SECTOR KONTAHR
Día ochenta y cinco de la retirada del Borde Medio
—Ustedes no tienen idea de cómo trabaja el Imperio.
El Thunderstrike, transporte militar de la Alianza Rebelde, no había sido diseñado para ser cómodo. Los corredores estaban revestidos de tubos y paneles; sus puertas, forjadas con el pesado duracero, eran voluminosas y difíciles de mover.
A lo largo de los años, la Compañía Twilight desmontó y reconfiguró la antigua corbeta corelliana, dividiendo una y otra vez los pocos espacios abiertos de la nave, hasta que no quedó ni un metro cuadrado sin utilizar.
Por ello, cuando Howl ordenó que llevaran a la prisionera a su bodega-oficina para interrogarla, la reunión fue por fuerza de carácter íntimo. De un lado del frágil escritorio plegable de Howl estaba el propio capitán, flanqueado por el Teniente Sairgon y el Director médico Von Geiz; Sairgon permanecía de pie con su rigidez característica, como un árbol viejo y retorcido, y Von Geiz estaba sentado sobre un proyector holográfico apagado. De frente a Howl y recargada en el respaldo de su silla, con exagerada ecuanimidad, estaba la gobernadora Chalis, sonriendo como una emperatriz. Atrás, Namir vigilaba las manos de la gobernadora, como si esta estuviera a punto de lanzarse sobre el escritorio para estrangular al capitán.
—No lo digo con intención de insultar —continuó Chalis—. Pero, si ustedes creen que Haidoral Prime era algo más que un planeta perdido, están basando sus operaciones sobre premisas sumamente equivocadas. Mi asignación a ese lugar fue un castigo, no una promoción.
Habló suavemente, con una voz en la que se mezclaban la certidumbre y el hastío. Dentro de la seguridad de la nave, su acento coruscano —el de la elite imperial y las transmisiones de propaganda, blanco de las burlas rebeldes— le pareció a Namir exageradamente articulado.
—¿Y a qué se debió el castigo? —preguntó el capitán.
Chalis ladeó la cabeza, como si la pregunta la hubiera tomado por sorpresa.
—Cuando su rebelión empezó a esparcirse por el Borde Medio, el Emperador soltó a sus perros. ¿Supieron de las muertes de Moff Coovern y del Ministro Khemt?
—Trágicos accidentes, según recuerdo —dijo Howl.
—Según mis informantes, ambos murieron a manos de Darth Vader. El Emperador Palpatine juzgó que la destrucción de su Estrella de la Muerte se debió a la incompetencia de los rangos más altos, por eso empezó una matanza selectiva.
—Ha habido otras muertes menos difundidas —añadió ella, encogiendo los hombros—. Conmigo fueron benevolentes, gracias a las aportaciones que hice en el pasado y a que tuve la precaución de no involucrarme demasiado con la estación de combate. El exilio en Haidoral Prime fue de lo mejor que podía esperar, dadas las circunstancias.
Von Geiz observó a Chalis como inspeccionando la piel de su frente.
—¿Y fue entonces cuando decidió desertar? —preguntó.
Namir sospechaba que la presencia de Von Geiz tenía como objetivo conferirle un rostro amable a la compañía. Este había comenzado la reunión revisando a Chalis y preguntándole sobre los efectos secundarios del disparo aturdidor, ante la tolerancia de Howl y la exasperación del Teniente Sairgon. Von Geiz era inteligente y conocía el papel que debía desempeñar: el de un hombre amable, paternal, comprensivo. Pero Chalis prácticamente no miró a nadie más que al capitán.
—No diga tonterías —respondió Chalis—. En Haidoral todavía tuve tiempo para leer, para esculpir… tenía dinero para darme algún lujo de vez en cuando. —Se giró y se agachó para recoger su morral de donde Namir lo había dejado. Él ya había verificado que no contuviera armas, pero aún así lo llevó a la oficina sólo bajo protesta.
A diferencia de Von Geiz, Namir no estaba en el recinto para formular preguntas ni para manipular a la gobernadora. Howl no había dicho nada, por supuesto, pero Namir sabía que estaba ahí para intimidar. La captura de Chalis era todavía un secreto; en su calidad de sargento primero, Namir cumplía el papel del militar de alto rango autorizado para presenciar las asambleas de los directivos y obligado a no hacer nada respecto a ellas.
—Y a propósito de lujos —dijo Chalis—, ustedes han sido más que hospitalarios y yo he sido descortés. —Del morral sacó una botella de vidrio que contenía un líquido translúcido color violeta y estaba cubierta de finas telarañas. Le dio vuelta en sus manos y la puso pesadamente sobre el escritorio. Luego sacó un puñado de frutos amarillos que colocó junto a la botella—. Un regalo de Haidoral para mis anfitriones: brandy del lugar e higos autóctonos. Algo para celebrar nuestra nueva relación.
El teniente miró inquisitivamente a Howl. Este tomó una fruta y, sonriendo, empezó a pelarla mientras Chalis destapaba la botella.
—Normalmente, cuando un soldado mete alcohol de contrabando evita compartirlo con el alto mando —dijo Howl, con voz afable.
—Entonces debería considerar los buenos modales en el proceso de selección —replicó Chalis—. ¿Vasos? —Como no había ninguno, Chalis se encogió de hombros y tomó un sorbo directamente de la botella. Cuando apartó el brandy de sus labios y lo deslizó sobre el escritorio hacia Howl, ladeó la cabeza para ver a Namir—. Es perfectamente seguro —agregó.
Namir había considerado la posibilidad de que la bebida estuviera envenenada. Se maldijo por ser tan transparente como para que ella lo notara y la maldijo a ella por haber leído sus pensamientos.
Los demás se pasaron la botella de brandy. Chalis empezó a comer de la fruta y continuó hablando entre bocados.
—Como dije, el exilio en Haidoral no fue lo peor que pudo pasarme. Pero, entonces, llegaron ustedes a mi planeta y me di cuenta de que estaba acabada.
—Su mansión no era uno de nuestros objetivos.
Chalis rio con amargura.
—No me preocupaba que me mataran unos rebeldes. ¿A quién creen que culparían por el fracaso de las defensas de Haidoral? ¿A quién responsabilizarían del asalto a la ciudad y del robo de las reservas imperiales? Yo podría argüir que obré milagros, que contuve a los rebeldes con una sola legión de stormtroopers distribuida a lo largo de tres continentes; podría argüir que Haidoral era un blanco obvio desde meses antes de que yo llegara y que hice todo lo que pude para apuntalar sus defensas... Pero a Darth Vader... —continuó Chalis, fijando de nuevo la mirada en Howl, después de pasearla de un lado a otro del recinto; la intensidad de su arenga también empezó a disminuir— no le interesan los argumentos racionales, razonados. Mi reputación ya estaba mancillada. Cuando ustedes entraron en órbita, supe que mi vida en el Imperio había terminado.
—Es una lástima que no haya desertado en ese momento —dijo el teniente—. Nos habría evitado bastantes problemas.
Namir contuvo una risa. Howl le dio una mordida a su fruta sin decir nada.
—Hay personas que se la pasan engañándose toda su vida —dijo Chalis—. A mí no me avergüenza tomarme veinticuatro horas para asumir la realidad. Lo que pasó, pasó. Ahora es momento de hablar de nuestro futuro, juntos. —Nadie dijo nada. Chalis interpretó ese silencio como una invitación a que continuara—. Ofrezco mi plena cooperación con la Rebelión. A cambio, espero que se reconozca mi valentía al volverme contra nuestros terribles opresores imperiales.
Von Geiz se aclaró la garganta para intervenir, pero Howl habló primero.
—Ya hablaremos de eso —dijo—. Pero, hasta ahora, no hemos escuchado qué es lo que tiene que ofrecer en realidad.
Namir sintió que algo se estrujaba en su pecho, no porque la pregunta fuera inapropiada, sino porque sabía que era lo que Chalis estaba esperando.
—No soy una almirante —dijo inclinándose al frente, con los hombros bajos como si se preparara para abalanzarse—. No estoy aquí para hablarles del algún punto débil en las defensas de una Estrella de la Muerte. Mi conocimiento gira en torno a la sangre del Imperio: todo lo que corre por sus venas, todo lo que lo nutre. Alimentos, materias primas, mano de obra… Sé por qué un levantamiento de esclavos en Kashyyyk representaría la perdición para los puestos de avanzada ubicados a lo largo de la Falla Kathol y por qué el General Veers no puede darse el lujo de quedarse otra vez sin thorilidio en el Rimma. Conozco el monstruo en el que se ha convertido el Imperio. Entiendo su biología. Cada hiperruta lleva oxígeno a sus extremidades. Yo sé dónde apretar para sofocarlo.
Howl asintió y dio un golpecito en el escritorio con sus nudillos.
—Es una experta en logística.
—Antes de ser gobernadora, ¿a qué se dedicaba? —preguntó en voz baja el teniente—. ¿Administraba campos de trabajos forzados? ¿Privaba de comida a los planetas que no cubrían sus cuotas?
Chalis seguía con la mirada clavada en Howl e inclinada hacia delante. Sonrió al escuchar la pregunta.
—Era asesora. Asesoraba. Mi antecesor, el conde Vidian, era a quien le gustaba hacer el trabajo sucio. Yo procuro tener una perspectiva más amplia. Pero, por supuesto, nada de eso tiene importancia, mientras ustedes sigan huyendo. La Rebelión necesita poner tierra de por medio entre su flota y el Borde Medio, ahora que lo abandonaron. De otro modo, se arriesgan a que los aventajen. También puedo aconsejarlos respecto a eso.
En ese momento se movió. Namir no pudo detenerla. Si la oficina hubiera sido de mayor tamaño, si el escritorio no hubiera hecho de barrera, Chalis no habría podido impulsarse e inclinarse hasta colocar su cabeza a un lado de la del capitán. La botella de brandy se volcó y cayó al suelo. Namir vio que los labios de Chalis se movían al susurrar algo que no logró escuchar.
Al cabo de un segundo, Namir puso una mano sobre el hombro de ella y la jaló de vuelta a la silla. Chalis reía. Howl permaneció impávido, claramente ileso, reflexionando con los ojos entrecerrados. Von Geiz y el teniente lo contemplaron con amargura y preocupación.
—Creo... —dijo Howl, mientras los dedos de Namir permanecían hundidos en el traje de la gobernadora— que debemos terminar ahora. Todos tenemos mucho en qué pensar. Hablaré con usted más tarde, gobernadora.
Chalis sonrió e hizo una reverencia con la cabeza.
Si el trabajo de Namir había sido proteger al capitán o a la compañía durante la reunión, tenía la certeza de que había fracasado.
* * *
Después de que se distribuyeron entre las tropas las provisiones robadas en Haidoral, el Thunderstrike se puso en marcha junto con una aeronave de combate dorneana, llamada Apailana’s Promise. El Promise era compacto, ágil y peligroso; ya había volado con la Compañía Twilight. Su tripulación, conformada por unas cuantas decenas de veteranos de la Alianza, les debía a los soldados de la compañía más de cincuenta mil créditos, según un cómputo registrado en la puerta de los barracones ubicados a estribor. Asimismo, el Promise llevaba un par de cazas X-Wing en su parte inferior. Los soldados tenían la fama de rehusarse a poner un pie a bordo del Thunderstrike.
Howl no había dado a conocer la nueva misión de la Compañía Twilight al salir de Haidoral; la tripulación del puente de mando y los oficiales de alto rango mantenían una discreción absoluta respecto al destino de la nave. Y aunque ninguna situación era inédita, en ausencia de información concreta, los rumores tomaban el lugar de los hechos. El equipo técnico analizó el curso del Thunderstrike y concluyó que se dirigía al Espacio Salvaje: se sumergiría en lo desconocido para huir cuanto antes del territorio imperial. Los veteranos de la campaña Chargona murmuraban acerca de una última ofensiva en contra de un bloqueo de destructores estelares, en los límites del Borde Medio. Para Namir, era significativo que nadie difundía rumores de una victoria inminente.
En todo caso, el chismorreo era una distracción tan buena como cualquiera para aquellos soldados apretujados en una caja de metal sin nada que hacer más que esperar. Los rumores no habrían molestado a Namir si no fuera por la presencia de los nuevos reclutas: la idea de ir camino a su perdición no fomentaba la concentración de los novatos.
La Compañía Twilight había enrolado a veintiocho voluntarios de Haidoral Prime. Era una buena cosecha, aunque una tercera parte no eran combatientes; trabajarían como médicos, técnicos o tripulación para el Thunderstrike, y no eran problema de Namir. A los otros tendría que ponerlos a prueba repetidamente antes de asignarlos a los pelotones. En su calidad de sargento primero, Namir tenía este privilegio, lo cual le resultaba muy placentero.
—¿Ya todos saben cómo usar un bláster? —preguntó, después de entrar con paso decidido al comedor, donde había convocado a los nuevos reclutas. Llevaba colgado del hombro un rifle cargado a su máxima capacidad.
Los diecinueve reclutas ahí reunidos estaban sentados en torno a las mesas de acero; no había nadie más en el comedor. Los hombres y mujeres se miraron unos a otros y asintieron nerviosamente a la pregunta de Namir.
—Bien —continuó Namir—. No estoy aquí para apapacharlos. Busquen algún amigo que los lleve al área de prácticas de tiro, aprendan a usar el DLT-20A. Un rifle no es lo mismo que una pistola. El culatazo es más fuerte y puede chamuscarles la cara si lo sostienen demasiado cerca. Los modelos veinte tienen dos modalidades extra, pero no quiero que anden disparando a lo loco sin antes aprender a dar en el blanco. —Mientras decía esto, alzó su rifle con una mano y con la otra desacopló la celda de energía. Era un movimiento que realizaba de manera automática, así que tuvo que esforzarse para hacerlo lentamente, en atención a su público—. Consigan la recomendación de uno de los soldados de la compañía: alguien que me diga que ustedes ya dominan lo básico. Eso es todo lo que necesito.
Todos asintieron nerviosamente otra vez. Namir caminó enérgicamente hacia una de las mesas ocupadas, puso el rifle encima y lo giró en dirección a los reclutas que estaban en el extremo opuesto.
—Pero no todo se reduce a saber disparar. Si no logran que alguno de mis soldados les confíe su vida, no me importa lo buen tiradores que sean ni qué calificaciones hayan sacado en la Academia Dirtrag. Nadie pone un pie en un planeta, mientras alguien no le dé el visto bueno. Si les da pena acercarse a alguien para hacer equipo, no hay problema: vengan conmigo, yo les asignaré un compañero.
Ya había dado aquel discurso más de diez veces. Al principio intentó entrenar personalmente a cada uno de los reclutas. Era una idea arrogante y tonta —señal de que no había aprendido a confiar en la capacidad de los veteranos de la compañía—; le gustaba pensar que ya la había dejado atrás. Cruzó el comedor haciendo contacto visual con todos los reclutas y finalmente mostró media sonrisa.
—Y algo más: es muy probable que sean asignados al mismo pelotón de la persona que les dé el visto bueno. Procuren elegir a alguien a quien no quieran estrangular.
Risas nerviosas. Eso era bueno: significaba que estaban prestándole atención. O por lo menos la mayoría.
En la esquina de una de las mesas estaba la chica pelirroja a la que Namir había visto pelear en la plaza de Haidoral. Permanecía con la vista clavada en la pared y las manos temblando sobre la mesa. Namir la rodeó y le dio una palmada en el hombro. Ella encogió violentamente el cuerpo; parecía lista para saltar y soltar un puñetazo. Que no fuera tan tonta como para hacerlo era un punto a su favor.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
La chica se recorrió en su asiento hasta que pudo alzar la cara y mirarlo a los ojos.
—Roach —respondió. Namir la contempló. Su mandíbula estaba quieta; ya no mostraba aquel tic.
—¿Así quieres que te llamemos? —preguntó él.
—Sí.
Namir rio más fuerte de lo que hubiera querido.
—Otro consejo —dijo en voz alta, dirigiéndose a todos—. Si en su planeta tienen amigos a los que quieran proteger o si simplemente quieren empezar de cero, ahora es un buen momento para asumir una nueva identidad. Aquí a nadie le importa quiénes hayan sido, pero una vez que nos hayan hecho aprender su nombre, más les vale que lo mantengan.
«Por lo menos no es otra Leia».
La mitad de los nuevos reclutas tomaba el nombre de algún héroe rebelde, aunque más temprano que tarde sus compañeros los rebautizaban. La mayor parte moría al poco tiempo, víctima de su propio entusiasmo.
Namir volvió a dirigirse a la chica.
—Roach —dijo—. Dime algo: ¿ya leíste tu guía de campo, el Libro blanco?
Roach alzó la vista y lo miró a los ojos:
—Sí, sargento —respondió.
Namir ladeó la cabeza. No esperaba esa respuesta.
—Entonces, ¿puedes hablarme de las cuatro fases del programa de entrenamiento?
A Roach le castañeteaban los dientes, pero respondió sin titubear.
—Las dos primeras fases son las mismas para todos. Hay dos tipos de fase tres: una para la infantería y otra para las fuerzas aéreas. La fase cuatro es para las unidades especiales.
—¿Y qué dice el Libro blanco sobre los reclutas que no aprueban el entrenamiento al momento del despliegue?
Roach tardó unos instantes en responder.
—Comienzan de nuevo por la fase uno —respondió—. ¿A menos que un oficial lo prohíba? —Esta había sido una pregunta, no una afirmación.
Namir no ocultó su contento.
—No tengo idea —dijo—. Te felicito por haber leído todo eso, pero lamento decirte que fue una pérdida de tiempo. Tienen que comprender que el Libro blanco, todos esos procedimientos y regulaciones que el alto mando vomita sobre nosotros, lo inventaron generales que creen que están administrando un gobierno, no una rebelión. —Namir se encogió de hombros, recogió su rifle y volvió a colgárselo del hombro—. Tal vez las Fuerzas Especiales de la Alianza se lo tomen en serio; no lo sé. Cuando alguien te da una orden allá afuera, tú obedeces. Cuando alguien intenta enseñarte algo, tú prestas atención. Cuando alguien te dispara, tú le disparas. No traigan alcohol ni especias de contrabando: no hagan tonterías. Y si tienen algún problema con otro soldado, acudan con el Teniente Sairgon o conmigo. Nosotros resolveremos la situación. En resumen: la Compañía Twilight se cuida sola. Mientras tengan eso presente, no necesitarán los reglamentos de los altos mandos.
Los reclutas de mayor edad asintieron con la cabeza. Los más jóvenes, que aún no comprendían a cabalidad a qué estaban renunciando, parecían menos confiados. Muchos habían crecido en un Imperio bajo el que todo era reglas y orden. Pero estaba bien; con el tiempo, lo comprenderían.
Namir concluyó la reunión rápidamente; mencionó qué secciones del Thunderstrike estaban vedadas y respondió las preguntas habituales acerca de la paga:
—Guarden bajo la almohada lo que tengan y recen por que el Clan Bancario se una a la Alianza.
Y, del acceso a la red de comunicaciones, dijo:
—Hagan una solicitud, pero no se hagan muchas ilusiones.
Para ese momento ya había memorizado el nombre de aproximadamente la mitad de los reclutas. Si los otros sobrevivían, también aprendería los suyos.
Namir fue el primero en salir del recinto. Los demás se dispersaron a sus espaldas; unos se dirigieron a los barracones que les habían asignado y otros a la sección de práctica de tiro.
Notó que Roach lo seguía, pero no volteó, sino hasta que ella lo llamó.
—¿Sargento?
—¿Qué se te ofrece?
Roach lo alcanzó. Las botas de Namir producían un fuerte sonido al dar contra el suelo. La chica caminaba con pasos silenciosos, y él vio que usaba un tipo de calzado apropiado para las inundadas calles de Haidoral, pero para nada más. Namir se propuso pedirle a Hober que le buscara algo, lo que fuera, más apropiado para el combate.
—Mentí —dijo Roach.
Namir se detuvo, giró hacia ella y esperó a que se explicara.
—No sé usar un bláster.
Namir negó con la cabeza e hizo un esfuerzo por no sonreír.
—En dos horas —dijo— te veo en el depósito de armas. Veremos qué podemos hacer.
Luego, continuó su camino sin esperar una respuesta. Tampoco esperaba un «gracias». Él había votado por Roach en Haidoral. Lo menos que podía hacer era tratar de mantenerla con vida.
* * *
El calabozo improvisado del Thunderstrike era un compartimiento hermético secundario, ubicado en la popa de la nave; estaba blindado con el fin de rechazar abordajes y se controlaba por completo desde el puente de mando. Los paneles internos de acceso estaban clausurados con soldadura. La puerta exterior seguía funcionando; en teoría, un prisionero podía ser lanzado al espacio con sólo oprimir un botón, aunque Howl dejó en claro que tal cosa nunca se haría. Namir también había dejado claro —muchos meses antes, ante miembros selectos de la tripulación— que los prisioneros no tenían por qué saber que Howl era así de quisquilloso. La cárcel de la Compañía Twilight era intimidante por naturaleza; ¿por qué no aprovechar esa ventaja?
Namir dudaba que la Gobernadora Chalis se sintiera intimidada, pero guardaba la esperanza de que así fuera.
Sólo el capitán y sus asesores más cercanos podían ver a Chalis, quien permanecía en el compartimiento hermético veintitrés horas al día. De vez en cuando, la gobernadora se reunía en privado con Howl. El director médico Von Geiz le llevaba personalmente a Chalis sus alimentos y le proporcionaba lo que requiriera para sentirse cómoda, o al menos lo que podía conseguir. De esta manera, Howl pudo mantener en secreto la identidad de la prisionera por dos largos días.
Namir no supo cómo se corrió la voz, pero el hecho no lo sorprendió ni lo molestó. La presencia de un prisionero era un misterio demasiado tentador como para que durara mucho. Además, parecía una saludable distracción de las especulaciones constantes acerca de la retirada del Borde Medio: en vez de preguntarse si alguna vez volverían a pisar un planeta, los soldados debatían sobre el significado de la presencia de Chalis. Los reclutas de Haidoral contaban historias acerca de los gustos caprichosos de la gobernadora: cómo convocaba chefs y artistas a su mansión, sólo para echarlos a la calle horas, días o meses después. Los renegados —soldados de la Compañía Twilight que, como Charmer, se entrenaron para ser cadetes imperiales, pero cambiaron de bando tan pronto se vieron armados y libres— recordaban antiguos rumores acerca de una mujer que se secreteaba con los ministros del Emperador y cuyo mayor talento era manipular a sus enemigos para transformarlos en aliados.
Sólo en una ocasión el interés por la compañía de Chalis fue demasiado lejos. Corbo, un hombre bajo y musculoso, con una marca de nacimiento roja que le cubría media cara, logró llegar al compartimiento hermético, asiendo un cuchillo de cocina con ambas manos. Corbo no mostró resistencia cuando un técnico que pasaba por ahí lo instó a retirarse. Namir lo confrontó después en privado.
—¿Alguna razón en especial por la que querías verla?
—Mató a mi felinx —respondió Corbo.
—No sé qué es eso.
Corbo encogió los hombros.
—Mi mascota. No importa. La gobernadora pensó que muchas estaban regresando a su estado salvaje y que le daban mal aspecto a la ciudad.
—¿Eso es lo peor que hizo?
—No —respondió Corbo—, pero es lo que no puedo perdonarle.
Ambos guardaron silencio por un instante.
—No iba a hacerle nada, creo —agregó Corbo—. Sólo quería verla. —Apretó un puño y luego lo relajó—. Me iré de la compañía si eso es lo que usted necesita.
Namir suspiró.
—¿Puedo confiar en que no volverás a hacerlo? —preguntó, y creyó saber cuál sería la respuesta.
«No seas tonto», pensó. «Sólo miénteme».
—No lo sé —respondió Corbo.
Namir maldijo en su mente.
—Voy a poner a un guardia —dijo—. Y le pediré que te mate si ve que te acercas al calabozo. ¿Te parece justo?
—Me parece justo.
—Excelente, porque tengo muchos soldados muertos que reemplazar. Necesito que todos ustedes se entrenen para pelear, no que estén pensando en abandonar la nave.
En lo que concernía a Namir, aquello zanjaba el incidente. Asimismo, se abstuvo de informarle del asunto al capitán.
* * *
Otros no fueron tan discretos.
—No me agrada en absoluto el Consejo Imperial Regente —declaró Gadren a propósito del fallido ataque de Corbo contra Chalis—. Y no soy el único. Pero una mujer despojada de todo poder merece compasión e indiferencia, no rencor.
Namir, Gadren y media docena más estaban reunidos en el Clubhouse, un túnel de servicio estrecho y oscuro ubicado sobre el área de máquinas de la nave, que daba un salto con cada pulsación del sistema de hiperpropulsión. En medio de los tubos metálicos que se elevaban del piso al techo había contenedores acojinados con mantas y una mesa abollada que alguien había robado de algún comedor bombardeado. Namir estaba revisando el inventario de suministros que se levantaba después de cada combate y que podía resumirse en la frase «armas insuficientes». Gadren, Ajax, Brand y Twitch estaban jugando baraja. Roach se encontraba observando cerca de los jugadores, en el sitio favorito de Charmer, pues este permanecía en el área de atención médica. Namir no sabía cómo Roach había dado con el Clubhouse; normalmente, a los nuevos reclutas les tomaba meses obtener una invitación. Le quedaba claro que él no la había invitado.
—Ella ya se echó al bolsillo al capitán —musitó Twitch—. A mí no me parece tan indefensa.
Ajax ignoró a Twitch y miró a Gadren.
—¿O sea que tú no le darías su merecido a nuestra prisionera si tuvieras la oportunidad?
—Ya le disparé una vez —dijo Gadren.
Brand estuvo con el ceño fruncido hasta que todos tomaron de la baraja. Roach había dejado de ver las cartas y ahora miraba los dedos de sus manos, que entrelazaba y luego separaba con movimientos rápidos y torpes.
Ajax miró a Roach y sonrió maliciosamente.
—Tal vez nuestra novata piense que ella debería tener una oportunidad. Después de todo, la prisionera gobernaba su país.
Ajax se había unido a la Compañía Twilight cuando el Treinta y Dos de Infantería de la Rebelión fue aniquilado. Había sido uno de los cinco sobrevivientes de los cuatrocientos que formaban la compañía; todavía portaba orgullosamente la insignia de los Matones Sangrantes del Treinta y Dos. Era un tipo insoportable, así como un granadero con mejor puntería que la mayoría de los francotiradores. Namir sólo lo toleraba en pequeñas dosis.
Roach seguía contemplando sus dedos. Gadren le habló a Ajax pero con la mirada clavada en la chica.
—La novata sabe que no está sola. Todos tenemos cicatrices, y las sobrellevamos juntos.
Roach apretó sus manos entrelazadas hasta que su piel rosada se tornó blanca. Finalmente miró a Gadren a los ojos.
—¿Tú tienes cicatrices? —preguntó ella.
Twitch tiró una carta que fue recibida con muecas de desagrado por parte de los demás jugadores. Gadren continuó hablando mientras barajaba las cartas. Su voz era serena, natural, como si hubiese respondido esa pregunta miles de veces.
—El Imperio se llevó a mis familiares —dijo— y los vendió como esclavos a un clan de los Hutt.
Roach maldijo en voz baja.
Brand miró sus cartas, como para no inmiscuirse en aquella conversación íntima.
—Si no hubiera hallado a la Compañía Twilight —dijo Gadren, encogiendo los hombros—, habría muerto hace mucho tiempo. Es bueno hablar de los agravios que hemos sufrido y de nuestro dolor, cuando enfrentamos a un enemigo tan oscuro. El Imperio es una fuerza sin precedentes, dispuesta a poner fin a la historia misma. Nadie debe enfrentarla solo.
Ajax miró el reparto, lanzó un crédito y sonrió.
—Es la historia más corta que le he escuchado contar a un besalisk. Bien por ti, Gadren.
El primer impulso de Namir fue lanzarle el datapad a Ajax, pero, como aún no terminaba de revisar el inventario, prefirió decir en voz alta, sin alzar la vista:
—En primer lugar, no seas pesado; en segundo, él es corelliano, no besalisk. Si vas a insultarlo, hazlo bien.
Ajax empezó a carcajearse. Namir no entendió por qué, sino hasta que vio a Gadren sonriendo también. Incluso Roach y Brand daban la impresión de estar conteniendo la risa. Twitch no apartó la vista de sus cartas.
—Corellia es un planeta humano —dijo Gadren pacientemente—, y yo viví ahí durante mucho tiempo. Lo considero mi hogar. Pero pertenezco a la especie besalisk.
Ajax le dio una palmadita a la mano izquierda de Roach.
—Nuestro sargento... —dijo a la chica en un susurro burlón— no es tan educado y culto como nosotros.
Namir maldijo a Ajax con una voz fría y forzada. Los otros rieron, y el sargento no quiso que aquella humillación pasara a más. Darle más vueltas sólo empeoraría las cosas.
Los jugadores reanudaron su partida. Twitch ganó la siguiente ronda, tal como todos esperaban. Roach parecía estar debatiéndose con algo: miraba alternadamente a Gadren y a los otros, abriendo la boca de cuando en cuando, como si quisiera decir algo. Brand fue la única de los jugadores que se daba cuenta, pero se mantuvo en silencio, como siempre.
—Seis meses —dijo Roach finalmente—, en un centro de detención imperial.
Todos voltearon a verla, perplejos. Ella se encogió de hombros.
—Es mi resentimiento —explicó.
Gadren palmeó bruscamente la espalda de Roach. Twitch alzó una ceja inquisitivamente, pero se abstuvo de pedirle más detalles a Roach.
Ajax sonrió.
—Parece que es la hora de contar historias. —Agarró la baraja que tenía Gadren y empezó a repartir—. El ganador de esta ronda elige quién sigue.
Namir observó detenidamente a Ajax pero no pudo determinar si estaba haciendo trampa. Lo único que supo fue que, dos minutos después, este guiñó un ojo al reclamar la victoria y señaló a Brand.
Brand lo tomó con calma.
—No estoy aquí porque tenga algún resentimiento —dijo.
Ajax la presionó.
—¿Entonces por qué?
—Quería cobrar una recompensa por atrapar al capitán —dijo Brand.
Gadren negó con la cabeza. Namir comprendió que ya conocía aquella historia. Todos se habían concentrado de repente en Brand.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Roach.
—Cambié de opinión —respondió Brand—. Va tu historia, Ajax.
Ajax estaba impaciente por contarla; Namir decidió retirarse aprovechando que los demás estaban ocupados. No quería volver a escuchar la historia de Ajax y sus amantes, ni las aventuras que todos ellos habían corrido en su expedición de caza. Además, no quería estar ahí para cuando le llegara el turno de hablar. No estaba de humor para discutir ni estaba de humor para mentir.
Por el estrecho túnel, subió una escalera que llevaba a la popa, donde estaban los alojamientos para la tripulación. Se detuvo al llegar a la parte más alta, cerró los ojos y se recargó contra la suave curva de la pared. Le alegraba que Roach estuviera encontrando su lugar en la compañía. Le alegraba que la gobernadora Chalis distrajera los rumores acerca de su perdición inminente. Él también necesitaba un descanso.
O necesitaba volver al combate.
* * *
Cuando iba a mitad del camino hacia los barracones, Namir se dio cuenta de que Brand caminaba a su lado. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí ni en qué parte del trayecto lo había alcanzado. Ni siquiera podía precisar el momento exacto en que había notado su presencia; ella se apareció sigilosamente en la conciencia de Namir igual que las estrellas en el cielo nocturno.
Cuando él volteó hacia ella, Brand habló con toda naturalidad, como si hubieran estado platicando durante horas.
—¿Cómo crees que les vaya?
A Namir le costó trabajo comprender el sentido de aquellas palabras.
—¿A los nuevos reclutas?
Brand asintió con la cabeza.
—Roach está esforzándose. Los otros no tienen ni idea de lo que es luchar en un pelotón, pero saben disparar y seguir órdenes. Hemos tenido peores.
—¿Les diste la plática del molino de carne?
—Me pareció que ya no venía al caso. Nos vieron en Haidoral; saben que esta vida es todo menos glamurosa.
Brand contrajo las comisuras de sus labios.
—Pero no saben que el alto mando nos envía constantemente a misiones suicidas.
—Howl nos envía a misiones suicidas.
—Howl nos mantiene con vida.
—Sí, también eso.
Brand resopló.
—¿No crees que a veces eres demasiado duro con él?
Namir miró hacia el corredor. Había muchas cosas que no le gustaría que le escucharan decir acerca de Howl, especialmente los reclutas.
—Howl es un genio —dijo—. Tú ganaste esa discusión en Blacktar Cyst. Sólo me gustaría que no estuviera tan loco como un adicto al brillestim, interpretando presagios rodeado de porquería.
Caminaron lado a lado y en silencio, hasta que la puerta del barracón de Namir quedó a la vista.
—Ya sabes que las cosas van a empeorar con ella a bordo, ¿verdad? —dijo Brand.
—¿Con Roach? —preguntó Namir.
—No vayas a hacer una tontería.
Namir observó el rostro de Brand e intentó interpretar su expresión. Como siempre, era como un libro cerrado.
—¿Sabes algo? ¿Sabes qué se trae el capitán con Chalis?
Brand se dio la vuelta y empezó a alejarse antes de responder.
—No sé nada —dijo—. Pero, a veces, mis suposiciones resultan correctas.
* * *
El ataque se produjo tres días después, a la mitad del turno de la noche. Namir saltó de su litera, gruñendo de cansancio y frustración al oír la sirena de la nave, pero al cabo de treinta segundos ya tenía la camisa y las botas puestas. Sus compañeros de dormitorio también batallaban para vestirse. Roja le preguntó a Namir si sabía qué estaba pasando.
—¿Es broma? —dijo Namir. Estaba demasiado cansado como para decir algo más.
El primer estruendo y el subsecuente eco del metal desgarrándose dejaron claro que el Thunderstrike había entrado en combate. Los corredores de la nave estaban llenos de soldados de la compañía que corrían a refugiarse, mientras la tripulación se apresuraba a llegar a sus puestos de combate. Si el enemigo no había enviado un destacamento de abordaje, la infantería no tenía nada que hacer en un enfrentamiento entre naves espaciales; lo mejor que podían hacer los pelotones de tierra de la Compañía Twilight era no estorbar y mantenerse alejados del casco. Por su parte, la tripulación del puente, los técnicos y el personal de armamento, así como la nave de combate Apailana’s Promise —si es que no había sido destruida en un ataque sorpresa—, intentarían mantener a todos con vida.
Namir reconoció la energía y el empeño de los miembros de la tripulación aunque sintió desprecio por cada uno de ellos. Claro que no tenían la culpa, pero no había nada peor que sentirse estúpido e inútil durante un combate.
El refugio que le correspondía a Namir era el comedor. A su llegada encontró a los soldados de la Compañía Twilight apretujados unos contra otros. El recinto apestaba a sudor. Alguien que estaba cerca de la entrada lo llamó por su nombre y lo llamó con un ademán de la mano. Era el Sargento Fektrin, que tenía una mano ahuecada sobre un oído, mientras con la otra sostenía y manipulaba su comunicador.
Namir se acercó a él, abriéndose paso a empujones. Cuando Fektrin terminó de hablar por su comunicador se escuchó otro estruendo.
—Todos los grupos ya se reportaron —dijo Fektrin—. Faltan algunos soldados, pero suponemos que sólo están rezagados.
—Tomen sus nombres cuando aparezcan, repórtenme a todos los novatos —dijo Namir—. ¿Sabemos quiénes son los atacantes?
—Algo más grande que una nave pirata y más pequeño que un destructor estelar.
La cubierta se sacudió y derribó a varios soldados, que cayeron sobre sus compañeros. Namir luchaba por mantenerse de pie, mientras Fektrin ahuecaba de nuevo su mano y gritaba:
—Sección diez. Probable fisura en el casco.
Namir maldijo en un acto reflejo. Que hubiera daños de tal magnitud en tan poco tiempo no era nada bueno. Pero la diez no era una sección primaria, no había mucho ahí aparte de…
Maldijo de nuevo.
—¿Y el calabozo? ¿Está intacto?
Fektrin parecía confuso, pero luego hizo una mueca al entender la preocupación de Namir.
—El guardia no ha reportado nada, pero tal vez los comunicadores no funcionen o…
Namir ya iba de salida del comedor.
Sabía que lo más probable era que la prisionera estuviera segura en el compartimiento hermético. Quizás incluso ya la habían reubicado. Pero al menos había encontrado una excusa para hacer algo aparte de sentarse a esperar, y quiso aprovecharla.
Cuando estuvo cerca de la sección diez encontró una puerta blindada. Alguien había acordonado el área. Revisó las lecturas del panel, vio que todavía había soporte vital más allá de la barricada y decidió jugársela. El compartimiento hermético estaba a menos de cincuenta metros. ¿Qué tan arriesgado podía ser?
Namir tecleó un código. Cuando la puerta se abrió, de manera similar a un iris, sintió en la cara una exhalación de calor. El corredor aullaba como una tormenta. Los conductos de aire y algunos tubos fracturados escupían llamas de color naranja que iban a estrellarse al techo, provocando que los paneles metálicos se retorcieran y crujieran. Namir dio un traspié, y luego cayó al suelo cuando la nave volvió a sacudirse.
Maldijo otra vez y deseó haber llevado su casco.
Se levantó la camisa hasta taparse la cara y envolvió las manos en las mangas. En teoría, la tela era resistente al fuego; en el campo de batalla había visto aquellas prendas para combate pegarse a la piel de los soldados sin prenderse en llamas. No es que fuera la situación más cómoda del mundo, pero sí daba fe de la resistencia de las prendas. Se detuvo a evaluar la temperatura del fuego. «¿Se estará alimentando de las sustancias químicas de las tuberías?». Pero luego desechó la pregunta. Ni aún sabiendo la respuesta, habría tenido la capacidad de hacer algo para solucionar el problema.
Namir resistió el impulso de avanzar corriendo. No podía arriesgarse a tropezar ni a caer si la nave recibía otro impacto, así que avanzó a paso moderado, con las rodillas flexionadas para mejorar su equilibrio. El calor era abrasador, pero al cabo de un rato el nivel del dolor se estancó: el tormento hacía estragos en su piel, pero no aumentaba ni disminuía. Así que no percibió ninguna diferencia cuando atravesó una cortina de llamas ni cuando la dejó atrás.
Finalmente, llegó al compartimiento hermético, que estaba cerrado. Al pie de la puerta yacía la guardia encargada de vigilarlo; parecía como si una de las sacudidas la hubiera azotado contra la puerta, dejándola inconsciente. Namir no supo si la mujer seguía respirando, pero las llamas no la habían alcanzado. Al asomarse por una ventanilla vio que la gobernadora seguía dentro, sentada con las piernas cruzadas, en el extremo más alejado del recinto.
Namir se rio de repente. No tenía idea de si estaba autorizado para abrir el compartimiento, de si sus códigos abrirían la puerta.
Probablemente moriría quemado por nada.
Al menos no estaba sentado esperando en el comedor.
Se volvió a acomodar la camisa y tecleó su código de acceso en la cerradura. El mecanismo de la puerta crujió y se removió.
«Supongo que el capitán tiene algo de fe en mí», pensó.
El interior del compartimiento estaba amueblado con todo lo que los almacenes del Thunderstrike podían ofrecer, aunque eso no era mucho más que un baúl, un catre, una bandeja manchada para los alimentos y un sanitario portátil. Varios datapad estaban apilados sobre el catre. Frente a la gobernadora flotaba un droide holográfico miniatura, proyectando una red azul de esferas y líneas. Las manos de Chalis se movían a través de la imagen, extendiendo y rotando las líneas, remodelando la red con la precisión de una experta.
Para cuando la puerta terminó de abrirse, Chalis ya estaba de pie y la red había desaparecido.
—Veo que no quisiste dejar que me sofocara —dijo.
Namir se arrodilló y revisó el cuerpo de la guardia, mientras el aire fresco del compartimiento lo envolvía. Seguía con vida. Reconoció su rostro, pero no pudo recordar su nombre; era de los reclutas que la compañía había alistado en Thession.
Namir deslizó las manos bajo los brazos de la mujer y la levantó unos centímetros del suelo. Él quiso gritar al sentir el roce en sus manos quemadas, pero en vez de eso apretó los dientes y logró preguntar:
—¿En verdad crees que la sofocación era tu mayor problema?
Chalis sonrió y avanzó altivamente, pero se detuvo e hizo una mueca al sentir el calor proveniente del corredor. Namir sintió una sombría satisfacción al ver cómo la gobernadora se paraba en seco.
—El sistema de circulación de aire no funciona —dijo Chalis—, así es que sí, esa era mi prioridad. Yo estaba a salvo del fuego, hasta que abriste la puerta.
Namir gruñó y arrastró a la guardia hacia el compartimiento, mientras Chalis contemplaba la puerta.
—¿Podemos salir corriendo? —preguntó. Su voz había bajado una octava y todo rastro de burla había desaparecido.
—Yo tal vez podría. —Namir dejó a la guardia en el piso. Intentaba recuperar el aliento e ignorar el dolor que se adhería a su piel como si fuera lodo—. Mi ropa me protege. Pero tú te rostizarías viva.
Chalis cerró los ojos y bajó la cabeza. Luego la alzó de súbito y miró a Namir.
—Entonces abriremos la puerta exterior del compartimiento. Haremos un vacío. Y cuando todo el oxígeno se haya escapado y las llamas se hayan extinguido en esta sección, la cerraremos y estaremos a salvo.
Namir tardó unos instantes en procesar la sugerencia. Luego rio roncamente, al tiempo que retrocedía hacia la puerta.
—Al parecer ya lo resolviste todo—. Retrocedió por el corredor hasta dar un golpe en el panel de control, y luego, agachándose, regresó al compartimiento hermético.
La puerta interior se cerró con un zumbido. Chalis lo fulminó con la mirada y le habló en tono áspero.
—¿Qué estás haciendo?
Namir señaló a la guardia con la punta de una bota, al tiempo que la puerta se cerraba haciendo un sonido metálico.
—No podemos abrir y dejar expuesta esta sección al espacio; ella no está en condiciones de sujetarse.
El rostro de Chalis pareció contraerse. Namir estaba seguro de que se encontraba a punto de gritar, de tener un arranque de cólera. Se preguntó si tendría que defenderse de ella.
Pero Chalis simplemente dijo con resignación:
—Así que nos encierras aquí adentro.
—Nos encierro aquí adentro —confirmó Namir—, confiando en que todo saldrá bien.
* * *
Namir perdió la noción del tiempo dentro del compartimiento hermético. El oxígeno le ardía en la piel quemada. Sentía que la cabeza le palpitaba, que cada latido de su corazón se amplificaba dentro de su cráneo. Trató de contar el número de bombazos que recibía el Thunderstrike, pero incluso eso resultó difícil porque no podía diferenciar entre los impactos nuevos y las secuelas de los anteriores.
Chalis se sentó frente a él:
—¿Sabes algo? Esta es la segunda vez que vienes a mi rescate.
—Siéntete agradecida —dijo Namir— y guarda silencio.
—No has hecho ningún mérito —replicó Chalis, con voz monótona—. La primera vez creíste que era otra persona, y luego me disparaste. Ahora no estoy mejor que antes de que llegaras. De hecho, estoy peor, porque ahora somos tres los que consumimos el poco aire que queda. —Miró de reojo a la guardia, que seguía inconsciente.
Namir emitió un siseo al exhalar. El oxígeno se agotaba y el aire olía a humo. Estaba dispuesto a fulminar a Chalis con la mirada, a ignorar su propia visión borrosa y a ponerla en su lugar.
Mientras él se erguía, ella sonrió con amargura, como una mujer satisfecha con su propio humor negro. No era una mujer digna de salvar, pero tampoco una que pareciera temerle a la muerte.
Namir vio cómo el pecho de la guardia ascendía y descendía lentamente.
—Tal vez tú no estés mejor, pero ella sí —dijo.
La gobernadora se encogió de hombros, como si no entendiera qué tanto podía importar eso.
Namir cerró los ojos y se recargó contra una mampara.
—¿Alguna idea de quién nos atacó? Tú eres la experta…
Un estruendo en la parte inferior de la nave precedió una sacudida del puente. Namir salió volando un metro por encima del suelo, y no pudo contener un gemido cuando cayó violentamente sobre su coxis. Chalis no gritó, y Namir no se molestó en abrir los ojos para ver cómo estaba.
Ella esperó para contestar hasta que la nave se estabilizó.
—Yo diría que mis antiguos colegas han venido por mí —dijo con cierta tensión en la voz—. No podrían permitir que los secretos imperiales cayeran en manos de los rebeldes. No podrían permitirse otro Tseebo u otro incidente como el de la Estrella de la Muerte. Darth Vader ya debe de estar buscándome. No puedo asegurar que la nave que está allá afuera sea la suya, pero, si no lo es, quizás nos perdonen la vida para que él pueda matarme personalmente.
Namir resopló.
—¿Por qué todos le temen tanto a Vader? —preguntó—. No puede ser por el casco. Los stormtroopers también tienen uno.
Chalis respondió con una voz que denotaba curiosidad.
—La mayoría de los rebeldes palidecen cuando escuchan su nombre —dijo—. Puede que lo hayan mitificado; como sea, se ha ganado su reputación a pulso. Podría contarte sobre las matanzas de niños que ha llevado a cabo, de los genocidios en Dhen-Moh…
—Evítamelo —dijo Namir—. Ese es mi último deseo. Evítame escuchar los relatos sobre los terroríficos triunfos del gran Lord Vader sobre la Rebelión.
Namir se arrepintió de haber usado un tono burlón al pronunciar la palabra «Rebelión». Abrió los ojos apenas lo suficiente para asegurarse de que la guardia seguía inconsciente. Chalis lo miraba con atención.
—No te consideras uno de ellos, ¿verdad?
Namir cerró los ojos de nuevo e hizo una seña obscena en dirección a Chalis. Había aprendido el gesto de la extinta técnica de comunicación en la compañía mucho tiempo atrás, pero no estaba seguro de qué tan conocido era. Sin embargo, a juzgar por la risa de Chalis, ella había comprendido su significado.
Los dos se mantuvieron en silencio. Al cabo de un rato, Namir se dio cuenta de que las vibraciones del puente habían cesado. Aparentemente, la batalla había llegado a su fin. Lo mejor era que el dolor que le producían las quemaduras se había reducido a unas punzadas leves, aunque constantes. Esto probablemente era señal de que había entrado en shock, pero no estaba en condiciones de preocuparse.
Namir sabía que estaba perdiendo y recuperando la consciencia alternadamente. Cuando escuchó el silbido de los ductos de ventilación, que volvían a funcionar, dejó de resistirse a la atracción que la oscuridad ejercía sobre él. Su último pensamiento fue acerca de la guardia, la nueva recluta de Thession.
«Se llama Maediyu. Y nunca hacía caso durante los entrenamientos».
Namir deseó que la guardia sobreviviera.
* * *
Durante su periodo de servicio en la Compañía Twilight, Namir había pasado una buena cantidad de tiempo en la enfermería. Se había fracturado huesos, había recibido disparos de bláster y se le habían incrustado fragmentos de bombas en la piel. Por lo que vio, los médicos de la compañía ofrecían dos tipos de tratamiento:
El primero consistía en poner al paciente en un estado de beatífica inconsciencia, sumergido en un tanque de líquido bacta. El tanque era un refugio contra el dolor y las carencias, un hogar acogedor durante las horas o días que los médicos consideraran necesario o, en circunstancias menos favorables, hasta que durara el suministro de bacta. El paciente flotaba en una sustancia viscosa de salud pura hasta que recuperaba gradualmente la consciencia. Los dolores que se presentaban en los días siguientes siempre parecían peores, debido a la privación del placentero bacta, pero pronto pasaban.
En el segundo tipo de tratamiento, el paciente permanecía acostado en un catre duro que apestaba a líquido de limpieza, temblando a causa del aire frío de la ventilación, siguiendo un ciclo irregular de sueño y vigilia. Durante sus momentos de mediana lucidez, se veía acosado por visiones de médicos empapados de sangre que hacían sus rondas y aplicaban inyecciones o bálsamos. Al dormir, sufría sueños febriles sin secuencia narrativa ni lógica: series interminables de imágenes, rostros conocidos y desconocidos, combinados con sentimientos inexplicables de terror y aislamiento, como si el sujeto estuviera solo en un mundo en el que todos los objetos que alguna vez le resultaron familiares ocultaran algún horror.
El tratamiento de las quemaduras de Namir correspondió al segundo tipo. Horas después de que había sido trasladado al área de atención médica, durante un odioso momento de lucidez, vio que a Maediyu la habían colocado en un tanque de bacta. «Suertuda», pensó.
Namir se puso en pie al cabo de dos días. Sus brazos cicatrizados le dolían, pero en general su cuerpo se había recuperado. Von Geiz le sugirió que descansara un par de días más, cosa que Namir hizo, dado que no había señales de que a la Compañía Twilight le fueran a asignar alguna nueva misión.
El ataque en contra del Thunderstrike había sido, aparentemente, casual; un encuentro fortuito con un pelotón imperial de reconocimiento, el cual produjo la muerte de tres tripulantes del Apailana’s Promise, media docena de heridos en el Thunderstrike y daños menores en ambas naves. Nada indicaba que los atacantes estuvieran buscando a la gobernadora Chalis, a quien habían encontrado ilesa en el compartimiento hermético, en compañía de Namir y Maediyu. La mujer había sido muy afortunada.
Un día después de que Namir fuera dado de alta, cuando hubo revisado los últimos reportes y reunido el valor necesario, concertó una cita con Howl. Encontró al capitán en el despacho que estaba cerca del centro de operaciones, caminando de un lado a otro entre pantallas verticales y una mesa holográfica; esta proyectaba imágenes topográficas de un planeta donde abundaban las vías pluviales y las selvas. Howl hablaba en voz baja para sí y golpeteaba el aire con una mano, como marcando el ritmo de sus palabras.
El capitán Micha Evon era un hombre alto, de piel morena y cabello entrecano que se enmarañaba con su cerrada barba. Namir sabía poco acerca de su pasado y le costaba trabajo imaginar su vida previa a Twilight; él había fundado la compañía (según le contaron a Namir) y resultaba inconcebible que alguna vez la dejara. Rara vez salía de su madriguera; las tropas dejaban de verlo por días enteros, durante los cuales los oficiales superiores transmitían sus órdenes.
Namir tenía la certeza de que Howling Mad Evon era el hombre más inteligente con quien había peleado. También creía que Howl era responsable de la muerte de decenas de sus amigos —muertes que pudieron evitarse— y que el capitán sería capaz de sacrificarlo sin miramientos si con ello obtenía alguna victoria para la Alianza Rebelde.
Howl se rio de algo, mientras Namir esperaba, en el quicio de la puerta, a que lo reconociera. Cuando finalmente el capitán le indicó con un gesto que se acercara, miró a Namir de arriba a abajo con gran intensidad, casi con fiereza.
—Sargento —dijo—. ¿Qué sabe del monte Arakeirkos?
—No estoy familiarizado con él —respondió Namir, mientras Howl señalaba distraídamente una silla. Namir caminó hacia ella, pero no se sentó.
—Yo tampoco —dijo Howl—. Pero en la cima hay un reloj engastado en la roca, construido por los monjes arakein hace casi dos mil años estándar. Dice la leyenda que, a quien mire la oscilación del péndulo durante un día entero, se le revelará la duración del universo.
—Había empezado a caminar de nuevo mientras hablaba, puntualizando sus palabras con pequeños gestos; finalmente, miró de nuevo a Namir. Y este negó con la cabeza.
—Te creo. Las órdenes religiosas no son lo mío.
Las conversaciones en privado con Howl eran como la exhumación de un cadáver: tenías que cavar y cavar, y al final lo que hallabas no era agradable. Pero Namir había aprendido que, cuando el capitán tenía una idea en la cabeza, era inútil tratar de apremiarlo.
—El tiempo no es un tema exclusivo de los filósofos —dijo Howl, como corrigiendo el error de un niño—. Vivimos en un artefacto que vuela gracias a energía; esto rompe la ley de causa y efecto, del principio y el fin… El hiperespacio es un misterio más profundo que los dioses y los demonios. —Howl se dejó caer en una silla frente a Namir, extendió las manos y agachó la cabeza—. Y, sin embargo, utilizamos la energía para la guerra... —dijo—. Y aquí estamos. Dime qué te preocupa.
—La gobernadora Chalis —dijo Namir—. ¿Fue ella la causa de que nos atacaran?
Lo que quedaba de la efervescencia de Howl desapareció como consumido por una llamarada.
—No lo sabemos. Chalis asegura que sí, pero su opinión no es imparcial.
—Quiere convencernos de que es valiosa para el Imperio con el fin de pedirnos más a cambio de su ayuda. Eso me queda claro —dijo Namir—. Pero tú has hablado con ella. ¿Crees que diga la verdad?
—Es posible.
—Porque, si es así… —insistió Namir. Se daba cuenta de que estaba pasándose de la raya; él era sargento primero, no el estratega del capitán ni el segundo al mando. Su trabajo era ejecutar órdenes, no cuestionarlas—, es como si la compañía tuviera un blanco colgado en la espalda. Podrían ocurrir cosas peores.
—Vader —dijo Howl—. Chalis también me lo dijo.
Namir encogió los hombros.
—Vader o cualquier otro. No importa quién venga si tienen el respaldo de una flota. Lo más conveniente para nosotros sería deshacernos de ella.
Howl negó con la cabeza y golpeteó sobre la mesa holográfica con un ritmo largo y lento.
—No puedo —dijo—. Nosotros la encontramos y es nuestra responsabilidad.
—Entrégala a otra compañía. Alguien de la Rebelión debe de estar equipado para esto.
—¿Equipado para qué? —preguntó Howl, sin rastro de impaciencia—. Ni siquiera sabemos qué es lo que tenemos. Además, todavía estamos tratando de salir del territorio imperial, que está a diez mil años luz de la seguridad. No hay nadie cerca que pueda vigilarla o protegerla mejor que nosotros. Y no estoy en posición de tomar alguna medida drástica.
Namir observó detenidamente a su capitán. No dudaba que Howl era capaz de mentirle; un buen comandante engañaba con frecuencia a sus tropas. Sin embargo, sus argumentos le parecieron convincentes.
El problema era que no estaban completos.
—Crees que es una trampa —dijo Namir; era una suposición—. Ella es una doble agente o alguien la está manipulando.
—Es una posibilidad —dijo Howl.
—Y crees saber cómo descubrirlo —dijo Namir.
Howl sonrió, pero no respondió. Se puso de pie, dio unos cuantos pasos, miró hacia la puerta del despacho y alzó una mano como pidiendo silencio.
—La Alianza Rebelde está desmoronándose —dijo—. Las cosas siguen tan mal como estaban cuando…, bueno, desde antes de que llegaras. Si el Imperio gana, su triunfo será definitivo. Necesitamos algo que nos dé una ventaja; puede que ella sea un arma. Voy a probar esta arma. Si corta, la afilaré. Ya estamos trabajando en eso. Chalis prometió elaborar un mapa holográfico de la red logística del Imperio, en el que detallaría todas sus fortalezas y debilidades. Si es capaz de hacerlo, esa información puede cambiar el curso de la guerra. Pero primero debemos comprobar que podemos confiar en ella.
Namir asintió lentamente con la cabeza.
—Entonces, ¿cuál es nuestra siguiente misión? —preguntó—. ¿Qué te dijo durante su primer encuentro?
Howl no respondió. Se concretó a abrir la puerta que daba al corredor y sonrió tristemente a Namir.
La reunión había terminado.