Introducción

EL CADILLAC DE LAS PLATAFORMAS

A mediados de octubre de 2007, Wendy Marchant, de Sault Ste. Marie, Canadá, me llamó por teléfono. Sus primeras palabras fueron: «Baxter, no colgaré el teléfono hasta que me prometas que leerás un libro que se llama La cabaña». Mi primer pensamiento fue: Vamos Wendy, no me digas que tú también. De vez en cuando, la gente me envía manuscritos del «mejor libro que se haya escrito jamás». Y luego, dos o tres días después, me llega un correo electrónico que pide mi opinión sobre el libro en cuestión. Pero Wendy no es una desconocida; de hecho, es una querida amiga, una hermana que me ama y que todo el tiempo reza por mí y por mi familia. Así que mientras en mi mente batallaban entre sí dos ideas contradictorias –No, otra vez no… pero es Wendy–, le pregunté de qué se trataba el libro.

–Baxter, no te lo voy a decir; lo echaría a perder. Sólo confía en mí.

–Muy bien, Wendy, esto es lo que haremos. La temporada de caza de venado está a la vuelta de la esquina, de modo que conseguiré el libro y lo pondré en el primer lugar de mi pila de lecturas para la plataforma de caza.

Y así lo hice.

Un mes después, el primer día de la temporada de caza, me dirigí a mi plataforma para observar ciervos, llevando obedientemente La cabaña dentro de mi mochila. Ahora bien, debo aclarar que no soy un gran cazador de ciervos: sólo he matado tres en toda mi vida, pero me encanta estar en el bosque. Por eso, hace unos años, mi amigo Jeff y yo construimos lo que afectuosamente dimos en llamar «el Cadillac de las plataformas», terminado con techo de lámina, alfombra y dos sillas realmente cómodas. Para mí es más un estudio en exteriores y un santuario privado con una vista fantástica. En el Cadillac me dedico a leer, a escribir, a orar y, a veces, a cazar. Así que subí las escaleras, puse todo en su sitio, me senté y abrí La cabaña.

Las palabras iniciales de la introducción de Willie atrajeron mi atención: «¿Quién no sería escéptico cuando un hombre asegura haber pasado un fin de semana entero con Dios, nada menos que en una cabaña?» Entonces –pensé para mí mismo–, éste es un libro sobre un hombre que se encuentra con Dios en el bosque, en una cabaña. Eso suena bien. Me pregunto si esa cabaña es un viejo campamento de cacería. Pero ¿cuál Dios? Esa es la pregunta y, por favor, dime que ésta no será la misma historia de siempre. Luego vino la narración sobre el «papá» de Mack, que lo ataba a un árbol y lo golpeaba durante dos días; después la frase «la Gran Tristeza», posteriormente la historia de la princesa Multnomah –y luego Missy– y más tarde yo estaba llorando a mares en el Cadillac.

Con el alma hecha pedazos, me puse a llorar a gritos. Cuando encontraron el vestido de Missy en la cabaña, me puse de pie, me soné la nariz, me sequé las lágrimas y tomé el ejemplar de La cabaña con mi mano derecha.

–¡William P. Young! No sé quién eres, pero te prometo esto: si sacas al mismo dios distante, intocable e inflexible que vigila el universo con menosprecio en su corazón, como respuesta a este trauma desgarrador, tomaré tu libro y caminaré doscientos metros, lo pondré contra un árbol y personalmente lo eliminaré del cosmos.

Pero el hermano cumplió. Paul Young conoce el Abba de Jesús. La cabaña no trata sobre el dios desaprobatorio de nuestras imaginaciones caídas; trata sobre el asombroso afecto del Dios Trino hacia los pecadores. Habla de la libertad del Padre, el Hijo y el Espíritu para amarnos y abrazarnos en nuestro terrible quebranto. Se refiere a la pasión resuelta de la Santísima Trinidad1 para librarnos de nosotros mismos, para que podamos vivir siendo amados; porque somos amados. Pertenecemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; siempre ha sido así y siempre será así, aunque simplemente no podemos verlo. Y debido a que no podemos verlo, vivimos con el peso ponzoñoso de la carga de Mack, que sin saberlo compartimos con todo lo que nos rodea, incluida la creación.

No existe imagen más bella de la verdad sobre el Dios Trino que la escena en que Papá levanta a Mackenzie Allen Phillips por los aires al darle el abrazo más grande en el universo. Quedé pasmado y emocionado y aún más emocionado. En algún lugar dentro de nosotros sabemos que esto es cierto, que así es el Abba de Jesús, que ésta es la verdad que nos hará libres y que este amor divino es real. Es sólo que no cuadra en nuestra cabeza, con nuestras ideas arraigadas profundamente, cargadas de nuestros textos de prueba y de nuestros corazones heridos; lo que Atanasio llamaba «mitología».

Leí durante toda la tarde, resuelto a terminar el libro antes de que llegara la noche, pero no pude lograrlo. Entonces me quedé sentado en el Cadillac, como enganchado al piso, con una linterna en la boca, hasta que mi hijo me envió un mensaje de texto en el que me decía que me esperaban en el campamento base.

La historia detrás de la historia

Sin propósito de publicarla, William P. Young (a quien sus amigos llaman Paul) escribió La cabaña como una historia para sus hijos. Tenía dos finalidades: primero, dar un regalo que expresara su amor por ellos y, segundo, que «los ayudara a entender lo que había ocurrido en el mundo interior de él»(15),2 como diría su amigo Willie. La idea de Paul era llevar su libro a Office Depot antes de Navidad y hacer quince copias para sus hijos, su esposa y unas cuantas personas más. Pero aunque tenía tres empleos, no contaba con dinero suficiente para ese objeto. Finalmente hizo las copias y la novela circuló entre su familia y sus amigos. Paul fue alentado para publicar el libro en forma, pero se encontró con que todos los editores con los que entró en contacto rechazaron su historia por que estaba «demasiado fuera del encuadre» o porque tenía «demasiado de Jesús». Para Paul, la publicación en sí de un libro verdadero, que ahora es uno de los textos mejor vendidos de toda la historia, es un lagniappe, como dicen los cajunes: un regalito adicional. Su sueño se cumplió cuando se hicieron los primeros ejemplares fotocopiados y sus hijos tuvieron una historia que les explicara algo del recorrido que había hecho su padre en el mundo real.

Escuché que Paul comentó que había llegado el momento en su vida en que gritó a los cielos: «Papá, nunca más te volveré a pedir que bendigas algo que yo haga, pero si tienes algo que bendecir y en lo que pueda participar, eso me encantaría. Y no me importa si se trata de limpiar escusados o de sostener abierta la puerta o de lustrar zapatos». Y Papá le respondió: «Paul, te diré una cosa: ¿qué te parece si bendigo esta pequeña historia que estás escribiendo para tus hijos? Tú se la regalas a ellos y yo se la doy a los míos». El resto, como dicen, es historia.

¿Pero eso es todo? Ocurren más cosas en la vida de las personas comunes de las que nadie se atrevería a soñar. Y con toda certeza eso es cierto en el caso de Paul Young. La cabaña no es una novela que escribió un académico que finalmente aprendió a comunicarse con la gente común. Existe una historia detrás de la historia; de hecho, varias historias, pero me apegaré a la explicación de Willie: algo que «les ayudara a ellos a entender lo que había ocurrido en el mundo interior de él» (15). Ese mundo interior, el mundo de las cosas invisibles, del dolor y de la agitación, de la vergüenza, de los corazones destrozados, de los sueños rotos, es el mundo que nos impulsa a todos, pero en especial a la historia de proporciones épicas que se narra en La cabaña.

La historia detrás de la historia es el infierno desgarrador que Paul Young vivió en carne propia. He visto una fotografía de Paul cuando tenía seis años: su apariencia era la de un anciano, cansado, infeliz, agotado y terriblemente triste, cuyos ojos gritan de desesperación. Esa fotografía me hizo llorar. Pero ése es el principio de esta historia que todos –o cuando menos la mayoría– hemos aprendido a amar.

En la época en que Paul tenía seis años, había sido abandonado en términos emocionales, había sido golpeado física y verbalmente y sufrió abuso sexual repetidamente. Por decir lo menos, estaba lisiado en su interior desde los primeros días de su vida. Ningún niño, más bien ninguna persona, puede tolerar ese tipo de traumas. Eso crea un roux3 de vergüenza, temor, inseguridad, ansiedad y culpa. Estos intangibles se conjuntan en un susurro condenatorio, debilitante e inquebrantable: «No estoy del todo bien. No soy bueno, no soy digno, no soy importante, ni digno de amor, ni humano»,4 que asola cada momento de la vida. ¿Cómo es que un niño, o cualquier persona, pueden lidiar con un mundo interior lleno de tanta angustia? Nadie puede hacerlo.

De igual manera que un pez no nació para vivir en la Luna, nosotros no fuimos diseñados para vivir en la vergüenza. ¿Pero qué puede uno hacer? ¿A dónde vamos? La mayoría enterramos todo esto en un bote de basura, en la parte más oculta de nuestras almas, y seguimos adelante, o intentamos hacerlo; pero lo que enterramos nos domina, y lo que no sabemos es que eso nos destruirá. No soy se convierte en seré, y tenemos el sueño de convertirnos. «Si tan sólo me caso y tengo hijos…», «Si tan sólo pudiera conseguir ese empleo o ese ascenso; ese dinero, ese auto, esa casa, ese poder, esa posición o esa nueva relación…», y así sucesivamente. Pero esas «cosas» son incompetentes para resolver el dolor espiritual; nunca funcionan, a pesar de que las defendamos hasta que nos maten. Así que nos llenamos de fármacos, actuamos en piloto automático, nos desprendemos de nosotros mismos; o nos mantenemos ocupados, participando en una gran causa, manejando el mundo interior de los demás, viviendo a través de nuestros hijos o simplemente emborrachándonos de una u otra manera. Eso es demasiado para afrontarlo de manera directa.

Paul Young apeló a la religión, en parte porque era el ambiente en el que había crecido y, por ende, estaba fácilmente disponible; y, en parte, también, porque representaba un modo relativamente fácil de volverse valioso a través de lo que hacía. Nació en Alberta, Canadá, pero antes de su primer cumpleaños se encontró en un campo de misioneros en las tierras altas de la Nueva Guinea Holandesa (Papúa Occidental). Alrededor de los seis años, como lo requería la junta directiva de esa misión en particular, fue recluido en un internado. Antes de cumplir diez años, su familia regresó de manera inesperada a Canadá, y cuando terminó el bachillerato, Paul ya había asistido a trece escuelas diferentes. Su papá hizo el cambio de misionero a pastor.

Estos hechos no te dicen el dolor de intentar adaptarse a culturas distintas; no te hablan de pérdidas en la vida que fueron demasiado impactantes como para soportarlas; de caminar por las vías de un tren durante la noche, a mitad del invierno, gritándole a la tormenta; de vivir con una carga de vergüenza subyacente tan profunda e intensa, que amenazaba de manera constante cualquier sentido de cordura; de sueños no sólo destruidos, sino aniquilados por el fracaso personal; de una esperanza tan tenue, a la que sólo el gatillo de un arma parecía ofrecer solución.5

La religión era el único mundo que Paul conocía, la jugada de naipes que le había tocado. Así que jugó con eso. Creía en la versión «religiosa» del cristianismo; tenía que hacerlo. Con el «no soy bueno» que susurraba con cada brisa, se dio a la tarea de probar lo contrario. Se graduó con los máximos honores de su clase en la universidad, se transformó en una brillante luminaria, un artista de la religión dedicado a complacer a todos de camino a la cima. Pero cada instante implicaba la agotadora tarea de estar hipervigilante, analizando de manera constante a cada grupo: cada discusión, cada reunión y cada momento para dejar una buena impresión de sí mismo en las personas. ¿Pero cómo podía Paul, cómo podría cualquiera de nosotros, permitir que la gente llegara a conocer la muerte que se lleva dentro?

Mientras con una mano mantenía cerrada la tapa del bote de basura, él sonreía, enseñaba la Biblia y se convertía en el «tipo agradable», el consejero que hacía que los demás se mantuvieran a una distancia prudente. Pero no encontró alivio para la embravecida conmoción de su mundo interno. Clamó a Dios pidiendo sanar, dedicando cien veces tanto su vida como su persona, hasta que el «dedicador» se agotó. Su existencia se convirtió en un intento constante de ocultarse y con desesperación buscó alivio y ayuda en cualquier parte donde pudiera encontrarlos.

Pero no existe sanación en la religión. La curación ocurre cuando uno se encuentra con Jesús en el bote de basura –o en su cabaña–, un sitio que Paul, al igual que la mayoría de nosotros, se esforzaba por negar que siquiera haya existido.

Logró desempeñarse en el ministerio, en el mundo de los negocios, en el matrimonio, en la paternidad, haciendo su máximo esfuerzo hasta el grado del agotamiento para convertirse en un ser humano auténtico, al mismo tiempo que ocultaba la vergüenza y los fracasos personales subyacentes.

Una sola llamada telefónica sacudió su mundo para siempre; de hecho fueron dos palabras: «Lo sé». Kim, su esposa, había descubierto el amorío que sostenía con una de las amigas de ella. Un amorío es una forma en que la vergüenza consigue envenenar nuestras vidas. Por supuesto que existen millones de otras maneras de lograrlo, pero una consiste en dirigir nuestra atención a otra persona, a «otro mágico»6 que se transformará en nuestro todo, nuestra vida, nuestra salvación. Sospecho que Paul averiguó a qué se refería el poeta cuando dijo: «El infierno no tiene furia comparable con la de una mujer despechada».7 Pero ésa no es toda la verdad. El cielo no tiene aliado comparable a una mujer que sabe amar. La dedicatoria del libro de Paul dice: «A Kim, mi amada. Gracias por salvar mi vida».

Mientras que el fin de semana de Mackenzie en la cabaña representa once años de la vida de Paul –once años de dolor y tortura emocional, de depresión y simples resplandores de esperanza–, fue el heroico amor de Kim, envuelto en furia, lo que logró mantener todo unido. Desde una perspectiva humana, sin Kim y sin su corazón es probable que Paul Young estuviese muerto, encerrado en algún frío manicomio, o siendo un hombre hueco. No existiría ninguna historia que contar… cuando menos no aquella de encontrarse con la Santísima Trinidad en un bote de basura.

Al otro lado del infierno, conforme empezaron a sentirse los albores de la verdadera libertad y de la vida, Kim le insistió a Paul para que escribiera algo a sus hijos donde explicara su recorrido y su liberación recién conquistada. Ella no se refería a un libro y tampoco esa era la idea de Paul; pero la mayoría de la gente está conforme de que todo haya resultado así. En más de una ocasión, lo he escuchado referirse a Kim y a sus hijos con lágrimas que corren por su rostro. El libro nació del crisol de la vida, del trauma y el abuso; de la religión vacía, de la desgracia y la traición; de la misericordia, del amor y la reconciliación. Lutero dijo alguna vez que Dios creó a los teólogos cuando decidió mandarlos al infierno. Por supuesto, en el infierno nadie está interesado en la teología. En el vacío de la pena, el dolor, el trauma y el sufrimiento, nadie está interesado en las pseudopromesas, en las masturbaciones intelectuales o en «Skippy, el Cristo maravilla», como dice mi amigo Ken Blue. Lo que queremos del infierno es salir de ahí. Pues ahí conocemos la desesperación por reencontrar la vida, la sanación y la salvación efectiva; por encontrar a un Salvador que nos redima aquí y ahora, que nos reconcilie, que nos cure de nuestro quebranto y nos libre de nuestra vergüenza. Necesitamos algo que funcione.

Esta es la historia detrás de la historia. Con toda seguridad, el título de La cabaña bien pudo ser Del infierno al cielo o De la vergüenza abrumadora a vivir gracias a ser amado o Cómo fue que Jesús sanó a un hombre arruinado, o incluso Con dioses como los nuestros no es extraño que estemos tan tristes y tan destrozados. Porque la historia trata del infierno y del cielo, de los traumas, de la vergüenza y del amor; del verdadero Jesús que acepta a un hombre destrozado; del Padre, el Hijo y el Espíritu, reuniéndose con nosotros en el país lejano de nuestra terrible e impotente mitología, para compartir su vida con nosotros. Porque la verdad detrás del universo es que Dios es Padre, Hijo y Espíritu, y que el propósito inmutable de la bendita Trinidad es que lleguemos a probar y sentir, a conocer y experimentar, la misma vida trinitaria.

Aquello que vivieron Paul y Kim, y lo que han descubierto en el amor de Papá, Jesús y Sarayu, es el «gozo inefable y glorioso» del que habló Pedro8 y la abundancia de vida que prometió Jesús.9 No pueden regresar a la religión antigua que prescribe: «Haz más y esfuérzate más», con sus versículos bíblicos correctamente señalados. Al igual que C. S. Lewis, en medio de su desventura, quedaron «sorprendidos por la alegría».10

Algunas personas se han ofendido por la teología que se expone en La cabaña. La respuesta de Paul no apela al argumento teológico o a textos bíblicos de prueba, aunque es muy versado en ambos temas. Paul diría: «Traje una camiseta del infierno; de hecho, tengo varias. La religión no funciona en ninguna parte, mucho menos aquí, pero el Padre, el Hijo y el Espíritu vinieron a rescatarme de mi infierno. Me aceptaron, me amaron, me abrazaron y me están sanando con su amor». Asimismo, pienso que Paul haría una simple pregunta: «¿Cómo está funcionando tu teología?» Y, conociéndolo, añadiría: «¿Qué piensa tu esposa o tu esposo y tus amigos acerca de la manera como está funcionando tu teología en tu vida?» De modo que, en tanto La cabaña es una historia para sus hijos, es un poco más complicada. Esta historia es cuestión de vida o muerte. Paul Young habla en serio. Quiere que sus hijos descubran la desastrosa incompetencia de la religión para sanar nuestras almas destrozadas y quiere que conozcan la asombrosa liberación que existe en el abrazo de Papá.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes llama Papá, Jesús y Sarayu, no son mitos como Santa Claus, ni el Jesucristo blanco y de ojos azules, ni el ratón que se lleva los dientes de los niños. Son reales. Se acercan a nosotros en nuestro dolor; en nuestra rabia, en nuesta amargura y en nuestro resentimiento; en nuestra vergüenza, en nuestra culpa y en nuestra impotencia; en nuestras relaciones desdichadas y destrozadas, y en nuestra religión fatal, para darnos vida y libertad por medio de su amor. En consecuencia, hay una segunda dedicatoria: «A los perdidos con fe en el reino del Amor. Pongámonos de pie para que brille».11

La historia dentro de la historia

Al igual que Paul Young, pero por razones diferentes, Mackenzie Allen Phillips era un hombre destrozado. Hace unos cuantos años empezó a vivir la peor congoja que puede experimentar un padre: su hija menor, Missy, sufrió un secuestro, fue asesinada y arrojada en el bosque. «Todo ocurrió durante el fin de semana del Día del Trabajo, el último hurra del verano antes de otro año de escuela y rutinas de otoño» (29). Mack llevó a tres de sus hijos a un viaje de campamento; ahí le arrebataron a Missy. Desde entonces, Mack quedó atrapado en la Gran Tristeza,12 como él la llama, la asquerosa y sacrílega cloaca de su propia desesperanza: la ausencia de Missy y el silencio de Dios.

Está rodeado de cuatro hijos maravillosos y de su esposa, Nan, que sabe cómo se debe amar, sin embargo, el mundo interno de Mack está tan retorcido como una caja llena de ganchos de ropa sueltos. Está haciendo el intento de sobrevivir a su pena, no obstante que a veces piensa que el infierno sería un alivio para quienes sufren la pérdida de un hijo. Simplemente es algo que está mal; es abrumador.

Nunca más escuchará la risa de su hija, ni la verá sonreír, ni la escuchará decir su nombre. Sólo durante sus pesadillas. No habrá idas a dormir con sus amigas, ni primeras citas con chicos; no habrá novios, ni bailes de graduación, ni viajes de estudio. Tampoco penas compartidas ni sorpresas.

Todo se acabó; se fue, como los últimos rayos de luz antes del advenimiento de la oscuridad. Y luego el silencio. La pena, la desesperación, el enojo, la culpa y la impotencia se entremezclan y lanzan un hechizo de entumecimiento sobre todo el ser de Mack. Su mente está aturdida. Su capacidad para percatarse, para conectarse, para sentir –sentirse vivo, sentir a los demás, sentir cualquier cosa–, se vuelve lenta como la melaza en invierno, conforme la congoja disuelve el color de una rosa y el mundo se convierte en un sitio esencialmente desolado. Y luego la horrible quietud de la ausencia empieza a devorar los recuerdos (179).

La Gran Tristeza le extrae vida a su alma ya de por sí quebrantada, robándose su «sensación de estar vivo» (82). Y luego vienen los horribles sueños de impotencia. Mack sueña que está atrapado en el fango y que frenéticamente intenta hacerle una advertencia a Missy, pero ningún sonido sale de sus gritos (29, 72). Despierta bañado en sudor, torturado emocionalmente, lleno de culpa y agobiado por los remordimientos, la indefensión y la desesperanza. Entonces surge la pregunta dirigida a Dios: ¿por qué sucedió esto?, ¿dónde estaba Dios?, ¿por qué permitió que se llevaran a Missy?, ¿acaso le importó? La mente de Mack corre a gran velocidad, intentando encontrar una manera de explicar con lógica tan abominable injusticia. Pero el enojo, las recriminaciones y el resentimiento se enconan en las cicatrices de su herida:

–¿No crees que el Padre ama mucho a sus hijos, verdad? En realidad no crees que Dios sea bueno, ¿no es así? [preguntó Sofía].

–¿Missy es su hija? –tronó Mack.

–¡Claro! –respondió ella.

–¡Entonces no! –soltó él sin más, poniéndose de pie–. ¡No creo que de verdad Dios ame a todos sus hijos! (169, cursivas añadidas).

–¿No es ése tu justo reclamo, Mackenzie? ¿Que Dios te falló, que le falló a Missy? ¿Que desde antes de la creación Dios sabía que un día tu Missy sería brutalizada, y aun así la creó? ¿Y después permitió que un alma torcida la arrebatara de tus amorosos brazos cuando Él habría podido impedirlo? ¿No tiene Dios la culpa, Mackenzie?…

–¡Sí! ¡Dios tiene la culpa! (174, cursivas añadidas).

Perdido en la inmensidad de su dolor, Mack carga con la culpa de la incompetencia de Dios. En esta situación, «la realidad, al mirarla de manera ininterrumpida, es intolerable».13 Perplejo y furioso, poco a poco se ha ido volviendo el fantasma destrozado y agotado del hombre que fue. Los días, los meses y los años pasan de largo, sumiéndolo en su Gran Tristeza. Luego, en un helado día invernal, se resbala y se arrastra hasta llegar al buzón, donde descubre una nota solitaria que viene de Dios.

Mackenzie:

Ya ha pasado un tiempo. Te he extrañado.

Estaré en la cabaña el próximo fin de semana, si quieres que nos reunamos.

Papá (19)

Y así comienza la narración acerca de cómo sanó Mackenzie Allen Phillips. Su liberación implicó el apasionante amor del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con atención tierna y asombroso respeto hacia Mack. Ellos vienen a él en la pesadilla que vive y lo nutren, por medio de una revolución, de sus conceptos acerca de Dios, del propósito de la existencia humana; le informan quién es él y quiénes son los otros, y le hablan acerca del significado de la muerte de Jesús y qué significa vivir.

Aunque es posible que Paul Young nunca haya tenido la intención de que su historia se publicara, eso no quiere decir que el Espíritu Santo no haya tenido sus propios planes. La increíble popularidad de La cabaña nos demuestra que algo de lo que cuenta esta novela toca una fibra muy profunda y común.

Y a pesar de que Mack es un personaje de ficción, no es un desconocido para nosotros. Esta es la historia dentro de la historia. Todos somos Mackenzie y él es nosotros. Quizá no hayamos perdido a un hijo de forma tan espantosa como le ocurrió a Mack, pero ninguno de nosotros ha salido indemne de su propia infancia. Y me atrevería a suponer que la mayoría hemos estado hasta las narices de penas y amargas decepciones.

La pena de Mack es intensa y su dolor hace surgir preguntas profundas que también son nuestras preguntas. Está atrapado entre la proverbial espada de una horrible tragedia y la pared de un dios mudo, si no es que cruel. Y esa pared nos obsesiona. Mack no tiene a dónde recurrir para mitigar su dolor. Dicho de la manera más amable, su religión es incapaz de ayudarlo. Está solo, aislado, tolerando el horror de la muerte de Missy como un hombre que no encuentra respuestas. De modo que la historia dentro de la historia es que La cabaña también es nuestra historia, la narración de nuestro dolor y de la ceguera del dios que parece tan ausente, indiferente e impotente cuando en realidad lo necesitamos, así como de nuestras vidas atajadas por la vergüenza. Pero también es la historia sobre nuestra liberación, si queremos alcanzarla.

En ese momento que Papá abrió la puerta de la cabaña y abrazó con absoluto amor al entristecido y destrozado Mackenzie Allen Phillips, ¿no sentiste que en tu alma despertara una antigua esperanza? ¿No lloraste? Es una historia de amor que estamos desesperados por creer, pero no podemos hacerlo. Sabemos que es cierta, pero ¿cómo podría serlo? Una escena plantea un universo de preguntas. ¿Dios podría ser así de bueno? ¿Es posible que yo haya estado tan equivocado? ¿Podría ser así de simple? ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Mack no encontró ninguna ayuda real en la «religión» a la que hemos pertenecido desde la niñez. Seguramente, a la larga, encontró una verdadera sanación, pero el precio de alcanzarla fue la deconstrucción de casi todo lo que se le había dicho acerca de Dios, acerca de sí mismo y de los demás, y acerca de la vida; aunque no de lo que había escuchado en un susurro que llegó hasta él en el Espíritu.

Y ésta es la parte fascinante para mí como teólogo. Lo que descubrió Mackenzie fue la absoluta bondad y el amor del Padre, el Hijo y el Espíritu: la antigua verdad que en algún momento de la historia cambió al mundo. La cabaña es la voz de la primera Iglesia que nos llama a regresar de nuestra locura a nuestro verdadero hogar en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

La historia dentro de la historia es que Paul Young –a través de la trágica vida y la sanación de Mackenzie Allen Phillips– ha encontrado una manera de escabullirse de los dragones vigilantes14 de nuestro deísmo, nuestro legalismo y nuestro racionalismo, para introducirnos a la verdad que nos hará libres. Y la verdad es una persona (107) que comparte la vida y todas las cosas en el amor centrado en el otro con su Papá, en la maravillosa libertad del Espíritu Santo. Y una persona que ha atravesado todos los mundos para encontrarnos en nuestro dolor. Y una persona que trajo con él a su Papá y al Espíritu Santo. En algún sitio dentro de nosotros sabemos que esto es cierto, pero estamos temerosos porque cuando tiramos de ese hilo, una gran parte del tapete se empieza a destejer. Sin embargo, justo cuando tememos que nuestro mundo desaparezca, descubrimos que Alguien está tejiendo un nuevo tapete de sencillez, libertad y vida inimaginables.

En medio de la historia, cuando Mack está siendo amado mediante un proceso de sanación de más o menos quince pasos, Sofía lo exhorta con palabras a las que deben prestar atención todos los que aman la vida: «Tal vez tu comprensión de Dios era equivocada» (176). Y luego Sarayu: «Muéstrate dispuesto a reexaminar lo que crees» (211).

La llamada telefónica

Un poco más de una semana después de que leí La cabaña en el Cadillac de las plataformas, mi hijo y yo veíamos por televisión a Eli Manning y a los Gigantes de Nueva York, cuando sonó mi teléfono celular. Era un domingo por la tarde. Mientras observaba el identificador de llamadas, mi hijo preguntó quién era.

–No conozco este número. ¿De dónde es la clave 503?

–No tengo idea –respondió–, no es de aquí.

–Yo tampoco sé –susurré, y moví un dedo para rechazar la llamada, cuando algo me dijo que contestara.

–Hola, habla Baxter.

–Baxter, soy Paul Young.

No reconocí ese nombre en absoluto. No conozco a ningún Paul Young, pensé para mis adentros, mientras mi mente buscaba entre la gente que había conocido durante mis viajes.

–Quizá me conozcas por el nombre de William.

«William Paul Young», susurré para mí, sin identificar aún el nombre. Y luego caí en cuenta y espeté:

–¿William P. Young?

–Ese mismo –dijo de un modo que me hizo saber que se divertía con la situación.

–¿El William P. Young?

–Bueno, no sé si soy «el», pero soy William P. Young. Mis amigos me llaman Paul.

–¿Eres el tipo que escribió el mejor libro que se haya escrito en los últimos quinientos años?

–Eso tampoco puedo afirmarlo, pero sí escribí La cabaña.

–¡Amigo!, ¿cómo diablos me estás llamando a mí? Todo el mundo desea hablar contigo.

–Bueno, sucede que recibí un correo electrónico de tu amigo Tim Brassell, diciendo que necesitaba contactarte porque has escrito la fundamentación teológica que se ajusta a La cabaña. Por eso te llamé.

Requerí cinco minutos completos antes de poder dar crédito a lo que estaba pasando. Y luego le conté sobre el Cadillac de las plataformas y él rio. Más tarde le hice mil preguntas que respondió casi en su totalidad.

Hora y media después nos despedimos y de inmediato llamé a Tim para contarle lo que había sucedido. Ya había programado para el primero de abril una conferencia para Tim y Bill Winn, en la iglesia de Bill en Virginia, así que estaba deseoso de lograr que ambos invitaran a Paul, lo cual hicieron.

Desde esa llamada telefónica y a partir de la conferencia de abril,15 Paul y yo nos hemos hecho amigos cercanos y he tenido el privilegio de hablar, junto con él, sobre el tema de La cabaña en tres países. Siempre me asombra su historia y, de igual manera, me sorprende que millones de personas se relacionen con tanta facilidad, tanto con la prueba que atraviesa Mackenzie como con la vida de Paul.

Permítanme contarles una anécdota que da cierta perspectiva acerca de Paul y una pista sobre el atractivo de La cabaña. Paul y yo andábamos de viaje por Australia en noviembre de 2008. Estábamos con la cantautora Vanessa Kersting y nos acomodábamos en el vuelo de Melbourne a Brisbane. Vanessa estaba sentada junto a mí, en tanto que Paul se hallaba unas filas detrás de nosotros, cuando se escuchó la voz del capitán a través del sistema de sonido: «Señoras y señores, les habla su capitán. Hoy tenemos a bordo a una persona muy especial». Con una sonrisa, volteé hacia Vanessa y le dije:

–Alguien descubrió que Paul está en el avión.

Ella sonrió también mientras el capitán anunciaba: «Hoy es el cumpleaños cincuenta de Baxter Kruger». Los pasajeros estallaron en vivas y aplausos. Yo estaba asombrado y un poco avergonzado. Y mientras volteaba para todas partes saludando y agradeciendo a la gente, descubrí los brillantes ojos de Paul Young, que reía de oreja a oreja como un niñito que ha sorprendido a sus padres con un regalo especial. Ese detalle significó mucho para mí en mi cumpleaños, en especial porque estaba a medio mundo de distancia de mi familia. Pero lo que más me asombró fue que, a pesar de las situaciones traumáticas que Paul ha soportado, se anime a ser tan juguetón.

Lo que dice Willie acerca de Mack es cierto en el caso de Paul:

Pero debo decirte que nunca he estado con un adulto que viva la vida con tanta sencillez y alegría. De alguna manera, él se ha vuelto niño de nuevo. O, mejor aún, se ha vuelto el niño que no se le permitió ser, fijo en la simple confianza y maravilla (265-266).

Creo que esta libertad resuena como un canto a través de toda la historia y que es la melodía evocadora que todos ansiamos escuchar y por la cual vivir. Porque también es nuestro canto.

 


Notas