Todos lo hemos estudiado en el colegio. Me refiero al experimento de la «sopa primordial», llevado a cabo en 1953 por dos científicos de la Universidad de Chicago, Harold Urey y Stanley Miller. Básicamente consiste en introducir en una vasija con agua un compuesto formado por moléculas simples de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua, y luego someterlo a una serie de chispas a fin de simular los rayos que habrían impactado contra dicha mezcla hace unos 3.800 millones de años, dando lugar al nacimiento de la primera célula.
Sin embargo, dicho experimento no prueba absolutamente nada, puesto que a lo sumo se obtienen unos simples aminoácidos, moléculas que deben ensamblarse para dar lugar a las proteínas, tan sólo uno de los elementos esenciales para el funcionamiento de una célula, que consta de ácidos nucleicos, lípidos, cofactores, iones metálicos, etcétera. Por otro lado, la unión de los aminoácidos es un proceso complejo, porque deben hacerlo uno tras otro en un orden preciso, determinado por la información contenida en el código genético de la célula –ADN–, que es distinta para cada proteína. Si en la sopa primordial obviamente todavía no existía ADN, ¿cómo habrían podido unirse los aminoácidos?
Alfred Hoyle, el prestigioso astrofísico al que ya nos hemos referido en el capítulo anterior, dijo sin medias tintas lo que todo el mundo sabe: que el experimento de la sopa primordial no prueba siquiera cómo se pudo formar una simple proteína. En su libro El universo inteligente (Grijalbo, 1984) escribía lo siguiente: «Los evolucionistas confiesan que la probabilidad de que los átomos y las moléculas apropiadas se juntaran debidamente para formar tan sólo una molécula proteínica sencilla es de una entre 10113 [es decir, de diez ¡seguido de 113 ceros! Nota del autor]. Éste es un número mayor que la cantidad total de átomos que se calcula para todo el universo. Los matemáticos consideran que cualquier suceso que tenga una probabilidad de ocurrir menor de una entre 1050 nunca sucede. Además, para la vida se necesita más que una simple molécula de proteína. Tan sólo para que una célula se mantenga activa son necesarias dos mil diferentes proteínas, y la probabilidad de que todas ellas se presenten al azar es de sólo una entre 1040.000. Este cálculo desestima la afirmación de la creación espontánea.»
El astrofísico llegó a arremeter contra la comunidad científica, que tiende a negar lo evidente a causa de una serie de dogmas centenarios que carecen de sentido: «En realidad, esta teoría [que la vida en la Tierra fue creada por alguna clase de inteligencia. Nota del autor] es tan obvia que uno se asombra de que no sea aceptada como algo autoevidente. Las razones son psicológicas antes que científicas. La materia no puede generar vida por sí misma sin una intervención deliberada.»
En cuanto a la manida hipótesis del «caldo primordial», Hoyle mostró su absoluto escepticismo. En El universo inteligente afirma: «Si hubo un principio básico de la materia que, de alguna manera, condujo a los sistemas orgánicos hacia la vida, su existencia debería ser fácilmente demostrable en laboratorio. Por ejemplo, uno podría tomar una bañera donde preparar el caldo primitivo y llenarlo con cualquiera de los elementos químicos de la naturaleza biológica que le plazca. Después se pueden bombear los distintos gases que más le gusten sobre esos elementos químicos, o a través de ellos, e irradiar con el tipo de radiación que se le ocurra. Dejemos a continuación que el experimento prosiga durante un año, y veamos después cuántas de las dos mil enzimas [proteínas producidas por células vivas] han aparecido allí. Yo le daré la respuesta, así ahorrará tiempo, los problemas y los gastos de hacer el experimento. No encontrará nada en absoluto, excepto, posiblemente, un sedimento aglutinado compuesto de aminoácidos y otros elementos químicos orgánicos simples.»
En definitiva, Hoyle y algunos otros se han atrevido a decir en voz alta lo que muchos de sus colegas piensan, aunque prefieren mantenerse callados para no meterse en polémicas que sólo les pueden ocasionar problemas que frenen sus carreras académicas. Porque la tozuda realidad es que el experimento de la «sopa primordial» no prueba siquiera cómo se pudo formar una simple proteína, no digamos una célula.
Empleando el sentido común, un batallón de científicos se muestran convencidos de que alguna clase de inteligencia tuvo que intervenir en el nacimiento de la vida en nuestro planeta. No entran a valorar qué clase de inteligencia, porque la inmensa mayoría de estos científicos no son creyentes ni militan en ninguna organización religiosa, simplemente aplican el método científico para investigar un determinado asunto –en este caso el nacimiento de la vida en nuestro planeta– y llegan a conclusiones racionales.
Al respecto, Thomas F. Heinze, autor de Las pruebas de la evolución se esfuman, escribe en su polémico libro una verdad incontestable: «El hecho de que cada proteína recibe información que la envía al único lugar donde puede conectarse, y que en el camino se dobla para encajar en ese lugar, es una evidencia poderosa. Esta evidencia no prueba que tuvieran lugar una serie de accidentes afortunados para cada una de las muchas proteínas que componen una célula, sino que todo el proceso fue establecido por una Inteligencia Diseñadora. […] Pero el escenario es todavía más complejo: para que una célula exista, […] ésta debe mantener la cantidad correcta de cada proteína, lo cual requiere un elaborado sistema de control que inicia y detiene todas las actividades de la célula en el momento preciso. Por otro lado, los sistemas para controlar las proteínas no habrían sido útiles hasta que existieran otras proteínas.»
En definitiva, es un hecho que las moléculas de las que están formadas las células no nacen por generación espontánea, sino que otras células deben ensamblarlas. Para mayor complejidad, el orden de sus componentes es determinado por la información presente en el ADN y el ARN, ninguno de los cuales ha podido ni de lejos ser creado en laboratorio, a causa de su enorme dificultad. Como el experimento de la «sopa primordial» no prueba cómo de una serie de elementos inorgánicos pudo nacer una célula viva, los biólogos materialistas se decantan por una teoría todavía menos creíble: la primera célula tuvo que surgir de un modo excepcional, de forma totalmente diferente a como sucede en la naturaleza constantemente.
Según esta versión, los aminoácidos primordiales estarían compuestos por ARN, responsable último de la «creación» de las proteínas. Sin embargo, seguimos en el mismo punto, porque esta teoría no aclara cómo pudo nacer el ARN de la nada ni de qué modo se unieron las proteínas, y mucho menos cómo se pudo formar la célula con todos sus elementos funcionando en perfecta coordinación.
Los microbiólogos Peter Tompa y George D. Rose demostraron la imposibilidad estadística de que la primera célula se formara por procesos aleatorios y casuales. Tomaron como base para su estudio la levadura, un eucariota unicelular, y calcularon el número de interacciones y patrones que debieron producirse para que surgiera dicha célula. Siendo prudentes en exceso, existe una posibilidad entre 107.200, una cifra tan enorme que ni siquiera podemos llegar a imaginar qué representa en realidad. Recordemos que en el universo existen «sólo» unos 1078 átomos… Tompa y Rose concluyeron que dichas interacciones no podían haberse autoorganizado de manera espontánea a partir de sus componentes proteínicos aislados.
Pero los científicos materialistas no se dan por vencidos y se agarran a otra hipótesis para despejar la incógnita de una Inteligencia Creadora en la «ecuación» del nacimiento de la vida en la Tierra. Me refiero a la teoría de la panspermia, según la cual la primera célula llegó a bordo de un meteorito que impactó contra nuestro mundo en la noche de los tiempos. Pero lo cierto es que nunca se ha encontrado algo así en ningún meteorito, porque con toda probabilidad una célula no hubiera sobrevivido a tal viaje cósmico. Por esta razón, Francis Crick, Premio Nobel de Medicina de 1962 por el descubrimiento de la estructura del ADN en forma de doble hélice y su importancia para la transferencia de información en la materia viva –lo que inauguró el fascinante campo de la genética–, siempre se mostró convencido de que esa célula primordial sólo pudo ser la creación de alguna clase de inteligencia que él vinculaba a una civilización extraterrestre.
De todos modos, aunque aceptáramos la veracidad de la panspermia, lo único que conseguiríamos a lo sumo es trasladar la respuesta al enigma a otro planeta. Porque ¿de qué modo habría nacido esa hipotética célula que acabó en nuestro planeta transportada por una roca cósmica? Continuamos sin respuesta, ya creamos que la vida nació en la Tierra o que vino del espacio.
Uno de los que últimamente se ha apuntado a la teoría de la panspermia dirigida (según la cual alguna clase de inteligencia hizo que surgiera la vida en la Tierra) es el prestigioso zoólogo Richard Dawkins, uno de los más acérrimos defensores de las teorías evolucionistas de Charles Darwin y que se hizo conocido por su libro El gen egoísta (Salvat, 1976), obra en la que aplicaba la tesis darwinista para explicar el desarrollo de los genes. Aunque su salto a la fama le llegó con la publicación de El espejismo de Dios (Espasa, 2006), la biblia del movimiento ateo internacional. El título es suficientemente descriptivo de la tesis de Dawkins, ateo confeso que critica con dureza tanto la creencia en Dios como las religiones. «Cuando una persona sufre una alucinación se le llama locura; cuando la sufren muchas, se trata de una religión», llegó a defender el zoólogo.
Sin embargo, en el transcurso de una entrevista con el periodista Ben Stein, se mostró de acuerdo con la tesis de Francis Crick y Alfred Hoyle en cuanto al nacimiento de la vida en nuestro planeta. Richard Dawkins declaró: «Podría ser que en cierto momento de nuestro remoto pasado, en algún lugar del universo, una civilización haya evolucionado por alguna clase de medio darwiniano hacia un alto nivel tecnológico, diseñando una forma de vida que pudieron sembrar en nuestro planeta. Se trata de una probabilidad intrigante. Es posible encontrar alguna evidencia de ello si estudiamos los detalles de la bioquímica y la biología molecular, pues se podría encontrar la firma de algún tipo de diseñador. Y ese diseñador bien podría ser una inteligencia superior de otro lugar del universo. Pero esa inteligencia superior sí habría tenido que surgir por un método explicable en última instancia. No podría haber llegado a existir espontáneamente.»
Sorprendentes y contradictorias declaraciones del líder ideológico del movimiento ateo mundial, porque por un lado acepta lo que sabe todo científico mínimamente informado: que en base a lo que conocemos sobre química y biología, la vida en la Tierra tuvo que nacer por la acción de alguna clase de inteligencia, pero por otro defiende que ese o esos «ingenieros cósmicos» –que él relaciona con extraterrestres, mucho más cómodo para sus posiciones ateas que referirse a Dios– tuvieron que evolucionar en su lugar de origen de un modo darwinista. Eso sí, de un modo darwinista que desconocemos. En otras palabras: que la vida surgiera en nuestro mundo de forma casual es altamente improbable, pero en algún otro planeta tuvo que suceder así, aunque no sepamos cómo. Sin duda, una exposición anticientífica y contradictoria donde las haya.
Como hemos apuntado, desconocemos cómo se formaron el ADN y el ARN –encargados de transmitir la información genética–, pero todavía más misterioso es el origen de la información que encierran, es decir, el software o programa informático que contiene las instrucciones para realizar convenientemente su función de transmisión genética. De modo que es lícito preguntarse quién diseñó el programa que hace funcionar al ADN y al ARN.
Eminentes científicos como el miembro de la Royal Society Roger Penrose –físico y profesor emérito de Matemáticas en la Universidad de Oxford– se muestran cada vez más convencidos de que, sin duda, tuvo que existir alguna clase de inteligencia que programara el software de la vida. En su libro La nueva mente del emperador (DeBolsillo, 2009), Penrose hace una analogía entre la información genética del ADN y el software de un ordenador, concluyendo que tanto en un caso como en el otro es necesaria la intervención de un diseñador inteligente: «Imaginemos un programa informático ordinario. ¿Cómo llegó a formarse? Es evidente que no directamente por selección natural. Algún programador informático humano lo habrá concebido, verificando que realiza correctamente las acciones que se supone debe hacer. Ciertamente, en ocasiones un programa informático puede haber sido escrito por otro programa, llamémosle “maestro”, pero en última instancia éste tuvo que haber sido producto del ingenio y la intuición humana. Otra posibilidad es que el programa se ensamblara a partir de fragmentos, muchos de los cuales obligatoriamente tendrían que ser producto de otros programas. Pero en todos los casos, la validez y la misma concepción del programa habría sido en última instancia responsabilidad de al menos una conciencia humana.»
Esta línea de pensamiento también es defendida por Sara Imari Walker, del Instituto de Astrobiología de la NASA, y el prestigioso físico y divulgador científico Paul Davies, del Centro para Conceptos Fundamentales de la Ciencia de la Universidad de Arizona. Ambos científicos plantean en un artículo titulado «El origen algorítmico de la vida» el problema de cómo apareció el software biológico, admitiendo que «el verdadero desafío del origen de la vida es, pues, explicar cómo los sistemas de control de información surgen de forma natural y espontánea de las meras dinámicas moleculares».
Pero aún existen más pruebas que apuntan a la intervención de un misterioso diseñador que provocó el nacimiento de la vida en la Tierra. Michael J. Behe, profesor de la cátedra de Bioquímica de la Universidad de Leigh, y muchos de sus colegas han llegado a la conclusión de que ciertas estructuras moleculares son sistemas irreductiblemente complejos, puesto que tendrían que haber aparecido sobre la Tierra como una unidad ya integrada. La razón es que cada uno de sus elementos no posee ninguna función por sí solo, sin el concurso del resto de las piezas.
Behe suele poner como ejemplo de dichos sistemas irreductiblemente complejos a los cilios y los flagelos bacterianos, respectivamente unos orgánulos propios de las células eucariotas y unas estructuras filamentosas que impulsan las células bacterianas. De hecho, estos especialistas suelen denominarlos «máquinas moleculares», porque se muestran convencidos de que alguna clase de inteligencia tuvo que ensamblarlos empleando técnicas de ingeniería genética. Por ejemplo, los flagelos son de naturaleza rotatoria y están formados por distintas piezas: transmisores, rotores, paletas, estructuras en forma de anillo, etcétera.
A este respecto, el anteriormente aludido Thomas F. Heinze escribe: «No conocemos ninguna máquina compleja cuyas partes se hayan acumulado gradualmente sin que alguien dirigiera el proceso. Esto es una evidencia. Aun los ateos admiten que todas las máquinas, desde las carretillas hasta las lavadoras, tuvieron diseñadores inteligentes. Tan sólo en el caso de las máquinas celulares su compromiso con el materialismo les exige hacer una excepción.»
Comprobamos, por tanto, que no existen respuestas sencillas ni a la creación del universo ni al nacimiento de la vida en la Tierra. Cuanto más sabemos, más desnudos nos sentimos ante la magnitud de la creación. Cuando uno contempla el cielo nocturno en algún lugar sin contaminación lumínica, por un lado siente todo el peso de su insignificancia, pero por otro tiene la corazonada de que todas las entidades vivientes somos algo más que nuestro físico, y que estamos de algún modo conectados con la Inteligencia Creadora, o bien formamos parte de ella… ¿Por qué no?