PLANETA SULLUST
Día ochenta y cinco de la retirada del Borde Medio
Caía la noche en Pinyumb. La obsidiana del techo de la caverna perdió lentamente su iridiscencia refractada. Las grandes torres de la ciudad, que se alzaban como estalagmitas desde el piso de la caverna, atenuaron sus luces superiores hasta que el domo desapareció en la oscuridad. El azufre amarillo adherido a las paredes de la caverna adquirió un tono pálido y enfermizo. Se escuchó el aleteo de los ángeles de ceniza que regresaban a sus nidos después de buscar alimento.
Y junto con los ángeles de ceniza aparecieron los habitantes de Pinyumb, que volvían de las fábricas de la superficie a bordo de elevadores o lanzaderas, o que salían de sus viviendas para el turno de la noche. Había humanos de piel clara y de piel oscura, sullustanos de piel grisácea y otras especies más raras. Pinyumb era cosmopolita a su manera: quienes estaban dispuestos a trabajar duro eran bienvenidos, todos los demás eran marginados.
Thara Nyende no se detuvo a merodear por las calles ni a pasear a lo largo de los arroyos color turquesa que bordeaban las vías peatonales de Pinyumb, tampoco a buscar rostros conocidos entre los transeúntes. Al igual que los demás, tenía cosas que hacer antes del toque de queda. Sin embargo, sí se dio el tiempo para saludar enérgicamente con un movimiento de cabeza a los stormtroopers apostados en cada lanzadera y en cada intersección. Sólo en dos ocasiones las mujeres o los hombres que permanecían bajo la armadura le devolvieron el saludo.
Thara pasó frente a unos edificios bajos color gris metálico que carecían de letreros, pero que ella conocía bien: un baño público, un hospital, un café. Luego, bajó por un corto tramo de escaleras talladas en la roca de la caverna hasta llegar a una puerta sin señal. Se colgó su bolsa de cuero al hombro y empujó la puerta para entrar. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la tenue iluminación de la taberna. No había más de una docena de comensales, casi todos varones y casi todos viejos, sin importar de qué especie fueran. Eran de hombros anchos y rostro arrugado, fornidos y llenos de cicatrices, debidas a años de trabajo en las instalaciones para procesamiento de minerales de Inyusu Tor. La mayoría estaba apiñada alrededor de una mesa holográfica que proyectaba un evento deportivo de otro planeta, pero el volumen de su conversación ahogaba el sonido de la débil transmisión holográfica.
—¡Tío! —gritó Thara en dirección a la barra—. Vengo a consentirte.
El hombre que apartó la vista de las llaves colocadas tras la barra y que caminó hacia Thara era tan mayor que, más que su tío, parecía su abuelo. Y si su cabello había sido alguna vez tan rubio como el de ella, el color había desaparecido hacía mucho. Él le dio unas palmaditas en la espalda al tiempo que otras cabezas volteaban a verla y unos labios longevos le sonreían.
Las voces de quienes rodeaban la mesa holográfica se atenuaron.
—La única consentida aquí eres tú —dijo el tío de Thara, mientras ella le entregaba la bolsa de cuero—. ¡Trabajas la mitad de lo que nosotros y cobras el doble! Pero veamos qué traes hoy.
Colocó la bolsa sobre una mesa vacía y empezó a hurgar en ella. Primero, sacó un tubo de gel de ocre. El tío de Thara lo examinó dándole vueltas y luego gritó:
—¡Myan! Tengo otro tubo de pomada para quemaduras. ¿Los chicos del dormitorio cuatro todavía lo necesitan?
Thara recordó el accidente de los trabajadores del dormitorio cuatro. Habían sufrido quemaduras graves al romperse unos tubos de vapor en los extractores de magma. Algunos de ellos aún no regresaban al trabajo; pronto serían desalojados de sus viviendas.
Myan, un sullustano diminuto, se acercó cojeando a la mesa. Habló en su lengua natal —demasiado rápido para que Thara lo entendiera a cabalidad, pero, por el tono de voz, parecía agradecido— y se llevó la pomada.
—Buen comienzo —dijo el tío de Thara. Ella le sonrió irónicamente y casi sorprende a su tío devolviéndole la sonrisa. El hombre fue sacando de la bolsa, uno a uno, los donativos de Thara: créditos de comida, tabletas para el resfriado, filtros de máscara para los hombres que trabajaban en los procesadores de mena más profundos. Luego, convocó a sus clientes alrededor de la mesa y distribuyó los regalos. Algunos de ellos estrechaban las manos de Thara, elogiándola a ella y a su familia. Otros se rehusaban a mirarla.
Mientras su tío continuaba repartiendo el contenido de la bolsa, ella se alejó y observó las llaves montadas en la pared, tras la barra. Notó que su tío había estado reparándolas y que había reemplazado una válvula. Había dejado sus herramientas en el piso. Ella las levantó y empezó a trabajar, tal como lo hacía cuando era adolescente.
—Mi hijo me mostró un volante el otro día. Dice que está pensando en unirse.
Thara estaba cerca de la mesa holográfica y podía escuchar los susurros de los trabajadores. No había querido escuchar. No había tenido la intención de escuchar a escondidas, pero tampoco tenía intención de alejarse.
—Después del accidente de las emanaciones de magma, dijo que tal vez el Frente Cobalto tiene razón. Tal vez necesitamos alzar la voz y defendernos.
—El Frente Cobalto de los Trabajadores para la Reforma —dijo otra voz en tono despectivo— es una banda de terroristas. Probablemente fueron ellos mismos quienes causaron el accidente.
Se escucharon murmullos, los presentes asentían con reticencia.
—Las protestas son una cosa. Las revueltas son otra.
Thara enroscó la válvula nueva en su lugar. Según el decreto imperial, los miembros del Frente Cobalto eran terroristas. Thara lamentó que no se hubieran limitado a hablar sobre procedimientos de seguridad y sobre las condiciones laborales en las fábricas, porque, siendo así, quizás hubieran logrado algo.
—¿Y es culpa nuestra? —preguntó el primer hablante—. Yo protegí al mío. No le conté a mi hijo lo que vimos en las Guerras Clones.
—¡Claro que no! —dijo un tercer sujeto, riendo—. Tus hijos jamás habrían dormido si lo hubieras hecho.
El primer hablante continuó:
—Pero así lo sabrían. Comprenderían por qué una paz dura es mejor que… mejor que la alternativa.
—Recen por que la Alianza Rebelde no ponga los ojos en Sullust. Si la situación es difícil ahora…
Thara probó la llave nueva y atrapó en la palma de su mano unas gotas de lago verde y de aroma dulce.
—No —dijo en sullustano un nuevo hablante con voz lenta, ronca e intencionalmente fuerte. Thara reconoció la ronquera característica de los pulmones afectados por las toxinas, un problema cada vez más común entre los trabajadores.
Alguien intentó acallar al nuevo hablante, mientras Thara se enderezaba detrás de la barra. El hombre de la voz ronca, un sullustano de orejas y mejillas caídas, continuó:
—Esto no es paz. Somos esclavos, todos nosotros. Y cada año el Emperador forja cadenas más fuertes.
El tío de Thara caminó apresuradamente hacia la mesa holográfica. Oprimió el brazo del anciano, pero este se apoyó en la mesa y siguió hablando.
—No me importa si me escuchan —dijo bruscamente el anciano—. Nunb dijo la verdad: dimos nuestras vidas a cambio de mil años de oscuridad. ¡El Imperio corre por las venas de nuestros nietos!
El tío de Thara obligó al hombre a sentarse de nuevo. Thara miró en torno a la mesa. Todos los trabajadores la miraban en silencio.
—Regresaré la próxima semana —dijo ella en voz baja—. Si necesitan algo, díganle a mi tío. Haré lo que pueda.
Salió del bar sin que nadie dijera ni una palabra.
Atravesó las calles dando pasos enérgicos, como si pudiera incrustar sus frustraciones en la piedra, exudarlas por las plantas de sus pies. Intentó sacar de su mente lo que había escuchado, concentrarse en las actividades que tenía por delante aquella noche. Ya de por sí iba con retraso al trabajo; no podía estar distraída durante su guardia.
Caminó con paso decidido hacia la puerta de un edificio industrial y miró el ojo mecánico del escáner para que la identificara. Pasó por dos puntos de control más, antes de llegar a su casillero, donde finalmente empezó a relajarse.
Ponerse el uniforme era algo que siempre la tranquilizaba. Había aprendido a vestirse y a colocarse los componentes en menos de un minuto, pero prefería hacerlo lentamente, empezando por quitarse, una a una, las prendas de Thara Nyende de Sullust para guardarlas en el casillero. A continuación, se ponía su nueva piel, un traje negro y grueso que se ceñía solo conforme se lo ponía y que la acaloraba, hasta que el material inteligente se ajustaba a su calor corporal y a la temperatura ambiente.
Introdujo sus pies en las botas blancas de cuero sintético y luego ajustó las grebas de plastoide a las piernas: primero la izquierda, luego la derecha, como lo hacía invariablemente. Los suaves clics y zumbidos del mecanismo demostraban que había colocado las piezas correctamente, y el entallado perfecto le daba una sensación más natural que cualquier cosa que pudiera comprar como civil. Siguió con el cinturón, la concha para la entrepierna y el peto, que al asegurarse al cinturón le daba la sensación de estar completamente vestida.
Seguían las hombreras, los guardabrazos y los guantes. Por lo general, para este momento ya había olvidado todos los problemas cotidianos. A veces notaba que su respiración se estabilizaba y su tensión muscular desaparecía gracias al apoyo de la armadura y el plastoide. Podría colocarse las piezas correspondientes a los brazos con ayuda de un droide o de un colega, pero aquel era su ritual. Le gustaba realizarlo a solas.
Finalmente, el casco.
Lo tomó de su lugar en el casillero y lo colocó sobre su cabeza. Por un breve instante se quedó a oscuras. Luego, el casco de lentes polarizados se acopló con un clic y la pantalla de datos cobró vida con un parpadeo. La función de diagnóstico de objetivos corrió sobre su perspectiva de los vestidores, y las lecturas de niveles de energía y factores ambientales parpadearon en los extremos de su campo de visión.
En un abrir y cerrar de ojos, Thara Nyende había pasado a segundo plano. Una mujer más fuerte, una mejor mujer, había tomado su lugar y estaba lista para el cumplimiento del deber.
Ella era SP-475, de la Legión Noventa y Siete de stormtroopers del Imperio.