CAPÍTULO 5

Tanta violencia como sea menester

Madrid. Las instrucciones del Director, el general Mola, son ocupar los centros de gobierno usando «tanta violencia como sea menester», pero los sublevados de Madrid, que no las tienen todas consigo, se limitan a concentrarse en el cuartel de la Montaña y en el campamento de Carabanchel en una modosa actitud más cercana a la desobediencia civil que a la rebelión militar.

Mientras tanto, los oficiales leales al Gobierno, más decididos, ocupan las dependencias del Ministerio de la Guerra y otros edificios oficiales, entre ellos la estación de radio de la Marina, sita en la Ciudad Lineal. Desde allí, el oficial radiotelegrafista Benjamín Balboa cursa un comunicado a la flota denunciando las intenciones golpistas de gran parte de los jefes. La marinería, que está muy infiltrada de células anarquistas y comunistas, se amotina, se declara fiel a la República, detiene a los oficiales y a muchos los asesina. En el acorazado Jaime I se forma un comité de la Compañía de Navío que se amotina cuando navegan a la altura del cabo Montego. En el intercambio de disparos entre los oficiales y los amotinados mueren dos oficiales. El comité, ya dueño del barco, informa al Ministerio de Marina y pide instrucciones: «¿Qué hacemos con los cadáveres?»

La respuesta no tarda en llegar: «Con respetuosa solemnidad den fondo a los cadáveres anotando situación.»

En los otros barcos ocurre algo parecido. En su mayoría quedan en el lado republicano, pero desprovistos de mandos y técnicos. Esta carencia de oficiales limitará el rendimiento de la escuadra republicana en la guerra que se avecina.

Mientras tanto, en Madrid, los milicianos estrenan sus flamantes fusiles tiroteando el cuartel de la Montaña. Los derechistas sitiados en el edificio devuelven el fuego desde las ventanas. El paqueo se prolonga durante toda la noche.1

Cuando amanece, un avión sobrevuela el cuartel y arroja octavillas instando a los rebeldes a rendirse. Un altavoz situado en un edificio vecino difunde el mismo mensaje. Como no hay respuesta, a media mañana, los sitiadores cañonean el edificio con tres piezas que manejan diestramente los artilleros Antonio y Gabriel Vidal, padre e hijo. Un obús penetra en el centro de mando y hiere al general Fanjul, cabeza de la rebelión. En las calles adyacentes la multitud vitorea la llegada de tres carros de combate. Dentro del cuartel, la resistencia continúa, pero la moral de los sublevados decae. Por la tarde se producen enconadas discusiones entre los que quieren rendirse y los que se obstinan en resistir persuadidos de la inminente llegada de las columnas de Mola. Después de otra noche de paqueos intermitentes, al amanecer, los partidarios de la rendición agitan banderas blancas en algunas ventanas.

Los milicianos prorrumpen en vivas. Los más entusiastas abandonan sus parapetos y corren a ocupar el cuartel, pero los abaten a tiros desde las ventanas. Los partidarios de prolongar la resistencia no han advertido las banderas blancas o acaso han preferido ignorarlas. Los milicianos se creen víctimas de una innoble celada. Cunde la ira. Horas más tarde, cuando se rinda el cuartel, esta vez definitivamente, los sitiadores vengarán a sus muertos asesinando a unos doscientos cincuenta sublevados. Una de las fotografías más impresionantes de la guerra es la del patio del cuartel sembrado de cadáveres en la mañana del día 21 de julio.

El capitán republicano Orad de la Torre recorre el cuartel tomado. En una de las dependencias encuentra a varios oficiales sentados. «A la cabecera, un comandante con el corazón atravesado por un balazo. Los otros, desplomados sobre sus sillas con heridas parecidas. Supuse que, al ver el cuartel perdido, se habían sentado y se habían suicidado. Conocía a algunos, compañeros míos de armas...»

Vítores en el patio. En una de las dependencias de la Montaña, los milicianos han encontrado un depósito de cuarenta y cinco mil cerrojos, los que faltaban a los fusiles almacenados en el parque. Cunde la euforia y la fe en el triunfo.

En cuanto al otro cuartel sublevado, el campamento de Carabanchel, los militares leales se rebelan contra los rebeldes y los reducen.

«Mi hermana y su marido llegan aterrados al piso familiar —recuerda Felicidad Blanc—. Unas mujeres se han parado ante ellos gritando: “Hay que acabar con los señoritos.” Mi madre les dice que se queden en casa. Todos reunidos estaremos más seguros. El portero de enfrente, el de Radio España, nos trae noticias: “Franco se ha sublevado en África.” Tenemos la radio puesta todo el día, se oye tocar la música de La Verbena de la Paloma y partes constantes con noticias contradictorias. La doncella nos sirve la mesa igual que siempre, con su uniforme impecable, cofia y delantal almidonado. Oigo decirle a la cocinera, que es de izquierdas: “Ganas tienes de vestirte de mamarracho.” Mi padre ha llamado desde el hospital: no puede venir, no sale del quirófano, no cesan de entrar heridos.»2

En Barcelona, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil, fieles a la República, aplastan la rebelión con ayuda de las milicias de la CNT. Los líderes anarquistas Durruti, Sanz y García Oliver, vencedores de la jornada, irrumpen con sus ropas sudadas, sus botas polvorientas y sus armas aún calientes en el lujoso despacho del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, líder de un partido republicano burgués.

Companys les ofrece asiento y va directo al grano en un calculado golpe de efecto:

—Sois los dueños de Barcelona y de Cataluña... La habéis conquistado y todo es vuestro. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña decídmelo enseguida. Si creéis que en mi puesto, con los hombres de mi partido, mi nombre y mi prestigio, puedo ser útil en la lucha... podéis contar conmigo y con mi lealtad como hombre y como político.

Los anarquistas, que esperaban que el político burgués se aferrara a la poltrona, se miran sorprendidos. No sabrían qué hacer con el poder que han conquistado. Llevan toda la vida despotricando contra los gobiernos. ¿Cómo van a formar ellos un gobierno? Mejor dejar al que hay, que administre.

Confirmado en su puesto, Companys les imparte un cursillo acelerado de alta política. Lo que ahora interesa a la revolución es que los anarquistas se unan al Frente Popular (al que nunca antes pertenecieron) y creen todos juntos un Comité de Milicias Antifascistas para encauzar la revolución al tiempo que se defiende a la República. Los anarquistas dicen amén.

Uno de los voluntarios ingleses llegados a Barcelona para ayudar a la República, el escritor George Orwell, recordará en su obra Homenaje a Cataluña: «Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía “señor”, o “don” y tampoco “usted”; todos se trataban de “camarada” y “tú”, y decían “¡salud!” en lugar de “buenos días”.»

En Galicia triunfa el alzamiento. En la base naval de El Ferrol, los marineros izquierdistas que intentan impedir la rebelión terminan colgados de las vergas.

En Oviedo, el comandante Aranda, un gordito de aspecto insignificante, se finge leal a la República y persuade a los mineros concentrados en la capital para que se embarquen en un tren que saldrá inmediatamente en ayuda de Madrid. Cuando el tren traspone, arroja la careta bonachona y se une a la rebelión militar.

En San Sebastián, los militares y derechistas sublevados se refugian en el hotel María Cristina, rodeado por fuerzas leales.

En Navarra y Álava, numerosos curas convocan a la feligresía a golpe de campana y suben a los púlpitos para predicar la guerra santa en defensa del reinado de Cristo Rey.3 El entusiasmo es tal que los centros de reclutamiento se ven desbordados.4 En las iglesias, frente a los confesonarios y comulgatorios se forman largas colas de voluntarios, camisa caqui y boina roja en la hombrera: «¡Bien confesadico y bien comulgadico, hala, a morir por la patria!»

Las madres, las novias y las hermanas, igualmente fervorosas, preparan macutos de campaña y bordan con primor el «Detente, Bala», un emblema del Sagrado Corazón de Jesús que prenden en el uniforme, a la altura del corazón. Muchos guardan en la cartera una «espantabalas», como denominan a las estampas de la madre Rafols, la monja que profetizó la república anticristiana, la guerra civil y la victoria.5

En Pamplona los requetés uniformados de caqui y boina roja abarrotan la plaza del Castillo. Son las milicias más entrenadas y mejor armadas. Suenan los compases del Oriamendi coreado por los voluntarios:

Por Dios, la patria y el rey

carlistas con banderas,

por Dios, por la patria y el rey

carlistas aurrerá.

Lucharemos todos juntos,

todos juntos en unión,

defendiendo la bandera

de la santa tradición.

Cueste lo que cueste

se ha de conseguir

que venga el rey muy pronto

a la corte de Madrid...

El rey aludido no es Alfonso XIII, sino el pretendiente carlista, la otra rama de la familia desposeída del trono hace cien años.

Los seminarios y los conventos navarros y vascos se vacían. Muchas parroquias se quedan huérfanas de cura. Seminaristas, sacerdotes y frailes se suman, fusil en mano, el insólito correaje militar encima de las sotanas, a la columna con la que el general Mola pretende conquistar Madrid.

El ardor guerrero de esa legión de religiosos no tiene freno. Los padres superiores hablan «con el corazón suelto», en expresión de Juan de Iturralde, incitando a otros a que actúen igual, castigando y deportando a los pocos pusilánimes que no dan un paso al frente en esa empresa de limpieza y exterminio. Abnegación, disciplina, obediencia, sumisión a la jerarquía... «Había que militarizarse», escribe el jesuita Francisco Peiró. Pero una «militarización interior», que no se conforme con «ponerse la camisa azul y tomar parte en un desfile». Es una retórica cargada de patriotismo exaltado, de «Dios lo quiere y la patria lo demanda», de fervoroso apoyo a una «nueva reconquista nacional que está tiñendo con arreboles de sangre la alborada de la España nueva».6 Están dispuestos, como recordará un jesuita, «a llevar al infierno de Madrid el cielo de Navarra».7 Julio Caro Baroja, testigo excepcional, recuerda «demasiados curitas y frailes con la boina roja y las dos estrellas de teniente marchando con el jacarandoso contoneo del vencedor».8

En Aragón se subleva Cabanellas, el general de la barba blanca, decano del ejército.

La costa mediterránea, desde Francia hasta Málaga, se mantiene leal a la República.

En Andalucía una columna de diez o doce camiones de milicianos procedentes de Huelva, en su mayoría mineros y campesinos, se dispone a recuperar Sevilla. A las puertas de la ciudad, en la Pañoleta, los rebeldes les tienden una celada. Alcanzada por los disparos estalla la dinamita que transportan. Un camión vuela por los aires. Los milicianos supervivientes huyen o se entregan. En total suman setenta prisioneros que serán fusilados días después tras consejo de guerra sumarísimo.

En el resto de España el golpe militar ha fracasado. Los sublevados mantienen algunas posiciones, pero su situación es apurada. Las principales ciudades, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, se mantienen fieles al Gobierno. La única esperanza de los golpistas reside en las tropas de África, la elite del ejército español, cuarenta mil soldados curtidos en las guerras de Marruecos. Pero con la mar por medio y la escuadra en manos de la República, el transporte de esas tropas a la Península no parece factible.

Franco no pierde el tiempo. Hay que solicitar ayuda a los países que pueden simpatizar con la causa rebelde. El 19 de julio Luis Bolín regresa a la Península en el Dragon Rapide con un mensaje autógrafo de Franco. La lista de la compra, escrita en un folio con el membrete del aeródromo de Tetuán, expresa por sí misma la urgencia de la petición:

Autorizo a don Luis Antonio Bolín para gestionar en Inglaterra, Alemania o Italia la compra urgente para el ejército español no marxista de aviones y material.

Tetuán, 19 de julio de 1936

El general jefe, Francisco Franco

Interesados en 12 bombarderos y 3 cazas con abundante provisión de bombas de 50, 100 y 500 kilos.

Bolín hace escala en Lisboa y se entrevista con el general Sanjurjo en Estoril. El general, que está haciendo las maletas para volar a España a encabezar la rebelión, añade de su puño y letra en la misiva de Franco:

Conforme con lo que autoriza el general Franco.

José Sanjurjo

Al día siguiente, Bolín aterriza en Biarritz, donde lo esperan Luca de Tena y el financiero Juan March. Desde allí vuela hasta Marsella para proseguir, en vuelo comercial, hasta Roma. La entrevista con el conde Galeazzo Ciano, ministro de Exteriores y yerno de Mussolini, se salda con un fracaso. El día 23, el funcionario de Exteriores, Filippo Infuso, comunica que Italia no ayudará a los rebeldes españoles. Los monárquicos no se dan por vencidos. Luca de Tena vuela a Checoslovaquia, donde Alfonso XIII está cazando, para pedir al destronado monarca que solicite a Mussolini el envío de aviones.

¿Cómo reacciona el obispo de Pamplona ante la masiva movilización guerrera de sus pastores entrenados en el amor evangélico, en el perdón, en el amor a los enemigos? El obispo no disimula su entusiasmo: «Con los sacerdotes han marchado a la guerra nuestros seminaristas [...] han empuñado las armas con la mayor decisión, arrojo y bravura. ¡Es guerra santa! Un día volverán al seminario mejorados. Lo tenemos por cierto pues los días de campaña son días de retiro espiritual. ¡Tal es el ambiente de piedad y de virtud que se respira! Sacerdotes, seminaristas; toda esta gloriosa diócesis de Pamplona, con su dinero, con sus edificios, con todo cuanto es y tiene, concurre a esta gigantesca Cruzada!»9

«España —escribe el benedictino Federico Armas— debe ser católica, entera, grande, libre; debe ser una en fe, una en geografía, una en historia, una en imperio.»10

¿Y los otros obispos? Los obispos hace tiempo que han tomado partido: la violencia es necesaria y obligada por el anticlericalismo predominante en el bando republicano. No falta ni una oportuna pastoral en la que se justifica el alzamiento y se anima a los fieles a sumarse a la rebelión militar.11 «La violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la patria, la religión», predica Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza.12 En la misma línea se muestra Aniceto de Castro Albarrán, canónigo de Salamanca, con artículos incendiarios en los que defiende la licitud cristiana de matar a los adversarios.13 El día 14 de agosto, ante los micrófonos de Inter Radio de Salamanca, predica: «¡Ah! Cuando se sabe de cierto que al morir y al matar se hace lo que Dios quiere, ni tiembla el pulso al empuñar el fusil, o la pistola, ni tiembla el corazón al encontrarse cara a la muerte...»14

La postura episcopal está clara: dejémonos de pamemas evangélicas que tiempo habrá de volver al amor al prójimo y a la salvación, cuando hayamos exterminado a esa chusma demoliberal. «Benditos sean los cañones si en las brechas que abran florece el Evangelio», predica el obispo de Cartagena.15