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¡Seréis como dioses! Esa es, según la Historia Sagrada (o sea, la Biblia, propiamente dicha) la frase con la que fueron tentados los ángeles que terminaron convertidos en demonios y expulsados del Paraíso. También es la frase que esos mismos demonios (o uno de ellos en forma de serpiente) usaron para tentar a Eva que, después, tentó a Adán quien, con su caída, precipitó la de todos los hombres en el pecado original (¡qué sorpresa que la Biblia y, sobre todo san Agustín en su interpretación posterior, ya fuera lamarckiana desde sus comienzos y creyera que los caracteres adquiridos son heredables!).
Es más, ¡seréis como dioses! es la misma frase que Satán usó para tentar a Jesús, Dios y hombre verdadero (suponemos que en su faceta de hombre) en su retiro de cuarenta días en el desierto cuando, señalándole el mundo desde la cima de un monte, le ofreció: «Todo esto será tuyo si postrándote ante mí, me adorases». Incoherencia grande pues hubiera sido un acto de masoquismo postrarse ante Satán para que te proclamara Rey del Universo, si ya eras Rey del Universo. Jesús, como cabía esperar, rechazó esa tentación absurda con un ataque de sentido común y de evidencias: «Apártate Satán, porque escrito está: no tentarás al Señor tu Dios...».
También Mahoma fue tentado por los demonios, y también san Antón (a quien, pobre de él, se le ofrecían en forma de propuestas lascivas) y así un largo etcétera...
Sin embargo, el intento con el propio Jesús es el que pone de manifiesto la grandeza de la tentación, su enormidad manifiesta y lo irresistible de su planteamiento: si hasta al propio Dios y hombre verdadero se le cree susceptible de caer en el pecado de adorar a Satán a cambio de poder dominar el mundo, como si se le hubiese olvidado que ya lo dominaba, quiere decir que esa promesa, y Satán/Luzbel lo sabe muy bien, puede hacer perder la cabeza a todo el mundo, hasta tal punto es capaz de producir mareo, ambición descontrolada y pérdida del sentido de la realidad. Jesús se mantuvo firme y resistió pero no pueden decir lo mismo los ángeles convertidos en demonios al comienzo de los tiempos, probablemente antes de la creación del hombre: ellos que estaban investidos de un enorme poder, no pudieron resistirse a desafiar al mismo Dios (mucho saben de esto los cortesanos que conspiran contra su señor y quienes en los partidos políticos lo hacen contra su secretario general, unas veces con éxito y otras para terminar siendo arrojados a la gehena, el basurero de Jerusalén, utilizado como sinónimo del mismo infierno o, si tienen más suerte, a algún consejo de administración).
Esa tentación la conocían también en Estambul, de modo que al acceder al trono un nuevo soberano, mataban a todos sus hermanos que previamente habían vivido recluidos en el serrallo para evitar tentaciones prematuras.
Tras la tentación de ser como dioses, y en segundo lugar por su potencial perturbador, viene la tentación de «construir una torre que llegue hasta el cielo», algo que intentaron los hombres con la Torre de Babel hasta que Dios «confundió sus lenguas y hubieron de dispersarse».
Pero estas tentaciones de ser como dioses o construir torres que llegaran hasta el cielo no hay que tomarlas por algo obsoleto y propio de tiempos míticos: bien es sabido que cualquier cosa que se encuentre en la Biblia, en la mitología griega o en cualquier religión, es algo que está congénitamente impreso en las mentalidades de todas las etapas por las que ha pasado la humanidad. Es más, hoy en día esas tentaciones son algo que rezuma por todas partes.
No hay más que hacer lo que el lenguaje horrísono de las empresas anglosajonas ha llamado en los últimos quince años un fast forward para que la atención recaiga sobre alguien que se ha atrevido a decirlo directamente: «Seremos como dioses». Ese alguien es el todavía hoy presidente y consejero delegado de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, que en plena crisis financiera, cuando fue cuestionado por la paga excesiva de los banqueros respondió a The Times of London que él es «solo un banquero haciendo el trabajo de Dios». En la misma entrevista narrada, añadía que Goldman Sachs «este pilar del libre mercado, creador de superciudadanos, objeto de envidia y asombro, seguirá amasando dinero a paladas, hasta ser más ricos que Dios».
Ya se ve la idea que de la teología se hace el primer ejecutivo de Goldman Sachs. Con ello no es raro que haya quienes los acusen de querer dominar el mundo, como si de una fraternidad masónica se tratara. Y quienes atribuyan a Mario Draghi, que algo tuvo que ver con ese banco en el pasado, el designio de trabajar a su servicio.
Esas declaraciones de Lloyd Blankfein (hasta donde yo sé, nunca desmentidas) fueron muy comentadas en su momento (noviembre de 2009). Resumen de manera ejemplar la permanente tentación, en la banca comme ailleurs, de querer ser como dioses.
Y es que el señor Blankfein dijo dos enormidades en la entrevista. La primera: se proclamó a sí mismo, como el «banquero de Dios en la Tierra», tomando de esa manera un trozo de la tiara pontifical para él. Hace treinta y cinco años, en los tiempos de Roberto Calvi y el Banco Ambrosiano, seguramente le hubieran contestado como se merecía, reclamando también ese honroso título (aunque probablemente no, su soberbia no llegaba tan lejos y se contentaban con llevar las finanzas de Dios en la Tierra). La otra enormidad fue que dijera que Goldman Sachs y sus banqueros estaban dirigidos por la pulsión de ser «más ricos que Dios». No le bastaba con aspirar a ser más ricos que Craso (el amigo de César y, según cálculos que toman en cuenta la inflación, el hombre más rico de la historia). O más ricos que los Rothschild. No. La tentación de Luzbel una y otra vez emergía impetuosa: «Seréis tan ricos como dioses». ¿Postrándose ante quien...?
Pero en realidad, esa tentación es la que está detrás de todas las ambiciones de la historia, da lo mismo cual sea el terreno en el que nos movamos, todos, siempre, tratando de alcanzar el poder de Dios: la medicina (erradicar la enfermedad y prolongar la vida más y más años); la economía: eliminar el ciclo económico con políticas keynesianas o de otro tipo (que llevaron en los años sesenta a que muchos dieran por abolido el ciclo de los negocios); la física cuántica y la cosmología (los tres primeros minutos del universo ya los describía Steven Weinberg hace treinta y cinco años con todo lujo de detalles). Y también, como no, los éxitos en la conquista del espacio, en la cirugía, en el terreno de la genética o en el de la inteligencia artificial.
Pero esa manera de «asaltar los cielos» a la que solo Karl Marx se atrevió a poner el nombre adecuado (¡qué gran talento para la metáfora!) tiene su contrapartida entre aquellos (en general, menos dados a la exhibición) que parecen querer adueñarse del infierno, tal ha sido el caso de Martin Shkreli quien, recientemente, con una conducta impía, hizo subir el precio del Daraprim, un medicamento utilizado contra el sida, hasta multiplicarlo por cincuenta y cinco (de 13,50 a 750 dólares cada comprimido). Ahí, más que el deseo de tener el poder de Dios parece que estuviera implícito el de apoderarse del papel del propio Satán. Un Satán castigado poco después con el concurso de acreedores de su empresa KaloBios Pharmaceuticals Inc.; con la decisión del Nasdaq de que la empresa no pudiera seguir cotizando; con su detención por las autoridades del mercado de valores acusado de fraude, y viéndose forzado a declarar ante una comisión del Congreso. No ha conseguido, de momento, el poder de Satán pero sí su apelativo de «el hombre más odiado de América». Hasta el grupo de hip hop Wu Tan Klan ha querido que les devolviera el disco exclusivo (con ejemplar ÚNICO y con el derecho a solo poder escucharlo él: ¿manjar de dioses?) que le habían vendido por dos millones de dólares.
¿De qué va este libro? Va, como los dos anteriores, de una ambición también desordenada y muy difundida: la de intentar comprender el mecanismo de los mercados financieros para poder utilizarlo en beneficio propio. Va de cómo intentar adivinar el futuro, siquiera sea en la bolsa, en los mercados de renta fija, en los de divisas o de materias primas, lo que inevitablemente pasa por acertar con lo que le va a suceder al precio de cualquiera de esos activos. Una tarea que todo el mundo considera imposible a la vez que, de manera simultánea, no deja de intentar coronar con éxito.
De forma que la tentación de conocer el futuro, que parece algo tan imposible como atrayente, está presente en la vida de todos los humanos y lo ha estado desde el principio de los tiempos. Una tentación que, curiosamente, nadie asocia con las tentaciones de Satán pero que, indudablemente, recae en su misma categoría. Tentación titánica y que al estar cerca de la vida cotidiana de la gente no tiene la misma mala prensa que los sueldos excesivos de los banqueros o la riqueza acumulada por el 1 % de la población, ese que en algunos países la atesora hasta en el 60% del total.
Quizás esa no tan mala prensa tiene que ver con que se le considera por muchos un juego de azar que, al ejecutarse lejos de los casinos, no provoca el mismo rechazo social, aunque sí suscite a veces y por algunos partidos el rechazo político. El libro Un paseo aleatorio por Wall Street (Alianza Editorial, 2016) no hizo más que constatar esa impredecibilidad del comportamiento de los mercados financieros, no más significativo, venía a decir, que lanzar una moneda al aire.
Como va de esa tentación predictiva, el libro se estructura en cuatro partes, siguiendo el lema catequístico de «Dios lo ve todo: el pasado, el presente y el futuro, y hasta los más ocultos pensamientos».
Ni que decir tiene que mi propósito está muy lejos del de Blankfein y que el libro solo trata de entrever lo que las apariencias ocultan o revelan de los tres tiempos verbales; lo que el presente y el pasado pueden tener de inspirador para el futuro y lo que, oculto en los pensamientos de todo el mundo, puede estar desvelándose de manera involuntaria por afirmaciones imprudentes o precipitadas; por la comunicación no verbal o por el simple comportamiento repetitivo de querencias o tendencias pasadas. Un propósito que hay que tomar más como especulativo (en el sentido filosófico) que como práctico, aunque sin descartar que esta última faceta sea, a la postre, la que prevalezca.
El día 26 de abril de 1852 Joseph Proudhon (ese gigante del anarquismo francés para quien la propiedad y el robo eran equivalentes) escribía a un amigo desde la prisión refiriéndose a la revolución: «... Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar; asisto a esta evolución de la vida en el universo como si desde lo alto descendiese sobre mí su explicación; lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me reconforta. ¿Cómo puede pretender usted que me lamente de mi suerte, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿La suerte? Me río de ella. Y en cuanto a los hombres, son demasiado necios y están demasiado envilecidos para que yo pueda reprocharles nada».
Como se ve, Proudhon también pretendía ver a los hombres y sus afanes desde lo alto, recibiendo su inspiración desde un punto más alto aún. Esa intensidad en el lenguaje llevaba a León Trotsky a hacerle una crítica laudatoria que concluía con cierta reserva: «Pese al regusto de patetismo eclesiástico que hay en ellas, estas son palabras muy bien dichas y yo las suscribo».
La ambición, pues, de ver a los demás desde lo alto es universal, no sabe de ideologías, políticas de partido o credos, aunque haya que utilizar, como en esta Introducción, un lenguaje cargado de un poco de «patetismo eclesiástico» para intentar describirla.