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CAPÍTULO 2

PLANETA HAIDORAL PRIME

Día ochenta y cuatro de la retirada del Borde Medio

Nueve años después

Desde el cielo resplandeciente, la lluvia caía sobre Haidoral Prime como una cortina de agua tibia. Olía a vinagre. Se adhería a las curvas de los edificios modulares industriales y a las calles cubiertas de basura, y cubría la piel como una capa de sudor acre. Después de treinta horas estándar, había dejado de ser una novedad para los soldados de la Compañía Twilight.

Tres figuras caminaban lentamente sobre una avenida desierta, bajo un toldo rasgado que chorreaba agua. El hombre delgado y menudo que lideraba al grupo vestía un uniforme gris y desteñido y una armadura que era una mezcolanza de partes sueltas, estarcidas toscamente con el starbird, símbolo de la Alianza Rebelde. Su cabello, oscuro y apelmazado, chorreaba bajo su casco con visor, dejando caer hilos de lluvia que se arrastraban sobre su rostro broncíneo.

Se hacía llamar Hazram Namir, aunque en el pasado había usado otros nombres. Maldijo en silencio a los combates urbanos, a Haidoral Prime y a cualesquiera que fueran las leyes de la ciencia atmosférica que estuvieran provocando la lluvia. Pensó en la posibilidad de dormir, pero la idea se estrelló contra un muro de obstinación. Señaló con su rifle, más grueso que su brazo, hacia la siguiente intersección y aceleró el paso.

Provenientes de aquel punto, se escucharon varias descargas de bláster, seguidas de gritos y silencio.

La figura más cercana a Namir, un hombre alto, de pelo cano y cara arrugada por las cicatrices, cruzó la calle dando saltos hasta colocarse en el extremo opuesto. La tercera figura, enorme y que usaba una lona a manera de capa con capucha, permaneció detrás.

El hombre de las cicatrices hizo una señal con la mano. Namir dio vuelta en la esquina y se internó en la calle de la intersección. A unos diez metros de distancia, sobre la avenida, yacían los cadáveres empapados de varios humanos. Vestían impermeables hechos jirones, prendas ligeras y sandalias; no llevaban armas. Civiles.

«Es una pena», pensó Namir, «pero no es una mala señal». El Imperio no mataba civiles cuando tenía todo bajo control.

—Charmer, ¿echas un vistazo? —Namir señaló los cuerpos. El hombre de las cicatrices avanzó dando zancadas, al tiempo que Namir manipulaba su comunicador—. Sector asegurado —dijo—. ¿Qué sigue?

La respuesta llegó a los audífonos de Namir en medio de la siseante estática. Era algo acerca de operaciones de limpieza. Namir lamentó la falta de un técnico en comunicaciones en su equipo. La última técnica en comunicaciones de la Compañía Twilight había sido una ebria y una misántropa, pero hacía maravillas con los transmisores y solía escribir poesías obscenas con Namir durante las largas noches de aburrimiento. Ella y su estúpido droide habían muerto en el bombardeo de Asyrphus.

—¿Cómo dijo? —preguntó Namir—. ¿Estamos listos para cargar?

Esta vez la respuesta se escuchó con claridad.

—Los equipos de apoyo están empacando alimentos y equipo —dijo la voz—. Si tienes sobrantes de equipo médico, nos vendrían bien en el Thunderstrike. De otra manera, diríjanse al punto de encuentro. Sólo faltan unas pocas horas para que lleguen los refuerzos.

—Diles a los equipos de apoyo que esta vez lleven artículos de higiene personal —dijo Namir—. Quienquiera que diga que son un lujo debería oler los cuarteles.

Se escuchó otro estallido de estática y probablemente una risa.

—Se lo diré. Cuídense.

Charmer estaba terminando su revisión de los cuerpos, buscando su pulso o sus identificaciones. Finalmente se levantó, meneando la cabeza en silencio.

—Atrocidad. —La figura descomunal que se cubría con la lona finalmente se había acercado. Tenía una voz profunda y resonante. Dos manos gruesas de cuatro dedos sujetaban la lona alrededor de sus hombros, mientras que con otro par de manos cargaba un enorme cañón bláster a la altura de la cintura—. ¿Cómo alguien nacido de carne es capaz de hacer esto?

Charmer se mordió los labios. Namir encogió los hombros.

—Hasta donde sabemos, podrían haber sido droides de combate.

—Improbable —dijo la figura descomunal—. Aunque así fuera, la responsabilidad sería de la gobernadora. —Se arrodilló al lado de uno de los cadáveres y estiró el brazo para cerrarle los párpados. Sus manos eran tan grandes como la cabeza del hombre.

—Vamos, Gadren —dijo Namir—. Ya habrá quien los encuentre.

Gadren permaneció de rodillas. Charmer iba a decir algo, pero se contuvo. Namir se preguntó si debía insistir, o hasta qué punto.

En ese instante explotó la pared que estaba a su lado, así que dejó de preocuparse por Gadren.

Fragmentos de metal y material aislante, grasa y fuego bombardearon su espalda. De repente, no podía oír ni comprendía cómo había terminado a la mitad de la avenida, entre los cadáveres, con una de sus piernas doblada bajo su cuerpo. Tenía algo viscoso adherido a su barbilla y el visor de su casco estaba roto; conservaba la consciencia suficiente para saber que había tenido suerte de no perder un ojo.

Sintió que se movía de nuevo. Estaba erguido y unas manos —las de Charmer— lo tenían agarrado de los costados, jalándolo hacia atrás. Profirió las maldiciones típicas de su planeta natal, cuando una tormenta de rayos de partículas relumbró entre el fuego y los escombros. Para cuando logró soltarse de Charmer y ponerse trabajosamente de pie, ya había localizado el origen de los rayos.

Cuatro stormtroopers imperiales salían de un callejón que desembocaba en la avenida. Su armadura, pálida como la muerte, brillaba bajo la lluvia, y los visores negros de sus cascos se abrían como pozos. Sus armas relucían, acicaladas y aceitadas, como si el pelotón hubiera salido completamente formado de un molde.

Namir se obligó a despegar la vista del enemigo y notó que estaba de espaldas a una tienda con una vitrina llena de pantallas de video. Alzó su rifle bláster, le disparó a la vitrina y entró a gatas en la tienda, entre los fragmentos de vidrio.

Charmer lo siguió. No podrían refugiarse ahí por mucho tiempo, especialmente si los soldados disparaban otro misil, pero tendrían que conformarse.

—¡Busca una manera de subir! —gritó Namir. Su voz sonaba distante y metálica. No escuchó la tormenta de disparos bláster—. Yo te cubro. —Sin voltear a ver si Charmer había seguido las instrucciones, se dejó caer al piso, al tiempo que los soldados apuntaban hacia la tienda.

Tampoco veía dónde estaba Gadren. Aún así, le ordenó al alienígena que se pusiera en posición, esperando que siguiera vivo y que los comunicadores siguieran funcionando. Se acomodó el rifle bajo la barbilla, disparó dos veces hacia donde estaban los soldados y tuvo como recompensa un momento de paz.

—¡Brand, te necesito aquí, ya! —gritó por el comunicador.

Si alguien respondió, él no pudo escucharlo.

Entonces, miró al stormtrooper que llevaba el lanzamisiles. Estaba recargándolo, lo cual significaba que Namir tenía medio minuto como máximo antes de que la tienda se derrumbara sobre él. Hizo unos pocos disparos y vio cómo otro de los soldados caía al suelo, aunque dudaba que él le hubiera dado. Supuso que, después de todo, Charmer había encontrado una ubicación con una perspectiva ventajosa.

Quedaban tres stormtroopers. Uno estaba alejándose del callejón, mientras el otro permaneció con el artillero para protegerlo. Namir le disparó al que avanzaba por la calle y vio cómo se patinaba y caía al suelo, sobre una de sus rodillas. Entonces sonrió lúgubremente. Sentía cierta satisfacción al ver a un soldado entrenado hacer el ridículo. La gente de Namir lo hacía con bastante frecuencia.

Unos movimientos bruscos llamaron la atención de Namir hacia el artillero. Gadren estaba detrás del soldado, sujetándolo; de pronto, lo sostuvo en lo alto con sus dos pares de brazos. El soldado manoteaba y el lanzamisiles había caído al suelo. Parecía que la armadura blanca se arrugaba entre las manos del alienígena. La capucha improvisada de Gadren se voló hacia atrás y dejó a la vista su cabeza: una masa café y bulbosa con una enorme boca y coronada por una oscura cresta de hueso; era una especie de ídolo anfibio de pesadilla.

El otro soldado que había permanecido en el callejón se enfrentó a Gadren, quien lo derribó prontamente utilizando el cuerpo de su compañero, para luego aplastarlos a los dos, rugiendo de ira o de aflicción.

Namir confiaba en Gadren tanto como en cualquiera, pero en ocasiones el alienígena lo aterrorizaba.

El último soldado todavía se reincorporó. Namir le disparó hasta que las lenguas de fuego abrieron un agujero fundido y carbonizado en su armadura. Namir, Charmer y Gadren se reunieron alrededor de los cadáveres e hicieron un recuento de sus propias heridas.

Namir estaba recuperando la audición. El daño que había sufrido su casco iba más allá del visor: una resquebrajadura atravesaba toda su extensión. Cuando arrojó el casco al piso descubrió también una cortada superficial en su frente. Charmer estaba quitándole fragmentos de metralla a su chaleco, pero no se quejaba. Gadren temblaba bajo la tibia lluvia.

—¿Y Brand? —preguntó Gadren.

Namir sólo emitió un gruñido.

Charmer soltó su extraña risa parecida al hipo y habló. Balbuceó las palabras dos, tres, cuatro veces, medio tartamudeando, como lo había hecho desde la batalla de Backtar Cyst.

—Si sigues apilando cadáveres de esta forma —dijo—, tendremos el punto más ventajoso de la ciudad.

Señaló con un gesto al último blanco de Namir, que había caído directamente sobre uno de los civiles muertos.

—Estás enfermo, Charmer —le dijo Namir, rodeando sus hombros bruscamente con un brazo—. Te extrañaré cuando te hayan echado.

Detrás de ellos, Gadren gruñó y resopló. Pudo ser una muestra de tristeza, pero Namir prefirió pensar que era de alegría.

 

* * *

 

El nombre oficial de la ciudad era Centro Administrativo Uno de Haidoral, pero los lugareños la llamaban Glitter [brillante] por las montañas cristalinas que iluminaban el horizonte. Namir consideraba que, según el Imperio Galáctico, todo aquello cuyo nombre no había sido concebido para inspirar terror —como sus legiones de stormtroopers o sus destructores estelares— debía tener el nombre más insípido posible. Eso a Namir no le preocupaba, porque él no residía en los planetas ni en las ciudades que recibían esos nombres.

Para cuando su equipo llegó a la plaza central, ya había ahí media docena de pelotones rebeldes. La lluvia se había condensado en una neblina, y las tiendas y toldos no ofrecían mucho refugio; no obstante, hombres y mujeres con armaduras destartaladas se apretujaban en los rincones más secos que podían encontrar, quejándose unos con otros, curándose heridas menores o arreglando el equipo dañado. Las celebraciones de la victoria eran más bien apagadas. Había sido una larga batalla por, apenas, la promesa de un poco de comida fresca.

—Dejen de vanagloriarse y hagan algo de provecho —ladró Namir, casi sin retrasar el paso—. A los equipos de apoyo les vendría bien una ayuda. ¿O creen que el trabajo de ayudantes es indigno de ustedes?

No se dio cuenta de que sus palabras provocaron agitación entre los pelotones. Su atención estaba centrada en una mujer que salía de las sombras de una plataforma para deslizadores. Era alta y de constitución robusta, y vestía unos pantalones gruesos y una abultada chamarra color guinda. Llevaba colgado al hombro un rifle con mira, y la máscara de malla de su armadura estaba retraída sobre su cuello y su barbilla. Su piel mostraba algunas arrugas de envejecimiento y su cabello, tan oscuro como podía ser el de un humano, estaba recortado a rape. Tan pronto como vio a Namir, lo alcanzó y comenzó a atravesar la plaza a su paso.

—¿Se puede saber en dónde estabas? —preguntó Namir.

—Se te escapó el segundo equipo de fuego. Tuve que encargarme de él —respondió Brand.

Namir mantuvo su voz inalterable.

—La próxima vez avísame.

—No quería distraerte.

Namir sonrió.

—Yo también te quiero.

Brand ladeó la cabeza. Si había entendido la broma, y Namir deseaba que sí, no parecía divertida.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—En ocho horas partiremos del sistema —dijo Namir, y se detuvo dándole la espalda a un quiosco derruido. Se recargó contra la estructura metálica y miró hacia la neblina—. A menos que las naves imperiales lleguen antes, o que las fuerzas de la gobernadora se reagrupen. Después de eso, nos repartiremos los suministros con el resto de la fuerza en operación. Probablemente llevemos una o dos naves de escolta para el Thunderstrike, antes de que las otras se separen.

—Y le dejaremos este sector al Imperio —dijo Brand.

Para ese momento, Charmer se había alejado y Gadren se había unido a Namir y a Brand.

—Volveremos —dijo Gadren, con gravedad.

—Sí —dijo Namir con una sonrisa de superioridad—. Estaré contando los días para volver.

Supo que aquellas habían sido las palabras equivocadas en el momento equivocado.

Dieciocho meses antes, la Compañía de Infantería Móvil Sesenta y Uno de la Alianza Rebelde, conocida comúnmente como Compañía Twilight, se había sumado a la ofensiva en el Borde Medio galáctico. La operación estaba entre las mayores que la Rebelión hubiera desplegado en contra del Imperio e involucraba a miles de naves espaciales, cientos de grupos de combate y docenas de planetas. Tras la victoria de los rebeldes sobre la devastadora estación de combate Estrella de la Muerte, el alto mando de la Rebelión creyó que era momento de avanzar desde la periferia del territorio imperial hacia sus centros de población.

La Compañía Twilight había luchado en los desiertos manufactureros de Phorsa Gedd y había tomado el palacio ducal de Bamayar. Había establecido puertos para los tanques rebeldes con motores de repulsión y construido bases con lonas y hojas de metal. Namir vio a varios soldados perder extremidades y sobrevivir durante semanas sin el tratamiento adecuado. Entrenó a sus equipos para improvisar bayonetas cuando escaseaban las celdas de energía para bláster. Incendió ciudades y vio al Imperio hacer lo mismo. Y dejó abandonados a sus amigos en planetas deteriorados, sabiendo que jamás volvería a verlos.

La Compañía Twilight luchaba sin cesar, en un planeta tras otro. Había ganado unas batallas y perdido otras; en algún momento Namir dejó de llevar la cuenta. Twilight se mantuvo a la vanguardia de la mayor parte de la armada, hasta que al cabo de nueve meses llegaron nuevas órdenes del alto mando: la flota debía detener su avance porque se había extendido demasiado. Tenía que concretarse a defender los territorios recién tomados.

Poco después comenzó la retirada.

La Compañía Twilight había quedado en la retaguardia de aquel repliegue descomunal. Fue desplegada en planetas que apenas unos meses antes había ayudado a conquistar para evacuar las bases que ella misma había construido. Recogió a los héroes y generales de la Rebelión y les señaló el camino a casa. Marchó sobre las tumbas de sus propios soldados muertos. Algunos miembros de la compañía perdieron las esperanzas. Otros estaban enojados.

Pero ninguno quería regresar.

 

* * *

 

Tan pronto como los civiles dejaron sus escondites y salieron a la plaza, empezó el reclutamiento abierto.

El pelotón del Sargento Zab, ese al que Namir había calificado en un momento de ira como «idiotas capaces de hacer explotar una llave hidráulica», había logrado introducir clandestinamente a un droide astromecánico en el centro de vigilancia de la ciudad. Desde ahí, habían accedido al sistema de altavoces y estaban transmitiendo el mensaje del capitán: la Compañía Twilight pronto se marcharía de Haidoral Prime. Los habitantes de Haidoral que compartieran los ideales de libertad y democracia de la Rebelión podían quedarse a defender sus hogares, o podían alistarse en la compañía para luchar contra el enemigo, para ir a donde la Rebelión hiciera más falta, etcétera.

Cada vez que la compañía necesitaba engrosar sus filas, el capitán grababa un mensaje nuevo, confeccionado a partir de las necesidades y las circunstancias de los habitantes de cada localidad. Sin embargo, a Namir todos los mensajes le sonaban igual.

Técnicamente, los reclutamientos abiertos iban en contra de la política de seguridad de la Alianza Rebelde, pero eran una tradición de la Compañía Twilight. Y el capitán insistía en que siguieran llevándose a cabo. Mientras la Rebelión siguiera enviando la compañía a misiones suicidas y mientras Twilight sobreviviera a estas, la compañía compensaría sus pérdidas con las filas de voluntarios. Siete soldados habían muerto en Haidoral Prime. Namir aún no había visto sus nombres. Twilight necesitaría siete miembros nuevos para compensar aquellas pérdidas y otros más para suplir a los que habían muerto durante las últimas semanas.

Decenas de hombres y mujeres desfilaron hacia la plaza durante una hora. Los anfitriones de Twilight los cacheaban en busca de armas y explosivos ocultos. No todos los que habían acudido querían alistarse: mujeres de pies descalzos y manos callosas les rogaban a los miembros de la compañía que no se fueran; ancianos encorvados les exigían a gritos que se marcharan. Un desorganizado grupo de lugareños expresó su deseo de seguir luchando en Haidoral contra el Imperio; fueron ellos quienes recibieron las pocas armas de las que la compañía podía disponer, junto con encomios vacíos y alusiones a la causa.

Los verdaderos aspirantes eran una mezcolanza de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, mimados y desesperados. Namir caminó entre ellos, los miró a los ojos y comunicó sus conclusiones al oficial de reclutamiento. Un hombre barbado y desaliñado tenía la apariencia de un mendigo, pero el porte de un burócrata; Namir lo etiquetó como espía del Imperio. Una mujer de nariz chata buscó con la vista una ruta de escape cuando Namir pasó distraídamente su arma de una mano a otra; «una criminal de poca monta buscando una salida fácil del planeta», pensó él.

El oficial de reclutamiento en funciones aquel día, Hober —un intendente enjuto y achacoso, hábil con la baraja—, se encogió de hombros al escuchar las recomendaciones de Namir.

—Ya conoces las órdenes de Howl.

Namir las conocía. El capitán Evon, quien era llamado «Howl» a sus espaldas, tenía la filosofía de «más vale que sobren y no que falten» en lo relativo al reclutamiento. Él y Namir habían discutido largo y tendido sobre aquella política en particular.

—Mantente alerta —dijo Namir—. Sólo una clase particular de loco querría abordar una nave que está hundiéndose.

Hober resopló y meneó la cabeza.

—Repite eso más fuerte y podremos terminar temprano con esto.

Namir no lo repitió. Un poco de locura no siempre era algo malo. Aun así, necesitaba reclutas a quienes pudiera entrenar, no desertores ni asesinos psicópatas.

La cola avanzaba lentamente. Hober les preguntaba a los reclutas potenciales sobre sus pasatiempos y sus familias tanto como sobre su experiencia en combate. Él era bueno en su trabajo, bueno para determinar quién duraría y quién caería en pánico y provocaría la muerte de un compañero. Namir caminaba de un lado a otro tratando de no interferir; sabía lo que los reclutas estaban sintiendo, sabía que sería más fácil sacarles la verdad si estaban relajados. Él había estado en su posición hacía menos de tres años. Pero, en aquel momento, no era capaz de mostrar interés ni compasión.

Alguien en la fila gritó. Namir volteó y vio a tres lugareños peleando. Dos estaban insultando y golpeando a una tercera, una chica pálida y larguirucha con una franja de cabello rojo. La aparente víctima cayó al suelo cuatro veces en el mismo número de segundos, y se levantó después de cada caída, lista para seguir luchando. No era buena para pelear, pero Namir reconoció su perseverancia.

Él hizo tres disparos que pasaron sobre las cabezas de los tres revoltosos, los cuales quedaron paralizados. La chica del cabello rojo era apenas una adolescente; los otros dos no eran mucho mayores.

—¿Necesito saber qué está pasando aquí? —preguntó Namir. Luego calló a todos con un ademán, antes de que alguien pudiera responder—. Todos estaríamos más felices si la respuesta fuera «no».

Los tres jóvenes negaron con la cabeza.

—Si se pelean en mi nave, los encerraré en un clóset de mantenimiento hasta que mueran de hambre —dijo Namir—. No desperdiciaré cargas de bláster en ustedes. No desperdiciaré oxígeno para echarlos por una exclusa. Morirán lentamente y no me importará.

Namir carecía tanto de la crueldad como de la autoridad necesarias para cumplir esa amenaza, pero los reclutas potenciales no lo sabían. Uno de los dos mayores titubeó, se dio la vuelta y se alejó con actitud altiva. Los otros dos bajaron la mirada.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Namir a la chica de cabello rojo.

—Veinte —respondió ella, alzando rápidamente la cara.

Eso era poco creíble, pero no había tiempo para verificarlo. Tampoco sería la primera recluta de dieciséis años en unirse a la Alianza.

Namir volteó hacia Hober y mostró su aprobación con un gesto de cabeza. El viejo intendente parecía escéptico. Namir se preguntó si Hober admitiría a la chica en las filas de la compañía, pero sospechaba que, si lo hacía, sería a regañadientes.

No era que estuviera dispuesto a reclutar a cualquiera, pero en aquellos días la Compañía Twilight no podía darse el lujo de ponerse exigente.

 

* * *

 

Tres horas después de iniciado el reclutamiento, se requirió la presencia del pelotón de Namir frente a la mansión de la gobernadora. Aquella fue una distracción bien recibida.

La Compañía Twilight había sitiado la mansión durante el primer día de enfrentamientos. El conjunto de edificios multinivel terminados en cúpulas estaba en las afueras de la ciudad, una ubicación poco práctica, por lo lejos que quedaba del centro del poder imperial, pero tenía una vista impresionante de las montañas cristalinas. Después de la refriega inicial, el capitán Howl había dispuesto a media docena de pelotones rebeldes en su perímetro, a pocos metros de su chamuscada pero íntegra pared exterior. No se había intentado capturar a sus ocupantes; debido a que estos estaban confinados, se consideró que la mansión no tenía importancia estratégica.

Pero la situación había cambiado.

—Un droide de reparación salió por un acceso lateral hace media hora —dijo el Sargento Fektrin—. Supusimos que había sido programado para explotar, pero no fue así. Llevaba una nota manuscrita de un «simpatizante de la Rebelión» que se encuentra en el interior de la mansión.

Namir, Gadren, Charmer y Brand estaban frente a la pared de la mansión. Los otros revisaron su equipo, mientras Namir y Fektrin hablaban. De tanto en tanto, alguna de las ventanas de la mansión se abría, escupía una descarga de rayos rojos de partículas y volvía a cerrarse. El equipo de Fektrin prácticamente los ignoraba.

—¿Qué decía el mensaje? —preguntó Namir.

—Que los hombres de la Gobernadora Chalis tienen capturados a varios soldados rebeldes en el interior. Nuestro soplón anónimo, cito: «teme por su seguridad».

Namir escupió y vio cómo su saliva chisporroteaba en el lugar donde habían impactado los rayos.

—Ya saben que hacemos recuento de nuestro personal, ¿no? ¿Creen que somos estúpidos?

—Es lo que le dije a Howl —dijo Fektrin—, más o menos. —Las arrugas de su cara se acentuaron formando una mueca de molestia, y los apéndices que colgaban de sus mejillas y barbilla parecieron enroscarse. Namir consideraba a esos apéndices una especie de barba, pero nunca había preguntado si las mujeres de la especie de Fektrin también los tenían—. Pero al capitán le preocupa que la gobernadora haya tomado como prisioneros a unos lugareños. Quiere que lo verifiquemos. Además... —continuó Fektrin—, si fuera una trampa, ¿qué objeto tendría? Aunque perdiéramos un pelotón ahí, eso no significa que perderíamos la guerra.

Namir miró a Fektrin con todo el escepticismo que pudo reunir.

—Así que la teoría del capitán —dijo— es que puede poner nuestras vidas en riesgo por la remota posibilidad de que salvemos a unos cuantos civiles. —Los apéndices de Fektrin se retorcieron, pero Namir siguió hablando—. ¿Lo entendí bien?

Gadren tenía el ceño fruncido. Fektrin lo tomó con calma. Namir nunca lo había visto sonreír, pero el alienígena se caracterizaba por su humor seco.

—¿Quieres discutirlo con Howl? —preguntó Fektrin.

Namir maldijo y rio amargamente.

—Está bien —dijo al fin—. Pero, si morimos, nos llevaremos entre las patas a la mansión entera.

 

* * *

 

Charmer ideó la estrategia del pelotón. Si treparan por la pared o cercaran la puerta, provocarían una respuesta demasiado enérgica; Fektrin estaba preparado para realizar un ataque frontal, pero sólo como último recurso. En vez de eso, Namir, Brand y Charmer subieron al jardín de azotea de una residencia vecina. Sus ocupantes se mostraron más que dispuestos a cooperar después de que Namir le hiciera tres agujeros con el bláster a su droide de vigilancia, y desaparecieron de la vista mientras Charmer instalaba una pistola de rezón magnética en un lecho de flores.

Brand contempló la mansión de la gobernadora a través del visor de su máscara blindada. A su señal, Charmer disparó la pistola y el rezón salió disparado a través de la lluvia, que se había reanudado. Fue a dar contra el muro aledaño a uno de los balcones más bajos de la mansión, se sujetó y tensó el cable. Namir fue el primero en cruzar: se deslizó por el cable y aterrizó con un impacto sobre la piedra mojada.

Charmer fue el siguiente, seguido de Brand. Esta cortó el cable con un cuchillo curvo que sacó de su chamarra. La electricidad de la hoja la hacía zumbar suavemente.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Namir.

—Lo confisqué —dijo Brand.

Namir volteó a ver a Charmer, quien tomó de su cinturón el mango de un bastón eléctrico y lo extendió. Parecía que se rompería en dos al ejercer la mínima fuerza. Se lo pasó a Namir, quien negó con la cabeza, hasta que Charmer presionó el arma contra la palma de su mano.

—Yo tengo mi propio cuchillo —dijo Charmer, tartamudeando—. Tú necesitas algo que te dé una ventaja.

Namir frunció el ceño, pero no alegó. Era verdad que él no tenía el alcance del hombre más alto.

—Vamos a entrar —dijo, después de manipular su comunicador—. Si escuchas gritos, ya sabes lo que tienes que hacer.

La voz profunda de Gadren se mezclaba con la estática.

—Lloraré en sus funerales y, después del luto de rigor, solicitaré un rezón que aguante mi peso. En el futuro podrán salvarse muchas vidas.

—¡Esa es la actitud! —dijo Namir.

Los tres entraron al mismo tiempo a la mansión. Las habitaciones eran oscuras y espaciosas, al estilo imperial, y estaban decoradas con lujosos tapetes y brillantes móviles holográficos que rotaban y vibraban con los movimientos del pelotón. Namir los guio por unas suites interconectadas hasta un corredor alto y estrecho, excavado en el cristal de la montaña. A lo largo de la pared había nichos con bustos y estatuillas de bronce.

La mayoría de los sujetos eran desconocidos para Namir. Casi todos los hombres y mujeres de las estatuillas lucían uniforme militar o togas de gobierno. El busto de un anciano con las mejillas como de cera derretida y el cabello ralo le recordó al Emperador Galáctico; Namir lo había visto en los videos de propaganda rebelde. Un personaje encornado probablemente era el veterano ministro del Emperador. Namir hizo un esfuerzo para recordar su nombre: Mas Amedda.

Charmer y Brand estaban más familiarizados con aquellos personajes. Charmer frunció el ceño al ver a un hombre de mediana edad, cuyos ojos bulbosos y alienígenas yacían en un rostro humano con un grueso collar de metal alrededor del cuello. El collar hacía que el busto pareciera una grotesca planta sembrada en una maceta. Brand se detuvo frente a la recreación de un deforme casco con curvas, ángulos y ojos como de calavera.

—¿Lo conoces? —preguntó Namir.

—Personalmente, no —respondió Brand.

—Darth Vader —dijo Charmer. Esta vez no tartamudeó.

El sicario personal del Emperador Galáctico, perseguidor de la Alianza Rebelde, nacido de las brasas de las Guerras Clones, perpetrador de todos los horrores y atrocidades conocidos por la civilización. O por lo menos eso era lo que decía la gente.

—Okey —susurró Namir—. ¿Podemos continuar?

Para su sorpresa, Brand lo miró fijamente y le habló con un tono de voz grave y sombrío.

—Deberías conocer a estas personas —dijo—. Darth Vader. El General Tulia. El Conde Vidian. Mira sus rostros. Memorízalos a todos.

Namir le mantuvo la mirada a Brand, impávido. Brand no cedió.

—Entiendo —dijo Namir en voz baja—. Los conozco.

—No los conoces —dijo Brand, y empezó a caminar otra vez.

Charmer, tres pasos por delante, les hizo una seña antes de llegar a la escalera que estaba al final del corredor. Tenía dos dedos alzados; movía el pulgar sobre la palma. Había dos guardias posicionados en la parte alta de la escalera; otro patrullaba.

Brand avanzó primero. Namir solía criticarle su falta de sigilo, pero no aquel día, sobre todo porque sus propias botas mojadas chillaban como ratas sobre el piso pulido. Él la siguió, oprimiendo con fuerza el bastón eléctrico que llevaba en la mano; Charmer iba tras él, tan cerca que podía sentir su calor corporal.

Subieron las escaleras. Dos guardias; ninguno llevaba armadura completa. Seguridad local. Brand salió de la boca de la escalera y Namir escuchó el chisporroteo del cuchillo eléctrico al encontrar a su primera víctima. Namir corrió hacia el frente, agachándose, en busca del guardia que hacía la ronda. Charmer sabría despachar al segundo guardia de aquellos.

El centinela que hacía la ronda estaba a menos de cinco metros de distancia. Namir sintió que sus entrañas se estrujaron cuando sus miradas se cruzaron. Era un stormtrooper del Imperio. El soldado todavía estaba girando hacia él; Namir tenía tiempo para cruzar la distancia que los separaba, pero el bastón eléctrico sería inútil en contra de aquella armadura blanca.

Debió pedirle a Brand su cuchillo cuando tuvo la oportunidad.

Namir arremetió contra el soldado, golpeándolo con el hombro de tal manera que el soldado quedó de cara a la pared. Namir, a espaldas del soldado, se aferró a la fría superficie de la armadura tratando de inmovilizar los brazos del soldado, de evitar que hiciera siquiera un disparo con su bláster. El ruido alertaría a todos en la mansión, y su operación encubierta quedaría expuesta.

El soldado reaccionó de manera rápida, profesional. Lanzó la cabeza hacia atrás, rozando la cabeza de Namir en el área donde el casco que había desechado lo hubiera protegido. Si Namir no hubiese tenido las rodillas flexionadas en ese momento, habría recibido el golpe justo en medio de los ojos. Un instante después, Namir percibió el olor de metal y plastoide fundidos. De pronto, el cuerpo del soldado quedó inerte: Brand estaba retorciendo su cuchillo en el borde del casco.

Namir intentó hacer que el cuerpo del soldado se deslizara suavemente hacia el suelo, pero este se desplomó haciendo más ruido del que hubiera sido deseable. Charmer estaba de pie, en medio de los dos guardias de seguridad, ambos muertos en el piso. Cuando Namir ordenó que continuaran, Brand ya había limpiado su cuchillo.

El mensaje que había alertado a la Compañía Twilight sobre los prisioneros de la gobernadora incluía un croquis de la mansión. Según los cálculos de Namir, el pasillo en el que se encontraban en aquel momento estaba a menos de cincuenta metros de la supuesta ubicación de los prisioneros. Si les habían tendido una emboscada, muy pronto estarían enfrentándola. Namir sintió el peso reconfortante del rifle que llevaba colgado a la espalda, alegrándose por comprobar que no lo había perdido durante el forcejeo. La operación furtiva no duraría mucho más y quería estar preparado.

Charmer se puso a la vanguardia y Namir no lo amonestó. Charmer siempre se las arreglaba para colocarse al frente cuando parecía inminente una emboscada. Namir desconocía el porqué de este comportamiento y nunca se había animado a preguntar. Si la pérdida de su rostro no había logrado que Charmer abandonara ese hábito, seguramente Namir tampoco podría.

Continuaron avanzando a lo largo de un estrecho pasillo hasta llegar a una despensa que olía a cítricos. Namir pensó que el aroma era artificial, pero pronto vio que había frutas, frutas auténticas, almacenadas descuidadamente, igual que el resto de las riquezas inconmensurables de la gobernadora. Aspiró profundamente el aroma y volvió a concentrarse en la operación. Delante de la despensa estaba una cocina pulcra y metálica, llena de droides de largas extremidades recogidos en sus bases de recarga. Charmer se detuvo ante la estrecha puerta que daba acceso al resto de la mansión y encogió los hombros. El mapa indicaba que los prisioneros estaban en la habitación siguiente.

Namir vio cómo Brand se colocaba frente a Charmer, en el borde opuesto de la puerta.

—Si alguien ha estado guardando una bomba cegadora —dijo Namir—, ahora es el momento de decirlo.

Nadie lo hizo.

«Bueno...», pensó Namir, «sin cortina de humo, sin bomba cegadora... Entraremos a la antigua».

Esto no le preocupaba. Esos métodos a la antigua eran los que conocía mejor.

Aseguró el bastón eléctrico a su cinturón y agarró su rifle con ambas manos. Charmer y Brand hicieron lo mismo. Namir hizo un gesto de asentimiento; Charmer oprimió el teclado numérico que controlaba la puerta, y los tres entraron simultáneamente.

Lo que encontraron fue un amplio comedor, o más bien lo que había sido un comedor. Ahora estaba tan atestado de papeles, holoproyectores, mapas y pantallas portátiles, que parecía el interior de la cabeza de un burócrata. En medio de las estaciones de trabajo improvisadas estaba media docena de oficiales del Ejército Imperial, sin sus gorras, con los rostros cansados y los uniformes negros manchados de sudor, quienes estaban tan concentrados en su trabajo que tardaron un segundo en levantar la vista hacia Namir y su equipo. Namir le apuntó al primero que intentó desenfundar su arma, un coronel de nariz afilada que caminaba a lo largo de la mesa del comedor al momento de su llegada, y vio cómo el resto del grupo vacilaba.

Brand y Charmer barrieron la habitación con sus rifles, mientras Namir mantenía los ojos clavados en el coronel.

—Los prisioneros —dijo—. ¿Dónde están?

—¿Cuáles prisioneros? —preguntó el coronel.

Los músculos de Namir se tensaron, pero su voz se mantuvo inalterada.

—Los que capturaste —dijo—. O los que afirmaste haber capturado.

—No tengo idea de qué está diciendo —señaló el coronel. Su mano derecha empezó a moverse hacia su cinturón. Namir ladeó la cabeza. El coronel volvió a quedar petrificado.

—Dice la verdad —afirmó una voz cálida que resonó en el comedor. Namir quería voltear hacia la persona que habló, pero, si apartaba la vista del coronel, terminaría muerto. Permaneció con el arma apuntando a su oponente y el cuerpo orientado hacia la voz, confiado en que Brand o Charmer estaban cubriendo el resto de la habitación.

El nuevo hablante tomó forma lentamente en su visión periférica al salir de una de las entradas laterales del comedor: una humana de tez aceitunada, cuyas arrugas incipientes le conferían un aire de dignidad. En su cabello se entretejían el negro, el gris y el blanco; vestía un traje formal y oscuro, ribeteado de rojo y ceñido con botones plateados. Colgado del hombro, llevaba un morral sucio y desgastado que contrastaba con la elegancia de su atuendo y que parecía más propio de un soldado o de un vagabundo.

—Yo soy la prisionera —dijo con voz aburrida y desdeñosa—. El hecho de que el coronel no se haya dado cuenta…

Al decir esto, la mujer dejó que el morral resbalara por su hombro derecho y se desplomara pesadamente en el piso. Cuando el morral cayó, sacó una pistola bláster de su bolsillo izquierdo y continuó hablando con la misma voz monótona:

—… demuestra cuán poca atención pone.

La pistola emitió un destello rojo y el sujeto a quien Namir tenía encañonado cayó sobre la mesa del comedor, con un agujero entre los omóplatos.

Namir no supo quién hizo el siguiente disparo. A cada descarga le seguía otra y luego otra más. Se dejó caer de rodillas y se giró en búsqueda de un objetivo. Vio a un oficial que sostenía algo en las manos —tal vez un arma, tal vez un comunicador— y le disparó. Unos fragmentos de roca cayeron sobre su cabeza: el disparo había dado contra la pared, por encima de su cabeza.

Corrió a refugiarse bajo la mesa. Luego se enderezó, se apoyó sobre la superficie de esta y empezó a disparar salvajemente. Las piernas del coronel asesinado le impedían ver al otro lado de la habitación. Los disparos se espaciaron. Salió rodando de bajo la mesa y soltó una descarga contra la primera figura vestida de negro que vio.

Ya sólo quedaba un oficial más. En un primer momento, Namir no comprendió a qué estaba apuntándole el oficial: el hombre había retrocedido hacia una esquina y tenía su bláster apuntando al piso. Finalmente, Namir vio el bulto que estaba a los pies del oficial: era Charmer, arrodillado en el piso, gimiendo de dolor y oprimiéndose con las manos uno de sus costados a la altura de la cintura.

Namir encañonó con su rifle al oficial, pero la mujer del traje lo mató primero con su bláster. Namir no le prestó atención y corrió hacia Charmer.

Retiró cuidadosamente las manos de Charmer y examinó su cadera. La tela de sus pantalones estaba chamuscada y las fibras se habían fundido con la piel ennegrecida. No era una herida mortal, pero sí dolorosa, y Charmer no sería capaz de salir de ahí por su propio pie.

Namir hizo su mejor esfuerzo por simular una sonrisa.

—Deja de quejarte —dijo—. Ya se cauterizó. ¿También quieres que las vendas se pongan solas?

Charmer soltó una risa ronca y gimió una palabrota.

Mientras Bran revisaba metódicamente todos los accesos al comedor, Namir se puso de pie y volteó hacia la mujer que aseguraba ser la «prisionera». Estaba cerca de la mesa y vertía el agua de una jarra sobre sus manos para limpiarlas, no de sangre, como pensó Namir al principio, sino de algo parecido a barro. Su arma estaba al lado de la jarra.

—¿Quién eres? —preguntó Namir.

La mujer se secó las manos en las caderas; apenas miró a Namir cuando le contestó:

—Me llamo Everi Chalis —dijo—. Gobernadora de Haidoral Prime, embajadora del Consejo Imperial Regente y, por supuesto… —En ese momento sus labios se curvaron hacia arriba, como si recordara una broma privada— artista local en residencia. —Empezó a caminar entre los cadáveres, dándoles empujoncitos con la punta de su bota como para confirmar que estuvieran muertos—. Tal vez fue una exageración declararme «prisionera» —continuó—, pero necesitaba obtener la atención de ustedes. —Cuando llegó a donde estaba el coronel, que seguía espatarrado sobre la mesa, se inclinó, le levantó la cara jalándolo del cabello y escupió en medio de aquellos ojos cegados.

—Me alegra que sea tan cordial con su personal —dijo Namir, lenta y cautelosamente. Cuando Chalis se dio la vuelta, el rifle de Namir estaba apuntando a su pecho.

Ella no pareció alterarse.

—Ellos no eran mi personal —dijo con amargura—. A mis consejeros, mis guardaespaldas, mi chef, se los llevaron hace meses. Estos hombres estaban aquí para vigilarme, por órdenes del Emperador.

Charmer tartamudeó algo; Namir sólo escuchó la palabra «chef». La mirada de Brand pasó de uno de los accesos laterales a Namir y, de este, a la gobernadora.

—Mátala —dijo Brand—. Hazlo por Haidoral.

Namir frunció el ceño. Aquella situación no tenía sentido, pero de repente sintió el peso de los días sin dormir, de las treinta horas continuas de combate.

—¿Por qué quería obtener nuestra atención?

—Gracias a la Rebelión, mis días con el Imperio están contados. —La gobernadora sonrió, pero su voz era mordaz—. Escuché que ustedes están reclutando gente. Quiero unirme a su compañía a cambio de asilo.

Namir apuntó con su rifle. Se preguntó cuántos guardias más habría en la mansión y cuánto faltaría para que aparecieran. Intentó calcular cuánto retrasaría la salida del pelotón la herida de Charmer. No tenía tiempo para ponerse a analizar mentiras.

En ese momento percibió un gorjeo eléctrico y grave, y un destello oscilante de luz azul. Los labios de la gobernadora se abrieron, pero no dijo nada. Sus extremidades se pusieron rígidas y ella cayó al piso a un lado de su morral.

Namir se giró. Frente al acceso más alejado estaba Gadren, sosteniendo con dos de sus manos un arma que apuntaba hacia el lugar donde había estado la gobernadora. Respiraba agitadamente; sus enormes hombros subían y bajaban.

—Perdimos contacto —dijo él—. Pensé que estarían en problemas. Me alegra ver que mi reacción fue exagerada.

Brand contempló a la gobernadora, derribada.

—Todavía respira —dijo—. ¿Por qué usaste el rayo aturdidor?

Gadren se acercó lentamente a Charmer y evaluó sus heridas; luego lo levantó en brazos. Una vez que el hombre de las cicatrices estuvo seguro, Gadren respondió:

—Me preocupaban los prisioneros. No quería matar alguno con un disparo de bláster.

—No hay prisioneros —dijo Brand. Gadren asintió con la cabeza, pero no como señal de que entendiera la situación, sino de que comprendía que no era el momento de hacer preguntas.

Namir se acercó sigilosamente a la gobernadora y revisó el cuerpo. Respiraba con normalidad. No presentaba espasmos, señales de ahogamiento ni ritmo cardiaco irregular. Los rayos aturdidores no eran muy confiables, pero al parecer este había cumplido su propósito. Por lo mismo, la gobernadora seguía siendo un problema que Namir debía resolver.

—Se la llevaremos a Howl... —dijo, haciéndole un gesto a Gadren—, si tienes espacio para uno más. No hace falta que actúes con delicadeza.

Gadren levantó toscamente a la gobernadora del cuello de la ropa y la echó sobre uno de sus hombros, manteniéndola asegurada con una mano. Namir se preguntó si Brand se opondría, pero esta recogió el morral de la gobernadora y dijo:

—Dicen que secuestrar a un funcionario del Imperio es de mala suerte.

Namir no supo si Brand estaba bromeando.

—«Los hombres duros buscan la mala suerte» —replicó él. Era un dicho que había escuchado hacía mucho tiempo, en un planeta más primitivo—. Ahora, ¿podríamos largarnos de este planeta?

Estaba harto de la lluvia. Quería dormir. Quería olvidar los montones de civiles muertos y la opulenta mansión llena de frutas aromáticas y estatuas de asesinos. El ataque a Haidoral Prime no había sido un fracaso, pero había estado colmado de problemas.

Y ahora se estaba llevando a casa uno de esos problemas.