—¿Cómo está hoy tu queridísimo hermanastro? —preguntó Victoria.
La cama chirrió cuando me tiré encima sobre el estómago, y suspiré al teléfono.
—Igual de gilipuertas.
No le había contado a mi mejor amiga nada sobre el espectáculo que Elec había dado el viernes por la noche en el cuarto de baño. Me daba muchísima vergüenza, y decidí guardármelo para mí. Aquella primera noche acabé pasándola en vela, buscando información sobre piercings en el pene en Google. Y dejad que os diga una cosa, si a alguien se le ocurre buscar inocentemente «príncipe Alberto» se va a llevar una buena sorpresa.
Ya era domingo, y al día siguiente Elec iba a empezar en mi instituto, en el último curso, igual que yo. Lo que significaba que los demás no tardarían mucho en conocer al idiota de mi hermanastro.
Victoria parecía sorprendida.
—¿Aún no te habla?
—No. Esta mañana ha bajado para ponerse unos cereales y se los ha llevado a su cuarto.
—¿Por qué crees que se porta así? Parece que lleva un palo metido en el culo.
Pues tendrías que ver su otro palo.
—Hay muy mal rollo entre él y Randy. Estoy tratando de no tomármelo como algo personal, pero es duro.
Duro, muy duro. ¡Dios, no me lo puedo quitar de la cabeza!
El sombrero de un champiñón con un piercing.
Mierda.
—¿Crees que me gustará? —preguntó Victoria.
—¿A qué te refieres? Ya te lo he dicho…, es un demonio —le espeté.
—Ya lo sé…, pero ¿crees que a mí me gustará?
Sinceramente, yo sabía que era justo el tipo de chico que le gustaba a Victoria. Le gustaban los tipos con aire malhumorado y oscuro incluso cuando no eran tan guapos como Elec. Que es otro de los motivos por los que preferí guardarme los detalles de nuestro encuentro en el cuarto de baño. Si se enteraba de que tenía un piercing en el pene, no me la podría quitar de encima y la tendría siempre en casa. Aun así, no tardaría en descubrir qué aspecto tenía, por eso decidí ser sincera.
—Está como un tren ¿vale? Solo con mirarle me sofoco. La verdad es que el físico es lo único bueno que tiene.
—Vale, me voy para allá.
—Ni hablar —dije, y reí, aunque en el fondo, la idea de que Victoria tratara de ligarse a Elec me incomodaba, incluso aunque creyera que no le fuera a hacer ningún caso.
—Bueno, entonces, ¿qué planes tienes para esta noche?
—Pues en realidad, antes de conocerle y descubrir que es un imbécil, se suponía que yo tenía que preparar la cena para todos. Ya sabes… mi especialidad.
—Pollo tetrazzini.
Y yo me reí, porque era el único plato que me salía bien.
—¿Cómo lo sabes?
—A lo mejor podrías servir una buena lata de mala hostia disimuladamente para el encanto de tu hermanastro.
—No pienso seguirle el juego. Lo voy a asfixiar de tanta amabilidad. No me importa lo capullo que sea conmigo. Lo peor que puedo hacer es dejar que vea que me afecta.
Mamá me ayudó a poner la mesa mientras esperábamos que los tetrazzini se acabaran de hornear. El estómago me rugía, pero era más por nervios que por el olor a salsa de crema y ajo que llegaba del horno. No me entusiasmaba precisamente la idea de sentarme a la misma mesa que Elec, por mucho que hubiera accedido voluntariamente a acompañarnos.
—Greta, ¿por qué no subes a ver si quiere bajar?
—¿Por qué yo?
Mi madre descorchó una botella de vino. Ella era la única que iba a beber, y seguramente lo necesitaría. Se sirvió un poco y dio un sorbo.
—Mira, entiendo que yo no le guste. Me ve como a un enemigo, y en cierto modo es probable que me culpe porque sus padres no están juntos, pero no tiene ninguna excusa para tratarte mal también a ti. Tú sigue intentando acercarte a él, a ver si puedes hacer que se abra un poco.
Me encogí de hombros. Mi madre no tenía idea de lo abiertas que se habían visto las cosas la otra noche en el cuarto de baño: abiertas de cojones.
Mientras subía las escaleras, en mi cabeza no dejaba de sonar el tema principal de Tiburón. La idea de llamar a su puerta me aterraba, y no sabía qué podía encontrarme si llegaba a abrirme.
Llamé.
Para mi sorpresa, Elec abrió enseguida. Llevaba un cigarrillo de clavo en la boca. El olor dulzón del humo me llegó enseguida a la nariz. Dio una larga calada y entonces, muy despacio, me echó el humo expresamente en la cara. Hablaba en voz baja.
—¿Qué?
Traté de parecer indiferente, hasta que una tos incontrolable empezó a sacudirme.
Muy bien, Greta, sí, señor.
—La cena casi está lista.
Llevaba puesta una camiseta blanca sin mangas, ceñida, y tenía el brazo apoyado en la puerta. Mis ojos se desviaron enseguida al tatuaje del bíceps, que decía «Lucky», afortunado. Su pelo estaba mojado, y los pantalones le quedaban muy bajos y dejaban al descubierto la cinturilla de sus bóxers blancos. Sus ojos fríos y grises me miraban fijamente. Estaba para comérselo… para ser tan cabrón.
Yo me había quedado colgada, cuando de pronto le oí decir:
—¿Por qué me miras así?
—¿Así cómo?
—Como si estuvieras tratando de recordar el aspecto que tenía la otra noche… como si te estuvieras muriendo por comerme a mí para la cena. —Se rió con sorna—. Y ¿por qué coño me guiñas el ojo?
Mierda. Cuando estaba nerviosa tenía un tic en el ojo y parecía que lo estaba guiñando.
—Solo es un tic. No seas tan creído.
Su expresión se volvió furiosa.
—¿Y por qué no lo iba a ser? El físico es lo único bueno que tengo, ¿recuerdas? Vale la pena que le saque partido.
Pero ¿de qué estaba hablando? Me quedé sin habla.
—¿Qué…? —siguió diciendo él—. ¿Hace demasiado calor aquí para ti? —Y añadió con tono burlón—: te veo un poco sofocada.
Y me dedicó una sonrisa perversa.
Mierda.
Eran las mismas palabras que había utilizado hacía un rato cuando estaba hablando de él con Victoria por teléfono.
¡Ha estado escuchando la conversación!
El tic de mi ojo volvió a dispararse.
—Vuelves a guiñar el ojo —siguió diciendo Elec—. No me digas que te pongo nerviosa ¡Tendrías que verte la cara! El rojo te sienta muy bien.
Yo me di la vuelta enseguida para irme.
Y él gritó a mi espalda.
—Así estaremos conjuntados, con eso de que soy un demonio.
Elec se dedicó a comer con desgana sin decir palabra mientras yo miraba el piercing que tenía en el labio. Randy lo miraba con expresión de desdén. Mi madre volvió a llenar su vaso de vino más de una vez. Puf, nuestra versión particular de la tribu de los Brady.
Yo fingí estar concentrada en mis tetrazzini, pero no dejaba de pensar que Elec había oído lo que había dicho de él y por tanto ahora sabía que me atraía.
Mamá fue la primera en hablar.
—Elec, ¿qué te parece Boston por el momento?
—Pues teniendo en cuenta que aún no he ido a ningún sitio fuera de esta casa, me parece una puta mierda.
Randy dejó su tenedor sobre la mesa con un golpe.
—¿Es que no puedes demostrar ni un poco de respeto por tu madrastra?
—Eso depende. ¿Crees que ella podría dejar de mamar unos segundos? Papá, ya sabía que te habías casado con una puta, pero joder, ¿también borracha?
—Pero qué cabrón eres —escupió Randy.
Guau.
Randy me había vuelto a dejar alucinada con las palabras que usaba para hablarle a su hijo. Desde luego, Elec se estaba portando como un capullo, pero aun así me resultaba de lo más chocante oír ese tipo de vocabulario salir de la boca de mi padrastro.
Elec echó la silla hacia atrás, tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó.
—Yo ya estoy. —Me lanzó una mirada—. Los tetizzini o como coño se llamen estaban muy buenos, hermanita.
Y lo de «hermanita» lo dijo con sarcasmo.
Cuando dejó la mesa, el silencio era ensordecedor. Mi madre puso la mano sobre la de Randy, y yo me quedé pensando qué podía haber pasado entre Elec y su padre para que estuvieran así.
Me levanté en un impulso y me fui arriba. El corazón me latía a toda velocidad cuando llamé a la puerta de su cuarto. No contestó, así que giré lentamente el pomo y al abrir lo vi sentado en el borde de la cama, fumándose un cigarrillo de clavo. Llevaba puestos unos cascos y no me oyó ni me vio entrar. Me quedé en la entrada, mirándolo. Elec sacudía las piernas nervioso, con cara de frustración, derrotado. Al final, apagó el cigarrillo, pero enseguida cogió otro de su cajón.
—Elec —dije gritando.
Él se sobresaltó y se quitó enseguida los cascos.
—¡Joder! ¡Qué susto me has dado!
—Perdona.
Encendió el cigarrillo y señaló con el gesto la puerta.
—Vete.
—No.
Puso los ojos en blanco y meneó la cabeza lentamente, y entonces volvió a ponerse los cascos y dio una larga calada.
Me senté a su lado.
—Eso que fumas te matará.
—Perfecto —dijo mientras el humo le salía por la boca.
—No lo dices en serio.
—Por favor, déjame en paz.
—Vale, vale.
Salí de la habitación y volví abajo. Haberle visto tan abatido cuando no sabía que le estaba mirando me hizo reafirmarme aún más en mi determinación de llegar a él de algún modo. Necesitaba saber si de verdad era tan capullo o solo era una pose. Cuanto peor se portaba conmigo, más ganas tenía yo de gustarle. Era un reto.
Volví a la cocina y le pedí a Randy el número del móvil de Elec. Lo grabé en mi agenda y luego le escribí un mensaje de texto.
Como no quieres hablarme, por eso te escribo.
Elec: ¿Cómo has conseguido mi número?
Greta: Tu padre.
Elec: Joder.
Decidí cambiar de tema y hablar de algo que no fuera Randy.
Greta: ¿Te ha gustado la pasta?
Elec: Añades una «l» y tendrás «plasta». Tu comida ha sido una plasta.
Greta: ¿Por qué eres tan borde?
Elec: ¿Y tú por qué eres tan plasta?
Menudo capullo. Así no íbamos a ningún lado. Tiré el móvil sobre la encimera y subí otra vez las escaleras. Ahora sí, me había tocado lo bastante la moral para que quisiera fastidiarle.
Abrí la puerta directamente, saltándome la parte de llamar, y me encontré a Elec sentado todavía en la cama, fumando. Me fui derecha al cajón, cogí su caja de cigarrillos y salí corriendo con ella.
Volví a mi cuarto sin parar de reír. Pero eso fue hasta que la puerta se abrió de golpe. Escondí enseguida los cigarrillos bajo la camiseta. Elec parecía a punto de matarme, aunque tengo que reconocer que el brillo asesino de sus ojos furiosos era de lo más sexy.
—Devuélvemelos —dijo apretando los dientes.
—No pienso hacerlo.
—Vaya que sí, porque si no te los voy a sacar yo mismo de debajo de la camiseta. Tú decides.
—En serio, ¿por qué fumas? Es malo para ti.
—No puedes presentarte en mi cuarto y quitarme mis cosas. Pero claro, de tal palo, tal astilla.
—¿De qué hablas?
—Pregúntale a tu madre —dijo por lo bajo, y extendió su brazo musculoso y tatuado—. Dame mis cigarrillos.
—No hasta que no me expliques por qué has dicho eso. Mi madre no le robó a Randy a tu madre. Ni siquiera se conocían cuando tus padres se divorciaron.
—Eso es lo que Randy quiere que creas. Seguramente tu madre también engañaba a tu padre, ¿a que sí? Pobre soplapollas.
—No llames soplapollas a mi padre.
—¿No? Y ¿dónde estaba mientras Sarah se tiraba a mi padre a espaldas de mi madre?
La sangre me hervía en las venas. Se iba a arrepentir de haber preguntado.
—A dos metros bajo tierra. Mi padre murió cuando yo tenía diez años.
Elec se quedó callado y se restregó las sienes con cara de frustración. Su tono se suavizó por primera vez desde que había llegado.
—Joder. No lo sabía, ¿vale?
—Me parece que estás dando muchas cosas por sentadas. Si te molestaras en hablar conmigo…
Elec casi parecía a punto de disculparse. Casi. Pero entonces sacudió la cabeza y volvió a ser el malvado Míster Hyde.
—Estoy bien jodido si tengo que hablar contigo. Devuélveme mis cigarrillos o los cogeré yo aunque tenga que arrancarte la camiseta.
Sentí que mi cuerpo entero hormigueaba cuando dijo aquello. ¿Qué demonios me estaba pasando? Una parte de mí se moría por que lo hiciera, por sentir sus manos ásperas tirando de la tela de mi camiseta y desgarrándola. Sacudí la cabeza para apartar aquel pensamiento y retrocedí mientras él se acercaba lentamente. Estábamos a solo unos centímetros. Podía notar el calor que emanaba de su cuerpo cuando se pegó contra mí y aplastó la caja de cigarrillos contra mi pecho. Al momento mis pezones se convirtieron en puro acero. Nunca en mi vida me había sentido tan fuera de control, y recé en silencio para no reaccionar de una manera tan intensa ante él. Seamos sinceras. Mi cuerpo era un imbécil sin criterio. ¿Cómo podía desear tanto algo que lo odiaba?
El aliento le olía a clavo.
—Ese era el último paquete que me quedaba de esa marca. Los importan de Indonesia. Y aún no sé cómo comprarlos aquí. Si ahora ya piensas que soy un poco difícil, ni te imaginas cómo va a ser esta noche si no tengo mis cigarrillos.
—Son malos para ti.
—Y yo preocupado —dijo incómodamente cerca de mi boca.
—Elec…
Retrocedió unos centímetros.
—Mira, fumar es lo único que me ha dado un poco de paz desde que llegué a este antro. Te lo estoy pidiendo con educación. Por favor.
Su mirada se suavizó, y a cada segundo que pasaba mi resolución era más débil.
—Vale.
Su mirada siguió mi mano cuando la metí en el sujetador para coger los cigarrillos. Se los devolví, y al momento noté el frío que sustituía el calor de su cuerpo cuando se apartó y se fue hacia la puerta.
Pero, si pensaba que al devolverle los cigarrillos habíamos iniciado una tregua, me equivocaba.
Se volvió una última vez para mirarme, y la expresión de sus ojos ya no era tan amable. Era resentida.
—Esta me la vas a pagar.