CAPÍTULO 1

Tambores de guerra

Siete de la mañana del día 11 de julio de 1936. El periodista español Luis Bolín, cabello fino peinado hacia atrás con abundante brillantina, ofrece gentilmente su mano a Dorothy Watson, inglesa, estudiante de Arte, para ayudarla a subir al avión. Al tiempo que la aúpa, tasa, con ojo perito, los encantos de la joven. La falda sport de la británica abarca un trasero de, al menos, ocho palmos de latitud. Imagina Bolín los pechos valentones y grávidos tras la blusa marinera.

—Parece que empezamos con buen pie —murmura como para sí mientras se acomoda en su asiento.

—¿Decía usted? —pregunta el piloto.

—No, nada, que ya podemos despegar.

El avión, un biplano De Havilland 87 Dragon Six bautizado Dragon Rapide, matrícula G-ACYR, de la compañía Olley Air Services, impulsado por dos motores Gipsy Six de seis cilindros y doscientos caballos de potencia, despega del aeropuerto de Croydon, cercano a Londres.

Muchos años después, el historiador británico, católico, Douglas Jerold recordará las circunstancias de aquel vuelo que «contribuyó a salvar el alma de una nación». «Luis Bolín y el ingeniero De la Cierva me citaron para almorzar en Simpson’s.1

»—Necesito un hombre y dos rubias platino para volar mañana a África —dijo Bolín.

»—¿Tienen que ser realmente dos? —pregunté, y al oírlo Bolín se volvió triunfante hacia De la Cierva.

»—Te dije que lo haría.

»Telefoneé a mi amigo Hugh Pollard, comandante retirado:

»—¿Podrás volar mañana a África con dos chicas? —le pregunté, y escuché la respuesta que esperaba oír:

»—Depende de las chicas.»

Con su potente rugido de motores, el avión se sume en las nieblas del canal de la Mancha. Lo pilota Cecil W. H. Bebb, aviador veterano de la primera guerra mundial, asistido por un mecánico y un telegrafista. En los asientos traseros toman té de un termo Luis Bolín, Hugh Pollard, su hija Diana y la amiga de ésta, Dorothy Watson, una chica liberada y moderna que no usa bolso y guarda la pitillera y el mechero en las bragas.2

Se supone que son un grupo de turistas ingleses que se disponen a realizar un viaje de placer por las islas Canarias. Bolín, amigo de Pollard, actuará como cicerone.

En realidad, el vuelo encubre una misión secreta: suministrar al general Franco un medio de transporte rápido que lo traslade desde Las Palmas de Gran Canaria al protectorado de Marruecos. El general va a capitanear el ejército de África sublevado contra la República española. Los monárquicos alfonsinos que fletan el avión (el marqués de Luca de Tena y otros) están convencidos de que Franco apoyará el regreso de Alfonso XIII.3

Hacia las diez y media de la mañana, el Dragon Rapide aterriza en el aeropuerto de Burdeos, donde el marqués de Luca de Tena aguarda impaciente. Mientras el resto de la tripulación y los pasajeros toman café en la cantina (el radiotelegrafista, una copa de coñac), Luca de Tena informa a Bolín y al piloto sobre los últimos ajustes del plan de vuelo que deben seguir. Un nuevo viajero se une a la expedición, José María López de Carrizosa, marqués del Mérito, otro monárquico conspirador contra la República, cuyo destino expreso es Casablanca.

Atardece. El Dragon Rapide despega de nuevo, rumbo al sur, pero se pierde sobre las montañas del País Vasco, cubiertas de densa niebla, y el piloto, temeroso de que le falte combustible para llegar a Lisboa, opta por retroceder para repostar en Biarritz. Despega de nuevo y sobrevuela España a la hora del anochecer.

Desde la cabina acristalada, Bebb contempla la sucesión de valles y cerros achicharrados por el sol, pardos eriales y alguna que otra mancha verde que contornea los escasos riachuelos, pueblos que parecen esparcidos por el manotazo de un gigante. Bebb, acostumbrado a la verde Inglaterra, percibe cierta belleza bravía en este desierto quebrado, seco y duro que se extiende hasta los montes azules.

Así que eso es España.

«No sabía que aquello era un volcán y que yo, con aquel vuelo, iba a encenderlo —recordaría años después—. Un volcán de fuego y de sangre.»

España. Poco más de medio millón de kilómetros cuadrados. Veinticuatro millones de habitantes, en su mayoría ignorantes de lo que se les viene encima: una cruenta guerra civil.

El piloto del Dragon Rapide que sobrevuela los rastrojos recién segados de las llanuras castellanas no está muy enterado de los asuntos de los españoles. Él hace su trabajo, le pagan y en paz. Años después, quizá halagado por el papel que le cupo en aquellos hechos, se interesará por la historia reciente de España y no perderá ocasión de ilustrar sobre el tema a los periodistas que lo entrevistan: «En 1931 los republicanos ganaron las elecciones municipales en las principales ciudades de España y el rey Alfonso XIII tiró la toalla y abandonó el país. La huida del rey dejaba un vacío de poder. Los republicanos se echaron a la calle, alborozados, y proclamaron la Segunda República.»

El nuevo Gobierno se impuso la tarea de modernizar España, transformarla en una nación progresista y adelantada, como sus vecinas de Europa. Para conseguirlo urgía abolir los privilegios de clase de la aristocracia y de los grandes terratenientes y limitar el poder del ejército y de la Iglesia. En primer lugar intentaron la reforma agraria, esencial en un país eminentemente agrícola. Se trataba de modificar la propiedad de la tierra para cultivarla racionalmente y atender a su función social empleando a cientos de miles de braceros analfabetos. En segundo lugar, el Gobierno se propuso la reforma de un ejército anquilosado y sobrado de mandos que había cosechado estrepitosos fracasos en la guerra de Marruecos. En tercer lugar, la reforma de la Iglesia, que monopolizaba la educación, acumulaba demasiado poder social y se inmiscuía en los asuntos del Estado. En cuarto lugar debían atender a las regiones históricas (Cataluña y el País Vasco) que reclamaban descentralización y autonomía.

El plan era bueno y los avances sociales de la República no se hicieron esperar: jornadas de ocho horas, igualdad de la mujer, educación y sanidad para todos, laboreo de tierras improductivas...

Estas medidas toparon con la oposición de los colectivos afectados: la Iglesia, el ejército, los partidos monárquicos y las clases privilegiadas. Además, la República afrontaba la crítica de los anarquistas y los comunistas, que la tildaban de burguesa y aspiraban a una revolución social más radical. Los comunistas eran pocos, pero los anarquistas eran muy numerosos (especialmente los del sindicato CNT y los de la combativa FAI). Unos y otros promovieron huelgas y desórdenes que debilitaron a la República.

En enero de 1936 los partidos de izquierda (excepto la anarquista CNT) se unen en una coalición electoral, el Frente Popular, con un programa bastante moderado. La derecha, por su parte, se agrupa en torno a la CEDA (excepto el minúsculo partido Falange Española). Las elecciones se celebran el 16 de febrero. Gana el Frente Popular por escaso margen (4.654.116 votos frente a los 4.503.524 de las derechas). Sin embargo, una ley electoral que favorece a las mayorías otorga al Frente Popular 278 escaños del Parlamento y a las derechas sólo 130.

Manuel Azaña, nuevo presidente de la República, designa primer ministro a Casares Quiroga, un hombre demasiado débil que no estará a la altura de las circunstancias.

Los acontecimientos se precipitan. La derecha, que tiene mal perder y desprecia la democracia, «un principio que consideraban la antítesis política del racionalismo» (Gil Robles), conspira contra el Gobierno. Los sindicatos de izquierda tampoco ayudan mucho con su actitud revoltosa y malhumorada: quieren acelerar el proceso económico social con una revolución. La confrontación se radicaliza. Menudean los enfrentamientos armados con palos o con pistolas entre militantes jóvenes de uno u otro signo, especialmente en Madrid.

En el seno del PSOE las posturas están divididas entre el moderado Prieto y el más radical Largo Caballero, quien, aunque en su día colaboró con la dictadura de Primo de Rivera, ahora, quizá como expiación, se niega a colaborar con un Gobierno que le parece excesivamente moderado.

Todo eso ocurre en España, mientras el Dragon Rapide sobrevuela una zona montañosa, cerros grises, pelados, entre los que a veces se divisa una aldea miserable de casas de adobe y el espejeo de un río que culebrea entre las peñas.