A lo largo de mi vida, que dura ya setenta y un años, me han pasado, como a todo el mundo, situaciones agradables y desagradables. Más allá de acontecimientos familiares, sin duda lo más sorprendente y gratificante ha sido la publicación de mi primer libro, Nadie es más que nadie.
Cómo iba a imaginarme cuando la editorial Espasa lo lanzó al mercado, en el mes de abril de 2012, que dieciocho meses después sería el libro de no ficción más vendido en España, con veinticinco ediciones. Tan agradable sorpresa me ha llevado a plantearme una pregunta: ¿por qué? La respuesta es la siguiente: en primer lugar, el libro, amén de relatar situaciones más o menos jocosas que me han ocurrido, abre los ojos a muchas personas sobre lo que está sucediendo en nuestro país de una manera comprensible para todo tipo de público y desde la óptica de una persona que, liberada de las ataduras y servidumbres del poder, habla con una libertad casi absoluta.
Pero no nos engañemos. Un libro puede ser una maravilla, pero si lo escribe una persona desconocida, no llega a ser leído por casi nadie. Mis apariciones en televisión, en radio y en prensa me han convertido en una de las personas más conocidas de España.
Me ha causado enorme sonrojo, en las ferias del libro a las que he acudido, tener colas enormes de lectores que esperaban a que les firmara el libro cuando, a mi lado, escritores fabulosos no tenían a nadie. En más de una ocasión he llegado a pedirles perdón. Imagino la sensación que debieron de tener al ver a un novato, cuya actividad en la vida ha discurrido por otros derroteros, disfrutar de semejante éxito.
Siempre me ha perturbado la historia de los genios que en vida no consiguieron éxito alguno y que solo ascendieron a los altares años después de muertos. Uno de los casos más dramáticos es el de Van Gogh, uno de los pintores más cotizados en estos momentos, que no logró vender en vida un solo cuadro y que acabó suicidándose.
Quiero dar las gracias a todos los que me habéis leído y quiero pensar que mi libro ha sido de utilidad para muchas personas.
Lo que está claro es que su publicación ha cambiado sustancialmente mi vida. A pesar de mi avanzada edad, conocía muy poco de España, pero en este último año y medio he recorrido prácticamente toda la piel de toro. Ciudades grandes y pequeñas, pueblecitos de cien habitantes… En todas partes he sentido el cariño de la gente. También he comprobado que, más allá de las tipicidades de nuestra maravillosa España plural, las preocupaciones de los ciudadanos son similares en Lérida, en Calamocha, en Córdoba y en Pamplona.
Otro cambio imputable al libro ha sido mi incorporación a las redes sociales y a las nuevas tecnologías: Twitter y Facebook. Por mi edad, soy persona de hábitos muy tradicionales; jamás he contestado una carta a máquina, siempre lo he hecho con Pilot o similares. De hecho, este nuevo libro lo enviaré a la editorial manuscrito.
El día 6 de marzo de 2012, en la sede de Espasa en Madrid, a las 13:49 horas, ocurrió algo que a la postre ha revolucionado mis hábitos. Ana Rosa Semprún, siempre Ana Rosa Semprún, directora general de Espasa, me dijo que para la promoción del libro era imprescindible que me abriera una cuenta en Twitter. ¿Qué es eso?, le pregunté. Confieso que me sonaba, pero nada más. Ella me explicó que Espasa tiene una cuenta en ese medio con cuatro mil seguidores que siguen la información sobre sus escritores para consultas, presentaciones de libros, etc.
De entrada, me negué en redondo, pero su insistencia y sus argumentos surtieron el mismo efecto que cuando me insistió para que publicara mi libro anterior. Depositó sobre la mesa un Samsung Galaxy S2 y ella misma procedió a registrar mi nueva identidad —@revillaMiguelA— antes de darme unas breves instrucciones. Enseguida percibió que, debido a mi cerrazón mental, necesitaría un tiempo de aprendizaje del que ella no disponía.
—¿Tú no tienes a alguien próximo que se maneje en estas tecnologías? —me preguntó.
—Mi mujer, Aurora, y mi hija Lara son unas expertas —contesté. Lara, con catorce años, maneja los móviles como Chopin manejaba el piano.
—Entonces lo tienes fácil. Tú les dictas los mensajes y ellas se encargan de la parte técnica.
Rememoro esta conversación porque me sirve para aclarar miles de mensajes con dudas sobre la autenticidad de mis tuits. Hay quien sospecha incluso que tengo un community manager, pero no es así. Twitter y Facebook son dos herramientas maravillosas, pero peligrosísimas. Jamás nadie me ha suplantado ni ha aparecido comentario alguno cuya letra y música no sean mías.
Con el Samsung Galaxy bajo el brazo me dirigí a coger el vuelo de Air Nostrum Madrid-Santander a las 21:50 horas de aquel día de marzo. Ya estaba embarcando cuando recibí la llamada de Ana Rosa Semprún. Con voz eufórica me dijo que ya tenía cuatrocientos seguidores.
—¿Eso es mucho o poco? —le pregunté.
—Es una barbaridad —dijo ella.
Cuando escribo estas líneas tengo cuatrocientos mil seguidores en Twitter y doscientos setenta mil en Facebook. He descubierto un nuevo mundo, al que me declaro enganchado. Una ventana a la libertad de expresión, sin censura alguna, por medio de la cual estoy en contacto con miles de ciudadanos. El 90% me dice cosas maravillosas, aunque hay una minoría a la que no le gusto tanto y que incluso me insulta gravemente. A ninguno los he bloqueado jamás.
Podría contar cientos de historias en torno a esta nueva experiencia que me ha permitido conocer la enorme fuerza de las redes sociales. El día 29 de enero de 2013 anuncié en Twitter la publicación de una carta dirigida al ministro de Justicia: «Acabo de remitir al Sr. Gallardón la carta que podéis leer aquí. facebook.com/photo.php?fbid…».

Fue un impulso al conocer que Emilia Soria tenía orden de ingresar en la cárcel en siete días por haber utilizado de modo fraudulento una tarjeta de crédito que se encontró en la calle para comprar alimentos y pañales para sus hijas, tras haber cumplido varios meses de condena haciendo servicios sociales.
Mi indignación subía enteros minuto a minuto, sobre todo porque en estos mismos días el ministro de Justicia había concedido el indulto a un kamikaze que, conduciendo en sentido contrario por una autovía, había matado a un pobre ciudadano. En el bufete que había tramitado el indulto trabajaba como abogado el hijo del ministro.
En cuarenta y ocho horas tuve más de novecientas mil adhesiones a mi escrito. Un día después, el Consejo de Ministros concedió el indulto a Emilia Soria. El caso me provocó perturbación durante varios días por la enorme responsabilidad que adquirían mis comentarios.
Como ejemplo de mi actividad en Twitter, reproduzco algunos de los miles de tuits que he colocado en la red.




















Se ha convertido en un clásico mi tuit mañanero, entre las 7:30 horas y las 8 de la mañana:

He podido comprobar que, más allá de contribuir a generar opinión, Twitter y Facebook también son herramientas de información muy útiles.
El día 19 de septiembre de 2012, las mujeres empresarias de Orense me invitaron a pronunciar una conferencia en la ciudad a las ocho de la tarde. Al organizar el viaje, vi en el mapa que más o menos a medio camino se encontraba Benavente (Zamora), lugar que no conocía. Así que se me ocurrió publicar un tuit pidiendo que me recomendaran un lugar para comer. En veinticuatro horas recibí alrededor de mil doscientos mensajes. La mayoría me recomendaba el restaurante El Ermitaño.
El día de autos por la mañana mandé el siguiente texto: «Acatando la voluntad popular, a las dos de la tarde comeré en El Ermitaño». Cuando a esa hora llegué, muchas personas y el propietario me esperaban en la puerta. El dueño me agradeció la elección de su local para comer, a lo que le contesté que diera las gracias a los cientos de personas que me habían enviado allí.
Ese viaje tuvo más recorrido. Ya en dirección a Orense, y puesto que el acto iba a ser presentado por el alcalde, le pedí a mi mujer que me buscara algún dato sobre él para hacerme una idea sobre de qué pie cojeaba. Con gran sorpresa me dijo que era del PSOE y que se llamaba Francisco Rodríguez. Tenía la idea de que, tras haber arrasado el PP en las elecciones de 2011 en España, y sobre todo en Galicia, el alcalde habría de ser pepero.
A las 20:00 horas, el alcalde y la presidenta de las empresarias me recibieron con el cariño proverbial de los gallegos. Tras la presentación laudatoria a mi persona, me llegó el turno de desarrollar la conferencia, que titulé «Cómo salimos de esta». Más de seiscientas personas abarrotaban el salón a la misma hora en la que el Barcelona jugaba un partido de la Champions. Di las gracias a los asistentes por acudir a escucharme en vez de ver jugar a Messi.
La conferencia, sin papeles, duró unas dos horas. Recuerdo que me referí a la corrupción política con un llamamiento a los jueces para que fueran beligerantes con los políticos que meten la mano, argumentando que ya era hora de que las cárceles las llenaran no solo los robaperras. El alcalde se levantó entusiasmado para aplaudir. El público le secundó enseguida.
A las nueve de la mañana del día siguiente, mientras visitábamos las termas de Orense, mi mujer, que iba tecleando en el móvil para conocer las últimas noticias, dio un salto y pronunció una exclamación: «¡No!».
—¿Qué pasa? —le pregunté preocupado.
—Mira, lee: el alcalde de Orense ha sido detenido en su domicilio por efectivos de la Guardia Civil hoy a las ocho de la mañana.
La prensa gallega me sacaba en portada con el detenido y, a pie de foto, se leía este texto: «El alcalde de Orense en su último acto público, que versó sobre la corrupción, acompañado del ponente Miguel Ángel Revilla».
Como al día siguiente la charla era en Pontevedra, y con el mismo contenido, varios graciosos me mandaron mensajes: «… Y ahora viene a por el de Pontevedra».
Fue allí, en Pontevedra, donde pude comprobar que en la Galicia profunda aún existen comportamientos caciquiles que nunca he conocido en mi tierra. Cuando llegamos al hotel pedimos que nos recomendaran algún pueblo próximo para comer al lado del mar. Combarro, a diez kilómetros de la capital, fue el lugar elegido.
Cogimos un taxi y llegamos a un pueblo precioso. En paralelo a la playa, que estaba en bajamar, se alineaban una especie de hórreos de piedra que lindaban con una callejuela estrecha llena de restaurantes y tiendas de souvenirs. Al final de la calle había un asador con una amplia terraza con vistas al mar. Un muchacho joven, que resultó ser el propietario, asaba pulpo en una parrilla, mientras en la playa cientos de mujeres cavaban afanosamente en busca de berberechos.
Rápidamente le dije a mi mujer:
—¡Aquí comemos!
Pronto se acercó el joven propietario, que, como digo, asaba pulpo, y naturalmente fue lo que pedimos, junto con vino Albariño para beber. Algunos turistas se acercaron a saludarnos y poco a poco las mesas se fueron llenando, quizá atraídos por nuestra presencia e intuyendo que allí se comería bien.
A distancia observé a un señor mayor, sentado en una silla y con sombrero negro, acompañado de familiares, que no nos quitaba ojo.
Entramos en conversación con el joven que nos atendía y le pregunté por qué nos miraban tan detenidamente y con cara de pocos amigos. Nos explicó que habíamos aterrizado en el único local de toda la calle que no pertenecía a la familia que nos observaba.
—No entiendo —añadió— cómo les han dejado llegar hasta aquí.
Comimos muy bien y a un precio muy razonable. Me hice varias fotos con clientes y empleados e iniciamos el camino de regreso para coger un taxi. No habíamos recorrido treinta metros cuando una señora mayor, pero de musculosos brazos, que parecía la matriarca de la familia, me agarró con fuerza de la muñeca y me introdujo en uno de sus establecimientos. Con voz potente e indignada me espetó:
—Señor Revilla, usted es un grande de España, ¿cómo ha podido comer en un chiringuito? Aquí en mi casa han comido el príncipe, Fraga, Rajoy…
Mientras hablaba, me arrastraba hasta el interior para enseñarme el establecimiento. La de León, que también tiene buen brazo, la increpó:
—¡Suelte a mi marido! ¡Nosotros comemos donde queremos!...
Abandonamos la calle a paso veloz.
Sin salir de Galicia, contaré una de las experiencias más recientes. Nunca en mi vida había cogido unos días de vacaciones. Sin consultarme, mi mujer alquiló por Internet, en julio de 2013, un apartamento para seis días en el pueblo gallego de Cangas de Morrazo, para ir con nuestra hija pequeña Lara y dos sobrinos.
Mi mujer es del Bierzo (León), pero, además de a su tierra de origen, le tiene un especial cariño a Galicia. Su padre nació en A Pontenova (Lugo) y con catorce años emigró de minero a Fabero. Murió, como tantos otros, de silicosis a los cincuenta años.
Le di una gran sorpresa y alegría cuando le dije que les acompañaba. Lo que mi mujer no sabía es que, para no aburrirme, me había organizado cuatro charlas multitudinarias en Lerín, Bueu, Cangas y La Coruña.
En el camino entre Cantabria y Cangas de Morrazo paramos en un pueblo importante de Orense para comer. No voy a dar el nombre de la localidad ni el del restaurante para no dar pistas a Montoro, aunque sí mantuve una conversación con el propietario, advirtiéndole de la gravedad del hecho que relato a continuación.
El lugar era famoso por el pulpo extraordinario que sirven. El local estaba repleto, pero nos hicieron un hueco. Mesas rústicas, manteles de papel y trato maravilloso. Jamás he comido un pulpo más rico, acompañado por un Ribeiro de cuba. Comimos alguna cosa más y llegó el momento de pagar. Saqué mi Visa de la cartera y se la di a la señora que dirigía el establecimiento para que me cobrara. Puso cara de perplejidad y, con un acento gallego muy cerrado, me dijo que allí eso no funcionaba y que solo aceptaban dinero contante y sonante. Me quedé de piedra. Pero aún faltaba lo más curioso: hizo la factura arrancando una hoja de un pequeño bloc cuadriculado donde escuetamente ponía: 42.
Al hacer la reserva para el alquiler del apartamento en Cangas de Morrazo, mi mujer para nada había dicho que fuera mi esposa, ni por supuesto anunció mi presencia. Cuando el día 8 de julio, a las siete de la tarde, aparecimos en la recepción de los apartamentos y me vieron, se organizó un gran revuelo. La noticia se corrió como la pólvora y antes de la cena empezaron a llegar periodistas. Al día siguiente, El Faro de Vigo me sacaba en la portada con una gran foto en la que aparecía caminando al anochecer por el maravilloso paseo que rodea la playa de Cangas de Morrazo. Y en Facebook me encontré el siguiente mensaje:

Con toda seguridad, el autor de este mensaje había leído mi libro y conocía mis aficiones. La pesca en el río, en la costa o en barco es mi hobby preferido. Le llamé inmediatamente y quedamos a las nueve de la mañana para tomar un café en una zona próxima al puerto. Naturalmente, le agradecí el ofrecimiento y le dije que estaba dispuesto a embarcarme con él esa misma tarde. El barquito era sencillo, pero estaba bien equipado. Se veía que dominaba las artes de la pesca: buenos aparejos, buen cebo, etc.
A las cinco, en una tarde sin viento y nublada, enfilamos, en medio de kilómetros de bateas de cultivo de mejillones, hacia las islas Cíes. Me acompañaban mi hija Lara y mis dos sobrinos, Adrián, de dieciséis años, y Gabriel, de trece, los tres también muy aficionados a la pesca. En cuanto nos acercamos a esas mágicas islas, Antonio buscó las coordenadas que nos situaban fuera del área prohibida para pescar. Cogimos fanecas, cabras y verdeles. Con un trozo de verdel y un aparejo adecuado, mi hija Lara pescó un congrio de doce kilos. Fue una jornada increíble.
Otra consecuencia de la publicación de mi libro ha sido la avalancha de correspondencia epistolar que recibo. Me llegan cientos de cartas con anécdotas increíbles. Son cartas entrañables y llenas de cariño. Muchos me ofrecen sus modestas casas para pasar unos días con mi familia. Me resulta imposible contestarlas a todas
Una de ellas empezaba así: «No me he enamorado nunca, pero ahora me he enamorado de usted. Tengo ochenta y siete años…». Otros me dicen que mi libro ha sido su primera lectura y que ahora ya se han enganchado a seguir leyendo.
Conocedores de mis problemas de riñón, muchos me mandan soluciones mágicas para su cura. Adivinos de la escritura, me hacen radiografías sobre mi personalidad y la duración de mi vida, por no hablar de los cientos de caricaturas que he inspirado.
He podido descubrir lo bien que funciona el servicio de Correos después de recibir en el buzón de mi domicilio, en Astillero, cartas en las que solo pone «Revilla (Cantabria)». En una ocasión, en el sobre solo decía: «Señor Cartero, entregue esta carta al señor Revilla (expresidente de Castilla-La Mancha)». He llegado a recibir cartas en el restaurante La Trainera (Pedreña): «Como en el libro el señor Revilla dice que come ahí, entréguenle esta carta».



La correspondencia que recibo también tiene aspectos menos gratificantes, llegando a ser incluso angustiosa. La crisis ha provocado que muchísimas personas desesperadas recurran a mí pensando que puedo ayudarlas. El contenido de mi libro y mis intervenciones en televisión animan a mucha gente a escribirme contándome sus problemas. Y así he podido comprobar cuánta angustia aflige a tantos estafados por las preferentes, desahuciados, despedidos de sus trabajos, familias enteras en paro, personas que sufren errores judiciales y tropelías de todo tipo.
Esta es la faceta más abrumadora y que me hace sentir impotente, porque no puedo darles soluciones. La gente me ve pontificar en televisión, se identifica con lo que digo y piensa que tengo poder para solucionar sus problemas. Pero yo soy solo una gota de agua. Intento decir lo que muchos no pueden, aunque les gustaría, porque no tienen acceso a unas plataformas que, por ahora, a mí se me ofrecen.
Mi propósito es remover conciencias, explicar desde mi óptica lo que está pasando, para que cuando nos hablen pensando que somos tontos no lo seamos tanto. Sí puedo asegurar que soy una persona libre, no milito ni en el PP ni en el PSOE. No debo nada ni aspiro a lujos, porque el mayor de ellos es tener la conciencia tranquila.
Hace algo más de dos años me planteé la siguiente cuestión. En España los hombres morimos de media a los ochenta y dos años; las mujeres, a los ochenta y cuatro. La media es siempre buena para apuntarse. Como ya he cumplido setenta y un tacos, me quedan once de vida. Para mí la media sería todo un logro, teniendo en cuenta las tres operaciones de riñón que arrastro y otras patologías. Cuando llegue la hora, no podría perdonarme una respuesta negativa a la pregunta que sé que me haré: ¿pudiste hacerlo y no lo hiciste?
Desde ese momento decidí no callarme. Muchos no entienden que recorra España dando charlas y se preguntan si no estaré buscando alguna plataforma con pretensiones políticas más allá de mi querida Cantabria. El tiempo, para los que dudan, les demostrará que no.
Quiero aclarar otro aspecto que sé que genera dudas: jamás he cobrado un euro por ir a programas de televisión, dar pregones o conferencias. En algunos casos sí pido que entreguen el importe de lo que suelen pagar, que es bastante, a instituciones benéficas de mi tierra. Ellas lo saben y eso me basta.
De los pregones tengo anécdotas para otro libro. Cientos de pueblos y ciudades me invitan a ser pregonero en sus fiestas. No puedo atenderlos a todos. Prefiero los pueblos pequeños a las ciudades, haciendo honor al título de mi libro anterior: Nadie es más que nadie.
Hace un año recibí una invitación de la Junta Vecinal de Revilla. Desconocía la existencia de una localidad con el nombre de mi apellido, más allá de las que hay en mi tierra. Está en el norte de Palencia. Para saber sobre ella, entré en Google y, además de su localización geográfica, leí que tenía seis vecinos. Sin dudarlo, contesté que aceptaba y que era un honor haber sido invitado.
Fue uno de los pregones con más público que he tenido: más de dos mil personas. Crecido, empecé mi perorata preguntando con voz de tenor:
—¿Tiene Rajoy un pueblo?
—¡NO! —fue el grito unánime.
A continuación pregunté:
—¿Tiene Revilla un pueblo?
—¡SÍ! —contestaron.
Uno de los últimos pregones lo pronuncié en Caleruega, al sur de Burgos. Allí viven unas quinientas personas, pero el pueblo tiene mucha historia. En Caleruega hay más iglesias y conventos por metro cuadrado que en el Vaticano. En el año 1100 nació allí santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los Predicadores (los dominicos).
A las 20:00 horas, la plaza, junto a una monumental iglesia, estaba atestada de público esperando mi pregón. En las escaleras de la iglesia habían colocado la megafonía. Empecé así:
—Queridos vecinos de Caleruega y otros lugares de España, es un honor estar en el lugar donde nació santo Domingo de la Calzada.
Un sonoro abucheo se escuchó en la plaza. En cuanto me di cuenta de la metedura de pata, rectifiqué con la agilidad que me caracteriza.
—¡Joder! No os pongáis así, que los dos eran santos…
Parece que hay una rivalidad muy enconada entre los devotos de los dos santo Domingo.
No llevaba cinco minutos de pregón cuando un diluvio cayó en Caleruega. Hacía meses que no caía una gota de agua. La gente, en desbandada, se refugió en la inmensa iglesia. Yo, como buen capitán de barco, fui el último en penetrar en el templo, completamente empapado. El cura —dominico, naturalmente—, al ver a la multitud que había, no desaprovechó la ocasión para dar un pequeño sermón que comenzó así: «Gracias, señor Revilla, porque nunca he tenido tanta gente en la iglesia».
En Haro, capital del vino y ciudad que me encanta visitar, me ocurrió recientemente otro hecho reseñable. Llegué a las cinco de la tarde de un precioso día de junio al hotel Arrope. Me dieron la llave y, arrastrando mi pequeña maleta de ruedas, entré en la habitación. Una pareja que se «relajaba» en la cama saltó despavorida. Precipitadamente cerré la puerta, pero pude oír con claridad que el varón decía: «¡Era Revilla!».
Comuniqué en la recepción lo que había ocurrido y me pidieron todo tipo de disculpas. Supongo que, con más razón, también se las pedirían a los que yo había alterado en sus funciones. Por la noche, paseando por la maravillosa plaza de Haro, se me acercó una pareja para decirme que ellos eran las víctimas de mi asalto. Con sentido del humor me confesaron que lo que más les había inquietado al verme es que estuvieran detrás las cámaras de Telecinco.
En varias localidades de España se han organizado verdaderos tumultos para asistir a mis charlas. Algunos aforos no superaban las quinientas personas, por lo que muchas se quedaban en la calle bastante enfadadas. Por eso opté por duplicar las charlas. Con un megáfono y subido en una silla, hablaba primero a los que se quedaban fuera. Y luego a los que se encontraban dentro, haciendo honor una vez más al título de mi libro, Nadie es más que nadie.
En Benidorm me esperaban unas tres mil personas y en el local apenas cabían cuatrocientas. Hablé durante media hora a los que no pudieron entrar y luego a quienes estaban cómodamente sentados en la sala, tras disculparme por la demora. Lo mismo me ha ocurrido en muchos lugares a los que he ido.
El acto más polémico tuvo lugar en Guadalajara. Una entusiasta asociación juvenil, llamada Arrebol, me invitó a dar una conferencia el 11 de junio de 2013. Tenían permiso para celebrar el evento en el salón de actos del Palacio del Infantado, uno de los espacios más emblemáticos de la ciudad, propiedad de la Junta de Castilla-La Mancha. Cuando faltaban cuatro días para la charla, el Gobierno que preside la señora De Cospedal notificó a Arrebol la prohibición de utilizar dicho espacio público argumentando que el conferenciante iba a hablar de política. Cuando me comunicaron la noticia, inmediatamente publiqué el siguiente tuit:

Al final, el claustro de profesores del instituto Brianda de Mendoza, por unanimidad, decidió conceder el permiso para celebrar la conferencia en su salón de actos. El clima de polémica que se vivió en los días previos hizo que el 11 de junio hubiese en Guadalajara tal cantidad de gente que de nuevo tuve que pronunciar la charla dos veces, primero a los que se encontraban en la calle, subido en un muro, y luego en el recinto interior.
Hace muy poco he estado en Andorra (Teruel). La Asociación de Comerciantes me invitó a inaugurar unas jornadas que rememoran la presencia íbera en estas tierras y a pronunciar una conferencia. La gestión se hizo a través de mi amigo José Luis Campos, de Calamocha.
Cuando me propuso la presencia en ese lugar desconocido para mí, le puse una condición: conocer al gran jotero José Iranzo, El pastor de Andorra. Al ver su sorpresa anti mi exigencia, le dije a José Luis:
Hay miles de personas que viajan a Memphis (Estados Unidos) para conocer el lugar donde nació Elvis Preysler. Del aeropuerto de Santander salen al año muchas personas en dirección a Liverpool para descubrir los lugares donde tocaban en los inicios los Beatles. Pues bien, yo quiero conocer al que para mí es el mejor jotero, del que tengo todos los discos.
José Luis me dijo que desconocía su estado de salud, ya que está a punto de cumplir noventa y nueve años. Pocos días después me llamó para decirme que me recibiría en su casa y que le hacía muchísima ilusión conocerme.
El día 8 de noviembre, a las cuatro de la tarde, me presenté en su casa. Me esperaba su esposa (noventa y nueve años) y un hijo. Le encontré con una lucidez extraordinaria y nos pasamos más de hora y media de charla inolvidable. Como hace un par de años sufrió un ictus que le afectó a la garganta, no pudo cantarme su jota más famosa, «La palomica». Al no poder complacerme el maestro, fui yo quien se la canté a él.