CAPÍTULO 6

El maletón de Sanjurjo

En el aeropuerto de Santa Cruz, cercano a Lisboa, aterriza la avioneta Puss Moth del piloto y activista monárquico Juan Antonio Ansaldo, que debe conducir a Sanjurjo a España. La mañana siguiente amanece neblinosa. Ansaldo despega de nuevo y aterriza en un llano herboso de Cascaes, próximo a la famosa Boca do Inferno, donde lo espera el general rodeado de amigos y correligionarios que quieren asistir al histórico momento. Ansaldo observa la abultada maleta que a duras penas arrastra el asistente del general.

—Va a ser demasiado peso para la avioneta —objeta—. Llevamos el depósito a tope de gasolina y la pista es corta y acaba en árboles.

—La maleta tiene que ir —replica el ayudante de Sanjurjo—. Contiene los uniformes de gala del general y sus condecoraciones. ¡No va a llegar a Burgos, en vísperas de la entrada triunfal en Madrid, sin los uniformes!

Ansaldo se resigna. Acomodan el maletón en el espacio de carga y suben al aparato. Lastrada con ese fardo, y con el general, que también pesa lo suyo, la aeronave se desliza por el prado herboso. El piloto acelera el motor al máximo mientras retiene el aparato en tierra, la palanca adelantada, para que, al tirar de ella bruscamente hacia atrás, la potencia acumulada lo catapulte en el aire y le permita ganar altura en pocos segundos. Casi lo consigue: la avioneta se eleva sobre la pista, pero las ruedas tropiezan en la copa de un árbol.

Una de las distinguidas señoras del comité de despedida grita. Los caballeros se adelantan. La avioneta pierde altura. El piloto intenta un aterrizaje forzoso en el campo vecino, pero se estrella contra una cerca de piedra. Sanjurjo muere en el acto al golpearse la cabeza contra una barra de la carlinga. Ansaldo sobrevive.

Esa noche, en Lisboa, el marqués de Quintanar acude a la capilla ardiente en la que se vela el cadáver del general golpista: «¡Sanjurjo ha muerto! —exclama—. ¡Viva Franco!»

Palabras proféticas.

Sanjurjo ha muerto, pero Franco, más vivo que nunca, mueve los hilos del golpe de Estado con prudencia y diligencia. El ABC de Sevilla denomina a la rebelión militar «Cruzada en defensa de España», y unos días más tarde llamará a Franco «Caudillo».

Franco, mientras tanto, se afana en acrecentar sus medios y llama a la puerta de Alemania. El teniente coronel español Juan Beigbeder, conocido en Berlín porque ha sido agregado militar en aquella embajada, remite un telegrama urgente al agregado militar alemán en París, que es amigo suyo: «El general Franco y el coronel Beigbeder presentan sus respetos a su amigo el ilustrísimo general Kühlenthal, le informan del nuevo Gobierno nacional de España y le ruegan envíe diez aviones de transporte de tropas de máxima capacidad por mediación de empresas privadas alemanas. Los aviones pueden venir pilotados por tripulación alemana a cualquier aeródromo del Marruecos español. El contrato se firmará más tarde. ¡Muy urgente! Bajo palabra del general Franco y de España.»

También Queipo de Llano y Mola solicitan ayuda alemana. Mola envía a Berlín al marqués de Portago con una carta avalada por el general Cabanellas, presidente del Comité de Defensa, en la que solicita treinta aviones que, sugiere, podría recibir a través de Portugal. Queipo, por su parte, cursa su petición con ayuda de Fiessler, delegado de la Luft Hansa1 en Sevilla. Necesita veinte aparatos que podrían llegar a Sevilla como aviones comerciales de la Luft Hansa.

A las tres peticiones responde negativamente el ministro de Exteriores alemán, Neurath. A Alemania no le interesa apoyar una rebelión militar contra un gobierno legítimo en cuyo territorio viven más de quince mil súbditos germanos y negocian más de mil empresas del mismo origen. Por otra parte, resulta sospechosa la falta de coordinación de esos tres generales rebeldes que ni siquiera se ponen de acuerdo para cursar una única demanda de ayuda. Es muy posible que una rebelión tan descoordinada no prospere.

Pero uno de los generales, Franco, es más precavido que los otros y cursa una segunda petición a Hitler por otro conducto, más directo, el partido nazi, sin pasar por el Ministerio de Exteriores alemán.

Entre las personas que esperaban a Franco en el aeródromo de Tetuán cuando aterrizó el Dragon Rapide figuraba un joven y ambicioso hombre de negocios alemán establecido en Marruecos, Johannes Bernhardt, nazi fervoroso y Gauleiter o delegado del partido de Hitler para el norte de África. Bernhardt, que es muy amigo de algunos falangistas y militares derechistas de la zona y está en buenas relaciones con los mandos de la compañía aérea Luft Hansa y con el propio ministro del Aire, Goering, se ofrece para gestionar la compra de armas en Alemania. Franco le encomienda la misión de volar a Alemania en el Ju-52 matrícula D-APOK de la Luft Hansa, Max von Müller, que los rebeldes han requisado en Canarias, y entregarle al Führer una carta personal suya en la que solicita ayuda.2

Parte el avión con su piloto, Alfred Henke, capitán del arma aérea alemana, que no está contrariado en absoluto por la aventura militar en la que lo han metido. Detrás, en la cabina de pasaje, acomodados en los asientos de mimbre, van Bernhardt y un oficial de aviación española, el capitán Francisco Arranz, que ha realizado un curso en Alemania y chapurrea el idioma de Goethe (y de Hitler). Arranz intenta conversar con su compañero de viaje, pero el fragor de los motores es tal que al rato permanecen mudos, cada cual sumido en sus pensamientos. Son conscientes de estar viviendo un histórico momento.

El aparato hace escala en Sevilla, donde una avería mecánica lo retiene un par de días. Cuando por fin despega, en la madrugada del 24 de julio, al sobrevolar Albacete, un caza republicano se le aproxima y vuela en paralelo con el consiguiente acojono de los viajeros (¿y si nos obliga a aterrizar en un aeródromo republicano?). Tras unos momentos de indecisión, que les parecen eternos, el piloto del caza advierte la matrícula alemana, levanta la mano para saludar y se retira. El Ju-52 Max von Müller prosigue su vuelo sin más contratiempos y llega a su destino, Berlín, después de dos escalas técnicas en Marsella y Stuttgart. Ernst Bohle, jefe del Partido Nazi Exterior, conduce a los enviados de Franco ante Goering, al que el almirante (y espía) Canaris ha elogiado la figura del general Franco.

Hitler está en la localidad de Bayreuth, donde cada año por estas fechas asiste al festival en el que se representan las óperas de Wagner. Allá van los emisarios con la carta del general rebelde. El día 26, finalizada la representación de la ópera La Valkiria, en la que aparece una rubia gorda vestida de armadura, con un lanzón en la mano, lo que eleva al Führer a una especie de trance heroico, Goering y Canaris le exponen el caso.

—¿Quién es ese Franco? —inquiere el Führer.

Canaris, buen conocedor de España, se lo explica.

Goering señala que, a cambio de la ayuda solicitada, se podría obtener de España el hierro de Vizcaya y sobre todo el wolframio que la industria alemana de guerra precisa desesperadamente. En Galicia, una de las regiones de España, abunda tanto el wolframio que hasta las cercas de los campos y las chozas de los indígenas se construyen con ese mineral. Por su parte, Canaris señala que el Gobierno francés está ayudando a la República.

El Führer, furibundo antibolchevique, decide ayudar a los militares españoles rebelados contra el Gobierno marxista. Enviará los aviones que Franco solicita, unos directamente por aire y otros por mar, desmontados. Además añade a la lista seis cazas He-51 que escolten a los lentos trimotores durante las operaciones. El ministro de Exteriores, Neurath (que ya había rechazado las peticiones de Franco, Queipo y Mola llegadas a su despacho), acata sin rechistar la voluntad del Führer. Si acaso, procura que la intervención alemana en ese conflicto pase lo más inadvertida posible. Se crea una compañía comercial HISMA (Hispano-Marroquí) para encauzar las ayudas bajo cobertura civil. El ministro de Propaganda Goebbels cursa instrucciones a la prensa: a partir de hoy los españoles rebelados contra el Gobierno no se denominarán «rebeldes» sino «nacionalistas».

El 28 de julio, a la una de la tarde, el Ju-52 Max von Müller aterriza en Tetuán después de once horas de vuelo sin escalas (le han adosado depósitos suplementarios en Berlín). Los viajeros descienden la escalerilla, molidos pero exultantes. Buenas noticias: el Führer ayudará a los rebeldes españoles, perdón, a los nacionalistas. Franco, que no cabe en sí de gozo, invita al piloto Henke a desayunar café con leche, tostadas con mantequilla y pastela marroquí.

—¿Qué tal el vuelo? —se interesa Franco.

—Sin novedad, usía —responde el teutón—. Excelente avión. Técnica alemana.

Años más tarde, Hitler comentará, en una de sus conversaciones de sobremesa: «Franco tiene que levantar un monumento a la gloria del Ju-52. A este avión es al que tiene que agradecer su victoria la revolución española. Fue una suerte que nuestro avión pudiera volar directamente de Stuttgart a España.»3

El Max von Müller, ya con los distintivos de la aviación nacionalista, se incorpora al puente aéreo que está trasladando moros y legionarios a Sevilla.

Mientras tanto, Mussolini decide ayudar a Franco. ¿Qué lo ha hecho cambiar de idea? Quizá una llamada telefónica de Alfonso XIII, las gestiones de algunos monárquicos españoles, las de Luis Bolín, el enviado de Franco, que ha mantenido una segunda entrevista con Ciano, o quizá la noticia de que el Gobierno francés está suministrando aviones a la República española.

Mussolini le envía a Franco doce trimotores de transporte Savoia-Marchetti 81. Los aparatos, con los distintivos militares burdamente borrados y las tripulaciones vestidas de paisano y provistas de documentación española, con las fotos aún frescas, despegan de la base de Cagliari, Cerdeña, y sobrevuelan el Mediterráneo rumbo a Marruecos, en vuelo sin escalas. Nueve de ellos consiguen alcanzar Tetuán, con los depósitos casi vacíos, pero los tres restantes se quedan en el camino: uno aterriza de emergencia en la base francesa marroquí de Bekrane, otro cae al mar y el tercero se estrella en la orilla derecha del río Muluya, en Zaida, Marruecos francés, cerca de la frontera española. El capitán Criado, de la aviación española, localiza sus restos desde el aire.

—¡Vaya hostia que se dieron!

Al día siguiente la noticia aparece destacada en L’Echo de Paris.

Se descubrió el pastel. Una pequeña contrariedad que revela la implicación italiana en el conflicto.

Los nueve Savoia comienzan inmediatamente a transportar tropas al otro lado del estrecho.

A los Savoia siguen, por vía marítima, doce aviones de caza Fiat CR-32, superiores a los republicanos, doce cañones, cinco tanquetas Ansaldo CV-3 y cuarenta ametralladoras.

Franco está llenando de acero su cesta de la compra. Ahora sólo le falta llevar la guerra a la Península.

Los amigos de Franco.