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Un amasijo promiscuo de clips, una goma de borrar de dos colores, una pluma fuente negra y gorda, unas tijeras damasquinadas que mi hermano Miguel le trajo de Toledo, una regla de madera, una perforadora de pinza que hacía hoyos rombales como las que usaban los inspectores del tranvía para cancelar los boletos de los pasajeros, una cinta métrica flexible y enroscada en un elegante estuche de cuero que tenía en el costado una manivela dorada, un carrete de cinta aislante y otro de papel pegol, un lápiz bicolor, unas pastillas de orozuz –sen sen– para contrarrestar su aliento de fumador perenne, unas llaves diminutas, una lupa, un abridor de cartas en forma de espada tizona que hacía juego con las tijeras toledanas, un papel de lija color ladrillo, un bote de espita alargada con el que cargaba su encendedor de gasolina, unos sobres color manila con broches de lámina abatibles, un secante verde y cartografiado por manchas de tinta y letras invertidas, unas libretas de cubiertas jaspeadas, las armazones de carey de unos anteojos pretéritos, unas tarjetas de presentación obsoletas que ostentaban el membrete de la Secretaría de Relaciones Exteriores y le conferían el extemporáneo cargo de canciller mexicano destacado en la República de Cuba.

Más para matar el tiempo, tan dilatado desde que dejó de trabajar, que para poner orden en sus cosas, de tarde en tarde mi padre expurgaba las gavetas de su escritorio. Como el prestidigitador que saca palomas, pañoletas y conejos de una chistera, iba amontonando ante mis ojos azorados de niño, sobre la espaciosa superficie del mueble –que acababa por asemejarse a un tenderete de bazar–, los numerosos enseres de su jubilación y muchos papeles, dispuestos en sus respectivos cartapacios, algunos unidos en legajos mediante lazos verdes de seda (parecidos a los listones rematados por una medallita de los misales y las biblias) y lacrados con sellos de la Dirección de la Propiedad Industrial de la Secretaría de Economía, que certificaban, con el águila y la serpiente del Escudo Nacional por testigos, las patentes de sus numerosos y desventurados inventos.

El dispositivo espolvoreador de sustancias granuladas, como la sal de uvas que tanto necesitaban los reflujos de su estómago. La cajita habilitada con una cinta que tenía la virtud de expedir los fósforos de uno en uno o, de una en una, las boquillas de los cigarrillos o las grageas medicinales. Los círculos fosforescentes que habrían de pegarse en los respaldos de las butacas del cine para que delataran, iluminados por el reflejo de la luz de la pantalla, cuáles asientos estaban desocupados, y por tanto disponibles, en aquellos tiempos de la permanencia voluntaria, cuando se podía llegar a media función y esperar, en la siguiente, el momento en que se había llegado a la anterior. El indicador de fin de página para máquinas de escribir, que era una suerte de semáforo de celuloide que se adhería a la hoja de papel antes de colocarla en el rodillo y anunciaba anticipadamente el final de la página con los colores que iban apareciendo: con un círculo verde indicaba, tras veintiséis renglones, que se podía seguir escribiendo; con uno amarillo, que sólo quedaba un renglón disponible y con otro rojo, que el espacio se había agotado y era imperativo retirar la hoja del rodillo. Uno de esos inventos era un dispositivo (comodín verbal que papá utilizaba con frecuencia para referirse a cualquier objeto de su invención que, justamente porque apenas se estaba inventando, carecía de nombre) que se atornillaba al marco interior de una puerta. Era de bronce, tenía forma cilíndrica y contaba con un pistón que pendía, sujeto por un resorte, sobre un cartucho de pólvora. Al abrirse desde afuera, la misma puerta empujaba el pistón que, impulsado por el resorte, percutía el fulminante. Sonaba como si fuera un balazo. Previsiblemente, el ladrón que osara abrir la puerta así habilitada saldría despavorido creyendo que desde el interior de la casa habían disparado un arma de fuego contra su persona. Se trataba, pues, de una alarma preventiva, que hasta donde sé nunca disuadió a ningún maleante pero sí nos asustó varias veces a mis hermanos y a mí, víctimas experimentales de las invenciones de papá, al volver a casa de la escuela.

El escritorio de mi padre era grande, negro, metálico. Su marca, DM Nacional, estaba inscrita en una placa de latón remachada en la cara frontal de una de las gavetas. Tenía tres cajones del lado derecho; sólo dos del lado izquierdo porque uno de ellos, el de abajo, era más hondo que los otros y hacía las veces de archivero, y otro más, poco profundo pero muy extenso, en el centro, donde guardaba muchos de esos utensilios que yo tanto codiciaba. Arriba de los cajones de ambos lados contaba con sendas repisas, que se extraían a voluntad para soportar un libro, una resma de papel o una taza de café. Su amplia superficie estaba cubierta por un fino linóleo sujeto en las cuatro esquinas por unos chapetones triangulares de acero cromado. Y el linóleo, a su vez, estaba protegido por un vidrio grueso, ligeramente verdoso, abajo del cual se habían ido infiltrando algunas fotografías familiares y varias tarjetas que anunciaban servicios domésticos: Daniel Vela Gas (la compañía que nos surtía los tanques de butano, con la que teníamos el contrato, me acuerdo perfectamente, A 62 25 30 36 C), la tintorería Bombay de la calle del Bajío, la farmacia Ritz y los abarrotes La Providencia, ambos situados en la esquina de Baja California y Monterrey, la tlapalería La Estrella de Oro de Enrique Pacheco, de la calle Tonalá. Encima del escritorio estaba el teléfono, el único que había en casa, negro y pesado, solemne como conviene a un aparato que en ese entonces se usaba sólo para comunicaciones importantes. Cuando sonaba, se esparcía entre todos los miembros de la familia un ligero sobresalto. ¿Quién será? ¿Qué habrá pasado? Y se hacía un silencio general hasta que mi madre o alguno de mis hermanos mayores tomaba la bocina y saludaba al interlocutor al tiempo que sonreía a la concurrencia para tranquilizarla, si no se trataba de ningún asunto grave. Es Miguel. O la tía Luisa. O el tío Paco. Papá nunca contestaba el aparato porque había empezado a perder el oído. Recuerdo el número de teléfono: 37 44 57.

Encima del escritorio también había algunos libros como el Recetario industrial, un diccionario español-inglés e inglés-español, los Apuntes históricos, genealógicos y biográficos de Llanes y sus hombres, sujetados por dos portalibros que representaban unos caballos asomados entre las trancas de un corral. Había además una caja de madera en forma de pequeño librero que contenía doce fingidos volúmenes. Sus lomitos curvos, también de madera y numerados del I al XII, se podían recorrer en cierto orden secreto para dejar por fin al descubierto una pequeña cerradura, cuyas llaves diminutas papá guardaba en el cajón central del escritorio. Y una lámpara con base de bronce y brazo metálico extensible, de gusano, que permitía dirigir concentradamente la luz sobre el libro que se estuviese leyendo o el papel en el que se escribía.

Aunque móviles y renovables, sobre el escritorio solía haber otros objetos: el periódico del día, una cajetilla de cigarros Delicados sin filtro, un encendedor de piedra y mecha y un cenicero grande, redondo, de vidrio, siempre rebosante. Una vez le pregunté a papá, viendo aquella montaña de colillas: ¿Todo eso te has fumado? Y él, con una lógica implacable, me respondió: No, eso es precisamente lo que no me he fumado.

Pero el objeto más significativo, sin duda, era la monumental máquina de escribir Remington, con sus teclas negras y enhiestas, su poderoso rodillo y su cinta bicolor, mitad negra y mitad roja, frente a la cual papá se pasaba horas, cumpliendo la difícil tarea de describir sus inventos y redactar las instrucciones de su funcionamiento. O escribiéndole a mamá en sus cartas cotidianas lo que quizá nunca podría haberle dicho de viva voz. O sobando sus nostalgias en páginas que indefectiblemente acababan en el cesto de papeles.

La silla del escritorio era giratoria y reclinable. Tenía un soporte central del cual salían a su vez cuatro patas radiales con ruedas. Montados en ella, mis hermanos y yo dábamos vueltas lo más rápidamente posible como si se tratara de un juego mecánico de feria o nos desplazábamos a toda carrera por la estrechez de la habitación donde se encontraba. Pero seguramente fue en contadas ocasiones, porque desde que se jubiló, papá se pasaba sentado a su escritorio todo el día.

El escritorio estaba colocado contra la pared.

Tal vez por eso, la imagen que más recuerdo de mi padre es la de un hombre sentado de espaldas. Un anciano ya, aunque entonces tuviera los mismos años que los que yo tengo ahora que lo evoco; en bata, sin afeitar, cubierta la calva con una boina ancestral, envuelto en el humo de su cigarro y de espaldas al mundo. De espaldas al mundo aunque de frente a su imaginación, al amor inveterado que le profesó a mi madre, y a su nostalgia, que rumiaba en el silencio de su sordera.

A pesar de la admirable precisión con la que recuerdas el escritorio de tu padre, has olvidado, quizá para proteger tu corazón, el terrible desaguisado que se suscitó a su derredor una tarde de 1955. La única escena de violencia que presenciaste en el seno de tu familia y de la que no has querido acordarte.

Como bien sabes, tú, que tan denodadamente te esfuerzas en ejercitar la memoria para exorcizar la atroz enfermedad que pende sobre tu propia cabeza como un mal hereditario, vivían entonces en una casa de la calle de Tehuantepec en la colonia Roma de la ciudad de México. Tehuantepec 121, entre las calles de Medellín y Monterrey. Era una residencia vieja, de una sola planta y rodeada de jardín. Contaba con cuatro recámaras, aunque en la azotea se había construido de manera bastante hechiza un cuarto adicional. Fiel a la divisa católica de que hay que tener los hijos que Dios nos mande (por fortuna para ti, que eres el undécimo de los hermanos), la familia había crecido mucho y la casa se había vuelto insuficiente para alojarlos decorosamente a todos, tus padres y sus doce hijos –cuatro mujeres y ocho hombres–, sobre todo porque sólo tenía un cuarto de baño, si bien este era espacioso y disponía de una tina, una regadera normal y otra de presión. Pero de poco servía esa amplitud cuando se trataba de vaciar el vientre porque no había un gabinete especial para el retrete, y el baño, entonces, no podía ser utilizado por más de una persona a la vez, lo que provocaba que con frecuencia se formaran filas apremiantes ante su puerta. En una recámara dormían tus padres y tu hermana Rosa, la menor de la prole; en otra, muy pequeña, Virginia, tu hermana mayor, la única que exigía, en reconocimiento a su papel de madre reemplazante de los hermanos chicos, una habitación propia, como si hubiera leído A Room of One’s Own de la Wolf, su tocaya inglesa; en una más, Carmen y Tere, las otras dos mujeres; en la última, Ricardo, Jaime, Eduardo y tú –los chicos–, dispuestos en literas, y en el cuarto de la azotea, los hermanos mayores –Miguel, Alberto, Carlos, Benito– que se encontraran en México, porque algunos, por diversos motivos –los estudios, el trabajo foráneo, la vida religiosa en algún caso–, no siempre vivían en esa comunidad entre castrense y monacal que era tu familia.

Así las cosas, tus padres le encargaron a tu hermano Miguel –el mayor de los hombres, el que llevaba, como primogénito, el nombre de tu padre– que construyera, en su condición de flamante egresado de la carrera de Arquitectura de la Universidad y con la asesoría del arquitecto Daniel Cami, que había sido su maestro, una nueva residencia que pudiera alojar a la familia completa y que acabó por tener una fisonomía entre hotelera y cuartelaria. Tiempo atrás, habían comprado ventajosamente un terreno en la colonia Florida, muy cerca de la recién estrenada Ciudad Universitaria en el Pedregal de San Ángel, que le confirió a toda la zona una notable plusvalía. El predio daba a una estrecha calle de terracería llamada de los Cedros, a cuya vera corría, disminuido y sucio, un trecho del río Magdalena en el que chapoteó tu infancia. Se localizaba entre las avenidas Insurgentes y Universidad, que entonces se llamaba Fernando Casas Alemán en honor a quien fue el regente de la ciudad cuando se construyó el nuevo y portentoso campus de la Universidad Nacional Autónoma de México; y más específicamente, entre las calles de Tecoyotitla al poniente y Margaritas al oriente. Para la adquisición de ese terreno, tus padres habían invertido todos sus ahorros y, para la edificación, pidieron un préstamo bancario al que respaldaba la propiedad de la calle de Tehuantepec, cuyo valor residía más en el terreno que en la casa propiamente dicha, y que se había puesto en venta desde que se determinó construir una nueva morada. El caso es que tu hermano Miguel, sin duda talentoso y bien intencionado pero todavía inexperto, no pudo sustraerse del mal que aqueja a todos los arquitectos o, por mejor decir, a quienes los padecen como clientes, que es el de duplicar, por lo menos, el gasto presupuestado para la construcción y tardarse tres veces más que el tiempo estipulado para concluir la obra. La casa de Tehuantepec ya se había vendido y tu padre se había comprometido con el comprador a entregarla en una fecha precisa, la más tardía que pudo negociar y con la que tu hermano Miguel, según sus previsiones, estuvo de acuerdo. Pero el plazo de la entrega se aproximaba de manera inexorable y Miguel no había avanzado suficientemente en la construcción como para que pudieran mudarse antes de que se venciera. Quizá todo se hubiera resuelto con la negociación de una moratoria, pero ya no había dinero ni siquiera para sufragar un proyecto que fue incrementando angustiosamente su costo y, además, tu padre había dado su palabra de que entregaría la propiedad en la fecha convenida. Y él, como dijo en contadas pero contundentes ocasiones para educación edificante de sus hijos, era hombre de una sola palabra. Tanto, que había rechazado una oferta superior a la que originalmente había aceptado por la venta de la misma casa de Tehuantepec porque ya se había comprometido, aunque fuera sólo de palabra, con el cliente al que acabó por vendérsela. Cuando se presentó el segundo ofrecimiento, tu madre, más pragmática que él, lo instó a reconsiderar el trato inicial en el que no mediaba ningún papel, ninguna firma, ningún documento formal, y sólo se sostenía en un acuerdo verbal. Pero tu padre fue fiel a su palabra y no aceptó la nueva oferta.

De todo esto sabes y te acuerdas perfectamente, pero hay algo que has olvidado. Poco antes de que concluyera el plazo, se llevó a cabo una suerte de conciliábulo familiar, y también, de algún modo, contractual, en el que participaron tu padre, tu madre y tu hermano Miguel como protagonistas –aunque acabaron por ser antagonistas–, y del que tú, que andabas por ahí de sirimique, fuiste testigo involuntario aunque después hayas soterrado en algún resquicio inexpugnable de tu alma el lamentable suceso.

La escena transcurrió alrededor del escritorio de tu padre. Tu hermano llevaba un pequeño portafolios con las últimas cuentas y un tubo metálico con los planos de la construcción, que desenrolló sobre el escritorio. Después de revisar minuciosamente los estados financieros y de escuchar las explicaciones de Miguel a propósito del avance de la obra, que iba señalando en los planos de manera detallada, tu padre, con todo el ascendiente que aún tenía y que se vio terriblemente amenazado esa misma tarde, hizo la pregunta crucial: ¿Cuándo podemos mudarnos? Miguel expuso muchos razonamientos justificatorios pero al fin hubo de admitir que no se podía comprometer a terminar ni siquiera la obra negra antes de que venciera el plazo en el que teníamos que desalojar Tehuantepec. Tu madre, que siempre fue más operativa que tu padre, conminó a Miguel a que encontrara una solución, pues él se había comprometido desde que aceptó responsabilizarse del proyecto, según le recordó, a terminar la obra en un tiempo determinado. Miguel argumentó que para acelerar el trabajo necesitaba contratar personal extra, lo que necesariamente incrementaría aún más el presupuesto, y que ni aun así aseguraba tener la nueva casa en condiciones de habitabilidad en la fecha predeterminada. Tu padre, con la prudencia que lo caracterizaba, trató de mediar para apaciguar los ánimos, que empezaron a caldearse, y encontrar alguna solución intermedia, pero tu madre pasó de la exigencia al reclamo. Y Miguel, del recuento de las dificultades para entregar la obra a tiempo a la negación categórica de poder hacerlo. Tu madre, angustiada ante el inminente peligro de que la familia fuera desahuciada de su hogar sin tener dinero para alquilar, así fuera provisionalmente, una vivienda que albergara una prole tan numerosa, se exaltó y le reprochó a Miguel su irresponsabilidad. Miguel, que siempre fue de mecha corta y que consideraba que el retraso se debía a ciertos imponderables que estaban fuera de su competencia, explotó. Tu madre se exasperó de palabra; tu hermano, de acto. Ella lo incriminó. Él dio un puñetazo sobre el escritorio y, sin que hubiera sido su propósito, rompió el vidrio que protegía la superficie. Tu madre se sintió agredida y reprobó la desmesurada exaltación de Miguel, ¡Mira nada más lo que has hecho, ya rompiste el vidrio!, y él, fuera de sí, ¡Yo lo pago! Tu madre dijo que ya era mucho dinero el que le habían dado para la obra y encima rompes el vidrio del escritorio de tu padre. Miguel volvió a golpear el cristal, ahora con la deliberada intención de estrellarlo y utilizando para ello el tubo de los planos porque se había lastimado la mano derecha –la del exquisito dibujante y magnífico trazador de proyectos–, que le sangraba. Tu padre había perdido la ilación del diálogo a pesar de los decibeles que fueron aumentando con la exacerbación de los ánimos, o quizás a causa de ellos. Acorralado entre la energía de tu madre y la furia de tu hermano, se limitó a pedir calma, pero su petición sólo acabó de irritar a Miguel, que volvió a dar otro golpe con el tubo sobre el cristal. Y otro: Si yo lo voy a pagar, voy a hacer con él lo que se me pegue la gana. Y golpeó, golpeó, golpeó, hasta que lo hizo añicos. A tu padre, que era un hombre de palabra, le faltaron justamente las que a tu madre le habían sobrado. Y a Miguel, tan mal administrador de las suyas, aunque fueran muchas, sofisticadas y cultas, le ganó su carácter impulsivo. Le ganó la ira.

Salió de la escena, que tú, mirón, metiche, entrometido, habías presenciado como estupefacto e indiscreto escritor en potencia que optó, no obstante, por eliminar de su memoria el incidente. Te tomó en sus brazos. A pesar de su mano derecha ensangrentada, te alzó de los codos, a la altura de su cabeza. Trató de sonreír. Lo logró, aunque con cierto rictus demoniaco, y te dijo:

–¡Tu madre es un monstruo! –y se fue a toda prisa dando un portazo.

Tú tenías seis años de edad. No: ya habías cumplido siete cuando esa tarde tu hermano Miguel te hizo cómplice privilegiado de las desmesuras de su temperamento, tu madre sufrió un duro revés en la autoridad moral que siempre había ejercido y tu padre dejó de ser tu padre para convertirse en un abuelo al que siempre has recordado de espaldas, sentado a un escritorio sin vidrio.

Nos mudamos a la casa de la calle de Cedros cuando todavía se encontraba en obra negra.

Estaba techada, ciertamente, y contaba con los servicios elementales de agua corriente y energía eléctrica. Ya se había colado el firme de cemento de los pisos, pero aún no se había colocado el mosaico que lo cubriría. Las paredes, grises, sin enyesar ni pintar, todavía supuraban humedad. No había más puertas que la que daba a la calle y las de los baños, de modo que comíamos, estudiábamos y dormíamos a puerta abierta o, por mejor decir, a vano abierto. El jardín era sólo un terraplén donde se había depositado el cascajo de la obra –vigas, maderos de cimbra, varillas retorcidas, costales vacíos, montículos de mezcla, ladrillos rotos. La cochera, cubierta de aserrín y de virutas y olorosa a madera recién cepillada, no había perdido su perentoria condición de taller de carpintería para dar paso al Ford 49 de mi hermano Miguel y al Chrysler 42 de mi hermano Benito, que durante los primeros meses posteriores a la mudanza pernoctaban en la calle desierta.

Albañiles de gorro de papel periódico salpicado de cemento, pintores de brocha gorda, barnizadores, plomeros, electricistas deambulaban, campantes, por la casa, que hasta entonces había sido suya, como si fueran sus habitantes legítimos y permanentes, mientras nosotros nos veíamos reducidos a asumir el papel de intrusos que ellos nos adjudicaban. Nos supeditábamos a sus horarios y sufríamos su constante intromisión en la intimidad de la vida familiar –esas miradas socarronas, descalificadoras o lascivas que se posaban imprevisiblemente en el rezo consuetudinario que musitábamos antes de comer, en nuestros melindres de urbanidad o en las cabelleras húmedas de mis hermanas al salir del baño. Por la mañana percibíamos el olor del carbón y de las tortillas recién echadas sobre el comal a su temprana hora del almuerzo; todo el día oíamos la música guapachosa de sus radios, y siempre estábamos expuestos, principalmente los hermanos chicos, a la agudeza de sus albures, que no entendíamos y de los que, a juzgar por sus risillas pícaras, éramos víctimas propiciatorias. En esos primeros meses que habitamos la casa en contacto permanente con los albañiles, incorporé a mi paladar el gusto por el chile, los fideos secos y las tortillas azules que me convidaban del itacate que les traían sus mujeres; admiré la maestría de sus oficios; me llené, por jugar entre la cal y la arena, las manos de mezquinos que mamá trataba en vano de erradicar a fuerza de nitrato de plata, y enriquecí mi vocabulario de niño con siete palabrotas.

Durante semanas, como si estuviéramos en un campamento, nos vimos obligados a comer platillos fríos, salvo aquellos excepcionales que se guisaban en una parrilla eléctrica al altísimo costo que marcaría el primer recibo de la luz que llegó a Cedros, y a bañarnos con agua fría antes de que el gas quedara debidamente instalado. Cuando por fin se instaló, mi hermano Jaime y yo teníamos que llevar a cuestas el tanque vacío a lo largo de tres cuadras, desde la casa, cruzando Tecoyotitla y Artistas, hasta la avenida Insurgentes, donde esperábamos, para reponerlo, el camión repartidor, cuya corpulencia le impedía adentrarse por esa calle entonces estrechísima de Cedros. Esa calle hoy se ha convertido en uno de los arroyos de la avenida Vito Alessio Robles y dispone de un hermoso y ancho camellón que se sobrepuso al río de mi infancia.

A pesar de las incomodidades que sufrimos hasta que la obra quedó terminada en la versión más austera del proyecto original, nos sentíamos felices en esa casa de dos plantas que tenía, una al lado de otra, como si fuera motel carretero o cuartel del ejército, siete espaciosas recámaras –una de ellas, la de Miguel, que albergaba su maravillosa biblioteca–; tres baños completos –uno en la planta baja para mis padres, Miguel y las visitas, y dos arriba, uno para los hombres y otro para las mujeres, situados en los extremos del larguísimo pasillo al que daban las habitaciones; un comedor en el que los días festivos cabíamos todos sentados en sillas individuales y no en bancas, como las del antecomedor, suerte de refectorio que reproducía la estrechez atávica de la casa de Tehuantepec, en el que cotidianamente desayunábamos, comíamos y cenábamos por tandas; una terraza donde nos asoleábamos en traje de baño y nos mojábamos a manguerazos; un largo jardín que pasando el tiempo se convirtió en generosa cancha de bádminton y voleibol, y una estancia gigantesca en la que se hicieron fiestas de baile, se celebraron las bodas civiles de tres de mis hermanas y, la noche del 15 de junio de 1962, se veló el cadáver de mi padre.