1. Nada le fue ajeno («pese a todo y a todos»)
Vivando la Patria, la Libertad, la República y la Democracia, terminaba la proclama en una concentración cívica convocada por los partidos políticos tradicionales y la Unión Cívica el pasado domingo 27 de noviembre.
Palabras hermosas en boca de demócratas y en nombre de nuestros auténticos partidos políticos.
Palabras huecas, usurpadas, traicioneras, en boca de un marxista [...] conscientemente encargado de la misión de leer la proclama en nombre de los convocantes: nuestros gloriosos partidos tradicionales.
Los patricios laureles de Rivera y Oribe, el poncho de Saravia y el sobretodo de Batlle, con todas sus sacrosantas evocaciones, han sido revolcados en el más nauseabundo de los barros.
La imagen del presidente Gregorio Álvarez, rodeado de los comandantes en jefe, aparecía brutal y atemorizante en el Montevideo de 1983, cuando daba esa dura respuesta a la más grande concentración política de la historia uruguaya, el acto que se realizó al pie del Obelisco a los Constituyentes de 1830, reclamando libertad y democracia.
El multitudinario acto había permitido, por primera vez desde el golpe de Estado de 1973, que comparecieran públicamente, juntos además, dirigentes proscriptos de la izquierda y de los partidos tradicionales, incluso algunos de la derecha que hasta poco antes habían respaldado al régimen. Y había constituido la última estocada de la oposición en un año terrible para la dictadura, en el que la movilización popular y el accionar de los partidos, sumados a la crisis económica, habían dejado a las Fuerzas Armadas políticamente aisladas. Fue, en palabras del general Fernán Amado,1 citando a un amigo suyo, «el Ejército derrotado por las cacerolas», en alusión a las protestas de la población que, golpeando utensilios de cocina, fueron creciendo de manera impactante durante el año. «El tema de las cacerolas fue una cuestión psicológica brutal», resume Amado en una entrevista para este libro, reflejando el sentimiento de los militares por aquellos días. Otros miembros de las Fuerzas Armadas y civiles del régimen, consultados sobre ese punto, coincidieron con la apreciación.
Las Fuerzas Armadas, de todos modos, conservaban intacto todo su poder militar, una diferencia muy grande con lo que había ocurrido en Argentina, donde la derrota en la guerra de las islas Malvinas había generado un rápido descalabro de la imagen y el poderío de los uniformados y precipitado el retorno a la democracia.
Muy lejos quedaron aquellos dichos del teniente general Gregorio Álvarez sobre el acto del Obelisco, desde el poder absoluto, de la imagen que trasmitiría casi un cuarto de siglo más tarde —24 años—, cuando preso y procesado por graves violaciones a los derechos humanos renunciaba a un abogado particular y reclamaba con ironía un defensor público y en lo posible comunista. Y era obligado a convivir en una prisión especial con algunos de sus antiguos enemigos del Ejército, fuerza en la que supo cosechar tanto respaldos como odios.
Un tiempo más tarde, el 21 de octubre de 2009, Gregorio Conrado Álvarez Armellino fue condenado «como autor responsable de treinta y siete delitos de Homicidio muy especialmente agravados, en reiteración real, a la pena de veinticinco (25) años de penitenciaría».
En el mismo fallo, el juez Luis Charles condenó también al marino Juan Carlos Larcebeau «como autor responsable de veintinueve delitos de Homicidio muy especialmente agravados, en reiteración real, a la pena de veinte (20) años de penitenciaría».
Las condenas, como se detalla más adelante, se produjeron como consecuencia de la desaparición de uruguayos trasladados clandestinamente desde Argentina. Esos movimientos formaban parte del intercambio militar que incluyó el traslado de argentinos desde Uruguay al país vecino. Los traslados fueron hechos por aire, mar y, según algunos testimonios, probablemente también por vía terrestre.
Inicialmente, a Álvarez se lo acusó de desaparición forzada, pero la Justicia cambió la tipificación del delito. Charles ubicó estos hechos en el marco del Plan Cóndor.
Al comienzo de su encierro, Álvarez permaneció bastante aislado de sus camaradas dentro de la cárcel, pero con el correr de los meses no tuvo otra alternativa que «aprender a convivir», en palabras de gente que lo visitó en prisión. De todas maneras, buena parte del tiempo la ha pasado solo, con escasa comunicación con los otros oficiales.
Otras situaciones no han sido demasiado diferentes, en particular la del ex jefe de la Inteligencia del Ejército, el coronel retirado Gilberto Vázquez.2
Sin embargo, Álvarez nunca dejó de recibir visitas de varios estrechos allegados, civiles y militares, en su carrera en el Ejército y a lo largo de la dictadura.
Oficial de caballería que llegó a los máximos cargos del Ejército, integrante de una familia de militares y más conocido como el Goyo, Álvarez fue siempre un oficial de carácter duro y hosco. Era difícil, si no imposible, hacerlo cambiar de idea, cuando estaba convencido de algo. En el Ejército y en otros entornos, como el familiar, todos sabían que, cuando se proponía algo, lo perseguía con todas sus energías.
Una anécdota pinta su carácter: apenas ascendido a mayor, aunque restaban formalidades para oficializar su nuevo rango, tomó un caballo, fue hasta un cuartel cercano del que se encontraba e hizo arrestar a un enemigo interno del Ejército que era capitán, el mismo grado que en los hechos todavía ostentaba, por no haberlo saludado como debía con un superior. Desde entonces pasaron mucho tiempo y muchas cosas, y fueron muchos los que supieron de su rigor, dentro y fuera de filas. Algunos oficiales aseguran incluso que intentó manejar el país como un cuartel.
Y como una parábola asombrosa del destino, el predio de aquella dependencia militar en donde hizo gala de su reciente ascenso, el 6.° de Caballería, albergaría décadas después la cárcel especial a la que fue llevado con otros oficiales y policías acusados de violar los derechos humanos.
La polémica siempre siguió al Goyo: «Álvarez fue, es y será por el resto de su vida un hombre de discordias, que es la personalidad que yo conocí cuando era cadete. Fíjese que teníamos 14 años y él ya era así», dijo el general Alberto Ballestrino a Diego Achard, al explicar por qué aquél no había sido aceptado en las reuniones que celebraban los altos oficiales retirados que se reunían en el Centro Militar luego de la dictadura.
Pero, más aún, Ballestrino ubicó a Álvarez como un factor que dividía al Ejército en dos. «Allí era con Álvarez o contra Álvarez. Esa es la verdad», señaló.3
Ballestrino era un general de la línea más dura, miembro de los Tenientes de Artigas. Fue jefe de Policía de Montevideo, director de la Escuela de Armas y Servicios y de la Escuela Militar. Se lo recuerda por sus discursos ultraderechistas y sus severos métodos de educación castrense.
Aquel 1 de diciembre de 1983, cuando Álvarez habló en reacción al acto del Obelisco, los uruguayos le respondieron con cacerolas y bocinazos, en una demostración de que el ánimo de la gente había cambiado.
Tres años antes, en noviembre de 1980, cuando el régimen perdió un histórico plebiscito en el que proponía una reforma constitucional que asegurara un papel tutelar a las Fuerzas Armadas, no hubo festejos en las calles. Un silencio impresionante siguió a la divulgación de los resultados. Era el silencio de los ganadores, de la prudencia, la incertidumbre y el temor. Porque el poder seguía perteneciendo enteramente a las Fuerzas Armadas. Los militares, sin embargo, acusaron el duro golpe recibido y supieron que nada sería igual para ellos en el futuro.
Gregorio Álvarez fue uno de los generales más jóvenes de la historia del Uruguay, ya que ascendió a ese grado con sólo 45 años, y fue también el militar más poderoso durante las décadas del setenta y ochenta, y seguramente uno de los que ejercieron mayor influencia en la vida del país. Disponía de tal dominio que, por ejemplo, Juan María Bodaberry —siendo ya dictador— quiso destituirlo, pero no pudo. El presidente pidió personalmente al entonces comandante en jefe del Ejército, Julio Vadora, que instrumentara esa destitución, pero éste no se atrevió a dar el paso, a pesar de que era de una línea interna diferente a la de Álvarez —de hecho era uno de los principales referentes de los Tenientes de Artigas—.4 «No me pida eso, no puedo», le respondió Vadora a Bordaberry.
El presidente de facto reclamó la destitución, luego de que Álvarez, acompañado de un grupo de ayudantes, irrumpió en la sede de la Cancillería, ingresó al despacho del subsecretario Michelín Salomón y le lanzó un fustazo al rostro, que el jerarca apenas pudo detener con una mano. Era la reacción a una versión de la que el viceministro de Relaciones Exteriores se había hecho eco, comentándola en una reunión social, y que refería a la vida personal del general.
El fracaso en el relevo de Álvarez marcó definitivamente los límites del poder e indicó a Bordaberry hasta dónde podía llegar. No fue en realidad su primer frustrado intento de relevar generales: en 1974, cuando se produjo una profunda crisis militar que terminó con la caída del general Hugo Chiappe Posse como comandante del Ejército, Bordaberry ordenó la destitución de los hermanos Eduardo y Rodolfo Zubía, ambos comandantes de división. Pero los oficiales que llevaban las notificaciones fueron absolutamente ignorados por los generales, que continuaron tranquilamente en sus cargos.
Lo cierto es que después de un desempeño sin mayor destaque como coronel, con un largo tiempo en la bolsa,5 el Goyo saltó en 1971 a una carrera avasallante. Ejerció los principales cargos: desde el 9 de setiembre de ese año dirigió el poderoso Estado Mayor Conjunto (ESMACO), fue jefe de división, comandante en jefe del Ejército y presidente de facto en el último período de la dictadura, desde 1981, después de haber pasado a retiro en 1979 y luego de una intensa pugna interna en las Fuerzas Armadas. Su carrera, sin embargo, no fue lineal y supo de importantes altibajos con relación al manejo del poder.
No hubo hecho relevante en los años previos al golpe de Estado, durante la dictadura e incluso en momentos posteriores, en los que no haya estado detrás el general Álvarez: desde la creación del ESMACO hasta el levantamiento de febrero y la consiguiente creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), desde las detenciones de Jorge Batlle, Liber Seregni y Wilson Ferreira Aldunate hasta el propio golpe de Estado, desde el combate al Movimiento de Liberación Nacional (MLN) hasta el diálogo clandestino con sus líderes, desde el plan político para establecer una democracia limitada hasta los vaivenes de la transición. Fue inclusive protagonista de dos capítulos cruciales, muy diferentes y a menudo relegados por aspectos netamente políticos.
El primero fue una sorda disputa con Bordaberry por la conducción económica del régimen, de la cual salió derrotado, según veremos en este trabajo. En el tramo de la dictadura que fue presidido por Bordaberry, hubo en definitiva un cierto reparto de poder: los militares fueron quedando con la conducción política, y los civiles con la conducción económica, si bien poco a poco el Goyo también fue dejando las ideas estatistas que primaban entre no pocos militares y optó por respaldar los lineamientos liberales de Bordaberry.
El apoyo acérrimo a uno de sus ministros de Economía, Valentín Arismendi, terminaría costándole muy caro, por las consecuencias económicas y políticas que tuvo para su gobierno y para la propia interna militar.
El segundo aspecto, poco recordado con relación a Álvarez, fue su papel en la Presidencia durante la guerra de las Malvinas de 1982, conflicto entre Argentina y Gran Bretaña en el que Montevideo adquirió un valor estratégico relevante.
También fue Álvarez quien habilitó en 1984 el funcionamiento de la Universidad Católica, la primera de carácter privado en Uruguay. El hecho generó un importante debate público en aquel entonces y una nueva polémica con la propia Universidad y con monseñor Luis del Castillo once años después, porque la Universidad festejó sus primeros diez años en 1995 y no en 1994. Era un modo de despegarse de la dictadura y de Álvarez, un católico no practicante, quien quedó extremadamente molesto. En medio de la controversia, como prueba de su papel decisivo en el nacimiento de la Universidad Católica, Álvarez exhibía una carta en la que el papa Juan Pablo II le agradecía sus gestiones. Él habilitó la universidad el 22 de agosto de 1984, pero la institución festeja su aniversario el 5 de marzo, fecha de su inauguración en 1985. Antes de la habilitación, Álvarez mantuvo contactos con Roma con la intermediación de dos obispos, porque quería asegurarse de que no iba a ser un centro «comunista».
Álvarez tuvo la capacidad de acumular poder. Pero en su camino fue ganando enemigos dentro y fuera de las Fuerzas Armadas, hasta tal punto que un grupo de oficiales preparó un atentado contra su vida con apoyo argentino, que fue descubierto justo a tiempo, según confirmaron varias fuentes, como veremos más adelante.
Álvarez supo ubicarse siempre en lugares fundamentales en el plano político-militar. En 1973, en su condición de jefe del ESMACO, se convirtió también en el primer secretario permanente del recién creado COSENA. Al año siguiente, siendo ya comandante de la División de Ejército IV con sede en Minas, se desempeñó al mismo tiempo como presidente de la Comisión de Asuntos Políticos de las Fuerzas Armadas (COMASPO), un organismo que sería fundamental en la implementación de los planes políticos de la dictadura y en los diálogos formales e informales que encararía con dirigentes partidarios.
Algunos de quienes estuvieron cerca lo definen con una frase: «tenía vocación de monumento». Quería pasar a la posteridad.
Sus ambiciones políticas y presidenciales habían surgido mucho antes de la dictadura. Casi tres décadas antes del golpe de Estado, cuando sólo era mayor del Ejército, una tarde de 1955 sorprendió a un compañero de cabalgata, después de haber compartido un asado en la costa de Canelones. «Si la vida me diera la oportunidad de ser presidente...», dijo mientras observaba a los obreros de una empresa lanera movilizados y manifestándose a las puertas de la fábrica. «El Uruguay es un pañuelito», añadió moviendo las manos como si sacudiera un trozo de tela. «Y los problemas son pequeños, bastaría con un lavado para arreglar las cosas», añadió.
Gregorio Conrado Álvarez Armellino nació en el barrio La Unión de Montevideo el 26 de noviembre de 1925. Su padre era el general Gregorio Álvarez Lezama, y su madre, Blanca Armellino. Cursó estudios primarios en la escuela pública Felipe Sanguinetti y los secundarios en el liceo número 5 José Pedro Varela.
En 1940 ingresó a la Escuela Militar, de la que egresó cinco años después como alférez de caballería. Entre 1946 y 1959 prestó servicios en los regimientos de caballería 7, 5 y 9, en la Escuela Militar y en el Instituto Militar de Estudios Superiores (IMES).
En 1960 fue jefe de curso del arma de caballería en la Escuela de Armas y Servicios, dos años más tarde fue jefe de la Guardia Republicana y entre 1968 y 1969, además de cumplir tareas militares, formó parte de la comisión honoraria del Movimiento para la Erradicación de la Vivienda Insalubre Rural (MEVIR).
Álvarez estuvo varios años prestando servicios en el 7.o de Caballería, en Santa Clara del Olimar, en el límite entre Treinta y Tres y Cerro Largo. Ese extenso período lo marcó profundamente. Allí conoció a su primera esposa, hija de un importante hacendado de la zona. Y allí alcanzó ya cierta popularidad y liderazgo entre la oficialidad, la tropa e incluso la población de la pequeña localidad. La reducida vida social del lugar lo tenía como protagonista: las reuniones y bailes en el club local, los desfiles de carnaval —escenario para algunos desmanes que en algún caso casi terminan a punta de pistola—, pasando por las riñas de gallos, en las que no faltaban las apuestas.
Entre sus actividades de formación en el exterior, en 1961 realizó un curso de información en Argentina, adonde concurrió el mismo año en misión oficial para tomar otro curso, en este caso de estrategia.
Argentina vivía en aquellos años un paréntesis entre los golpes militares que sacudieron a ese país habitualmente, aunque los cuarteles nunca dejaban de hervir y las Fuerzas Armadas pesaban como factor político relevante.6
En una oportunidad, el coronel Ramón Trabal escribió desde Buenos Aires a su colega y futuro general Guillermo Ramírez,7describiéndole asombrado que el curso de Estado Mayor que estaba realizando en la Escuela de Guerra se había suspendido para que los oficiales se prepararan ante la inminencia de uno de los tantos derrocamientos de presidentes que se sucedían en el vecino país. En su carta, Trabal expresaba el rechazo que le provocaba, acorde con la tradición uruguaya, aquel episodio. Con el tiempo las cosas cambiarían también para Trabal y para Uruguay.
En cualquier caso, aquellos contactos con militares argentinos no constituyeron para Álvarez y otros oficiales uruguayos un medio de afirmación democrática.
En 1972 —un año clave en el Uruguay— el Goyo viajó en misión oficial invitado por Corea del Sur y China Nacionalista (Taiwán), dos bastiones del anticomunismo en la Guerra Fría. Y cuando promediaba la dictadura y se preparaba para llegar a comandante en jefe, en 1976 y 1977, estuvo en el Chile de Augusto Pinochet, país al que volvería siendo presidente, por invitación personal del dictador chileno. En 1982, Pinochet le otorgó la Condecoración de la Orden al Mérito de Chile, en su grado máximo, Collar.
Con el tiempo, Álvarez se transformó en un oficial con aspiraciones políticas poco frecuentes en las Fuerzas Armadas, aunque su vida estuvo marcada por la carrera militar: su padre y todos sus hermanos varones, Tabaré (el mayor), Luciano y Artigas, ingresaron al Ejército, igual que todos sus sobrinos. Una familia de generales y coroneles, distribuidos básicamente entre las armas de caballería —a la que pertenecía el Goyo— y artillería. También tuvo cuatro hermanas.
Como se señaló, Álvarez era un militar duro y hosco: así lo recuerdan incluso algunos de quienes lo conocieron en sus primeros tiempos en el Ejército. Pero no todo era severidad en su vida: siendo soltero y después de su primer divorcio, solía concurrir a bailes y centros nocturnos en busca de diversión, muchas veces junto con otros militares. Más adelante, ya en el apogeo de su carrera, asistía a fiestas en casas privadas, entre otros, con el dos veces ministro de Economía Alejandro Végh Villegas, según el relato de éste. En su presidencia, también participaba de largas jornadas nocturnas de cartas y charlas con una rueda de amigos y colaboradores.
Su cumpleaños número 57 le entregó un amargo regalo que lo marcaría para el futuro: el quiebre de la tablita, el régimen que sostenía el valor de la moneda nacional frente al dólar, que desencadenó catastróficos resultados económicos para el país y graves consecuencias políticas para Álvarez.
En las elecciones de 1971, Gregorio Álvarez votó a Wilson Ferreira Aldunate mientras Artigas Álvarez sufragó por el general Aguerrondo, que representaba el ala derecha del Partido Nacional. Sin embargo, los Álvarez provenían de una familia con raíces coloradas, aunque antibatllistas. El padre, Gregorio Álvarez Lezama, había sido muy cercano a Gabriel Terra, presidente civil que dio un golpe de Estado en 1933. Era un militar que llegó a general desde soldado, después de haber sido incorporado por la leva, a los 17 años, en las fuerzas gubernistas durante el levantamiento de Aparicio Saravia, según fuentes familiares. El abuelo de Álvarez había sido peón de campo.
La desconfianza del Goyo por el batllismo, reflejada a lo largo de años en su persistente rechazo a figuras como Jorge Batlle y Julio Sanguinetti y los enfrentamientos que sostuvo con ellos, tenía entonces una raíz profunda. Luis Batlle, el padre de Jorge, había sido uno de los principales enemigos de Terra, a tal punto que debió exiliarse en Buenos Aires.
Jorge Batlle y Sanguinetti —en particular este último— fueron enemigos de Álvarez antes, durante y luego del golpe de Estado, en particular en el proceso de retorno a la democracia.
Ferreira Aldunate, en tanto, pasó de ser el candidato votado en los últimos comicios antes del golpe, a una verdadera obsesión para el dictador. Lo demostraron muchos de los gestos, discursos y decisiones de Álvarez, así como muchas actitudes y movimientos a distancia que realizaba el caudillo blanco buscaban neutralizar a este enemigo. Se suscitó de ese modo un muy particular duelo, que tuvo episodios polémicos.