Mi historia de amor con España empezó cuando tenía quince años. Corría el año 1979 y fui seleccionado para asistir a unos cursos de español en el extranjero, impartidos en la pequeña ciudad norteña de Gijón. Como nunca había salido de nuestras fronteras, hice las maletas con cierta inquietud; después de todo, iba a pasar dos meses en casa de una familia que no hablaba inglés y yo sólo había estudiado un año de español. Cuando mi familia española me recibió en el aeropuerto, me apresuré a recitar una frase que había escrito y ensayado durante el vuelo, con la esperanza de no parecer nervioso.
Con mi mejor acento español, quise decirles que agradecía su hospitalidad y que esperaba no avergonzar a nadie con mi torpeza. Lo malo es que, por una desafortunada similitud entre el verbo inglés «embarrass» («avergonzar») y el español «embarazar», dije en realidad: «Muchas gracias por vuestra hospitalidad. Espero no embarazar a nadie con mi torpeza».
Como primera impresión, no fue la ideal.
Aun así, la familia me llevó a su casa y empezó mi aventura. Mi hermana Leticia, de ocho años, hablaba español a tal velocidad que por un momento temí que nunca sería capaz de entender siquiera a los niños. Con el tiempo, sin embargo, fui adquiriendo soltura con el idioma («hablar en cristiano», decían ellos), y empecé a hablar más, a entender mejor y a coger cada vez más cariño a mi familia española. Mis anfitriones me llevaron a conocer Oviedo y Santander, me enseñaron a escanciar la sidra con el brazo en alto, como los lugareños, y a apreciar el chorizo y los calamares en su tinta. Incluso me hicieron valorar la forma física y la habilidad de los toreros.
Aunque entonces no lo sabía, aquella familia, con su cariño y generosidad, cambió para siempre el curso de mi vida. Gracias a ellos, me enamoré de España y me vi impulsado a volver una y otra vez: cuatro veces, para ser exactos, en el transcurso de los ocho años siguientes, para explorar diferentes partes del país y su cultura. Me hice fan de la música pop española, que seguía escuchando cuando volvía a Estados Unidos. Aprenderme las letras de memoria me ayudó a progresar en el manejo del idioma. Siempre digo que aprendí a conjugar el futuro gracias al Amante bandido de Miguel Bosé. Otros cantantes que recuerdo bien son Víctor Manuel (Ay, amor sigue siendo para mí la canción de amor por excelencia), Joan Manuel Serrat (que me hizo entender la poesía de Antonio Machado) y Miguel Ríos (Rock and Ríos todavía está en mi iPod), sin olvidar, desde luego, a Mecano... Mecano siempre y en todas partes.
Finalmente, en 1985, decidí viajar a España para estudiar historia del arte en la Universidad de Sevilla. Mi año de estudios allí alimentó todavía más mi creciente pasión por la arquitectura y las bellas artes. Cuando no había clase, cogía un tren y me iba a descubrir con mis propios ojos la extraordinaria variedad de arte y arquitectura que hay en España, desde la avanzada geometría de la Alhambra hasta los primeros bosquejos del Guernica de Picasso.
En mis ratos de ocio, hacía lo posible por sumergirme en la cultura del país. Me compré una moto española, tenía amigos españoles, cocinaba platos españoles y hasta aprendí a bailar sevillanas.
Años más tarde, cuando empecé a escribir mi primera novela sobre la Agencia Nacional de Seguridad, me di cuenta de que me apetecía hablar de España, por lo que ambienté la mitad del libro en Sevilla, con accidentes de tráfico en el barrio de Santa Cruz, intriga en la grandiosa catedral sevillana, una batalla en lo alto de la Giralda e incluso una escena en un bar de copas que solía frecuentar, llamado El Embrujo.
En otras novelas, volví a sorprenderme entretejiendo experiencias de mis estancias en España. La primera vez que vi la obra de El Bosco fue en el museo del Prado. Su electrizante Jardín de las delicias aparece en El código Da Vinci. Un viaje a Barcelona me descubrió la magnífica Sagrada Familia de Gaudí y su famoso cuadrado mágico, que aparece en las páginas de El símbolo perdido. Presenciar los rituales místicos de la Semana Santa hizo crecer mi fascinación por el catolicismo y alimentó mis deseos de escribir Ángeles y demonios.
En un plano más personal, uno de los personajes más importantes de El código Da Vinci deriva en parte del tiempo que pasé en las playas españolas en mi adolescencia. Como tengo la piel muy blanca, siempre destacaba entre mis bronceados amigos españoles, que a menudo se reían de mi palidez. Decían que parecía un fantasma, y a mí me daba mucha vergüenza. Quienes hayan leído El código Da Vinci recordarán quizá que al albino Silas también lo llamaban «fantasma» de niño para burlarse de él.
Después de la temporada en Sevilla, regresé a Estados Unidos, pero eché mucho de menos España. Hice lo posible por preparar los platos que tanto me gustaban, y si bien conseguí imitar bastante bien el gazpacho y los bocadillos de queso manchego, debo reconocer que mi intento por dar la vuelta a una tortilla de patatas en la cocina de mis padres casi termina en incendio. Aun así, me sigue encantando la comida española, sigo escuchando música española, veo cine español y, sí, ¡por supuesto!, también animé a España en el reciente Mundial de fútbol. Fue realmente emocionante.
Tengo numerosos recuerdos bonitos del tiempo que pasé en España pero, al final, lo que más perdura en la memoria es la gente maravillosa que conocí. Ahora que han pasado tantos años, me emociona saber que tengo muchos lectores en un país tan querido para mí. Posiblemente no habría escrito mis novelas de no haber sido por el tiempo que pasé en vuestro mágico país, a una edad particularmente impresionable. Y eso es algo que siempre agradeceré.