Desde que supe que el puesto de segunda jefatura de la Embajada de España se iba a quedar vacante, tuve la intuición de que era el lugar adecuado para nosotros. Era un objetivo ambicioso ma non troppo, dentro de las posibilidades de un joven diplomático como yo. Se trata de una de las últimas colonias españolas en acceder a la independencia; la penúltima, para ser exactos, justo antes del Sáhara Occidental. En Exteriores, todo el mundo sabe que las relaciones políticas con España son intensas, por decirlo de una forma suave, y el puesto al que yo iba a optar era principalmente político. Hay vuelo directo de Iberia todos los días de la semana, un elemento importante a considerar teniendo en cuenta la profusión de madres, hermanos, primos y amistades varias que amenazaban con visitas frecuentes. Y las perspectivas laborales para Pablo eran bastante prometedoras: un país bullente, en pleno desarrollo, con muchas empresas españolas y necesidad de personas con sólida formación.
Sí. En cuanto vimos la lista de destinos, tomamos la decisión. Ahora solo faltaba conseguirlo.
Los diplomáticos solemos ser reservados con estas cosas; no nos gusta hablar del siguiente destino mientras no está confirmado, bendecido y publicado en el BOE. Yo no lo soy, soy un diplomático bastante bocazas. Puede que sea cosa de la juventud: en ese momento yo tenía treinta y dos años, aunque desde entonces han pasado otros cuatro y no hay síntomas de mejoría. En cualquier caso, en cuanto la idea se me pasó por la cabeza no perdí ni un segundo antes de comentarla con amigos y parientes a diestro y siniestro. Las respuestas no se hicieron esperar, aunque en realidad, más que respuestas eran preguntas.
—Pero ¿qué se te ha perdido allí?
—¿Guinea Ecuatorial? ¿Por dónde queda eso?
—Eso era la Guinea Española, ¿no es eso? Mi abuelo vivió allí una temporada.
—Una prima mía nació en Guinea.
—Oye, ¿y qué hablan en Guinea Ecuatorial? ¿Te defiendes en el idioma?
El broche de oro lo puso mi jefe, el ministro Margallo. Fui a decirle que me iba, claro, que ya me tocaba salir al exterior. Frunció el ceño, creo que a punto de echarse a reír y decirme que yo no me iba a ningún sitio, pero al final me preguntó:
—¿A Guinea? ¿Y Pablo qué opina de esto?
Ya se lo dije, si él no hubiera estado de acuerdo, yo nunca lo hubiera pedido. Desde que nos conocimos, mucho antes de que yo aprobara la oposición, ya decidimos que íbamos a funcionar como un equipo. Cuando en 2008 ingresé en la carrera diplomática, fue como si lo hubiéramos hecho los dos. Y cuando nos casamos y yo me puse el uniforme tradicional de la diplomacia española, con bicornio y espadín, fue una declaración de que cada puesto por el que pasáramos sería cosa de los dos. A cada lugar que fuéramos nos destinarían a ambos, dos por el precio de uno.
Así fue como nos vimos enfrascados en esta aventura, cuya cuenta atrás se inició el 20 de abril de 2013 con la publicación definitiva de los puestos adjudicados a los diplomáticos que ese año íbamos a salir al exterior. Teníamos tres meses exactos para llevar a buen puerto todos los preparativos. Tres meses de yincana constante para llegar a la meta del traslado intercontinental: mudanza, compras, visados, documentos, y además, por supuesto, seguir trabajando casi hasta el último día.
El primer paso consiste en abrirse camino entre los miles de requisitos burocráticos que se deben cumplir para organizar la mudanza: hay que rellenar páginas y páginas de impresos oficiales, recabar cuatro presupuestos de compañías de transporte con sus correspondientes visitas a tu domicilio para hacer una tasación y elaborar una relación valorada de todos tus enseres (y digo yo, ¿cuánto vale un secreter que talló a mano el abuelo de Pablo?, ¿y el manuscrito que guardo de la primera novela que escribí con doce años?). Un buen día, cuando ya no hay más formularios que cumplimentar, tres operarios se presentan en tu casa provistos de cajas de cartón y cinta adhesiva y meten tu vida en una caja.
En Madrid, Pablo y yo vivíamos de alquiler, así que tuvimos que vaciar el apartamento por completo. Mientras los operarios trabajaban en el salón, yo me di una ducha. No sé cómo, me despisté y la toalla húmeda y la ropa que me acababa de quitar acabaron en el fondo de una caja. También se llevaron los zapatos de la madre de Pablo, que había venido a ayudarnos.
Para Churchill fue un día de fiesta. Por aquel entonces, nuestro jack russell todavía era un cachorro amante de las personas nuevas, de las cajas y del barullo en general. De milagro no se escondió entre paquetes y acabó haciendo el trayecto por vía marítima.
Además de los enseres que ya obraban en nuestra propiedad, fue preciso emprender una ambiciosa campaña de compras para llenar nuestra futura residencia guineana. El Ministerio nos proporciona una vivienda inmensa, pensada para una familia numerosa, que el funcionario debe encargarse de amueblar si no desea vivir durante tres años en una especie de hangar desierto y desangelado.
La prueba reina en esta categoría fue conseguir los planos de la casa, que al parecer son secreto de Estado: tuve que copiarlos a lápiz y a escondidas durante una visita furtiva a la subdirección competente. Mis habilidades como dibujante son muy mejorables, de modo que cualquier parecido entre el churro que pinté en mi cuaderno y la casa en la que íbamos a vivir era pura coincidencia. Había una pared en el salón de seis metros, ¿de dónde habría sacado yo eso? Y una terraza en el segundo piso a la cual solo se accedía a través del baño de invitados. Para matarme, vamos. Pablo tiró el papelajo que yo había dibujado a la basura y tuvimos que volver a consultar los planos una vez más para corregir las absurdeces que yo había anotado.
Al final resultó que no iba tan desencaminado y la casa era un delirio arquitectónico. Todo nuestro mobiliario al completo apenas alcanzaba para amueblar la terraza del cuarto de baño. Así que, operación en marcha, había que llenar esa casa como fuera. La compra en Ikea fue digna una competición de Ironman. Consultamos el catálogo por internet e hicimos un plano y varias listas con los muebles que queríamos comprar, pero aun así pasamos cerca de diez horas en aquella tienda que, digan lo que digan, guarda un parecido más que razonable con el laberinto del minotauro. Esta vez fue mi madre la que nos acompañó, y presa del agotamiento, tuvo que tumbarse en una de las camas de la sección de colchones, no sé si antes o después de que comiéramos las diabólicas albóndigas suecas y el salmón sueco y la tarta sueca de limón.
Nuestros antecesores, Diego e Inés, nos habían contado que en Malabo había franca escasez de algunos productos básicos de supervivencia, y que los que efectivamente se podían encontrar eran mucho más caros. Cosas tan peregrinas como las pastillas del lavavajillas, las bombillas de recambio para la lámpara insólita que cuelga del techo del salón, el aceite de oliva, el vino (que no falte) o el atún en conserva. El Corte Inglés tiene un servicio especialmente pensado para las Embajadas, y consiste en que un buen día, tú te presentas allí con la lista de la compra, eliges los productos y ellos se encargan de mandarlos directamente a los almacenes de tu empresa de mudanzas.
La encargada es una amabilísima señorita Techu que, provista de un lector de códigos de barras de esos que lanzan rayos infrarrojos, te va escoltando por los pasillos y lineales del supermercado aconsejándote sobre los productos que, en su experta opinión, más vas a echar de menos durante tus años africanos. Nos llevamos hasta unos churros congelados que nunca llegamos a consumir, pero la mejor experiencia fue la compra de espárragos.
—Espárragos os tenéis que llevar, eso seguro.
Nótese que a Pablo no le gustan los espárragos.
—Está bien, pues nos llevamos estos de Aliada. Diez botes, por ejemplo.
—Pero si son chinos. Estos otros son mucho mejores, de Cantabria de toda la vida.
—Ya, bueno, es que a nosotros nos encanta la comida asiática.
Ese mismo día conocí a Pilar, la futura directora del Centro Cultural que terminó siendo una de nuestras mejores amigas en Malabo. Pilar se incorporaba a su puesto a finales de mayo, dos meses antes que nosotros. Tenía billete para dos días después de nuestro café en el Central de la plaza del Ángel, y aún no había hecho la famosa compra del supermercado que tenía que mandar en el contenedor. Le metí tanto miedo con la señorita Techu y sus rayos infrarrojos que se dejó el café a medias y fue directa a comprar latas de atún y botes de lentejas.
Y el coche, ¿qué hay del coche? Vende tu cochecito apto para circular por Madrid y cómprate un todoterreno, a plazos por supuesto, para enviarlo junto con los espárragos a Malabo metido en un contenedor, con salida del puerto de Valencia y escala en todas las ciudades africanas dignas de aparecer en un mapa. Tiempo aproximado de llegada al destino final: infinito.
Pero ya estaba. Mudanza terminada, casa de Madrid vacía y devuelta a su propietaria. A Pablo, Churchill y a mí no nos quedaba otra que instalarnos en casa de mis padres, en Torrelodones, en una suerte de adolescencia tardía con sus correspondientes «hijo, no paras en casa», «esto parece una pensión» o «tienes todo hecho un desastre». Coincidiendo con nuestro retorno a la sierra, al suplemento LOC de El Mundo se le ocurrió sacar una foto de Pablo y mía el día de nuestra boda en portada, con lo cual las amigas de mi madre organizaron auténticas procesiones para preguntar por todos los detalles... ¿Quién se hubiera quedado en casa en esas circunstancias?
Con el contenedor camino de su exótico destino, la parte más aparatosa del traslado quedaba cerrada, pero faltaba otra mucho más divertida: ¡las vacunas! Tétanos, fiebre amarilla, hepatitis, difteria y fiebre tifoidea, no solo para Pablo y para mí (Churchill se libró por los pelos), sino para madres, tías, hermanos y demás visitantes que ya habían comprado su billete de avión para su primer viaje antes incluso de que nosotros tuviésemos el nuestro. Aunque lo más importante de todo era el Malarone, la profilaxis que hay que tomar para evitar el temido paludismo. El problema radica en que las pastillas son bastante fuertes, de modo que se pueden tomar como máximo durante tres meses seguidos. A partir de ahí, hay que encomendarse al santo patrón de las picaduras de insecto, ya que la malaria se transmite a través de la mordedura del mosquito anófeles, o Mefistófeles como lo llamo yo.
Terminamos todos los trámites a principios de julio, con apenas quince días para disfrutar de unas breves vacaciones antes de marcharnos a Guinea. Dejamos a Churchill con mis padres y nos marchamos a hacer un crucero por las islas griegas. Empezaba a amanecer en la bahía de Miconos cuando recibí la primera llamada bomba. El coche (y todo el resto del contenedor con él) estaba retenido en la aduana, porque al haberlo comprado a plazos, existía un engendro de Lucifer llamado «reserva de dominio» que me impedía sacarlo del país.
—Pero ¿no me dijeron ustedes que mi contenedor había salido ya hace más de un mes?
—No, no, salió de Madrid. Lleva atascado en el puerto de Valencia desde entonces por este tema.
Desde alta mar movilicé a toda mi familia para que produjera una serie de documentos que, milagrosamente, lograron solucionar la situación legal de mi vehículo para entera satisfacción de la administración aduanera española.
El contenedor salió con veinte días de retraso y, cuando navegábamos plácidamente creo que por Rodas, recibimos la segunda llamada:
—Somos los de El Corte Inglés. Estamos listos para entregar su pedido mañana en los almacenes de Madrid de su empresa de mudanza.
—Debe usted estar bromeando porque mi contenedor está ahora mismo en un barco rumbo a Abiyán.
Confirmado: mi provisión de latas de atún para tres años y los espárragos chinos (junto con el resto de los productos alimenticios tales como la comida de Churchill, o mucho más importante aún, ¡el vino!) se habían quedado en tierra. No hay problema, me lo mandarían en otro contenedor sin coste adicional.
Fecha prevista de llegada: Navidad. Lástima no haberle pedido turrón a la señorita Techu.