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La mujer de gruesas carnes, olorosas a pesebre y a morcilla, le dio la bendición sin llantos ni palabras: sólo con el ademán de aquellas manos curtidas por el bálago y el carbón, las almaradas y la piedra pómez, tan diestras para ordeñar vacas como para bordar sábanas y servilletas. Del padre tampoco recibió palabra alguna; sólo una caricia enérgica en la nuca.

Emeterio vio por última vez aquellos bultos negros contra el sol del amanecer. De saber que así habría de recordarlos siempre –parados en medio del patio terregoso de La Texa, recortados por la luz rasante a sus espaldas–, hubiera vuelto la cabeza para clavarse en la memoria el semblante, la expresión, la piel de aquellos rostros que el sol le impedía ver con precisión y que el tiempo iría cubriendo de neblina, pero el miedo de arrepentirse y quedar convertido en estatua de sal le mantuvo la mirada adelante, fija en el punto en el que pensó que se encontraba el porvenir.

Sus padres se quedaron inmóviles en el patio, entre el revoloteo de las gallinas y el ladrido de los perros, hasta que Emeterio se perdió, cuesta abajo, entre los vericuetos del caserío. Un poco más de tiempo todavía, hasta que se hicieron a la idea de que ese agujero de sus carnes no se taparía con suspiros deshilvanados, sino haciendo todo lo que su hijo hacía: sacar el agua del pozo, recoger la leña del castañedo, cargar el burro con el saco de maíz para llevarlo a la tahona, afilar la guadaña y segar la mala hierba del huerto, cuidar a las gallinas de la constante amenaza de los raposos, triturar la paja para alimentar a las vacas y al pollino, sacar el estiércol del establo y volcarlo en el prado, custodiar la ya hipotecada pomarada por las noches con la escopeta cargada con cartuchos de sal para espantar a los ladrones de manzanas.

En el puente de piedra, por el que se cruza el enjuto río Bedón para llegar a la plazoleta del poblado, Emeterio se topó con la niña Crisanta, a quien se le había adherido el polvo de la pendiente a las mejillas recién lavadas. Llevaba la herrada al hombro para sacar agua del pozo. Él no supo qué decirle; ella, tampoco: lo miró de frente, como nunca lo había visto, pues antes de esa mañana sólo había recibido las miradas penetrantes de Emeterio que se le clavaban en la nuca durante la misa de los domingos. Ella puso el cubo de madera en el suelo. Él la tomó de la mano. A ella, en un parpadeo, se le quedó una lágrima temblando en las pestañas. Él estuvo a punto de enjugarla y decirle una mentira, pero ella se la secó con el dorso de la mano. Alzada de puntitas, estrenando pantorrillas de mujer, le dio un beso furtivo que le tapó la boca. Y se alejó corriendo, con el rostro encendido y las sienes palpitantes, rumbo a su casa, para estar ahí de regreso antes de que sus padres se percataran de su desmañanada ausencia.

Conocí a mi abuelo paterno cincuenta y cinco años después de su muerte, la tarde que sepultamos a mi padre.

Ojos borrados, como los de las estatuas griegas que perdieron su policromía original y lo mismo pueden mirar el horizonte más lejano que la más recóndita intimidad; bigotes prominentes; mandíbulas enérgicas; frente despejada, cuya amplitud algo le debe a la escasez de la cabellera. Así lucía el busto de mármol que coronaba, sobre la inscripción de su nombre –EMETERIO CELORIO– en letras que un tiempo fueron doradas, el frontispicio de la cripta que mi abuelo mandó construir en el Cementerio Español para acoger los restos de mi abuela y que visité por primera vez la tarde del 15 de junio de 1962, cuando murió mi padre; una cripta patrimonial de nobles proporciones que liberaba a nuestra familia de la sentencia vergonzante de que no teníamos dónde caernos muertos. Lo único que teníamos era precisamente eso, dónde caernos muertos, aunque para mantenernos vivos sufriéramos no pocas penurias.

No recuerdo haber visto antes ninguna fotografía de mi abuelo. Apenas sabía de su nombre, Emeterio Celorio, que se perdía entre las ramas de un árbol genealógico por las que nunca me había encaramado. Qué iba yo a saber entonces de alguien que había llegado al mundo en un remoto caserío de Asturias casi un siglo antes de que yo naciera, y que había muerto en el lejano año de 1907; de alguien cuyos padres, a su vez, habían nacido al poco tiempo de que España promulgara la Constitución de Cádiz y México librara su Revolución de Independencia. En tres o cuatro zancadas mi familia se remontaba por línea paterna a la Revolución francesa y las guerras napoleónicas.

Emeterio Celorio Santoveña (1858–1907). Así decía la lápida que señalaba el nicho central de la cripta en el que mi abuelo yacía flanqueado por sus dos esposas. Flanqueado no, porque los cuerpos de las dos mujeres que se sucedieron para acompañarlo en la vida no reposaban a ambos lados de su nicho, sino una encima de él, mi abuela Loreto Carmona, y la otra, Emilia del Barrio, su segunda esposa, debajo.

Nadie me había hablado a mí directamente de mi abuelo. Es cierto que de niño había oído mencionar en casa varias veces su nombre, sí, pero sin saber bien a bien quién era ni qué relación tenía conmigo. Lo único que me llamaba la atención era ese nombre largo y eufónico que, si lo desdoblaba en sílabas –E-me-te-rio–, me sonaba rimbombante y, si lo decía de un tirón –Emeterio–, me daba risa. Pero entonces no pensaba que quien se llamaba de ese modo era el padre de mi padre, porque tampoco comprendía bien a bien el significado de la palabra abuelo –¿cómo, si los cuatro que me tocaron en suerte habían muerto antes de que yo naciera? Y porque nadie se tomó nunca la molestia de explicarme algo tan simple como que tu abuelo es el papá de tu papá o el papá de tu mamá, y que tu abuela es… Con trabajos entendía el significado de la palabra papá, porque el señor que todas las noches depositaba su dentadura postiza en un vaso de agua, que no salía de casa más que en contadas ocasiones, que –bata, boina y pantuflas– se pasaba la vida sentado a su escritorio escribiendo cartas e inventando artilugios; el señor que había perdido el oído y traspapelado la memoria; el señor, al que mis hermanos y yo –y hasta mi madre– le decíamos papá, que a veces me sentaba cariñosamente en sus rodillas para hacerme caballito, en nada se asemejaba a los papás de mis compañeros de la escuela. En cambio, el papá de Picho, el de Marco Antonio, el de mi tocayo Gonzalo Casas mucho se parecían a algunos de mis hermanos mayores, como Benito, que vestía traje y corbata, desayunaba de prisa viendo el reloj, iba a trabajar, tenía coche y usaba portafolios... Si no entendía del todo la palabra papá, cómo iba a entender la palabra abuelo.

También escuché varias veces que ese Emeterio que resultó ser mi abuelo –el papá de mi papá– era hijo de dos viudos, que habían contraído segundas nupcias y lo habían tenido a él como único vástago común. Pero yo nunca fui destinatario de esas historias que de vez en cuando asomaban a la plática de los mayores, sino un mero escucha distraído, que me quedaba con algunas imágenes inconexas y distorsionadas: una viuda que se viste de negro para casarse por segunda vez y que en lugar de azahares tiene en el pecho un ramo de amapolas moradas; un hogar austero, perdido en una montaña adonde sólo pueden subir las cabras; un hijo triste que desde niño no piensa en otra cosa que escaparse de su casa.

El nombre de Emeterio podía causarme lo mismo admiración que risa, pero el de Vibaño, que de tarde en tarde saltaba a la sobremesa, sólo me daba risa. ¿Cómo disociarlo, con esa terminación, de otras palabras como lavabo, tina, escusado?

Vibaño es el nombre de un pequeño caserío de Asturias, trepado en la montaña –y no obstante cercano al pueblo marinero de Celorio de donde procede tu apellido–, en el que nació tu abuelo Emeterio y del que emigró cuando apenas era un mozalbete, con una mano delante y otra detrás como se dice, para «hacer la América».

Cuando a mediados del siglo XIX se levantó la malamente acatada prohibición de emigrar a las antiguas colonias españolas que habían alcanzado su independencia y se habían convertido en flamantes repúblicas hispanoamericanas, numerosos jóvenes de Asturias, Galicia, las entonces llamadas Provincias Vascongadas, Cataluña, Islas Canarias abandonaron sus pueblos para buscar fortuna en el Nuevo Mundo como en tiempos del descubrimiento y la conquista lo habían hecho andaluces, extremeños, castellanos.

Al amparo de la nueva disposición, Belarmino Celorio, primo hermano de tu abuelo y varios años mayor que él, había tomado la grave decisión de emigrar a Cuba. No fue ese su destino final porque, tras pasar una temporada en La Habana, acabó por trasladarse a la ciudad de México, donde se abrió camino en el negocio de la importación y el comercio de productos ultramarinos (ultramarinos para México, porque para España los ultramarinos eran el cacao, el tabaco, las papayas, que procedían de América). En sus frecuentes y entusiastas cartas que enviaba desde el otro lado del océano a Llanes, la cabecera del Concejo al que pertenece Vibaño, acompañadas de fotografías que lo mostraban esplendente y elegantemente ataviado con un traje de tres piezas que jamás habría vestido en el pueblo, instaba a su primo menor a que lo siguiera en su aventura americana, que en realidad para Emeterio ya no sería tal, pues, según le decía en tonos exultantes y sencillos, ya tenía la mitad del camino recorrido. Precisamente para desbrozarlo, él, su primo, le había tomado la delantera. Emeterio lo podría ayudar en el negocio de abarrotes, que poco a poco, con la gracia de Dios y con su esfuerzo, prosperaba. Al principio, Belarmino sólo podría procurarle algo más que casa y sustento, pero al cabo del tiempo, si trabajaba con esmero, como esperaba, podría llegar a convertirse en socio coaccionario de la empresa. Y no tendría que sufrir las penalidades que él había padecido desde que dejó el terruño, ni se vería obligado a realizar tantos trabajos como los que él había tenido que ejercer desde que llegó a Cuba hasta que por fin echó raíces en la ciudad capital de la vieja Nueva España, donde contrajo matrimonio con una mexicana.

Emeterio no tenía a qué quedarse en un pueblo como Vibaño. Ahí no había trabajo. Ni futuro. La industria del acero y la explotación de minas de carbón provocaron que la riqueza se concentrara en los municipios centrales de Asturias, mientras que los periféricos, dedicados a la agricultura, como el de Llanes, situado en el extremo oriental de la provincia, se empobrecieron. Y es que el campo también se había visto sometido al influjo de la modernidad industrial, que privilegió la ganadería de leche sobre el cultivo de cereales, por lo que las tierras labrantías se habían ido transformando paulatinamente en pastizales. Los campesinos, que no obstante el flujo de la población hacia las ciudades centrales habían crecido en número a causa del incremento demográfico general que se dio en toda España por aquellos años, estaban condenados a la desocupación y por tanto a la pobreza. La emigración, pues, se volvió el destino de muchos aldeanos solteros, como tu abuelo, que no estaban calificados para laborar en las modernas industrias de las ciudades asturianas más aventajadas. Pero no sólo fueron el desempleo y la penuria lo que los hizo dejar sus caseríos y emprender la aventura americana. También huían del servicio militar obligatorio. De salir sorteados con «el quinto», podrían ser llamados a filas por espacio de hasta siete y ocho años y enviados a combatir en guerras que no todos sentían suyas, como la que España acababa de librar en África contra los marroquíes que presuntamente amenazaban su soberanía en Ceuta y en Melilla. Justamente por ahí –según se proclamaba oficialmente en términos patrióticos para reclutar a los jóvenes asturianos– los moros habían invadido la península en los comienzos del siglo VIII hasta que su beligerante expansión fue detenida por las fuerzas del invicto rey Pelayo, que los derrotó en la batalla de Covadonga.

La familia de tu abuelo no era pobre. Tenía una de las mejores casas del pueblo de Vibaño, conocida como La Texa, con su huerto aledaño, cercado de frondosas y retorcidas higueras de San Miguel, en el que cultivaban, más para el consumo familiar que para la venta, coles, lechugas, escarolas, tomates, cebollas, patatas y puerros; un hórreo de seis pegollos bien abastecido de manzanas ruiloba en el invierno, además de jamones, morcillas, chorizos y hojas de tocino todo el año; un jardín vallado oloroso a laurel y hierbaluisa en el que crecían el romero, el tomillo y la hierbabuena para la cocina y, para el ornato, las gigantescas hortensias que se extendían durante el verano por toda la región. Era propietaria también de dos vacas lecheras, un pollino de carga y una docena de gallinas ponedoras. Pero su manutención provenía de una no pequeña pomarada de manzanas sidreras que cada dos años por lo menos, cuando los árboles se cargaban de fruta y había recolección, le procuraba muy buenos dividendos. Pero aun así, no tenía el dinero suficiente para abonar los seis mil reales de redención que exigía la Ley de Reemplazo del Ejército para que Emeterio quedara exento de realizar el servicio militar. Tu bisabuelo no quería que su hijo acabara bajo banderas durante los mejores años de su juventud. Pero tampoco hubiese permitido que se fuera a América en condición de prófugo o desertor, como se lo proponían los enganchadores de las compañías navieras, que se comprometían a sacarlo clandestinamente por Leixoes, Gibraltar o Le Havre. Así que se vio precisado a hipotecar la pomarada para pagar la redención que lo eximiera legalmente de enrolarse en el ejército, más los setecientos reales que costaba el pasaje de tercera clase en un vapor trasatlántico que lo llevara a Cuba y otros tantos para su equipamiento y para su traslado a Veracruz y después a la ciudad de México, donde lo reclamaba Belarmino. Lo animaban la certidumbre de que las cualidades de Emeterio, su tesón, su constancia y su ingenio, lo harían triunfar en América, al lado de su sobrino Belarmino, y la confianza en que, andando el tiempo, el propio Emeterio se encargaría de liquidar con las remesas que enviara desde México la hipoteca del pomar.

Ricardo del Río, vecino del cercano pueblo de Rales y amigo de Emeterio, también contaba con un pariente que se había marchado a México y le ofrecía trabajo en el ramo de los textiles en el que había prosperado. Juntos, Ricardo y Emeterio alimentaron sus ensoñaciones juveniles con la leyenda secular que hacía de América la tierra de la abundancia y de la promisión, como se habían encargado de propalarlo no sólo los cronistas de antaño, que ninguno de los dos había leído, sino los indianos que habían vuelto a las aldeas vecinas enriquecidos y cuyas obras y desplantes ellos habían visto con sus propios ojos: las opulentas residencias con que se empeñaban en reproducir el paisaje y el colorido americanos, los ostentosos regalos que brindaban a la parentela, las generosas dádivas que ofrecían a la Iglesia. Como los emigrantes que no se abrían paso en América preferían no volver y evitar de esa manera el baldón de su fracaso, se pensaba que todo asturiano que emigraba a aquellas tierras tarde o temprano acababa por triunfar. Así que Ricardo y Emeterio decidieron emprender juntos la aventura. Ya un enganchador de la naviera A. López Co. les había ofrecido estupendas condiciones para cruzar el Atlántico y los había deslumbrado con las maravillas y facilidades del viaje que sus respectivas familias habrían de patrocinar.

La madrugada del 15 de septiembre de 1874, Ricardo esperaba a Emeterio, como lo habían convenido la víspera, en la plazoleta del pueblo de Vibaño, bajo las ramas del roblón centenario. Ya estaba ahí Policarpo, el jornalero que trabajaba temporalmente en la recolección de manzanas de la pomarada, quien se había prestado graciosamente a llevarlos en su carreta tirada por bueyes a Llanes, de donde el enganchador los trasladaría a Santander. No saldrían por Gijón, como habían salido tantos emigrantes asturianos –entre ellos Belarmino–, porque ese puerto, si bien más cercano a Llanes que el santanderino, no tenía las condiciones para el embarque y el desembarque de los vapores de gran calado –como el que abordarían– que habían venido reemplazando a las corbetas y los bergantines de navegación a vela.

Emeterio había colocado en la carreta, junto al de Ricardo, el baúl en el que llevaba su equipamiento. Puso también un zurrón con un trozo de pan y otro de borona, un chorizo y unas sardinas arenque que había sacado de la masera de su casa, y dos guajes con agua.

Los dos amigos se treparon a la carreta. Policarpo arreó los bueyes y Ricardo y Emeterio, conducidos por el jornalero, emprendieron el camino por el que no habrían de regresar jamás. Conforme el sol iniciaba su ascenso, iban quedando atrás el desperezado canto de los gallos, los tercos balidos de las cabras, el olor del pan y del aceite.

Emeterio ya conocía el mar. Varias veces había incursionado hasta la costa cántabra y en alguna ocasión había visitado el pueblo que tenía por nombre su apellido: Celorio. Pero la única ciudad que conocía era Llanes, así que Santander, con sus avenidas sombreadas por palmeras, su interminable malecón, sus generosas playas, los edificios aduanales y las instalaciones portuarias que cargaban y descargaban barcos procedentes de países muy distintos y distantes, le pareció cosa de otro mundo, sin imaginar entonces que, tan pronto cruzara el océano, mudaría su natural condición rural por otra urbana que lo marcaría de por vida. Cambiaría, irreversiblemente, alpargatas y almadreñas por zapatos, veredas por calles, montes por edificios, carretas por tranvías…

Tres días después de haber llegado a Santander y de hospedarse en una fonda de mala muerte que el enganchador se encargó de cobrar a un precio más alto que el estipulado, Emeterio y Ricardo se embarcaron en el vapor mercante de la Compañía A. López que zarpó rumbo a La Habana. Fueron recluidos en el sollado, esto es en las cubiertas inferiores del buque donde se encuentran los pañoles atestados de pertrechos y herramientas y los alojamientos de entrepuente, de acuerdo con los pasajes de tercera clase que sus respectivas familias habían comprado a plazos.

Tras diecisiete días de cocido de habichuelas y patatas alternado con garbanzos y agua a discreción; diecisiete días de mareos, malos tratos y mal sueño en camarotes de seis literas de cuatro camas cada una; diecisiete días de ilusiones, vómitos, diarreas, miedos, extrañamientos, fabulaciones y confabulaciones, juramentos de amistad eterna y ambiciones confesas, Ricardo y Emeterio desembarcaron en La Habana el 5 de octubre.

De esas historias que de vez en cuando afloraban en la conversación de los mayores, me quedé entonces con dos expresiones que me parecían raras o graciosas: hacer la América y una mano delante y otra detrás. Y con una tercera, dormir en la trastienda, que también se repetía cuando se hablaba de los duros sacrificios y las muchas privaciones que sufrió Emeterio y de los arduos trabajos que acometió para hacer fortuna –es decir, para hacer la América, según lo entendí después.

La frase hacer la América me parecía extraña, porque América, según lo supe cuando entré a primer año de primaria, ya estaba hecha antes de que Cristóbal Colón dizque la descubriera. Tuve que entrar a secundaria para darme cuenta de que lo que esa frase significaba era hacerse con América, es decir conquistarla, beneficiarse de ella, enriquecerse a costa de su prodigalidad. La frase una mano delante y otra detrás me hacía gracia, como cualquier metáfora que se toma en sentido literal: me imaginaba al tal Emeterio, de joven, encuerado en la proa del barco en que vino, tapándose el culo con la mano izquierda y el pito con la derecha –o al revés–, y tardé tiempo en descubrir que tal frase no significaba que fuera pudoroso, sino pobre. Y lo de dormir en la trastienda lo entendí más pronto de lo que hubiera querido. Al año siguiente de la muerte de mi padre, mamá me mandó durante las vacaciones de fin de año a trabajar con mi hermano Alberto a Matehuala, San Luis Potosí, para que me hiciera hombre, sin saber que tal consigna no sólo se refería a aprender a trabajar, como ella creía, sino iniciarse, si la ocasión lo favorecía, en las veleidades de la sexualidad. Tenía un catre atrás del mostrador de La Central, el comercio de telas y de ropa al mayoreo que mi hermano había establecido en esa zona desértica del norte del país, y ahí dormía cuando al caer la noche se cerraban tras de mí las cortinas metálicas del establecimiento, como lo hizo tu abuelo en la tienda de abarrotes y ultramarinos de Belarmino en la que trabajó arduamente en la ciudad de México, y de la que se independizó antes de ser socio de la empresa, para montar su propio negocio de fabricación, importación, distribución y venta de bebidas alcohólicas, con el que hizo la América para fortuna –y también para desgracia– de sus descendientes.