?
Las risas de los otros disolvieron la tensión, pero Carvalho notaba de vez en cuando los ojos de Garrido encima, como si le advirtiera mudamente, a distancia. Cuidado, muchacho. No te pases de gracioso. Éste es un asunto serio. Durante el descanso, mientras buscaba soledad y frescor bajo los fresnos, Carvalho tuvo a su lado la compañía de un viejo dirigente con la vida y la Historia llena de costurones. Una vida tan ejemplar ridiculizaba implícitamente la pequeña ironía que el estudiante se había permitido poco antes, desdramatizando algo tan dramático como el ser o no ser de la revolución española.
—A ti te parece raro que Garrido proponga lo de las montañas, pero piensa que hace sólo siete u ocho años aún estábamos por los montes acosados como alimañas y que un comunista en España es salvajamente torturado y condenado a cientos de años de cárcel.
Carvalho tenía demasiada adolescencia como para disculparse y demasiada admiración como para indignarse. Dejó hablar al viejo camarada y desde entonces siguió las reuniones sin malgastar ni un sarcasmo. El régimen caería en octubre y una camarada informó que la potencia del partido era tal que en Barcelona estaban en condiciones de poner la ciudad en estado de sitio. La influencia de Camus, pensó el joven Carvalho, pero no lo dijo y examinó a la mujer con el interés que le merecían las especies en extinción.
—Yo misma lo he comprobado y los camaradas de Barcelona podrán ratificarlo.
Como si no pudieran hacer otra cosa, los camaradas de Barcelona ratificaron, con una cierta falta de pasión pero ratificaron, haciéndose un lío entre condiciones objetivas y subjetivas por las dosis de subjetividad necesarias para creerse lo que decían. Luego los saludos, las despedidas, las canciones:
Tengo que bajar al puerto
y subir al Tibidabo
para gritar con mi pueblo
¡Fuera yanquis! ¡Muera Franco!
¡La sangre española
no es sangre de esclavos!
Canciones mal cantadas porque sólo se las sabían los organizadores del cursillo, veteranos comunistas que debían recurrir a un notario voluntarismo juvenil cuando cantaban.
Joven Guardia, Joven Guardia,
no les des paz ni cuartel.
Carvalho comprobaba que no se podía ir a un cursillo como aquél llevando el espíritu marcado con la consigna de Machado: «Duda, hijo mío, de tu propia duda.»
La primavera ha venido
en alas de una paloma,
voces del pueblo se alzan
sobre la tierra española.
¡Vivan las huelgas de Barcelona!
Tengo que bajar al puerto
y subir al Tibidabo.
No hacía otra cosa ahora. Bajar al puerto en busca de relax entre tediosas esperas y tediosos casos de investigación subcriminal o subir al Tibidabo en busca de su madriguera en Vallvidrera, desde la que contemplaba una ciudad más vieja, más sabia, más cínica, inasequible para la esperanza de ninguna juventud, presente o futura. Fue la única vez que vio a Garrido como militante. Veinticinco años después le fue a ver a un mitin para descubrir simplemente que los años no pasaban en balde. Domina el toreo a la media distancia, dijo a su lado un petimetre moreno de verde luna, disfrazado de otoñal disfrazado de niño de primera comunión. «¿Dónde coño estabas tú en aquel verano del cincuenta y seis?», le preguntó Carvalho con los ojos pero sin la menor esperanza de respuesta. Los miles y miles de asistentes al acto eran tal vez el fruto de años y años de ejercicios espirituales en Francia o en las catacumbas del país, pero el discurso de Garrido seguía siendo el mismo, seguía siendo la misma propuesta a la burguesía para que pactase progreso si no quería volver al fascismo o correr el riesgo del caos prerrevolucionario. Allí sí había suficientes comunistas para colocar la ciudad en estado de sitio, pero ¿qué se hace después de haber colocado una ciudad en estado de sitio? Junto a Garrido estaba sentada la camarada que veinticuatro años antes sitiaba ciudades con la imaginación y el deseo. Entonces se llamaba Irene y ahora se llama Helena Subirats, acta de diputado y declaraciones balsámicas.
—Dictadura ni la del proletariado.
Buscó otra emisora de radio por si ampliaban o complementaban la información de Radio Nacional. Una emisora local trataba de entrevistar a José Santos Pacheco, inesperadamente llegado a Barcelona desde Madrid en el primer avión del puente aéreo. Santos trataba de evitar las preguntas pero sólo conseguía evitar las respuestas.
—¿Ha sido el crimen de un fanático o el principio de un vasto plan de desestabilización de la democracia?
—Comprenda. Nadie sabe nada todavía. Pregunten al gobierno. Ha sido un acto contra la democracia.
—¿A qué ha venido usted a Barcelona?
—Suelo venir con frecuencia.
—¿Cómo interpreta usted la designación del comisario Fonseca como investigador oficial del asesinato?
—Como una broma de mal gusto. Fonseca permanece en la memoria de los comunistas como uno de los verdugos predilectos del franquismo.
Fonseca ofrecía los cigarrillos a medio asomar en su cajetilla, con el brazo medio extendido, a media voz, a medio mirar, con aquellos ojillos heridos por la realidad, llenos de agua y amenazas. Carvalho lo recordaba desfilando por el pasillo mirando caprichosamente a los detenidos en la redada, pidiendo un comentario explicativo de sus lugartenientes barceloneses.
—¿Éste?
—José Carvalho. Un rojo peligroso.
Fonseca consiguió cerrar los ojos de disgusto cuando el lugarteniente pegó un puñetazo en el estómago desprevenido de Carvalho.
—Usted y yo vamos a hablar largo y tendido —le dijo mientras seguía su examen de la cacería—. Tenemos toda la noche por delante.
—Esto es la guerra, jefe.
Biscuter tenía conectado el transistor y escuchaba un reportaje en directo desde la capilla ardiente del Partido Comunista de España en Madrid. Miles de madrileños habían pasado ante los restos mortales de Fernando Garrido en medio de un impresionante despliegue policial, complementado por el despliegue militar que se había podido observar en los barrios límites de Madrid.
—Dígame, señor. Una encuesta para Radio Nacional. ¿A qué atribuye usted este asesinato?
—Al fascismo internacional. ¿A quién va a ser?
—Pero el hecho de haber sido asesinado dentro de un local cerrado, en el que sólo había comunistas, todos ellos miembros del Comité Central, ¿cómo lo explica usted?
—Lo explico como sólo puede explicárselo un buen comunista. Ha sido el fascismo internacional.
—Es usted militante.
—Lo soy. Desde hace mucho tiempo, sí, señor.
—¿Conocía personalmente a Fernando Garrido?
—Tuve el honor de estrecharle la mano en más de una ocasión y fui delegado por mi agrupación al congreso de 1978.
—La pugna de aquel congreso entre leninistas y no leninistas, ¿puede haber repercutido en este crimen?
—Usted nos conoce muy mal, señor. Nosotros no vamos por el mundo matándonos los unos a los otros. Usted ve demasiada televisión o ha visto demasiado cine americano. ¿De qué radio me ha dicho que era?
—De Radio Nacional.
—Entonces no me extraña nada.
—Bien dicho, collons! —estalló Biscuter.
—A ti ni te va ni te viene, Biscuter.
—Pero esto es una putada, jefe. Hay que reconocer que Garrido era un tío.
Biscuter no había tenido tiempo ni de deslegañarse ni de ordenar mínimamente la mesa del despacho.
—¿Desayuna aquí, jefe? Tengo unas butifarras de perol de puta madre y unos fesols cocidos que sobraron de ayer.
—O pienso o desayuno. He de elegir.
—¿Le molesta la radio para pensar?
—Me lo pensaré.
Carvalho cogió el teléfono, marcó un número arrugando la nariz como si el número oliera mal.
—¿El señor Dotras? Espero.
—Yo no soy comunista —confesaba otro encuestado por la radio—, pero he venido a despedir a Garrido porque soy un demócrata y esto que han hecho no tiene nombre. Es una agresión a la democracia. ¿Que quién lo ha hecho? La CIA. Los rusos. Vaya usted a saber, con la cantidad de mierda, con perdón, que hay en la política.
—¿Señor Dotras? Soy Carvalho, el detective. Su chica está en una comuna de actores teatrales que representa El círculo de tiza caucasiano en Riudellots de la Selva. Está bien. Sólo hacen una función diaria. Ni hablar. Yo no voy a buscarla, eso es cosa suya. De nada. Le mandaré la factura. ¿La obra? Decente. Algo subversiva pero no hay desnudos. No se preocupe. Bueno. Podía haber sido mucho peor. En el último caso que tuve parecido al suyo la chica estaba en Goa con una diarrea de no te menees. Tuvieron que repatriarla en un avión de Cáritas. A su disposición.
—¡Oiga qué dice este facha, jefe! ¡Escuche!
—... hay que acabar con esta pesadilla política. Yo no estoy contra los políticos como personas, pero sí estoy contra los políticos como políticos. Desde que murió Franco nos ha caído encima la plaga.
—Quiero desayunar, Biscuter. Pero no ese adoquinado que me has ofrecido. Pan con tomate, catalana de esa bien trufada, unas aceitunas partidas, un clarete frío en porrón. Cosas suaves. Estoy lleno de toxinas.
Biscuter se metió en la cocinilla situada en el pasillo que conducía al retrete. Silbaba contento o se repetía a sí mismo el pedido con la música de Tres monedas en la fuente. Carvalho cerró la radio y se puso a ordenar los papeles sobre su mesa de despacho años cuarenta, barnices que trataban de resaltar el color de la madera hasta constituir una brillantina para muebles a medio camino entre el neoclásico y el funcionalismo de entreguerras. Seleccionó un papel donde Biscuter había escrito: «Visita importante a las once.»
—¿Por qué es importante esta visita?
—Porque me lo han dicho.
—¿Te han dicho que eran importantes?
—Me han dicho que era un asunto muy confidencial y muy importante. Hasta me han preguntado si estaría usted completamente solo.
Subían alborotos desde las Ramblas. Carvalho se asomó a la ventana. Doscientas o trescientas personas avanzaban en hileras, con los brazos entrelazados: «¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!» «¡Garrido, hermano! ¡No te olvidamos!»
—Toma, Biscuter.
—¡Veinte mil pesetas! ¿Qué hago con esto?
—Compra comida para dos semanas. Por si acaso.
—Va a liarse. Ya me lo decía yo.
—Tal vez no pase nada, pero mira las colas que empiezan a formarse en los colmados.
Una colita de mujeres encestadas salía del colmado de la esquina.
—Aplica el mismo plan de compras de cuando se murió Franco. El único plato hecho: fabada. Es lo único que soporta la lata.
Biscuter se pasó las manos por los pelillos rubios que resistían en sus parietales, se frotó las manos, arqueó las piernas, predispuso el cuerpo al dinamismo que exigía la situación con el canijo pecho hundido para acentuar la resolución de unos hombros de niño con ganglios. Sobre la mesa había dejado el desayuno de Carvalho y antes de marcharse dejó la botella de orujo helado junto al porrón:
—Me parece que lo va a necesitar, jefe.
Guiñó un ojo mediante un temerario esfuerzo muscular, que estuvo a punto de paralizarle medio lado de la cara, y se lanzó sobre la jungla urbana con su paracaídas mental y la ambición de hazaña que debía tener todo colaborador de un hombre como Carvalho. El detective desayunó sin pensar en lo que comía. Había elegido un desayuno que no necesitaba reflexión, ni casi la menor predisposición de la conciencia. Un desayuno acompañante discreto de cualquier meditación trascendente. Ni siquiera el jamón hubiera sido el acompañante adecuado. El jamón exige paladeo crítico, veredicto. En cambio la catalana es un embutido cocido que se ajusta a la mecánica del paladar y la masticación sin grandes ambiciones. El hecho de exigirla trufada era el mínimo rigor indispensable para que el sabor le sorprendiera de vez en cuando, cuando los lunares de trufa aromatizaban bruscamente la cavidad bucal y le asomaban picores por la punta de la nariz. Comiese lo que se comiese siempre había que dejar un tiempo para la dialéctica, fuera a partir del sabor o de la textura de lo que se comía. Con mucho menos rato de reflexión, Brillat-Savarin escribió Fisiología del gusto, Brillat-Savarin, aquel hombre que era a la vez célebre y tonto en opinión de Baudelaire «... cosas que van muy bien unidas...», apostillaba el canijo y come-drogas Baudelaire, hombrecillo que sólo bebía vino o fumaba drogas para preocupar a su madre y castigarla por haberse casado con otro.
«Escribe una tesis doctoral sobre algo tan arbitrario que imposibilite la tesis y la antítesis y cambia de oficio», se dijo Carvalho mientras retenía en la boca un pedacito de trufa hasta absorberle todo el sabor y convertirlo en un simple obstáculo que la lengua dejó caer en las profundidades, sin duda horribles, del estómago. Tragueó del porroncillo hasta sentir bien lubrificada la maquinaria del estómago y se llenó un vaso de orujo que quedó ante él como un animal dentado, atractivo y amenazante.
—Me vas a hacer daño, cabrón.
Pero se lo bebió de un trago y le subió desde el estómago hasta la nariz un fuego fresco, una contradicción en suma equivalente a la materializada en cualquier soufflé de helado de vainilla.
—Si quiere volvemos más tarde.
Señaló con la cabeza uno de los hombres los restos de comida sobre la mesa.
—Ya había terminado.
—Es la mejor hora para el desayuno.
Nunca le había oído decir algo tan banal. Carvalho le recordaba veintidós años atrás frente al Tribunal Militar que le juzgaba por el delito de Rebelión Militar por Equiparación. Salvatella declaró que no reconocía el tribunal que le juzgaba. Que sólo reconocía tribunales de la República. Sin duda molestos por su desaire, los jueces militares aumentaron por su cuenta y riesgo la condena solicitada por el fiscal. Salvatella salió del Gobierno Militar tratando de hacer el saludo con los puños unidos por las esposas, mientras Carvalho y otros asistentes al acto eran empujados por policías de paisano. Salvatella se volvió hacia su acompañante y se lo mostró a Carvalho:
—José Santos Pacheco, miembro del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España. Yo me llamo Floreal Salvatella, pertenezco al Comité Ejecutivo del PSUC y al Comité Central del PCE.
—Mi nombre está en la placa de la portería.
—No era necesario que estuviera. Nos envía Marcos Núñez, un camarada que le conoce mucho a usted.
—Nos conocimos de paso tratando de solucionar el misterioso asesinato de un manager.
—¿Un caso difícil?
—Tan difícil que entre todos le mataron y el solo se murió.
Santos Pacheco parecía arrancado de alguna fotografía de prensa o de cualquier fugaz fotograma de televisión. En segundo plano tras Garrido, ahora en segundo plano detrás de Salvatella. Alto, esculpido por la vida según el modelo de viejo marino canoso, atezado, algo inclinado de espaldas para escuchar, escuchar siempre lo que le decían los españoles condenados al metro sesenta o metro setenta y cinco de estatura media. Salvatella en cambio sólo recordaba a aquel hombre casi joven al que Carvalho había visto juzgar y condenar a ciento doce años de cárcel. Has engordado, Floreal, y no pareces gordo de cárcel, sino gordo de tiempo y de legalidad. Sólo se sentaron cuando Carvalho lo sugirió y aun entonces lo hicieron con la recatada prudencia con que todo comunista va por la vida, tratando de demostrar que no tiene nada que ver con la imagen de incivilizados salvajes desalmados que les ha prefabricado el capitalismo. Salvatella se quedó mirando a Santos dándole la entrada de solista y Santos la asumió con el mismo tono de voz con que podía iniciar una reunión de partido. Firme, a ras de oreja, como tratando de que su voz fuera cualquier otra posible voz de los allí reunidos:
—No creo que le sea muy difícil adivinar el motivo de nuestra visita. Ante todo le rogaría que cualquiera que sea el resultado de esta entrevista guarde sobre la misma el máximo de discreción. Si es preciso recurriré a reclamarle el secreto profesional.
—Es un secreto casi forzoso. Nunca hablo con nadie.
—¿Es una medida preventiva?
—No. Parto de la evidencia de que si a mí no me interesa lo que van a decirme los demás, tampoco les interesa a ellos lo que pueda decirles yo.
—Usted llegaría lejos en política. Las carreras más firmes suelen hacerlas los más silenciosos.
—En política, en la cama, en todo, no le quepa ninguna duda.
—Vengo con una misión casi oficial. Quisiéramos que usted nos ayudara en la investigación del asesinato de nuestro secretario general. El gobierno ha designado un investigador oficial poco satisfactorio, a pesar de nuestras propuestas, y hemos conseguido que nosotros tengamos nuestro propio investigador, con toda la libertad de movimientos posible garantizada tanto por nuestro partido como por el gobierno. De no haber sido el comisario Fonseca el encargado del caso, tal vez no habríamos dado este paso, pero la simple designación de Fonseca ya demuestra que el gobierno quiere utilizar la investigación para darnos un golpe. No sé si usted está al tanto del currículum de Fonseca.
—Lo estoy, y usted sabe que lo estoy.
—En efecto. Yo sé que lo está. Usted fue en el pasado una de las miles de víctimas de Fonseca.
—Una minucia. Yo fui apenas un chinche en el zoológico de Fonseca.
—Cualquier esfuerzo para derribar la dictadura fue meritorio. En cualquier caso, usted ya sabe quién es Fonseca y sabe que su carrera la inició como infiltrado del franquismo en nuestro partido, infiltración que costó una caída gravísima en los años cuarenta, una caída con cuatro fusilamientos. No voy a dar más rodeos. Nuestro encargo es profesional y nos atendremos a sus tarifas sin discutirlas.
Salvatella parecía entregado a la digestión mental de lo que había dicho Santos, y éste miraba a Carvalho con una sonrisa alentadora en los labios, como si ya le estuviera propiciando la respuesta afirmativa.
—¿Qué quieren? ¿Que descubra al asesino o que les ayude a tapar el asesinato?
—Tal vez estemos mal informados. Pero se nos ha dicho que usted desvela asesinatos, no los tapa.
—Este caso excede a mis fuerzas. Yo suelo protagonizar películas en blanco y negro. Ustedes me ofrecen una superproducción en Technirama, con gobiernos y aparatos policiales por medio. Además en Madrid. Estoy cansado de viajar. Conozco Barcelona palmo a palmo y a pesar de eso a veces me resulta insoportable. Imagínense moviéndome por Madrid, una ciudad llena de rascacielos, funcionarios del ex régimen, ex funcionarios del régimen. Yo soy apolítico, que quede claro. Pero no soporto los bigotillos que llevan los funcionarios del ex régimen y los ex funcionarios del régimen.
La mirada de Santos Pacheco consultaba con la de Salvatella. La sonrisa de Salvatella demostró a Carvalho que Santos no tenía sentido del humor y que Salvatella lo sabía. Reconfortado y advertido por su camarada, Santos devolvió la mirada a Carvalho disfrazada de sonrisa cómplice.
—Madrid no es una abstracción, ni se puede generalizar a propósito de los funcionarios. Veo que comulga usted con todos los tópicos periféricos.
—Ni comulgo ni dejo de comulgar, pero Madrid no es lo que era.
—¿En 1936?
—No. En 1959, cuando viví allí. Las gambas de la Casa del Abuelo, por ejemplo. Excelentes y a precios de risa. Búsquelas usted ahora.
—Ah, se trata de las gambas.
La mirada de Santos divagaba a derecha e izquierda como tratando de buscar el lugar exacto que merecían las desaparecidas gambas de la Casa del Abuelo en una conversación a propósito del asesinato del secretario general del Partido Comunista.
—Hay excelentes marisquerías —se le ocurrió decir con un cierto alivio.
—Pero ¿a qué precios?
—Evidentemente el marisco es caro.
—Hay de todo —terció Salvatella, y añadió—: Cuando voy a las reuniones del Comité Central duermo en casa de Togores, ya sabes, el de la Perkins. Vive cerca del palacio de los Deportes, en Duque de Sesto. Pues por allí hay una marisquería excelente y no muy cara. Siempre está llena. Y si te mueves un poco encuentras tascas geniales. Cerca también de casa de Togores hay una tasca impresionante, de la María de Cebreros se llama. ¿Ha probado usted los riñones de cordero que hace esa mujer? Deliciosos. La cosa más sencilla de este mundo. Sal, pimienta, a la parrilla y un chorrito de aceite y limón. Claro que los riñones han de ser de cordero y estar bien frescos.
O haces apostolado o eres de mi mafia. Carvalho advirtió una evidente desorientación lógica en Santos, que trataba de asumir, sonriente, la complicidad gastronómica que se había establecido entre Salvatella y Carvalho.
—No le discuto lo que me dice, porque hace ya tiempo que no voy a Madrid, pero la última vez me metí por el barrio de los Austrias. Donde antes había una tasca ahora hay una cafetería y te sirven unos callos a la madrileña hechos con cubitos de caldo concentrado y chorizo de burro.
—Lo de los callos es un capítulo aparte. En eso sí hay que reconocer, y no es un tópico periférico...
Santos Pacheco se encogió de hombros ante la alusión de Salvatella.
—... que han perdido mucho. A los callos a la madrileña les pasa lo mismo que a la fabada asturiana. Son de lata. De lata.
Salvatella ofrecía, duramente, a Santos Pacheco aquella verdad objetiva, como si le estuviera enseñando la mismísima herida causada por el piolet de Mercader en el cráneo de Trotski.
—No me gustan los callos —se defendió Santos Pacheco.
«Me lo imaginaba», pensó Carvalho.
Santos se removía incómodo, pero no se atrevía a devolver la conversación a su motivo original para no desagradar a Carvalho. Su progresiva irritación se dirigía a Salvatella, al traidor Salvatella, que, aún caliente el cadáver de Garrido, se lanzaba a una banal conversación sobre gambas, callos y riñones de cordero a la parrilla. Y en busca de Salvatella fue. Le esperó con una mirada fría y alertadora con la que tropezó Salvatella cuando iba diciendo:
—No hay callos como los de la zona de... En fin. Ya tendremos tiempo de hablar de callos y de comerlos si usted va a Madrid. No nos desviemos del motivo de nuestra visita. Además, le estamos molestando. Usted también tiene trabajo. Nos ajustamos a sus tarifas. Le buscamos en Madrid el mejor hotel. Lo que quiera.
—¿Por qué yo?
—Porque usted es un ex comunista. Porque usted sabe qué somos, cómo somos, de dónde venimos, adónde vamos.
Había hablado Santos con pasión, diríase incluso que con un calor húmedo en los ojos donde reposaban, en primer término, los restos amortales de su amigo y camarada Fernando Garrido.
—Todo ex comunista o es un apóstata o es un renegado.
—Con que sea un apóstata ya nos basta.
«Tu conducta ha sido considerada improcedente. La dirección ha pedido que formemos un tribunal de célula y decidamos en primera instancia sobre si debes seguir militando o no.» Carvalho se vio a sí mismo deteniendo el ritmo con el que movía la brocha sobre la sábana amarilla. Dejó la palabra «Amnistía» a medio escribir y se volvió hacia aquella larva de economista barbilampiño:
—Han mejorado ustedes mucho si están dispuestos a aceptar la ayuda de un apóstata. Pero ni siquiera soy eso. Casi me había olvidado de que en cierta ocasión fui comunista. Como había olvidado también que trabajé en la CIA durante cuatro años. ¿Conocían este dato?
—Lo conocíamos —dijeron casi a dúo.
Carvalho dejó caer la espalda en el respaldo alistonado del sillón giratorio:
—Les advierto que no hago rebajas por cuestiones nostálgicas.
—Pagaremos lo que sea necesario.
Y a Carvalho le pareció que Salvatella reprimía el gesto espontáneo de llevar la mano.
—¿Estará muchos días en Madrid, jefe?
—Los indispensables.
—¿Qué hago con toda esa comida?
Medio despacho aparecía ocupado por latas de conserva, embutidos, bacalaos secos.
—Guardas aquí lo que te quepa y el resto lo subes a mi casa en Vallvidrera.
—¿Y si hay lío? Un hermano de mi madre era viajante. Le pilló la guerra civil en Aranjuez y nunca más se supo.
—Eran otros tiempos y otra gente.
—Cuando yo era pequeño y mi madre aún vivía, muchas veces lloraba recordando a su hermano.
—La gente entonces lloraba mucho más que ahora.
—Ésa es una verdad como una casa, jefe.
Sólo le quedaba la obligación de despedirse de Charo.
—Me voy.
—¿Adónde te vas?
—Fuera de Barcelona. Unos quince días, calculo.
—¿Y me lo dices así, por teléfono?
—Ha ido todo muy rápido.
—Pues no pierdas más el tiempo, rico.
Y le colgó.
—Si estalla la guerra civil y no vuelvo, te repartes toda esta comida con Charo.
—Ya lo había pensado, jefe. Y si me necesita, llámeme.
—Añoraré tus guisos, Biscuter. Me voy a una ciudad que sólo ha aportado un cocido, una tortilla y unos callos al acervo de la cultura gastronómica del país.
—¿Qué tortilla?
—La tortilla del Tío Lucas. Si llaman los hermanos Lorenzo, los del robo de la patente de la puerta giratoria, les dices que vuelvan a llamar dentro de quince días.
Las Ramblas se preparaban para canalizar a los buscadores de restaurantes y cafeterías. Desaparecían los transeúntes de paso ligero y los corros de jubilados ante los quioscos de periódicos. En su lugar se conformaba una masa lenta, coloquiante, más feliz, ante la perspectiva de los misterios gastronómicos encerrados en los callejones umbríos donde brotaban cada día nuevos restaurantes, una muestra más del pluralismo democrático ofrecido a la liberación del paternalismo gastronómico doméstico. En plena crisis de la sociedad patriarcal, los cabezas de familia buscaban nuevos restaurantes con la taquicardia de la aventura galante, de la salsa prohibida con crema de leche y trufas de Olot, platos con liguero y ropa interior negra transparente, platos oralgenitales, para comer a cuatro patas, con la lengua predispuesta a las polisemias de las hierbas aromáticas y los sofritos enriquecidos con picadas apiñonadas.
—Sorpréndame con algo que me ayude a despedirme memorablemente de esta ciudad durante un cierto tiempo.
El dueño de la charcutería de la calle Fernando señaló un vino rosado:
—Acaba de llegar. Es de Valladolid y es rosado natural por el tipo de uva.
—Me lo tomaré con un arroz con escupiñas.
Carvalho intentó comer en Les Quatre Barres reclamado por el «rape al ajo quemado», pero la calle estaba llena de putillas en paro y las cuatro mesas del restaurante iban a ser ocupadas por la cola de funcionarios del Ayuntamiento, de la Generalitat, que iniciaban la reconstrucción de Catalunya a partir de la reconstrucción de sus propios paladares. Inútil también aguardar turno en el Agut d’Avignon, donde las mesas se reservaban con antelación equivalente a la que había exhibido Jane Fonda para conseguir plaza en un vuelo civil a la Luna. Además, Carvalho no quería proporcionar al dueño la satisfacción de rechazar clientela, una satisfacción de iraní dando o quitando o aumentando el precio del petróleo. Prefirió, pues, ir caminando hacia la Boquería a comprar dos kilos de escupiñas y pescado para hacer caldo. Luego rescató el coche del parking de La Garduña para irse a tomar un bacalao a l’hostal en el figón Pa i Trago, una casa de comidas cercana al mercado de San Antonio, donde los seres humanos civilizados pueden desayunar capipota con sanfaina desde las nueve de la mañana.
Entre el hermoso bacalao superviviente de aquellos bacalaos míticos que llegaban desde Terranova a los restaurantes barceloneses anteriores a la guerra civil y un segundo plato de tripa a la catalana con judías, Carvalho llamó al local del Comité Central del PSUC reclamando a Salvatella.
—Mañana temprano me voy a Madrid, pero me gustaría charlar con usted, con calma. Le invito a cenar en mi casa.
El otro tenía la noche muy ocupada. Tenía que explicar los acuerdos del último Comité Central en una agrupación del extrarradio y luego preparar una intervención sobre el proyecto de ley electoral que iba a debatirse dos días después en el Parlament de Catalunya.
—Imagínese además la reunión de agrupación después del asesinato de Garrido.
—Creo que hay un orden de prioridades y que hablar de mi gestión es ahora prioritario.
—Desde luego.
—Además pensaba guisar un arroz con escupiñas muy parecido al arroz de Arzac.
—Arzac lo hace con kokochas.
—Y también con almejas.
—Puede ser un arroz muy interesante. Iré a la reunión de la agrupación y después acepto su invitación.
—Estamos condenados a entendernos.
Orientó a Salvatella para que localizara su casa de Vallvidrera. Sin ceder el teléfono a la mujer que le urgía prisa con tetas y ojos endurecidos por el rímel y un cruzado mágico, Carvalho llamó a Enric Fuster, su gestor y vecino.
—¿Te interesa cenar con un comunista?
—Depende de lo que se cene. Además tú ya sabes que no voto a los comunistas.
—Arroz con escupiñas.
—¿Vino?
—Viña Esmeralda o Watrau, según tengas un talante adolescente o maduro.
—Adolescente hasta la muerte.
—Entonces Viña Esmeralda.
—¿El comunista ese es de la facción rollo o de la facción nostálgica?
—De la facción gastronómica.
—Ya no saben qué hacer para ganar votos. Iré. ¿Smoking?
—Traje oscuro.
Contra todas las reglas del paladar, Carvalho quiso despedirse del barrio tomando una horchata en la heladería de la calle Parlamento, donde se toma la mejor horchata de Barcelona. Pero estaba vacía, secos los pozos metálicos de la horchata, deshabitada como un urinario público la estancia revestida de azulejos iluminados por un neón de tarde oscura. Se metió por la calle de la Cera ancha entre gitanos que habían trasladado sus taburetes y carajillos a los bares de la Ronda y de la esquina con la calle Salvadors. Eran los mismos o hijos de los mismos que él había visto bailar y sobrevivir en las puertas del bar Moderno o del Alujas, en los años cuarenta, desde el balcón de una casa construida en 1846, dos años antes de la publicación del Manifiesto comunista, en un evidente gesto de optimismo histórico por parte del constructor. La calle de la Cera ancha se bifurcaba en la de la Botella y de la Cera estrecha, donde el cine Padró había dejado de ser cine de viejos, gitanos y niños campaneros para convertirse en Filmoteca. Quién te ha visto y quién te ve, barrio del Padró, repoblado de inmigración cosmopolita, guineanos, chilenos, uruguayos, muchachos y muchachas en flor y marihuana ensayando relaciones posmatrimoniales, prematrimoniales, antimatrimoniales, librerías contraculturales donde el nazi de Hermann Hesse coexistía con el manual escrito por cualquier yogui de Freguenal de la Sierra, barrio desnudo desde que habían desaparecido las estraperlistas callejeras y Pepa la Rifadora, sin otras supervivencias heroicas que la de la fuente de El Padró, la capilla románica a medio descubrir entre un colegio de barrio y una sastrería, con el ábside en otro tiempo repartido entre un estanco y un herrero y la no menos superviviente casa de condones La Pajarita, declarable de interés nacional o monumento histórico a poco que Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de Catalunya, atendiese la demanda en este sentido que Carvalho pensaba enviarle un día de éstos.
La cercanía del invierno se notaba en los rápidos crepúsculos sobre el Vallés, mientras al otro lado de la casa de Carvalho, Barcelona aceptaba la noche sobre el mar, las contaminaciones y el desigual reparto del lucerío urbano incipiente. Las ciudades se aceptan porque abrigan, como las patrias o los recuerdos. Carvalho presentía un viaje frío, una estancia de extranjero en una ciudad en la que nunca había sido feliz ni infeliz, que aparecía de pronto en el paisaje asolado como un milagro de cartón piedra repetible en Las Vegas o en Brasilia. Mientras en el fuego cocían los pescados para deshabitarse de aromas y traspasarlos al caldo, Carvalho lavaba y relavaba las escupiñas, en decidida lucha con las arenas escondidas en sus surcos. Más parecían frutos de tierra que de mar e incluso luego cuando se abrieron al vapor enseñaron la dureza de almejas pobres, distantes de la finura enfermiza de las almejas ricas, delicadas de color y salud. En cambio la escupiña exigía dientes, masticación en serio, para revelar sus profundos sabores escondidos en recias texturas. Rehogó el arroz en un sofrito de cebolla previamente hecho en la cazuela. Coló el caldo de pescado y tiró las herviduras. Filtró el caldo lechoso dejado por las almejas y esperó a que se enfriasen las valvas para arrancarles el cuerpo cocido y reducido a la medida humana. Los mariscos son seres inacabados cuando están crudos y sólo el calor de la muerte les proporciona límites, volúmenes definitivos. Hizo un picadillo generoso de ajo y perejil. Tras una ojeada a todo lo predispuesto para iniciar el guiso cuando llegaran los invitados, se fue a su habitación para arrancar la maleta de su sueño de armario profundo y llenarla con cinco mudas, el neceser y un mazo de puros palmeros que le había regalado el penúltimo cliente. Repasó la pistola y comprobó el resorte de la navaja automática cuatro o cinco veces. Luego se tumbó, dispuso un ojo hacia la chimenea apagada, el otro hacia el lucerío creciente de la ciudad. Comprobó sus resortes musculares para ponerse en pie de un solo impulso. Tuvo que hacerlo en dos veces y volvió a tumbarse para probar de izarse de golpe. Lo consiguió y se fue hacia la biblioteca llena de mellas y derrumbamientos, de libros deformes por un mal apoyo o por la asfixia excesiva a que les sometían libros mayores. Eligió El problema de la vivienda, de Engels, del que le bastó leer: «Tercera parte: observaciones complementarias acerca de Proudhon y el problema de la vivienda» para decidir que tenía bien merecido el fuego. Rompió el libro en tres pedazos, arrugó las páginas para airearlas y permitir la combustión y empezó a ordenar el edificio de teas y ramas sobre las ruinas de uno de los libros más insuficientes de Engels. El fuego subió como una lengua persuasiva y a Carvalho le asaltó la evidencia de que tardaría demasiados días en recuperar aquella ceremonia, días que obrarían a favor de la pasiva resistencia de su biblioteca a ser incendiada a la velocidad requerida como justo castigo a la cantidad de verdades inútiles e insuficientes que reunía. Decidió, pues, permitirse un acto gratuito y quemar un libro en la fogata inapelable. No escogió al azar, sino que rebuscó en las estanterías de Preceptiva y Crítica Literaria para sorprender una antología de supuesta poesía erótica castellana de los convictos y confesos ciudadanos Bernatán y García, culpables de haber seleccionado versos cilicios, capadores de cualquier rincón de la piel predispuesto aunque fuera al más imaginario de los erotismos. Se tragó el fuego el libro relamiéndose y Carvalho volvió a tumbarse, satisfecho de la oportunidad que acababa de conceder a los hombres futuros para que no recibieran desorientadora información sobre los usos y abusos eróticos de la España del siglo XX. Sonó el teléfono:
—¿José Carvalho?
—Sí.
—Le aconsejamos, por su bien, que no haga tonterías.
—¿Lo dice por la quema del libro? ¿Quién es usted, Bernatán o García? ¿Acaso Engels?
—No se haga el gracioso. Deje a los muertos en paz y sobre todo a ese muerto que usted sabe. Se lo merecía. No recibirá más advertencias.
Era una voz de policía de película de Bardem, en el supuesto caso de que a Bardem le hubieran dejado hacer películas con policías reales. Carvalho se llenó un vaso de orujo frío y con él en la mano recibió a Enric Fuster.
—Te traigo trufas de Villores conservadas en coñac.
—¿Qué tienen las trufas de tu pueblo que no tengan las de cualquier otra parte?
—El aroma.
Fuster se frotó las manos al ver el fuego encendido y luego se llevó un dedo a la sien cuando vio el alma carbonizada del libro arrojado a las llamas.
—¿Lo has consultado con un siquiatra?
El gestor le tendió una factura por los trámites y pagos de la declaración de renta.
—¿No te has equivocado de cliente? ¿Quieres decir que ésta no es la factura de Pujol?
—Vertumnis, quotquot sunt natus iniquis, decía el gran Horacio.
—Una advertencia. Si quieres que te pague la factura has de asistir como testigo de parte a mi encuentro con un pez gordo de los comunistas. Lo diga yo o no lo diga, tú has de ejercer de testigo y luego callarte como un muerto todo lo que escuches. Lo de callarte como un muerto no es una frase hecha. Acaban de amenazarme por teléfono.
—¿En qué lío te has metido?
—El asesinato de Garrido. Yo investigo por encargo del partido.
—Prosperas, Pepe. Acabarás actuando de extra en una novela de Le Carré.
—¿Qué piensas del asunto?
—Puede haber quinientos o seiscientos motivos y unos dos millones de candidatos a asesino.
—Una habitación cerrada con los accesos guardados por el servicio de orden. Dentro de la habitación ciento cuarenta miembros del Comité Central de los que ciento treinta y nueve pueden ser el asesino. Ése es todo el planteamiento del problema. A no ser que alguien consiguiera burlar la vigilancia, entrar, matarle y volver a salir. Lo más realista es que el asesino estuviera dentro y utilizara cómplices para apagar la luz.
—¿Qué dice el partido?
—Se niega a admitir que el asesino estuviera dentro.
—Parece un caso de novela inglesa.
—El caso típico del asesinato en una habitación cerrada por dentro y sin salida. Pero en las novelas inglesas el asesinado es lo único que aparece en la habitación. En este caso aparece acompañado de ciento treinta y nueve acompañantes. Más parece un chiste de chinos o gallegos que una novela policíaca inglesa.
Salvatella apretó el timbre con la misma educación con que ofreció a Carvalho el obsequio, a su decir modesto pero interesante, de la reproducción facsímil de los primeros números de Horitzons, una revista cultural de aparición clandestina bajo el franquismo. Carvalho se prometió quemarla hacia 1984 en compañía de la obra de Orwell. Mientras ganaban la puerta a través del jardín engravillado le advirtió de la presencia de Fuster.
—No se preocupe. Es mi socio. No tengo secretos para él. Secretos profesionales, se entiende.
Subrayó la palabra socio cuando hizo las presentaciones, y las cejas rubias de Fuster se angularon mefistofélicamente tras las gafas caedizas que le permitían conservar el aire de estudiante sorboniano maltratado por una calvicie frailuna. Ignoró lo que hablaron Fuster y Salvatella mientras él recalentaba el arroz rehogado en la cebolla, le añadía el caldo dejado por las almejas y el suficiente caldo de pescado para que la masa de arroz quedara superada por un dedo de líquido. Esperó a que arrancara fuerte el hervor, mantuvo la intensidad del fuego diez minutos, luego la bajó y a continuación repartió las almejas sobre la superficie del arroz, para ofrecerles finalmente la ofrenda floral del picadillo de ajo y perejil. Fuster mientras tanto hacía los honores a Salvatella a base de jerez frío y aceitunas rellenas de almendras. La conversación se adentraba por las profundidades de la raya entre Castellón y Aragón, privilegiado rincón del mundo donde había nacido Fuster y de donde había salido para estudiar en Barcelona, París y Londres en un viaje que deseaba fuera de ida y vuelta. Salvatella hacía preguntas muy interesadas sobre el valencianismo anticatalanista. Diríase que tomaba apuntes de no tener las manos ocupadas en retener el vaso que Fuster alimentaba con el celo de un camarero de postín y en cazar las huidizas aceitunas con diente de almendra. Luego elogió la elección del Viña Esmeralda, demostrando erudición sobre el tema al mencionar el libro sobre vinos escrito por el fabricante y se quedó extasiado tras llevarse a la boca el tercer tenedor cargado con el arroz aromatizado por las almejas y la picada de ajo y perejil.
—Es la antítesis del arroz a la valenciana. Sencillez frente a barroco —concluyó Salvatella, y las cabezadas de Fuster significaron que elevaba las conclusiones a definitivas.
—¿Ustedes los comunistas siempre son comunistas? Ahora, por ejemplo, en plena digestión de una cena, supongo que agradable, ¿es usted comunista?
—Probablemente sí, pero no como usted se lo imagina. Estoy aquí porque soy comunista. La circunstancia de serlo me ha traído aquí. Me encuentro a gusto con ustedes. Nos une una agradable experiencia compartida. La posibilidad de conversar. Pero en cuanto usted empiece a hacerme preguntas sobre el partido reaccionaré como lo que soy, un hombre de partido.
—Y usted me contestará lo que considere que interesa al partido.
—Al partido le interesa descubrir al asesino de Garrido. Ha sido un asesinato contra el partido, contra la clase obrera, contra la democracia. Por lo tanto, no hay antagonismo entre lo que usted quiere saber y lo que yo debo decirle, aunque le advierto que yo no podré serle tan útil como mis camaradas del PCE. Es un partido hermano del nuestro, pero otro partido. Se corresponde a otras realidades.
—Supongamos que no ha sido un crimen emocional. Una venganza personal, por ejemplo. Supongamos que ha sido un crimen político. ¿Por qué? ¿Para qué?
—Desacreditar al partido. Dejarle sin un dirigente histórico que lo ha encabezado durante casi treinta años. ¿Le parece poco?
—Me parece insuficiente, a no ser que sea el primer paso de un proceso de desestabilización, como ustedes dicen, para cambiar el sistema político. Eso si el asesinato viene de la derecha. Si no hay esa finalidad, me parece un acto desmesurado. Sin sentido. Ustedes no son hoy por hoy una amenaza para la derecha, son una amenaza potencial, latente, pero no necesitan exterminarles. Ni siquiera son una alternativa de poder.
—Nos subestima. Tal vez no tengamos una presencia relevante cuantitativamente hablando. Pero sí tenemos una importante presencia cualitativa. Cuando se sale de una dictadura en general, sólo están realmente organizados los que han combatido sistemáticamente contra esa dictadura. En el caso de España éramos los comunistas. Eso nos hace imprescindibles en cualquier estrategia de izquierdas y para cualquier proceso de consolidación democrática. Lógicamente los socialistas se hinchan de votos que corresponden a tendencias sociales invertebradas. Nuestros votos se corresponden a tendencias sociales vertebradas. Es un voto difícil, poco rentable a la corta, implica un alto nivel de conciencia política y, por lo tanto, una capacidad de acción política superior a la del voto socialista, aunque sea cuantitativamente mayor. Eso por una parte. Por otra, no olvide que respaldamos e influimos sobre la primera fuerza sindical del país.
—De momento.
Salvatella aceptó amablemente la apostilla de Fuster.
—En efecto, de momento. Se han convocado las elecciones sindicales y la batalla entre Comisiones Obreras y UGT va a ser encarnizada.
—Podían haber atentado contra Garrido en la calle o podían haber tratado de desacreditarle orquestando una campaña o creando problemas internos. No sería el primer caso. ¿Por qué el asesinato, que coloca al país entero al borde del abismo? ¿Por qué en un escenario que culpabiliza al partido como colectivo?
—¿Ha leído la prensa de hoy?
—Por encima.
—Lea la prensa madrileña. Es una prensa directamente conectada con grupos de presión políticos y económicos. Ya dan por sentada la culpabilidad de los comunistas en este parricidio; exactamente «Parricidio comunista» titula Ya, diario de la derecha democristiana y de la Iglesia. ABC, diario conectado con el capital bancario y con la mismísima Casa real: «Ajuste de cuentas en el Comité Central.» Cambio 16, una revista muy influyente y conectada con sectores determinantes de las modas políticas del palacio real: «La lucha por el poder.» El País intenta racionalizar los hechos, no en balde uno de sus editorialistas es un conocidísimo ex comunista, pero tampoco prescinde de una cierta morbosidad entre líneas: «La oposición a Garrido crecía en el interior del partido», dicen.
—¿Crecía esa oposición?
—Garrido era tan discutido como indiscutible.
—Como un papa de Roma.
—O como un secretario general del PSOE o como un presidente de UCD o de la SPD o del Partido Conservador británico. Los líderes no son caprichos arbitrarios impuestos por la moda o por sorteo. Son el resultado de una selección natural en consonancia con las necesidades de cada partido.
—Usted asistió a la reunión del Comité Central.
—Sí.
—Todo fue normal hasta el momento del asesinato.
—Normal.
—¿Y después? ¿Qué pensó usted, cuando vio el cadáver de Garrido sobre la mesa?
—Todo, menos que había sido asesinado. Luego formé parte de un piquete para que nadie saliera de la sala y nadie entrara. Comprobamos que todos los que estábamos allí en aquel momento éramos miembros del Comité Central.
—¿Entonces?
—Eso ya empieza a ser problema suyo.
—Usted fue juzgado en Barcelona hacia fines de los cincuenta. Condenado a más de un siglo de cárcel. Salió a la calle a fines de los sesenta. ¿Y luego?
—Pasé a la clandestinidad y allí estuve hasta la legalización en 1977. Es una historia casi vulgar en nuestro partido. Cuando se reúne un Comité Central se reúnen más de cinco siglos de condenas.
—Usted ha sido siempre un profesional.
—Siempre no. Lo soy desde 1941, cuando organicé el maquis en el Rosellón. Soy un profesional en el sentido leninista de la palabra. Mi trabajo es hacer la revolución. Primero en las montañas, luego en la cárcel, después en las esquinas de la ciudad, con el cuello de la gabardina subido. Ahora sentado tras de una mesa, preparando una enmienda a la totalidad a un proyecto de ley electoral.
—¿Acumula usted agravios contra el partido?
—¿Contra mí mismo?
—Hay quien manda más que usted.
—Más que yo manda el Comité Central, que decide como un colectivo. Tanto el ejecutivo como el secretario general no hacen más que interpretar las decisiones del Comité Central.
—Me suena a cuento de hadas.
—Usted ya sabe que los cuentos de hadas a veces son cuentos de brujas.
Reía Salvatella la broma, incontenible, como si se liberara de un lenguaje colectivo y recuperara su propia capacidad de hablar.
—La comunión de los santos, el perdón de los pecados, la redención de la carne, la vida perdurable... —rezó Fuster.
—Amén —concluyó Salvatella y era evidente que daba por concluida la reunión porque tendía la mano, agradecía la cena, advertía que «los camaradas» irían a esperar a Carvalho al aeropuerto, llegara a la hora que llegara.
—¿Cómo les conoceré? ¿Vendrá Santos?
—Cuanto menos le vean junto a Santos, mejor. Montarán guardia en el puente aéreo.
Carvalho dejó para el final el golpe de efecto.
—Me han amenazado por teléfono. Me han dicho que o dejo el caso o me matarán. Que yo sepa, esta vinculación sólo la conocíamos Santos Pacheco, usted y yo.
Salvatella tardó en contestar:
—Pueden habernos seguido.
—Eran más eficaces en la clandestinidad.
—A veces. No siempre.
Había leído sobre el tema, como el enfermo que devora libros de medicina sobre su mal o el condenado a muerte que acaba sabiendo el Código Penal mejor que su abogado. Nada tan parecido a un ex comunista como un ex cura. Pecar contra la Historia o pecar contra Dios. ¿Qué diferencia había? La literatura se había aplicado a hacer una tipificación de casos posibles. Koestler o el renegado. Orwell o el apóstata. Bujarin o el autoinmolado. El caso de Carvalho nunca sería motivo de estudio, tal vez porque suponía que era el caso más normal en períodos en que la Historia se vive sin dramatismos excesivos y además uno rompe con su mundo y orienta su vida en función de puntos cardinales diferentes. Dejar el partido para ser lector de español en una universidad mediocre del Middle West, entrar como traductor en una oficina de información del Departamento de Estado, recibir un día la oferta de trabajar en misiones especiales de información y contemplarse de pronto ante el espejo para descubrir allí a un agente de la CIA que va a viajar por medio mundo, sumar quinquenios y volver, quizá, algún día a casa a vivir como un jubilado. Durante los interrogatorios en la Brigada Social jamás le pareció ser el héroe de su propia historia, sino una pieza del engranaje que debía resistir y cumplir la misión de que no se rompiera el engranaje. Cuando recibía golpes y le asomaban a la ventana amenazándole con el vacío mientras Fonseca musitaba desde el fondo de la habitación: «Merecerías que te tirasen», actuaba con la seguridad que le daba su propia poca importancia. Los gritos que se colaban desde otros despachos cuando se abría la puerta le sumergían en la fatalidad de una situación que escapaba a su posibilidad de elegir. Luego, mientras le conducían a la cárcel en el coche celular, aceptó el cigarrillo que le ofrecía Cerdán y al ver sus manos esposadas fue cuando se dio cuenta de que él también las llevaba esposadas, y una angustia de guillotina le seccionó las muñecas. Cerdán era un líder. Un prometedor líder que había asimilado el lenguaje del partido y permitía que el partido se reconociese en él.
—Al menos me he librado del juicio por indisciplina —dijo Carvalho cuando pudo tumbarse en el jergón de la celda que compartía con Cerdán y un obrero de la Maquinista al que le habían roto la clavícula durante los interrogatorios.
—Olvídalo. Ha sido un malentendido.
—¿A qué me habríais condenado?
—Son tiempos duros, Pepe. Si juzgas duramente la incomprensión de los demás, juzga también duramente tu propia incomprensión.
La madre que le parió. Siempre tenía respuesta para todo. Seis semanas antes de la condena de Stalin en el XX Congreso le había rebatido punto por punto todas las críticas que Carvalho hacía del estalinismo. Luego olvidó su inmediato pasado estalinista con la velocidad con que los niños olvidan sus pequeños pecados. Que florezcan las mil flores y por un realismo sin fronteras. Mientras Carvalho veía en el techo de la celda la prolongación del cielo enmarcado por las tapias y en el cielo enmarcado por las tapias la prolongación del techo de la celda, Cerdán organizaba un cursillo sobre la influencia de Ricardo en Marx y explicaba a los obreros qué papel desempeñaba la «huelga nacional pacífica de veinticuatro horas» en la caída del fascismo, en el «... asalto a la contradicción de primer plano», como estaba de moda decir entonces. Cerdán hablaba con la nariz cuando se dirigía a otros sacerdotes del espíritu y cuando lo hacía a la clase obrera parecía una maestra de primera enseñanza explicando que las mesas tienen cuatro patas y las pelotas son redondas.
—Cuando salga de la cárcel pediré ser «liberado» y tal vez entre a trabajar en una fábrica. Marx dice que no puedes entender los problemas de la gente si no comes su pan y bebes su vino. ¿Tú qué harás? Hacer carrera universitaria me parece una muestra de egoísmo individualista, una manifestación de personalismo evasivo. ¿Tú qué harás?
Carvalho bajaba la vista del techo o del cielo para contemplar a Cerdán haciendo gimnasia una mañana tras otra en el breve espacio que dejaban las literas y el camastro donde dormía el obrero de la Maquinista. Hacía gimnasia, pedía libros de Álgebra Moderna y Lógica Matemática, estudiaba alemán, no comía nada que no le reportase las vitaminas y las proteínas suficientes para salir de allí y no perderse la «huelga nacional pacífica de veinticuatro horas».
—Imagínate que es de doce horas. O de treinta y seis.
El obrero de la Maquinista reía aguantándose el estómago con una mano y la clavícula con la otra, pero Cerdán se limitaba a apretar los dientes amablemente, gesto digno de agradecer y mucho más agradable que cuando apretaba los dientes sin amabilidad o para adquirir la suficiente conciencia de sí mismo como para lanzarse a un largo discurso sobre la identidad entre moral individual, moral de clase y moral histórica.
—No está bien que introduzcas el derrotismo entre los obreros. Y mucho menos aquí —le dijo Cerdán en un aparte o tal vez en la ducha, donde el líder se exponía al chorro helado con la parsimonia de un relojero.
Luego secaba su cuerpo pequeño, blanco, musculado, rematado con una cabeza de pájaro triste con el pelo cortado a la alemana y lo secaba persiguiendo humedades, desajustes en el termostato interior que pudieran averiar su maquinaria de pensar y hacer la revolución. Algún misterioso influjo debía tener sobre su propio cuerpo porque cuando cagaba en la taza que compartían los tres pobladores de la celda, su mierda era la menos olorosa y sólo molestaba un bouquet final a regaliz que Carvalho atribuyó al aceite de hígado de bacalao que la familia le metía para que Cerdán conservase su condición de animal joven, enfermo de plenitud mental.
—La cárcel no es deseable. No te da un certificado de calidad combatiente. Pero es una experiencia necesaria en la vida de un revolucionario. A ti te ha hecho un favor enorme.
—¿Por qué?
—Tu conducta fuera había levantado sospechas. Incluso se te vio un día saliendo de Vía Layetana y desde arriba me dijeron que te vigiláramos, que podías ser un confidente.
Sonaban a lo lejos los inapelables cerrojos tras el recuento. Herían cualquier piel del espíritu como hachas tronchando pájaros diminutos. En la posición de firmes a la espera de que el funcionario les examinase y cerrase la puerta, Carvalho musitó:
—Sigue.
—Te puse en cuarentena. Hablé con varios camaradas para que se pusieran en guardia, aunque les advertí que podía tratarse de un error. Ahora ya no hay dudas.
Hacía cinco años que se conocían. Cinco años que compartían las zozobras de la clandestinidad. La azarosa sensación de salir de casa con un fajo de octavillas con la posibilidad de no volver hasta cinco o seis años después. Cinco años de intercambiarse maletas de doble fondo, de recibir contactos con el exterior que entraban en España para volver a salir por el mismo túnel de entrada, desconfiados de lo que no pudieran enterarse a través de Mundo Obrero o de Radio España Independiente. Cinco años descubriendo juntos a Sartre, Marx, Brassens, Shostakóvich, Maiakovski, Lefèbvre, Pratolini, Ostrovski, Sholojov... Cuando terminó el recuento y cerraron la celda, Carvalho esperó que Cerdán se volviera para decirle:
—Eres un hijo de la gran puta.
Cerdán le respondió con una sonrisa condescendiente. La sonrisa que se dirige a los que nunca estarán a nuestra altura, a pesar de todo lo que hacemos por ellos. Un mes después trasladaron a Cerdán a Burgos y Carvalho no evitó un abrazo de final de película soviética. Cerdán avanzó por la galería consiguiendo una meritoria marcialidad a pesar de que le habían obligado a ponerse un enorme traje gris de presidiario cosido con grapadora.
En el periódico que le había dado la azafata del avión que le llevaba a Madrid se decía que Justo Cerdán había sido interrogado en relación con el asesinato de Fernando Garrido. El periódico resumía la biografía del disidente del PCE, ahora dirigente de los movimientos radicales extraparlamentarios y feroz crítico del reformismo de Garrido. Aunque no se le suponía directamente implicado en el asesinato, se sospechaba que la influencia del en otro tiempo señalado como delfín de Garrido seguía vigente sobre amplios sectores del partido.
El asesinato, en suma, podía ser fruto de una conspiración interna para terminar con el largo mandato de un dirigente considerado funesto por los sectores más izquierdistas de la organización.
Se esperaba un comité de recepción encabezado por algún antiguo obrero reconvertido en funcionario del partido y en cambio fue recibido por dos muchachos recién salidos de una comedia de costumbres pasotas. Aunque no le llamaron «tío», ni «macho», no fue por falta de ganas, prudentemente reprimidas por los encargos que se les había hecho desde la dirección. Deben utilizarlos para despistar y hacer caer sobre el recién llegado las sospechas de la Brigada Antinarcóticos, no de la Brigada Antiterrorista. Los chicos procuraban portarse bien con él y hasta le ofrecieron un bocata en el bar del aeropuerto por si no había desayunado.
—Prefiero venenos más contundentes. Más rápidos.
Tenían dos sentidos del humor muy diferentes, separados por veinte años de degeneración del lenguaje. Carvalho se abstuvo, pues, de recurrir a la escuela de diálogo de los guionistas norteamericanos del mítico Hollywood de los años treinta y cuarenta y recurrió al lenguaje de ejecutivo japonés.
—Eso quien lo sabe es Fermín.
—Eso ha de preguntárselo al primo de Fede.
—Que no, tú, que el primo de Fede ya no está en Castelló.
—Lo pregunta luego, cuando cambiemos de coche.
Al encuentro del viajero salía el escaparate arquitectónico de la autopista de Barajas, donde se resumían diez años de absoluta confianza del país en sus arquitectos, prueba de confianza que el país jamás había concedido a grupo sacerdotal equivalente alguno. Al llegar a la altura de Torres Blancas, el coche giró a la derecha bruscamente y zigzagueó entre cochecitos llenos de madres teñidas de rubio para justificar lo rubios que eran sus hijos.
—¿Todos los niños de Madrid son rubios?
—No sé qué pasa, pero ahora todos salen igual.
—La contaminación.
—Pues la contaminación será.
Se detuvo el coche.
—Entre usted en aquella cafetería y verá una chica sentada leyendo Diario 16. Se presenta y ella lo acompañará.
La chica combinaba bocadito de porra con traguito de cortado, sin inmutarse ante el tonelaje de desayunantes que la cercaban en su rareza de único ser humano sentado en toda la cafetería.
—¿Ha tenido buen viaje?
Luego el trayecto en el ochocientos cincuenta propició una amena conversación sobre lo poco que llovía últimamente en Madrid y lo mucho que llovía tiempo atrás, por ejemplo, cuando ella era pequeña. Tenía las piernas bonitas aunque un poco delgadas y el flequillo le permitía empezar la cara en dos ojos espléndidos ojerados, patéticos como su delgadez a lo Audrey Hepburn subrayada por el atuendo negro y lila.
—¿Qué hotel me han reservado?
—Uno que está en Ópera, pero no he de llevarle allí. Santos le espera en un domicilio particular.
Predominaba sobre las fachadas la leyenda: Comunistas, asesinos.
—Los de Fuerza Nueva se han pasado toda la noche pintando —le informó Carmela—; sí, llámeme Carmela. ¿Está en Barcelona tan mal el tráfico como aquí? Ustedes los catalanes tienen fama de conducir mejor. —Hacía mucho tiempo que nadie le calificaba de catalán—. Barcelona es otra cosa. Es Europa. Así se dice, ¿no?
—Creía que ya no se decía.
—Pues se dice. Sobre todo si hablas con un catalán. No sé por qué, pero se dice.
Carmela detuvo el coche ante un chaletito de la calle Jarama. Bajó del coche, miró a derecha e izquierda, le invitó a seguirla más allá de la verja de un jardín totalmente ocupado por el tronco y el andamiaje de las desnudas ramas de un sauce. Saludó con fragmentos de palabras a un hombre percherón que paseaba arriba y abajo del zaguán de entrada, con las manos en la espalda y subió una escalera de granito con una ligereza que obligó a Carvalho a subir los escalones de dos en dos. Tras la puerta tapizada de tela con clavijas doradas les esperaban Santos y un viejo fuerte que examinó a Carvalho con la sabiduría suspicaz de un sargento.
—El señor Carvalho, Julián Mir. Es el responsable de seguridad. Tendremos un breve encuentro para fijar el plan más inmediato. Carmela le acompañará luego al hotel y a partir del momento que usted quiera empezaremos a movernos según usted nos diga.
Carvalho quería ver el lugar del asesinato, un plano de la distribución del local, la situación personal de los miembros del Comité Central en las mesas, todos los datos que pudieran darle sobre los reunidos aquel día.
—¿Eso es todo?
—De momento, eso es todo.
—Antes de que acabe la mañana he de presentarle al delegado que el gobierno ha nombrado para relacionarse con usted y con Fonseca. También será inevitable un encuentro con Fonseca. Usted se moverá por Madrid en el coche de Carmela y con ella como único acompañante aparente. Digo aparente porque siempre les seguirá otro coche con dos camaradas. Son los dos que han ido a buscarle al aeropuerto. Desde la ventana no se ven, pero han aparcado en la esquina de arriba. Podrá conectar conmigo o con Julián a través de Carmela y siempre que quiera, sea la hora que sea. Tenga, para los primeros gastos.
Santos le tendió un sobre y Julián Mir un recibo para que firmase haber recibido cincuenta mil pesetas.
—Le mantendremos lejos de los locales centrales del partido. Al menos hay dos o tres servicios paralelos fisgoneando, aparte de los chicos de Fonseca. Lo sabemos porque nos lo ha revelado el mismo delegado gubernamental. Nada pueden hacer para impedirlo.
—¡Éstos sólo impiden piquetes de obreros! Para eso están.
Carvalho se preguntó si el mal humor de Mir era coyuntural o pertenecía a su habitual manera de ver la realidad incontrolable.
—Me han amenazado por teléfono. No me han dicho por qué, pero el motivo es obvio.
Mir cabeceó como si las palabras de Carvalho confirmasen viejas presunciones suyas. Santos cerró sus pestañas asintiendo y fue entonces cuando Carvalho se dio cuenta de que eran blancas como sus cabellos.
—Algo de eso me ha dicho Salvatella por teléfono.
—Algo no. Se lo habrá dicho todo. ¿Quién está enterado del trabajo que voy a hacer?
—El secretariado del Comité Ejecutivo. Es decir, seis personas en Madrid y Salvatella en Barcelona. Ni siquiera lo saben nuestros camaradas de la dirección de Catalunya, menos Salvatella que ha servido de enlace.
—¿Entonces?
—Todos nuestros teléfonos están intervenidos habitualmente. Con más razón ahora.
Se quejó Mir:
—¿El gobierno?
—Quién sabe. El gobierno está más nervioso que nosotros. O al menos lo aparenta. Me consta que han reforzado las medidas de seguridad y que han puesto en marcha un plan preventorio de golpes de Estado. El asesinato de Fernando puede ser una señal. En cualquier caso, no hemos hablado de su asunto por teléfono. Nos han seguido, no hay otra explicación, y al ver que entrábamos en contacto con usted se dieron cuenta de nuestro propósito.
—¿Quién?
—Si tuviera la respuesta, tal vez tendría la respuesta al asesinato de Fernando.
—Te lo advertí —le acusó Mir con un dedo.
—Tomamos todas las precauciones. Las mismas que en tiempos de clandestinidad. No porque creyéramos que nuestro encargo fuera a permanecer mucho tiempo en secreto, sino para ganar al menos el tiempo suficiente para que usted pudiera moverse a sus anchas por Madrid. Preocúpese lo menos posible. Su escolta va armada. Hemos recibido incluso autorización gubernamental.
—Eso va a complicar la cuestión económica.
Mir le miró como si ante sí tuviera a un explotador de la clase obrera. Santos, en cambio, le miraba con uno de los ojos semientornado, tratando de calcular cuánto valía la vida de Carvalho.
—El descuento se lo pediremos cuando nos pase la factura. Es una prueba de confianza en que podremos pagar y en que usted vivirá para cobrar.
—Hace años, y no sé dónde, leí que ustedes eran unos optimistas.
Santos no le dejó hacer el mutis perfecto y dijo a la espalda de Carvalho a punto de abandonar la habitación:
—De todos modos tenga en cuenta que nadie mejor que uno mismo para cuidarse.
—¿Y tú quién crees que ha matado al viejo?
Carmela aceptó el tuteo de su pasajero con una sonrisa de alivio.
—Pues no lo sé, porque últimamente matábamos poco. Estaba la cosa así como un poco sosa. Muy paliza, o sea, de parlamentario para arriba, ¿me explico?
El coche avanzaba por Serrano entre taxistas que charlaban con sus pasajeros y ayudaban a avanzar sus vehículos mediante bofetadas contra el volante de una u otra mano, la no empleada en acompañar la conversación. La muchacha conducía abrumada por un exceso de misiones: demostrar que las mujeres conducen bien, llevar cuanto antes a Carvalho a su hotel y comprobar que el coche escolta no se quedaba descolgado en algún semáforo.
—Oye, esta ciudad es un rollo para que te sigan. Ya quisiera ver yo una película americana de gángsters filmada en Madrid.
—¿Eres una profesional?
—¿Del taxi? ¿Tengo cara de taxista?
—No. Del partido.
—Si a ganar treinta y seis mil pesetas por todo el día y algunas noches, sin vacaciones tranquilas, ni pagas y hasta ahora sin médico del seguro, le llamas tú ser una profesional, pues sí, soy una profesional. Y además engancho carteles en mi barrio gratis y también les pongo el niño gratis.
—¿Qué niño?
—Mi hijo. Es portátil y me lo llevo a todas las manifestaciones en favor del divorcio y del aborto. Para que vean los de la tele que cuando hay que parir también parimos.
—¿El niño está de acuerdo?
—El niño pasa de todo. Como si le llevo a una manifestación contra los bocadillos de calamares. Como a él los que le gustan son los de frankfurt. Hablando en serio...
Volvió al territorio de su responsabilidad histórica con los ojos graves vueltos hacia Carvalho y un tono de voz de Miguel Strogoff, el correo del zar:
—Trabajo en el Central y me han destinado a esto porque creen que así todo parece más normal.
Llevaba unas medias blanquecinas, tal vez para dar mayor entidad a unas piernas en el justo límite de la delgadez o para ocultar las enramadas de venas azules que debían asomar a aquella piel transparente que se le pegaba a los pómulos, como forzando las cosas para dejar espacio a unos ojos negros bien pintados, excesivos, comiéndose el sitio de una nariz forzadamente pequeña y de unas mejillas que al sonreír tenían que pedir permiso a la boca y dejar allí una suave arruga tensa como un arco, junto a las esquinas de labios constantemente humedecidos por una lengua pequeña. Un escaparate lleno de quesos sustituyó la cara de Carmela. Al fondo de la calle apareció a la derecha una plaza presidida por el edifico de la Ópera, un edificio corto de cuerpo, alto de piernas, con un hombro más alto que otro y, sin lugar a dudas, estrecho de cintura.
—Escalinata —musitó Carvalho al ponerse el coche a la altura de las escaleras que llevaban a la calle Escalinata.
—¿Conoces esto?
—Por aquí tenía amigos hace muchos años. Un pintor y su patrona y la hija de su patrona, recién llegada de Egipto.
—Esto se pone interesante. ¿Era una momia la chica?
—No. Era bailarina de flamenco. Lo suyo eran las sevillanas y en Egipto gustaban mucho las sevillanas.
Beethoven, ensimismado, ni mostró la intención siquiera de saludarles desde su condición de escayola y de animal de escaparate de tienda de objetos musicales. Se abrió la calle a la perspectiva de la plaza de Oriente, de sus cielos goyescos teloneros, pero fue un instante, porque Carmela rodeó los traseros de la Ópera y se metió en la plaza apuntando con el morro de su coche la cartelera del cine: Kramer contra Kramer.
—Ése es tu hotel. Te hemos reservado una habitación para una semana, de momento. Lo hemos pedido como Selecciones Progreso, S. A., no como partido. Oye, aquí lo tengo muy mal para esperarte en el coche.
—No me esperes.
—Oye, eso sí que no. Estás bajo mi responsabilidad y además nos siguen ésos.
—Quisiera pasar por la capilla ardiente.
—De capilla ardiente nada, chico. En el partido hay curas y se dice que hasta obispos, pero aún no montamos capillas ardientes a los secretarios generales.
—Dejo la maleta y vuelvo. Da una vuelta a la manzana.
El hotel Ópera tenía la pulcra y enladrillada dignidad de un hotel inglés u holandés pegado al collage historificador de la plaza. No era el ladrillo de su fachada un aragonesismo ocre y algo polvoriento, sino el ladrillo con el que las nuevas casas de Amsterdam, Rotterdam o Chelsea tratan de simplificar el volumen sin perder los ritmos visuales de la arquitectura tradicional ni caer en la hiriente intolerancia visual del hormigón. El hotel era una esquina que pedía perdón al neoclásico degradado y especialmente al giboso edificio del palacio de la Ópera, que más parecía un almacén para porras eléctricas de los vopos de la Unter der Linden. Dejó la maleta en manos de un botones no muy convencido del día que le esperaba y recuperó el calor del coche y de Carmela.
—Si no llegas a bajar se arma. Esos dos me han visto arrancar para dar la vuelta y ya me han echado las luces. Les he mandado a tomar viento. Podrían tener más intuición, digo yo, o un respeto por la iniciativa de una. ¿A la capilla ardiente, como tú dices?
—¿Dónde está?
—No disponíamos de ningún local propio que se prestara. Casi todos están en pisos e imagínate tú el follón. Nos han dejado el zaguán de las Cortes. Yo te dejo en la plaza de Cánovas esquina carrera de San Jerónimo y te espero en el mismo sitio. Pero no te metas en la cola porque no acabas a tiempo y tenemos dos citas esta mañana.
Volvió a rodear el edificio de la Ópera y salió a la plaza de Oriente, afrancesada y lenta. Para contrarrestar ese afrancesamiento se llamaba Bailén la calle que separaba las orillas del palacio y de la plaza, nacida para contemplar el palacio, cuestionarlo, destruirlo. El recorrido por Gran Vía, Alcalá y paseo del Prado le mostró la normalidad de la vida ciudadana, apenas alterada por la presencia de jeeps y autobuses blindados de la policía aparcados en la plaza España, el Callao, la Red de San Luis, en todas las encrucijadas o confluencias de calles importantes.
—Mucha bofia.
—Han formado un círculo en torno al área de las Cortes, por si a los ultras se le ocurre armarla.
Carvalho bajó del coche, remontó la cuesta en dirección a los oscuros leones que enmarcaban la entrada al palacio de las Cortes; ascendía paralelamente a la cola de pesameneros adosada a las fachadas por constantes y urgentes recomendaciones de la policía. Un sargento le cogió un brazo y le apartó mientras le decía en árabe que no se quedara estático ante la escalinata, que o hiciera cola o se fuera. Cruzó la calle y desde la acera de enfrente tuvo la perspectiva de la cola como un animal compacto que se metía en el palacio y luego salía con el esqueleto roto, como si en el interior del edificio algo hubiera quebrado su coherencia. No faltaban lágrimas, ni envaradas actitudes de curiosos desdeñosos, ni caras de estar de paso o por casualidad.
—¿Y qué dan ahí? —le preguntó un gracioso conejil con los agujeros de la nariz cavernarios y llenos de pelos.
—Hostias.
Bajó el otro los agujeros de su nariz y ensimismó los dientes en la boca cerrada. Se detuvo un coche tan oficial como negro y de él bajó un ex ministro de Cultura a cuyo alrededor revolotearon micrófonos y cuadernos alados sobre los que el señor De la Cierva inclinaba su poderosa cabeza senatorial y probablemente declaraba que, a pesar de la rivalidad política, reconocía que era una gran pérdida.
—¿Y ése quién es? —volvió a preguntarle el conejo gracioso, esta vez con ganas de ser realmente informado y recuperar la amistad del cáustico desconocido.
—Romanones.
—Tú has de decir: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia.» Ellos ya te llevarán.
Penetrar en la puerta de la Dirección General de Seguridad impresiona a cualquiera que tenga aunque sea una escasa noticia de la función que ha cumplido, cumple y cumplirá el edificio. Pero que a uno se le cuadre el guardia cuando le dice: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia», le coloca inmediatamente sobre los hombros un manto real y se oyen ecos progresivos de alabarderos proclamando: «Pepe Carvalho... Pepe... Carvalho.» El señor Plasencia le miró por encima de las gafas, se frotó las manos llenas de sabañones y le alejó de los despachos bulliciosos donde los funcionarios interrogaban las páginas deportivas de los diarios de la mañana y alguien preguntaba: «¿Tenemos relaciones diplomáticas con Mongolia Exterior?»
—Con Mongolia Exterior. No te jode —refunfuñó malhumorado Plasencia mientras alzaba los ojos hacia el ascensorillo que bajaba con asmática lentitud.
—¿Sabe usted dónde está Mongolia Exterior?
—Entre la Unión Soviética y China.
Plasencia le miró admirado y le abrió la puerta del ascensor para que pasara.
—Pues muy pocos sabrían decirlo.
Plasencia le miraba de reojo, con un ojo inmenso educado y deformado por la sospecha. Era evidente que Carvalho no era mongol, ni chino, ¿soviético? Para Plasencia, Mongolia Exterior había sido durante muchos años un país prohibido en los pasaportes de los españoles, un país prohibido por Su Excelencia y sus motivos tendría Su Excelencia. Le parecía como si no hubiera ningún derecho a saber algo sobre un país prohibido, y si alguien sabía incluso dónde estaba, ese alguien no era trigo limpio. Salieron a un largo pasillo de embaldosado corinto, paredes tapizadas de papel verde, sin apenas puertas. A su encuentro vino un hombre lento con las orejas puntiagudas y medio kilo de ojeras marrones amontonadas debajo de cada ojo. Plasencia ladeó la cabeza para señalar a Carvalho, y el otro miró la mercancía con recelo, como si se creyera en la obligación de no creer lo que veía.
—¿Carvalho?
—Sí.
—El carnet de identidad.
—Ya lo he visto yo.
—Cuatro ojos ven más que dos.
Molesto con su colega, el ojeroso leyó detenidamente todos los datos del carnet a una velocidad de vopo berlinés o de párvulo escasamente letrado.
—¿Nombre de su madre?
—Ofelia.
—¿Era extranjera?
—No. Gallega.
—Pues no me suena este nombre en Galicia.
Plasencia les dejó refunfuñando y el ojeroso se relajó.
—Sígame —dijo dando la espalda a Carvalho para remontar el pasillo hasta una ventana que daba a la pared desconchada de un patio interior o un callejón.
Cuando parecía que iba a tirarse por la ventana, el ojeroso dio media vuelta y se introdujo por una puerta que daba casi sin transición a una escalerilla. Desembocaron en una habitación cuadrada sin más puerta que la de un ascensor. Se introdujeron y el hombre pulsó el botón de abajo de todo. Carvalho calculó que debían de bajar hasta el último sótano. El ascensor se abrió a un recibidor enmoquetado y amueblado según los criterios de confort de los wagons-lit de entreguerras. Todo olía a humedad y las huellas del tiempo decoloraban las junturas de cualquier objeto, como si por allí empezara el anuncio de su descomposición. Un ujier tomó la filiación de Carvalho y el ojeroso traspasó su acompañante a un muchachito con aspecto de locutor de televisión, enchalecado, con laca en el pelo y la sonrisa. Al abrirse la alta puerta forrada de piel comprendió que había llegado al final del viaje. Santos se levantó casi al mismo tiempo que el ministro del Interior y otro muchacho enchalecado que le fue presentado como subdirector de no sé qué adjunto a un director de Presidencia del Gobierno. El ministro dio el parte de guerra: él era el primer interesado en que las cosas se resolvieran y en este caso resolverse era aclararse, aclararse cuanto antes. El señor Pérez-Montesa de la Hinestrilla había sido delegado por el mismísimo jefe de Gobierno para formar un triunvirato: gobierno-partido-ministro del Interior con tal de conseguir una colaboración más estrecha. Pérez-Montesa de la Hinestrilla le sonrió cordialmente, como si tratara de venderle un Ford Granada o una finca en Torremolinos. Santos hizo el resumen de la situación en el más impecable estilo de fin de acto comunista. Los tres se quedaron mirando a Carvalho a la espera de lo que dijera.
—Tal vez ganaríamos algo haciendo una lista de quién no le mató.
El chico del chaleco se echó a reír, el ministro del Interior tardó en comprender y Santos inclinó la cabeza abatido. No se esperaba aquella puñalada humorística. Una pronunciada nuez sobre un chaleco de tweed empezó a hablar:
—El gobierno contempla, por supuesto, toda suerte de posibilidades, y aunque está en disposición de atemperar el resultado de cualquier investigación, piensa ultimar, en grado sumo, el proceso investigatorio hasta llegar a sus derivados finales, por engorrosos que sean, habida cuenta de que nos jugamos no ya la credibilidad del gobierno, sino la credibilidad del proceso democrático, del Estado de las autonomías.
Con razón había leído Carvalho en el periódico que los escritores de Madrid eran partidarios de resucitar el barroco. Es un problema mental reflejado ya en los subdirectores generales.
—¿Qué posibilidad contempla el gobierno más que cualquier otra?
Pérez-Montesa de la Hinestrilla tomó aire afilando la punta de la nariz y el hociquillo y se zambulló en dos folios de vaguedades hasta ofrecer la conclusión de que el gobierno no contemplaba otra cosa que el tráfico por la Castellana. El ministro del Interior lo corroboró plenamente:
—Ni más ni menos.
Santos trataba de aplicar el materialismo histórico a la situación concreta y el materialismo dialéctico a la situación en abstracto. Así lo comprendió Carvalho cuando vio que el viejo comunista, en su callada exasperación, bizqueaba. Se informó a Carvalho que podía contar a toda hora, insistieron, a toda hora, con Pérez-Montesa de la Hinestrilla y con el comisario Fonseca.
—¿Por qué han elegido a Fonseca?
—Porque es nuestro mejor funcionario, y ante los casos más difíciles hay que recurrir a los mejores funcionarios.
El ministro del Interior había adelantado los hombros y los ojos con una potencia disuasoria asomando en los ojos carbonizados, brillantes:
—No toleraré que se me discuta la competencia de mis funcionarios y mi competencia para elegirlos.
—No seré yo quien se lo discuta. Pero Fonseca...
El ministro golpeó la mesa con la suficiente contención como para que nunca pudiera decirse que había pegado un puñetazo, pero dándolo.
—Santos. Hemos hablado de este asunto una y mil veces. De la misma manera que muchos de nosotros hemos olvidado, ustedes también tienen que hacerlo. Fonseca es nuestro mejor funcionario.
Pérez-Montesa de la Hinestrilla les acompañó y quiso intercambiar impresiones sin la presencia del ministro. Se refugiaron en un rincón del recibidor y en voz baja el joven funcionario trató de disculpar la rigidez del ministro.
—Es un tío muy majo, pero un poco oxidado. Ojalá tuviéramos mil como éste. Es un divisionario, de la División Azul, no os creáis, y más anticomunista que Dios. Pero un demócrata. Un demócrata de corazón. Y jugará con la democracia hasta el final. Ya te lo dije ayer, Pepe, fíate de nosotros. Las cosas están en buenas manos.
El Pepe iba dirigido a Santos, que se ahogaba en el Océano de las Perplejidades. Luego Santos, Carvalho y el ojeroso subieron en el ascensor.
—¿Quién es el del chaleco?
—Ya hablaremos.
Pasaron a otras manos, por otros pasillos y les dejaron solos a la puerta de una oficina rotulada Brigada de Seguridad del Estado.
—Yo aquí le dejo. Entrevistarme con Fonseca es excesivo para mí. Le espero en el Continental después de comer, para reconstruir los hechos.
—¿Quién es el del chaleco?
—Uno de esos cincuenta mil demócratas acuñados por UCD de la noche a la mañana para ocupar el poder. Hijo de no sé quién y algo relacionado con nuestro partido en la universidad. En esta ciudad tipos así los hay a miles.
—Madrid es una ciudad de un millón de chalecos.
Fonseca se levantó de su asiento tras la poderosa mesa, la bordeó y salió al encuentro de Carvalho con una mano pequeña y terminada en punta. Carvalho apenas la rozó, tal vez porque se entregó a la comprobación de la obra del tiempo en aquella cara rómbica, descolorida, de ojos sin pestañas, pupilas miedosas.
—¿Qué tal, señor Carvalho? —Cada vez que acababa de hablar apretaba los labios y miraba al interlocutor como pidiéndole perdón por algo o quizá simplemente pidiera compasión—. Sánchez Ariño, mi principal ayudante. El famoso Dillinger, como le llaman por ahí. Ya estará usted enterado. Y aquella lozana andaluza es Pilar.
Sánchez Ariño le saludó desde lejos caracoleando con los dedos, y la lozana andaluza consiguió romper la costra del maquillaje y del rouge para componer una sonrisa, a riesgo de que se le quedaran enganchadas para siempre las rimmeladas pestañas.
—Su fama le ha precedido. —Fonseca le miraba ahora con los brazos cruzados sobre una barriguilla alzada como un túmulo en el contexto de un cuerpo delgado—. El famoso Pepe Carvalho.
Seguía mirándole como si le fuera a pedir un autógrafo.
—Es usted mucho más famoso que yo.
—Mi fama es mala. Y todo por cumplir con mi deber. Mi vocación siempre fue ser policía. Yo soy de los que creen en la vocación y estoy totalmente de acuerdo sobre cuanto ha dicho Marañón sobre el asunto. Tuve la suerte de ser discípulo de Marañón y de Ortega. No se sorprenda. Tengo muchos años, más de los que aparento. A mí la guerra me pilló en la Complutense. ¿Quiere tomar una copichuela, como se dice ahora? ¿Un pitillo?
La misma manera de entregar el paquete, bien agarrado con la mano, por si en el último instante fuera más conveniente retirarlo y dejar al detenido con una frustración más. Pero esta vez lo ofrecía en serio y cuando Carvalho rechazó pretextando que sólo fumaba puros, Fonseca ofreció el paquete a Sánchez Ariño, y el aviejado adolescente, sin quitar los ojos saltones de Carvalho, le dijo que no con una mano en la que brillaba el anillo de oro reproductor de la cabeza de un comanche. Fonseca reprimió el movimiento inicial de ir a sentarse tras la mesa y ofreció a Carvalho asiento en unas butaquitas tapizadas de piel situadas junto a una ventana que daba a la Puerta del Sol. Sánchez Ariño quedaba a la derecha de Carvalho, sentado o recostado en un canto de la mesa sobre la que reposaba la máquina en que escribía la lozana andaluza.
—Pilar —dijo suavemente Fonseca sin mirarla.
Pilar se levantó y salió de la habitación entre vapores de esencia de magnolio empapando sus carnes abundantes, enfundadas en un vestido de lanilla lila sobre cuya espalda se mecía la melena teñidísima de azabache.
—Usted tendrá prisa y nosotros también. He de confesarle que me opuse desde el principio a que hubiera una investigación paralela. El señor ministro me lo pidió, dadas las circunstancias. ¿Qué circunstancias?, se preguntará usted, ¿o no se lo preguntará usted?
—¿Usted qué prefiere? ¿Que me lo pregunte o que no me lo pregunte?
—No vamos a engañarnos. Aquella carpeta de allí, la tercera, empezando por el lado de la derecha, está dedicada a usted y usted sabe quién soy yo. Si he aceptado su investigación es para que nunca se diga que Fonseca llevó este trabajo movido por apriorismos, por clichés. Yo soy un profesional. Ayer perseguí rojos y hoy amarillos. Mañana a lo mejor les toca otra vez a los violetas.
—U otra vez a los rojos.
Fonseca y Sánchez Ariño se miraron. El comisario se inclinó hacia Carvalho y arrugó la voz para escupir:
—¡Qué va! Ahora tienen bien agarrado el país por los cojones. Esta vez no lo sueltan —y se señalaba la bragueta con un dedo nervioso—. Los tiempos cambian.
Suspiró beatíficamente. Sus facciones se ablandaron, como si nada tuvieran que ver con el rostro crispado de hacía unos instantes. Era el mismo de siempre. El gran histriónico que podía abofetear y al instante siguiente arrodillarse y pedir perdón rogando que no se le obligara a comportarse así.
—Quisiera saber en qué fase se encuentran las investigaciones.
—Estamos haciendo un análisis de comprobación entre las distintas declaraciones de los miembros del Comité Central. Las declaraciones se tomaron en la madrugada del mismo día del suceso y en el lugar mismo del crimen. Fueron tomadas por funcionarios de la comisaría de distrito, aunque estaban presentes altos cargos de la Dirección General de Seguridad.
—¿Usted?
—¿Yo? No. Mi designación fue posterior. Yo seguía el curso de la investigación desde aquí. No me meto donde no me llaman. Ha sido una constante en mi vida.
En 1940 el joven Ramón Fonseca Merlasa se pone en contacto con la organización clandestina del Partido Comunista de España. Nadie le ha llamado, pero es bien acogido porque alguien le recuerda como un activo militante de la FUE en 1934, año de su ingreso en la Universidad de Madrid. Fonseca demuestra una gran temeridad en los primeros trabajos que le encarga el partido en unas condiciones históricas en que cualquier detención podía significar el fusilamiento. En 1941 llega a alcanzar un alto puesto en la red de Madrid y se le otorga la responsabilidad de contactar con el exterior, proponiéndole incluso para miembro del Comité Local. La actividad creciente de los grupos clandestinos pone nervioso al gobierno ante las exigencias alemanas de que terminen cuanto antes y ante las presiones de los embajadores aliados solicitando información sobre la represión. Fonseca podía haber prosperado en el partido y haber llegado a la dirección, pero se le exigió que hiciera caer todo lo que pudiera del aparato de Madrid y obedeció. Su rostro nunca sería olvidado por los hombres y mujeres que pagaron con la vida o veinte o treinta años de cárcel el éxito de su trabajo y cuando, años después, el partido se extendió por toda España y tuvo un régimen regular de caídas, fueron muchos los que reconocieron en el comisario Fonseca a aquel entusiasta infiltrado que citaba fragmentos de ¿Qué hacer? o de El Estado y la revolución con la fluidez de un experto y con la convicción de un fanático. Un fanático viejo y cansado era el que contemplaba a Carvalho, tratando de descifrar su código de comportamiento y de adivinar lo que estaba pensando del propio Fonseca. Una sonrisa de burla hacia el otro y la piedad hacia sí mismo bailaba en los labios del comisario.
—Han sido ellos mismos. De eso no le quepa la menor duda. Es una lucha por el poder.
—¿Por el poder en un partido quemado por un asesinato? No tiene sentido.
—Se tragarán el crimen. De hecho ya no sabían qué hacer con Garrido. Era un símbolo para los mayores de cincuenta o sesenta años, pero cada vez había más contestación entre los jóvenes. Y si no ha sido ése el motivo, aquí hay un ajuste de cuentas de la KGB como una casa, porque Garrido era un agente de la KGB como la copa de un pino.
—¿Y sus actitudes antisoviéticas?
—Le voy a poner en contacto con este chiquito, sí, con éste, para que le explique de qué va, señor Carvalho. Sánchez, venga, larga ya lo que hemos hablado tantas veces.
—Para qué.
—¿Cómo para qué? Hablando se entiende la gente. Hay que convencer al amigo. Hay que explicárselo todo. Diálogo. Diálogo. ¿No estamos en plena democracia?
—Si es inútil.
Y señaló la carpeta de Carvalho.
—Se refiere a sus antecedentes. Sánchez tiene la teoría de que el que ha sido rojo una vez en su vida lo sigue siendo siempre. Dale una oportunidad al caballero. Tiene un currículum interesante.
Sánchez Ariño suspiró resignadamente, recuperó la vertical y empezó a pasear mientras hablaba:
—La KGB tiene una sección especial de propagandistas antisoviéticos que son capaces de manifestarlo públicamente si esa manifestación favorece los intereses de la URSS. Por ejemplo, en Italia, España y todos los países del eurocomunismo o la euroleche. Los comunistas que hacen declaraciones públicas en contra de la URSS lo hacen porque a la URSS no le interesa dar la impresión de que puede instalarse en Europa o en cualquier país capitalista desarrollado un comunismo que le sea fiel. Juega a que el capitalismo sea tan panoli que se crea las discrepancias y acepte la alternativa euro. Luego ya recogerá los frutos, por ejemplo, los frutos de una política internacional no alineada, etc., etc. Es el ABC y no sé por qué me ha hecho largar, don Ramón, si es inútil.
—Supongamos que sea cierto este guión de telefilm. ¿Por qué liquidar a Garrido si tan bien lo hacía?
—Algo debió de salir mal. Tal vez se lo creyó y asesinándole no sólo se mata el perro sino la rabia. Es todo el partido el que queda tocado, desautorizado, y la Unión Soviética está en condiciones de manipular lo que quede de él o apoyarse en otra plataforma política más adicta.
—¿Ése es un apriorismo o ya es el final de una investigación que aún no ha empezado?
—Ésa es la teoría —sonreía Fonseca palmeándose las rodillas con las dos manos—. La investigación será la práctica.
—¿Y otros motivos? Una venganza personal. Un provocador de extrema derecha, de cualquier servicio secreto y no precisamente del soviético...
—Es posible. ¿Lo ve? Usted también parte de un presupuesto. Es su teoría. Y su teoría es exculpatoria del partido, del comunismo. Usted empieza la investigación con un compromiso político evidente. Será su teoría y la investigación será para usted una mera práctica que ratifique sus teorías. Y lo podrá hacer con mayor soltura que yo, porque usted va a dar la razón a sus señoritos y yo en cambio he de dar unas conclusiones que tranquilicen al gobierno, a la oposición, a todo Dios, porque, eso sí, hay que salvar la democracia. La democracia que no se escoñe. Desde luego.
Sánchez Ariño se puso a reír con risa atiplada, como si se le escapara por una rendija de su gravedad.
—¿De qué te ríes tú? ¿Eh?
Pero también a Fonseca le acometía un ataque de risa y se tapaba la boca con una mano que contenía el hervor de las carcajadas contenidas.
—Mira, que me haces reír. ¿Qué va a pensar este hombre? ¿Que es una juerga?
—Es que, jefe, tiene unas cosas...
Y reventaron finalmente hasta las lágrimas mientras Carvalho se levantaba y marchaba hacia la puerta.
—Falta algo.
Fonseca había vencido su propia hilaridad a caballo de la última carcajada. Al volverse, Carvalho le vio, primero serio, luego grave, burlón, trascendente, tendiéndole un papel lleno de anotaciones y números de teléfono.
—Quiero que pueda localizarme a cualquier hora del día. Luego que no se diga.
—¿Es verdad que ha habido tiros delante de las Cortes?
—Señora, circule, yo no sé nada.
Carvalho cogió el comentario al salir de la Dirección General de Seguridad y trasladó la pregunta a Carmela en cuanto entró en el coche. Carmela asintió con los ojos.
—No. En las Cortes no. Pero ha habido tiros en la plaza de Canalejas. Desde un coche y al aire. Ganas de crear clima. Ayer ya pasó en cuatro o cinco puntos de Madrid. Y esta mañana grupos de fachas han estado pegando palizas en Malasaña y en la Facultad de Letras. ¿Has visto eso?
Le tendió un número de El Heraldo Español. El jefe de Fuerza Nueva decía: «Quien a hierro mata a hierro muere.» «Los crímenes de una ideología criminal se vuelven contra los que detentan esa ideología.»
—En todos los periódicos hay cargas de profundidad. Los socialistas han sacado una edición especial de El Socialista; no tiene desperdicio; es un elogio envenenado a Garrido. Que si trató de democratizar el partido sin conseguirlo, que si se le escapó el control del movimiento sindical no pudiendo impedir que se radicalizara, que fue una víctima de la contradicción entre la realidad y sus deseos. Van a por nosotros. Todos van a por nosotros.
Alguien había dicho que lo peor que le puede ocurrir al que tiene manía persecutoria es que le persigan de verdad. Carvalho calculaba los años de militancia de Carmela. No podían ser muchos y, sin embargo, se le había pegado toda la cultura de catacumba, tal vez con el acompañamiento musical de la cultura del rock, también cultura de sótano y penumbra.
—¿Dónde quieres comer? Me han dicho que tienes el paladar postinero.
—Llévame de tascas.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Elige. O nos pateamos Argüelles o nos quedamos por aquí, Echegaray y todo eso.
—Sal de aquí, ya tengo este barrio muy visto.
Carmela aparcó el coche en un paso cebra de la plaza del Conde del Valle de Suchil, se caló las gafas de sol y empezó a caminar con decisión por Rodríguez de San Pedro.
—¿La cebolla rellena qué tal te sienta?
—¿Rellena de qué?
—De carne. La ponen en La Zamorana. Allí también puedes tomar un picadillo de carne muy bueno. Luego unos riñoncitos en Ananías.
—Para hacer boca. Pero luego hay que comer en serio.
—Tengo el estómago del tamaño de una cebolla rellena.
—Es tu problema.
Picó Carvalho en un rápido merodeo por las tascas arrestaurantadas de Argüelles y al exigir un restaurante donde consumar el acto de comer, Carmela recurrió a unos apuntes que llevaba en el bolso. Casa Ricardo. Yo no conozco casi nada. La verdad es que yo me considero comida y bebida. Carvalho se mostró implacable hasta conseguir sentarse ante un plato de morcillas seguido de otro de callos a la sombra de una jarra de vino de Noblejas.
—No entiendo cómo te cabe todo eso. Después de lo que has comido. Tres morcillas ocupan un esófago. ¿Dónde te las metes?
—Como para olvidar.
—Eso se lo dirás tú a todas.
—¿Si un hombre actúa según su conciencia, puede equivocarse? —preguntaba alguien a alguien. A pesar de la melosidad de los callos, Carvalho consideró que la pregunta merecía una cierta atención. Se volvió para contemplar la estampa ecuestre de un ejecutivo agresivo acorralando con sus evidencias a tres pasmados representantes de provincias.
—Tú me dices a mí: si reduces la plantilla me quedo en la calle con un seguro de paro que un día u otro terminará y después, ¿qué hago? Tú me dices a mí eso y yo tengo que pensarlo y llevarlo a donde tengo la conciencia.
—Es que...
—Déjame hablar. Ya lo tengo en la conciencia. Brrrummm. Brummmm. Brummmm. La conciencia empieza a darle vueltas a la cosa. Yo sé lo que es eso, bueno, no lo sé, pero puedo imaginármelo. Y mi conciencia me dice: reduce plantilla porque si no reduces plantilla, Macario, se acabó el invento y te verás obligado a cerrar. Yo te digo a ti: ¿qué es peor? ¿El mal de pocos y el bien de muchos o al revés?
—Visto así, desde luego...
—El mal de pocos. Además mi conciencia me dice más cosas. Hay una selección natural. Los fuertes quedan. Los débiles se van al carajo. ¿Cuántos fabricantes de pan han cerrado? Ninguno. ¿Cuántos fabricantes de tejido? Muchos. El pan se necesita cada día. Los tejidos de vez en cuando y a veces son más baratos importados.
—Es que, señor Macario, si usted me permite, Catalunya se hunde.
—¡Claro!
Concluyó Macario como si todo su largo esfuerzo razonador llevara a esta conclusión.
—Un poco facha el tío, ¿no? —susurró Carmela.
Carvalho seguía vuelto hacia el grupo y Macario se dio cuenta de que suscitaba interés en el atento comensal. Alzó la voz:
—Hemos llegado a la hora de la verdad. Si hay que entrar en el Mercado Común, se entra. Pero no entraremos todos, qué va...
—Qué va.
—Qué va.
—Qué va. Entraremos los que lleguemos a las puertas en buenas condiciones de competencia. ¿Qué fabricas tú? Relojes. De eso no necesitamos, se los compramos a los suizos o a los japoneses. ¡Claro! Si los suizos o los japoneses hacen los mejores relojes, ¿para qué vamos a hacer nosotros relojes?
Envió una sonrisa cómplice a Carvalho y el detective se la contestó abrumado por el impacto de aquella verdad objetiva.
—Ni tresillos —dijo Carvalho en voz alta.
Macario estudió los pros y contras de la intromisión de aquel extraño y decidió asumirla:
—Ni tresillos. ¿Qué haremos con nuestros tresillos?
—Tresillos quizá —forcejeó el representante valenciano.
—Nada de tresillos.
—Nada.
Aseguró Carvalho desde su mesa:
—En cambio os pondré otro ejemplo: morcillas. ¿Por qué no morcillas? ¿Por qué no estas morcillas bien fabricadas y, hala, a conquistar Europa? Os lo repito. No hay que ir por los caminos trillados.
Carvalho decidió retirarle su confianza a Macario y volvió a encararse a una Carmela perpleja.
—¡Pero tú eres un gamberro! ¡Te has quedado con ese tío y tan campante!
—Me gustan los filósofos de sobremesa. En todo ser humano hay un colaborador de las páginas dominicales de ABC, y las sobremesas en restaurantes sirven para desfogar esa creatividad reprimida. ¿Quieres que le pregunte si los churros tienen porvenir en el Mercado Común?
—Como lo preguntes yo me voy. Esto termina en la Casa de Socorro.
—Hay que ayudar a la gente a hacer la digestión.
Algo confundido por el súbito desinterés del desconocido, Macario había bajado la voz y estaba hablando de política:
—No podemos seguir así, hay que recuperar el sentido de la autoridad, todos los políticos son iguales.
Carmela se levantó secundada por Carvalho. El detective se inclinó hacia la mesa de Macario y le deseó un buen provecho. Macario se quedó a medio levantar y a medio ofrecer una copa porque Carvalho no le hizo ningún caso.
Había visto el salón del crimen por televisión y en la realidad le pareció más grande, lleno de vacíos, de esquinas, de recorridos variables. La mesa de la presidencia estaba situada sobre una breve tarima y tenía una anchura de sesenta centímetros. El asesino debió volcarse y asestar el golpe con una precisión inexplicable en la más plena oscuridad.
—Con precisión y con destreza de experto. Es la puñalada de un comando, de una persona entrenada especialmente para darla.
Santos y Mir habían convocado a los miembros del Comité Central residentes en Madrid y al servicio de orden presentes el día del asesinato. Carvalho pidió que se sentaran en los mismos lugares que habían ocupado el sábado anterior y que el servicio de orden se situara en las posiciones asumidas.
—¿Los más viejos siempre se sientan delante?
—Sí. Por una cuestión de oído, no se fían de la megafonía, qué le vamos a hacer, y por una cuestión de educación comunista. En las filas de delante no se puede leer el periódico, como algunos hacen en las filas de detrás.
Mir había anticipado su respuesta a la de Santos Pacheco, pero no impidió su intervención.
—Lo del periódico es meramente anecdótico. Se sientan delante también por una mayor confianza, por una mayor proximidad histórica con la dirección. Es comprensible. No es tan simple.
—Si tú lo dices. Pero detrás hay quien ha echado la siesta y con ronquidos incluidos.
—Un grano no hace granero.
—Pregúnteles si desean añadir algo a lo que declararon a la policía.
Santos se encaró a los miembros del Comité Central, distribuidos por la sala en una actitud de escolares entristecidos:
—Este señor es un experto en estas cuestiones, me refiero a las de investigación criminal. —Vaciló como si la palabra criminal no le pareciera la más adecuada—. En fin. Está aquí para ayudarnos, y cualquier cosa que se os ocurra o que recordéis y no figure en las declaraciones a la policía pueden serle y sernos muy útiles.
Nadie decía nada. Todos se lanzaban miradas a través de las distancias impuestas por los miembros de toda España que faltaban a la reunión.
—Que pregunte él —dijo una voz desde el fondo, y tras la voz se levantó un prototipo de penene—. Me parece que él sabe lo que quiere saber y nosotros no. Yo me confieso vaciado después de lo que ya declaré.
Los demás asintieron. Carvalho adelantó dos pasos y se tragó la sorna que asomaba a su sonrisa mientras pensaba que alguna vez soñó en dirigirse a un Comité Central pero en circunstancias bien diferentes:
—El apagón duró tres minutos. El tiempo justo para que los empleados del hotel acudieran a conectar nuevamente el fusible. En cinco minutos el asesino tuvo que moverse a una velocidad récord. Salir de donde estaba, acercarse a la tarima, adivinar dónde estaba el corazón, dar la puñalada, volver a su sitio de partida. ¿Alguien oyó algún ruido? O simplemente notó el aire que hace alguien al pasar. El asesino o bien consiguió entrar por alguna parte o salió de las mesas, y por el poco tiempo de que dispuso debió de correr muy de prisa por los pasillos que quedan entre las mesas.
—Se armó jolgorio cuando se apagó la luz —intervino uno de los viejos de la primera fila—. El propio Fernando hizo bromas, y entre las risas y los comentarios de siempre hubo bullicio y dudo que nadie pudiera notar cualquier movimiento en la sala.
—Pero si el asesino estaba sentado en esas mesas, su compañero de mesa o sus vecinos más próximos debieron de notar el movimiento al levantarse o al desplazarse.
Volvió a intervenir el penene:
—La percepción sensorial está predeterminada. Es decir, si el objetivo perceptor hubiera sido captar ese movimiento, se hubiera captado. Pero todos estábamos pendientes en primer lugar de la oscuridad y luego de los comentarios del propio Garrido.
—Camarada, tú das por supuesto que el asesino es uno de nosotros.
Era pregunta y queja a la vez en los labios de un hombrecillo más arrugado que la tierra sobre la que habría estado cavando buena parte de su vida.
—Yo no soy camarada de nadie. Eso que quede claro para empezar.
—En efecto —intervino Santos—. Creí que ya había quedado claro. El señor es un profesional contratado por el partido. Lo cual no quiere decir que no debamos darle toda nuestra colaboración.
—Señor profesional contratado por el partido... —Las risas de los demás marcaron la pausa del hombrecillo al que la socarronería le rezumaba por todas las arrugas—. Repito lo que he dicho. Usted ya da por sentado que el asesino estaba aquí, entre nosotros, que era uno de nosotros.
—Prepárense para lo peor, amigos.
Carvalho fue hacia la puerta y la abrió. Quedaron enmarcados dos miembros del servicio de orden.
—¿Estaban aquí?
—Un poco más lejos, aquí. —Retrocedieron unos pasos—. Pero en cuanto se apagó la luz fuimos hacia la puerta instintivamente, para comprobar si el apagón también se había producido dentro de la sala.
—¿Abrieron la puerta?
—Sí. Vimos que estaba a oscuras y volvimos a cerrar. Éste entonces reclamó a los que estaban allí, al comienzo de la escalera, para que fueran a ver qué pasaba.
—Volvieron a cerrar, ¿seguro?
—Seguro.
—Lo más normal es dejar abierta la puerta de una habitación a oscuras...
—Mir nos tiene mandado que esta habitación esté cerrada. Para que cueste entrar y cueste salir. Siempre nos dice lo mismo.
—¿Por qué ha de costar salir?
—Porque siempre hay quien se despista con la excusa de levantarse a fumar un cigarrito. Como está prohibido dentro...
Carvalho cerró la puerta y volvió a enfrentarse al Comité Central:
—Nadie entró de fuera o el servicio de orden miente. Si miente asume la responsabilidad directa del crimen porque podían haber dicho que no recordaban si habían cerrado la puerta o no. Ya sólo queda saber si eran todos los que estaban. ¿Todos los que estaban eran miembros del Comité Central?
—Sí. De eso puedo dar fe —dijo Santos—. Llevamos una lista, es decir, llevo personalmente una lista de los que asisten y de los que asisten parcialmente, es decir, de los que luego se ausentan, siempre por motivos justificados y en la mayor parte de ocasiones por trabajo político. En cuanto salieron los de la tele aquí sólo quedaron miembros del Comité Central.
—Pudo quedarse alguien que entrara con los de la tele —propuso una mujer cincuentona con aspecto de madre de doce hijos.
—De eso nada. —Era Mir el que sancionaba—. Entraron cuatro y salieron cuatro. Y cuando salieron yo cerré esa puerta y me fui a mi sitio.
—El misterio del cuarto cerrado —dijo el penene como si anunciase el comienzo de una película.
—Usted lo ha dicho. Y usted sabrá que el misterio del cuarto cerrado no existe a menos que creamos en la posibilidad de traspasar las paredes y ustedes son los menos inclinados a creer en estas cosas.
—Hay de todo. Hay mucho cristiano para el socialismo por ahí suelto.
Las risas se autocontuvieron ante la sensación de estar violando el luto.
—No podemos aceptar que el asesino sea uno de nosotros. Eso es lo que quieren. Quieren desmoralizarnos. Quieren sembrar la desconfianza en nuestras propias filas. ¿Han investigado bien el local? ¿No hay ninguna posibilidad de otras salidas?
—Hay una puerta de emergencia que se abre libremente desde dentro, pero que para abrirla desde fuera hay que utilizar una llave. Lo más que aporta esa puerta es que el asesino pudo haber escapado, pero al parecer no le interesó escapar, porque escapar hubiera significado identificarse.
—Es inaceptable —volvió a insistir el hombre arrugado.
Saltó el penene:
—Aranda. No seas irracional. Yo estoy tentado a pensar lo mismo que tú. Pero los hechos son los hechos. Los hechos son más tozudos que las ideas.
—Es inaceptable. Y os censuro el que hayáis buscado un profesional para solucionar este caso. Es un caso político y debe tener una solución política, entre nosotros, por el conjunto del partido.
—Podemos buscar un investigador que os dé la razón y que demuestre que el asesino es el diablo o el Espíritu Santo. Habrá salvado el partido pero se habrá cargado el materialismo dialéctico.
—Palabras, palabras. Mucho pico de oro hay por ahí —se defendía frente al penene el hombre arrugado.
—En las carpetas tiene todas las declaraciones transcritas de la cinta magnetofónica, más una reconstrucción de todos los movimientos de Garrido desde que salió de su casa, entró en el hotel, subió. Todo. Si es necesario volvemos a convocar el pleno del Central, pero hay una convocatoria para el próximo fin de semana con el fin de elegir secretario general provisional hasta el congreso. ¿Puede esperar unos días?
—Puedo.
—Tal vez haya sacado una impresión negativa de la reunión. Tenemos un pudor especial. No queremos que nuestras cosas se aireen, es como si aún estuviéramos protegiéndolas de la represión, como si aún tuviéramos complejo de clandestinidad. Además el acoso social y político es cierto. Hoy ya no se trata de aquel anticomunismo burdo del franquismo frente al que reaccionaban hasta los demócratas liberales. Hoy se ha instalado en la sociedad un anticomunismo de fondo, movido por los que buscan cómplices para su pasado represivo y por los que tienen miedo ante las propuestas de progreso del partido.
—No insista. Yo no voto.
—Sólo quería...
—Me basta con este dossier, pero necesito que me dejen suelto por la ciudad. La chica esa, Carmela, es muy agradable, pero ya sé andar solito.
—Ella está a su disposición, no al revés. Muévase a sus anchas, pero tenga cuidado. Ha habido movimientos de tropas por San Cristóbal de los Ángeles, Villaverde. Son movimientos tácticos, disuasorios. Nadie sabe nada de nada, pero se producen en toda situación de crisis. Los ultras andan sueltos. Están apalizando indiscriminadamente y han asaltado dos sedes del partido, en Aluche y Malasaña.
—¿Qué ha sacado en claro la policía del interrogatorio a Cerdán?
—La policía busca a Oswald. Cerdán conserva cierta influencia en el partido, sobre todo en los sectores intelectuales y entre algunos dirigentes del movimiento sindical. Pero de eso a pensar que pueda dirigir una conspiración interna contra Garrido sólo media un desconocimiento abismal del partido.
—Quisiera hablar con Cerdán.
—Es su problema.
—¿Mío o de Cerdán?
—De usted. El teléfono viene en la guía.
—¿No le cae bien?
—Fue un valioso camarada. Pero sabía demasiado.
—¿Cuándo se dio cuenta de que sabía demasiado, antes o después de que dejara el partido?
—Aunque no se lo crea, mucho antes.
—¿Por dónde se mueve ahora Cerdán?
—Ecologistas, radicales, feministas... —Santos abrió los brazos abarcando todo lo que podía ser ancho o serle ajeno.
—¿Cerdán? ¿Hablamos de la misma persona?
—Supongo.
—Una pregunta íntima. Ustedes desarrollaron cuerpos paramilitares cuando lo del maquis. Supongo que recibieron entrenamiento especial.
—El único entrenamiento especial que recibimos fue la guerra, la guerra civil y la segunda guerra mundial; muy pocos cuadros del partido habían recibido formación militar superior, teórica, y eso fue antes de la guerra y casos excepcionales: Líster, por ejemplo, cuando tuvo que marcharse de España y refugiarse en la URSS.
—Esa puñalada es la obra de un experto. Las buenas puñaladas se dan de abajo arriba y entre el asesino y Garrido estaba la mesa y la altura de la tarima. ¿El arma?
—Ha salido en todos los periódicos: un puñal checoslovaco especialmente fabricado para acciones especiales; es el puñal de los paracaidistas checos, por ejemplo.
—Un puñal para un experto, de hoja ancha y acanalada. Un puñal que abre un pasillo en el pecho.
A Santos le temblaban los ojos, como si el puñal le estuviera haciendo daño. Carvalho le dio la espalda saludándole con una mano y a su espalda sonó la voz de Santos:
—Si quiere ver a Cerdán le encontrará esta tarde a las ocho en la librería Antonio Machado. Presenta un libro.
—¿Controla su vida?
—Me limito a leer El País.
—¿Estoy invitado al entierro? ¿No se invita particularmente?
—El entierro será mañana a las diez.
Carvalho descubrió una Carmela nerviosa, dando paseos por la acera y consultando el reloj casi sin darle tiempo a marcar el paso del tiempo.
—Por fin. Estoy en un apuro. He llamado al fresco de mi marido y no puede ir a buscar al niño a la guardería. He de ir yo. ¿Te importa que nos acerquemos a la guardería? Luego se lo dejo a mi hermana y sigo contigo.
—He decidido liberarme de ti. Santos me ha dado permiso.
—¿Y ésos qué dirán?
—¿Mandan más que Santos?
—Es otro rollo. Ya les avisaré. Pero alguien te seguirá.
—¿Dónde está la librería Antonio Machado?
—¿Vas a comprar un libro o a lo de Cerdán?
—Por lo visto todos en este partido estáis pendientes de Cerdán.
—Está de moda. Le detienen. Le interrogan...
—¿Tú qué piensas de él?
—Que es un paliza. Pero iré a la Machado. Aquello va a ser una manifestación. Toma. —Le apuntó un teléfono—. Por si no voy. Estaré de guardia esta noche con mi chico. Por si necesitas algo. ¿Sabes dónde está la Machado? Pues también te escribo la dirección. Está muy cerca del pub Santa Bárbara. ¿Tampoco sabes dónde está el pub? ¿Pero de dónde sales? En Barcelona no os enteráis de nada...
Carvalho se quedó solo en Madrid, sobre una acera ajardinada que rodeaba la manzana enteramente ocupada por el hotel Continental. Vislumbró a una relativa lejanía los bloques de nuevos ministerios y se fue en busca de la Castellana, deseando salir cuanto antes de aquel barrio igual a cualquier otro barrio de hoteles y oficinas modernas de cualquier ciudad del mundo. Se lanzó Castellana abajo sin otro propósito que afirmar su libertad y comprobar si era seguido. Uno de los muchachos del comité de recepción del aeropuerto trataba de adecuar sus zancadas a las de Carvalho. Le esperó:
—Mira, chico, voy a tomarme unas gambas y luego a la librería Antonio Machado. Si quieres me venís a proteger a la librería. No creo que me pase nada tomando unas gambas. Tenéis un par de horas libres para echar un polvete o tomaros una limonada.
—No soy un chico. Me llamo Julio y prefiero enganchar sellos. Soy filatélico. Mir se va a cagar en nuestros muertos si le dejamos...
—Si quiero os descuelgo igual. Es mejor que pactemos.
—Usted haga lo que quiera. Nos han dicho que le sigamos y le seguimos. Si nos descuelga, pues, ya lo comunicaremos.
Se adelantó Carvalho dos pasos y decididamente paró un taxi. Por el cristal trasero vio cómo el muchacho corría haciendo ademanes, reclamando la ayuda de su compañero al volante de un coche.
—Métase en ese ministerio. Por la puerta lateral esa. Pare. Tenga.
Dejó en las manos del sorprendido taxista doscientas pesetas, saltó del taxi, saludó a un bedel y se dispuso a subir escaleras arriba.
—¿Adónde va?
—Me espera don Ricardo de la Cierva.
—Don Ricardo no es de este ministerio. ¿No ha visto en la puerta que éste es el Ministerio de Comercio?
Ni rastro de sus seguidores en la calle. El aire de Madrid olía a gambas a la plancha.
—No es por azar que a pronto de entrar en la sicosis del fin del milenio se ponga de moda un libro como 1984 de Orwell y renazca el interés por las otras dos propuestas de literatura utópica más consistentes del siglo xx: Un mundo feliz, de Huxley, y Nosotros, de Zamiatin. No es que el fin del siglo confirme las premoniciones utopistas de estos tres autores, pero en una época de crisis, los sectores más críticos de la cultura viven la pesadilla del hundimiento de todos los modelos y cuando no hay modelos avalados ni avalables no queda otra salida que la utopía o el cinismo, a veces disfrazado de un pragmatismo disfrazado de eficacia histórica disfrazada de la virtud de la prudencia. No quisiera hacer sarcasmos en presencia del cuerpo sin vida de un hombre que me mereció todos los respetos y que hoy me merece sólo el respeto de los que creyeron en él como portavoz del proyecto revolucionario. Pero en presencia del cuerpo sin vida de Fernando Garrido me planteo qué se hizo de la prudencia revolucionaria que tanto reclamó en sus últimos tiempos para disimular que había perdido toda posibilidad de imprudencia. He dudado entre respetar la convocatoria de este acto, planteada previamente al asesinato, o anularla y sumarme al dolor que todo buen revolucionario debe sentir, aunque no considere a Fernando Garrido un revolucionario. Yo tampoco le considero un revolucionario y, sin embargo, quisiera que me creyerais cuando os digo que estoy triste, como sólo se puede estar triste cuando se pierde algo que afecta a la propia identidad. Y si he aceptado finalmente venir es porque este asesinato es por sí mismo un aparente aval de la utopía negativista. Sometidos a la pesadilla, los críticos de la realidad pueden reaccionar apostando por una utopía positiva o negativa. Una apuesta por la utopía positiva conlleva obedecer el mandato de Lenin formulado en un momento en que la crisis se cernía sobre el movimiento socialista ruso y europeo y, carente de todo modelo que no fuera un fracaso, Lenin hizo suya la propuesta de Liebknecht: estudiar, hacer propaganda, organizarse para mejor aprehender una realidad ya no aprehensible por una mecánica política progresivamente devaluada por su obcecación con su propia lógica y por su renuncia a entrar en un forcejeo dialéctico con la realidad. Una apuesta por la utopía negativa, en cambio, conlleva precisamente en estos momentos ver en el asesinato de Fernando Garrido una prueba de que el Mundo Feliz de Huxley está cerca, o que está cerca la Oceanía de Orwell o ese cosmos deshumanizado de Zamiatin. Y que ese mundo no es otra cosa que el sistema mundial de dominación que se traga a sus hijos, los integra en la fatalidad de las reglas del juego de la supervivencia y del equilibrio. Bajo este prisma, el teléfono rojo ni siquiera une. Ata. El asesinato de Garrido es una peripecia engullible que no va a desenterrar las picas de los sans-culottes ni va a sacar los tanques a la calle. Es un pedazo de carne ofrecido a la lógica del sistema y cuestionar este hecho significa cuestionar el sistema y poner en peligro la celebración de actos como éste o que se pueda reunir el Comité Central en la legalidad o que haya cursos universitarios para mayores de veinticinco años o que escritores como Vázquez Montalbán puedan ganar el Planeta. Ni Orwell, ni Huxley, ni Zamiatin pudieron prever que la confabulación para conseguir el mundo horroroso que profetizan pudiera resultar de un pacto implícito y explícito entre los dos sistemas antagónicos. Zamiatin era un narozni, un populista ruso que creía en una revolución campesina y en la implantación de un modo de producción asiático, frente al sistema de acumulación capitalista de estado que significó la NEP impulsada por Lenin y acuñada por Stalin. Huxley frivolizaba irónicamente sobre los excesos a que podía llevar el comunismo ruso, no comprendido en directo, sino interpretado a partir de la apasionada cháchara de los jóvenes comunistas ingleses de entreguerras, entre regata de Oxford y regata de Oxford. De hecho la obra de Huxley es un chiste que trata de alertar, mínima y liberalmente, a la supuesta conciencia liberal británica. Y en cuanto a Orwell, como muy bien dice Deutscher en Herejes y renegados: «Aunque su sátira está más claramente dirigida contra la Unión Soviética que la de Zamiatin, Orwell veía también elementos de su Oceanía en Inglaterra de su propio tiempo, para no hablar de Estados Unidos. En realidad, la sociedad de 1984 encarna todo lo que él odiaba, todo lo que le disgustaba en su propia circunstancia: la gris monotonía del suburbio industrial inglés, la mugrienta, tiznada y hedionda fealdad de lo que trataba de recoger en su estilo naturalista, reiterativo, opresivo: el racionamiento de la comida y los controles gubernativos que conoció en la Gran Bretaña en guerra...»
Levantó los ojos del papel al que había recurrido sólo para leer la cita y se encontró con la mirada de Carvalho. Sus ojos trataron de recordar y recordaron detrás de cristales más inmensos y entristecedores que los de veinticinco años antes y una máscara amarilla enfundó sus facciones, caídas como cámaras deshinchadas bajo la dictadura punzante de sus cabellos púas de lecho de faquir. Devolvió la mirada a la colectividad que venía desde el horizonte hasta formar una orilla de rostros alzados a sus pies de predicador:
—Ingenuos utopistas. Creyeron que es posible construir utopías para salvarse de las pesadillas y entonces se limitan a caer en la esclavitud de sus miedos a los que les siguen la pista lógica veinte, cuarenta, cien años, sin saber que las pesadillas se transforman y los miedos también. No hay imaginación que pueda prescindir de lo que nos pasa. ¿Qué utopía podríamos construir hoy a partir de ese cuerpo sin vida de Fernando Garrido, cuyo nombre no invoco en vano, cuyo nombre no invoco sin dolor? El paisaje es oscuro. Pero precisamente porque es tan negra la noche, puede resultar algo menos difícil orientarse en ella con la modesta ayuda de una astronomía de bolsillo. En el prólogo del primer número de la revista Hasta Luego expresaba que sentía una cierta perplejidad ante las nuevas contradicciones de la realidad reciente. Las contradicciones se han agudizado, pero estoy menos perplejo respecto a la tarea que había que proponerse para que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados en un ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo. La tarea, que en mi opinión no se puede cumplir con agitada veleidad irracionalista, sino, por el contrario, teniendo racionalmente sosegada la casa de la izquierda, consiste en renovar la alianza ochocentista del movimiento obrero con la ciencia. Puede que los viejos aliados tengan dificultades para reconocerse, pues los dos han cambiado mucho. Y en este empeño pueden reunirse movimientos varios, como el ecologista, portador de la ciencia autocrítica de este fin de siglo, o el feminista si funde su potencia emancipadora con la de las demás fuerzas de la libertad y, por qué no, las organizaciones revolucionarias clásicas si comprenden que su capacidad de trabajar por una humanidad justa y libre tiene que depurarse y confirmarse a través de la autocrítica del viejo conocimiento social que informó su nacimiento, pero no para renunciar a su inspiración revolucionaria, perdiéndose en el triste ejército socialdemócrata precisamente cuando éste, consumado su servicio restaurador del capitalismo tras la segunda guerra mundial, está en vísperas de la desbandada, sino para reconocer que ellos mismos, los que viven por sus manos, han estado demasiado deslumbrados por los ricos, por los descreadores de la Tierra. Lástima que Fernando Garrido no esté entre nosotros para recoger este llamamiento, esta propuesta de esperanza, de utopía positiva. Siento decirlo, pero ha muerto en las filas del triste ejército socialdemócrata, en las filas de los descreadores de la Tierra, aunque le salve para la Historia de su memoria, nuestra memoria.
Alguien dijo «amén» al lado de Carvalho. Era el penene de la reunión del Comité Central. Fue un amén sepultado por aplausos tan voluntariosos como asordinados, aplausos de entierro brillante, de sermón final de ciudad sitiada. Cerdán había sido rodeado de jóvenes dispuestos a dejarlo todo para seguirle. No le felicitaban. Le pedían bibliografía e iluminación sobre la realidad. Carvalho creyó reconocer alguno de los rostros que había conocido en el hotel Continental. Sorprendió a Carmela metiéndose un libro en el bolso y a Julio dando una palmada en la espalda de Cerdán. El maestro estaba cansado o al menos tenía los ojos cansados, unos ojos que se acariciaba con las manos, como estimulándoles a seguir contemplando la realidad del ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo.
—Nos ha llamado atontados —le dijo riente el penene—. No nos han presentado. Me llamo Paco Leveder y usted debe de ser Sherlock Holmes.
—El mismo.
—¿Se ha fijado? Nos ha llamado atontados. Cerdán siempre ha sido así. Ha vivido poniendo notas a la gente según se sabían la lección que él mismo explicaba. Hace años a mí me puso un nueve. Pero ahora estoy suspendido. ¿Quiere verle? Sígame.
Cerdán vio venir a Leveder seguido de Carvalho y se calzó las gafas para no quedar en inferioridad de condiciones.
—Sixto, qué majo eres, sigues predicando el fin del mundo. Tú insiste que un día u otro acertarás.
Cerdán no contestó a Leveder sino que tendió una mano en busca de la de Carvalho.
—Veintimuchos años después.
—¡Ah! ¿Pero ustedes dos se conocían? Me siento engañado.
—Tienes alma de lo que eres, Paco, un profesor de Derecho Político.
—Ya he leído los insultos que nos dedicas en el libelo ese que inspiras. Nos acusas de ser los intelectuales orgánicos de una dirección entreguista. Sixto, te pasas, que nos conocemos desde hace años y a comisario político no hay quien te gane. Había que consultarte hasta los adjetivos de las octavillas.
Pero Cerdán parecía más pendiente del discurso mudo que salía de los ojos de Carvalho que del discurso provocador de Leveder.
—¿Qué es de tu vida?
—Soy uno de los atontados que viven en el ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo.
—Hay dos clases de atontados: los conmovidos por el espectáculo y los que no se lo plantean.
—No me lo planteo.
—¡No le pegues una bronca a este señor, que no es de esta guerra, Sixto! Hemos venido a pedirte la bendición y nos vamos.
Cerdán empezaba a fastidiarse. Por otra parte picoteaban a su alrededor migajas de su saber jóvenes pálidos, con los brazos arqueados para siempre por un prematuro e imprudente acarreo de libros.
—Nos vemos después.
—Nos vemos.
—¿Yo también?
—Si no hay más remedio.
Leveder empujó a Carvalho hacia lo que quedaba del austero cóctel, concordante con los tiempos de crisis. Los cubitos de tortilla de patatas desaparecían al compás de un tenaz picoteo de palillos diríase que movidos por la mitad de la población china.
—El Cerdán de siempre —dijo alguien.
—Más pesimista todavía —comentó otro.
—Pero le ha dolido lo de Garrido.
—¿Por qué no iba a dolerle?
—Yo a veces me he dicho: que este tío piense y los demás nos dedicaremos a plantar coles.
—¿Ha oído?
Leveder estaba burlonamente preocupado.
—No es la primera vez que lo he oído. Cerdán produce estas impresiones. Es un seductor verbal. Domina la magia de las palabras y las hace venir de un reino cuya llave siempre está y siempre estará en su bolsillo. Es un gran shamán, un gran brujo dueño de la medicina de la realidad y del espíritu. Primero yo le adoraba, era uno de los dakois de Fu-Manchú. Luego le odié. Ahora me divierte. Toda cultura se merece un Savonarola. Cerdán es el Savonarola del comunismo español. Pero se está pasando, hostias. Se pasa el día llorando ante el muro de las lamentaciones y ahora le ha dado por lo de la salvación de las coles. De acuerdo que Madrid es irrespirable, pero lo del estercolero es muy fuerte. Y además eso de llamarnos atontados. No es una denominación simbólica, es una creencia. Tiene el don de provocar la expectación por la nota. Recuerdo que todos nos movíamos a su alrededor para que nos mirara y nos valorara. Si Cerdán no te miraba, kaput, algo debía ir mal en el coeficiente. Recuerdo la ilusión que me hizo el día en que me sentó a su derecha y dijo: «Este joven tiene un gran talento analítico.» Para él había gente que tenía talento analítico y gente que tenía talento sintético. Años después me comentó: «Fulano de tal tiene un gran talento analítico, en cambio zutano tiene un gran talento sintético.» Y a mí me parecían aquellos dos unos solemnes gilipollas.
Alto, casi pelirrojo en el cabello que le quedaba y en la barbita recortada como un festón subrayante de una cara larga, Leveder se bebió tres chinchones secos en dos minutos:
—Hay que matar la úlcera. A ver si cenamos con Cerdán. Él tiene interés. Tiene ganas de sonsacarme algo después de lo de Garrido. Lo voy a maltratar. También debe de tener interés en dialogar con usted. ¿Se conocían mucho?
—Demasiado.
—Mal asunto. Cuando conoces demasiado a Cerdán quedas inmunizado para cualquier propuesta religiosa. Estoy preparando un ensayo impublicable en el que relaciono las actitudes de Cerdán con las del Henry Bernard Lévy de El Testamento de Dios. ¿Sabe de quién hablo?
—No tengo el gusto.
—Un filósofo francés, el filósofo más «chic» del momento. A su lado Cerdán es como una lagarterana.
—Soy un modesto e inculto detective privado, pero no se lo diga a Cerdán. Quiero oírle hablar.
—Podría detenerle. ¿Está usted capacitado para detener gente? Mire, aquí llega la chica más guapa de la burocracia comunista occidental.
Se les acercaba Carmela. Fingió desconocer a Carvalho. Leveder hizo las presentaciones. Carmela presentó a Julio. Leveder prestó oídos a las quejas asalariadas que formulaban Julio y Carmela. En la asamblea de profesionales del partido no se había tenido en cuenta lo que se tiene en cuenta en cualquier empresa.
—Con el cuento de trabajo militante te explotan.
—Vosotros los de la dirección deberíais poneros a nuestro lado porque los viejos tienen una mentalidad de los años cuarenta, cuando había que pagar para que te fusilaran, no te jode.
—Por ejemplo, nos dan quince días de vacaciones por boda. ¿Y si uno tiene un ligue para toda la vida o para parte de toda la vida, qué? ¿No hay vacaciones? ¿Se prima el matrimonio legal? ¿Qué moral comunista es ésa?
—Con lo que ligas tú, Carmela, estarías siempre de vacaciones.
—Lo que pasa es que tú eres como ellos, y antes de enfrentarte a Santos o Mir o Poncela eres capaz de negarnos el saludo.
—Si me enfrento siempre.
—Pero por cuestiones serias, ideológicas. No por nosotros, la puta base.
—Los limpiabotas.
Leveder iba por el décimo chinchón y Carvalho dedujo que el chinchón le producía el efecto de un almidón interior porque el profesor aumentaba su tiesura por momentos.
—Os invito a cenar. A todos. Cenaremos todos con Cerdán y le explicaremos los problemas que tienen los comunistas realmente existentes, no los que él se inventa en la probeta. ¡Cerdán!
El llamamiento de Leveder atrajo a Cerdán para que no le siguiera poniendo en evidencia. Leveder le presentó a Julio y Carmela caracterizándolos como miembros de la puta base, como atontados supervivientes del ruidoso estercolero.
—Cerdán, te invitamos a cenar en Gades a cambio de que nos expliques si en la KGB cuentan los quinquenios en las pensiones de las viudas.
No ocultaba Leveder su voluntad de hacer público su discurso, ni Cerdán la de hacerle salir de la librería para impedir que el discurso continuara. Leveder iba por el chinchón número trece entre especulaciones de por qué la KGB escogía como agentes a personajes tan contradictorios como Sixto Cerdán y Paco Leveder. Salieron Carvalho, Carmela y Julio en pos de Cerdán, que llevaba cogido a Leveder por un brazo. Una muchacha con la mitad de la cara tapada por una melena rizada se quejó de que Cerdán le había dejado la bibliografía colgada.
—Véngase a cenar con nosotros —propuso Carvalho sin quitar la vista del nacimiento de una mórbida vaguada entre los pechos, insinuada en el vértice de escote del jersey.
—No quisiera molestar.
—No molesta. Nos gusta ver caras nuevas.
—Conozco a Leveder; he ido a sus clases como oyente.
—Entonces es como si usted fuera de la familia —dijo Julio y la cogió por un brazo.
—Necesito seis cafés y estos dos dedos —avisó Leveder en cuanto el maître del restaurante Gades les aposentó. Marchó hacia el lavabo sin quitar la vista de los dos dedos que iban a prestarle tan misterioso servicio. Cerdán sonrió en busca de la complicidad de Carvalho y se aprestó a completar la bibliografía que le suplicaba la invitada: «antes de que empecemos a cenar, a beber y todo eso». Carvalho aprovechó el aparte cultural para contemplar a sus anchas a la recién llegada, entre castaña y pelirroja, ojos marrón claro, labios carnales más que carnosos, un acantilado de sombra entre sus senos asomados al vértice de un jersey de lana verde, estructura ósea de mujer germánica dulcificada por tres o cuatro generaciones latinoamericanas, incluso, tal vez, alguna traza indígena en el corte de los ojos rasgados. Julio bromeaba con Carmela:
—Aquí donde me ves no soy un ignorante. Estoy haciendo una traducción de Lenin al pasota. A ver, dime algo de Lenin y te lo traduzco.
—Si yo no sé nada de Lenin, chico, soy de la puta base.
—Algo sabrás.
—A ver: explícame lo de la dictadura del proletariado en pasota.
—Los rojeras gusan pasar por el aro a los tragones hasta arrascar el raje en el fregao de los colores. La curranda ha de antoligar el cotarro. Pero esto es tirao. A ver, Cerdán, usted, camarada.
—No me llames de usted. No somos camaradas, por desgracia, pero no me llames de usted.
—Es que yo no tuteo a los intelectuales. Si es tan amable y me permite un aparte, dígame algo de Lenin para traducirlo a un idioma que yo me sé.
—¿Algo de Lenin? —Cerdán memorizaba y diríase que le hacía ruido la maquinaria cerebral—. Por ejemplo, una de las «tesis de abril»: ruptura abierta con el gobierno provisional preconizando el paso de todo el poder gubernamental a los soviets.
Volvió Cerdán a su bibliografía y Julio se aplicó a la traducción simultánea coreada por la risa sin fronteras de Carmela:
—Hay que esperrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios, rojetes o amapolas.
—A ver qué tal queda con amapolas.
—Hay que esparrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios.
Cerdán fue consultado:
—¿Y eso qué es?
—El idioma de mi tribu, de los pasota-leninistas.
La latinoamericana se reía y Cerdán se creyó en el deber estético de amontonar los menguados mofletes por si el movimiento muscular le provocaba la risa.
—¿Qué obra de Lenin me aconseja usted para traducir?
—Tutéame, chico. Podrías traducir ¿Qué hacer?
—Ya tengo el título: ¿Cómo montárselo?
Leveder apareció de pronto sobre su silla, vacío por la vomitona y en condiciones de asumir la situación:
—Estoy dispuesto. Pregunta. Me lo sé todo.
Cerdán le mandó callar para seguir con la bibliografía.
—¿Estás dirigiendo una tesis?
La bibliografía llegó a su fin.
—Ya está —dijo la chica, muy contenta, guardando el cuadernito en un bolso.
Cerdán ni miró la carta.
—Cualquier cosa. Espaguetis, supongo —añadió.
—Espaghetti alla maricona arrabiata —pidió Leveder.
—No tenemos de eso.
—Lo pido en todos los restaurantes y nunca tienen. Si te crees que te voy a contar quién ha matado a Garrido estás fresco.
Cerdán estalló:
—Si te crees que estoy dispuesto a tolerar tu incontinencia mental, te equivocas. Tienes la edad suficiente para controlar tus esfínteres. Como decía Pavese, todo hombre a partir de los cuarenta años es responsable de su cara.
Dudaron los demás si estaba dicho en serio o en broma, pero optaron por la duda expectante en tanto Leveder, como receptor del mensaje, se definiera:
—Me has convencido —contestó, y Carmela tuvo que volver la cabeza para que Cerdán no la viera reír.
Cerdán dio por imposible a Leveder y otorgó sus favores a Carvalho.
—¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida? ¿Universidad? ¿Editoriales?
—Importación y exportación de táperas e higos secos —se entremetió Leveder.
No pareció ser escuchado. Carvalho hablaba vagamente de negocios, Cerdán buscaba en un punto exacto del mantel dónde había quedado interrumpida la conversación veintidós o veintitrés años antes. Debió encontrarlo, porque miró sólidamente a Carvalho y quiso preguntarle algo que no podía preguntarle:
—¿Fue todo bien?
—Un par de años y a la calle.
—Lo mío fue muy duro.
—Estaba escrito.
Cerdán pasó por alto la leve ironía de Carvalho y volvió al frente de Leveder.
—He de decirte que tu homilía de esta tarde me ha parecido una mierda, una guarrada.
—Si sigues así me voy a tener que marchar.
—Ha sido una homilía buitresca, cebándote en la carroña humana de Garrido y en la carroña política en general. Chin. Chin.
Nadie secundó el brindis de Leveder. Los ojos prefirieron pasar recuento al poblado establecimiento. Cada cual quedó en su isla. Hasta Julio se ensimismó y Carmela buscó algo en el bolso que no estaba dispuesta a encontrar. Leveder les sorprendió preguntando a Cerdán si tenía muy adelantado su trabajo sobre Socialismo y burocracia. No tanto como quisiera. Y a partir de este punto Leveder y Cerdán se sinceraron sobre los problemas de la docencia, de las traducciones, del tiempo para contemplar, viajar o no hacer nada. Era una conversación entre modistos del espíritu sobre las excelencias de los tejidos más apropiados o la irremediabilidad del retorno a la minifalda. Tranquilamente pasaron a Garrido. ¿Cómo está Luisa? Imagínate. Carvalho descubrió de pronto que en la vida de Garrido había una Luisa, como debía haberla en la vida de Cerdán. Una Luisa. Hijos. Cuestiones domésticas. Pequeños dolores cotidianos del espíritu nunca lo suficientemente sofocados por las grandes coartadas.
—La última vez que lo vi fue en el transcurso de una reunión fallida para montar una marcha hacia Torrejón en contra de las bases americanas. Garrido quería darle el característico aire consensual. «Juntos pero no revueltos», le dije. «Cada cual con sus eslóganes.» No fue posible. Tuvimos una conversación muy sincera. Me dijo: «Te envidio, puedes actuar como si la Historia acabara de empezar.» Ése es en gran parte el drama de los partidos obreros tradicionales. Su lógica interna resulta privilegiada y les separa de la realidad.
Leveder no oponía resistencia. Tenía la ideología triste aquella noche y no le importaba que Cerdán se subiera al monólogo. Decía que no con la cabeza o iba al encuentro de los espaguetis con la suavidad de un comensal bien educado. Carmela y Julio escuchaban fascinados a Cerdán, como si por primera vez estuvieran en la platea del teatro de la inteligencia. Hasta Carvalho se sintió entregado al rezo de tristes evidencias que salían de los labios de Cerdán. Como quien huye de su propio sueño, Carvalho parpadeó y se fue hacia la barra. Tenía sed de cerveza de barril.
—Me llamo Gladys y estoy muy de acuerdo con lo que no has dicho. Los demás hablaban y tú callabas.
—¿Argentina? ¿Chilena? ¿Uruguaya?
—¿Y por qué no colombiana, peruana o de Puerto Rico?
—Cada cual tiene sus gustos sobre exiliados.
Rió echando la cabeza atrás como Rita Hayworth en Gilda y enseñó una garganta apenas mancillada con suaves anillos de serpiente joven. Puso suavemente otra vez la mano sobre el brazo de Carvalho, como si le sirviera de punto de apoyo para recuperar la serenidad.
—La verdad es que me pierdo. En mi país ya estaba muy acostumbrada a todo este rollo. Nos pasamos años y años enrollándonos sobre si la transición al socialismo, o lo que quieras. Y mientras tanto los «milicos» iban afilando las bayonetas. Soy chilena. Y no te creas que me limité a mirar las cosas desde lejos. Estuve en primera fila, en el Tren de la Libertad que recorría Chile de arriba abajo con un mensaje de cultura y comunismo. Pero ellos tenían la aviación.
Daba tristes vueltas a un vaso que también se había puesto triste, como si los cubitos de hielo fueran el resultado de sus ojos pesimistas. Carvalho apoyó la espalda contra la barra, con los codos sobre el mostrador, dando la cara al comedor, a la mesa donde Leveder, Julio, Cerdán y Carmela seguían afinando los instrumentos de una orquesta imposible.
—¿Necesitas una aspirina?
La chilena abrió los ojos para fingir más sorpresa de la lógica:
—¿Una aspirina?
—Tengo un amigo, o tenía un amigo, que ligaba así. Se acercaba a una chica y le decía: «Señorita, ¿necesita una aspirina?»
—¿Y le salía bien?
—Siempre.
—¿Y a ti?
—Tú dirás.
—¿Dejamos a ésos? ¿No te interesan sus discursos sobre la Historia?
—Tengo bastante historia ya por hoy. Desde que he llegado a esta ciudad parezco vivir dentro de un libro escrito por un sociólogo o cualquier chorizo de este tipo.
—¿Odias a los sociólogos?
—Entre otros.
—Yo lo soy.
—Trataré de olvidarlo.
Carvalho empezó a andar hacia la puerta. Gladys le siguió, reclamando que se detuviera:
—¿No te despides? ¿Pero cómo eres?
—No nos necesitan.
Pero volvió la cabeza y vio a Carmela pendiente de su marcha. Con los ojos inmensos y negros llenos de malicia. No se dio por aludido y esta vez empujó a Gladys hasta la salida.
—Te invito a un paseo por el barrio viejo.
—Madrid está lleno de barrios viejos.
—Por la plaza Mayor.
Carvalho se encogió de hombros. Paró un taxi borracho de fuel-oil, acatarrado, espasmódico. El taxista tenía que bajarse la bufanda para hablar. Se disculpó:
—Es que me han sacado una muela y estoy grogui.
A Gladys le dio por reírse por lo bajín.
—¿De qué te ríes?
—De la aspirina.
Carvalho le puso una mano sobre el hombro como para contenerle la risa y le señaló al taxista:
—Va a pensar que nos reímos de él.
—Señor. No me río de usted. Es que nos ha pasado algo muy chusco.
—Por mí pueden reírse hasta de Tierno Galván. Para eso hay democracia.
Les dejó frente al Arco de Cuchilleros. Penetraron en la plaza Mayor como si estuviera expuesto al Santísimo. Subían palmas y guitarreos roncos desde las cuevas llenas de turismo de invierno. Estaban casi solos en la plaza iluminada por las farolas, sin otro testigo que la estatua ecuestre de Felipe IV.
—Parecemos una pareja de turistas americanos paseando por cualquier plaza de Roma en cualquier película de los años cincuenta.
—Entonces yo era muy pequeñita.
—Yo no.
Al andar se tocaban los hombros. Del abrigo de lana marfileña salía un hondo calor de mujer perfumada. Le caían los rizos de una permanente leve sobre la espalda y los movía al hablar, como si fueran pompas de jabón o campanillas de reclamo que brillaban más que la luminaria amarillenta de la plaza. Balconada y ventanas parecían cerrar su propia memoria más que abrirse a un tiempo que no les pertenecía y Carvalho recordó sus paseos de joven conspirador con poco dinero, o sus citas bajo los soportales, generalmente junto al portalón de una oficina municipal, también dedicada a oficina de turismo en cuyo escaparate siempre estaba La cocina de Madrid de Entrambasaguas.
—Quiero ir allí a comprobar una cosa.
El libro estaba allí, como a fines de los cincuenta, y parecía ser el mismo, como parecían los mismos sus acompañantes en aquel coro de madrileñismo subcultural.
—¿Te documentas para ir por la ciudad?
—Recordaba cosas. Hace años pasé muchas veces ante este escaparate y a la fuerza me leía los títulos de libros que no me interesaban nada. Ahora me interesa ése.
—¿El de cocina?
—El de cocina.
—¿Tú también, Bruto?
—¿Qué quieres decir?
—Todos los progres de esta ciudad cocinan. Se invitan los unos a los otros para probar los guisos. Y todo lo hacen los hombrecitos, ellos solitos. Parecen chalados. Dicen que están recuperando las señas de identidad. Hasta han dejado de divorciarse para pasar a cocinar.
—¿Conoces a mucha gente?
—Conozco. Tengo que moverme. Las cosas no han sido fáciles. Aquí la izquierda nos ha dado una solidaridad muy sincera pero con muy poco dinero.
Unos extranjeros borrachos desembocaron en la plaza cantando ¡Que viva España! Gladys y Carvalho se sintieron expulsados de la plaza sin que nadie les dijera nada. Salieron a la calle Mayor, se metieron por las callejas que llevaban hacia Ópera y la plaza de Oriente. Se oían sus pasos entre pulcros enrejados que parecían dibujados sobre las fachadas blancas y los marrones intensos de cornisas y postigos.
—El silencio va bien después de tanta palabra.
Carvalho asintió y le pasó un brazo sobre los hombros. Ella echó la cabeza hacia atrás como para apresar el brazo en su nuca.
—¿Por qué me has escogido a mí? Podías haber salido con Cerdán o Leveder o cualquier otro.
—A Leveder lo tengo muy visto y con Cerdán sólo iría a un seminario sobre cualquier potingue del espíritu. Tú callabas. Me gustan los hombres que callan.
—Siempre espero encontrarme a una mujer a la que le gusten los hombres que callan. Por eso callo siempre.
—Eres un malvado.
—Además estoy en una ciudad nueva y las ciudades nuevas prometen la aventura.
—Yo sé que soy
una aventura más para ti
y al pasar esta noche
te olvidarás de mí.
—Los Panchos.
—Yo no la aprendí con Los Panchos. Qué viejo eres.
A contrasombra, Gladys ofrecía un perfil casi clásico, sólo traicionado por una nariz excesivamente afinada. Carvalho le pasó un dedo por la frente, por la nariz, por los labios, la barbilla. Volvió a los labios porque estaban calientes y húmedos. Gladys los abrió suavemente para apresar el dedo, sorbió el dedo, lo situó entre los dientes y mordió:
—¡No corras tanto, forastero!
Había corrido ella unos metros y desde allí se volvía para comprobar la sorpresa de Carvalho. Volvió a caminar a su lado, dejaron atrás Ópera para salir a la plaza de Oriente. A Carvalho le parecía imposible que los gritos de «Franco, Franco, Franco» hubieran podido contaminar aquel prodigio de ensimismamiento histórico, urbano, protegido por el tabique de cartón piedra del palacio, con los campos adivinados al fondo, en su grandeza de pretextos para dar volumen a los cuerpos de Goya o de Bayeu.
—Es el lugar más antifascista del mundo. Las manifestaciones aquí debieron celebrarse con sombrilla. Debería ser obligatorio venir con sombrilla.
Se sentaron en un banco y ella le explicó cómo había salido de Chile gracias a la embajada de España. Él le dijo que era consejero de una editorial de Barcelona y estaba en Madrid de paso.
—¿De qué editorial?
—De Bruguera.
Gladys le acompañó hasta la puerta del hotel. Leyó en los ojos de Carvalho una invitación a subir.
—Hoy no. ¿Puedo verte mañana?
—Tendré un día agitado.
—Yo también. Ya tarde. A las once, en Oliver.
Recuperó la carpeta en la recepción del hotel. Remoloneó por la habitación sin ganas de trabajar, haciendo añicos recuerdos compartidos con Cerdán, recién salidos de un baúl olvidado. Una conversación sobre el tránsito de la cantidad a la cualidad, a propósito de un libro de Sartre. Lo buscaría sañudamente por las estanterías hasta dar con él y quemarlo. En cuanto volviera a Barcelona. Los preparativos de huelgas nacionales pacíficas de veinticuatro horas. Aquel trabajo sobre el esquematismo, el dogmatismo y el cesarismo que Cerdán le aconsejó no entregar a la dirección. Jornadas enteras, noches, madrugadas de interrogación de la vida y de la Historia bajo los altos pinos del jardín de la villa donde veraneaban los padres de Cerdán. Estoy leyendo a Jung. No es marxista. Es un discípulo de Freud, informó Cerdán con una cierta inseguridad en la voz. Luego Cerdán convertido en un ejemplo constante ofrecido como alternativa a la progresiva abulia de Carvalho, aquella abulia carcelaria llena de gorrioncillos heridos y maricones mongólicos, epilépticos auténticos o falsificados, fuguistas ensimismados como pistoleros del Far West vencidos para siempre y lejos, muy lejos, en otra cárcel, bajo otro cielo, sin duda más duro, el ejemplar Cerdán con sus seminarios educadores de clase obrera enrejada, su gimnasia, su David Ricardo, su trabajo de partido, ¿ya realizas trabajo de partido?, le preguntaban los jóvenes directores espirituales que conseguían burlar el filtro de las comunicaciones, especialmente Gabardinetti, aquel doble de espadachín de Hollywood que acabaría sus días ligando con suecas en Australia o con australianas en Suecia, escandalizado ahora, allí, a medio kilómetro de rejas, porque Carvalho no practica, porque Carvalho pierde el tiempo siguiendo el vuelo de los vencejos hacia el oeste o escuchando la historia de Juanillo, apuñalador de coños, ¿realizas trabajo político? Gabardinetti, vete a tomar por culo, Gabardinetti, la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas no se seguirá en esta cárcel, no la propagaré al viejecillo que se untaba la polla con leche condensada para que se la chuparan los niños, ni al suegro que mató al yerno porque le pegaba a la hija con el planchamangas. ¿Con el planchamangas? ¿Está seguro, abuelo? Vete a tomar por culo, Gabardinetti, tendrías que seguir el ejemplo de Cerdán, ha montado una célula de traductores de Toledo, ¿en Toledo?, no, en Burgos; uno es comunista allí donde esté, asegura Gabardinetti antes de irse de vacaciones a Lloret de Mar, la fe del camarada Carvalho flaquea, no pasa informes políticos, ni nada nos ha dicho de que el Bizco se tira a la vaca o a la cerda cada vez que sale a la granja penitenciaria, la vaca y la cerda se regenerarán durante veinticuatro horas el día en que se proclame la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas. Qué jóvenes y qué imbéciles éramos todos, Gabardinetti, Cerdán, qué memos y cómo los gestos fundamentales de entonces son los gestos fundamentales de ahora. Del éxtasis del techo a las triplas blancas de la carpeta. Planos. Nombres. Cifras, declaraciones. Inventario de los objetos personales hallados en el cadáver de Fernando Garrido. Reloj de oro con una dedicatoria de Kim Il-sung, paquete de tabaco rubio, billetero con tres mil pesetas, carnet de identidad, carnet del partido, una postal de Oriana Fallaci, pañuelo de bolsillo, un llavín, un orden del día, briznas de tabaco rubio, un mechero, una agenda. Cuando se suicidaron los esposos Lafargue, Lenin escribió: «Si uno no tiene ya la fuerza necesaria para trabajar en el partido, debe tener el valor de mirar la realidad cara a cara y morir como los Lafargue.» Santos Pacheco, oh viejo jefe indio, hombre blanco matar Águila Negra. Carvalho se hizo un plano de la sala, distribuyó nombres en los asientos según figuraban en las indicaciones que le habían dado, nombres, edades, distancias, paseó por la habitación a distintas velocidades. ¿A la velocidad del odio? ¿Del resentimiento? La transcripción de la cinta magnetofónica:
—Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.
—Ja. Ja. Ja.
—Vaya. Lo que faltaba. Se han fundido los plomos.
—Los fusibles, ignorante.
—Estos de Comisiones Obreras siempre en huelga.
—Ja. Ja. Ja.
—¡Acomodador! Que alguien vaya a mirar.
Un ruido de terremoto cercano.
Suspiros de alivio.
Y de pronto un silencio que crece.
—Fernando, ¡Fernando! (Es la voz de Santos.)
Y la Torre de Babel.
La perplejidad de Carvalho ha sido prevista por Santos Pacheco: «No se sorprenda por una grabación que prosigue a pesar del corte de luz. Quedó inutilizada la grabadora central, pero se utiliza una pequeña grabadora a pilas por si hay averías, al menos durante el informe político y las aportaciones de los camaradas al informe político.» José Martialay Martín. Obrero de la Construcción. Responsable de Movimiento Obrero: «Era una reunión normal, sin un gran tema dominante. Garrido estaba como siempre, yo estaba como siempre. No me di cuenta de nada hasta que se encendió la luz y eso que estaba sentado a la derecha de Fernando.» Prudencio Solchaga Rozas. Minero de Almadén: «Ahora me parece que todo duró muchísimo, pero sólo fueron unos segundos. Garrido fumaba y ésa era toda la luz que había. Ahora recuerdo que de pronto hasta esa luz desapareció; fue, sin duda, cuando Fernando cayó sobre la mesa. No podía ver nada ni oí nada especial. La gente hablaba y se cachondeaba de la situación. ¿Quién iba a imaginar lo que estaba sucediendo?» La luz emitida por Fernando Garrido aparecía en siete declaraciones. «Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.» O Garrido había violado su propio código o siete miembros del Comité Central se habían sugestionado e imaginaron un cigarrillo en sus labios. Eran las seis de la mañana. Clareaba. Demasiado pronto para sacar a Santos Pacheco de la cama y preguntarle: «¿Fumaba Garrido al empezar la reunión?» Luis de la Mata Requeséns. Dentista de Requena (Valencia): «Había otro médico en la sala, más idóneo para lo que había ocurrido, el camarada Valdivieso, internista de La Paz y especialista en cirugía cardiovascular. Pero el diagnóstico fue inmediato y fácil. Una puñalada como la copa de un pino. Limpia, directa al corazón. La muerte fue instantánea. Sin duda la puñalada de un experto, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de oscuridad en que la dio y lo difícil que es dar una puñalada de frente y con una mesa por medio. El asesino debe tener ojos de gato, hay personas que se mueven en la oscuridad con más soltura que otras, pero eso es todo, es una diferencia mínima.» Ezequiel Hernández Amado. Sacerdote: «Lo primero que pensé fue en darle la absolución y se la di, en voz muy bajita, no porque temiera la reacción de algún compañero, eso no porque que yo y muchos otros tengamos fe está perfectamente asumido por mis camaradas declarados “ateos”, sino porque creo en la absolución como un acto íntimo entre tres entes: el sacerdote, el pecador y Dios. Pronuncié el ego te absolvo a peccatis tuis con la creencia total de que pocos pecados había que perdonarle a Fernando Garrido; quien ha dedicado toda su vida a luchar por la dignidad humana tiene un crédito celestial sin fondo, estoy seguro. Tal vez mi deformación profesional me jugó una mala pasada y la absolución y el rezo me impidieron fijarme en otras cosas; en aquel momento me pareció lo más urgente; cada uno es cada uno, de todo ha de haber en la viña del Señor.» Carvalho seleccionó las notas que había tomado. Las convirtió en preguntas. Luego seleccionó las preguntas. Trató de dormir. Aunque sólo fuera media hora. Pero vio gente en la calle cuando fue a correr las cortinas y creyó oler perfume de churro, oír el claqué de las tazas de café sobre los platillos. Se duchó.
Siluetas de plomo sobre las azoteas de la carrera de San Jerónimo, Fernanflor, Marqués de Cubas, plaza de Cánovas. Como si toda la policía de España estuviera revoloteando o concentrada en aquella encrucijada de Madrid, formaba un cordón marrón que delimitaba como un festón la zona del homenaje popular. Un verdadero cerco armado reconstruía un trapecio con su base en el paseo del Prado, sus laterales en Atocha y Alcalá y el techo en Espoz y Mina y la Puerta del Sol. Cada encuentro de calles importantes un jeep, cada plazuela una furgoneta enrejillada repleta de bultos marrones con las armas a punto. Y en el cielo el vuelo de un helicóptero como un pájaro de mal agüero. Garrido salió de las Cortes sobre los hombros de los miembros del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España y, al aparecer, los aplausos fueron contenidos por un imperativo chist nacido de lo más profundo de la multitud.
—¡Viva el Partido Comunista de España! —gritó la voz rota de una mujer, y un viva flamígero abrasó las fachadas e hizo vacilar las siluetas de plomo de los policías de azotea.
Luego un silencio para el flash histórico mientras se conformaba la presidencia del partido, la familiar y la oficial. Al frente de la del partido, Santos con la cabeza inclinada para abrigar el escozor de las lágrimas. En la oficial, el jefe de Gobierno con la representación del Rey, el capitán general de la Primera Región militar, presidente de las Cortes, tres ministros y el presidente del Tribunal Constitucional. Con banderas de sus países entre las manos, los secretarios generales de los partidos comunistas de Italia, Portugal, Francia, Japón, Rumania, delegaciones de la totalidad de países con más de cinco comunistas en el censo. Además los secretarios generales de los partidos socialistas de Italia, Francia, Portugal, Grecia y representaciones del Frente Sandinista y el PRI. Tras ellos, una morrena lenta de glaciar rojo. Banderas rojas contra el cielo difícilmente azul de aquella mañana de octubre, pañuelos rojos en los bolsillos de las chaquetas, en las manos. Parecían rojos también los puños que se alzaban y bajaban con voluntad de martillos, con precisión de émbolos.
Arriba, parias de la tierra,
en pie, famélica legión,
empezó una voz de mujer agridulce y se puso a cantar toda la larga y ancha melena roja que seguía el féretro. En la plaza de Cánovas se fue alejando el canto hasta la cola de la multitud, porque la Banda Municipal de Madrid recibió la cabeza del sepelio con la Marcha real, lenta, como interpretada en las exequias de un joven y pálido príncipe tuberculoso. Y tras la primitiva tolerancia, los barítonos comunistas gritaron más que cantaron La Internacional, con los cuellos enervados y la división de opiniones entre el respeto táctico al himno real y la necesidad emocional de La Internacional. Zanjó el pleito Tierno Galván, alcalde de Madrid, subiendo a la tribuna y pronunciando una oración fúnebre breve y lenta:
—En el entierro de un hombre que no era religioso no hay mejor oración que el respeto a su heroísmo por negarse a sí mismo el consuelo de la resurrección. En Fernando Garrido vida e historia son la misma cosa. Desde que nació creyó que la esperanza de cada hombre sólo se realiza por la emancipación colectiva y se hizo revolucionario porque creía en el hombre. No hay identidad más indisoluble, más ética que la que se establece entre socialismo y humanismo. El socialismo ha quitado la ética a los filósofos y se la ha dado a la clase obrera, como Prometeo robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. La historia de Fernando Garrido la sabéis todos y sobre todo la sabéis los que sois conscientes de vuestra propia historia y del papel que ha jugado en ella la lucha contra el fascismo y por la libertad. Yo saludo al viejo amigo, al viejo compañero en horas propicias a la desesperanza en las que nunca desesperó. Era un hombre fuerte, hijo de un pueblo fuerte, de una clase social fuerte. Nunca pude llamarle camarada, pero siempre supe que éramos camaradas y que jamás nos separarían del todo las tácticas y las estrategias. Adivinó que en un futuro, ya no muy lejano, comunistas y socialistas están condenados a construir el socialismo con la libertad y a garantizar la libertad con el socialismo. A vosotros, comunistas, os puso en camino de esta evidencia. A nosotros, socialistas, nos enseñó el final de un camino todavía largo. Alguien ha dicho que la lucha final será entre comunistas y ex comunistas. Yo os digo que no habrá lucha final porque ejemplos como el de Fernando Garrido dan pleno sentido a La Internacional como canto y espíritu unitario. No lloréis por su muerte. Abrazad su ejemplo.
De nuevo los aplausos trataron de falsificar el acto, pero siseos y sollozos los ahogaron. Santos subió a la tribuna y se quedó mirando a la multitud. «¡Camaradas!», dijo y se quedó mudo como si de pronto hubiera descubierto que Garrido había muerto y la angustia se convirtiera en una bola de nada en su garganta. «¡Camaradas!», volvió a repetir con la voz patinando por la amargura. Entonces bajó la cabeza y levantó el puño para que un bosque de puños empalizara el ámbito noble de la plaza, ante la observación serena, distante y perpleja de las estatuas asomadas a la verja del museo del Prado. Santos se apartó para dejar sitio al último orador.
Rafael Alberti subió a la tarima con las piernas lentas y el cuerpo rápido, el señorío y el desplante de su rostro conservado en almíbar de una melena blanca y lacia de poeta brujo:
Fernando Garrido tiembla
la soledad tiembla el agua
tiembla de ira la gleba
que ha de salvar España
la gleba que es clase obrera
con los puños por bandera
roja roja roja roja
como la sangre y la niebla
que ha puesto luto al olivo
y desorden en las siegas
desorden de atardecida
en plena mañana abierta
desorden de sombra mordida
por los perros de la muerte
perros azules o negros
el fascismo no combate
mata a oscuras mata a golpes
y de su niebla renace.
Fernando Garrido eras
conductor de coexistencias
la del río con el agua
la del fuego con la hoguera
y la voz con la herramienta.
Vendrán de cielos futuros
arcángeles o planetas
para ver en su hermosura
de este mundo construido
con tus palabras de tierra
Fernando Garrido muere
la muerte vive la vida.
¡Muera la muerte! ¡Viva la vida!
«Muera la muerte», coreó la multitud mientras crecía y se imponía: Vosotros, fascistas, sois los terroristas. Las presidencias se mezclaron. Santos se abrazaba con ministros y con delegados extranjeros. Se dio un marcial apretón de manos con el capitán general de Madrid. El servicio de orden abría paso para los coches que debían llevar los restos de Fernando Garrido hacia el cementerio civil.
—A ti te dejarán pasar. Dile a Santos que he de hablar con él a ser posible antes de que acabe el día.
Carmela se abrió paso saludando a unos e increpando a otros.
Volvió en plena desbandada de gentes que iban a buscar autobuses y coches habilitados por el partido para trasladarse al cementerio civil.
—Dice que cada tarde suele pasear por la Ciudad Universitaria. A las seis en la puerta de Filosofía y Letras. Como me lo ha dicho te lo digo. No te quedes ahí, pasmao.
No pudo quedarse sorprendido demasiado tiempo. Una explosión movió el aire como si fuera un océano y los cuerpos se rompieron en frenéticas huidas hacia no sabían dónde. Otra explosión trajo su eco desde la estación de Atocha. Carvalho tiró de Carmela y se puso a correr hacia la puerta del hotel Ritz y allí se volvieron para contemplar cómo la multitud que se había convertido en manada desbandada volvía a recomponerse, tensa, tozudamente, con los puños en alto. Cantaba La Internacional.
Se oían ambulancias lejanas que iban hacia la Puerta del Sol, donde había explotado una bomba, y hacia la estación de Atocha, donde había dos muertos y doce heridos, decían las gentes de boca en boca.
—No, no voy al cementerio. No me meto en cosas íntimas de la familia.
—¿Quedamos a comer?
—¿Tú sabes dónde se puede comer cocido en Madrid?
—Saberlo no, pero en cuanto termine el entierro consulto el Espasa y me entero. A las dos ¿quedamos?
—En mi hotel.
Tuvo que esquivar los mechones de manifestantes para salir del ámbito rodeado por las fuerzas de seguridad y llegar a la zona de circulación libre. Cogió un taxi y le pidió que le llevara a la calle Profesor Waksman.
—A lo mejor llegamos antes del final de la Liga, porque hay un parón de no te menees, es que no pue’ser, no pue’ser.
Los coches parecían conducidos por paralíticos o retenidos por una extraña fuerza que salía del asfalto agrisado por un cielo de fieltro. El taxista sabía todo lo que se podía saber sobre los atentados. Una bombita en la oficina de pasaportes de la Puerta del Sol y una bombaza en Atocha.
—¿Me entiende usted, caballero? ¿Me explico? Una bombita y una bombaza. ¿Me explico? Es que no pue’ser, no pue’ser. Hasta las bombas van firmadas.
Llegaron a Profesor Waksman con la lluvia en los talones. Tuvo el tiempo justo de localizar el portal y recibir en la espalda los primeros alfileres de una lluvia fría de otoño.
—El señor Jaime Siurell.
El portero uniformado le dijo el piso sin mirarle, mientras se rascaba los cojones con una mano lentamente introducida bajo la librea. Le abrió la puerta del apartamento una vieja dama recién cocida en una revista elegante norteamericana, en las páginas dedicadas a atuendos de cocktail party.
—Dígale que soy un viejo amigo de Estados Unidos. Que quiero hablarle de James Wonderful.
No volvió ella. Se abrió la doble puerta pintada de crema y ribeteada con purpurina dorada para dejar paso a una silla rodante conducida por las grandes manos de James Wonderful sobre las ruedas. La vencida musculatura del rostro parecía condicionada por los ojos abiertos, oceánicos tras los cristales de las gafas, baboso el labio inferior caído hacia la barbilla, en concordancia con la totalidad de un cuerpo que se desmoronaba desde la cabeza hasta los pies, abandonados más que apoyados sobre el estilo delantero de la silla de ruedas. Nada quedaba de la osadía física de aquel cincuentón gimnasta que él había conocido veinte años atrás.
—¡Carvalho! —consiguió decir trabajosamente el labio inferior esforzadamente unido a la musculatura de la boca que parecía despreciarle.
Carvalho creyó adivinar una sonrisa y una emocionada niebla en los ojos de James Wonderful, ex subdirector general de la Segunda República, instructor de agentes de la CIA, cabeza de zona para Latinoamérica en los tiempos en que Carvalho había sido destinado al «área de observancia presidencial». El viejo exiliado superviviente de tanta ruina física e ideológica era ahora un hemipléjico vencido por un mal oscuro que le había cogido por la espalda. Adelantó las manos para que Carvalho se las estrechara:
—Cuánto nos habíamos odiado.
—Lo suficiente.
El intento de sonrisa le descompuso aún más la descompuesta geometría del rostro. Volvió a aplicar las manos sobre las ruedas, maniobró la silla con destreza y volvió por donde había venido, invitando a Carvalho a que le siguiera. Entraron en un salón espacioso, lleno de muebles de caña filipinos con tapicería floral y brillante vegetación de interiores. Carvalho se entregó a las profundidades de un sofá excesivo y quedó por debajo de la línea de flotación del rostro caído de Wonderful. Los músculos de aquella cara se movían como endurecidas piezas de una maquinaria precaria cada vez que hablaba:
—No he sabido nada de ti en veinte años.
—Había muy poco que saber.
—Vivo aquí apartado de todo y de todos. Me jubilé hace diez años para escribir mis memorias. ¿Sigues en la Compañía?
—Usted sabe muy bien que no.
—Sí. Es verdad. He preguntado por preguntar. Supongo que no habrás venido de visita. Los gallegos siempre aprovecháis el tiempo. Tú eres gallego, ¿no?
—Mestizo.
—La herencia genética existe, sobre todo en las células de la supervivencia. Sírvete tú mismo lo que quieras. Yo no puedo beber nada. Ya ves. Una ruina. Aparentemente una ruina. Pero dentro de mi cerebro cabe toda la Historia y todo el mundo. ¿Cómo me has localizado?
—Hace cinco años tuve un encuentro fortuito con Olson en Barcelona. Charlamos de los viejos tiempos, de usted. Me dio su dirección.
—Olson. Estuvo aquí no hace mucho. Ahora es granjero. Cultiva aguacates en Málaga, creo. Un destino correcto. A partir de los cincuenta años no se sirve para este oficio. ¿A qué te dedicas?
—Detective privado.
—¿Vives en Madrid?
—No.
—¿Estás por cuestiones de trabajo?
—Sí.
—¿Tengo yo algo que ver con tu trabajo?
—Puede ser.
—¿Y qué te hace pensar que puedo ayudarte? ¿Puedes obligarme a que te ayude?
—No.
—Nunca he sido una persona generosa. ¿Por qué iba a ayudarte?
—Por vanidad quizá. Para demostrarme que sigue estando bien enterado.
—Soy un inválido. ¿Qué puede saber un inválido? ¿En qué andas metido?
—Adivínelo.
—No es difícil. Fernando Garrido. —Carvalho asintió cerrando los ojos, pero no tanto como para no seguir estudiando la expresión de Wonderful y aprehender el brillo de interés que le desbordaba los ojos—. Es un asunto excesivo para mí. No te negaré que me entero de algunas cosas. Aunque la verdad es que deduzco más que sé. Tengo un buen conocimiento del método y de la mecánica y a veces a distancia puedo tener una visión casi perfecta de lo que ha ocurrido.
—Por eso recurro a usted.
—No sé nada de este caso. Estoy tan sorprendido como todos.
—¿Sorprendido?
—Sorprendido. Con esta palabra ya te doy información.
—¿Ha sido un asesinato inesperado para la Compañía?
—Yo hablo por mi cuenta. Hacía tiempo que se rifaba algo gordo, pero no era Garrido quien tenía todos los números de la rifa.
—¿Quién los tenía?
—Martialay.
—¿La Compañía?
—Quién sabe. Tal vez no directamente. No es como antes. Ahora todo se ha sofisticado mucho.
—¿Por qué Martialay?
—El partido no preocupa. La central sindical sí.
Las elecciones sindicales se acercan. Pero era difícil liquidar a Martialay en condiciones escandalosas. ¿Qué se puede montar sobre un hombre que hace gimnasia en skijama a las seis de la mañana?
—¿Por qué el cambio de víctima?
—No lo sé. Tampoco sé quién ha sido. Muy pocos deben estar enterados. ¿Tienes familia?
—No.
—Lástima. La familia sirve un día u otro. ¿Quién te ayudará a salir de la cama y sentarte sobre la silla de ruedas?
—¿Por qué se cambió a Martialay por Garrido?
—No abuses de una amistad que nunca ha existido. Tenías razón. Me has hecho hablar por vanidad, pero ya tengo la suficiente. Además, en serio, nada puedo añadirte. ¿Dónde vives?
—En Barcelona.
—¿Podrías hacerme un favor? En la hemeroteca municipal tienen todas las colecciones completas de la prensa de la preguerra. ¿Me puedes mandar algunas focotopias de L’Opinió? He descubierto que no sé todo lo que debía saber y he de darme prisa para acabar mis memorias. Las titularé Nunca llegaré a Ítaca. ¿Te gusta el título?
—Si no ha sido la Compañía, ¿quién ha sido?
—O tal vez sería más acertado: Nunca volveré a Ítaca. ¿Qué te parece? A veces me arrepiento de no haber vuelto a Barcelona, pero me atrajo Madrid y me dio miedo recuperar una ciudad que ya no estaba hecha a mi medida.
—¿Cuál será el siguiente paso?
Wonderful abandonó la actitud expectante y volvió a ser un anciano hemipléjico, autista, desconectado de la obligada conversación con Carvalho. Ni siquiera miraba a su visitante, ni podría decirse que mirara cosa alguna que no estuviera dentro de sí mismo. Carvalho se levantó y se dispuso a salir de la habitación. Wonderful no reaccionó hasta que Carvalho cruzaba el umbral.
—No creo que haya frutos inmediatos. Este crimen ha sido una inversión a largo plazo. No lo sé, pero lo intuyo. Ni siquiera van a perder las elecciones sindicales. Este tipo de jugadas son las más temibles. Guárdate. Quisiera que me sobreviviera alguien relacionado conmigo aquellos años. Cada muerto se lleva una parte de nuestra imagen. ¿Has pensado en eso?
—¿Qué fotocopias quiere?
—Déjalo. Es igual. No he escrito ni una línea. Nunca las escribiré.
—En la Gran Tasca ponen cocido hoy. Gracias a ti me estoy enterando de cada cosa. En el partido ya me toman por chalada. ¿Sabéis dónde se puede tomar un cocido? Hoy me lo ha dicho el responsable de organización de Cuatro Caminos. Estaba yo interrogando hábilmente a los de Mundo Obrero y se me cruza el comentario ilustrado del camarada. Cocido en la Gran Tasca, hoy toca. Conque andando, no vaya a agotarse el brebaje. ¿Y tú siempre vas por la vida así, eligiendo restaurantes? ¿Estoy aceptada como comensal o prefieres a la gata maula de ayer noche? Qué fuga, chico, ni Belmondo en Au bout de souffle; hasta Cerdán se dio cuenta y la conversación derivó hacia las piernas de la dama.
—¿Qué opinaba Cerdán de las piernas de la dama?
—Introdujo el tema Leveder, que es frívolo, de la fracción frívola. Pero Cerdán aportó la nota analítica discrepando sobre el canon.
—¿Qué quiere decir eso?
—Vino a decir, casi en alemán, que era culibaja, pero sonaba a Lukács, Adorno o un tío así.
—¿Cómo acabó la reunión?
—Te cambio la información por cómo acabó tu reunión.
—En la cama, pero cada uno en su cama.
—¿Es un número nuevo?
—Y cada uno en su casa.
—Más mérito. El teleligue.
Carvalho disertó sobre el tronco común del pot au feu a la vista del excelente cocido. El garbanzo, dijo, caracteriza la cultura del pot au feu a la española y casi siempre la legumbre seca aporta el matiz característico. Por ejemplo, en el Yucatán hacen el cocido con lentejas y en Brasil con el fríjol negro. Dentro del cocido garbancero de los pueblos de España, el de Madrid se caracteriza por el chorizo y el de Catalunya por la butifarra de sangre y la pelota. Carmela tomó apuntes sobre la elaboración de la pelota.
—Qué astutos sois los catalanes. ¿Por qué no se nos había ocurrido a nosotros?
—¿Qué te parece Martialay?
—Heroico. Es del sector heroico. Yo llamo así a los que se han tirado en la cárcel todos los años que tienen y unos cuantos más prestados.
—¿Duro?
—De acero. Pero ¿qué tiene que ver con el cocido?
—¿Cambiaría sustancialmente la línea sindical si no la dirigiera Martialay?
—No. Al menos durante un largo período.
—¿Quién va a suceder a Garrido?
—Provisionalmente Santos, estoy convencida, y luego veremos si se adelanta el congreso o si se espera. El congreso ha de ser en el verano. Si sale Santos, seguirá la misma política de Garrido. Y si no sale Santos, puede armarse un lío muy gordo. Sólo podrían ganar Martialay, Cansinos o Sepúlveda.
—¿Leveder?
—¡Qué dices! Ése aguanta de milagro. Va demasiado a su aire; a Garrido le llevaba por la calle de la amargura porque siempre se abstiene. Es demasiado brillante, demasiado niño bonito.
—A Martialay ya lo tenemos visto. Los otros. ¿Cansinos?
—Una máquina de trabajo. Lleva la cuestión de movimiento popular y se ha afianzado mucho desde el pacto municipal con los socialistas. Para los blandos es demasiado duro y para los duros, demasiado blando. Puede colarse por la calle de en medio.
—Sepúlveda.
—Es un ingeniero. Digamos que es de los pocos supervivientes del sector de intelectuales incorporado en los años sesenta. Creo que ha aguantado bien porque cuando quiere que no le entienda nadie no le entiende nadie. Se enrolla el tío con lo de la revolución científico-técnica, y al final no sabes si cree en ella o no cree.
—¿Los demás?
—Se han decantado demasiado. Se han quemado en luchas pequeñas.
—¿Tu candidato?
—Santos. Es mi hombre. Parece un senador romano. Me va cantidad. Es un tío que nunca ha hecho una putada a nadie pero que tampoco engaña a nadie. Por el partido sería capaz de cualquier cosa. Estaba fascinado por Garrido.
—¿Es ambicioso?
—No. Es difícil que un ambicioso aguante en un partido que estará en la oposición hasta el año 2000, ¿no crees?
—La ambición puede adaptarse a cualquier territorio. Hay barrenderos ambiciosos.
—Santos es muy suyo. Fíjate, está casado y sigue conservando su piso de la clandestinidad. De vez en cuando deja a su familia y vuelve a vivir unos días en el piso de los años duros. Vive como un monje. No se le conoce una afición, un vicio. Su trayectoria en el partido no tiene altibajos. Ni ha dado grandes pasos ni pasos en falso. Si repasas la biografía del Ejecutivo, siempre descubres un momento difícil en el que se pasaron de críticos o se equivocaron de rollo. Santos nunca. A veces me parece un extraterrestre de tan terrestre que es, no sé si me explico. Creo que es de museo. A veces lo pienso. Es como el modelo. Así debían de ser los militantes antes, ¿antes de qué? ¿Pues antes de todo esto de hoy día, que es la releche.
—¿Peligraba Garrido en su puesto?
—No. El tío era muy cargante a veces porque siempre ha dirigido a su aire y estaba mal acostumbrado por el seguidismo que había en la clandestinidad. Pero tenía reflejos históricos el tío, y eso se aprecia en un partido que tiende a la lentitud. Había conseguido hacerse insustituible.
—¿Cómo han reaccionado las bases ante el asesinato?
—Hubo una consigna inmediata de contención y de no dar pie a provocaciones. Esto pasa hace tres años y se hubiera armado. Pero este país se ha acostumbrado a la muerte. El terrorismo ha provocado una insensibilidad general ante la muerte. Oye, no bebes nada y me habían dicho que eras una esponja.
—He de encontrarme con Santos y quiero estar a su altura.
—Pues yo he bebido un poquito y estoy a gusto.
El vino había puesto belleza en sus pómulos delicados y miel en unos ojos decididamente amables con Carvalho.
—¿Por qué militas?
—Yo. Anda. Pues vaya pregunta. —Estaba perpleja y cabeceaba como si la respuesta se le hubiera atascado en una esquina del cerebro—. En algún momento lo decidí por algo y no he tenido suficientes motivos para cambiar de decisión. Supongo que porque sigo creyendo en el partido como la vanguardia política de la clase obrera y en la clase obrera como la clase ascendente que da un sentido progresivo a la Historia. Se decía así antes, ¿no? Pero oye, no me seas tan quintacolumnista: te paseas por las bases con esa preguntita y me hundes al personal. Es como preguntar, ¿qué es una mesa?
—Me gustaría ver la vida cotidiana en un local del partido. En tu barrio, por ejemplo.
—Eso está hecho. Si quieres esta noche. Hay una reunión de agrupación.
—Esta noche no puedo.
—¿La culibaja?
Carvalho le dio un pescozón en la mejilla y Carmela le lanzó una blanda patada por debajo de la mesa.
Santos estaba asomado al horizonte. A su espalda se amontonaba la Facultad de Filosofía y Letras. Permanecía ensimismado, con las manos unidas sobre su trasero, y la vista perdida en una molécula imperceptible del paisaje, amalvado por el poniente. Entre el Carvalho que avanzaba y el Santos que esperaba se interpusieron dos hombres.
—Santos —dijo Carvalho, y el ensimismado se volvió hacia el grupo.
—Dejadle pasar.
Caminaron los dos juntos en silencio. Luego Santos se creyó en el deber de justificarse. Cada tarde paseaba por la Ciudad Universitaria. En 1936 estaba a punto de acabar la carrera y, a pesar de las luchas y de los años difíciles, la Ciudad Universitaria había quedado en su recuerdo como un paraíso fascinante.
—Era la ciudad prometida. Estaban en fase de construcción casi todas las facultades. Una arcadia de sabiduría. Éramos muy ingenuos, sobre todo los que veníamos de abajo, o casi de abajo, y nos había costado mucho llegar a la universidad. Yo trabajaba de noche en un taller de encuadernación de mi tío. Yo era un personaje barojiano. Tal vez el Manuel de La lucha por la vida, pero la guerra me impidió acabar como un buen burgués. Este paisaje me relaja. A estas horas no hay casi nadie en esta época del año. Algún que otro corredor de footing. Me enternecen. Ponen una terrible cara de sufrimiento. En lugar de correr tanto podrían comer y fumar menos.
—Quería verle. Hay que admitir la evidencia de que el asesino es uno de ustedes.
—Ciento treinta candidatos.
—No. Unos veinte. Sólo veinte tuvieron tiempo de movilizarse, matar a Garrido, volver, y yo reduciría la cantidad a seis. Mire este dibujo. —Santos se paró, se sacó unas gafas del bolsillo superior de la chaqueta—. Sólo las dos primeras filas de la zona perpendicular a la mesa presidencial. De esas filas salió el asesino.
—¿Lo deduce por el tiempo empleado?
—Y por la dirección que debieron tomar para acertar en Garrido. No olvide que estaban a oscuras, aunque Garrido fumaba y la luz del cigarrillo debió servirle de faro.
—Siento echar por tierra su tesis. Garrido no fumaba.
—Hay siete declaraciones que hablan de que Garrido fumaba.
—No fumaba. Instantes antes de empezar la reunión se planteó esa cuestión. Era muy fumador e hizo ademán de encender un cigarrillo. Le hicimos broma sobre la prohibición expresa de fumar durante las sesiones en un local cerrado. Es más, cuando empezó la reunión él mismo bromeó sobre eso. Dijo que acabaríamos en seguida porque no podía resistir sin fumar.
—Es cierto. Entonces, las declaraciones...
—Una alucinación o una fijación obsesiva por lo fumador que era. A mí mismo me cuesta imaginarlo sin el cigarrillo en la boca. Un periodista escribió que parecía sacarse los cigarrillos ya encendidos del bolsillo de la chaqueta.
—El cigarrillo encendido además solucionaba el problema de la orientación del asesino.
—Sigue siendo un problema porque, repito, Garrido no fumaba. Pregunte a Helena o a Martialay. Se lo confirmarán. O a Mir. Además tenemos la grabación de sus palabras comentando en broma lo de no fumar.
—¿Cómo es posible que siete declaraciones se refieran a que fumaba sin que nadie lo pregunte expresamente? Lo dicen de pasada. Uno llega a decir que de pronto la luz del cigarro desapareció...
—La luz y el cigarro. Sobre la mesa no se vio ningún cigarrillo. Ni entre las ropas de Garrido cuando le levantamos. No fumaba. Quíteselo de la cabeza.
—¿Cómo se orientó el criminal? ¿Cómo pudo dar un golpe de esa precisión?
Santos se encogió de hombros. Carvalho creyó advertir un cierto alivio en la manera de moverse de Santos, como si el falso indicio hubiera aplazado una evidencia embarazosa.
—De todas maneras insisto en estos veinte nombres y especialmente en los seis que he subrayado.
Santos volvió a ponerse las gafas, con menos ganas que antes. Cuando levantó la vista del papel para mirar a Carvalho, una sonrisa de escepticismo le ocupaba toda la cara:
—Estos veinte nombres suman un siglo de condena cumplida en cárceles franquistas y otro siglo de trabajo militante en las peores condiciones que nadie pueda imaginar. Por Dios. Y estos seis nombres. ¿Usted sabe quiénes son?
—No. Pero usted sí.
—Tendría que ser la gente más cínica del mundo, con más doblez. Increíble, y por lo tanto no me lo creo.
—Usted es un materialista y eso lleva incluido ser un racionalista.
—Yo soy un comunista. —Había levantado la voz y se había detenido rígido, como dispuesto a una pelea definitiva. Pero lentamente se relajó y un cansancio de plomo se apoderó de sus facciones primero, luego de un esqueleto que pareció achicarse, como si se le derrumbaran columnas fundamentales—. No me haga caso. ¿Qué quiere saber?
—Informes más precisos de esos veinte nombres y especialmente de esos seis.
—Los tendrá mañana por la mañana.
Caminó más de prisa, como si quisiera desprenderse de la compañía de Carvalho. La mano de Carvalho le agarró bruscamente un brazo y le obligó a detenerse:
—Yo no me he metido en esto por curiosidad, amigo. Ustedes me han llamado. Si quieren lo dejo correr y buscan el asesino por su cuenta o en las obras completas de Lenin o en las del moro Muza.
—Disculpe mi irracionalidad. Compréndala. Soy el menos indicado para aceptar que un camarada haya podido asesinar a Fernando. Nos han colgado una leyenda sangrienta que no nos corresponde. En la guerra era cuestión de vivir o morir. Luego la guerrilla. Pero todos los intentos de demostrar la realidad de esa leyenda sangrienta han fracasado. ¿Usted conoce los libelos de Semprún o de Arrabal contra el partido?
—Ni siquiera leo libelos.
—Cuando quieren aportar nombres concretos no se mueven de uno y eso ocurrió en 1940.
—No me cuente su vida, ni su historia. No me interesan.
—Está en juego nuestro patrimonio ético. Ese patrimonio ético es la gran fuerza histórica de los comunistas. El día en que lo perdamos seremos tan vulnerables como cualquier profeta, tan inverosímiles como cualquier profeta. En el mundo actual las gentes odian a los profetas que les exigen una tensión constante con la realidad.
—Insisto, no me cuente su vida, ni su historia. Supongo que cuando un fontanero o un electricista va a su casa no les explica usted la creación del mundo. Yo soy un fontanero. Olvídese de todo lo demás.
—¿No se da cuenta? El asesinato de Fernando es un intento de matar un partido y más de cuarenta años de lucha.
Carvalho se encogió de hombros y dio media vuelta. Entonces fue Santos quien le siguió. Al poco tiempo recuperaron un paso normal entre silencios hasta que Santos lo rompió con una voz neutra, eficaz:
—A las diez en punto tendrá lo que me ha pedido y si es preciso convoco a los veinte, a los seis, a los que sean necesarios.
—De momento me basta el informe, lo más detallado posible. Datos personales incluidos. Medios de trabajo o de fortuna. Vida privada.
—Siento decepcionarle, pero nuestros archivos no contienen esos datos. Eso pídaselo a Fonseca.
—Pensaba hacerlo.
Caminó ávido de las últimas bellezas de un paisaje oscurecido hasta que la noche amontonó algodones negros sobre los horizontes de la serranía. Algo más que algodones. Una lluvia fina volvió a otoñizar definitivamente al aire y a poner urgencias de llamada en los luceríos movibles de la plaza de la Moncloa. Pasó a su lado un corredor de footing agabardinado, con zancada de caballo inútilmente fugitivo del matadero. Dudó entre dejarse dominar por el miedo a la lluvia o por la necesidad de andar bajo tan benévolas aguas y eligió caminar en busca de Puerta de Hierro y San Antonio de la Florida. Las gentes tenían prisas de diluvio y gozó la posesión del secreto de la complicidad de las aguas. Percibió la llamada de un recuerdo semiborrado, un recuerdo a zaguán asidrado lleno de resoles adolescentes y a punto de convertirse en esponja saturada, llegó al zaguán recuperado de otra vida quizá, en esta sidrería a secas de nombre casa Mingo, refugio de fugitivos de la lluvia y asturianos en general. Nada había cambiado de su vivencia o de su sueño y en cualquier caso ni lo había vivido ni soñado tanto como para comparar fidedignamente realidad y deseo. Se entregó al frescor profundo de la sidra, avaramente precipitada en vasos poco acostumbrados a la autocontención del chorro. Húmedo por dentro y por fuera, empapó la espuma manzanosa con chorizos cocidos a la sidra y empanadas demasiado encebolladas para disimular la poquedad del lomo. ¿Había estado antes aquí? Sin duda. Un fragmento de conspiración le colgaba del cerebro como colgaban las colillas de los labios. Era un domingo, veinticinco años antes, y el inmenso zaguán estaba lleno de entortilladas masas ignorantes de que en un rincón él trataba de derribar la dictadura verso a verso, frase a frase brillante. Hay que recuperar a Ortega, recordaba vagamente, decía su interlocutor, en la actualidad vicepresidente no sé cuantos de no sabía qué cámara, si la alta o si la baja. Y se refería a Ortega y Gasset, sin duda. A Ortega le ha faltado dar el salto del sujeto al objeto, decía el bigotillo aquel, un bigotillo de socialista orteguiano, especialista en recibir todas las hostias que se les escapaban a los grupos de choque de la Falange universitaria. Qué brutalidad, el chorizo. He aquí un producto ibérico si non è vero ben trovato. La Guardia Civil, el chorizo, san Fermín, cojones, coño, cabrón, la puta que te parió, la raza. Pero Ortega y Gasset se había quedado a medio camino entre el sujeto y el objeto, se había quedado en la i griega que separaba al Ortega del Gasset. Ortega o Gasset, ¿en qué quedamos?
—Más chorizo.
—¿Le ha gustado?
—No hay nada como el chorizo.
—Y más si es asturiano.
—¿Usted me jura que es asturiano?
—El chorizo y yo somos asturianos.
España y yo somos así, señora. Sobre las servilletas dibujaba planos del salón de reuniones del Comité Central y en lugar de comunistas lo rellenaba de esquemáticos futbolistas en la posición teórica de delanteros en punta, contemplados por asombrados defensas y porteros irremediablemente batidos.
—¿Puedo hacer una llamada interurbana?
—No. Pero a unos metros tiene una cabina.
Llovía. Demasiado como para compensar las ganas que tenía de hablar con Charo y Biscuter. Hacía dos días que permanecía fuera de su ciudad y le parecía estar a medio mundo y media vida de distancia, como si Madrid le impusiera pasado y geografía. No. No tenían merluza a la sidra. Una mujer a la sidra. Necesitaba una mujer a la sidra. Una mujer céltica, con el rubio algo sucio por la insuficiencia aria y el azul de los ojos más concreto y receloso que el azul vikingo. Gladys no daba el tipo, pero era la única posibilidad próxima, a no ser que dedicara la naciente noche a tratar de ligar por debajo de las mesas con pantorrillas casadísimas de mujeres tan célticas como fondonas, acompañadas de ensalsados hombres que rebañaban los platos con rebanadas de cuarto de kilo. Decidió recorrer la distancia más corta entre los dos puntos sicológicos que le tentaban y sustituyó la sidra por aguardiente hasta que se sintió a gusto entre los cuatro puntos cardinales de su propio cuerpo. Dejó la depresión ahogada en la sidra y la euforia aguardentosa le hizo asomarse a dos o tres escotes sin rostros. Expulsado de los escotes por combativos ojos masculinos tan relucientes como los labios ensalsados, Carvalho les perdonó la vida y las hembras y se devolvió a la lluvia, que le esperaba con su traidora dulzura. No encontró un taxi hasta las cercanías de la estación del Norte. Se hizo llevar al hotel para tomar un baño caliente y llamar a Biscuter.
—Jefe, ya me tenía intranquilo.
—Mal hecho. No te intranquilices con tanta facilidad. Alguna novedad.
—Ha llamado Charo dos o tres veces. Estaba muy enfadada, jefe, porque no sabe ni el hotel en que está.
—Estoy en Ópera.
—Qué fermo, jefe. ¿Hay una Ópera por ahí?
—Parece una bombonera de bombones baratos.
—¿La llamará usted?
—Es mala hora. La pillaría en pleno trabajo. —La pillaría en pleno fingido orgasmo con cualquiera de sus clientes telefónicos habituales—. Dile que si esto va para largo ya la llamaré. Díselo mañana. A la hora de comer.
—Hemos comido juntos, jefe. He hecho una musaca que estaba para chuparse los dedos y la he invitado. ¿He hecho mal? Estaba muy triste y se ha pasado toda la comida hablando de usted.
—¿Ha comido o no?
—Como una lima.
—¿Qué tal las Ramblas?
—Mojadas. Ha llovido todo el día. ¿Va a haber guerra, jefe?
—¿Qué guerra?
—Aquí lo dice la gente. Que va a haber otro dieciocho de julio. Que lo de Garrido ha sido otra señal. ¿Qué hace la gente por ahí?
—Come chorizo a la sidra.
—Qué rico, jefe.
Colgó. Llenó la bañera de agua caliente y fue a sumergirse cuando descubrió que la lluvia le había infiltrado frío en el cuerpo, un frío expulsado por el agua caliente. Se sentía abrigado. Cerró los ojos y vio un salón a oscuras con un único punto brillante al fondo. Un punto que creaba un resplandor tan breve que no dejaba precisar el rostro de Garrido. El ascua del cigarro cambiaba la intensidad de su brillo según la respiración del hombre. De haber sido una luz intermitente, una luz de cigarrillo hubiera sido mucho más percibida por los demás y habría creado una zona de relativa visibilidad en torno del rostro del fumador. Una luz fija. Pero ¿cómo? El propio Garrido haciendo señales a su asesino. Estoy aquí. Aquí mi corazón para tu cuchillo. Alguien sentado a su lado. ¿Helena Subirats? ¿Santos Pacheco? Lo indudable era que el propio Garrido había emitido una señal, había conectado el faro que dirigía los pasos de su asesino. Un anillo. Quizá un anillo. Pero ningún metal ni piedra preciosa podía imponer sus destellos en la oscuridad sin la provocación de la luz.
—Fonseca. Lamento llamarle a estas horas.
—No lo lamente. Soy su seguro servidor.
—He leído y releído el inventario de lo que apareció sobre el cuerpo de Garrido. Lleva el sello de su departamento. ¿No les pasó nada inadvertido?
—Todo lo que el cadáver llevaba encima cuando nos lo entregaron está inventariado.
—Algunas declaraciones insisten en que Garrido fumaba y ésa pudo ser la señal que orientó al asesino. Pero Santos jura y perjura que Garrido no fumaba en aquel momento.
—Si él lo dice...
—¿Cómo se explica usted la orientación tan precisa del asesino?
—Entrenamiento. Mucho entrenamiento.
—¿Dónde? ¿Alguien del Central alquiló el salón del hotel Continental para hacer prácticas?
—No es necesario. Basta con reproducir una escenografía parecida. Garrido siempre se sentaba en el mismo sitio. Las distancias pudieron calcularse a la perfección.
—No me parece explicación suficiente.
—Es cuestión de gustos o de ganas.
Oliver pertenecía al neoclásico, ¿a qué neoclásico?, no importa, tal vez era una derivación del modernismo decorativo nacido en la segunda mitad de los años sesenta como consecuencia de la fragua de la sensibilidad camp. Así como los renacentistas trataron de imitar el arte griego y romano más de mil años después de su práctica extinción, los neomodernistas recuperaron el último alarde imaginativo del capitalismo premonopolista a los cuarenta o cincuenta años de su decretada decadencia. Sedante en los colores, las formas, los volúmenes condicionados por techos altos para un espacio sin usura, la aportación sádica inevitable del decorador se había cebado en la condena de los cuerpos a estar sentados casi en la posición teórica del cagador en cuclillas. Asientos, pues, para preárabes o posjaponeses, o pesos plumas de abdómenes acondicionados para bocadillos de pan integral y huevo duro. Cuando Carvalho se sentó le pareció que iba a ser interrogado por alguien mejor situado que él y esa expectativa condicionaba el juego de miradas de todos los allí reunidos, inevitablemente obligados a espiarse para adivinar quién ejercía el papel de gran interrogador. Esta incómoda sensación de estar mal sentado ante la vida a veces conseguía disfrazarse de curiosidad por los rostros, apellidos y adjetivos que desfilaban buscando sitio en el harén de interrogados o en el subsuelo, donde es leyenda que se almacena buena parte de la mariconería más distinguida y culta de Madrid. En el salón heterosexual: ex actrices del ex teatro, ex actores de la ex vida intelectual mayera cosecha del 68, con un radicalismo verbal perpetuamente renovado y convenientemente mellado por la caída abusiva de lado en posición intervocálica. Herederos de fábricas de chorizo segoviano convertidos a la negación de la negación de la negación del bakuninismo dodecafónico paradigmático abrasivo radical a siete kilómetros de cualquier parte y siete leguas del antes y después del descubrimiento de que el progreso es finito y de que los padres ni traen a los niños de París, ni les pueden salvar del grado cero del desarrollo, ni de la muerte, explicaban sus últimos descubrimientos nouvelle cuisine, el descubrimiento de la conspiración del setenta, falso que el setenta sea un buen año para los Rioja, ahí está sin ir más lejos el Muga 71, imprescindible para la supervivencia a pesar de la traición de los comunistas y de que un íntimo amigo mío de la Sorbona se ha hecho achicador de cabezas en Camboya, camboyano él, traductor de Saint-John Perse al camboyano, dónde coño estará el sujeto. Príncipes del barroco acaban cada noche en Oliver la oración compuesta iniciada por la mañana a la hora del cortado con porras, sin bombonas de oxígeno ni nada, a pulmón libre, se consigue leyendo a Góngora con una gorda sentada sobre los pulmones. Starlets sin distinción de sexo ni estado ni firmamento hablaban de funciones equívocas entre teatrales y fisiológicas con todos los ojos del cuerpo dibujados con canuto y dejaban la conversación a punto para acabarla horas más tarde en Bocaccio, ya con las tetas masculinas o femeninas por el suelo porque hay un paro de no te menees o no te jode, que es lo mismo. Y fugitivos de la redacción o ex redacción de Mundo Obrero, ex poetas concretos, cien mil novelistas andaluces y un teósofo de Alcoy, un cuarentón sensible enfermo de los nervios y una mujer enfermera con el coño a media asta, expulsados y expulsores del Partido Comunista, secretarios generales de todas las izquierdas peregrinas por el camino de Santiago, el último descubrimiento de Umbral y el penúltimo de Cejador, vendedores de artículos de El País en el mercado negro, una chica de Sevilla que se acuesta tarde y sola, la silla vacía del que no acudió a la cita, supervivientes de la purga del 63 y tres biznietos gemelos de Sitting Bull, los que pasan para ver si son vistos, los que ya saben quién ganará el Planeta y quién mató a Kennedy, un terrorista de ETA disfrazado de chicarrón del Norte, la monja que convirtió a Borges al kropotkinismo enseña los estigmas de sangre azul que brotan en las palmas de sus manos.
—Esto está insoportable. Debíamos haber quedado en Malasaña. Hay más ambiente. Esto parece un garaje de carrozas.
Gladys traduce a Carvalho lo que oye. A Carvalho le fascinan sus dientes perlados, diríase que maravillosamente artificiales.
—Acaba el censo. He agotado mi cupo de portentos.
—Aún no te he descrito los de la esquina norte.
Lleva un jersey angorino con el escote en uve dividiendo los hemisferios del pecho y Carvalho presiente un calor de ecuador en la humedad oscura de las carnes exactas. Sus ojos son un dedo que recorre humedecido el nacimiento de las esferas y busca el sur de un cuerpo vegetal.
—Seguro que en Malasaña hay más ambiente, pero allí la gente es menos erótica, en el fondo del fondo tienen la salud de los mamoncillos. Aquí nadie se salva de la pata de gallo, ni de la aplicación del carbono 14.
—¿Improvisas o me estás recitando tus poemas secretos?
—¿Te aburro?
—No. Pero ya tengo bastante. ¿No podemos hablar en privado?
—¿Sólo hablar? Luego te arrepentirás. No soy lo que parezco. Soy una mujer fría y calculadora que te lleva a la perdición.
—Llévame.
—Tú lo has querido.
Al levantarse se ha pasado el antebrazo por el trasero y los muslos, en un gesto que Carvalho vio por última vez a Eleanor Parker en una película de los años cincuenta.
—¿Qué miras?
El fresco de la calle le balsamiza la piel.
—¿Me llevas o te llevo?
—Estoy de paso en la ciudad.
—Yo tampoco tengo casa fija. Vivo en las afueras, en una casa que me han dejado unos amigos.
—Cojamos un taxi.
—No tan de prisa, forastero. Tengo coche. También de prestado. Todo lo tengo de prestado.
—Yo estaba tranquilamente acodado sobre la barra, descansando de una paliza dialéctica y tú me viniste a buscar.
—No seas boludo. ¿Y tú por qué me mirabas?
—No había nada mejor que ver.
—Aquella chica no estaba mal.
—¿Qué chica?
—La morenita que estaba contigo.
—No estaba conmigo. Me parece que iba con el otro, con el rubito que traducía a Lenin al pasota.
—Pues la debes haber conocido en la otra vida porque os mirabais como primos hermanos.
Luego, mientras ella conducía, Carvalho le acarició la melena casi roja y ella le devolvía ráfagas de sonrisas, a veces rutilantes cuando la fotografiaban los faros de los coches que se les cruzaban. Gladys cazaba a veces la mano de Carvalho con los labios para dejar sobre ella besos pequeños. El coche siguió un recorrido misterioso para Carvalho, aunque intuyó que tomaban por la carretera de La Coruña en busca de un barrio residencial. Luego se metieron por calles inmóviles al servicio de la anochecida retícula inmóvil de un barrio señorial. El coche se detuvo y se besaron, la lengua de Carvalho al borde del abismo, la de ella levemente asomada a la baranda. La lengua de Gladys se agilizó en el vía crucis de besos que subrayó el avance sobre un sendero de grava crujiente, la detención ante una alta puerta acristalada que Gladys abrió con poca soltura.
—No. Por ahí no. Pueden volver en cualquier momento. Ven a mi habitación.
Carvalho vio un aguamanil de porcelana cuarteada, un colgador de ropa de brillante barniz, una ventana cerrada a cal y canto. Poco más pudo ver porque Gladys apagó la luz cenital y encendió una lamparilla de mesilla de noche. La cama prometía ser una patria blanda y sobre ella cayeron los dos cuerpos.