CAPÍTULO 2

 

 

 

A menos de dos kilómetros de allí, el enorme albino llamado Silas cruzó cojeando la verja de la lujosa residencia de la rue La Bruyère. El cinturón con pinchos que llevaba sujeto al muslo le hería la carne y, sin embargo, su alma cantaba satisfecha las alabanzas al Señor.

«El dolor es bueno.»

Sus ojos rojos escrutaron el vestíbulo al entrar: desierto. Subió la escalera sin hacer ruido, pues no quería despertar a los otros numerarios. La puerta de su cuarto permanecía abierta: allí estaban prohibidos los cerrojos. Entró y cerró tras de sí.

La habitación era espartana: suelo de madera, una cómoda de pino y una estera que hacía las veces de cama en un rincón. Esa semana se alojaba allí en calidad de visitante, y durante muchos años había tenido la suerte de contar con un santuario parecido en Nueva York.

«El Señor me ha dado refugio y ha dotado de sentido mi vida.»

Esa noche, por fin, Silas tenía la sensación de que había empezado a saldar su deuda. Tras ir directamente hasta la cómoda sacó el móvil, oculto en el cajón inferior, y efectuó una llamada.

—¿Sí? —repuso una voz de hombre.

—Maestro, ya he vuelto.

—Habla —exigió la voz, a la que parecía agradar tener noticias suyas.

—Los cuatro están fuera de juego, los tres senescales... y el gran maestre.

Se produjo un momento de silencio, como si el otro orase.

—En tal caso imagino que tienes la información.

—Los cuatro me dijeron lo mismo. Cada uno por su lado.

—Y ¿los creíste?

—Lo que me revelaron era demasiado importante como para que se tratase de una mera coincidencia.

Se oyó una respiración agitada al otro lado del teléfono.

—Excelente. Temía que la fama de hermetismo de la hermandad se impusiera.

—Enfrentarse a la muerte es un gran acicate.

—Bien, discípulo, dime, pues, lo que debo saber.

Silas era consciente de que la información que había recabado de sus víctimas conmocionaría a su maestro.

—Maestro, los cuatro confirmaron la existencia de la clef de voûte..., la legendaria clave de bóveda.

Oyó que su interlocutor contenía la respiración al otro lado del aparato y notó su entusiasmo.

—La clave. Justo como sospechábamos.

Según la leyenda, la hermandad había creado un mapa de piedra —una clef de voûte, o clave de bóveda—, una dovela que desvelaba el paradero definitivo del mayor secreto de la hermandad, una información tan poderosa que la mera existencia de dicho grupo tenía por finalidad su protección.

—Cuando tengamos la clave, sólo estaremos a un paso —aseguró el Maestro.

—Estamos más cerca de lo que cree. La clave se encuentra aquí, en París.

—¿En París? Increíble. Casi parece demasiado sencillo.

Silas relató lo acaecido hacía unas horas, cómo sus cuatro víctimas, poco antes de morir, habían intentado comprar desesperadamente su pecaminosa vida utilizando el secreto como moneda de cambio. Todos ellos le habían dicho exactamente lo mismo: que la clave se hallaba a buen recaudo en una de las antiguas iglesias de París, en la iglesia de Saint-Sulpice.

—¡En la casa del Señor! —exclamó el Maestro—. Qué manera de burlarse de nosotros.

—Como llevan siglos haciendo.

El Maestro enmudeció, como para asimilar el triunfo del momento, y al cabo dijo:

—Has prestado un servicio inestimable a Dios. Llevamos siglos esperando esto. Ahora tienes que traerme esa piedra. Inmediatamente. Esta noche. Ya sabes lo que hay en juego.

Obviamente Silas sabía lo mucho que había en juego; sin embargo, lo que el Maestro le pedía parecía imposible.

—Pero esa iglesia es un lugar inexpugnable. Sobre todo de noche. ¿Cómo voy a entrar?

Con la seguridad del que se sabe influyente, el Maestro explicó lo que había que hacer.

 

 

Cuando colgó, el albino sintió un hormigueo en la piel.

«Una hora», se dijo, agradecido porque el Maestro le hubiese dado tiempo para hacer la necesaria penitencia antes de entrar en la casa de Dios. «Debo purgar mi alma de los pecados de hoy.» El propósito de los pecados que había cometido ese día había sido sagrado. Durante siglos se habían librado acciones de guerra contra los enemigos del Señor; el perdón estaba asegurado.

Aun así, Silas sabía que la absolución exigía sacrificio.

Tras bajar las persianas, se despojó de la ropa y se arrodilló en medio del cuarto. A continuación bajó la vista y examinó el cilicio que llevaba al muslo. Todos los verdaderos seguidores de Camino utilizaban dicho cinturón: una correa de cuero sembrada de puntiagudos pinchos metálicos que laceraban la carne para no olvidar nunca el sufrimiento de Cristo. El dolor que ocasionaba, asimismo, servía para refrenar las pasiones de la carne.

Aunque ese día ya lo había llevado más de las dos horas de rigor, sabía que ése no era un día como los demás. Así pues, cogió la hebilla y apretó un poco más la correa, haciendo una mueca de sufrimiento cuando los pinchos se le clavaron más aún en la carne. Tras expulsar el aire despacio, saboreó el ritual purificador del dolor.

«El dolor es bueno», musitó, repitiendo el sagrado mantra del padre José María Escrivá, maestro de maestros. Aunque Escrivá había muerto en 1975, sus sabias palabras perduraban, susurradas aún por miles de fieles seguidores en todo el mundo cuando se postraban de rodillas y llevaban a cabo la sagrada práctica conocida como «mortificación corporal».

Después Silas centró la atención en una cuerda con nudos que descansaba en el suelo, a su lado, debidamente enrollada. «Las disciplinas.» Los nudos estaban recubiertos de sangre coagulada. Ansioso por experimentar los purificadores efectos de su propia agonía, pronunció una oración deprisa y corriendo y, a continuación, tras agarrar un extremo del flagelo, cerró los ojos y se golpeó con fuerza la espalda, sintiendo el azote de los nudos. Luego repitió la operación, hiriendo su carne una y otra vez.

«Castigo corpus meum

Finalmente notó que la sangre empezaba a manar.