2

Colapso de la nebulosa solar

Hace más o menos 2.000 millones de años dos galaxias colisionaron o más bien pasaron una a través de la otra ... Al mismo tiempo, con el mismo margen de error de más o menos el 10%, prácticamente todos los soles de esas dos galaxias fueron poseídos por planetas.

DOCTOR EDWARD E. SMITH, Triplanetaria

Triplanetaria es la primera novela de la célebre serie de ciencia ficción Lensman, de Edward E. Smith, y su párrafo de apertura refleja una teoría sobre el origen de los sistemas planetarios que estuvo de moda cuando el libro apareció en 1948. Incluso hoy en día sería un modo potente de empezar una novela de ciencia ficción; en aquel momento, dejó sin aliento. Las propias novelas son ejemplos tempranos del subgénero de ciencia ficción widescreen baroque, space opera, una batalla cósmica entre las fuerzas del bien (representadas por Arisia) y el demonio (Eddore) que tarda seis libros en completarse. Los personajes resultan falsos, el argumento trillado, pero la acción es fascinante y en la época su impacto fue inigualable.

En la actualidad ya no pensamos que se necesitan colisiones galácticas para crear planetas, aunque los astrónomos las incluyen como una de las cuatro maneras principales de formar estrellas. La teoría actual de la formación de nuestro propio sistema solar, y muchos otros sistemas planetarios, es diferente, aunque no menos impresionante que el párrafo de apertura. Es como sigue.

Hace 4.500 millones de años,1 una nube de gas hidrógeno con una extensión de 600 billones de kilómetros empezó a romperse lentamente en trozos. Cada trozo se condensó para crear una estrella. Uno de dichos trozos, la nebulosa solar, formó el Sol, junto con su sistema solar de ocho planetas, cinco (hasta ahora) planetas enanos y miles de asteroides y cometas. La tercera roca a partir del Sol es nuestro planeta natal: la Tierra.

A diferencia de la ficción, podría ser incluso cierto. Examinemos las evidencias.

La idea de que el Sol y los planetas se condensaron a partir de una vasta nube de gas apareció notablemente pronto, y durante mucho tiempo fue la teoría científica sobre su origen que prevaleció. Cuando surgieron los problemas, cayó en desgracia durante cerca de 250 años, pero ha sido revivida ahora, gracias a nuevas ideas y nuevos datos.

René Descartes es famoso sobre todo por su filosofía («Pienso, luego existo») y sus matemáticas, en especial la geometría de coordenadas, que traduce la geometría en álgebra y viceversa. En su época, la «filosofía» hacía referencia a muchas áreas de actividad intelectual, incluida la ciencia, que era filosofía natural. En su Le Monde de 1664,2 Descartes aborda el origen del sistema solar. Argumenta que al inicio el universo era un batiburrillo de partículas sin forma que circulaban como remolinos en el agua. Un vórtice más grande de lo habitual se arremolinó con más fuerza y se contrajo para formar el Sol. Vórtices más pequeños alrededor de él se convirtieron en planetas.

De un plumazo, esta teoría explicaba dos hechos básicos: por qué el sistema solar contiene muchos cuerpos separados, y por qué los planetas van todos alrededor del Sol en la misma dirección. La teoría de los vórtices de Descartes no concordaba con lo que ahora sabemos sobre la gravedad, pero las leyes de Newton no aparecerían hasta dos décadas después. Emanuel Swedenborg reemplazó los vórtices turbulentos de Descartes por una enorme nube de gas y polvo en 1734. En 1755, el filósofo Immanuel Kant bendijo la idea y el matemático Pierre-Simon de Laplace la afirmó independientemente en 1796.

Todas las teorías del origen del sistema solar deben explicar dos observaciones clave. Una obvia es que la materia se ha agrupado en cuerpos discretos: el Sol, los planetas, etcétera. Otra más sutil se refiere a la cantidad conocida como momento angular. Esta surgió de investigaciones matemáticas sobre las implicaciones profundas de las leyes del movimiento de Newton.

El concepto relacionado con el momento (sin ser angular) es más fácil de entender. Este regula la tendencia de un cuerpo a viajar a una velocidad fija en una línea recta cuando no hay fuerzas actuando, como indica la primera ley de movimiento de Newton. En mecánica —las matemáticas de los cuerpos y sistemas en movimiento—, el momento tiene un significado muy específico, y una consecuencia de ello es que no puede perderse, todo lo que se puede hacer es transferirlo a otra parte.

Pensemos en un balón en movimiento. Su velocidad o aceleración nos indican si se mueve rápido: 80 kilómetros por hora, por ejemplo. La mecánica se centra en una cantidad más importante, la velocidad vectorial, que mide no solo lo rápido que se mueve, sino en qué dirección. Si una pelota totalmente elástica rebota en una pared, su aceleración no cambia, pero su velocidad vectorial invierte la dirección. El momento es su masa multiplicada por la velocidad vectorial, de modo que el momento también tiene un tamaño y una dirección. Si un cuerpo luminoso y otro enorme se mueven ambos con la misma aceleración en la misma dirección, el enorme tiene más momento; físicamente, es necesario aplicar más fuerza para cambiar su movimiento. Es fácil golpear una pelota de ping-pong para que alcance 50 km/h, pero nadie en su sano juicio lo intentaría con un camión.

A los matemáticos y a los físicos les gusta el momento porque, a diferencia de la velocidad, se conserva en un sistema que cambia a lo largo del tiempo. Es decir, el momento total de un sistema permanece fijo cualquiera que sea el tamaño y la dirección con la que se empiece.

Esto puede sonar inverosímil. Si una pelota golpea una pared y rebota, su momento cambia de dirección, de modo que no se conserva. Pero la pared, mucho más grande, rebota un poquito también y rebota en el otro sentido. Después de eso, entran en juego otros factores, como el resto de la pared, y me he guardado en la manga la cláusula de salida: la ley de conservación solo funciona cuando no hay fuerzas externas, esto es, interferencias del exterior, aunque sea así cómo un cuerpo adquiere el momento al principio: algo le da un empujón.

El momento angular es similar, pero se aplica a cuerpos que rotan en vez de moverse en línea recta. Incluso para una única partícula su definición es complicada y, como el momento, depende tanto de la masa de la partícula como de su velocidad. La principal nueva característica es que también depende de los ejes de rotación, la línea sobre la que se considera que la partícula rota. Imaginemos una peonza. Gira alrededor de la recta que atraviesa la parte de arriba por el centro, de modo que toda partícula de materia en la parte de arriba gira alrededor de este eje. El momento angular de las partículas sobre ese eje es la tasa de giro multiplicada por su masa. Pero la dirección en la que el momento angular apunta está a lo largo del eje de giro. Es decir, en ángulo recto con el plano en el que rota la partícula. El momento angular de toda la parte de arriba, de nuevo considerado sobre este eje, se obtiene sumando todos los momentos angulares de las partículas que lo constituyen, teniendo en cuenta la dirección cuando sea necesario.

El módulo del momento angular total de un sistema que gira dice lo fuerte que es el giro, y la dirección del momento angular sobre qué eje gira de media.3 El momento angular se conserva en cualquier sistema de cuerpos que no esté sujeto a fuerzas de giro (en jerga: torque).

Este pequeño y útil dato tiene implicaciones inmediatas en el colapso de una nube de gas: una buena y otras malas.

La buena es que, tras cierta confusión inicial, las moléculas del gas tienden a girar en un único plano. Inicialmente, cada molécula tiene una cierta cantidad de momento angular sobre el centro de gravedad de la nube. A diferencia de la peonza, una nube de gas no es rígida, de modo que estas aceleraciones y direcciones probablemente varíen de forma incontrolada. No es probable que todas estas cantidades se anulen unas a otras de manera perfecta, así que inicialmente el momento angular de la nube no es cero. Por lo tanto, el momento angular total apunta en alguna dirección definida y tiene un módulo definido. La conservación nos dice que como la nube de gas evoluciona bajo la gravedad, su momento angular total no cambia. Por lo tanto, la dirección del eje se queda fija, congelada en el momento en que la nube se forma por primera vez. Y el módulo, la cantidad total de giro por decirlo de algún modo, también está congelado. Lo que puede cambiar es la distribución de las moléculas de gas. Toda molécula de gas ejerce una atracción gravitatoria en cada una de las otras moléculas y lo que inicialmente era una nube de gas globular caótica colapsa para formar un disco plano, girando sobre el eje como un plato sobre una vara en un circo.

Estas son buenas noticias para la teoría de la nebulosa solar, porque todos los planetas del sistema solar tienen órbitas muy próximas al mismo plano, la eclíptica, y todas ellas giran en la misma dirección. Esta es la razón por la que los primeros astrónomos supusieron que el Sol y los planetas se habían condensado a partir de una nube de gas después de que esta hubiese colapsado para crear un disco protoplanetario.

Desafortunadamente para esta «hipótesis nebular» hay también algunas malas noticias: el 99 % del momento angular del sistema solar reside en los planetas, y solo un 1 % en el Sol. Aunque el Sol contiene casi toda la masa del sistema solar, gira muy lentamente y sus partículas están relativamente cerca del eje central. Los planetas, aunque más ligeros, están mucho más lejos y se mueven mucho más rápido, por lo que acaparan casi todo el momento angular.

Sin embargo, los cálculos teóricos detallados muestran que una nube de gas que colapsa no hace eso. El Sol devora la mayoría de la materia de toda la nube de gas, incluida mucha de la que originalmente estaba mucho más lejos del centro. De modo que se esperaría que hubiese devorado la mayor parte del momento angular... algo en lo que fracasa de manera espectacular. No obstante, la distribución actual del momento angular, en la que los planetas se llevan la mayor parte, es por completo consistente con la dinámica del sistema solar. Funciona, lo ha hecho durante miles de millones de años. No hay ningún problema lógico en una dinámica como esta, solo en el cómo empezó todo.

Rápidamente surgió una posible manera de resolver este dilema. Supongamos que el Sol se formó primero. Entonces devoró bastante del momento angular en la nube de gas, porque se tragó prácticamente todo el gas. Después pudo hacerse con los planetas capturando conglomerados de materia que pasaban cerca. Si estos estaban lo suficientemente lejos del Sol y moviéndose a la velocidad correcta como para ser capturados, la cifra del 99 % funcionaría, justo como lo hace en la actualidad.

El principal problema de este escenario es que es muy complicado capturar un planeta. Cualquier aspirante a planeta que pase lo suficientemente cerca, se acelerará a medida que se aproxime al Sol. Si se las apaña para no caer dentro del Sol, girará en torno al Sol y será lanzado de nuevo hacia fuera. Una vez comprobado que es difícil capturar tan solo un planeta, ¿cómo se hace con ocho?

Quizá, como se le ocurrió al conde de Buffon en 1749, un cometa chocó contra el Sol y salpicó el material suficiente para crear los planetas. No, dijo Laplace en 1796, los planetas formados así acabarían en algún momento volviendo a caer en el Sol. El razonamiento es similar a la línea argumental de la «no captura» pero a la inversa. La captura es complicada porque lo que desciende debe ascender de nuevo (a menos que golpee el Sol y este se lo trague). La salpicadura es complicada porque lo que asciende debe descender. En cualquier caso, ahora sabemos (y no lo sabían entonces) que los cometas son demasiado ligeros para hacer una salpicadura del tamaño de un planeta y que el Sol está hecho de sustancias inapropiadas para ello.

En 1917, James Jeans sugirió la teoría de las mareas: una estrella errante pasó cerca del Sol y succionó parte de su material formando un largo y fino cigarro. Luego el cigarro, que era inestable, se rompió haciendo grupos que se convirtieron en planetas. De nuevo, el Sol tiene la composición inapropiada, y además esta propuesta requiere algo sorprendente e improbable parecido a una colisión y no dota a los planetas exteriores de suficiente momento angular para detener su caída. Se propusieron docenas de teorías, todas diferentes, pero todas ellas no eran sino variaciones de los mismos temas. Cada una encaja con algunos datos pero le resulta difícil explicar otros.

En 1978, el modelo nebular aparentemente desacreditado volvió a estar de moda. Andrew Prentice dio con una solución factible al problema del momento angular (recordemos: el Sol tiene demasiado poco y los planetas mucho). Lo que se necesitaba era un modo de evitar que el momento angular se conservase, es decir que ganase o perdiese algo. Prentice sugirió que los granos de polvo concentrados cerca del centro del disco de gas y la fricción con esos granos reducen la velocidad de la rotación del Sol recientemente condensado. Victor Safronov desarrolló una idea similar aproximadamente por la misma época, y su libro sobre el tema llevó a la adopción extendida del modelo del disco que «colapsa», en el que el Sol y los planetas (y muchas más cosas) se condensaron a partir de una única nube de gas enorme, que se hizo pedazos debido a su propia gravedad, modificada por la fricción, formando masas de muchos tamaños diferentes.

Esta teoría tiene el mérito de explicar por qué los planetas interiores (Mercurio, Venus, la Tierra y Marte) son principalmente rocosos, mientras que los exteriores (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno) son gas y gigantes de hielo. Los elementos más ligeros en el disco protoplanetario se acumularían más en el exterior que los pesados, aunque con mezclas más agitadas. La teoría que prevalece para los gigantes es que se formó primero un núcleo rocoso y que su gravedad atrajo hidrógeno, helio y algo de vapor de agua, además de cantidades relativamente pequeñas de otro material. Sin embargo, en los modelos de formación de planetas ha resultado difícil reproducir este comportamiento.

En 2015, Harold Levison, Katherine Kretke y Martin Duncan realizaron simulaciones de ordenador sobre una opción alternativa: el núcleo crece lentamente a partir de «guijarros», conglomerados de materia rocosa de hasta un metro de diámetro.4 En teoría, este proceso puede construir un núcleo de diez veces la masa de la Tierra en unos miles de años. Simulaciones anteriores habían planteado un problema diferente relacionado con esta idea: se generan cientos de planetas del tamaño de la Tierra. El equipo mostró que este problema se evitaba si las piedrecitas llegaban lo bastante lento como para interactuar gravitacionalmente entre sí. Entonces, la más grande dispersa al resto fuera del disco. Las simulaciones con diferentes parámetros a menudo producen entre uno y cuatro gigantes de gas a una distancia de 5-15 UA del Sol, lo que concuerda con la estructura actual del sistema solar. Una unidad astronómica (UA) es la distancia de la Tierra al Sol, y esto es a menudo un modo conveniente de entender distancias cósmicas relativamente pequeñas.

Imagen del HL Tauri tomada por el Atacama Large Millimeter Array, en la que se muestran los anillos concéntricos de polvo y los huecos entre ellos.

Un buen modo de probar el modelo nebular es descubrir procesos similares en algún otro lugar del cosmos. En 2014, los astrónomos capturaron una imagen extraordinaria de una estrella joven, HL Tauri, a 450 años luz en la constelación de Tauro. La estrella está rodeada por anillos de gas brillantes y concéntricos, con anillos oscuros entre ellos. Los anillos oscuros se deben casi con toda seguridad a planetas emergentes que barren el polvo y el gas. Resulta difícil encontrar una confirmación más drástica de una teoría.

Es fácil pensar que la gravedad puede provocar que las cosas se agrupen, pero ¿también puede ser que las separe? Tratémoslo con algo de intuición. De nuevo, las matemáticas serias, que no desarrollaremos aquí, confirman lo esencial. Empezaré por los conglomerados.

Un cuerpo gaseoso cuyas moléculas se atraen gravitacionalmente entre sí es muy diferente a la experiencia que solemos tener con los gases. Si llenamos una habitación con gas, este se dispersará muy rápidamente, de modo que mantendrá la misma densidad en todas partes. No habrá espacios extraños en el salón sin aire. La razón es que las moléculas de aire rebotan alrededor aleatoria y rápidamente y ocupan cualquier espacio vacío. Este comportamiento está englobado en la famosa segunda ley de la termodinámica, cuya interpretación habitual es que un gas está tan desordenado como es posible. «Desordenado», en este contexto, tiene la connotación de que todo debería estar mezclado de forma uniforme, lo que significa que ninguna región debería ser más densa que otra.

Para mí, este concepto, técnicamente conocido como entropía, es demasiado resbaladizo para ser capturado con una simple palabra como «desorden», aunque solo sea porque «mezclado uniformemente» me suena como un estado ordenado. Pero por el momento voy a conformarme con la línea ortodoxa. La formulación matemática realmente no menciona orden o desorden para nada, pero es demasiado técnica para discutirla aquí.

Lo que funciona en una habitación seguramente funciona en una habitación más grande, así que ¿por qué no en una habitación del tamaño de todo el universo? De hecho, ¿el propio universo? Seguramente la segunda ley de la termodinámica implica que todo el gas del universo debería extenderse uniformemente en algo así como una fina niebla.

Si eso fuese cierto, serían malas noticias para la raza humana, porque no estamos hechos de una fina niebla. Somos claramente conglomerados y vivimos en un conglomerado todavía mayor que orbita un conglomerado tan grande que soporta reacciones nucleares que producen calor y luz. De hecho, las personas a las que no les gustan las descripciones científicas habituales sobre el origen de la humanidad con frecuencia invocan la segunda ley de la termodinámica para «probar» que no podríamos existir a menos que algún ser hiperinteligente nos hubiera fabricado deliberadamente y hubiera preparado el universo para que encajara con nuestras necesidades.

Sin embargo, el modelo termodinámico del gas en una habitación no es apropiado para averiguar cómo debería comportarse la nebulosa solar o todo el universo. Tiene el tipo erróneo de interacciones. La termodinámica supone que las moléculas solo se notan entre sí cuando colisionan; entonces rebotan una contra la otra. Los rebotes son perfectamente elásticos, lo que quiere decir que no se pierde energía, por lo que las moléculas continúan rebotando para siempre. Técnicamente, las fuerzas que rigen las interacciones de moléculas en el modelo termodinámico de un gas son de repulsión y de corto alcance.

Imaginemos una fiesta donde todo el mundo tiene los ojos vendados y sus oídos están tapados, de modo que la única manera de descubrir a alguien más que esté presente sea chocando contra él. Imaginemos, además, que todos son muy antisociales, por lo que cuando se encuentran con alguien, inmediatamente se empujan para alejarse. Es posible que tras algunos choques y bamboleos, se esparzan a sí mismos por todo el espacio de manera uniforme. No todo el tiempo, porque a veces acaban juntos por accidente o incluso chocan, pero de media, están esparcidos. Un gas termodinámico es así, con cantidades absolutamente gigantescas de moléculas actuando como personas.

Una nube de gas en el espacio es más compleja. Las moléculas rebotan si se golpean, pero hay un segundo tipo de fuerza: la gravedad. La gravedad es ignorada en termodinámica porque en ese contexto su efecto es nimio. Pero en cosmología, la gravedad es el jugador principal, porque hay una gran cantidad de gas. La termodinámica lo mantiene gaseoso, pero la gravedad determina lo que hace el gas a escalas mayores. La gravedad es de largo alcance y atractiva, casi exactamente lo opuesto a los rebotes elásticos. «Largo alcance» significa que los cuerpos interactúan incluso cuando están alejados. La gravedad de la Luna (y en menor medida la del Sol) maneja las mareas de los océanos de la Tierra, y la Luna está a 400.000 kilómetros. Es sencillo: es «atractiva», provoca que los cuerpos que interactúan se muevan el uno hacia el otro.

Esto es como una fiesta donde todo el mundo puede ver a todo el mundo por toda la habitación, aunque menos claramente a cierta distancia, y tan pronto como ven a alguien corren hacia él. No es muy sorprendente que la masa de gas que interactúa bajo la gravedad se convierta de manera natural en un conglomerado. En regiones muy pequeñas de conglomerados, domina el modelo de la termodinámica, pero en una escala mayor la tendencia a agruparse domina la dinámica.

Si intentamos averiguar qué le sucedería a una hipotética nebulosa solar en la escala del sistema solar o a los planetas, tendremos que pensar en la fuerza de largo alcance y atractiva que es la gravedad. La repulsión de corto alcance entre moléculas que colisionan podría decirnos algo sobre el estado de una región pequeña en la atmósfera de un planeta, pero no nos dirá nada sobre el planeta. De hecho, nos confundirá haciéndonos imaginar que el planeta nunca se debería haber formado.5

Los conglomerados son una consecuencia inevitable de la gravedad. Una extensión uniforme no lo es.

La gravedad provoca que la materia se agrupe, ¿también podría hacer que una nube molecular se partiese en pedazos? Parece contradictorio.

La respuesta es que los conglomerados rivales se pueden formar al mismo tiempo. Los argumentos matemáticos que apoyan el colapso de una nube de gas en un disco plano giratorio parten de la suposición de que empezamos con una región de gas aproximadamente esférica, quizá con la forma de un balón de fútbol americano, pero no como una pesa. Sin embargo, en una gran región de gas a veces habrá lugares localizados aleatoriamente donde podría ser que la materia fuera un poco más densa que en el resto. Cada una de estas regiones actúa como un centro, atrayendo más materia de la que la rodea y ejerciendo una fuerza de gravedad todavía más fuerte. El conglomerado resultante comienza siendo bastante esférico y luego colapsa en un disco giratorio.

Sin embargo, en una región de gas lo bastante grande, se pueden formar varios de dichos centros. Aunque la gravedad es de largo alcance, su fuerza decae a medida que aumenta la distancia entre los cuerpos, por lo que las moléculas son atraídas al centro más cercano. Cada centro está rodeado por una región en la que domina su atracción gravitatoria. Si hay dos personas muy populares en una fiesta en esquinas opuestas de una habitación, la fiesta se divide en dos grupos. Lo mismo le ocurre a la nube de gas que se organiza a sí misma en un patchwork tridimensional de centros atrayentes. Estas regiones despedazan la nube a lo largo de sus fronteras comunes. En la práctica lo que sucede es un poco más complejo y las moléculas que se mueven rápidamente pueden escapar de la influencia del centro más cercano y acabar cerca de otro diferente, pero hablando de manera general esto es lo que podemos esperar. Cada centro se condensa para formar una estrella y algunos de los restos que lo rodean podrían formar planetas y otros cuerpos más pequeños.

Por este motivo, una nube de gas inicialmente uniforme se condensa en una serie completa de sistemas de estrellas separados y relativamente aislados. Cada sistema corresponde a uno de los centros densos. Pero incluso así no es del todo directo. Si dos estrellas están suficientemente juntas, o se aproximan entre sí por azar, pueden acabar orbitando su centro de masa común. En ese caso forman una estrella binaria. Es más, pueden surgir sistemas de tres estrellas o más, libremente destinadas a la unión por su gravitación mutua.

Estos sistemas de estrellas múltiples, especialmente los binarios, son muy comunes en el universo. La estrella más cercana al Sol, Próxima Centauri, está bastante cerca (en términos astronómicos) de una estrella binaria llamada Alfa Centauri, cuyas estrellas individuales son Alfa Centauri A y B. Parece posible que Próxima las orbite ambas, pero probablemente se necesite medio millón de años para recorrer esta órbita una sola vez. La distancia entre A y B es comparable a la distancia de Júpiter al Sol: varía entre 11 y 36 UA.

Por el contrario, la distancia de Próxima bien a A o bien a B es de unas 15.000 UA, aproximadamente mil veces más grande. Por lo tanto, por la ley de la inversa al cuadrado para la gravedad, la fuerza que A y B ejercen en Próxima es alrededor de una millonésima parte de la fuerza que ellas ejercen entre sí. Si eso es lo bastante fuerte como para mantener a Próxima en una órbita estable depende sensiblemente de qué otra cosa pueda estar lo suficientemente cerca como para arrebatarla del tenue agarre de A y B. Sea lo que sea, no estaremos por aquí para ver qué pasa.

En la historia temprana del sistema solar deben de haberse registrado períodos de actividad violenta. La evidencia es el enorme número de cráteres que hay en la mayoría de los cuerpos, especialmente en la Luna, Mercurio, Marte y varios satélites, lo que demuestra que fueron bombardeados por innumerables cuerpos más pequeños. Las edades relativas de los cráteres resultantes pueden estimarse estadísticamente, pero los cráteres más jóvenes destruyen parcialmente los más viejos cuando se superponen, y la mayoría de los observados en estos cuerpos celestes son muy antiguos. Incluso así, de vez en cuando se forma alguno nuevo, pero en su mayoría son muy pequeños.

El gran problema de esto es averiguar la secuencia de acontecimientos que dieron forma al sistema solar. En la década de 1980, la invención de ordenadores potentes y métodos de computación eficientes y precisos permitió la modelización matemática detallada de nubes en colapso. Se requiere cierta sofisticación, porque los métodos numéricos rudimentarios fracasaron en respetar limitaciones físicas como la conservación de energía. Si esta herramienta matemática provoca que la energía decrezca lentamente, el efecto es como la fricción, y en lugar de seguir una órbita cerrada, un planeta trazará lentamente una espiral en torno al Sol. Otras incógnitas, como el momento angular, también tienen que conservarse. Los métodos que evitan estos peligros son clásicos recientes. Los más precisos son los conocidos como «integradores simplécticos». En ellos se reformulan de un modo técnico las ecuaciones de la mecánica para que estas conserven con exactitud todas las cantidades físicas relevantes. Simulaciones precisas y cuidadosas revelan mecanismos factibles y muy drásticos para la formación de planetas que encajan bien con las observaciones. Según estas ideas, el temprano sistema solar era muy diferente del sistema tranquilo que vemos hoy.

Los astrónomos solían pensar que una vez formado el sistema solar, era muy estable. Los planetas rodaban pesadamente a lo largo de órbitas predestinadas y nada cambiaba demasiado: el sistema antiguo que contemplamos ahora es bastante parecido a como lo era en su juventud. ¡Pero ya no! Ahora se cree que los cuerpos celestes más grandes, los gigantes de gas Júpiter y Saturno y los gigantes de hielo Urano y Neptuno, aparecieron primero fuera de «la línea de congelación», pero posteriormente se reorganizaron entre sí en un extenso tira y afloja gravitatorio. Esto afectó a los demás cuerpos, a menudo de manera extraordinaria.

Los modelos matemáticos, más una variedad de otras evidencias de la física nuclear, la astrofísica, la química y muchas otras ramas de la ciencia han proporcionado la imagen actual: los planetas no se formaron como masas únicas, sino mediante un proceso caótico de adición. Durante los primeros 100.000 años, surgieron lentamente «planetesimales» que barrían gas y polvo y creaban anillos circulares en la nebulosa al limpiar los huecos entre ellos. Cada hueco estaba abarrotado por millones de estos cuerpos minúsculos. Llegado un punto, los planetesimales se quedaban sin nueva materia que barrer, pero eran tantos que chocaban unos contra otros. Algunos se rompían, pero otros se fusionaban; las fusiones ganaban y los planetas se construían, piececita a piececita.

En este sistema solar temprano, los gigantes estaban más juntos de lo que lo están hoy y millones de pequeños planetesimales deambulaban por sus regiones exteriores. En la actualidad, el orden de los gigantes, a partir del Sol y hacia fuera, es Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno. Pero en un escenario probable, originariamente, era Júpiter, Neptuno, Urano, Saturno. Al cumplir el sistema solar alrededor de 600 millones de años, esta cómoda disposición llegó a su fin. Los períodos orbitales de todos los planetas fueron cambiando lentamente, y Júpiter y Saturno se desviaron en una resonancia 2:1, de manera que el «año» de Júpiter pasó a ser exactamente la mitad que el de Saturno. En general, las resonancias aparecen cuando dos períodos orbitales o rotacionales están relacionados mediante una fracción sencilla, en este caso un medio.6 Las resonancias tienen un efecto fuerte en la dinámica celeste, porque los cuerpos en resonancia orbitan repetidamente alineados exactamente del mismo modo. Más adelante hablaremos mucho más sobre ellas. Esto impide que las perturbaciones se compensen durante largos períodos de tiempo. Esta resonancia en concreto empujó a Neptuno y a Urano hacia fuera y Neptuno rebasó a Urano.

La redisposición de los cuerpos más grandes del sistema solar perturbó a los planetesimales, haciendo que cayesen hacia el Sol. De repente todo se volvió confuso, con los planetesimales jugando a un pinball celestial entre los planetas. Los planetas gigantes se movieron hacia fuera y los planetesimales hacia dentro. Finalmente, los planetesimales se enfrentaron a Júpiter, cuya enorme masa fue decisiva. Algunos planetesimales fueron expulsados del sistema solar, mientras que el resto acabaron en órbitas largas y delgadas, alejadas grandes distancias. Después de eso, todo se estabilizó, pero la Luna, Mercurio y Marte todavía tienen cicatrices de las batallas debidas al caos.7 Y cuerpos de todas formas, tamaños y composiciones se dispersaron por todas partes, a lo largo y a lo ancho.

Casi asentado, no se ha detenido. En 2008, Konstantin Batygin y Gregory Laughlin simularon el futuro del sistema solar durante 20.000 millones de años y los resultados iniciales revelaron que no habría inestabilidades importantes.8 Refinando el método numérico para buscar potenciales inestabilidades, cambiando la órbita de al menos un planeta de una manera importante, descubrieron un futuro posible en el que Mercurio golpea el Sol dentro de 1.260 millones de años y otro en el que los movimientos erráticos de Mercurio expulsan a Marte del sistema solar dentro de 822 millones de años, seguido por una colisión entre Mercurio y Venus 40 millones de años más tarde. La Tierra navega con calma, ajena al drama.

Simulaciones más tempranas aplicaban principalmente ecuaciones medias, no adecuadas para colisiones e ignoraban los efectos relativistas. En 2009, Jacques Laskar y Mickael Gastineau simularon los siguientes 5.000 millones de años del sistema solar con un método que evitaba estos problemas,9 pero los resultados fueron prácticamente los mismos. Debido a que pequeñas diferencias en las condiciones iniciales pueden tener un gran impacto en la dinámica a largo plazo, simularon 2.500 órbitas, todas empezando con errores de observación de las condiciones actuales. En alrededor de 25 casos, la resonancia cercana infla la excentricidad de Mercurio, lo que lleva o a una colisión con el Sol o a una colisión con Venus o a un encuentro cercano que cambia radicalmente la órbita tanto de Venus como de Mercurio. En un caso, la órbita de Mercurio posteriormente se hace menos excéntrica, provocando que se desestabilicen los cuatros planetas interiores en los próximos 3.300 millones de años. Entonces es probable que la Tierra colisione con Mercurio, Venus o Marte. Y de nuevo se vislumbra una ligera posibilidad de que Marte sea expulsado del sistema solar.10