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La teoría de la empresa

Hace mucho tiempo —quizás desde finales de los cuarenta o principios de los cincuenta— que no había tantas nuevas técnicas de gestión como en la actualidad: reducción, contratación externa, gestión para la calidad total, análisis del valor económico, establecimiento de puntos de referencia, retecnificación. Cada una de ellas es una herramienta muy poderosa. Pero, con la excepción de la contratación externa y de la retecnificación, todas ellas están diseñadas principalmente para hacer de otra forma lo que ya se está haciendo. Son herramientas para “cómo hacer”.

Pero cada vez más, el principal reto a que se enfrentan los equipos de dirección es qué hacer, especialmente en las grandes empresas que disfrutaron del éxito durante un largo período. La historia es conocida: una empresa que sólo ayer era la superestrella se encuentra ahora estancada y desalentada, en apuros y, a menudo, en medio de una crisis que parece imposible de resolver. Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos; se ha convertido en algo corriente en Japón y Alemania, los Países Bajos y Francia, Italia y Suecia. Y se produce con igual frecuencia fuera de las empresas —en sindicatos, organismos gubernamentales, hospitales, museos e iglesias. De hecho, en esos sectores parece aun más difícil de solucionar.

La causa primordial de casi todas estas crisis no es que las cosas se hagan mal; ni siquiera que se hagan las cosas equivocadas. De hecho, en la mayoría de los casos se están haciendo las cosas acertadas, pero sin que den fruto. ¿Cómo se explica esta aparente paradoja? Los supuestos sobre los que se ha construido y se gobierna la organización ya no encajan en la realidad. Esos supuestos son los que forjan la conducta de cualquier organización, dictan sus decisiones sobre qué hacer y qué no hacer y definen lo que esa organización considera que son resultados válidos. Esos supuestos son los que se refieren a los mercados, a la identificación de clientes y competidores, a sus valores y a su forma de actuar, a la tecnología y su dinámica, a los puntos débiles y fuertes de una empresa. Esos supuestos afectan a aquello por lo que una empresa cobra. Son lo que yo llamo la teoría de la empresa de una compañía.

Toda organización, sea un negocio o no, tiene una teoría de la empresa. No cabe duda de que una teoría válida que sea consistente, clara y concreta tiene una fuerza extraordinaria. Por ejemplo, en 1809, el investigador y hombre de estado Wilhelm von Humboldt fundó la Universidad de Berlín con una teoría radicalmente nueva de la universidad y durante más de cien años, hasta la llegada al poder de Hitler, esa teoría definió la universidad alemana, particularmente en cuanto a enseñanza e investigación científica. En 1870, Georg Siemens, artífice y primer director general del Deutsche Bank, el primer banco global, tenía una teoría de la empresa igualmente clara: utilizar las finanzas empresariales para unificar, por medio del desarrollo industrial, una Alemania todavía rural y dividida. A los veinte años de su fundación, el Deutsche Bank se había convertido en la primera institución financiera de Europa y ha seguido siéndolo hasta hoy, pese a las dos guerras mundiales, la inflación y Hitler. Y hacia 1870, Mitsubishi fue fundada con una teoría de la empresa clara y completamente nueva que a los diez años la convirtió en líder de un renacido Japón y al cabo de otros veinte hizo de ella la primera empresa auténticamente multinacional.

De igual manera, la teoría de la empresa explica tanto el éxito de compañías como General Motors e IBM, que han dominado la economía de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, como los problemas a los que se han enfrentado. De hecho, la base de la actual desazón de tantas grandes y prósperas organizaciones en todo el mundo es que su teoría de la empresa ya no funciona.

Siempre que una gran organización tiene problemas —especialmente si durante muchos años ha disfrutado del éxito— se culpa de ello a la indolencia, la suficiencia, la arrogancia, las burocracias “mastodónticas”. ¿Son explicaciones plausibles? Sí. Pero raramente pertinentes o correctas. Consideremos las dos “burocracias arrogantes” más visibles y denostadas entre las grandes empresas de EE.UU. que recientemente han estado en aprietos.

Desde los primeros días del ordenador, era un artículo de fe en IBM pensar que los ordenadores seguirían el camino de la electricidad. El futuro —IBM lo sabía y podía probarlo con rigor científico— estaba en la estación central, en un macroordenador al que podían conectarse un enorme número de usuarios. Todo —la economía, la lógica de la información, la tecnología— llevaba a esa conclusión. Pero entonces, inesperadamente, cuando parecía que ese sistema de información basado en una estación central, en un macroordenador, estaba haciéndose realidad, aparecieron dos jóvenes con su ordenador personal. Todos los fabricantes de ordenadores sabían que el PC era absurdo. No tenía la memoria ni la base de datos ni la velocidad o la capacidad informática necesaria para tener éxito. A ningún fabricante de ordenadores le cabía la menor duda de que el PC estaba condenado al fracaso; la misma conclusión a la que había llegado Xerox sólo unos años antes cuando su equipo de investigación construyó el primer PC. Pero cuando esa monstruosidad descabellada —primero el Apple, luego el Macintosh— salió al mercado, a la gente no sólo le gustaba, sino que además la compraba.

A lo largo de la historia, todas las grandes y prósperas compañías, al enfrentarse a una sorpresa de este calibre, se han negado a aceptarla. “Es una moda estúpida que no durará más de tres años”, dijo el director gerente de Zeiss cuando vio la nueva Kodak Brownie en 1888, momento en que la gran empresa alemana dominaba el mundo de la fotografía, como IBM dominaría el de la informática un siglo después. La mayoría de los fabricantes de grandes ordenadores reaccionaron de igual manera. La lista era larga: Control Data, Univac, Burroughs y NCR en Estados Unidos; Siemens Nixdorf, Machines Bull e ICL en Europa; Hitachi y Fujitsu en Japón. IBM, jefe supremo de los macroordenadores, con ventas que igualaban a las de todos los demás juntos y con beneficios récord, podía haber reaccionado igual. A decir verdad, debería haberlo hecho. Pero, en lugar de ello, IBM aceptó inmediatamente que el PC era la nueva realidad. Casi de la noche a la mañana echó a un lado todas sus sólidas y probadas políticas, reglas y regulaciones y puso a trabajar no a uno sino a dos equipos para que compitieran en el diseño de un PC aun más sencillo. Al cabo de un par de años, IBM se había convertido en el fabricante de ordenadores personales más grande del mundo y era quien establecía las normas para ese sector.

No hay absolutamente ningún precedente para esta hazaña en toda la historia empresarial y no puede decirse precisamente que sea un síntoma de burocracia, indolencia o arrogancia. Sin embargo, pese a una flexibilidad, agilidad y humildad sin precedentes, IBM andaba a tropezones pocos años más tarde, tanto en los macroordenadores como en los PC. De repente, era incapaz de moverse, de tomar medidas decisivas, de cambiar.

El caso de GM es igualmente desconcertante. A principios de los ochenta —justo la época en que el principal negocio de GM, el transporte para pasajeros, parecía estar casi paralizado— la organización adquirió dos grandes empresas: Hughes Electronics y Ross Perot’s Electronic Data Systems. La mayoría de los analistas consideraba que ambas eran empresas maduras y criticó a GM por haber pagado demasiado por ellas. No obstante, al cabo de muy pocos años, GM había elevado a más del triple los ingresos y beneficios de la supuestamente madura EDS. Y diez años más tarde, en 1994, el valor de mercado de EDS era de seis veces la suma que GM había pagado por ella y sus ingresos y beneficios diez veces superiores a los originales.

GM compró también Hughes Electronics —una enorme pero improductiva empresa dedicada exclusivamente a materiales para la defensa— justo antes de que la industria de la defensa se hundiera. Bajo la gestión de GM, Hughes ha aumentado sus beneficios en su campo y se ha convertido en la única empresa de su clase que realiza con éxito trabajos a gran escala ajenos al sector de la defensa. Es de destacar que los mismos contadores que tan ineficaces se habían mostrado en el negocio del automóvil —veteranos con 30 años de servicio en GM que nunca habían trabajado para otra empresa o, de hecho, en ningún otro departamento que no fuera el de finanzas o contabilidad— fueron quienes consiguieron esos resultados tan asombrosos. Y en las dos empresas adquiridas se limitaron a aplicar las políticas, prácticas y procedimientos que ya habían sido utilizados por GM.

Ésta es una historia muy conocida en GM. Desde la fundación de la empresa, hace ochenta años, en medio de un frenesí de adquisiciones, una de sus competencias básicas ha sido “pagar de más” por empresas de buen funcionamiento pero maduras —como hizo por Buick, AC Spark Plug y Fisher Body en aquellos primeros tiempos— y luego convertirlas en campeonas mundiales. Muy pocas compañías han conseguido igualar los resultados de GM haciendo adquisiciones fructíferas y a buen seguro GM no pudo lograr esas hazañas siendo burocrática, indolente o arrogante. No obstante, lo que funcionó de forma tan maravillosa en aquellos negocios de los que GM no sabía nada, fracasó miserablemente en la misma GM.

¿Cómo se puede explicar el hecho de que tanto en IBM como en GM las políticas, prácticas y conductas que funcionaron durante décadas —y en el caso de GM siguen funcionando cuando se aplican a algo nuevo y diferente— ya no funcionan para la organización en la que —y para la que— fueron ideadas? Las realidades a las que se enfrentan ahora esas organizaciones son espectacularmente distintas de aquellas en las que cada una cree que sigue inmersa. Dicho de otro modo, la realidad ha cambiado, pero la teoría de la empresa no lo ha hecho.

Antes de su ágil reacción ante la nueva realidad del PC, IBM ya había dado, de la noche a la mañana, una vuelta de 180º a su estrategia. En 1950, Univac, por entonces líder mundial en ordenadores, exhibió el prototipo de la primera máquina pensada para ser un ordenador de usos múltiples. Todos los diseños anteriores habían sido para máquinas de un único uso. Los dos ordenadores anteriores de la propia IBM, construidos a finales de los treinta y en 1946, respectivamente, se limitaban a realizar cálculos astronómicos. Y la máquina que IBM tenía en el tablero de dibujo en 1950, destinada al sistema de defensa aéreo SAGE en el Ártico, en Canadá, sólo tenía un objeto: la rápida identificación de la aviación enemiga. IBM dejó de lado inmediatamente su estrategia de desarrollo de máquinas avanzadas de una única prestación y puso a sus mejores ingenieros a trabajar para perfeccionar la arquitectura de Univac y, a partir de ahí, diseñar el primer ordenador de múltiples usos susceptible de ser fabricado (no construido a mano) y revisado. Al cabo de tres años, IBM se había convertido en la principal abanderada y fabricante mundial de ordenadores. IBM no creó el ordenador, pero en 1950 su flexibilidad, rapidez y humildad crearon la industria informática.

No obstante, los mismos supuestos que en 1950 la habían ayudado a triunfar demostraron ser su perdición treinta años más tarde. En los setenta, tal como había hecho en los cincuenta, IBM dio por supuesto que existía una cosa llamada “ordenador”, pero la aparición de los PC invalidó ese supuesto. De hecho, los ordenadores centrales y los PC son tanto una única entidad como las centrales generadoras y las tostadoras eléctricas. Estas últimas, aunque diferentes, son interdependientes y complementarias. Por el contrario, los ordenadores centrales y los PC son principalmente competidores. Es más, en su definición básica de información, se contradicen entre sí: para el ordenador central, información equivale a memoria, para el PC sin cerebro, significa programas. La construcción de centrales generadoras y la fabricación de tostadoras deben llevarse como negocios separados, aunque puedan ser propiedad de la misma entidad empresarial, como fue el caso de General Motors durante décadas. Por el contrario, es probable que los ordenadores centrales y los PC no puedan coexistir dentro de la misma entidad corporativa.

IBM trató de combinar las dos actividades pero, al ser los PC la parte de la empresa que crecía con mayor rapidez, no pudo subordinarla a los ordenadores centrales. Como resultado, no pudo optimizar el negocio de estos últimos y, como ellos seguían siendo su vaca lechera, tampoco pudo optimizar el negocio de los PC. Al final, el supuesto de que un ordenador es un ordenador —o, más prosaicamente, que la base de la industria son las máquinas— paralizó a IBM.

La teoría de la empresa de GM tenía incluso más fuerza y éxito que la de IBM y había hecho de GM la organización industrial mayor y más rentable del mundo. La empresa no había tenido ni un contratiempo en setenta años, un récord sin parangón en la historia. La teoría de GM combinaba en una única trama sin fisuras supuestos referidos a mercados y clientes con otros referidos a competencias nucleares y estructura organizativa.

Desde principios de los años veinte, GM había dado por supuesto que el mercado automovilístico de EE.UU. era homogéneo en sus valores y segmentado según unos grupos de renta extremadamente estables. El valor de reventa del “buen” coche usado era la única variable independiente bajo control de la dirección. Una valoración alta del vehículo viejo al comprar uno nuevo permitía que, al cambiar de coche, los clientes adquirieran uno de una categoría superior; en otras palabras, que compraran coches con unos márgenes de beneficio mayores. De acuerdo con esta teoría, si los modelos cambiaban con frecuencia sólo se conseguiría disminuir el valor de canje.

Internamente, esos supuestos de mercado iban de la mano con otros sobre cómo debía organizarse la producción para que rindiera la mayor participación de mercado y el máximo beneficio. En el caso de GM, la respuesta fue gran cantidad de coches producidos en serie con un mínimo de cambios por modelo y año, lo cual tuvo como resultado poner en el mercado el máximo de modelos anuales uniformes al mínimo coste fijo por coche.

La dirección de GM tradujo entonces estos supuestos sobre mercado y producción en una estructura de divisiones semiautónomas, cada una dedicada a un segmento de ingresos y organizada de tal manera que su modelo de más alto precio se solapaba con el modelo de menos precio de la siguiente categoría, casi forzando así a que la gente cambiara a más, siempre y cuando los precios de los coches usados fueran altos.

Durante setenta años esta teoría fue algo mágico. Incluso en lo más profundo de la Depresión, GM rendía beneficios cada año y seguía ganando parte del mercado. Pero a finales de los setenta esos supuestos dejaron de ser válidos. El mercado se estaba fragmentando en segmentos muy inestables según el “estilo de vida”. Los ingresos se convirtieron sólo en un factor entre otros muchos que afectaban la decisión de compra, no en el único. Al mismo tiempo, una fabricación limitada creaba una economía de pequeña escala y hacía que los ciclos cortos y las variaciones en los modelos fueran menos costosas y más rentables que las largas series de productos uniformes.

GM sabía todo esto pero, sencillamente, no podía creerlo (el sindicato de GM sigue sin creerlo). Así pues, la empresa trató de solucionarlo a base de parches. Mantuvo las divisiones existentes basadas en la segmentación por nivel de ingresos, pero cada división ofrecía ahora “un coche para cada bolsillo”. Trató de competir con la economía de pequeña escala automatizando su producción en serie, a gran escala y con ciclos de trabajo largos (perdiendo unos treinta mil millones de dólares en el proceso). En contra del parecer popular, GM dedicó una energía prodigiosa, un trabajo muy duro y unas pródigas inversiones de tiempo y dinero a componer las cosas, pero esos parches sólo confundieron a los clientes, los distribuidores, los empleados y a la misma dirección. Entretanto, GM descuidaba su auténtico mercado de crecimiento, donde tenía el liderazgo y donde hubiera sido casi imbatible: los camiones ligeros y las camionetas pequeñas.

Una teoría de la empresa tiene tres partes. En primer lugar, hay supuestos sobre el entorno de la organización: la sociedad y su estructura, el mercado, el cliente y la tecnología.

En segundo lugar, hay supuestos sobre la misión específica de la organización. Sears, Roebuck and Company, en los años durante y después de la Primera Guerra Mundial, definió su misión diciendo que era el comprador bien informado para la familia de Estados Unidos. Una década más tarde, Marks and Spencer, en Gran Bretaña, definió su misión diciendo que era el agente del cambio de la sociedad británica al convertirse en el primer establecimiento minorista para todas las clases sociales. AT&T, de nuevo en los años durante e inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, definió su cometido diciendo que garantizaba que cada familia y empresa de Estados Unidos tuviera acceso a un teléfono. La misión de una organización no es necesariamente tan ambiciosa. GM imaginaba un papel mucho más modesto, el de líder en “equipos de transporte terrestre motorizados”, en palabras de Alfred P. Sloan, Jr.

En tercer lugar, hay supuestos sobre las competencias nucleares necesarias para llevar a término la misión de la organización. Por ejemplo, West Point, fundada en 1802, definió su competencia nuclear como la capacidad para producir líderes que merecieran confianza. Marks and Spencer, alrededor de 1930, definió su competencia nuclear como la capacidad de identificar, diseñar y producir la mercancía que vendía, en lugar de la capacidad de vender. AT&T, alrededor de 1920, definió su competencia nuclear como el liderazgo técnico que permitiría a la empresa mejorar el servicio de forma ininterrumpida, al tiempo que rebajaba las tarifas de forma continuada.

Los supuestos sobre el entorno definen aquello por lo que se paga a una organización. Los supuestos sobre la misión definen lo que una organización considera que son resultados significativos; en otras palabras, señalan la forma en que esa organización se ve a sí misma haciendo cosas que importan en la economía y en la sociedad en su conjunto.

Finalmente, los supuestos sobre las competencias nucleares definen en qué debe sobresalir una organización para mantener el liderazgo.

Por supuesto, todo esto suena engañosamente sencillo. Por lo general, lleva años de trabajo duro, de pensar y experimentar para llegar a una teoría válida, coherente y clara de la empresa. Pero, para tener éxito, todas las organizaciones deben elaborar su teoría.

¿Cuáles son las características esenciales de una teoría válida de la empresa? Son cuatro.

1. Los supuestos sobre entorno, misión y competencias nucleares deben ajustarse a la realidad. Cuando cuatro jóvenes sin dinero de Manchester, Inglaterra —Simon Marks y sus tres cuñados—, decidieron a principios de los años veinte que un bazar barato, vulgar y corriente, se convertiría en agente del cambio social, la Primera Guerra Mundial había afectado de forma notable la estructura de clases del país. Asimismo, había creado masas de nuevos compradores en busca de mercancías de buena calidad, con estilo y económicas, como artículos de lencería, blusas y medias, las primeras categorías de productos de Marks and Spencer que alcanzaron el éxito. La empresa puso entonces manos a la obra para crear competencias inauditas y nunca vistas antes. Hasta entonces, la principal aptitud de un comerciante era su capacidad para comprar bien. Marks and Spencer decidió que era el comerciante, y no el fabricante, quien conocía al cliente. Por lo tanto, el comerciante, y no el fabricante, debía diseñar los productos, desarrollarlos y encontrar fabricantes que produjeran las mercancías según sus diseños, características y costes. Tardaron entre cinco y ocho años en elaborar esta nueva definición del comerciante y hacer que fuera aceptable para los proveedores tradicionales, que siempre se habían considerado “fabricantes” y no “subcontratados”.

2. Los supuestos de los tres campos tienen que encajar unos en otros. Ésta fue tal vez la mayor fuerza de GM en las largas décadas de su dominio. Sus supuestos sobre el mercado y sobre el proceso de fabricación óptimo encajaban perfectamente. GM decidió, a mediados de los años veinte, que también necesitaba competencias nuevas y desconocidas hasta entonces: el control financiero del proceso de fabricación y una teoría para las asignaciones de capital. Como resultado, GM inventó la moderna contabilidad de costes y el primer procedimiento racional de asignación de capital.

3. La teoría de la empresa debe ser conocida y comprendida en toda la organización. Eso es fácil en los primeros tiempos de una organización. Pero, según va alcanzando el éxito, una organización tiende cada vez más a dar su teoría por supuesta y a ser cada vez menos consciente de ella. Entonces la organización se vuelve descuidada, empieza a saltarse algunas reglas, a buscar lo expeditivo en lugar de lo correcto; deja de pensar, de poner las cosas en duda. Recuerda las respuestas pero ha olvidado las preguntas. La teoría de la empresa se convierte en “cultura”. Pero la cultura no es un sustituto de la disciplina y la teoría de la empresa es una disciplina.

4. La teoría de la empresa tiene que ser puesta a prueba constantemente. No está grabada en una lápida, es una hipótesis. Y una hipótesis sobre cosas sujetas a fluctuaciones constantes: la sociedad, los mercados, los clientes, la tecnología. Por ello, incorporada a la teoría de la empresa debe estar la capacidad de cambiarse a sí misma.

Algunas teorías de la empresa tienen tanta fuerza que perduran largo tiempo. Pero, por ser invenciones humanas, no duran para siempre y, a decir verdad, hoy raras veces duran mucho tiempo. Más pronto o más tarde, todas las teorías de la empresa caducan y luego pierden todo valor. Eso es precisamente lo que sucedió con aquellas teorías sobre las que se construyeron las grandes empresas de Estados Unidos en los años veinte. Les sucedió a GM y a AT&T. Le ha sucedido a IBM. Y le está sucediendo claramente al Deutsche Bank y a su teoría del banco global. También le está sucediendo al keiretsu japonés.

La primera reacción de una organización cuya teoría está quedando caduca es casi siempre a la defensiva. La tendencia es esconder la cabeza bajo el ala y pretender que no pasa nada. La siguiente reacción es un intento de poner parches, como GM hizo a principios de los ochenta o como el Deutsche Bank está haciendo en la actualidad. En realidad, las súbitas e inesperadas crisis de una gran empresa alemana tras otra, todas con el Deustche Bank como “banco de la casa”, señalan que su teoría ya no funciona. Es decir, el Deustche Bank ya no hace aquello para lo que fue ideado: proveer una gobernación eficaz a la corporación moderna.

Pero poner parches es algo que nunca funciona. En lugar de ello, cuando una teoría muestra los primeros signos de caducidad, es el momento de empezar a replantearse las cosas, de preguntarse qué supuestos sobre el entorno, la misión y las competencias nucleares reflejan la realidad con mayor precisión, con la clara premisa de que los supuestos que nos han sido transmitidos a lo largo de la historia, aquellos con los que todos crecimos, ya no bastan.

Entonces, ¿qué hay que hacer? Es necesario que haya una atención preventiva; esto es, que se incorpore a la organización un control y una comprobación sistemáticos de su teoría de la empresa. Es necesario efectuar un rápido diagnóstico. Y finalmente, es necesario replantear una teoría que se ha estancado y tomar medidas eficaces para cambiar políticas y prácticas a fin de conformar la conducta organizativa a las nuevas realidades de su entorno, definiendo de nuevo su misión y nuevas competencias nucleares que hay que idear y adquirir.

Sólo hay dos medidas preventivas pero, utilizadas de forma coherente, tendrían que conseguir que la organización se mantuviera alerta y fuera capaz de cambiarse a sí misma y a su teoría rápidamente. La primera medida es lo que yo denomino abandono. Cada tres años, una organización debería poner a prueba cada producto, cada servicio, cada política, cada canal de distribución mediante la pregunta: “Si no estuviéramos haciéndolo ya, ¿empezaríamos a hacerlo ahora?” Al poner en tela de juicio las políticas y procedimientos aceptados, la organización se obliga a reflexionar sobre su teoría; se obliga a poner a prueba sus supuestos; se obliga a preguntar: ¿Por qué no ha funcionado esto, pese a que parecía tan prometedor cuando lo iniciamos hace cinco años? ¿Es debido a que nos equivocamos? ¿Es debido a que lo que hicimos no era lo acertado? ¿O es debido a que hicimos lo acertado pero no funcionó?

Sin un abandono sistemático y decidido, una organización se verá rebasada por los acontecimientos. Despilfarrará sus mejores recursos en cosas que nunca debería haber hecho o que ya debería haber dejado de hacer. Como resultado, carecerá de los recursos, especialmente del personal capaz, necesarios para aprovechar las oportunidades que surgen cuando los mercados, las tecnologías y las competencias nucleares cambian. En otras palabras, será incapaz de reaccionar de forma constructiva ante las oportunidades que se crean cuando su teoría de la empresa caduca.

La segunda medida preventiva es estudiar qué sucede fuera de la empresa y, especialmente, observar a los no clientes. La dirección por contacto se puso de moda hace unos años y es importante, como también lo es saber lo máximo posible de nuestros clientes —el sector, quizás, donde la tecnología de la información está haciendo los avances más rápidos—, pero los primeros signos de un cambio fundamental raras veces aparecen dentro de nuestra propia organización o entre nuestros propios clientes; casi siempre surgen primero entre quienes no son nuestros clientes. Éstos, por lo general, son mucho más numerosos que los primeros. Wal-Mart, el gigante actual de la venta al detalle, tiene un 14 por ciento del mercado de artículos de consumo de Estados Unidos; eso significa que hay un 86 por ciento que no son clientes suyos.

De hecho, el mejor ejemplo reciente de la importancia de los que no son clientes nos lo dan los grandes almacenes. En su punto culminante, hace unos veinte años, los grandes almacenes servían a un 30 por ciento del mercado minorista de productos no alimentarios. Interrogaban continuamente a sus clientes, los estudiaban, los controlaban pero no prestaban atención alguna al 70 por ciento del mercado formado por quienes no eran clientes suyos. No veían ninguna razón para hacerlo. Su teoría de la empresa daba por supuesto que la mayoría de las personas que podía permitirse comprar en grandes almacenes lo hacía. Hace cincuenta años ese supuesto se ajustaba a la realidad, pero cuando la generación del baby boom se hizo adulta, dejó de ser cierto. Para el grupo dominante en esa generación —mujeres de familias con educación y dos sueldos— no era el dinero lo que decidía dónde comprar; el factor primordial era el tiempo y las mujeres de esa generación no podían perder el tiempo comprando en los grandes almacenes. Debido a que éstos sólo miraban a sus clientes, no se apercibieron de ese cambio hasta hace pocos años pero, para entonces, el negocio ya se estaba quedando seco y era demasiado tarde para recuperar a la generación del baby boom. Los grandes almacenes aprendieron a su costa que aunque es vital que el cliente sea el principal impulso de una empresa, no es suficiente. Una organización también debe tener en cuenta el mercado.

Para diagnosticar rápidamente los problemas, los directores tienen que prestar atención a las señales de peligro. La teoría de la empresa queda siempre anticuada cuando esa empresa alcanza sus objetivos originales. Así, pues, conseguir los objetivos no es un motivo de celebración, sino de replanteamiento. AT&T logró su misión de dar a cada familia y empresa de EE.UU. acceso al teléfono hacia mediados de los cincuenta. Algunos ejecutivos dijeron entonces que aquél era el momento de fijar de nuevo la teoría de la empresa y, por ejemplo, separar el servicio local —donde ya se habían alcanzado los objetivos— del negocio futuro y en crecimiento, empezando con los servicios de larga distancia y siguiendo con las telecomunicaciones mundiales. Sus argumentos no fueron escuchados y a los pocos años AT&T empezó a estancarse, siendo rescatada en última instancia por la reglamentación antimonopolio, que obligó a hacer por decreto lo que la dirección de la empresa se había negado a hacer voluntariamente.

Un rápido crecimiento es otro signo seguro de que la teoría de una organización está en crisis; cualquier organización que doble o triplique su tamaño en un período relativamente corto por fuerza ha dejado pequeña su teoría. Incluso Silicon Valley ha aprendido que las juergas de cerveza dejan de ser adecuadas para la comunicación cuando una empresa es tan grande que la gente tiene que llevar una etiqueta con su nombre. Pero ese crecimiento pone en tela de juicio supuestos, políticas y costumbres mucho más profundos. Para mantenerse en buena salud, por no hablar de crecer, la organización tiene que volver a plantearse preguntas sobre su entorno, su misión y sus competencias nucleares.

Hay aún dos signos claros más de que la teoría de la empresa que tiene una organización ya no es válida. Uno es un éxito inesperado, tanto si es propio como si es de un competidor; el otro es un fracaso inesperado, también aquí tanto si es propio como si es de un competidor.

Por la misma época en que las importaciones de automóviles japoneses tenían a los Tres Grandes de Detroit contra las cuerdas, Chrysler registró un éxito totalmente inesperado. Sus transportes para pasajeros tradicionales iban perdiendo parte del mercado aun más rápido que GM o Ford, pero las ventas de su Jeep y de sus nuevas camionetas de pequeño tamaño —una idea surgida casi por casualidad— se disparaban. Por aquel entonces, GM era el líder indiscutido del mercado de los camiones ligeros tanto en el diseño como en la calidad de sus productos, pero no prestaba atención alguna a sus camiones ligeros. Después de todo, tanto las camionetas como los camiones ligeros siempre habían sido clasificados como vehículos comerciales y no como vehículos de pasajeros en las estadísticas tradicionales, pese a que la mayoría de ellos se compraban ahora para cumplir la segunda función. No obstante, si GM hubiera prestado atención al éxito de su competidor más débil, Chrysler, puede que se hubiera dado cuenta mucho antes de que sus supuestos tanto sobre su mercado como sobre sus competencias nucleares ya no eran válidos. Desde el principio, el mercado de las pequeñas camionetas y de los camiones ligeros no era un mercado dependiente de los ingresos y estaba poco influenciado por los precios de canje del coche viejo por uno nuevo. Y, paradójicamente, los camiones ligeros eran el sector en el que GM, quince años antes, había dado pasos importantes hacia lo que ahora llamamos fabricación limitada.

Al igual que un éxito inesperado, un fracaso inesperado es también una señal de peligro y debería tomarse tan en serio como el primer ataque de corazón “menor” en un hombre de sesenta años. Hace sesenta años, en medio de la Depresión, Sears decidió que los seguros del automóvil se habían convertido en un “accesorio” en lugar de un producto financiero y que, por lo tanto, venderlos encajaría en la misión de la empresa como vendedor informado para la familia estadounidense. Todo el mundo pensó que en Sears estaban locos, pero los seguros de automóviles se convirtieron en el negocio más rentable de la empresa de forma casi instantánea. Al cabo de veinte años, en los cincuenta, Sears decidió que los anillos de diamantes habían llegado a ser una necesidad en lugar de un lujo y la empresa se convirtió en el mayor —y probablemente más rentable— vendedor minorista de diamantes en el mundo. Era solamente lógico que en 1981 Sears decidiera que los productos de inversión eran entonces artículos de consumo para la familia de Estados Unidos. Compró Dean Witter y trasladó sus oficinas a los almacenes de Sears. Esa jugada fue un desastre total: estaba claro que el público de Estados Unidos no consideraba que sus necesidades financieras fueran “productos de consumo”. Cuando Sears finalmente abandonó el intento y decidió administrar Dean Witter como negocio independiente, fuera de los almacenes Sears, la empresa empezó a prosperar inmediatamente. En 1992, Sears la vendió con un considerable beneficio.

Si Sears hubiera visto su fracaso para convertirse en el proveedor de inversiones familiares para la familia del país como un fracaso de su teoría y no como un incidente aislado, puede que hubiera empezado a estructurarse y posicionarse de nuevo diez años antes de lo que lo hizo, en un momento en que todavía gozaba de un importante dominio del mercado. Sears podía haber visto entonces, como hicieron varios de sus competidores, por ejemplo J. C. Penney, que el fracaso con Dean Witter ponía en duda todas las ideas existentes sobre la homogeneidad del mercado; esas mismas ideas en las cuales Sears, y otros minoristas a gran escala, habían basado su estrategia durante años.

Tradicionalmente, hemos intentado encontrar el hacedor de milagros que con su barita mágica fuera capaz de darle la vuelta a una empresa debilitada. Sin embargo, para establecer, mantener y restablecer una teoría no se requiere un Genghis Kahn o un Leonardo da Vinci en las dependencias del ejecutivo jefe. No se trata de ser un genio, se trata de trabajar duro. No se trata de ser inteligente, se trata de ser concienzudo. Para eso se paga a un director general.

Sin duda hay bastantes directores generales que han cambiado con éxito su teoría de la empresa. El que convirtió a Merck en la empresa farmacéutica de mayor éxito mundial centrándose únicamente en la investigación y desarrollo de medicamentos innovadores, patentados y con unos altos márgenes de beneficio, cambió de forma radical la teoría de la compañía al adquirir un gran distribuidor de medicamentos genéricos y de venta sin receta. Lo hizo sin que hubiera una “crisis”, mientras a Merck le iba ostensiblemente muy bien. De forma similar, hace unos años, el nuevo director general de Sony, el fabricante de aparatos electrónicos más famoso del mundo, cambió la teoría de la empresa de su compañía. Adquirió una compañía de producción cinematográfica de Hollywood y, con esa adquisición, desplazó el centro de gravedad de la organización, que pasó de ser un fabricante de aparatos en busca de programas a ser un productor de programas que crea una demanda de mercado para sus aparatos.

Pero por cada uno de estos hacedores de milagros, hay docenas de directores generales igualmente capaces cuyas organizaciones se tambalean. No nos podemos fiar de los hacedores de milagros para que rejuvenezcan una teoría de la empresa que ha quedado caduca, como tampoco podemos confiar en ellos para que curen otros tipos de enfermedades graves. Y cuando uno habla con esos supuestos milagreros, ellos niegan con vehemencia que actúen por carisma, visión o, si a ello vamos, mediante la imposición de las manos. Empiezan por el diagnóstico y el análisis; aceptan que conseguir objetivos y un rápido crecimiento exige reflexionar seriamente sobre la teoría de la empresa. No desestiman un fracaso inesperado como si fuera el resultado de la incompetencia de un subordinado o un accidente sino que lo tratan como un síntoma de un “fallo del sistema”. No se arrogan el mérito de un éxito inesperado sino que lo consideran un desafío a sus hipótesis.

Aceptan que la caducidad de una teoría es una enfermedad degenerativa y que, de hecho, puede llegar a ser mortal. Y conocen y aceptan el probado principio del cirujano, el más antiguo principio de la toma de decisiones eficaz: una enfermedad degenerativa no se curará con la dilación; exige una actuación decidida.

1994