Prefacio

LA FUGA

Mientras nos vigilaban, nosotros también los vigilábamos a ellos, estudiábamos todos sus movimientos y costumbres. Llevábamos más de un año planificando mi fuga, repasando los detalles una y otra vez entre susurros apenas audibles. Teníamos asumido que la casa estaba llena de micrófonos, que nuestros captores podían oír todo cuanto dijéramos.

Debía salir del pueblo, de aquel lugar que en otro tiempo había sido mi hogar y que ahora se había convertido en mi infierno privado; debía burlar a los setenta guardias o más que me asediaban e impedían cualquier posibilidad de huir. «Tu hogar no será mejor que la cárcel», me había dicho un guardia poco antes de mi excarcelación, tras haber pasado más de cuatro años en una celda. Y tenía razón: en cuanto regresé a Dongshigu, me vi sometido a un arresto domiciliario brutal y mi propia casa llegó a ser el epicentro de la gran prisión en la que se había convertido la República Popular China.

A esas alturas ya había intentado escapar de mi casa en varias ocasiones. Mi esposa, Weijing, y yo debatimos y analizamos durante mucho tiempo los peligros y beneficios de cada plan, y yo me dediqué a estudiar mentalmente cada una de las rutas posibles una y otra vez. Estaba desesperado por escapar: no solo se hallaba en juego mi alma, sino también mi vida. Pese a estar gravemente enfermo desde mi encarcelamiento, no me permitían visitar o hablar con ningún médico. El aislamiento en mi propia casa era prácticamente absoluto: no podía salir, no podía recibir visitas, no tenía acceso a las noticias ni podía mantener contacto alguno con el mundo exterior. Sufría graves diarreas y un agotamiento constante. En los últimos tiempos solía pasar dos semanas al mes en la cama, sin fuerzas para levantarme. Si al final perdía mi batalla por conservar la vida, las autoridades alegarían alguna enfermedad para justificar que hubiera fallecido en casa, en mi propia cama. ¿Quién llegaría a saber la verdad? Lo único que me quedaba era una gran determinación.

El 20 de abril de 2012, Weijing y yo pasamos la mañana descansando en el salón. La casa estaba en una de las cuatro edificaciones de pequeño tamaño que, alrededor de un sucio patio, formaban nuestro complejo familiar. Unos días antes habíamos reparado en que el perro de los vecinos había desaparecido. Yo solía decir que un perro era más peligroso que cien guardias, por lo que aprovechamos aquella ausencia para centrar toda nuestra atención en la ruta que me permitiría huir por la casa de ese vecino, hacia el este.

Esa mañana, como de costumbre, repasé la ruta mentalmente deteniéndome en cada detalle: pensaba con exactitud en dónde giraría, en las distancias que separaban las cosas, las paredes, y en todos los pormenores que Weijing había recopilado mientras seguía con su rutina diaria a lo largo de varios meses. Ella y yo éramos los únicos que conocíamos el plan, aunque acordamos que para burlar a los guardias yo intentaría encontrar ayuda en el pueblo, ya fuera la de un amigo de infancia o la de otro amigo que era carpintero. Los dos vivían en la ruta de escape que me había fijado, pero tampoco disponíamos de ningún medio para comunicarnos con nadie del exterior. Incluso contarle el plan a mi madre habría resultado demasiado peligroso. Ella se oponía frontalmente a la idea de intentar huir.

Weijing y yo habíamos hablado a menudo acerca de cómo me pondría en contacto con ella cuando ya estuviera en un lugar seguro. No podíamos recurrir a la comunicación escrita o hablada, la única posibilidad era mandar una señal. Al final decidimos que si lograba escapar con vida, me las arreglaría para que alguien le entregara seis manzanas. En chino, la palabra seis también puede significar éxito mientras que la palabra manzana suena igual que seguro. Imaginé que podría contactar con alguien capaz de entregarle seis manzanas grandes y rojas en cuanto saliera del pueblo, y si no las encontraba, buscaría seis unidades de otra cosa para que, en cualquier caso, supiera que había conseguido escapar.

Durante toda la mañana, Weijing estuvo observando a los guardias desde el interior de la casa, en espera de una oportunidad. Justo antes, desde la azotea de nuestra cocina, el lugar donde secábamos el maíz y aireábamos la ropa, había descubierto que el coche del jefe de los guardias no estaba por las inmediaciones. Normalmente había seis guardias apostados en diminutos taburetes justo delante de nuestra casa. Los guardias estaban sentados cerca de la verja ese día, y solo dos de ellos veían directamente la puerta de la casa. Poco antes de las once de la mañana llegó el momento: el guardia que se hallaba más cerca se levantó con una taza en la mano para llenarla de agua caliente; guardaban los termos fuera del jardín y no parecía que tuviera mucha prisa. Mientras estuviera de pie, aunque solo fueran unos segundos, taparía el ángulo de visión a su compañero, que no podría verme. Tenía que darme prisa y cruzar rápido el patio hacia el muro este, que quedaba a unos cinco metros de distancia. Un momento después, el guardia recuperaría el campo visual.

—¡Vamos! —susurró Weijing mientras me presionaba el brazo con la mano.

La seguí deprisa hasta la puerta, con cuidado, crucé el patio, la adelanté y pasé junto a las piedras de molino que utilizábamos para moler grano y otros alimentos básicos. Me dirigí apresuradamente hacia una escalera de piedra que sabía que quedaba oculta y me detuve frente a esos seis escalones irregulares, con la respiración acelerada y el oído aguzado al máximo para captar la más mínima señal de alteración por parte de los guardias.

El corazón me latía a toda velocidad. El crujido de una pequeña rama podía delatarme y dar lugar a una gran paliza o incluso a algo peor. Durante un tiempo, Weijing se había dedicado a eliminar cualquier obstáculo potencial que pudiera interponerse en mi camino, aunque había tenido la precaución de no hacerlo de forma demasiado evidente para no levantar sospechas. Fue apartando cualquier roca, rama, hoja, cubo de agua o cacharro que pudiera producir un ruido repentino, lo que habría alertado a los guardias.

Frente a la escalera, oí cómo Weijing recogía hojas y hierbas secas de nuestra pila de leña, que estaba solo a unos pasos de distancia. Acto seguido, entró de nuevo en la cocina para encender un fuego. En aquellos momentos, el guardia ya había retornado a su puesto de vigilancia, había dejado la taza de té en el suelo y charlaba con sus compañeros mientras se sentaba de nuevo en el taburete. Weijing volvió a salir de la cocina para llenar el hervidor con agua del grifo exterior —un simple pretexto, por supuesto— y poco rato después oí el sonido metálico de la tetera en contacto con el fogón. Salió de nuevo, esta vez para recoger troncos y ramas de mayor tamaño de la pila de leña. Cada vez que pasaba por mi lado me susurraba unas palabras, me contaba lo que veía y me repetía que por el momento el camino se hallaba despejado.

Yo no me movía. Weijing estaba muy nerviosa pero, ahora que había superado el primer cerco de guardias, ¿cómo podía abandonar?

—Tenemos que seguir adelante —susurré—. No podemos fracasar.

Cuando Weijing volvió a salir de la casa, lo hizo cargada de ropa.

—Subo a echar un vistazo —susurró al pasar junto a mí.

Yo sabía que iría a la azotea que estaba sobre la cocina, desde donde disfrutaba de una visión panorámica de toda la actividad que se producía alrededor del patio. Durante los últimos meses había pasado incontables horas ahí arriba con varios pretextos, aunque en realidad exploraba la ruta inicial para mi evasión. Unos años antes, esos «edificios cuadrados» habían ganado mucha popularidad en nuestro pueblo. En esos momentos, el tejado plano proporcionaba a Weijing la inestimable posibilidad de observar la ruta por la que podría fugarme.

Un poco más tarde, ella bajó y me dijo que podía subir, que era seguro. Mi respiración ya era más lenta porque ya no estaba tan nervioso. Sin hacer ruido, subí aquella escalera que tan bien conocía y enseguida me encontré agazapado sobre el muro este del patio, justo bajo el tejado de la cocina. La libertad estaba en esa dirección, más allá de los patios colindantes de mis vecinos. Por suerte, conocía hasta el último detalle del patio de la vecina que tenía debajo. Consciente de que los guardias que patrullaban por el perímetro a solo seis metros de distancia podían descubrirme si me ponía de pie sobre el muro, decidí permanecer agachado. Moviéndome lentamente, encontré una botella que Weijing había mencionado: un obstáculo que habían dejado los guardias y que tuve que apartar antes de sentarme a horcajadas sobre el muro. Con sumo cuidado y para evitar la más mínima sospecha, volví a dejar la botella donde la había encontrado. Apuntalado entre el muro y el lateral de la casa de mi vecina, bajé poco a poco hasta un rincón del patio.

Desplazándome tan rápido como podía, dejé atrás la casa de mi vecina y me dirigí hacia los escalones de hormigón que permitían subir a la azotea de su cocina, que estaba más o menos en la misma posición que la nuestra respecto al patio. Era consciente de que otro grupo de guardias, apostados frente al patio de mi vecina, podían verme a través de una grieta de la cerca. Después de trepar por la escalera hasta la azotea de la cocina para llegar al muro este, tenía previsto bajar al patio del siguiente vecino. Pensaba pasar de un patio al siguiente trepando y bajando por las paredes, era la única manera de sortear el cordón de vigilancia y llegar a un espacio abierto. No llevaba nada conmigo, pero en mi mente guardaba hasta el último detalle de la ruta.

Decidí jugármela y empecé a subir los escalones que me permitirían acceder al siguiente tejado, buscando los objetos sobre los que me había advertido Weijing. En el segundo escalón había dos cubos metálicos que dejé atrás sin hacer el más mínimo ruido. Un poco más arriba, encontré la maraña de cables eléctricos que estaban conectados a los equipos que utilizaban los guardias para interferir la señal de nuestro teléfono móvil. A continuación, un par de pasos más adelante, topé con la batea llena de ladrillos que me había descrito Weijing. A tientas, con las dos manos por delante, descubrí una parte inestable del muro; me pareció evidente que si intentaba trepar hasta el otro lado, esa pared no soportaría mi peso y se desmoronaría.

Justo en aquel instante oí el chirrido que produjo la puerta de mi vecina al abrirse. Me escabullí hacia la azotea de la cocina y me tendí de espaldas. Si me veía, estaba prácticamente seguro de que me delataría. Sabía que los guardias la habían sobornado para que me vigilara, compartían con ella la comida que les sobraba y tal vez incluso le daban dinero.

Durante unos minutos me quedé allí tendido en silencio, intentando calmar los latidos acelerados de mi corazón. Hasta el momento, todo iba bien: el perfecto conocimiento del entorno inmediato de mi casa había sido de gran ayuda. Pese a ser invidente desde pequeño, conocía al detalle las tierras que rodeaban mi pueblo, de un millón de maneras que trascendían al sentido de la vista: los patrones de sonidos, las mezclas de olores, la organización del espacio. La memoria tendría un papel esencial en mi plan de fuga —un invidente no puede percibir las cosas de un vistazo—, y sabía que dependería cada vez más de ella a medida que me acercara a Xishigu, el siguiente pueblo en mi ruta, donde esperaba encontrar ayuda. La distancia no era muy grande, pero los obstáculos eran considerables. Durante los años previos a mi arresto y encarcelamiento, llegué a conocer hasta el último recoveco de los muros, calles y campos de mi pueblo. Eso había sido mucho tiempo atrás, pero en esos momentos, tras siete años de reclusión, los recuerdos serían los que me guiarían.

Habíamos hablado acerca de la evasión desde el mismo día en el que Guangcheng volvió a casa tras salir de prisión, y durante más de un año estuvimos urdiendo un plan. A menudo consultaba el calendario lunar para buscar entre sus páginas un día propicio, aunque solo fuera para ahuyentar mis temores y procurar que los días pasaran más rápido. Los guardias nos habían quitado casi todo lo que teníamos temerosos de que pudiéramos utilizar hasta el más mínimo pedazo de papel; en esos momentos solo nos quedaba el pequeño calendario de 2012 que permitieron comprar a la madre de Guangcheng bajo una estricta vigilancia.

Yo sabía que los guardias sospecharían algo si pasaba demasiado tiempo consultando el calendario, por lo que cada día escribía en él el número de huevos que ponían las gallinas. Puesto que teníamos previsto pasar mucho tiempo encerrados, tratábamos que nuestras gallinas empollaran el mayor número de huevos posible. Cuando la nidada por fin salió del cascarón, teníamos más de cuarenta pollos que sirvieron para complementar nuestra exigua dieta. Si el resto de las cosas fallaba, siempre podíamos comernos uno, teníamos que ser absolutamente autosuficientes. Cuando los guardias por fin me preguntaron por qué consultaba el calendario con tanta asiduidad, alegué la costumbre de registrar la puesta de huevos diaria. Aceptaron la explicación y no preguntaron nada más al respecto.

Con el tiempo, me percaté de que la primavera sería la época ideal para una tentativa de fuga. Las hojas nuevas en los árboles ocultarían los movimientos de Guangcheng; además, las suaves brisas que mecían los árboles acallarían el ruido que pudiera originar. Mientras hojeaba el calendario, me di cuenta de que el 20 de abril sería un chengri, un día para el éxito. La divinidad de la abundancia, que proporciona suerte y oportunidades, miraría hacia el este, una de las posibles direcciones para la fuga de Guangcheng. Ese día, el cerdo superaría a la serpiente. Ese detalle era especialmente relevante: Guangcheng había nacido en el año del cerdo, y el jefe de los guardias que nos vigilaban ese día había nacido en el año de la serpiente. A un nivel más mundano, tuvimos que analizar los diferentes turnos de los guardias y contábamos con que ese grupo se sentaba un poco más alejado que los demás, lo que daba a Guangcheng más margen para escapar.

El calendario dividía el día en bloques de dos horas, según si eran propicios o no. El intervalo entre las once de la mañana y la una de la tarde era ideal, pero tampoco estaba en nuestras manos la posibilidad de calcular con exactitud cuándo se presentaría una oportunidad, si es que llegaba a presentarse. Ni siquiera Guangcheng sabía que yo consultaba el calendario, como tampoco era consciente de la singular importancia de ese día. Sin embargo, a la hora de la verdad el guardia se levantó y fue a prepararse un té justo antes de las once.

Yo seguía tendido sobre el tejado de mi vecina, preguntándome qué debía hacer mientras escuchaba a los guardias que estaban apostados delante del patio. Podía entender sus conversaciones y oír el ruido que generaban al jugar con sus móviles. Pensé en el muro que tenía delante: la altura respecto al patio contiguo era ni más ni menos que de cuatro metros, por lo que tendría que hallar una manera prudente de bajar. Unos años antes no me habría costado mucho, pero tantos años de cautividad me habían debilitado el cuerpo. Saltar desde lo alto del muro era demasiado peligroso, y además haría demasiado ruido. Sabía que había un árbol cerca del lado este. No tenía más que quince o veinte centímetros de diámetro, según me había dicho Weijing, pero si podía determinar de algún modo su ubicación exacta podría descender por el tronco en lugar de saltar hasta el patio directamente.

Mientras intentaba recordar con exactitud en qué lugar estaba el árbol, oí un siseo procedente de nuestra casa. Era Weijing, que había subido al tejado de la cocina con un cubo en la mano con la excusa de recoger algo de maíz seco del saco que guardábamos allí.

—Date prisa —susurró, muy nerviosa—. ¡Ponte en marcha antes de que te detecten!

Extendí un brazo y moví los dedos hacia el patio contiguo, intentando ubicar el árbol. Weijing enseguida se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo.

—Está muy cerca de tus pies —dijo en voz baja.

Aunque los guardias que nos rodeaban nunca se alejaban más allá de unos pocos metros, no llegaron a oírla.

Después de arrastrarme hasta el borde del tejado, me di la vuelta y descolgué las piernas por la parte más alejada del muro, tocando el árbol con la punta de los pies. Apoyándome en los huecos que había entre las piedras del muro, conseguí descender antes de que empezaran a temblar mis brazos debido a la fatiga. Extendí una pierna para encontrar el árbol con el pie y noté que mis dedos rozaban el tronco, pero estaba demasiado débil para aferrarme a él. Perdí la fuerza en los brazos, no logré agarrarme al árbol y caí al suelo. Por suerte, no me lesioné, aunque se rompieron mis gafas oscuras.

Me incorporé hasta quedar sentado; me había magullado pero seguía ileso. Sin embargo, me enfrentaba a otro problema: el perro de mi segundo vecino, que estaba encadenado en el patio, empezó a ladrar en el mismo instante en que caí. Tenía que encontrar un lugar para esconderme antes de que los guardias acudieran para averiguar qué provocaba tanto jaleo. Me mantuve agachado y me arrastré por el patio con la intención de que no me viera Chen Guangfeng, el hijo de mi vecino, que sufría un trastorno mental. Era ya adulto y vivía en una habitación parecida a una celda, con una ventana enrejada que daba al patio. Siempre lo había visto ahí encerrado: se pasaba el día berreando para llamar a su madre, a la que no le quedaba más remedio que desoír sus gritos para poder seguir con su rutina diaria. Conmovido por aquella situación tan dramática, había intentado ayudarle en el pasado, pero en ese momento temí que gritara mi nombre y me delatara sin querer.

Gateando, intenté pasar por debajo de la ventana de aquel hombre sin que me viera. Justo después de su habitación, Weijing me había dicho que había tres corrales alineados, de aproximadamente dos metros de ancho cada uno. Estaban rodeados por un muro bajo en el que se abría la puerta del más próximo, según me había descrito mi esposa, aunque cuando recorrí la pared con la mano no encontré nada. Mientras tanto, el perro no paraba de ladrar y me apremiaba la necesidad de esconderme enseguida. Temblaba de miedo y no conseguía evitarlo. Salté a toda prisa el muro de hormigón de poco más de un metro de alto y caí de espaldas en el corral, agotado: me sentía débil, mi cuerpo no estaba acostumbrado a ese tipo de esfuerzos. La parte delantera del corral permanecía cerrada, tal como Weijing me había explicado, por lo que los guardias no me verían aunque echaran un vistazo al patio.

Dentro del corral había varias cabras que se apartaron todas a la vez, entre balidos y empujones, hacia el fondo del establo, alarmadas por mi súbita aparición. Mientras permanecía tendido en el suelo con la intención de hacer el menor ruido posible, las cabras reunieron el coraje necesario para acercárseme y, al cabo de un rato, empezaron a masticar mi ropa. Yo había crecido rodeado de cabras, por lo que eso no me preocupó en absoluto. Una de ellas apoyó las dos patas delanteras sobre mi pecho y se inclinó para olisquearme la cara. En cuanto me moví un poco, las cabras se asustaron y se replegaron de nuevo hacia el fondo del establo.

De momento, me sentía demasiado nervioso y cansado para intentar algo que no fuera seguir tendido en el suelo, temblando. Decidí descansar un poco; cuando me sintiera más calmado y hubiera dejado de temblar, buscaría el momento propicio para moverme.

Después de intentar ayudar a Guangcheng a localizar el árbol, no me atreví a quedarme más tiempo en la azotea; no podía arriesgarme a seguir buscándolo con la mirada. Un poco más tarde, cuando oí los ladridos del perro del segundo vecino, el corazón me dio un vuelco. Me aterrorizó la posibilidad de que el animal delatara a Guangcheng. Con un poco de comida, decidí tentar a nuestro perro, que estaba encadenado en el patio. Esperaba conseguir que ladrara lo suficientemente fuerte como para cubrir los ladridos del otro perro y así desviar la atención de los guardias. Luego, con el fin de no levantar sospechas, fui a charlar con los guardias. Igual que nosotros, eran granjeros e hijos de granjeros, y habíamos llegado a conocernos un poco. Intercambiamos unas cuantas palabras y volví a entrar en casa con el corazón acelerado. Por suerte, nuestras gallinas empezaron a robar la comida al perro, lo que provocó un revuelo que distrajo la atención de los guardias respecto a lo que sucedía dos casas más abajo.

Durante el resto del día, agucé el oído ante el más mínimo sonido con la esperanza de oír algo, cualquier cosa que me indicara dónde se encontraba Guangcheng. Tenía mucho miedo, pero me comportaba como si fuera un día cualquiera. Cada vez que un guardia entraba en el patio miraba su rostro con el fin de encontrar en su expresión alguna señal que me indicara que habían capturado a Guangcheng.

Esa tarde, mi suegra regresó a casa temprano de trabajar en los campos. Solía venir a descansar un poco, beber algo y ver cómo estaba Guangcheng. Al principio ni siquiera se dio cuenta de que se había marchado. Bebió un poco de agua y se asomó al dormitorio pensando que encontraría a su hijo dentro.

—¿Guangcheng está durmiendo? —preguntó.

—Guangcheng se ha marchado —susurré, incapaz de mentirle.

Ella me miró entre sorprendida y furiosa.

—¿Y cómo se ha marchado?

No respondí.

—¿No crees que esto acabará mal? —dijo—. Hay guardias formando un cerco dentro de otro ahí fuera. ¿De veras crees que podrá escapar?

—¿Qué quería que hiciera, Ma? Está muy enfermo, ¿cuánto tiempo más cree que habría vivido de ese modo?

—Seguro que acabarán matándolo a palos —dijo con tono de reproche.

—Moriría igualmente si se quedaba aquí —repliqué.

—Una vez que ha salido de esta casa —dijo— ya no sabremos lo que le sucederá. Podrían matarlo de una paliza y dejarlo tirado en cualquier parte y nunca nos enteraríamos. Puestos a morir, al menos deberíamos morir juntos.

Hice el gesto de taparle la boca y le rogué que no llamara a la mala suerte de ese modo.

—Estará bien —dije, intentando transmitirle confianza—. No habrá ningún problema. Pero deberíamos tener cuidado con lo que decimos para atraer la buena suerte y que los dioses le protejan.

No obstante, mi suegra no se apaciguaba. Estaba segura de que la fuga sería la perdición de Guangcheng y me responsabilizaba de ello.

—Salgo un momento y dejas que se marche —dijo con amargura. Acto seguido, cogió su taburete, salió al patio a sentarse para vigilar los pollos y se negó a comer ni beber nada.

No suelo creer en la suerte, ni en Dios o en cualquier otro tipo de poder supremo, pero ese día estaba dispuesta a creer en cualquier cosa que pudiera ayudarnos.

A medida que avanzaba la tarde, regresé a la cocina varias veces para rezar frente a la imagen del Dios de la Cocina que colgaba en la pared, suplicándole que protegiera a Guangcheng. De vez en cuando echaba un vistazo por la puerta por si había guardias vigilándome y luego me postraba frente a la imagen.

—Dios de la Cocina, te lo ruego —decía—. Por favor, pide al resto de los dioses que cuiden de Guangcheng.

Con la espalda apoyada en el muro del establo de las cabras, agucé el oído para oír cualquier cosa que indicara si los guardias habían descubierto mi ausencia y si me buscaban. El perro seguía ladrando y, de repente, Chen Guangfeng empezó a llamar a su madre a gritos. Hacía tiempo que el ritmo de sus gritos periódicos se había integrado de forma natural en el paisaje del pueblo, igual que los sonidos de los pájaros y los insectos. Me relajé un poco al pensar que sus alaridos se mezclarían con los ladridos del perro y los sonidos de la mañana volverían a la normalidad.

Al cabo de un rato se calló de nuevo. Cuando me calmé un poco, pensé con claridad de nuevo. Me pregunté qué hora debía de ser y caí en la cuenta de que el reloj parlante que llevaba, fabricado especialmente para invidentes, se había roto al caer. Me incorporé hasta quedar sentado y asomé la cabeza por encima del muro, pero el perro se puso a ladrar como un loco de nuevo. Guangfeng también me vio enseguida y cambió los gritos de «Niang! Niang!» para llamar a su madre por los de «¡Li Hong! ¡Li Hong!», puesto que al parecer me tomó por su hermano pequeño. Me agaché otra vez para esconderme.

Más o menos una hora más tarde, oí que los guardias estaban comiendo. Escuché el movimiento de sillas, los palillos que golpeaban los cuencos de metal y finalmente cómo se levantaban para lavar los platos. Se instaló un silencio de sobremesa que me hizo pensar que los guardias estaban algo despistados. Había más de una docena de hombres apostados al otro lado del muro de mi vecino, en un espacio vacío que quedaba entre dos casas.

Pensé que era una gran oportunidad y trepé tan rápido como pude y sin hacer ruido por el muro que separaba el primer establo del segundo, que estaba vacío: no había más que una pequeña cocina. Exploré el espacio y encontré una puerta en uno de los lados. Permanecí atento durante un rato para determinar cuál era el mejor momento para moverse y pensar qué había dentro del tercer establo. Arrojé un puñado de arena por encima del muro y el sonido que produjo al caer me reveló el contenido básico del corral: tallos de maíz esparcidos y varias herramientas de granja. Decidí jugármela y colarme en el tercer establo.

Una vez allí, me topé con otro muro que suponía un reto mucho mayor. Al otro lado de ese muro había un complejo familiar que conocía muy bien. Pasé un par de horas esperando el momento oportuno, calculando y escuchando. Oía a los guardias a pocos metros de distancia, charlando sobre cualquier cosa, encendiendo mecheros y fumando cigarrillos. Todo parecía indicar que no se habían percatado de nada extraño.

Aunque el reloj estaba roto, había aprendido a utilizar la naturaleza para saber qué hora era, y era capaz de adivinarla, en ocasiones con solo media hora de margen. Prestaba atención a la temperatura, a los sonidos de la naturaleza y, por encima de todo, a las rutinas humanas que me rodeaban. Más o menos a las tres de la tarde, cuatro horas después de que hubiera salido de mi casa, oí como la madre de Guangfeng llegaba a casa y empezaba a trabajar en el patio. Su hijo seguía gritando «Niang! Niang!», hasta que ella le llevó comida. Sabía que se la pasaba entre los barrotes que lo mantenían encerrado. Poco después de comer, empezó a reclamar a gritos que le trajera agua y cigarrillos.

Me agaché dentro del establo y palpé los contornos de aquel muro viejo y medio derruido con la intención de encontrar el mejor lugar para intentar superarlo. Había un cobertizo en el lado norte del establo y, justo detrás, un guardia sentado. Sabía que me vería enseguida si escalaba el muro por allí. Las piedras del lado este del establo estaban muy sueltas. Estaba seguro de que no aguantarían mi peso, por lo que decidí acercarme al rincón que daba al sur, donde podría agarrarme mejor. Tanteé el muro, puse las palmas sobre aquella áspera superficie y trepé buscando las grietas con las puntas de los pies. Exploré hasta el último centímetro de esa parte de la pared, memorizando la ubicación exacta de cada punto clave: el primer lugar en el que podía apoyar el pie, luego el segundo, luego el tercero. Cuando llegara arriba, quedaría completamente expuesto, por lo que no podía cometer errores mientras trepaba. El más mínimo ruido me delataría frente a los guardias y todo habría terminado.

Al cabo de un rato, oí como la vecina que vivía al otro lado de la calle, frente a la casa de Chen Guangfeng y su familia, abría la puerta del patio para sacar la motocicleta y poco después se marchaba. Sabía que iba a recoger a su hija a la escuela, lo que significaba que eran más o menos las cuatro y media. Veinte minutos más tarde, la motocicleta volvía a entrar en el patio.

Los guardias no tardarían mucho en sentarse a cenar, y mi plan original consistía en escalar el muro mientras comían. Entonces recordé que esa misma mañana había oído llegar un tractor desde el norte, cuyo motor había resonado por la estrecha calle y luego había doblado la esquina hacia el este, de manera que los guardias apostados al otro lado del muro del cobertizo habían tenido que apartar los taburetes para dejarlo pasar. Sin duda alguna, aquel tractor volvería a pasar por el mismo lugar en sentido contrario y era probable que lo hiciera esa misma tarde a última hora.

No encontraría un elemento de distracción más adecuado para intentar escalar ese muro tan peligroso. Los guardias desviarían su atención hacia el tractor. Supuse que la ocasión llegaría con la caída de la noche.

Nuestra hija Kesi, que por aquel entonces tenía casi siete años, ese día llegó a casa un poco antes de las cinco. (En aquella época, nuestro hijo de nueve años, Kerui, vivía con mi madre en otro pueblo y acudía a otra escuela.) Me preocupaba que Kesi pudiera angustiarse al saber que su padre había desaparecido de repente. Siempre que volvía a casa tenía la costumbre de gritar «¡Papá! ¡Ya estoy en casa!» e iba a verlo enseguida.

Cuando entró en casa y dejó la mochila, la abracé y le susurré al oído:

—Kesi, no llames a papá ni preguntes por qué no está. Papá se ha marchado.

—¿Adónde ha ido? —preguntó alarmada.

—Silencio —susurré enseguida—. Papá se ha fugado.

Le pedí que se comportara como si nada hubiera ocurrido. Lo comprendió y asintió con la cabeza para demostrármelo. Kesi sabía que su padre había intentado fugarse en otras ocasiones y a veces incluso ella nos daba ideas. Nos hablaba del túnel que habíamos excavado el año anterior, imaginaba la ruta que seguiría y cómo tendríamos que correr en cuanto saliéramos por el otro lado. También había visto las palizas que nos habían pegado los guardias, por lo que era consciente de lo seria que era la situación.

Más o menos a las cinco y media, preparé la cena. Kesi comió un poco, pero ni mi suegra ni yo fuimos capaces de tragar ni un solo fideo. Seguí con mi rutina habitual y, en ocasiones, incluso hablaba en voz alta como si Guangcheng estuviera allí.

—Vamos, a lavarse los pies —dije, después de llenar una palangana de agua.

Saqué los orinales y los vacié en el retrete del patio. Más tarde nos acostamos, pero ninguna de las tres podíamos conciliar el sueño.

Kesi estaba aterrorizada por lo que le podía ocurrir a su padre; sollozaba en la cama de su abuela y se cubría la cabeza con un edredón para que nadie la oyera.

—Echo de menos a papá —se lamentaba.

Intenté consolarla con la idea de que su padre volvería pronto. Al fin se quedó dormida, agotada después de tanto llorar.

Las horas pasaron muy lentamente hasta que, justo antes del anochecer, oí el sonido del tractor a lo lejos. A medida que fue aproximándose a la intersección, los guardias empezaron a mover sus taburetes, tal como yo esperaba. Era mi oportunidad. Solo disponía de unos segundos para trepar al muro mientras el tractor, sin saber que era mi cómplice, distraía a los guardias y enmascaraba cualquier ruido que pudiera originar.

Tan rápido y silencioso como pude, trepé por la superficie empedrada del muro buscando los puntos de apoyo que había detectado. Una vez arriba, me descolgué por el otro lado. Sabía que la caída hasta el suelo sería de casi dos metros, una distancia asequible. En cuanto hubiera superado ese muro, tan pronto como aterrizara en el suelo, me encontraría en un patio que conocía bien.

Mucho tiempo atrás, mi familia había vivido allí. Yo había nacido en esa casa y durante años había ocupado ese complejo junto a mis padres y cuatro hermanos mayores. La casa y el patio estaban en un estado ruinoso, pero cada detalle, cada recuerdo que conservaba acerca de los espacios que me rodeaban tendrían una importancia vital en cuanto aterrizara al otro lado del muro.

Me dejé caer. Al instante percibí un dolor punzante en el pie derecho. El ruido del tractor había acallado el golpe de mi caída y, de algún modo, conseguí reprimir el gemido que crecía en mi interior. Tumbado en el suelo, descubrí que había grandes rocas apiladas en la base del muro, justo donde había aterrizado. Sentía un dolor increíble, pero sabía que tenía que avanzar por el hueco que había entre los muros, por lo que rodé sobre mí mismo hasta que topé con la pared del lado norte del patio. Una vez más, intenté levantarme para tantear el estado de mi pie, pero me dolía demasiado y caí al suelo de nuevo, retorciéndome de dolor.

Si la fuga me había parecido arriesgada hasta entonces, en esos momentos solo podía considerarse una verdadera locura. Allí tendido, valoré la situación: era invidente, estaba solo y no tenía ni familiares ni amigos que pudieran ayudarme. Aunque hacía horas que había huido de mi casa, solo había avanzado unos treinta metros y casi estaba seguro de que me había roto el pie. Pese a que no había anochecido completamente, aún había más guardias por la periferia del pueblo y estarían patrullando durante toda la noche.

El mundo era un lugar demasiado agreste, demasiado lleno de peligros. ¿Cómo conseguiría llegar al siguiente pueblo, si todavía tenía que recorrer un kilómetro y medio? ¿Y por qué el destino había añadido más dificultades a mi fuga? Sin embargo, estaba decidido a no sucumbir ni al dolor ni al miedo. Fuera como fuese, no pensaba abandonar. En lugar de eso, me concentré en el camino que me quedaba por delante, pensando únicamente en cómo superaría los obstáculos que se me presentarían. De algún modo encontraría la manera de mandarle a Weijing las seis manzanas que le había prometido.