cap04

Lauren Finn y su madre están de acuerdo en que el sedán sigue oliendo como el abuelo de Lauren: una mezcla rancia de humo de pipa, periódicos viejos y loción para afeitarse de la farmacia. Por ese motivo, se dirigen a la preparatoria Mount Washington con las ventanas abiertas. Lauren apoya los brazos en el marco de la ventana y descansa la barbilla en el espacio donde se juntan sus manos para permitir que el aire húmedo la despierte.

Los lunes siempre son las mañanas más cansadas, porque los domingos siempre son las peores noches. La ansiedad de la semana que se avecina acelera a Lauren cuando quiere estar tranquila. Puede percibir todos los bultos del viejo colchón, escuchar todos los crujidos y sonidos de su nueva casa vieja.

Lleva tres semanas en esta nueva vida y todo le parece incómodo, exactamente como se lo esperaba.

El viento gris hace volar la cabellera larga y clara de Lauren como un rubio océano tormentoso, toda salvo la parte que está fija con un broche de plata manchada.

Lo había encontrado la noche anterior, después de la primera hora de dar vueltas y tratar de acomodarse en la misma cama de la misma habitación donde su madre había dormido cuando tenía quince años. El fino broche parecía un clavo suelto donde el piso de madera se unía con la pared. Los cristales de bisutería opaca que lo adornaban parpadeaban a la luz de la luna.

Lauren cruzó el pasillo en piyama. La lámpara de lectura de su madre proyectaba una luz cálida y blanquecina por la puerta entreabierta. Ninguna de las dos había podido dormir muy bien desde que se mudaron a Mount Washington.

Lauren abrió un poco la puerta con el pie. En las espirales de la cama de hierro había unas pantimedias baratas color caramelo secándose tras ser lavadas en el baño. Le recordaron las pieles de serpiente que veía en las cálidas dunas que había detrás de su departamento en el oeste. Su vida anterior.

La señora Finn levantó la vista del grueso manual de leyes fiscales. Lauren pasó entre las cajas sin desempacar y se subió a la cama. Abrió las manos como si fueran una almeja.

Su madre sonrió y sacudió la cabeza con algo de vergüenza.

—Le rogué a tu abuela que me comprara este broche cuando entré a la preparatoria —presionó el broche entre sus manos, examinando el fósil de su juventud—. No sé si alguna vez has sentido eso, Lauren, pero a veces, cuando tienes una cosa nueva, te engañas creyendo que tiene el poder de cambiar absolutamente todo sobre ti.

Las comisuras de la boca de la señora Finn se estiraron hasta dibujar una sonrisa comprimida y delgada, convirtiéndola en algo totalmente distinto. Con un suspiro, dijo:

—Es mucho pedir para un broche, ¿no crees? —entonces, se lo puso a Lauren en el pelo sosteniéndole un mechón sobre la oreja. Luego levantó el cobertor para que se acostara con ella.

Lauren nunca había experimentado esa sensación que le acababa de describir su madre, pero sí una mucho más inquietante, como el caso de Randy Culpepper, que se sentaba a una banca de distancia en su clase de Inglés.

En su primer día en Mount Washington, Lauren notó que Randy olía raro. Lo calificó inicialmente como un olor resinoso un poco rancio. Pero luego oyó en el pasillo que Randy era vendedor de mariguana y que se fumaba un churro en el coche todas las mañanas antes de la escuela.

Ahora sabía cómo olía una sustancia ilegal y eso era un reflejo indiscutible de cuánto había cambiado su vida, lo quisiera o no. Se tragó ese secreto, junto con muchos otros, porque le rompería el corazón a su madre si lo supiera. No quería que confirmara que las cosas estaban tan mal como le habían contado.

Si no es que peor.

Un rato después, cuando la señora Finn terminó de estudiar y apagó las luces, Lauren se quedó mirando la oscuridad y se concentró en las palabras de su madre. Un casillero era solamente un casillero, un broche, sólo un broche. A pesar de todas las cosas nuevas con las cuales se topaba diariamente, podría seguir siendo la misma. Tocó el broche antes de dormirse, su amuleto de seguridad.

Lauren busca nuevamente tocar el broche mientras el sedán entra en un espacio libre junto a la banqueta.

—¿Cómo me veo? ¿Como una contadora que quisieras contratar? —pregunta la señora Finn moviendo el espejo retrovisor hacia ella y evaluando su reflejo frunciendo el ceño—. Hace tanto tiempo que no voy a una entrevista... Al menos desde antes de que tú nacieras. Nadie me va a contratar. Han de estar buscando una jovencita hermosa.

Lauren no hace caso de las manchas de sudor en las axilas de la blusa de su madre ni de la pequeña rotura de las pantimedias que revela la palidez de su piel. Pero el cabello de la señora Finn es aun más pálido, rubio como el de Lauren pero más claro por las canas.

—Recuerda lo que hablamos, mami. Concéntrate en tu experiencia, no en el hecho de que no hayas trabajado por un tiempo.

Habían ensayado una entrevista la noche anterior, cuando Lauren terminó de hacer y revisar su tarea. Nunca había visto a su madre tan insegura, tan triste. La señora Finn no quería este empleo. Quería seguir siendo la maestra de Lauren.

Su situación entristecía a Lauren. Las cosas no habían marchado bien el año anterior en el oeste. El dinero que había dejado el padre de Lauren se estaba terminando y su madre había tenido que limitar las divertidas salidas que solían hacer para cambiar de panorama y distraerse de la Academia de la Cocina, como llamaban a su desayunador entre las ocho y las cuatro. Lauren ni siquiera sabía que su madre había dejado de pagar la renta del departamento. Cuando murió su abuelo y les heredó la casa fue, extrañamente, una bendición.

—Lauren, prométeme que hablarás con tu maestro de Inglés del tema de la lista de lectura. Odio pensar que vayas a estar todo el año aburrida a más no poder, leyendo libros que ya leímos y discutimos. Si te da pena hacerlo...

Lauren sacude la cabeza.

—Lo voy a hacer. Hoy. Te lo prometo.

La señora Finn le da unas palmadas en la pierna.

—Bien. Estamos bien, ¿no?

Lauren no piensa sobre su respuesta. Solamente dice:

—Sí, estamos bien.

—Nos vemos a las tres. Espero que pase rápido.

Lauren se inclina hacia ella dentro del auto y le da un fuerte abrazo. Espera lo mismo.

—Te quiero, mami. Buena suerte.

Lauren entra a la escuela, apenas se distingue frente a la marea de estudiantes que fluyen en dirección contraria. Su salón está vacío. Las luces fluorescentes, todavía apagadas después del fin de semana, surcan el techo en líneas grises. Las patas de las sillas volteadas forman estrellas de cuatro puntas, rodeándola como alambre de púas gigante. Voltea una silla y se sienta.

La escuela es terriblemente solitaria.

De acuerdo, un par de personas le ha dirigido la palabra. En su mayoría fueron chicos que apostaron a ver quién le hacía las preguntas más estúpidas sobre la educación en casa, como por ejemplo, si pertenecía a un culto religioso especial. Ya había previsto ese comportamiento, sus primos eran igual de ridículos, torpes y molestos.

Las chicas apenas eran un poco mejores. Unas cuantas le habían sonreído, o tuvieron pequeñas atenciones con ella, como señalarle dónde colocar su bandeja sucia en la cafetería después del almuerzo. Pero nadie se había molestado en iniciar algo más. Nadie parecía estar interesado en conocerla, más allá de confirmar que era la niña rara a la que educaban en casa.

No debería haberle sorprendido. Era lo que le advirtieron que podía esperar.

Lauren deja caer la barbilla sobre el pecho. Finge estar leyendo el cuaderno que tiene abierto en la pequeña superficie para escribir de su silla. Pero en realidad está mirando discretamente a las chicas que van entrando al salón y se sientan a su lado. Le copió este truco a Randy Culpepper, que usaba la misma posición para dormir, sin que lo descubrieran, en la clase de Inglés de segunda hora.

La líder de las chicas no está con ellas. La bonita con ojos de hielo. Eso es extraño.

Las chicas están desenfrenadas, secreteándose como locas y tratando de disimular sus risitas. Están completamente absortas en lo que chismean. Hasta que una de ellas se da cuenta de que Lauren las está observando.

Lauren baja la mirada, pero no lo hace suficientemente rápido.

—¡Dios mío, Lauren! ¡Tienes tanta suerte! ¿Sabes lo afortunada que eres? —la chica esboza una gran sonrisa. Enorme, incluso. Y corre sobre las puntas de los pies hacia el asiento de Lauren.

Lauren levanta la cabeza.

¿Cómo?

La chica coloca ceremoniosamente un trozo de papel sobre el cuaderno abierto de Lauren.

—Es una tradición de Mount Washington. Te eligieron como la más bonita de nuestra generación.

La chica habla despacio, como si Lauren hablara otro idioma o tuviera un problema de aprendizaje.

Lauren lee el papel. Mira su nombre. Levanta la vista, completamente confundida. Otra chica le da una palmada en la espalda.

—Intenta verte un poco más contenta, Lauren —le murmura con dulzura, de la misma manera en que alguien señalaría discretamente un cierre abierto o comida entre los dientes—. Si no, la gente va a pensar que tienes algún problema.

Esta circunstancia sorprende mucho a Lauren, sobre todo porque contradice por completo lo que ella ya había asumido como una realidad.