cara A
Hola, chicos y chicas. Soy Hannah Baker. En vivo y en estéreo.
No me lo creo.
Nada de compromisos que me hayan hecho volver. Nada de bises. Y esta vez, nada de peticiones.
No, no me lo puedo creer. Hannah Baker se suicidó.
Espero que estés preparado, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Más concretamente, por qué se acabó mi vida. Y si estás escuchando estas cintas, tú eres una de las razones.
¿Qué? ¡No!
No diré qué cinta te introduce en la historia. Pero no tengas miedo, si has recibido esta adorable cajita, tu nombre aparecerá… te lo prometo.
¿Por qué iba a contar una mentira una chica muerta?
¡Eh! Suena a chiste. ¿Por qué iba a contar una mentira una chica muerta? Respuesta: porque ya nada de lo que haga se sostiene.
¿Es esto algún tipo de retorcida nota de suicidio?
Venga. Ríete.
Vaya. Me había parecido divertido.
Antes de morir, Hannah había grabado un montón de cintas. ¿Por qué?
Las reglas son muy sencillas. Solo hay dos. Regla número uno: lo escuchas. Número dos: lo pasas. Con suerte, ninguna de las dos cosas será fácil para ti.
—¿Qué estás escuchando?
—¡Mamá!
Me abalanzo sobre el radiocasete y golpeo varios botones al mismo tiempo.
▶ ◀◀ ▶▶ ▍▍
—Mamá, me has asustado —digo—. No es nada. Es un proyecto del instituto.
Mi respuesta válida para todo. ¿Que llegarás tarde? Un proyecto del instituto. ¿Que necesitas más dinero? Un proyecto del instituto. Y ahora, las cintas de una chica. Una chica que hace dos semanas se tragó un puñado de pastillas.
Un proyecto del instituto.
—¿Puedo escucharlo? —me pregunta.
—No es mío —digo mientras rasco la puntera del pie contra el suelo de cemento—. Estoy ayudando a un amigo. Es para la clase de Historia, un rollo.
—Bueno, es muy amable por tu parte —dice. Se inclina sobre mi hombro y coge un trapo polvoriento, un viejo pañal de tela que fue mío, para sacar una cinta métrica que está escondida debajo. Después me besa en la frente—. Te dejo tranquilo.
Espero hasta que escucho cómo se cierra la puerta y después coloco un dedo sobre el botón de «Play». Siento los dedos, las manos, los brazos, el cuello, todo flojo. No tengo fuerza suficiente ni para apretar un solo botón del radiocasete.
Cojo el pañal de tela y envuelvo la caja de zapatos en él para apartarla de mi vista. Ojalá nunca hubiera visto la caja ni las siete cintas que había dentro de ella. Darle al «Play» la primera vez ha sido fácil. Pan comido. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de escuchar.
Pero ahora resulta una de las cosas más terroríficas que he hecho en mi vida.
Bajo el volumen y aprieto el «Play».
▶
…uno: lo escuchas. Número dos: lo pasas. Con suerte, ninguna de las dos cosas será fácil para ti.
Cuando acabes de escuchar las trece caras —porque cada historia tiene trece caras— rebobina las cintas, vuélvelas a meter en la caja y pásaselas a quien sea que continúe tu pequeña historia. Y tú, el afortunado número trece, puedes llevarte las cintas directamente al infierno. Depende de cuál sea tu religión, quizá nos veamos allí.
En caso de que sientas la tentación de romper las normas, has de saber que he hecho una copia de estas cintas. Esas copias serán emitidas de una forma muy pública en caso de que este paquete no os llegue a todos.
Esta no ha sido una decisión repentina.
No vuelvas a dar por sentado nada sobre mí… de nuevo.
No. De ninguna forma podía pensar ella eso.
Estás siendo observado.
▍▍
El estómago se me revuelve, dispuesto a vomitar si se lo permito. Cerca de mí tengo un cubo de plástico que está boca abajo sobre una banqueta para los pies. En un par de zancadas, si lo necesito, puedo coger el asa y darle la vuelta.
Apenas conocía a Hannah Baker. Es decir, habría querido hacerlo. Habría querido conocerla más si hubiera tenido la oportunidad. A lo largo del verano habíamos trabajado juntos en el cine. Y no hacía tanto tiempo, en una fiesta, nos habíamos enrollado. Pero nunca tuvimos la oportunidad de acercarnos más el uno a la otra. Y ni una sola vez di por sentado nada sobre ella. Ni una sola vez.
Estas cintas no deberían estar aquí. No debería tenerlas yo. Tiene que haber un error.
O es una broma terrible.
Arrastro el cubo de basura por el suelo. A pesar de que ya lo he comprobado una vez, vuelvo a mirar el envoltorio. Tiene que haber un remite en algún lado. Quizá se me haya pasado por alto.
Las cintas de suicidio de Hannah Baker están circulando por ahí. Alguien ha hecho una copia y me las ha enviado para gastarme una broma. Mañana en el instituto alguien se reirá al verme o dibujará una sonrisita burlona y mirará para otro lado. Y entonces lo sabré.
¿Y entonces? ¿Qué haré entonces?
No lo sé.
▶
Casi lo olvido. Si estás en mi lista, deberías haber recibido un mapa.
Dejo caer el envoltorio de nuevo en el cubo de la basura.
Estoy en la lista.
Hace unas semanas, justo unos días antes de que Hannah se tomase las pastillas, alguien metió un sobre por el respiradero de mi taquilla. En el exterior del sobre decía: GUARDA ESTO. LO NECESITARÁS, escrito en rotulador rojo. Dentro había un mapa de la ciudad doblado, con más o menos una docena de estrellitas rojas que marcaban diferentes puntos.
En la escuela primaria utilizábamos aquellos mismos mapas de la cámara de comercio para aprender dónde estaba el norte, el sur, el este y el oeste. Había unos numeritos azules diminutos esparcidos por todo el mapa, que coincidían con los nombres de las tiendas que aparecían escritos en los márgenes.
Guardé el mapa de Hannah en la mochila. Tenía intención de enseñarlo por el instituto para ver si le había llegado a alguien más. Para ver si alguien sabía lo que significaba. Pero habían ido pasando los días, se había colado entre mis libros y libretas y me había olvidado de él.
Hasta ahora.
A lo largo de las cintas iré mencionando diferentes puntos de nuestra querida ciudad que debes visitar. No te puedo obligar a ir, pero si quieres profundizar un poco más, ve a donde están las estrellas. Y si quieres, tira el mapa y nunca me enteraré.
Mientras Hannah habla por los polvorientos altavoces, siento el peso de mi mochila contra la pierna. Dentro, arrugado en algún lugar del fondo, está su mapa.
O quizá sí me entere. La verdad es que no estoy segura de cómo funciona esto de estar muerta. Quién sabe, quizá esté detrás de ti ahora mismo.
Me inclino hacia delante, clavando los codos sobre el banco de herramientas. Hundo la cara entre las manos y me deslizo los dedos entre el cabello repentinamente húmedo.
Lo siento. Eso no ha sido justo.
¿Preparado, señor Foley?
Justin Foley. Un chico del último curso. El primer beso de Hannah.
Pero ¿por qué sabía yo eso?
Justin, cariño, tú fuiste mi primer beso. La primera mano que cogí. Pero no eras más que un tío normal y corriente. Y no lo digo para ser mala, no. Simplemente era que tenías algo que me hacía necesitar ser tu novia. Todavía hoy no sé exactamente qué era. Pero ahí estaba… y era increíblemente fuerte.
Tú no sabes esto, pero hace dos años, cuando yo estaba en primero y tú estabas en segundo, te seguía a todas partes. Durante la sexta hora trabajaba en la oficina de atención al estudiante, así que me sabía todas tus clases. Incluso llegué a fotocopiarme tu horario, estoy segura de que todavía lo tengo por algún lado. Y cuando busquen entre mis cosas seguramente lo tiren pensando que un enamoramiento de una estudiante de primero no tiene ninguna importancia. Pero ¿la tiene?
Para mí, sí, la tiene. He retrocedido hasta ti para encontrar una introducción para mi historia. Y, en realidad, es donde comienza.
Entonces ¿qué posición ocupo yo en esa la lista, entre esas historias? ¿La segunda? ¿La tercera? ¿Se pone peor a medida que avanza? Ha dicho que el afortunado número trece se puede llevar las cintas al infierno.
Cuando llegues al final de estas cintas, Justin, espero que entiendas el papel que has tenido en todo esto. Porque ahora podría parecer un pequeño papel, pero importa. Al final, todo importa.
Traición. Es una de las peores sensaciones que se pueden tener.
Sé que tú no pretendías fallarme. De hecho, la mayoría de los que escucháis seguramente no tuvieseis ni idea de lo que estabais haciendo. De lo que estabais haciendo en realidad.
¿Qué estaba haciendo yo, Hannah? Porque de verdad que no tengo ni idea. Aquella noche, si es la noche en la que estoy pensando, fue exactamente tan rara para mí como lo fue para ti. Quizá más, ya que todavía no tengo ni idea de qué demonios ocurrió.
Nuestra primera estrellita roja se encuentra en C-4. Lleva el dedo hasta la C y déjalo caer hasta el 4. Correcto, como en el juego de los barcos. Cuando acabes esta cinta, deberías ir hasta allí. Solo vivimos en aquella casa durante un período muy corto, el verano anterior a mi primer año de instituto, pero era allí donde vivíamos cuando llegamos a la ciudad.
Y es donde te vi a ti por primera vez, Justin. Quizá lo recuerdes. Estabas enamorado de mi amiga Kat. Todavía faltaban dos meses para que comenzase el instituto, y Kat era la única persona que conocía, porque vivía en la casa de al lado. Me dijo que el año anterior estabas siempre encima de ella. No literalmente encima, solo que la mirabas y que chocabas contra ella en los pasillos por casualidad.
Era por casualidad, ¿verdad?
Kat me dijo que en el baile de fin de curso por fin habías reunido valor para hacer algo más que mirar y chocar contra ella. Habíais bailado juntos todas las lentas. Y pronto, me dijo ella, iba a dejarte que la besases. El primer beso de su vida. ¡Qué honor!
Las historias tienen que ser malas. Malas de verdad. Y esa es la única razón por la que las cintas se están pasando de una persona a otra. Por miedo.
¿Por qué ibas a querer enviar por correo un montón de cintas en las que se te culpa de un suicidio? No lo harías. Pero Hannah quiere que nosotros, los que aparecemos en la lista, escuchemos lo que nos tiene que decir. Y haremos lo que ella dice, continuar pasando las cintas, aunque solo sea para mantenerlas fuera del alcance de los que no están en la lista.
«La lista.» Suena a nombre de club secreto. De club exclusivo. Y por alguna razón, yo pertenezco a él.
Quería ver cómo eras, Justin, así que te llamamos desde mi casa y te dijimos que vinieses. Te llamamos desde mi casa porque Kat no quería que supieses dónde vivía ella… bueno, todavía no… aunque su casa estaba justo al lado de la mía.
Estabas jugando a la pelota (no sé si era baloncesto, béisbol o qué) pero no podías venir hasta más tarde. Así que esperamos.
Baloncesto. Muchos de nosotros habíamos jugado durante aquel verano, porque deseábamos entrar en el segundo equipo ya desde el primer año de instituto. Justin, que solo estaba en segundo curso, ya tenía un lugar reservado en el primer equipo. Así que muchos jugábamos a la pelota con él con la esperanza de aprender algo durante el verano. Y algunos lo consiguieron.
Aunque otros, por desgracia, no lo conseguimos.
Nos sentamos delante del alféizar de mi ventana, hablamos durante horas, y de repente tú y uno de tus amigos (¡hola, Zach!) aparecisteis caminando por la calle.
¿Zach? ¿Zach Dempsey? La única vez que había visto a Zach con Hannah, aunque fuese solo durante un instante, había sido la noche en la que la había conocido.
Delante de mi antigua casa se juntan dos calles, como si fuese una T del revés. Vosotros veníais caminando por el medio de la carretera, hacia nosotras.
▍▍
Espera, espera. Necesito pensar.
Arranco una mota de pintura naranja seca del banco de herramientas. ¿Por qué estoy escuchando esto? Quiero decir, ¿por qué me estoy metiendo en esto? ¿Por qué no me limito a sacar la cinta del radiocasete y tirar toda la caja a la basura?
Trago saliva. Las lágrimas me asoman a los ojos.
Porque es la voz de Hannah. Una voz que creía que no volvería a escuchar nunca. No puedo tirar esto.
Y por las reglas. Miro la caja de zapatos escondida bajo el pañal de tela. Hannah ha dicho que había hecho una copia de todas las cintas. Pero ¿y si no la hubiera hecho? Quizá si detengo las cintas, si no se las paso a nadie más, ya estará. Se acabará. No pasará nada.
Pero ¿y si hubiera algo en las cintas que me pudiese hacer daño? ¿Y si no fuese un farol? Entonces aparecería el segundo juego de cintas. Eso es lo que ha dicho ella. Y todo el mundo escuchará lo que hay en ellas.
La pintura se levanta como una costra.
¿Quién quiere comprobar si se está tirando un farol?
▶
Evitaste pisar la cuneta y pusiste un pie en el jardín. Mi padre había mantenido el sistema de riego encendido durante toda la mañana, así que como el césped estaba mojado resbalaste y quedaste espatarrado. Zach, que estaba mirando hacia la ventana, intentando ver mejor a la nueva amiga de Kat (una servidora), tropezó contigo y acabó aterrizando a tu lado sobre el bordillo.
Le empujaste y te pusiste de pie. Después se levantó él, y los dos os mirasteis, sin estar seguros de qué hacer. ¿Y qué decidisteis? Os largasteis corriendo calle abajo mientras Kat y yo nos reíamos como locas en la ventana.
Recuerdo aquello. Kat creía que había sido divertidísimo. Me lo había contado en su fiesta de despedida aquel verano.
La fiesta en la que había visto a Hannah Baker por primera vez.
Dios. Me había parecido tan guapa. Y nueva en la ciudad, aquello fue lo que realmente me atrajo. Cuando estoy cerca del sexo opuesto, especialmente en aquella época, la lengua se me traba, se me hacen unos nudos de los que huiría hasta un scout. Pero cuando estaba cerca de ella podía ser el nuevo y mejorado Clay Jensen, que haría su primer año en el instituto.
Kat se fue de la ciudad antes de que comenzase la escuela, y yo me enamoré del chico que había dejado atrás. Y no pasó mucho tiempo hasta que aquel chico comenzó a mostrar interés por mí. Lo cual podría tener algo que ver con el hecho de que parecía que yo siempre andaba por allí cerca.
No estábamos juntos en ninguna clase, pero nuestras aulas durante la primera, la cuarta y la quinta clase por lo menos estaban cerca. Vale, la quinta clase a veces se alargaba y yo llegaba cuando tú ya te habías ido, pero la primera y la cuarta clase por lo menos estaban en el mismo pasillo.
En la fiesta de Kat todo el mundo andaba por el patio exterior, a pesar de que hacía frío. Seguramente había sido la noche más fría del verano. Y yo, por supuesto, me había dejado la chaqueta en casa.
Después de un tiempo, conseguí saludarte. Y un tiempo después, tú conseguiste devolverme el saludo. Entonces, un día, me encontré caminando a tu lado sin decir nada. Sabía que no podrías soportarlo, así que aquello nos llevó a nuestra primera conversación de varias palabras.
No, no es cierto. Me había dejado la chaqueta en casa porque quería que todo el mundo viese mi camisa nueva.
Qué imbécil era.
—¡Eh! —me dijiste—. ¿Es que no vas a decirme hola?
Sonreí, tomé aliento y me di la vuelta.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque siempre me dices hola.
Te pregunté por qué pensabas que eras un experto en mí. Te dije que seguramente no sabías nada de mí.
En la fiesta de Kat yo me había agachado para atarme el zapato durante mi primera conversación con Hannah Baker. Y no había podido. No me había podido atar el dichoso cordón del zapato porque tenía los dedos agarrotados del frío.
En honor a Hannah, he de decir que ella se ofreció a atármelo. Por supuesto que no le dejé. Esperé a que Zach se metiese en nuestra torpe conversación para colarme dentro y poner los dedos debajo del grifo.
Qué vergüenza.
Cuando le había preguntado a mi madre cómo podía llamar la atención de un chico, me había dicho «hazte la dura». Y eso era lo que estaba haciendo. Y está claro que funcionó. Comenzaste a aparecer por mis clases. Me esperaba.
Parecía que habían pasado semanas hasta que por fin me pediste el teléfono. Pero yo sabía que acabarías haciéndolo, así que ya lo había practicado en voz alta. Muy tranquila y con confianza, como si en realidad no me importase. Como si lo diese cien veces cada día.
Sí, en mi antigua escuela muchos chicos me habían pedido el teléfono. Pero aquí, en mi nueva escuela, tú eras el primero.
No, no es verdad. Pero tú fuiste el primero que consiguió tener mi número.
No es que no te lo hubiera querido dar antes. Solo estaba siendo precavida. Una ciudad nueva. Una escuela nueva. Y esta vez, iba a tener control sobre cómo me veía la gente. Después de todo, ¿cuántas veces se tiene una segunda oportunidad?
Antes de ti, Justin, siempre que alguien me lo pedía decía los números correctos hasta el último. Y entonces me asustaba y me confundía… así como por accidente, pero a propósito.
Me coloco la mochila en el regazo y abro el bolsillo más grande.
Me estaba emocionando demasiado al verte escribir mi número. Por suerte tú también estabas demasiado nervioso para darte cuenta. Cuando por fin conseguí escupir el último número —¡el número correcto!— sonreí abiertamente.
Mientras tanto, la mano te temblaba tanto que creía que te lo ibas a cargar todo. Y no iba a permitir que aquello ocurriese.
Saco el mapa y lo desdoblo sobre el banco de herramientas.
Señalé el número que estabas escribiendo.
—Debería ser un siete —dije.
—Es un siete.
Con una regla de madera aliso los extremos.
—Oh. Vale, mientras tú sepas que es un siete.
—Lo sé —me dijiste. Pero lo repasaste igualmente para hacer que fuese un siete todavía más tembloroso.
Me estiré el dobladillo de la manga sobre la palma de la mano y a punto estuve de acercarme a secarte el sudor de la frente… es lo que habría hecho mi madre. Pero, por suerte, no lo hice. Nunca le hubieras vuelto a pedir el teléfono a una chica.
A través de la puerta lateral del garaje mamá me llama. Bajo el volumen, preparado para darle al botón de «Stop» si la puerta se abre.
—¿Sí?
Cuando llegué a casa, ya habías llamado. Dos veces.
—Puedes seguir trabajando —dice mamá—. Solo quiero saber si vas a cenar con nosotros.
Mi madre me preguntó quién eras, y le dije que íbamos a clase juntos. Que seguramente llamabas para preguntarme algo sobre los deberes. Y ella me dijo que eso era exactamente lo que tú le habías dicho.
Bajo la vista y miro la primera estrellita roja: C-4. Sé dónde es. Pero ¿debería ir allí?
No me lo podía creer. Justin, le habías mentido a mi madre.
¿Y por qué me hizo aquello tan feliz?
—No —digo—. Me voy a casa de un amigo. Para lo del proyecto.
Porque nuestras mentiras coincidían. Aquello era una señal.
—Está bien —dice mamá—. Te guardaré algo en la nevera y te lo puedes calentar más tarde.
Mi madre me preguntó qué clase teníamos juntos y yo le dije que Mates, lo cual no era totalmente mentira. Los dos hacíamos clases de Mates. Solo que no estábamos juntos. Y no eran del mismo tipo.
—Bien —dijo mi madre—. Eso es lo que él me ha dicho.
La acusé de no confiar en su propia hija, le arranqué el trozo de papel con tu número de la mano y corrí al piso de arriba.
Iré. A la primera estrella. Pero antes de eso, cuando se acabe esta cara de la cinta, iré a casa de Tony.
Tony no ha llegado a cambiar el equipo de música de su coche, así que todavía puede escuchar casetes. Así, dice él, puede controlar la música. Si lleva a alguien a un sitio y trae su propia música, hay un problema. «El formato no es compatible», les dice.
Cuando respondiste al teléfono, dije:
—¿Justin? Soy Hannah. Mi madre me ha dicho que me has llamado por un problema de mates.
Tony tiene un viejo Mustang que ha heredado de su hermano, que a su vez lo heredó de su padre, que seguramente lo heredase también del suyo. En el instituto hay pocos amores comparables al que siente Tony por su coche. Le han dejado más chicas por estar celosas de su coche de las que han besado mis labios.
Estabas confundido, pero al final recordaste que le habías mentido a mi madre y, como buen chico, te disculpaste.
Aunque no puedo considerar a Tony un amigo íntimo, hemos hecho juntos un par de trabajos, así que sé dónde vive. Y, lo más importante de todo, tiene un walkman viejo en el que se pueden escuchar cintas. Es amarillo y tiene unos auriculares de plástico finitos, y estoy seguro de que me lo dejará. Me llevaré unas cuantas cintas y las escucharé mientras camino hasta el antiguo barrio de Hannah, que solo está a una manzana o dos de la casa de Tony.
—Entonces, Justin, ¿cuál es el problema de mates? —pregunté. No te ibas a librar tan fácilmente.
O quizá me lleve las cintas a algún otro lugar. Algún lugar privado. Porque aquí no las puedo escuchar. No es que mamá o papá vayan a reconocer la voz que suena por los altavoces, pero necesito espacio. Espacio para respirar.
Y no perdiste ni una oportunidad. Me dijiste que el Tren A salía de tu casa a las 3.45 de la tarde. El Tren B salía de mi casa diez minutos más tarde.
Tú no lo veías, Justin, pero incluso levanté la mano como si estuviese en la escuela en lugar de sentada en el borde de mi cama.
—Yo, señor Foley, yo —dije—. Sé la respuesta.
Cuando dijiste mi nombre: «¿Sí, señorita Baker?», tiré la regla de mamá de hacerse la dura por la ventana. Te dije que los dos trenes se encontraban en Eisenhower Park, al final del tobogán con forma de cohete.
¿Qué le habría visto Hannah? Nunca lo entendí. Incluso ella ha admitido que era incapaz de explicarlo. Pero para ser un tío con una pinta bastante normal, hay muchas chicas a las que les gusta Justin.
Sí, es más o menos alto. Y quizá lo encuentren misterioso. Siempre está mirando por las ventanas, contemplando alguna cosa.
Hubo una larga pausa en tu extremo de la línea, Justin. Y quiero decir una laaaaarga pausa.
—Entonces, ¿cuándo se encuentran los trenes? —preguntaste.
—En quince minutos —dije yo.
Dijiste que quince minutos te parecían horriblemente largos para dos trenes que iban a toda velocidad.
Uau. Relájate, Hannah.
Ya sé lo que estáis pensando todos. Hannah Baker es una guarra.
Ups. ¿Lo habéis pillado? He dicho «Hannah Baker es». Ya no puedo decir eso más.
Deja de hablar.
Acerco la banqueta más al banco de herramientas. Los dos ejes de la pletina, escondidos tras una ventanita de plástico ahumado hacen rodar la cinta de un lado al otro. Un suave silbido sale de los altavoces. Un suave y estático susurro.
¿Qué estará pensando? ¿En este momento tendría los ojos cerrados? ¿Estará llorando? ¿Tendrá el dedo sobre el botón de «Stop», deseando tener fuerza para apretarlo? ¿Qué está haciendo? ¡No lo escucho!
Mal.
Su voz suena enfadada. Casi temblorosa.
Hannah Baker no es, ni nunca ha sido, una guarra. Lo cual da lugar a la pregunta, ¿qué es lo que has escuchado?
Yo solo quería un beso. Era una chica de primero a la que nunca habían besado. Nunca. Pero me gustaba un chico, a él le gustaba yo, e iba a besarle. Y eso era todo —todo— en aquel momento.
¿Cuál era la otra historia? Porque yo había escuchado algo.
Durante unas cuantas noches antes de nuestro encuentro en el parque había tenido el mismo sueño. Exactamente el mismo. Desde el principio hasta el fin. Y para que te recrees los oídos, aquí está.
Pero primero, lo ambientaremos un poco.
En mi anterior ciudad había un parque que se parecía al Eisenhower Park en una cosa. Los dos tenían un cohete espacial. Estoy segura de que los había hecho la misma empresa porque parecían iguales. Una nariz roja que apunta hacia el cielo. Unas barras de metal salen de la nariz y bajan hacia las aletas verdes que levantan el cohete del suelo. Entre la nariz y las aletas hay tres plataformas, conectadas entre ellas por tres escaleras. En el nivel más alto hay un timón. El nivel del medio es un tobogán que lleva al parque.
Muchas noches antes de mi primer día de instituto aquí me había subido lo alto de aquel cohete y había apoyado la cabeza contra el timón. La brisa de la noche que soplaba entre las barras me tranquilizaba. Cerraba los ojos y pensaba en mi hogar.
Yo había subido allí una vez, solo una vez, cuando tenía cinco años. Había gritado y llorado para salir y no quería bajar por nada del mundo. Pero papá era demasiado grande y no cabía por los agujeros. Así que habían tenido que llamar a los bomberos, y habían enviado a una mujer bombero a recogerme. Debía de haber muchos rescates de aquel tipo porque, hace unas semanas, el ayuntamiento anunció que estaba planeado derribar el tobogán-cohete.
Creo que esa era la razón por la cual, en mis sueños, mi primer beso ocurría en el cohete espacial. Me recordaba a la inocencia. Y quería que mi primer beso fuese exactamente así. Inocente.
Quizá sea por eso por lo que no ha marcado el parque con una estrellita. Puede que el cohete ya no esté antes de que las cintas hagan su recorrido por toda la lista.
Así que volvamos a mis sueños, que comenzaron el día que me esperaste a la puerta de clase. El día que supe que te gustaba.
Hannah se había quitado la camiseta y le había dejado a Justin tocarle el sujetador. Eso era. Eso era lo que decían que había pasado en el parque aquella noche.
Pero, espera. ¿Por qué iba a hacer ella algo así en medio del parque?
El sueño comienza cuando estoy en lo alto del cohete, agarrada al timón. Aún es un cohete de juguete, no uno de verdad, pero cada vez que giro el timón a la izquierda, los árboles del parque levantan las raíces y dan un paso hacia la izquierda. Cuando giro el timón hacia la derecha, dan un paso hacia la derecha.
Entonces escucho tu voz que me llama desde el suelo.
—¡Hannah! ¡Hannah! Deja de jugar con los árboles y ven a verme.
Así que dejo el timón y subo a la plataforma por el agujero. Pero cuando llego a la siguiente plataforma, los pies me han crecido tanto que no caben por el agujero.
¿Pies grandes? ¿En serio? No sé mucho de análisis de sueños, pero quizá se estuviese preguntando si Justin la tendría grande.
Meto la cabeza entre las barras y grito:
—Tengo los pies muy grandes. ¿Sigues queriendo que baje?
—Me encantan los pies grandes —me gritas—. Baja por el tobogán y ven a verme. Yo te cogeré.
Así que me siento en el tobogán y empujo. Pero la resistencia del viento contra mis pies me hace ir muy despacio. Durante el tiempo que tardo en alcanzar el final del tobogán, me he dado cuenta de que tus pies son tremendamente pequeños. Que casi no existen.
¡Lo sabía!
Caminas hacia el final del tobogán con los brazos abiertos, preparado para cogerme. ¿Y a que no te lo imaginas? Cuando salto, mis pies enormes no pisan tus pies diminutos.
—¿Lo ves? Estamos hechos el uno para el otro —dices. Después te inclinas para besarme. Tus labios se acercan… se acercan… y… me despierto.
Cada noche durante una semana me desperté exactamente en el mismo instante, a punto de ser besada. Pero ahora, Justin, por fin me iba a encontrar contigo. En aquel parque. Al final de aquel tobogán. Y mierda, ibas a besarme hasta que no pudieses más, te gustase o no.
Hannah, si le devolviste el beso entonces igual que lo hiciste en la fiesta, créeme, le gustó.
Te dije que nos encontraríamos allí en quince minutos. Por supuesto, solo lo dije para asegurarme de que yo llegaría allí antes que tú. Cuando tú entrases en el parque quería estar dentro del cohete y en la parte más alta, exactamente igual que en mis sueños. Y así fue como ocurrió… excepto lo de los árboles que bailaban y los pies cambiantes.
Desde lo alto del cohete, te vi llegar por el extremo más alejado del parque. Mirabas el reloj cada pocos pasos y caminaste hacia el tobogán, mirando para todos los lados menos para arriba.
Así que me puse a darle vueltas al timón con tanta fuerza como pude para hacer que traquetease. Diste un paso atrás, levantaste la vista y me llamaste por mi nombre. Pero no te preocupes, incluso aunque yo quisiese vivir mi sueño, no esperaba que te supieses todo el guion y me dijeses que dejase de jugar con los árboles y bajase.
—Ahora mismo bajo —dije.
Pero me dijiste que me detuviese. Que subirías hasta donde estaba yo.
Así que volví a gritar:
—¡No! Déjame bajar por el tobogán.
Y entonces repetiste aquellas palabras mágicas, como en el sueño:
—Yo te cogeré.
Sin duda supera con creces mi primer beso. Séptimo curso, Andrea Williams, detrás del gimnasio al salir de la escuela. Vino hasta mi mesa a la hora de comer, me susurró la proposición al oído y estuve empalmado el resto del día.
Cuando el beso se terminó, tres segundos de brillo de labios con sabor a fresa más tarde, ella se volvió y salió corriendo. Eché un vistazo alrededor del gimnasio y vi cómo dos de sus amigas le daban un billete de cinco dólares cada una. ¡No me lo podía creer! Mis labios eran una apuesta de diez dólares.
¿Era algo bueno o algo malo? Seguramente malo, decidí.
Pero desde entonces me encanta el brillo de labios con sabor a fresa.
No pude evitar sonreír mientras bajaba por la escalera más alta. Me senté sobre el tobogán, con el corazón a mil. Así sería. Todas mis amigas allá en mi antiguo hogar habían dado sus primeros besos en medio de la escuela. El mío me estaba esperando al final del tobogán, exactamente tal y como yo lo había deseado. Lo único que tenía que hacer era impulsarme.
Y lo hice.
Sé que no pasó exactamente así, pero cuando miro atrás veo todo a cámara lenta. El impulso. El tobogán. Mi pelo ondeando detrás de mí. Tú levantando los brazos para cogerme. Yo levantando los míos para que pudieses hacerlo.
¿Cuándo decidiste besarme, Justin? ¿Fue durante el paseo hasta el parque? ¿O simplemente ocurrió cuando me deslicé entre tus brazos?
Vale, ¿quién de los presentes quiere saber lo primero que pensé durante mi primer beso? Aquí está: alguien ha comido perrito caliente con chili.
Esa ha sido buena, Justin.
Lo siento. No estuvo tan mal, pero fue lo primero que pensé.
Cualquier día comeré brillo de labios con sabor a fresa.
Estaba muy preocupada por qué tipo de beso sería (mis amigas de mi antigua ciudad me habían descrito muchos tipos) y resultó ser de los bonitos. No me metiste la lengua hasta la garganta. No me agarraste el culo. Simplemente juntamos nuestros labios… y nos besamos.
Y ya está.
Espera. Para. No rebobines. No hace falta volver atrás porque no te has perdido nada. Deja que repita. Eso… es… todo… lo… que… ocurrió.
¿Qué pasa, que has escuchado alguna cosa diferente?
Un escalofrío me recorre la médula espinal.
Sí, lo había escuchado. Todos lo habíamos escuchado.
Bueno, pues tienes razón. Ocurrió algo. Justin me cogió de la mano, caminamos hasta los columpios y nos columpiamos. Después me volvió a besar de la misma forma.
¿Y después? ¿Qué ocurrió después, Hannah?
Después… nos fuimos. Él se marchó por un lado. Yo, por otro.
Oh. Lo siento mucho. Querías algo más sensual, ¿verdad? Querías escuchar cómo mis deditos traviesos comenzaron a juguetear con su cremallera. Querías escuchar…
Bueno, ¿qué es lo que querías escuchar? Porque yo he oído tantas historias que ya no sé cuál es la más popular. Pero sé cuál es la menos popular.
La verdad.
Ahora, la verdad es la que no olvidarás.
Todavía puedo ver a Justin en medio de un corrillo con sus amigos en el instituto. Recuerdo que Hannah pasó por allí, y que todo el grupo dejó de hablar. Le esquivaron la mirada. Y cuando pasó, se echaron a reír.
Pero ¿por qué recuerdo esto?
Porque yo quise hablar con Hannah muchas veces después de la fiesta de despedida de Kat, pero era demasiado tímido. Tenía demasiado miedo. Al mirar a Justin y a sus amigos aquel día, tuve la sensación de que había más cosas de ella de las que yo sabía.
Después había escuchado lo de que se había dejado toquetear en el tobogán-cohete. Y al ser nueva en la escuela los rumores ensombrecían cualquier otra cosa que yo supiese de ella.
Hannah va por delante de mí, me imaginaba. Tiene demasiada experiencia para tan siquiera pensar en mí.
Así que gracias, Justin. Sinceramente. Mi primer beso fue maravilloso. Y durante el mes o así que duramos, y en todos los lugares a los que fuimos, los besos fueron maravillosos. Tú eras maravilloso.
Pero entonces comenzaste a fanfarronear.
Pasó una semana y no me enteré de nada. Pero al final, como siempre ocurre, me llegaron los rumores. Y todo el mundo sabe que no se puede desmentir un rumor.
Lo sé. Sé lo que estás pensando. Mientras contaba la historia, yo misma pensaba así. ¿Un beso? ¿Un rumor basado en un beso te ha empujado a hacerte eso?
No. Un rumor basado en un beso arruinó un recuerdo que deseaba que fuese especial. Un rumor basado en un beso hizo que comenzase una reputación que los demás se creían y actuaban en consecuencia. Y, a veces, un rumor basado en un beso tiene el efecto de una bola de nieve.
Un rumor, basado en un beso, solo es el principio.
Dale la vuelta a la cinta para saber más.
Me acerco al radiocasete, preparado para apretar el botón de «Stop».
Y, Justin, cariño, quédate por aquí. No te vas a creer en dónde vuelve a aparecer tu nombre.
Coloco el dedo sobre el botón, mientras escucho el suave zumbido de los altavoces, el débil chirrido de los ejes que van pasando la cinta, mientras espero a que su voz vuelva.
Pero no vuelve. La historia ha acabado.
■
Cuando llego a casa de Tony, veo su Mustang aparcado junto a la acera delante de su casa. El capó está abierto y él y su padre están inclinados sobre el motor. Tony tiene en la mano una linternita mientras que su padre está tensando algo dentro del coche con una llave inglesa.
—¿Es que se ha roto —pregunto— o lo estáis haciendo para divertiros?
Tony mira por encima del hombro y, cuando me ve, deja caer la linterna dentro del motor.
—Mierda.
Su padre se incorpora y se seca las manos grasientas en la parte delantera de su sucia camiseta.
—¿Estás de broma? Siempre es divertido. —Mira a Tony y le guiña un ojo—. Y es incluso más divertido cuando es algo serio.
Con el ceño fruncido, Tony busca la linterna.
—Papá, ¿te acuerdas de Clay?
—Claro —dice su padre—. Por supuesto. Me alegro de volver a verte. —No se acerca para darme la mano. Y al ver la cantidad de grasa de su camiseta, no me siento ofendido.
Pero está fingiendo. No se acuerda de mí.
—Oh —dice el padre—. Ya me acuerdo de ti. Te quedaste a cenar una vez, ¿verdad? Decías muchas veces «gracias» y «por favor».
Sonrío.
—Cuando te fuiste, la madre de Tony se pasó una semana persiguiéndonos para que fuésemos más educados.
¿Qué os voy a contar? A los padres les gusto.
—Sí, así es él —dice Tony. Coge un trapo para limpiarse las manos—. ¿Qué pasa, Clay?
Repito mentalmente sus palabras. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Bueno, ya que lo preguntas, pasa que hoy he recibido un montón de cintas por correo de una chica que se ha suicidado. Parece ser que yo tengo algo que ver con ello. No estoy seguro de qué, así que me preguntaba si me podrías prestar tu walkman para averiguarlo.
—Nada nuevo —digo.
Su padre pregunta si me importaría entrar en el coche y ponerlo en marcha.
—La llave está puesta.
Dejo la mochila sobre el asiento del copiloto y me colocó detrás del volante.
—Espera, ¡espera! —grita el padre—. Tony, alumbra por ahí.
Tony está de pie al lado del coche. Mirándome. Cuando nuestras miradas se cruzan, se enredan más y más y no consigo apartar los ojos. ¿Lo sabrá? ¿Sabrá lo de las cintas?
—Tony —repite el padre—. La luz.
Tony aparta la mirada y se inclina con la linterna. En el espacio que hay entre el salpicadero y el capó, su mirada se desliza adelante y atrás entre el motor y yo.
¿Y si él aparece en las cintas? ¿Y si su historia está justo antes que la mía? ¿Será él quien me las ha enviado?
Dios, me estoy desquiciando. Quizá no lo sepa. Quizá solo sea que parezco culpable o algo así y él se ha dado cuenta.
Mientras espero a que me den la señal para arrancar el coche, miro a mi alrededor. Detrás del asiento del copiloto, en el suelo, está el walkman. Está ahí mismo. El cable de los auriculares está enrollado con fuerza alrededor del reproductor. Pero ¿qué excusa le pongo? ¿Por qué lo necesito?
—Tony, ven, coge la llave inglesa y déjame coger a mí la linterna —dice el padre—. La estás moviendo mucho.
Intercambian linterna por llave inglesa y, en ese momento, agarro el walkman. Así, sin más. Sin pensarlo. El bolsillo intermedio de mi mochila está abierto, así que lo meto allí y cierro la cremallera.
—Vale, Clay —dice el padre—. Enciéndelo.
Giro la llave y el motor arranca.
A través del espacio que hay sobre el salpicadero, veo sonreír al padre. Sea lo que sea lo que haya hecho, está satisfecho.
—Un pequeño afinado para hacerlo cantar —dice, inclinado sobre el motor—. Ahora ya puedes apagarlo, Clay.
Tony baja el capó y lo cierra con un clic.
—Te veo dentro, papá.
El padre asiente, levanta una caja de herramientas metálica de la calle, recoge unos cuantos trapos grasientos y se dirige al garaje.
Me coloco la mochila sobre el hombro y salgo del coche.
—Gracias —me dice Tony—. Si no hubieras aparecido, seguramente nos habríamos pasado toda la noche aquí fuera.
Paso el brazo por la otra correa y me ajusto la mochila.
—Necesitaba salir de casa —digo—. Mi madre me estaba volviendo loco.
Tony mira hacia el garaje.
—Te entiendo perfectamente —dice—. Tengo que hacer los deberes y mi padre quiere seguir jugando bajo el capó.
La farola que tenemos sobre nosotros se enciende.
—Entonces, Clay —dice—. ¿A qué has venido?
Siento el peso del walkman dentro de la mochila.
—Pasaba por aquí y te he visto fuera. Solo quería saludar.
Me miró durante un rato demasiado largo, así que yo desvié la vista hacia el coche.
—Voy al Rosie, a ver quién anda por allá —dice—. ¿Te llevo?
—Gracias —digo—. Pero quiero caminar unas cuantas manzanas.
Se mete las manos en los bolsillos.
—¿Hacia dónde vas?
Dios, espero que no esté en la lista. Pero ¿y si está? ¿Y si ya ha escuchado las cintas y sabe exactamente qué estoy pensando ahora mismo? ¿Y si sabe exactamente a dónde me dirijo? O pero aún, ¿y si todavía no ha recibido las cintas pero las recibirá más adelante?
Si eso ocurre, recordará este momento. Recordará mis evasivas. Que no haya querido decirle nada ni advertirle.
—A ningún lado —digo. Yo también me meto las manos en los bolsillos—. Bueno, pues entonces supongo que nos vemos mañana.
No dice nada. Simplemente observa cómo me marcho. En algún momento espero que grite «¡Eh! ¿Dónde está mi walkman?», pero no lo hace. Es una retirada limpia.
Giro a la derecha en la siguiente esquina y continúo caminando. Escucho cómo se enciende el motor del coche y el crujido de la grava bajo las ruedas cuando el Mustang comienza a rodar. Después acelera, cruza la calle por detrás de mí, y sigue su camino.
Me quito la mochila de los hombros y la dejo sobre la acera. Saco el walkman. Desato el cable y me coloco los auriculares de plástico amarillo en la cabeza, mientras empujo los minúsculos altavoces dentro de mis orejas. Dentro de la mochila están las primeras cuatro cintas, que son una o dos más de las que seguramente tenga tiempo de escuchar esta noche. He dejado el resto en casa.
Abro la cremallera del bolsillo más pequeño y saco la primera cinta. Después la meto en la pletina, por la cara B, y cierro la tapita de plástico.