CAPÍTULO 5

 

 

 

Murray Hill Place, la nueva sede mundial y palacio de congresos del Opus Dei, se encuentra en el número 243 de Lexington Avenue, en la ciudad de Nueva York. Con un coste que asciende a más de cuarenta y siete millones de dólares, esta torre de más de doce mil metros cuadrados es de ladrillo rojo y caliza de Indiana. Diseñado por May & Pinska, el edificio alberga más de un centenar de dormitorios, seis comedores, bibliotecas, salones, salas de reuniones y despachos. En las plantas segunda, octava y decimosexta hay capillas, ornadas con madera y mármol. La planta decimoséptima es puramente residencial. Los hombres entran en el edificio por la puerta principal, en Lexington Avenue; las mujeres, por un callejón, y en el interior permanecen fuera de la vista y el oído de los hombres en todo momento.

Esa misma tarde, en el refugio que le proporcionaba su ático, el obispo Manuel Aringarosa había preparado una pequeña bolsa de viaje y se había enfundado una sotana negra tradicional. Normalmente se habría ceñido un cíngulo púrpura a la cintura, pero esa noche viajaría rodeado de gente y prefería que el alto cargo que ocupaba no llamara la atención. Sólo los más perspicaces repararían en su anillo de obispo: oro de catorce quilates con una amatista morada, grandes diamantes y una mitra con su báculo labrados a mano. Tras echarse la bolsa al hombro, rezó una oración en silencio y salió de su apartamento. A continuación bajó al vestíbulo, donde su conductor aguardaba para llevarlo al aeropuerto.

Ahora, acomodado en un avión comercial que se dirigía a Roma, Aringarosa miró por la ventanilla el oscuro océano Atlántico. El sol ya se había puesto, pero el obispo sabía que su estrella estaba en alza. «Esta noche se ganará la batalla», pensó, asombrado de que tan sólo unos meses antes se hubiese sentido impotente frente a quienes amenazaban con destruir su imperio.

Como prelado del Opus Dei, el obispo Aringarosa se había pasado los últimos diez años de su vida difundiendo el mensaje de la «Obra de Dios», que era lo que significaba literalmente Opus Dei. La congregación, fundada en 1928 por el sacerdote español José María Escrivá, propugnaba la vuelta a los valores católicos conservadores y alentaba a sus miembros a realizar importantes sacrificios en su vida para llevar a cabo la Obra de Dios.

En un principio, la filosofía de corte tradicional del Opus Dei arraigó en España antes de que se instaurara el régimen franquista, pero tras la publicación en 1934 de la guía espiritual de Escrivá, Camino —novecientos noventa y nueve aforismos para llevar a cabo la Obra de Dios en la propia vida—, el mensaje del sacerdote se extendió por el mundo entero. En la actualidad, con más de cuatro millones de ejemplares en circulación de Camino en cuarenta y dos idiomas, el Opus Dei era un peso pesado mundial. Sus residencias, centros de enseñanza e incluso universidades podían hallarse en casi todas las principales metrópolis del planeta. El Opus Dei era la organización católica más sólida desde el punto de vista económico y con mayor crecimiento del mundo. Por desgracia Aringarosa había aprendido que, en una era de cinismo religioso, sectas y telepredicadores, la riqueza y el poder de la Obra, cada vez mayores, atraían la sospecha como un imán.

—Hay quien dice que el Opus Dei es una institución catequizadora —pinchaban a veces los periodistas—. Otros afirman que son ustedes una sociedad secreta cristiana ultraconservadora. ¿Qué son en realidad?

—El Opus Dei no es ninguna de esas dos cosas —respondía pacientemente el obispo—. Somos una Iglesia católica, una congregación de fieles que hemos escogido seguir la doctrina católica con el máximo rigor posible en nuestra vida diaria.

—¿Obliga la Obra a hacer voto de castidad, pagar diezmos y expiar los pecados mediante la autoflagelación y el cilicio?

—Dichas acciones afectan únicamente a un reducido grupo de los miembros del Opus Dei —contestaba Aringarosa—. Existen muchos niveles de implicación. Hay miles de miembros del Opus Dei que están casados, tienen familia y llevan a cabo la Obra de Dios dentro de su propia comunidad. Otros deciden llevar una vida de ascetismo en nuestras residencias. Esas elecciones son personales, pero en el Opus Dei todo el mundo comparte un objetivo: mejorar el mundo realizando la Obra de Dios, una meta que, sin duda, es admirable.

Sin embargo, la razón rara vez se imponía. Los medios siempre tendían a centrarse en el escándalo, y el Opus Dei, como la mayor parte de las grandes organizaciones, contaba entre sus filas con un puñado de almas descaminadas que ensombrecía al resto del grupo.

Dos meses antes habían pillado a algunos miembros de la Obra en una universidad del Medio Oeste drogando con mescalina a nuevos afiliados con el objeto de provocarles un estado de euforia que los neófitos percibirían como una experiencia religiosa. Un estudiante de otra universidad había empleado el cilicio durante más de las dos horas recomendadas al día y se había causado una infección que había estado a punto de costarle la vida. En Boston, no hacía mucho, un joven analista de inversiones desencantado había cedido los ahorros de toda su vida al Opus Dei antes de intentar suicidarse.

«Ovejas descarriadas», pensó Aringarosa, en el fondo sintiendo pena por ellos.

Naturalmente la última campanada la había dado un juicio que había recibido amplia cobertura mediática, el del agente del FBI Robert Hanssen, el cual, además de destacado miembro del Opus Dei, había resultado ser un pervertido sexual: en el juicio se demostró que había instalado cámaras de vídeo ocultas en su propio dormitorio para que sus amigos pudieran verlo retozando con su mujer. «Cuesta creer que ése sea el pasatiempo de un católico devoto», observó el juez.

Por desgracia, todos esos sucesos habían contribuido a la creación de un nuevo grupo conocido como ODAN, Red de Alerta sobre el Opus Dei. El popular sitio web de dicha formación —www.odan.org— recogía espeluznantes historias de antiguos miembros de la Obra que advertían de los peligros de afiliarse a ella. Ahora, los medios de comunicación llamaban al Opus Dei «la mafia de Dios» y «la secta de Cristo».

«Tememos todo aquello que no entendemos», pensaba Aringarosa, y se preguntaba si quienes volcaban esas críticas sabían cuántas vidas había enriquecido el Opus Dei, una institución que gozaba del respaldo y la bendición sin reservas del Vaticano. «El Opus Dei es una prelatura personal del propio papa.»

No obstante, la Obra se había visto recientemente amenazada por una fuerza infinitamente más poderosa que los medios de comunicación, un enemigo inesperado del que Aringarosa no podía esconderse. Hacía cinco meses alguien había hecho girar el caleidoscopio del poder, y el obispo aún se estaba recuperando del golpe.

—No saben cuál es el alcance de la guerra que han desatado —musitó para sí mientras contemplaba la negrura del océano por la ventanilla del avión.

Durante un instante sus ojos se detuvieron en el reflejo de su propio rostro, un rostro difícil: moreno y alargado, dominado por una nariz chata y corva que le destrozaron de un puñetazo en España cuando era un joven misionero; una imperfección física en la que apenas se fijaba ahora, pues Aringarosa habitaba el mundo del espíritu, no de la carne.

Cuando el aparato sobrevolaba el litoral portugués, el móvil del obispo comenzó a vibrar en su sotana. A pesar de que la normativa aérea prohibía el uso de teléfonos móviles durante los vuelos, Aringarosa sabía que debía coger esa llamada. Sólo un hombre tenía ese número, el mismo hombre que le había enviado el teléfono por correo.

Nervioso, contestó en tono quedo:

—¿Sí?

—Silas ha localizado la clave —anunció el otro—. Se encuentra en París, en la iglesia de Saint-Sulpice.

El obispo sonrió.

—Entonces estamos cerca.

—Podemos hacernos con ella de inmediato, pero necesitamos su ayuda.

—Desde luego. Dígame qué tengo que hacer.

Cuando Aringarosa apagó el móvil, el corazón le latía a un ritmo frenético. Observó de nuevo la nada, sintiéndose eclipsado por los hechos que había puesto en movimiento.

 

 

A menos de mil kilómetros de allí, Silas, el albino, se inclinaba sobre un pequeño lavabo lleno de agua y se retiraba la sangre de la espalda, viendo cómo bailoteaban en la superficie los dibujos que formaba la sangre. «¡Rocíame con hisopo, y seré puro; lávame, y seré más blanco que la nieve!», rezó, citando los Salmos.

Silas sentía un entusiasmo y un nerviosismo que no había vuelto a experimentar desde que abandonó su anterior vida. Algo que se le antojaba sorprendente y electrizante a un tiempo. Durante la última década se había guiado por las máximas de Camino, expiando sus pecados, reconduciendo su vida, borrando la violencia del pasado. Esa noche, no obstante, todo eso había vuelto a asaltarlo. El odio que tanto se había esforzado en enterrar volvía a estar presente. Lo había asustado la rapidez con que había resurgido el pasado. Y, con él, como era lógico, habían vuelto sus resabios: oxidados pero útiles.

«El mensaje de Jesús es de paz, de no violencia, de amor.» Eso era lo que le habían enseñado a Silas desde el principio, lo que atesoraba en su corazón. Pero ése también era el mensaje que ahora los enemigos de Cristo amenazaban con aniquilar. «Quienes amenacen a Dios por la fuerza serán respondidos por la fuerza. Inamovible y firme.»

Durante dos milenios, los soldados cristianos habían defendido su fe de quienes trataban de desplazarla. Esa noche Silas había sido llamado a la lucha.

Después de secarse las heridas se puso el hábito, que le llegaba por los tobillos y estaba provisto de una capucha; una prenda lisa, de lana oscura, que acentuaba la blancura de su piel y su cabello. Tras anudarse el cordón a la cintura, se subió la capucha y dejó que sus rojos ojos contemplaran la imagen que le devolvía el espejo. «El engranaje se ha puesto en marcha.»