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EL PLAN GRANDE DE SENDIC

Por abolengo, al valeroso caballero don Sendic de Chamangá tocole ser vizcaíno de allende los Pirineos e italiano del Piamonte, que hace parte de la Galia Cisalpina, y ansimesmo darase al lector cata de personas y cosas que solo atañen a esta memorable historia y no a otra alguna.

Entre las cosas que Amalia Antonaccio Russo, la madre del Bebe, heredó de su padre Salvatore y su madre Concezione, ambos del Piamonte, figuraban dos láminas de un hombre rubio, muy apuesto. En la primera se había escrito: “Caprera 1872”.

Según le dijo el abuelo Antonaccio a Amalia, las láminas eran reproducciones de unos cuadros al óleo y por eso la fecha se veía borrosa. El retratado era Giuseppe Garibaldi, a quien él llamaba “el libertador de Italia”, y le explicó que Caprera era una isla cercana a Génova.

En la primera lámina, Garibaldi parecía un hombre de sesenta años. Vestía una camisa roja y se tocaba con un gorro de igual color. En la otra, de perfil, su melena rubia ondeaba al viento sobre un poncho blanco.

El niño supo después que en su natal Piamonte, el abuelo Salvatore había sido un patriota garibaldino adepto a las ideas liberales de Mazzini; pero emigrado al Uruguay, por seguir la corriente a casi todos los italianos, apoyó al Partido Colorado.

Pasados unos años y ya propietario rico, para ornamento de su nueva adherencia mandó pintar un óleo en que Venancio Flores cabalgaba con el sable en alto. Al pie hizo grabar una chapa broncínea con las célebres palabras del indio Aguiar, que nunca pronunció el general Flores, pero se las dejaba atribuir: “A quitarse los ponchos que en el otro mundo no hace frío”.

El coloradismo que marcaba a Salvatore como inmigrante italiano se vio hasta cierto punto lesionado por el noviazgo de su primogénita Amalia con un partidario de los blancos, peón de estancia y vasco de tercera generación, convertido en criollo domador de potros, de estampa y habla gauchescas. Y Salvatore Antonaccio, movido quizá por lo que pudo heredar del humanitarismo garibaldino sin fronteras, no opuso resistencia y permitió el matrimonio.

Pero aquel vasco gaucho tenía ambiciones de progreso y sabía leer, virtud poco frecuente en esos años para un trabajador del campo. Poseía además una inexplicable vocación por la lectura.

Su modo de hablar y las atinadas advertencias a sus patrones lo elevaron al cargo de mayordomo cuando era aún muy joven, y aunque asalariado, se convirtió en persona de respeto.

Quizá el mayor aporte al futuro de sus vástagos fue ser patriarca de un hogar con libros. Amalia Antonaccio y Victoriano Sendic formaron una biblioteca e inculcaron a los hijos el hábito cotidiano de leer. Y como rito inexcusable, los progenitores y sus cinco hijos varones oían las vespertinas lecturas de la primogénita Alba. Eso contribuyó a generar en Raúl la capacidad de oír y recordar, que tanto le iba a valer en los quehaceres de su rebeldía.

Años después, cuando el Bebe comenzó a frecuentar la casa de Attilio Grezzi, algo comentó sobre las injusticias que él había visto en su campo natal y citó como ejemplo las relaciones explotadoras entre patrones y peonadas.

A Grezzi le asombró que aquel muchacho, sin formación previa sobre el tema, tuviera una visión tan certera del drama social generado por el latifundio en el campo uruguayo. Y su intuición de profesor lo indujo a prestarle algunos escritos de Artigas. Raúl los leyó y releyó, tomó notas, y quedó muy impresionado con el Reglamento Provisorio para el Fomento de la Campaña, del año 1815. Y pasó la noche sin pegar los ojos. Esa obra resultó el punto de partida de su humanitarismo agrarista.

Quizá ese insólito insomnio juvenil equivaliera a la vela de armas con que don Quijote se preparó para su ingreso a la caballería andante. El Bebe pensó entonces, por primera vez, en retomar la batalla de don José Gervasio contra el latifundio y el despojo que victimó a la indiada, a los negros libres, a los gauchos y a sus descendientes. Comenzaba a perfilarse el núcleo de lo que luego Raúl llamaría su Plan Grande.

Grezzi, decidido a seguir estimulando la pasión altruista que los libros de su biblioteca insuflaron en aquel adolescente, le prestó el Bolívar de Emil Ludwig, con la advertencia de centrarse en los hechos y desestimar las reflexiones del biógrafo europeo, que nunca habría entendido la verdadera grandeza del Libertador.

Tiempo después, cuando Sendic llevaba ya unos cinco años de residencia en Montevideo, Walter Beloqui se lo encontró por la plaza Cagancha y entraron al Sorocabana a tomar un café. En la misma esquina, Cazziani tenía un puesto de diarios. Sendic se puso a elogiar a aquel hombre de origen humilde, célebre compositor, con varios tangos cantados por Gardel y otras estrellas porteñas, que nunca pretendió ser más que un simple canillita. El Bebe lo admiraba por su humildad, pero execraba la funesta resignación social que difundían algunas de sus letras. Y para explicarle su criterio a Walter, le tarareó una cuarteta del tango “Farabute”:

 

¿No manyás, pobre franela

que a aquel que nació en un catre,

a vivir modestamente,

la vida lo condenó?

 

Al Bebe le repelía la creencia de algunas personas en un destino inmutable, que incluía la sumisión de muchos pobres a unos pocos ricos. Eso no era para ellos una calamidad social sino el mandato de un Hado inescrutable. Y uno debía resignarse. Por eso, tangos como “Farabute” contribuían a matar la sana combatividad de las masas contra un orden injusto. O generaban una rebeldía inductora de inmoralidades y violencia delictiva.

Esa lacra le había inspirado al joven Raúl dedicarle un juramento a Artigas.

––¿A Artigas? No jodas, Bebe —sonrió escéptico Walter––. ¿Y qué te dio por hacer una cosa…?

––Me inspiré en Bolívar, y vos, como profesor de Historia, debés saber que le hizo un juramento a su maestro Simón Rodríguez…

––Sí claro, en Roma, en el Monte Sacro, 1805 creo. ¿Y qué le juraste vos a Artigas?

––Seguirle los pasos, completar lo que los hijueputas de su tiempo no le dejaron hacer.

Y enseguida cambió de tema.

 

Cuando Grezzi se enteró por Walter de aquel juramento, recordó el Bolívar de Emil Ludwig que le había prestado a su aprendiz de artiguista y se infló de orgullo.

El último aporte de Attilio a la forja del gran Sendic que hoy conoce la historia ocurrió un año antes de su partida a Montevideo. Un día, el muchacho le reveló su propósito de cursar la carrera de médico, y al mismo tiempo, por el régimen de exámenes libres, pensaba estudiar Ciencias Económicas. Cuando se recibiera, rehusaría todo pago por su asistencia en asesorías y otros servicios. Con esa actitud esperaba ganarse el corazón y la confianza de los pobres, y así comenzaría su labor de esclarecerlos sobre los derechos que les garantizaban las leyes.

Al otro día, Grezzi volvió sobre el tema de las dos carreras y le preguntó si su familia estaba en condiciones de sostenerlo en Montevideo. El Bebe le explicó su plan de vivir en el garaje de su hermana Alba, ya casada. Allí se alojaba su hermano Alberto. Y un poquito de dinero que le aportaran los padres y su hermano Victoriano el Rubio sería suficiente para sus mínimos gastos de estudiante.

Grezzi lo llevó entonces a concretar en términos precisos a qué pensaba dedicar su vida. El Bebe intuía a grandes rasgos su futuro pero era desordenado en sus planes. Solía no definir bien las ideas prácticas sobre cómo proceder. Al final definió su aspiración a convertirse en un promotor de huelgas y luchas reivindicativas.

––¿Te dedicarías a fundar sindicatos rurales, por ejemplo?

––Sí, eso mismo —confirmó con ardor el muchacho.

Y al llegar a ese punto, el Chivo le argumentó que si ese era su objetivo, no debía estudiar Medicina ni Ciencias Económicas. Mucho más le convendría formarse en Derecho, una profesión que muchos abogados ensuciaban, pero imprescindible para crear sindicatos. E hizo especial hincapié en aconsejarle no dejarse mantener por la familia. Ganarse la vida le daría más seguridad en sí mismo, tendría recursos para no recluirse en el medio estudiantil, y alternar en otros ambientes lo adentraría en un rápido conocimiento práctico sobre el mundo en que debía luchar por sus ideales.

Durante varios días abordaron el asunto desde diferentes ángulos. Raúl aceptó por fin aquel criterio, y de inmediato buscó al Dr. Felipe Ibiñete, un viejo abogado blanco, católico y un poco chiflado, que asesoraba al semanario Rebeldía y a la Asociación de Estudiantes Trinitarios sin cobrarles un centésimo. Sendic lo respetaba por no tener pelos en la lengua y cantarle cuatro frescas a cualquiera. Era un hombre muy valiente y de sólidos principios. Al consultarlo le hizo el cuento de que pensaba escribir una novelita sobre la vida de un abogado de éxito, y le pidió que le diera algunas claves.

El hombre, muy directo, le respondió sin ambages:

––Para el éxito, m’hijo, el abecé de la profesión es aprenderse muy bien las leyes. Y después hace falta algo que yo nunca tuve: ser una persona pragmática y saberse un montón de trucos.

Así se evitaba que los jueces, tribunales y las distintas instancias del Poder Judicial entorpecieran los objetivos de una acción.

––Todos los abogados que triunfan, muchacho, son muy matreros en la interpretación de las leyes.

Desde ese mismo día hasta principios del 45, en que viajaría a Montevideo para iniciar los Preparatorios de Derecho, Raúl leyó, junto con su biblia artiguista, cuanto código le cayó entre manos: civil, procesal, penal. Le urgía familiarizarse con un vocabulario que devendría su pan nuestro en cuanto hallase el empleo ideal. Y según Grezzi, lo mejor para él sería trabajar en un despacho de abogados.

Raúl aceptó la sugerencia. Por instinto ya había comenzado a prepararse en Trinidad. Y cuando estaba seguro de algo y veía un camino para lograrlo, iniciaba gestiones inmediatas. Así logró que el Dr. Ibiñete le prometiera interceder ante colegas que quizá le facilitaran el acceso al medio judicial.

Attilio añadió un comentario definitivo:

––Si das con un puesto entre leguleyos profesionales, esas horas dedicadas a sostenerte ya no serán tiempo perdido: van a servirte de escuela para tu futura asesoría y creación de sindicatos rurales.