Así como los ojos del entendimiento se abrieron, para Poseidón, dentro del estudio ateniense del escultor Kalamis, los míos abriéronse en el taller dirigido en Tebas por Nehnefer, jefe de los Orfebres del Rey de Egipto. Comienza ahí el relato de mi existencia, dedicado a mi compañero de bronce, en la hondura del mar. Como se supondrá, la narración variadísima fue interrumpida constantemente por Poseidón, que exigía aclaraciones, pues a menudo no captaba en absoluto lo que yo trataba de contarle, ni podía imaginar quién era la inmensa mayoría de los personajes que circulaban por mi historia. Tales preguntas y paréntesis estiraron, complicaron y ramificaron extraordinariamente mi crónica, y confieso que muchas veces irritaron mi paciencia, pues me hallé en la situación de un anciano sabio y experimentado que intenta referir sus memorias a una criatura, y si el viejo, como en mi caso, es un pequeño Escarabajo sagaz, mientras que la criatura es un fornido grandulón, eso agrava las cosas. En consecuencia, prefiero olvidar y descartar los interrogatorios del marino (un ingenuo buenazo, es cierto, pero muy limitado) y ceñir mis anales, estrictamente, al itinerario de mi fabulosa odisea.
Repito, entonces, que los ojos de la comprensión y de los sentidos se abrieron, para mí, en el taller tebano de Nehnefer, jefe de los Orfebres de Ramsés II. Y si algo será difícil, más aún, imposible de explicar, en el desarrollo de mi extensa biografía, es la sensación que experimenté en aquel crucial momento. Fue como si, repentinamente, una abundancia ardorosa de sangre, o una vivificante irrigación de savia, o un orgasmo como los enloquecedores que a Mrs. Vanbruck le provocaba el maldito Giovanni, recorriese la piedra que me configura, de súbito densa de vida: he aquí las imágenes naturales más adecuadas que se me ocurren, pero no dan, no pueden transmitir una noción de la realidad, del vibrar delicioso que, aun permaneciendo yo inmóvil, me estremeció espiritualmente hasta lo más recóndito, y de la impresión extravagante que tuve, pues en mi interior sucedía algo así como si en su pétrea solidez se desatrancasen puertas y ventanas imprevistas, para que por ellas se precipitara, hacia mi intimidad, un torrente de sonidos y de luz. Al improviso, vi, oí, respiré olores y, lo que resulta todavía más fantástico, comprendí. Sobre el Escarabajo de lapislázuli, la inteligencia volcaba, tumultuosas, las percepciones, las intuiciones, las concepciones, un caudal deslumbrador.
Lo primero que advertí fue un niño de unos diez años, moreno, bello y grave, semidesnudo, con un grueso bucle caído a un costado de la cabeza. Luego supe que aquél era el hermano menor del Faraón reinante; que se llamaba Khamuas, y que asombraba a los escribas más eruditos con el portento de su ciencia de los libros sacros. En ese instante sus labios pronunciaban, en voz muy baja, las últimas palabras inescrutables de una fórmula mágica, la fórmula a la cual adeudo ser harto más que una piedra insensible. Cuando la frase final se desvaneció, y me noté dueño de lo que, a falta de otro vocablo, denominaré una personalidad, reparé en que se movían, fantasmales, detrás del niño hermoso e impasible, de largos y negros ojos, dos vagas figuras. Quizá —deduje después— fueran las de dos dioses: Seth, el hechicero, con el cuerpo humano y una cambiante cabeza, no sé si de oso hormiguero o de jirafa, y Thot, el letrado de la sapiencia oculta, también antropomorfo, pero con cabeza de ibis. Ambos tenían los cabellos azules, de lapislázuli, de mi lapislázuli, y que se me excuse la vanidad. A poco, se esfumaron. No dudo ni un segundo, al evocarlos, de que los dos van al frente del prolongado cortejo de dioses que acompaña mi extraña vida, y que aparecen y desaparecen a mi vera, como enmascarados misteriosos. Los señalo porque, si es cierto que Poseidón le debe lo que es a un dios agraciado y joven, asimismo hubo dioses el día de mi nacimiento al espíritu, y fue el joven y agraciado Khamuas, el encantador intermediario entre los dioses y yo: la diferencia finca en que el divino muchacho de Poseidón se evaporó muerto de risa, en tanto que Seth y Thot (si tales, como creo, fueron) se eclipsaron sin desprenderse nunca de su hierática y teatral solemnidad, pero no hay que borrar de la mente que el dios de Poseidón (tal vez Mercurio) era griego, y los míos eran egipcios, y que aunque todos sean dioses, la diferencia de maneras y de humor entre unos y otros es bastante obvia, como recordará cualquier estudiante de Mitología.
Luego del párvulo Khamuas, atrajo mi atención el jefe de los Orfebres, Nehnefer quien se mantenía algo alejado, respetuosamente. Rasurada la cabeza, sólo vestido con un corto paño alrededor de la cintura y exhibiendo un cuerpo de oscura y melancólica delgadez, que el tiempo había maltratado y consumido, acentuaba su ancianidad rugosa por contraste con la lisura bruñida del príncipe. únicamente él fue testigo de la esotérica operación; concluida ésta, retiróse Khamuas en silencio, con un leve relampaguear de los pendientes que colgaban de sus lóbulos, y el reverencioso Nehnefer lo escoltó hasta la puerta; el orfebre golpeó las palmas, y artífices y artesanos llenaron bullangueramente el taller. Pusiéronse a trabajar todos, y yo, que poco a poco avanzaba en el camino de la conciencia, contemplé cuanto me circuía con ávida curiosidad. Observé, por lo pronto, que sobre la mesa donde reposaba se distribuía la más diversa suerte de metales y piedras, y aunque el tiempo corrió antes de que conociese sus nombres y calidades, me fascinaron, ya entonces, su color y fulgores, porque allí había trozos de electrum, traídos del desierto oriental y del país de Punt; turquesas de las minas del Sinaí; cornalinas, granates, calcedonias, amatistas, jaspes, cristales de roca, algunas láminas de plata, más preciada que el oro, confundidos con los buriles de obsidiana, los martillos hechos de guijarros pulidos o de madera, los cinceles de bronce y cobre, y las vasijas colmadas de cuentas de vidrio, amarillas, rojas, negras, azules y verdes, algunas de ellas muy simples, pero otras de formas caprichosas y audaces. En torno de la mesa y del horno y su soplete de caña, movíanse lapidarios, cinceladores y expertos en cerámica, bajo la dirección de Nehnefer. Dos enanos cumplían, por tradición, la tarea de engarzadores, y la alternaban con bufonerías que hacían reír a los demás. Uno de los retacones, a quien le dolía la vista, le rogó al jefe, ante mi espanto, que me prestase para tocar conmigo sus ojos enfermos, y si bien Nehnefer arguyó que los que poseen la virtud curativa son los escarabajos vivientes y nunca uno de lapislázuli, tanto porfió el minúsculo individuo que el maestro, encogiéndose de hombros, terminó por acceder, y en breve desfilé de mano en mano, de párpado en párpado y de córnea en córnea, porque no había nadie allí que no sufriese o lagrimease, a causa del polvillo sutil que desprendían las piedras elaboradas, y poblaba el aire. Constituye ese andar a través de los ojos del taller donde supe quién soy, mi inaugural ensayo viajero, y si por un lado debo decir que no fue agradable el contacto con tantas oftalmías, confieso, de igual modo, que por vez primera me picoteó el orgullo, al hacerme sentir, a mí que había nacido entre dioses, como un diminuto dios, dispensador de dádivas singulares. No demoró mucho mi ausencia, pues me reclamó Nehnefer, quien tenía listo ya el brazalete para engastarme.
A esa alhaja la detallé con claridad: estaba explayada sobre la mesa, y era tal la importancia que se le concedía, que los artífices y discípulos despejaron el contorno, a fin de que la flexible pulsera que manipulaba el jefe luciera su máximo esplendor. La componían canutillos de oro, vidrio azul, lapislázuli, calcita y electrum, enhebrados con cornalinas y más vidrios azules, entre bordes de cuentas áureas. Tan preciosa era, que la contemplé embobado. Entonces oí, por primera vez (fue aquél, para mí, un día de muchas iniciaciones trascendentes), el nombre de la Reina Nefertari, a quien se la destinaba. Con escasos y hábiles ajustes, el maestro me fijó a la joya. A mí mismo, al Escarabajo, no me vi y conocí hasta el siguiente día, y lo debo a un espejo de bronce, con una suave figura femenina esculpida en el mango, que el azar de los encargos del taller colocó en la mesa y frente al cual, por hacer una broma y con mil grotescas pantomimas, me alzó y presentó el más vetusto y chueco de los enanos.
¡Con qué maravillada emoción me descubrí! ¡Cuánto, cuánto me gusté! Me asombra que el empuje de mi suma y flamante vanidad no mudase el sereno azul de mi lapislázuli y no lo intensificara hasta transformarlo en el rojo que impone la arrogancia más violenta y atrevida. La pulsera se adhería a mí, en un extremo, como si fuese mi manto cimbreante, y yo... yo... mi azul era sobrenatural, y mi longitud, aplicando las medidas actuales, alcanzaría a tres centímetros. ¡Qué magnífico escarabajo de lapisláluzi, enriquecido por delicadas líneas de finísimo oro, que dibujaban la silueta, las patas y las divisiones del caparazón! Con las patas delanteras, sostenía (sostengo) un redondo sol de sangrienta ágata... Era y es imposible imaginar nada más peregrino en su género, y se justifica la ufanía con que Nehnefer, mi padre, mi creador, me mostró a su gente, haciéndome girar entre el pulgar y el índice, y subrayando el linaje de mi piedra. Entonces me enteré por él de que esta piedra, que talló luego, procede de un lugar llamado Badakshan, lejanísimo, enclavado en los bosques de árboles pistacheros de Kunduz, en la región afgana que custodian los tigres, y que formó parte de los obsequios enviados por el Rey de Babilonia a un Faraón de la anterior dinastía, muerto adolescente, un Tutankhamón insignificante de quien, si no me equivoco, se empieza a hablar demasiado. Y me enteré de que mi faz posterior, la que nunca he podido ver, ostenta labrada la cartela (eso que Mr. Jim y sus egiptólogos denominan el «cartouche») de la Reina Nefertari, los signos jeroglíficos que permiten leer su encerrado nombre: el corazón, la tráquea, la hoja, la boca, los dos bastoncillos, el canal, el buitre hembra, la onda de agua, las figuras inscritas en mi cuerpo para siempre. Aquellos antecedentes exóticos, aquellos regios caracteres y la noble suntuosidad de mi aspecto, unidos a la escena en que merced al conjuro de un príncipe, el fulgor del discernimiento descendió sobre mí, convenciéndome de que en mi raíz cayó una chispa de la esencia augusta que los dioses y los faraones comparten. ¡Ah fatuidad y descaro! Ni siquiera milenios más tarde, cuando me informé, ridícula, científica y prosaicamente, de que el lapislázuli y lazulita es un alumosilicato complejo de calcio y sodio, que a veces se encuentra en dodecaedros romboidales, presentando una fisura dodecaédrica imperfecta, pero más a menudo en masas compactas de intenso color azul, generalmente impuro por la presencia de calcita, piroxena, diópsido, mica y pirita... una piedra blanda, incapaz de rayar la dureza del cristal de roca... ni siquiera hoy, hoy que sobrevivo impotente en la profundidad del Egeo, me resigno a confesar que no, que no soy un escondido dios, sino eso que ya dije, una gema, una piedra exaltada por la eficacia de un viejo artista, Nehnefer, y por el capricho de un niño mago, Khamuas... con más razón entonces, cuando me reflejé primordialmente en el espejo que un enano sostenía, y me admiré y murmuré en lo más recóndito de mi alma el nombre enigmático de aquella que llevo en mi carne azul, y que estaba predestinado a servir y amar: Nefertari... Nefertari...
A la otra mañana, Khamuas acudió en mi busca, con varios servidores; traían un cojín y sobre él me pusieron, junto a diversos brazaletes, collares y sortijas. En el medio refulgía yo, que era el más soberbio, el único consciente y por eso mismo, sagrado. Nos condujeron al palacio real, entre la abigarrada multitud de la ciudad de Tebas, que se apartaba a nuestro paso, reverente, al oír los gritos de quienes encabezaban la fugaz procesión. El Rey y la Reina se hallaban en los jardines, y allá nos fuimos. Avanzamos bajo los sicomoros y las palmeras, rozando los troncos y el follaje, luego tan familiares para mí. Granados, manzanos, algarrobos y acacias eran vecinos de las viñas, de las higueras y de los olivos. Los monarcas se miraban, inmóviles, como dos finas esculturas, cerca de un estanque en el que flotaban pálidos nenúfares. Bandadas de palomas revoloteaban o se arrullaban, en torno de las plantas de papiro. A los pies del Rey, estaba echado un león.
Tanto Ramsés como Nefertari eran muy jóvenes, y ambos excepcionalmente bellos. El Faraón se parecía a Khamuas, su hermano, por la pequeñez de la boca sensual y por la tersura de la piel dorada, imberbe, pero el mentón voluntarioso y las marcadas cejas, que sublimeaban el corte almendrado de sus ojos castaños, definían un rostro con los rasgos severos y dominantes de que carecía el niño soñador. Vestía un manto blanco y ligero, y se adornaba con una ancha gargantilla formada por múltiples hileras circulares de oro, a las que completaban flores de loto azules. Sobre su espesa peluca corta, adelantábanse, en la simple diadema, el Buitre y la Cobra, los protectores del Alto y Bajo Egipto. Lo observé primero, es verdad, porque él era el soberano, y desde que entramos en los jardines oí a los servidores que, tal vez por adular a Khamuas, elogiaban las virtudes de su hermano mayor y reiteraban sus títulos, como si orasen: Hijo Encarnado de los Dioses y del Sol... Señor del Milagro... Estrella del Cielo... Elegido de Re en la Barca Solar..., palabras que vibraban como metales sonoros en el leve ondular de las palmeras... Lo observé, y me emocionaron la grandeza de su expresión y la proporción seductora de su ceñido cuerpo, nítidamente diseñado bajo el manto de lino... pero cuando mi examen se trasladó a la Reina, que mientras él permaneció de pie, pulcro y armonioso, se había sentado con suave abandono junto al estanque de los nenúfares, no tuve más inquietud ni norte que ella, tan embelesadora fue, tan única, tan incomparable. Se dirá —con razón—que me faltaba experiencia para juzgar, que nada había visto hasta entonces, y se me preguntará de qué otras imágenes podía valerse mi pobreza virgen para cotejar y opinar. Me cabe responder que el Destino organizó los acontecimientos de manera que yo empezase el camino de la Belleza por la cima, y que ahora, ahora que han transcurrido milenios desde aquel encuentro maravilloso, y que he conocido a millares de hombres y de mujeres, mi parecer no sólo no varió sino ha ganado, a través del tiempo colosal, y sigo creyendo afianzadamente que nunca, nunca, por los siglos de los siglos, he gozado la felicidad de aproximarme a un ser tan hermoso, tan dulce, tan refinado, tan grácil, tan hecho simultáneamente de fragilidad conmovedora y de elegante y segura firmeza, como la adorable Reina Nefertari. El menor de sus gestos obedecía a leyes de estricta mesura, que se desenvolvían con cadencia espontánea, y toda ella, quieta o apenas moviéndose, se mostraba como envuelta por su propia claridad. Supe, en el andar de los días, que por las venas de la Reina corría la sangre de los ilustres faraones pasados, mientras que el Rey, apenas descendiente de visires que ocuparon el trono desierto, suplió la falta de dinásticos antecesores con una profusión ficticia de convocadas divinidades, pero, no obstante la solemnidad de su pompa, yo, tan próximo, advertí más tarde que la imperial rigidez del ambicioso Ramsés II, obedecía a una disfrazada inseguridad de la cual estaba desprovista la invulnerable Reina. Bajo tal aspecto, Nefertari difería completamente de su esposo: si él se destacaba por la majestad del boato, por no sonreír casi nunca, por transmitir, y lo conseguía, la impresión de que era un dios más, entre los grandes dioses (y no una minúscula salpicadura de dios secundario, como yo imagino ser, a veces), la Reina, que en verdad participaba, por su origen, de la anhelada condición divina, evidenciaba una invariable sencillez bondadosa, una facilidad amable, que en ocasiones, durante las ceremonias públicas, hacía que Ramsés le llamase calladamente la atención y la incitara a adoptar su misma actitud tiesa y distante y a representar con la dignidad requerida el papel de Reina-Diosa que de ella se esperaba.
Así —calma, simple, sonriente, dúctil, inclinada hacia los nenúfares con una deliciosa dejadez natural— me ofreció Nefertari su primera estampa en el tebano jardín. Como el Rey, vestía una túnica de interior, tan transparente y liviana que a través del lino tenue se podía abarcar el primor de su cuerpo, esbelto y escurrido, la brevedad de sus pechos duros, la estrechez de su cintura, el largo de sus piernas delgadas y airosas, de modo que tanto ella como Ramsés daban la sensación de estar vaporosamente desnudos, entre las rosas, las amapolas y los crisantemos que, distribuidos aquí y allá, integraban la decoración del estanque. Y ¡su rostro, el rostro luminoso de Nefertari, la Osiriaca, Gran Esposa Real! ¡Oh, dioses! ¡Su piel, su piel harto más clara que la del soberano!, ¡sus mejillas rosas!, ¡sus ojos negrísimos, estirados hacia las sienes por la pincelada justa!, ¡la mínima guirnalda floral, que era como una retorcida rama de acuáticas hierbas de oro, entretejidas con piedras multicolores, y que circunscribía su tocado! Salí por fin de mi azoramiento, y eso me permitió saborear la estética escena que representaban los tres preclaros personajes: el Faraón escultural; la Reina, que algo dobló la cabeza sobre el alto cuello, lo cual hizo centellear las cobras enlazadas en sus pendientes; y el Príncipe infantil, prosternado hasta besar el pie fraterno, lo que significaba un honor insigne, y que se alzó para presentar la ofrenda del cojín de las joyas. ¡Ay, a partir del principio de los principios, he sido fundamentalmente sensible a la atracción de la plástica hermosura! Y ¡qué hermosos, qué corteses, qué gentiles eran los tres!, ¡qué jóvenes!, ¡qué hermoso el jardín, los granados, las rosas y su perfume, el aura que agitaba ingrávidamente las túnicas y acariciaba la desnudez de los cuerpos! ¡Con cuánta rapidez aprendía y maduraba yo!
Ramsés alargó una mano y señaló las alhajas. Brillaron de alegría los ojos de Nefertari, mientras nos contemplaba con modoso titubeo, y vacilaba en su elección. ¡A mí!, ¡a mí! —pensé con toda la fuerza de mi ánimo, y noté que los ojos del niño, casi tan negros como los de la Reina, se fijaban en mi brazalete, como si me enviaran un secreto mensaje. Entonces ella, la adorable, dejó de hesitar, y con un breve grito jubiloso, me eligió. En seguida, el propio Faraón me tomó y me colocó en la muñeca izquierda de su mujer, abrochando el cierre, de manera que experimenté su contacto y el de Nefertari, tan intensamente que me creí a punto de desfallecer de lubricidad, lo cual, si se recapacita, es bastante raro para un escarabajo de lapislázuli. Aumentó mi deleite, al oírle decir a la Reina que en lo posible no se separaría nunca de mí, porque adivinaba que yo... yo... ¡oh Khamuas!... encerraba para ella un irreemplazable talismán, como secuela de lo cual el Rey sonrió débil y sutilmente, y acentuó su parecido con el niño hechicero.
Partieron éste y los servidores; probóse Nefertari las sortijas y los collares; y aunque le agradeció el regalo a su marido, comprendí que quien le interesaba y atraía era yo, pues en todo momento estuvo considerándome, analizándome y pasando sobre mi estructura sus dedos ahusados. Y es cierto que desde ese día no se separó de mí, cuando pudo; cierto, también, que yo apliqué cuanto influjo emana del misterio de mi alma, para retenerla; tan cierto como que desconozco todavía hoy, la razón por la cual el arte del pequeño Khamuas me transfirió dicho aliento insólito: si fue para medir el alcance de su mágico dominio, indiscutiblemente extraordinario, y si estaba realizando un ensayo conmigo, utilizándome como sujeto, actitud propia de un sabio de fantástica ciencia, o si mucho más modestamente, se trataba de un juego, sólo de un juego, que los diez años precoces de Khamuas, geniecillo o aprendiz de brujo, se divertían en jugar, envolviéndome en la inconsciencia de su trama. Hayan sido sus intenciones las que fueren, le doy las gracias: merced a él, mi lapislázuli ha vibrado, a través de los tiempos y los tiempos, con pasión, con curiosidad, con sorpresa, con ironía, con dolor, con ventura; merced a él, he vivido; soy.
A poco, seguidos por el perezoso león, los reyes se retiraron. Aguardaba a Ramsés la continuación de la cotidiana rutina. Se había levantado al alba; lo habían bañado y le habían dado masaje; lo habían vestido, empelucado y alhajado; su comida matinal había consistido en pan, frutas frescas y zumo de higos; empezaba ahora la tarea con los visires, con los sacerdotes, con los arquitectos, con los astrónomos, con el Escriba Real, y demás escribas, agrupados alrededor del trono o de la andariega silla portátil; las audiencias con el Jefe del Sello, la correspondencia del Virrey de Nubia, de otros monarcas, de príncipes vasallos; las ceremonias, las constantes ceremonias, en las que era imprescindible que el Rey, ante el cual los cortesanos olían la tierra, jamás dejase de parecer un dios, de ser un dios... La Reina tomaba parte en algunas, por coacción de la etiqueta rigurosa. Ese día fue para ella, excepcionalmente, una jornada de paz, sin obligaciones. La pasó entre sus mujeres, luciéndome de continuo. Mandó llamar a Nehnefer, para felicitarlo por mí, y a Khamuas, para que le explicase sus sueños y la entretuviese con sus historias, pues el niño conocía muchas. Le ordenó que repitiera, con destino a sus servidoras etíopes, desnudas, que dilataban los ojos atónitos, por qué, en el panteón egipcio, Khepri, el dios escarabajo, simboliza el perpetuo devenir del sol y cómo el nombre del escarabajo y del verbo que designa al nacer de la existencia, son casi idénticos. Obedeció el pequeño mago, y aclaró que Khepri representa la gran ley básica de la renovación de la vida, y que la marcha de cada escarabajo empujando su bola de estiércol hacia atrás, de Oriente a Occidente, copia el movimiento solar; que por eso es llamado «escarabeo» el divino Atón, Atón-Re, el Sol; y por eso, junto al Ibis, al Halcón y al Saltamontes, el venerable Escarabajo le presta al rey sus alas, después de su muerte, mientras se quema incienso aromático para que vuele al Cielo, morada de los dioses.
Yo escuchaba más estupefacto aún que las doncellas oscuras, la revelación de las causas miríficas que me asimilan a la rotación del gran astro, y la enumeración de los misterios coincidentes que por mi intermedio contribuyen a traspasar a los faraones la eternidad de su fuego, y disfrutaba, ebrio de sensualidad y de arrogancia, pues en tanto Khamuas refería mi gloria, la Reina no cesaba de deslizar sus dedos sobre mi liso lapislázuli. Luego entraron bailarinas y enanos cómicos, pero no me distrajeron de mis imágenes triunfales.
Esa noche me tocó participar de la primera de las escenas amorosas que rellenan mi larga biografía. Tuvo por actores a Ramsés y a Nefertari, en una habitación del palacio cuya ventana enmarcaba el curso de la luna sobre el Nilo, y en un lecho cubierto de tejidos y almohadones muelles, bajo un inmenso tul que los protegía de los mosquitos zumbadores. Allí los dejaron las esclavas, luego de despojarlos de sus escasas ropas, y pese a las protestas del Faraón, la Reina me conservó en su muñeca. Milenios más tarde, recordaría el pormenor de aquella inicial experiencia nocturna, cuando Mrs. Dolly Vanbruck, sin más atuendo que un par de mitones rosados, me conservó también, en el dedo medio de la mano derecha, cada vez que me estimulaba a viajar sobre el cuerpo velludo y membrudo de uno de sus transitorios compañeros de lucha erótica. El episodio que me informó acerca de las satisfacciones de la organizada voluptuosidad y acerca de la desgracia de que yo, por razones de constitución pétrea, no pueda contentarme sino mentalmente (lo cual no es poco) en el campo del placer físico, tuvo dos aspectos: el favorable y el desfavorable. Fue propicio el vinculado con mis paseos encima de la piel de oro del joven Ramsés, de sus entregados torso y muslos, enloquecido por los roces que me imponía el entusiasmo de la Reina, y todavía más por los que tenían por campo sedoso a los pechos, el ombligo, las piernas, y etcétera de la propia joven Nefertari; y fue adverso el resultante de un arañazo casual que le infligió mi brazalete a la majestad de una nalga del Faraón. Lanzó un aullido el vástago de Horas, lo que despertó y provocó un bostezo al león dormido al pie del lecho augusto, e ipso facto fui arrojado, más allá de la nube del mosquitero, a un ángulo de la cámara nupcial, con la suerte de que preservé incólume mi delicado montaje. Quedé aturdido un minuto; por fin me recuperé y, al favor de la luna que plateaba el aposento, asistí a las quejas de Nefertari, despojada de su joya, y a las quejas de Ramsés II, maltratado en la sensibilidad de su piel, hasta que cedió la Reina y besó la parte afligida, curándola hábilmente con toques de la punta de la lengua, lo que hubiera interesado sobremanera al arqueólogo Mr. Jim y a su amigo el arqueólogo Mr. Howard Carter, pues es fama, anotada por los especialistas responsables, que los egipcios antiguos reducían su modo de besar a la aspiración de sus respectivos alientos.
La distancia que me separaba de la pareja no era excesiva, así que desde mi rincón me dediqué a espiar sus turbadores retozos. La lívida luz lunar y la neblina del tul se asociaban para suscitar una atmósfera encantada, en cuya indecisión agitábanse los cuerpos, el blanco y el bronceado, tan semejantes en su estilizada estrechez —salvo, por supuesto, ciertos detalles—, que de no mediar la diferencia de pigmentos, a menudo los hubiese confundido, en el desorden de brazos y piernas enredados, de manos ávidas, de turbulentas cabelleras negras, de fulgurantes, nevadas dentaduras, de grupas y abdómenes elásticamente sacudidos, sin distinguir a quién correspondía cuál. Mucho aprendí, esa cálida noche, no sólo en lo que concierne a la sana lascivia; recibí, asimismo, la lección primera de una materia difícil: los celos. Como era la primera, no sufrí demasiado; no estaba pronto aún para amar, y en consecuencia para padecer, mas los celos se manifestaron, precursores, imprecisos como las imágenes que el brumoso mosquitero me ofrecía, pero presentes ya. Terminado el entrevero, oí, radiante, que la Reina me reclamaba, con apagada y lastimera voz, y entonces sucedió algo tan insólito, tan imposible, que los súbditos de Ramsés hubiesen preferido la muerte antes de creerlo, por sacrílego, pues profanaba la divinidad del Faraón, y con la suya la de Osiris y el resto de los dioses. Fue que Ramsés II, palmeándose de vez en vez la nalga herida, para ahuyentar el hambre de un mosquito, se echó a andar en cuatro patas por la cámara, buscándome en la penumbra, seguido por su león fiel y desconcertado, que le olfateaba la carne enteramente descubierta, hasta que por fin me encontró y me colocó con galanura en el antebrazo de la adorable Nefertari. Dormí ahí hasta el amanecer, víctima de tremendos sueños, que por fortuna no pudo interpretar el niño Khamuas.
Cuatro días después, aconteció lo acaso previsible, pero señalo que tuvo a Khamuas por instigador. Ocurriósele a la Reina un paseo por el Nilo, al crepúsculo, cuando en el desierto vecino empieza a refrescarse la temperatura, aprovechando que el Rey debía considerar enojosos asuntos con el siempre descontento Moisés y sus tribus pedigüeñas, y por su orden aparejaron uno de los caiques livianos, de velas triangulares. Los remeros, apenas ceñido un corto calzón, iban coronados de flores de loto. Nefertari, por de contado conmigo, y con el niño prodigioso, Khamuas, que tanto la entretenía, se situó en el centro de la barca. Detrás, junto al timonel, estaba el portador de plumas de ibis, que alejan a los cocodrilos, y más cerca los flabelíferos, que lentamente mecían altos abanicos de plumas de avestruz. Zarpamos remontando la corriente. En ambas márgenes, los labradores suspendían sus tareas y metían la boca en el polvo del suelo, a nuestro paso. Había peñas, con jeroglíficas inscripciones, que traducía Khamuas, y una vieja libia de brazos tatuados tocaba, como si murmurase, unas castañuelas, alternando las de madera y las de oro, acompañada por un sordo tamboril, para que bailase entre risas un monito predilecto. El caique se deslizaba dulcemente; cruzáronse algunas falúas, cargadas hasta el tope, y también una pesada embarcación, portadora de inmensos bloques de piedra que, por lo que a Khamuas le oímos, venía de Asuán, con destino a las construcciones piadosas de Ramsés. Flotaban en la brisa del atardecer los velos de la Reina, y yo me abrazaba a su muñeca, con todos mis canutillos preciosos, mis vidrios azules y mis cuentas rojas y áureas. ¡Qué felicidad! Súbitamente, callaron los crótalos y el tambor, y el babuino del Sudán se ocultó debajo del banco de un marinero, donde se puso a comer un platillo de frutos de sicomoro. Levantóse en ese instante, en la proa, la voz de un muchacho ciego, el arpista, cuyo pecho y caderas descarnadas se recortaban como si estuviese hecho de amarillento marfil. Crispábanse sus largos dedos sobre el arpa. Cantó:
¡Ah, si yo fuese su doncella negra,
cómo su cuerpo entero miraría!
¡Ah, si su pobre lavandero fuese,
tan sólo por un mes! ¡Con qué alegría
en su olorosa túnica de lino,
los sutiles ungüentos lavaría!
Hizo una pausa y volvió hacia nosotros sus ojos blancos. El mono, el animal sacro de Thot, asomó en la cubierta. Tornó a sonar, nostálgica, el arpa del ciego.
¡Ah, si fuese, en el dedo de mi amada,
si fuese el brillo azul de una sortija,
con la seguridad de qué cuidados
velara por la suerte de su vida!
¡Si yo de su guirnalda el mirto fuera,
ay, ay, cómo su cuello abrazaría!
Calló la voz baja, y las últimas cadencias continuaron flotando alrededor, como un eco que se convirtiera en los velos ondulantes de la reina Nefertari. Pensé que lo mismo que la guirnalda del poeta al cuello de su amada, yo rodeaba la muñeca de la Señora de las Dos Tierras, de Nefertari, como reza su título, «para quien se levanta el Sol». Comenzó en cambio a crecer la Luna, y en la proa encendieron una farola. Khamuas me tocó con la uña del índice izquierdo, y observé que me miraba intensamente, cual si conmigo se comunicase. El hechicero apartó luego los negros ojos y yo seguí su dirección. Entonces vi claramente, costeando la ribera opuesta, la de los sepulcros, un espectral desfile de barcas. Supe que, por gracia del niño, sólo yo lo veía, y por él supe, también sin que me hablase, que las tripulaban los dioses del Nilo, quienes lo venían remontando desde el Delta: Anubis, el de cabeza de perro; Upuat, el lobo; Thot, el ibis; Sebek, el cocodrilo; la Gran Vaca del Océano Primordial, echada como si fuese de granito, bajo los velámenes; Hapy, el espíritu del río, el andrógino verde y azul, envuelta en lotos su ambigüedad; y que, como es de rigor, los comandaban Osiris y Horus. Sólo un instante duró la visión: los extraños belfos y picos, las cabelleras de lapislázuli, las manos que sostenían símbolos y cetros, se borraron. Miró el jovencito a la Reina, y ella dejó colgar la mano izquierda y el brazo en el cual resplandecía yo, sobre la borda, hasta que, poco a poco, los introdujo en el agua y sentí su tibieza.
Entraba en el caudal venerado, en el Padre fluvial que año a año devolvía la vida a Egipto, como el Sol del que soy imagen, de tal manera que entre el Nilo y yo se estableció una suerte de mística alianza. Los ojos irónicos de Khamaus perdiéronse en la corriente y, como acudiendo a su convocatoria, advertí que innúmeros peces ascendían desde la profundidad hasta asediarme. La Reina no se percataba, evidentemente, de esas escamosas presencias, lo que, a no dudarlo, se debía al arte secreto del mago. Dijérase que el niño aguardaba, entre grave y sonriente. De pronto, al cardumen que nadaba entre los rítmicos remos, se sumó el más misterioso, terrible y célebre de los habitantes del río: el oxirrinco, que con el barbo y el fagro se repartió a dentelladas, según la leyenda, el sexo de Osiris, no obstante lo cual la hermana del dios, con o sin sexo, muerto y rearmado, obtuvo el portento de que Osiris se ingeniase para fecundarla. Así son los milagros. Ése era el pez que, atraído por el nigromante infantil, comenzó a besuquearme, a halagarme con la cola y a inquietarme con su individual refinamiento. ¿Debemos asombrarnos de que el retoño de una familia tan ilustremente alimentada, hiciese brotar en mí una desazón inhabitual? La Reina retiró la mano del agua cómplice; ascendí chorreando hasta su seno, y no sé si por obra del niño juguetón, del pez nutrido con partículas del miembro omnisapiente, o de la soberana que me atisbaba con cariñosa vehemencia —de Khamuas, del Oxirrinco o de Nefertari—, me enamoré de esta última. Me enamoré ahí, al segundo y para siempre: sospecho que si el niño actuó como agente de la Fatalidad, el Oxirrinco ayudó bastante.
Asistí desde entonces al amor de Ramsés y Nefertari, atenaceado por la angustia. Comprendo que mis sentimientos fueron extravagantes y egoístas, porque ¿qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer, sino testimoniar, desde las sombras de mi amor impracticable, los triunfos de ese amor espléndido? Testimoniar y, en ocasiones y hasta determinado punto, participar de ellos, pues Nefertari (y eso, no obstante la desventura de mi situación, me colmaba de placer) insistía en conservarme puesto durante el desarrollo de sus mixturas íntimas. Fui, efectivamente, ya que no su inverosímil amante, su compañero. Con ella llegué, a la zaga del Faraón, a las minas de turquesas del Sinaí; con ellos viajé al sur, allende la primera catarata y cerca de la segunda, al lejano lugar donde Ramsés hacía erigir dos santuarios, frente al Nilo, en la soledad arenosa, uno dedicado a sí mismo, como dios solar, y el otro a su reina amada y a la diosa Hathor, en el cual yo hubiera preferido que estuviese el escarabajo monumental que para Karnak mandó esculpir, pero me serené al enterarme de que mi Nefertari fue (y a no confundirla con Nefertiti), la única reina digna del honor de las esculturas colosales, ya que allí se le otorgó la jerarquía de diosa. ¡Qué pareja de dioses excitados, la que me recayó en suerte, y con qué agradable soltura se deificaban! No conocían la fatiga de entremezclar sus cuerpos. Y de viajar, de un extremo al otro de Egipto: a Pi-Ramesses, ciudad de los antecesores de Ramsés, en el Delta, a confirmar el progreso de los templos, a Gebel-Silsileh, en el sur, a adorar al Nilo fecundador... Hasta a la guerra fuimos, pues la Reina rehusó separarse del Rey; a la guerra contra el Rey de los Hititas, para lo cual atravesamos la tierra de Canaán y la Fenicia, al norte de Biblos. Nefertari calzó guantes rojos con los cuales sujetaba (¡ella misma, la grácil criatura elaborada para el amor!) las bridas de la yunta de briosos caballos, y saltó al carro de combate, enchapado de oro. ¡Y yo con ella, yo con ella, lanzando rayos sobre el guante! ¡Yo estuve en la batalla de Kadesh, en que el ímpetu de Ramsés casi le costó la vida! Reveo, a infinita distancia, en el torbellino, el destrozo de los caídos carros, los arcos tensos, las lanzas, los puñales, los escudos cubiertos de pieles de guepardo, la lluvia de flechas, la reverberación... ¡Estuve en Kadesh, y luego, cuando los reyes penetraron en Galilea, también estuve en el sitio de Ascalón y en la toma de Dapur!
El reverso doloroso de esas horas de esplendor, que me compensaban de mis torturas sentimentales, se producía en las ocasiones previstas por el protocolo, las cuales disponían que la reina luciera otras joyas. Los soberanos se iban a Karnak, a Luxor, a mostrarse en el Nilo, en una barca dorada, al aglomerado pueblo cuyas mujeres lanzaban el zaggarit, el grito agudo que se logra apoyando la lengua contra los dientes y haciéndola vibrar; o a los Valles de los Reyes y de las Reinas, a cumplir con ritos inflexibles, entre enmascarados sacerdotes. Se iban los dos dioses, y yo quedaba solo, en el tebano palacio, herido por el mal de ausencia. Pero a su regreso, después de que los desembarazaban de los ceremoniosos tocados y ropajes, olientes aún a las esencias que habían ardido alrededor o que habían ofrecido a las divinidades ¡con qué lozana furia los veía estrecharse, y en algún caso rodar al suelo, debatiéndose dentro de la red de tul que los protegía de los mosquitos!
Justificase, como fruto de esas actividades, que la Reina diese a luz varios vástagos. Periódicamente, ante la inminencia del suceso, me mandó abrochar a su muñeca, pues insistía en que yo era su talismán. Y en los natalicios principescos, oí a las parteras susurrar las fórmulas mágicas que auxiliarían al recién venido, si abría los ojos en el mes de Paophi o en el mes de Athyr, y comprobé la entrada, invisible para los demás, de las diosas especiales que vigilan los nacimientos: las siete mimosas Hathors de cuerpo femenino, orejas de ternera y cuernos pintados, la diosa de la Lactancia, la de la Cuna, y Hekat, la de cabeza de rana, símbolo de la vida y del renacer. Cierto es que allá se andaba entre dioses, y que si mi buen amigo Poseidón los vio sólo dos veces, en el mar Egeo, yo los veía en Tebas a cada rato.
Debí faltar en una ocurrencia al alumbramiento, pues me habían enviado al taller del jefe de los Orfebres, para que ajustase la traba que se desliza dentro de una espiga que hay en mi costado. Nehnefer trabajó cumplidamente; en cambio mi falta, la falta del amuleto, probó ser siniestra: durante el parto, Nefertari murió. ¡Murió la joven, la adorable, la bellísima Reina Nefertari, dejándonos absortos y aterrados a mí, a Ramsés, a Khamuas, a sus hijos, a sus aliados y vasallos, que hacían resonar el imperio con su nombre! Asistí a la escondida desesperación de Ramsés, obligado a presentar ante todos el mismo rostro inmutable, como tallado en ágata. Asistí a la entrega del cuerpo que los dos amábamos, a los sacerdotes, a los hechiceros, a los cirujanos, a los embalsamadores. Supe, a medida que el tiempo avanzaba, que su momia había sido cubierta de alhajas, de talismanes, ¡ay!, de múltiples y preciosos escarabajos, de rollos de papiros con textos del «Libro de los Muertos», del «Libro de las Doce Puertas», que describe las doce zonas del Duat, del mundo subterráneo a través del cual navega la barca de Osiris en el último viaje. Día a día, esperé que me buscaran, seguro de que yo sería el Escarabajo del Corazón, el que reemplaza al de los despojos: ¿quién con más títulos que yo, su inseparable, el que lleva en el vientre grabados sus signos? Y, asombrado, escuché que ya habían colocado en su pecho, en lugar de tan singularísima importancia, un pez de malaquita. ¿Qué había pasado? ¿Tendría el Faraón celos de mí? ¿Podía atribuirme tanta trascendencia? ¿Qué soy yo? Nada... nada... una gema: sí, pero enamorada. ¿Cómo es aquello que, muchísimo después, leía el español y yo con él? «Polvo serás, mas polvo enamorado...» Eso: una enamorada piedra; eso soy. Y acaso el Faraón lo intuía. O no, no: debió de ser idea de Khamuas, como lo más fundamental que me concierne. Khamuas contaba a la sazón unos veinte años, y se parecía extraordinariamente al Rey que yo conocí, al faraón muchacho que me obsequió a Nefertari. Era otro Ramsés, pero simultáneamente menos viril y recio y más profundo, más dueño de sí mismo, de su secreta identidad y del extraño papel que le incumbía en la Tierra, aunque el Faraón, no necesito reiterarlo, había concluido por convencerse de su propia condición divina, lo que le implicaba tremendo trabajo y una permanente y disimulada nerviosidad. Me detengo a meditar, y deduzco que en las idas y vueltas de mi vida aparentemente eterna, en cuyos meandros el misterio asoma a menudo, mi relación con Khamuas ha sido una de las más misteriosas. Nunca he conseguido explicarme, y sin duda nunca me explicaré su interés especial por mí, un bello escarabajo de lapislázuli, sin duda, pero un escarabajo entre tantos; nunca se lo agradeceré bastante.
Las operaciones y ritos de preparación de mi pobre adorada, duraron setenta días, y cuatro el transporte de su catafalco y lo que iba a rodearlo, hasta su tumba, situada en la margen opuesta del Nilo, donde comienza el Valle de las Reinas al sur de la temible montaña de los muertos, que guarda desde la altura la diosa serpiente. No me extenderé, porque es para mí demasiado doloroso, y además porque se trata de un asunto similar a los desarrollados minuciosamente por Mr. Jim y sus sabios colegas, sobre los diferentes aspectos del lentísimo viaje fúnebre, a bordo de las barcas que cruzaron el río y luego cuando el trineo tirado primero por bueyes rojos y después por los príncipes y visires, se adentró en el arenal. Lo acompañaban el rítmico plañir de las lloronas; los personajes portadores de los objetos y muebles de la soberana, desde sus frascos de ungüentos, sus cajas, sus alabastros y sus áureos dioses de madera, hasta sus asientos ornados con lotos y papiros, y su lecho —el sacudido lecho del amor que yo frecuenté a menudo, ardiente de celos y de pasión, bajo el mosquitero— y hasta el carro de guerra en el que con ella participé de la batalla de Kadesh y su difícil victoria, y al que tuvieron que restaurar y repintar. Los nobles se habían rasurado; las mujeres vestían el luto de lino blanco azuloso; el Faraón iba en su silla portátil, con la doble corona y la barba postiza, como un dios más, impasible; los sacerdotes, sin cesar, repetían oscuros textos de los grimorios, algunos de ellos tan antiguos que ni siquiera los expertos los lograban entender. Yo estaba dentro de un abierto cofrecillo de marfil, con otras joyas, y me llevaba Khamuas, sosteniendo la arqueta con ambas manos, como si la ofreciese al cielo que cambiaba de matices, en el transcurso de los días y de las noches. ¡Si hubiese podido llorar! Pero, y eso me hermanaba al Faraón, yo no podía llorar. No podía sino pensar en mi Reina que partía hacia el secreto de las sombras, dentro de tres sarcófagos, bajo su máscara de oro, sus collares, sus pectorales superpuestos, sus incontables brazaletes, dediles y sortijas, sus talismanes y sus fórmulas e impetraciones arcanas, fajada por centenares y centenares de metros de tiras, de finas bandas fragantes que la ceñían por completo. Partía la Reina y yo detrás, en manos del hechicero Khamuas, a brindarle para la eternidad, dentro de lo posible, mi compañía. Soñaba que en la tumba, en la incógnita solitaria del trasmundo tan descrito e ignorado, mientras se cumplían las alternativas de esa peregrinación hacia las moradas supremas, acaso todo se volviera más sutil y adquiriera dimensiones más hondas, inaccesibles al mundo de los vivos, y que entonces la Reina me descubriese, y comprendiese lo que en verdad, recatadamente, clandestinamente, soy, y que nos fuera dado, por fin dialogar. Soñaba.., y avanzábamos con despaciosa cadencia, deteniéndonos porque las ceremonias lo exigían, en medio del clamor gemebundo del pueblo, y la aparición repentina de volatineros y enanos que con sus contorsiones distraían y aliviaban la pena de la multitud, hasta que el séquito volvía a avanzar en la infinita grandeza y tristeza del desierto y de las rocas desnudas, rumbo al sepulcro de granito rosa.
Tan empinadas son las escaleras descendentes al corazón del hipogeo, que apenas pude, cuando entramos a la luz bailoteante de las antorchas y por lo alto de las apiñadas cabezas, apreciar las pinturas que doquier recubren sus paredes y que, si la memoria no me engaña, se deben al pincel de Khonsu. Pero me bastó aquella visión fugaz para saber que eran muy hermosas y que se había hecho justicia a la belleza de mi Reina, representada en cada una de las habitaciones, compartiendo el ámbito de los dioses con quienes departía familiarmente, diosa ella misma ya, bajo un cielo de azul nocturno, constelado de doradas estrellas. Aquí se erguía con la tripartita peluca y el tocado de piel y alas de buitre y doble pluma; aquí, de hinojos delante de su nombre, lo adoraba; jugaba allí al senet, antepasado del chaquete, su derecho a la inmortalidad: allá la habían convertido en ave. ¡Nefertari, Nefertari omnipresente! ¡Divina Nefertari! Y lo que me exaltó al paroxismo, fue comprobar que encontrábase, entre los pintados seres mágicos reunidos para acoger a la Reina, Khepri, mi dios, el Sol naciente, el devenir, a quien, coronando un cuerpo humano, un gran escarabajo negro, entero, le servía de testa, un escarabeo cuyas patas se alargaban y curvaban en forma de lira, y que se perfiló sobre un fondo creado por los jeroglíficos pululantes en la totalidad de los diversos muros, como insectos posados en filas paralelas.
Poco a poco se fueron retirando los dignatarios; los sacerdotes salmodiaron los últimos encantamientos de sus papiros, encendieron los sahumerios últimos y colocaron las últimas flores en el sepulcro, bajo cuya pesada tapa yacían los sarcófagos protectores de la momia, para, gravemente, retirarse también; hubo que arrancar a las mujeres que gimoteaban, abrazadas al granito; partió el austero Ramsés (le brillaban los ojos como esmaltes); y Khamuas, delicadamente, me extrajo del interior del cofrecillo, desdeñando a las demás preseas; lo cerró, me colocó encima, mirando hacia el sepulcro, me tocó apenas con su diestra liviana, y finalmente se alejó, llevando la postrera antorcha. El dramatismo de la absoluta oscuridad estableció desde ese minuto su tiranía en la tumba, de suerte que ella, la Oscuridad, pareció afirmarse como la tenebrosa emperatriz teocrática del recinto, más dominante, en su terrible, ubicua lobreguez, que la Reina y los dioses que al resplandor de las teas la sojuzgaban. Con ella nos gobernó el silencio. Oscuridad y Silencio: he ahí quienes en seguida fueron nuestros amos. Afuera tendría principio, bajo una vasta tienda, el fúnebre banquete habitual, mas yo nada oí; terminado éste y su algazara, el Faraón y los comensales regresarían a Tebas. Una vez por año, cuando el dios Amón de Karnak cruza el río en una barca de madera del Líbano, para visitar la necrópolis, Ramsés vendría al Valle, agitando un incensario; lo escoltarían el Visir, con el flabelo, y el Escriba Real, quien traería un ramo de papiros. Año a año vendrían, el décimo mes. Ahora la Oscuridad y el Silencio eran los faraones; el Desierto también, su enorme aliado.
¿Cuánto tiempo (¿acaso el tiempo existía allí?) tardé en alcanzar una vaga, débil, confusa imagen de lo que me circuía? Antes, durante ignoro qué lapso, pero fue muy extenso, mis días fueron noches cerradas, y mis noches, noches de lúgubre tinta. En su decurso, experimenté impresiones que actualmente, mientras le cuento a Poseidón mi historia increíble, se reproducen, porque aquí, en la profundidad del Egeo, cuando los rayos moribundos del sol se ocultan, nos oprime una lobreguez similar a la de la tumba de Nefertari, y así como acá, al favor de la espesa tiniebla, me acarician y rozan formas desconocidas, allá, como si jugasen aprovechando la fosca umbría, entes ignotos me hacían sentir su caricia rápida y su roce ligero. En el mar me enteré, en breve, de que quienes pasan de continuo, frotándose apenas contra mí, son los pausados y ciegos peces del fondo, o los seres hechos de filamentos, de cabelleras, de espuma y de aristas blandas, habitantes vagabundos del abismo, pero en el hipogeo de Nefertari bastante tardé en comprender, con un deslumbramiento espantado que se negaba a creer en ese fantástico honor, que los efímeros andariegos que a mi vera circulaban, tanteándome con manos de neblina, eran mis vecinos los dioses, y era la propia Reina.
Al fin logré verlos, y hoy pienso que lo debí al hecho de que los dedos de Khamuas se demorasen sobre mí, en la despedida. Fue aquél el regalo póstumo del mago, mi benefactor. Los percibí al comienzo, imprecisos, como siluetas de humo, oscilantes en la negrura, que paulatinamente, gradualmente, se definieron y concretaron, adoptando primero un tono azuloso, que también asimila esa experiencia a la que en el mar conozca ahora, y que después, con desazonante lentitud, fueron adquiriendo unos matices más y más vivos, sin abandonar nunca la coloración diluida, descaecida, que se atribuye a los espectros. Se presentaban de pronto, como si anduvieran de tumba en tumba, en los valles de la muerte, donde los distintos hipogeos reproducían sus imágenes, y desfilaban, ligeros como soplos, de una cámara a la otra, hasta desembocar en la del sarcófago de rosado granito, donde de pie, pálida, translúcida, los aguardaba Nefertari. La Reina se incorporaba al numeroso cortejo y daban la vuelta a la habitación, hasta perderse, rumbo a las restantes etapas de su viaje fantasmal. Era entonces cuando me rozaban. Ni una vez se detuvo Nefertari; ni una vez me habló, aunque sentí, al pasar, la levedad de su diestra querida. Se iban, abandonándome. Se iba la Reina, en medio de los dioses abigarrados, de cuerpos masculinos o femeninos y diversas cabezas: la humana, la de chacal, la de la vaca con el disco solar entre los cuernos, la de ibis, la de carnero, la de leona, la de hipopótamo, la de gavilán, la de cocodrilo, la de gato, la de rana, y el babuino y el fénix y el pájaro y el escorpión y, por supuesto, el escarabajo Khepri, que quizás acentuaba su presión al tocarme. Se iban, mezclados, desordenados, pero casi sin rumores, recortando suavemente un instante sus sombras sobre las paredes desde las cuales los acechaban otros dioses pintados, y entre ellos estaba, inmensa, la Vaca engualdrapada, celeste madre del Sol, que se meneaba con majestuoso ritmo. Al esfumarse, se intensificaban mi soledad, mi quietud y mi alta noche. Me dedicaba a vigilar, maravillado y despechado, hasta que a la larga me adormecía: quedaba así, como bajo un sueño hipnótico, tal vez durante meses, y al improviso, cuando ya imaginaba que para siempre la había perdido, la fabulosa comitiva tornaba a surgir, precedida por tenues susurros, y se repetía la escena de la Reina atenta, la Reina con su blanca túnica de ceremonia y un redondo vaso de vino en cada mano, la Reina que se sumaba a los dioses caminantes, a quienes probablemente se agregarían las demás reinas y los reyes sepultados en ambos valles, para cumplir el bisbisante recorrido de la necrópolis.
«Aquí lo único que hay es tiempo... lo único que hay es tiempo...», se lamentó Poseidón cuando me narraba su existencia submarina y me auguraba lo que aquí, en el Egeo, a cuarenta metros de la superficie, será mi espera. Estoy habituado a esperar; he esperado mucho en mi vida, y en la tumba de Nefertari ¿cuánto, cuánto habré esperado que algo sucediese y quebrase la monotonía de mi aislamiento?, ¿tres, cuatro, cinco siglos? ¿Más? Dije ya que allí el tiempo no existía, lo que equivale a que allí lo único que había era tiempo. Y yo era, lo valoro al evocarlo, feliz... feliz hasta cierto punto o desde cierto punto; feliz porque mi modorra se prolongaba cerca de la que me inspiró este amor que el tiempo contribuyó a fijar y enriquecer, porque tanto pensé en Nefertari, tanto la recreé en mi mente saturada de incomunicación y de clausura, que no sé si la Nefertari que amo es la Nefertari auténtica o si ha sido modelada por el Tiempo con mi fantasiosa complicidad. Lo que sí aseguro es que avizoraba su paso callado y tardío, entre los pasos sigilosos de los dioses, y que la reiterada escena de su procesión se volvía más y más espaciada, a medida que el tiempo... el tiempo... el tiempo indolente se gastaba, se deterioraba y languidecía.
Hasta que un día aconteció lo insólito. Por primera vez en centurias, hubo ruido, hubo golpes y hubo voces; ásperas voces hombrunas y golpes de hacha, de maza o de martillo, repercutieron con ecos retumbantes, de cámara en cámara, en nuestro interior. Atónito, oí caer bloques de piedra, oí deslizamientos y pisadas, y finalmente varias antorchas se precipitaron en la habitación de los cuatro pilares, la de la sepultura, despertando a las figuras hieráticas de los muros, que cobraron, luego de tan extensa y amasada oscuridad, una súbita coloración estridente, como si relampagueasen. La vívida claridad cegadora ocultaba a quienes las blandían; al cabo de un rato, distinguí a sus portadores, que las paseaban veloz y ávidamente sobre los tesoros distribuidos en el aposento. Hablaban con tal rapidez que al principio no entendí lo que decían. Luego los entendí demasiado y colegí lo que eran: eran ladrones; tres ladrones, y a mi recuerdo acudieron, remotas, las anécdotas de robos de tumbas reales o de funcionarios, que había escuchado en el palacio de Tebas. En la Corte referían que, pese a los guardias y a los sacerdotes encargados de la custodia, ocurrían robos constantes. Se musitaba que los culpables podían contar con la ayuda de los propios cuidadores y que seguramente procedían de la vecina aldea, donde moraban los artesanos especializados en cavar y decorar las tumbas, a las que conocían como ninguno. Nos habían tolerado y eximido a nosotros, no obstante que el esplendor del fúnebre desfile de Nefertari informó detalladamente sobre la importancia de las alhajas y de los muebles que se encerrarían en su hipogeo, y a la postre sonaba la hora de nuestro turno, y los depredadores se afanaban ahí.
¿Por dónde andaban los dioses, y cómo no acudían a sembrar el terror? El Babuino, la Gata y el Escorpión y los Halcones ¿por dónde andaban? ¿Y el Escarabajo terrible? Ni uno se presentó, y los tres bandidos se entregaron al pillaje. De su jerga deduje que eran albañiles. Procedieron con exagerada brutalidad, quizá porque evidentemente tenían miedo. Mientras, usando como palanca una viga aguzada en cuña, desplazaban la maciza tapa del sarcófago, lanzaban en torno, hacia las imágenes de las paredes, ojeadas medrosas. Por fin, la tapa de granito cayó con estruendo y se quebró en múltiples pedazos. Alzóse del suelo una nube de polvo, y los malhechores permanecieron inmóviles unos segundos pues, detrás de la polvareda, las divinas pinturas murales simulaban moverse en un cielo de bruma. ¡Ay, no se movían! Contemplaban, con sus almendrados ojos displicentes, el desastre. Un repentino vértigo azuzó a los villanos; metieron las manos sucias en el sarcófago y fueron sacando las sucesivas cajas de la momia, hasta que relució su máscara de oro, que arrancaron, como arrancaron sus pectorales, sus sortijas y sus brazaletes, para lo cual rompieron las vendas que cubrían el cuerpo embalsamado de mi Reina. ¡Ay, ay, lo tronzaron, lo quebrantaron! Los salvajes destrozaron el sacro cuerpo de la Reina Nefertari, en pos de más collares, de más amuletos, de más escabarajos de lapislázuli, de amatista y de malaquita. ¿Por dónde circulaba, ingrávida, la ronda de los dioses? ¿Por qué no venían Osiris, Horus, Isis, Amón-Re, los más grandes, a protegernos? Y yo, desgraciado, impedido, ¿qué podía hacer? Nada, sino atestiguar el sacrilegio.
En el hueco de la puerta asomaron dos cómplices, que se apresuraron a hacinar el botín dentro de bolsas. Todo querían llevarse, todo; desarmaron bruscamente el carro de guerra; ataron con cordajes las sillas doradas, los vasos de alabastro, las vajillas, los canopes, los cofres; al mío lo vaciaron, y yo fui a parar, con su contenido, a una bolsa. Supe que se retiraban, porque me sacudieron con las otras joyas y objetos, en el saco. Y supe que los cinco huían, por el valle, por el desierto, cargados con sus presas.
Fue la ambición de esa carga excesiva la que me salvó, ya que al cabo de un rato oí sus exclamaciones temerosas y otras voces, airadas, detrás. ¡Los perseguían! ¡Nos perseguían los guardianes! ¡Pronto nos devolverían a la paz de nuestro asilo y se restablecería la calma! Pero en ese momento, mi bolsa, demasiado abarrotada, se rasgó. Caí en la arena, entre una confusión brillante de gemas, y alcancé a ver la lívida claridad de una luna naciente, los próximos peñascos, los congestionados rostros de los saqueadores que jadeaban, detenidos, clavados sus ojos (uno de ellos era tuerto) sobre nuestro revoltijo que la luz del satélite hacía chisporrotear. Apenas vacilaron; luego echaron mano de lo que pudieron; a mí me cogieron simultáneamente el tuerto y un bandidazo negruzco, quienes se pusieron a tironear de mi brazalete, pues los guardias se les venían encima, con suerte tal que mi aro flexible y yo, para siempre nos divorciamos, y que yo, el Escarabajo, libre, sin broche y sin pulsera, pegué un brinco de tres metros, y sin proponérmelo fui a parar a un hueco de una de las rocas vecinas. Desde allí abarqué la fuga de los malditos, con sus cargamentos, hostigados por la patrulla vociferante, hasta que se perdieron y, por lo que inferí mucho después, no consiguieron darles caza.
En el refugio de esa roca, oculto, quedé casi doscientos cincuenta años. ¿Qué más remedio? Es mi destino; debe de estar marcado en los astros y no cabe duda de que Khamuas lo conocía: pertenecer y no pertenecer, simultáneamente, a la realidad; es decir, estar y no estar presente en la vida, sembrarla de paréntesis, y como lo que más me ha sobrado ha sido el tiempo, mi destino me impone habituarme a que tales paréntesis se estiren, con la resignación y acaso la indiferencia que el hábito otorga, más allá de lo corriente, de lo imaginable, hasta que para mí los siglos signifiquen menos aún que para los demás los años; y entre tanto, concentrarme y asilarme, en lo que no se me ocurre designar sino como un estado latente, a recordar, calcular y, cuando fue posible, observar. «Chacun sa philosophie», como decía recientemente Monsieur Gustave, el naturalista a sueldo de Mrs. Vanbruck.
Desde mi atalaya del Valle de las Reinas, me enteré, por fragmentos de charlas atrapadas al azar, de que los faraones no residían ya en Tebas, sino constantemente en Sais, en el Delta. El rey actual se llamaba Psamético y, según comentaban, encarecía su amistad con las gentes de Grecia, quienes lo habían ayudado a conseguir el trono y aparecían doquier en nuestras ciudades. ¡Qué lejos se apagaba Ramsés II! Parece ser que hubo más de diez Ramseses, alabado sea Amón. Ahora, turistas helenos, guiados por pilletes de la zona, acudían a visitar las vacías tumbas y grababan en ellas sus nombres y, en algunos casos, porque de todo se reían, les añadían burlas insolentes. Nuestro sepulcro fue uno de los últimos saqueados, y el pequeño y mediocre Tutankhamón, que hoy preocupa a los egiptólogos y a los periodistas, se libró gracias a ignoro qué taumaturgia que desconocía Khamuas. También supe que en una época hubo unos reyes-sacerdotes, bastante enérgicos, que alternaban los oráculos con la práctica militar y que, desesperados por el pillaje de la necrópolis en que ya a nadie se sepultaba, recogieron lo que quedaba de las momias reales y las ocultaron en un lugar secreto. Agregaré que las recuperaron en el siglo XIX y que se exhibieron en el Museo de El Cairo. Allí vi a Ramsés, cuando me llevó en su diestra Mrs. Vanbruck, con Mr. Jim, que multiplicaba las explicaciones, y con Giovanni Fornio, que comía dátiles. ¡Si ellos hubiesen adivinado mis sentimientos! ¡Qué horror, el Rey, el Gran Rey, el Rey Sol de Egipto, el Toro Victorioso! ¡Cómo me alegré de que nada restase de mi Reina! Nada, sino las espléndidas pinturas que la muestran en su belleza prestigiosa... nada, sino mi memoria... En mi memoria, como dentro de un vasto estuche de oro y marfil, mi Reina y mi Rey sobreviven, intactos. Mil veces, en el transcurso de los doscientos cincuenta años de la roca del Valle, reconstruí las deliciosas escenas, que si corroían mis celos excitaban mis sentidos, de Ramsés y Nefertari, bajo el mosquitero de clarísimo tul, jóvenes, desnudos, abrazados, él moreno y ella blanca, amándose, gozándose, amándonos, gozándonos, porque yo amaba y gozaba también, ceñido a la muñeca de la Reina, y era uno más dentro del revoltijo voluptuoso.
Así fluían mis días, mis semanas, mis meses, mis años, en la peña. ¡Qué soledad! La Amante del Silencio, la Serpiente-Diosa, se enroscaba en el Pico del Oeste. El verano jamás concluía, y sólo el frío nocturno del desierto compensaba del inexorable calor. Las tonalidades variantes de la jornada constituían, con mis remembranzas, mi distracción única: mudábanse desde el oro del amanecer al púrpura y el negro de la noche, pasando por el amarillo denso, rojizo, del mediodía y de la tarde. Los riscos adelantaban sus retorcidas escarpaduras, que vestía y desvestía la arena, según el antojo de las tempestades imprevisibles. Y cuando se restablecía la paz, y en la inmensidad insonora de la noche se encendían las estrellas, me ilusionaba con la imaginación de que me hallaba aún, encima del cofrecillo donde me colocó Khamuas, en la tumba de la Reina, cerca de sus despojos queridos, con sus retratos en torno, bajo el pintado cielo oscuro y sus estrellas doradas, y con la expectativa de que en cualquier momento iba a reaparecer la procesión de los dioses de cabezas zoomorfas, con coronas, con pelucas, con cetros, con flagelos, con ganchos, con lotos, con plumas, con cuernos, con soles redondos, y entre ellos Nefertari, la de los largos ojos negros y los labios escarlatas, que me rozaba, al pasar, con unas yemas tan aéreas como si fuesen mariposas. Y así fluía mi tiempo.
Al fin, como cuando los ladrones invadieron el sepulcro, el reloj de mi extraña vida indicó la hora del cambio. Y fue que dos muchachitos, dos primos, que habitaban en la vieja aldea de los obreros de la necrópolis, y que se habían bañado en el Nilo, regresaban a sus casas, por el valle, sin más abrigo que sus propias soleadas pieles, llevando en las manos sus ropas, cuando se levantó la locura de un subitáneo viento. Pudo uno de ellos ponerse el taparrabo, pero al otro se lo arrebató una ráfaga, se le escapó y se echó a volar. Lanzáronse ambos a correr en pos, llenando el aire de carcajadas y gritos, pero la prenda los eludía y aleteaba como un pájaro blanco, deteniéndose aquí y remontando allá el vuelo, mofándose de los perseguidores a quienes cegaba el baile de las dunas. Así llegó a la escabrosidad de mi roca, donde lo aprisionó la saliente del hueco que me escondía. Aupado por su compañero, que de escalera le ofreció su cabeza y sus hombros, consiguió el despojado izarse a lo alto de mi refugio. Al recobrar su escasa vestimenta, estupefacto, me descubrió en la ermita donde cavilé tan dilatadamente. De ella me sacó, y confieso mi júbilo ante la perspectiva de una nueva etapa, por peligrosa que fuera, ya que comenzaba a hartarme la meditación.
—¡Un escarabajo!, ¡un escarabajo azul! —exclamó conmigo entre los dedos y la voz engolada por la arena que se le metía en la boca. Me arrojó; su primo me recogió en la oquedad de las palmas; y el salto, acompañado por tanto alborozo, me anunció que me esperaba un período dinámico, aventurero, enriquecedor de mi entumecido espíritu, y que, por lo menos en su curso, no habría lugar para la inercia. De esa suerte, a la carrera, pues la tormenta insistía en sus arrebatos coléricos, desembocamos en la aldea de los artesanos, y entramos en la casuca que los muchachos compartían con su abuelo, como trascendió de lo que se dijeron en el camino, mientras el viento no paraba de silbar.
El anciano tendría unos ochenta años. De repente se lo veía temblar, y era obvio que había aguardado a los jóvenes nerviosísimo. Los abrazó, como si se hubiesen zafado de las fauces de un cocodrilo, hijo del demonio, y el que me llevaba me puso en sus manos, al tiempo que los dos, atropellándose, le referían las circunstancias de mi conquista. Entonces, ante mi asombro, sus ojos se mojaron de lágrimas y, escoltado por sus nietos, pasó a la inmediata habitación (sólo de dos constaba su casa modesta), y en ella, con mil cuidados, estremeciéndose y casteñeteándole los escasos dientes, me deslizó en una hornacina que ocupaba un falo de celeste cerámica, como un erguido dios vanidoso, y cayó de bruces delante, cosa que los muchachos imitaron. Se le aflautó el acento conmovido, al declarar:
—Mañana mismo partiremos para Tebas, y de ahí a Naucratis.