
Bueno, Mackenzie, no te quedes ahí papando moscas
con la boca abierta como si tuvieras miedo...
Ven a platicar conmigo mientras
hago la cena.
–Papá
En una vieja cabaña abandonada en los despoblados bosques de las montañas de Oregon, tres personajes inusuales sorprenden a Mackenzie Allen Phillips. Se suponía que tendría una confrontación con Dios en «el lugar de sus pesadillas» (76), el mismo lugar donde Missy había muerto asesinada. Pero las tres personas que encuentra –una enorme mujer afroestadounidense con ojos radiantes, un fuerte carpintero como de origen de Medio Oriente y una mujer de aspecto asiático que aparece y desaparece a voluntad– no se parecen en nada al dios que Mack imaginaba que conocería. De hecho, el dios que había imaginado no aparece por ninguna parte.
En total, Mack realiza cuatro viajes a la cabaña. El primero fue la terrible noche en que las autoridades encuentran trozos del vestido rojo de Missy, junto con sangre sobre los pisos de madera; el segundo, varios años después, cuando Mack responde a una invitación de Papá, el nombre favorito que su esposa le ha dado a Dios. Con toda seguridad, las emociones de Mack son contradictorias. Está un poco intrigado, un poco asustado y sumamente enojado. Pide prestado el jeep de su amigo y emprende el camino, a sabiendas de que se dirige «al centro de su dolor» (82).
Después de varias horas de conducir, Mack estaciona el jeep aproximadamente a kilómetro y medio de la cabaña, pero sólo alcanza a dar cinco pasos antes de que un nudo en su estómago lo haga sentir pánico. «¡Ayúdame, por favor!» (83), dice con un gemido, pero no encuentra respuesta. Finalmente se las arregla para proseguir por una vereda traicionera hasta que ve la cabaña. «La cabaña parecía muerta y vacía; pero mientras Mack fijaba la vista en ella, por un momento pareció transformarse en un malévolo rostro, retorcido en una mueca demoniaca, que le devolvía la mirada y lo retaba a acercarse» (85). El hecho de que Mackenzie dé otro paso hacia la cabaña es una lección de valor... O de enojo. Tiene mucho de qué hablar con Dios.
De pie en la puerta, su mente viaja a esa terrible noche y sus emociones se confunden. Clama a Dios pero, al igual que antes, no obtiene respuesta. De nuevo llama y otra vez no hay respuesta. Con gran valor, abre la puerta, enfrentando su temor a lo que pueda estar adentro. Y eso es todo: no hay nada adentro, ni Dios ni vida; un simple vacío y las sombras: la estéril nada del dios de nuestros temores y la mancha de sangre de su Missy. El dios de Mack, nuestro dios, el dios de nuestras imaginaciones caídas en desgracia, no es real: nunca lo ha sido y nunca lo será. Pero la aflicción que este dios nos provoca es real para nosotros.
Esta es una brillante jugada de parte de Young. Sin una sola palabra de teología, ha puesto al descubierto la tragedia de la religión occidental y ha logrado que la sintamos. En ese momento, en el libro, y con suerte en ese punto en la historia, la esterilidad de ese dios imaginario se expone a la vista de todos. Sin lugar a dudas, la Gran Tristeza de Mack se afianza en la espantosa pérdida de Missy, pero también tiene sus raíces en la terrible ausencia de Dios. Ése es un sitio solitario.
Dentro de la cabaña, solo e indefenso, Mack explota de dolor. «¿Por qué? ¿Por qué dejaste que pasara esto? ¿Por qué me trajiste aquí? De todos los lugares para verte… ¿por qué aquí? ¿No te bastó matar a mi bebé? ¿También tienes que jugar conmigo?» (85). En un arranque de rabia, casi destruye por completo la habitación, agotándose hasta que arroja una silla y golpea el piso con una de las patas rotas. Y luego, su dolor, su enojo y su ira hacia Dios se canalizan en dos palabras que lanza en un grito: «¡Te odio!» (86). Es el grito de la honestidad, la única respuesta cuando nuestro dolor y la fría impotencia de este dios sin corazón chocan en la tragedia de la vida real… ¡Te odio!
Se derrumba bañado en lágrimas, envuelto en su Gran Tristeza. De nuevo, «apuntó contra el dios indiferente que imaginaba» (86) y gritó con sarcasmo:
¿Dónde estás? Creí que querías verme aquí. Pues aquí estoy, Dios. ¿Y tú? ¡Tú brillas por tu ausencia! Nunca has estado presente cuando te he necesitado: ni cuando era niño, ni cuando perdí a Missy. ¡Tampoco ahora! ¡Mira nada más qué buen «papá» eres! (86).
Me rindo, Dios… No puedo más. Estoy cansado de tratar de encontrarte en todo esto (87).
¡Te odio! Las últimas palabras de la raza humana, atrapada en la gran oscuridad. Pero tan aterradora desolación no es el final de la historia, porque aquel que ama a nuestras almas se encuentra con nosotros en nuestro dolor. Desde mi perspectiva, ésta también es una brillante jugada y uno de los grandes temas que se repiten a lo largo de La cabaña. Al contrario del dios indiferente de nuestras imaginaciones, el Padre, el Hijo y el Espíritu de hecho sí se acercan a nosotros en nuestro dolor, en nuestra tragedia y, en especial, en nuestra oscuridad y en nuestro pecado. Como veremos, no se refiere tanto a que la Trinidad esté ausente del resto de nuestras vidas, sino que en el trauma, producto del choque de la vida con el falso dios de nuestras imaginaciones, empezamos a adquirir nuevos ojos.
Después de haber lanzado a gritos sus últimas palabras con las que rechaza a Dios, Mackenzie deja la cabaña y se encamina de regreso al jeep. Entonces, luego de dejar las cosas en claro a Dios, el mundo cambia: tanto su mundo como, ojalá, también el nuestro. A unos quince metros en dirección al jeep, el bosque cobra vida y se llena de luz. En la quietud de la indignación de Mack comienza a brillar una extraña vida. En unos cuantos minutos breves ocurre un mes completo del deshielo de la primavera. Nueva esperanza surge cuando la nieve se derrite alrededor de él y las flores revelan su gloria. Intrigado, pero cauto, toma la decisión de regresar a la cabaña, que ahora es una construcción de troncos finamente erigida, que tiene una cerca de estacas pintadas de blanco y donde el humo brota de la chimenea. Cree escuchar risas (89). Mack no tiene idea de lo que ocurre frente a él, pero no debe pasar por alto que el primer indicio hayan sido las risas.
¿Cómo se supone que un hombre crea en este milagro? Parcialmente convencido de que ha perdido la cabeza, Mackenzie no sabe qué pensar ni qué hacer; pero es demasiado tarde. De pie en el pórtico, Mack intenta decidir si debe tocar, pero, como el hijo pródigo, nunca tiene oportunidad de decir una palabra. La puerta se abre de golpe. Una enorme mujer afroestadounidense, cuyo rostro irradia vida y amor, corre a abrazarlo y lo alza por los aires en estado de gozo mientras grita su nombre como si lo hubiera conocido y amado toda su vida.
Mack queda mudo de sorpresa sin saber quién es aquella mujer, pero descubriendo que su alma se empapa de cada gramo de ese instante. ¿Quién no desea recibir un abrazo? ¿Quién no quiere que alguien diga su nombre sonriendo con deleite? Sin duda, tiene en alto sus defensas, pero su corazón se derrite sin que pueda evitarlo. Sorprendido, aunque embelesado; perplejo, aunque llevado hasta las lágrimas, se siente encantado por la manera en que la mujer grita su nombre. «¡Mírate nada más, Mack!», estalla la mujer con gran emoción. «Cuánto has crecido. ¡No sabes qué ganas tenía de verte!… ¡Ay, ay, cómo te quiero!» Y al tiempo que dice lo anterior, de nuevo lo envuelve entre sus brazos (90). Podemos ver cómo giran los engranajes en la mente de Mack: ¿Quién es esta mujer? ¿Y por qué está aquí? ¿Cómo es que me conoce y por qué le importa? ¿Qué demonios está pasando?
Apenas tiene tiempo de procesar lo que está sucediendo, cuando una mujer de aspecto asiático, a quien difícilmente puede ver, invade su espacio y acaricia su mejilla. Hasta donde puede percibir, esa mujer viste ropa similar a la de un jardinero, pero es casi invisible y resplandece en medio de la luz. «Yo colecciono lágrimas», le dice ella (92). Luego Mack descubre a un hombre que parece venir del Medio Oriente, quien se apoya contra el quicio de la puerta. Tiene un aspecto bastante común, pero es fuerte y de alguna manera su sonrisa dice más que mil palabras. «Mack supo al instante que le simpatizaba» (93). Cubierto de aserrín y con un cinturón de herramientas alrededor de la cintura, podría ser un carpintero.
Abrumado, Mack intenta asegurarse y pregunta de manera divertida: «¿Hay más de ustedes?» (92).
«–No, Mackenzie –respondió la mujer negra, riendo entre dientes–. Somos todo lo que tendrás; y créeme: somos más que suficiente» (92).
Menos de treinta minutos antes, Mack estaba que echaba chispas contra Dios y le gritaba «¡Estoy cansado! ¡Te odio!» como un veredicto final. Ahora se encuentra envuelto en el asombroso abrazo de una mujer negra que obviamente lo conoce y lo ama. Mackenzie no tiene la menor idea de qué debe hacer o decir, aunque todavía se siente herido y sigue perturbado por el enojo que siente hacia el dios de su imaginación; Mack se encuentra ahí, rodeado de dos mujeres hermosas y de un carpintero que lo conocen y lo aceptan –e incluso sienten agrado por él– simplemente por lo que es. De alguna extraña manera se siente como en casa; advierte que lo toman en cuenta y lo conocen, que se ocupan de él, e incluso que lo quieren, y con toda certeza lo reciben con gusto. Luego percibe la inconfundible esencia del perfume de su madre que proviene de la mujer negra. Aún cauteloso –y quién no lo estaría–, siente que sus ojos se llenan de lágrimas.
Entonces, inesperadamente, Mackenzie Allen Phillips se descubre incluido en una comunión de amor. En pocas horas se maravillará de la relación que existe entre estos tres personajes y de cómo se centran unos en otros, se respetan y encuentran un mutuo deleite en su compañía, además del modo en que lo aceptan a él como es. Poco sabía que esta dulce aceptación lo transformará desde su interior.
En muchos sentidos, toda la historia de La cabaña se encuentra condensada en esta escena, pues ahí se encierran temas teológicos muy importantes. Es una imagen que despierta una esperanza largamente ansiada dentro de nosotros y que plantea mil preguntas: desde el carácter de Dios hasta el hecho de que a Mack se le incluya antes de que se haya arrepentido; desde el propósito de la Encarnación hasta el significado de la muerte de Jesús; desde lo que significa el ser humano hasta el verdadero significado de cielo y el infierno. En su momento abordaremos estos temas. Pero primero debemos hacer una simple pregunta: ¿Qué tal si ese momento –esta escena del abrazo de Papá– es lo que nos sucede cuando morimos? ¿Qué pasa si despertamos del otro lado escuchando que Papá grita nuestro nombre, rodeados de Sarayu, que junta nuestras lágrimas, y de Jesús, que está lleno de aserrín del ataúd que construyó para nuestra Gran Tristeza?
Permíteme ir un poco más allá con este concepto. ¿Qué tal si esto ya es cierto ahora? ¿Qué tal si ahora se nos conoce, se nos ama y se nos recibe con gusto?
La primera lección de la historia de La cabaña es que todos somos Mackenzie. El asombroso abrazo que nos envuelve es la verdad acerca de nosotros. El Padre, el Hijo y el Espíritu nos conocen, nos aman y se deleitan en nosotros, tal como somos, sea que creamos o no en Dios. La verdad es que el Papá de Jesús y el Espíritu ya nos han abrazado. De eso se trata la venida de Jesús. La bendita Trinidad ya se ha reunido con nosotros en nuestra cabaña. En Jesús han erigido sus tiendas dentro de nuestros botes de basura. Pertenecemos al Padre, al Hijo y al Espíritu; siempre les hemos pertenecido y siempre les perteneceremos; Jesús se ha ocupado de eso personalmente. Sin embargo, al igual que Mackenzie, nuestra mirada nos engaña. Existe tanto dolor que no tenemos posibilidad de conocer la verdad ni de creerla… todavía. Pero así es.