Julio de 1853
En una suntuosa casa ubicada sobre la calle Rincón, puerta por medio de la recientemente ocupada por don Mateo García de Zúñiga, tras los enormes ventanales acristalados, una pequeña que no sobrepasaba los diez años observaba el espectáculo con ojos ávidos.
Grupos de jovencitas casaderas se dirigen al Te Deum, paseando por las calles empedradas que llevan a la plaza Constitución. Adornan sus vestidos con cintas celestes o coloradas, y bajo las tupidas polleras llevan corsés más distendidos que los que usan las europeas, sin ballenas. Las cabezas van descubiertas y los cabellos lucen extrañamente sueltos, apenas enrulados o partidos al medio en un estilo Madonna renacentista y con flores entrelazadas al natural.
La pequeña Maggie Coll Fisher ya se sorprendía entonces por la algarabía y la desenvoltura de las jóvenes de este, para ella exótico país.
Embarcados desde su Liverpool natal unos meses atrás, Maggie y sus padres habían hecho escala en el puerto de Buenos Aires en donde los encontró los preparativos para la batalla de Caseros. Juan Manuel Rosas y Justo José de Urquiza se aprestaban a medirse en el último mojón del conflicto. Rosas se atrincheraba en la capital porteña y Urquiza planeaba estrategias desde su estancia de San José. Entre ambos caudillos, iba y venía un contingente de hombres leales, traidores o fanáticos, atravesando un país en ruinas.
Cuando su familia llegó a Montevideo, la atmósfera reinante era muy distinta a la porteña. Coll Fisher venía con su esposa y con Maggie, su pequeña hija de diez años. Traía, además, consigo un pequeño capital. A este lado del río de la Plata, un primo le acababa de abrir las puertas a un hermoso y promisorio país.
Aquella mañana, mientras Maggie, casi olvidada por los adultos, atisbaba tras los largos visillos de la ventana la plaza, entre altos anaqueles repletos de libros y gruesas carpetas puntillosamente rotuladas, culminaba una extensa reunión de negocios. Samuel Fisher Lafone departía con su primo, Philip Coll Fisher, quien estaba ansioso por integrarse al imperio financiero que Lafone había levantado en Uruguay.
—Tenemos el primer negocio del ramo y es ahora cuando debemos expandirnos —decía Lafone entusiasmado. No hacía demasiado tiempo, él y su hermano habían puesto en marcha en el departamento de Maldonado, la primera explotación de lobos marinos del país, y ahora pensaban ampliarla con un nuevo aporte de dinero fresco, dándole participación a Coll Fisher.
En efecto, en 1843, los hermanos Fisher Lafone habían adquirido la península de Punta del Este al gobierno de Joaquín Suárez. En aquella ocasión se comprometieron a destinar ciento veinte manzanas a la planificación de un pueblo que allí se construiría.
En la reunión a la que asistía Coll Fisher, don Lorenzo Medina, el administrador de parte de los negocios de Lafone, acotaba:
—Es muy bueno anexar otros rubros al saladero.
En un extremo del grupo de hombres, Coll Fisher saboreaba el licor de una copa que reposaba en su mano, mientras intentaba imaginar cómo haría para igualar el ritmo de su primo en su intensa aventura económica.
Samuel Lafone, protestante, masón y encargado de la sociedad bíblica de Edimburgo, había llegado muchos años antes, como lo acababa de hacer ahora el propio Philip. También había hecho escala en Buenos Aires desde donde se trasladó poco después a la infinitamente más familiar Montevideo. Siendo un hugonote nacido, como su primo, en Liverpool, había invertido parte de su legado en la República Argentina. Pero, enfrentado con Rosas y acosado por el clero debido a su matrimonio con la católica María Quevedo, debió abandonar intempestivamente la vecina orilla, para invertir el dinero que le quedaba en estas tierras. Afincado en Montevideo, el exitoso empresario mantuvo siempre serias desavenencias también con el clero uruguayo.
Ocho años antes, el enfrentamiento llegó a su punto más alto con la colocación de la piedra fundamental del templo de la Santísima Trinidad o templo Inglés, refugio para la comunidad anglicana y primer templo protestante en la América hispana.
En medio de la reunión, Joaquín Requena revisaba un enorme bibliorato negro en tanto lo escuchaban atentamente don Florentino Castellanos, miembro activo de la logia Asilo de la Virtud y Gran Maestre de la Orden; don Gabriel Pérez, fundador de la entonces adormecida logia Asilo de la Virtud y grado 33 de la masonería, y don Francisco Vidiella, integrante de la logia Decretos de la Providencia.
—La parte legal está bajo mi control —fueron las palabras de Requena, abogado cuya carrera iba en franco ascenso.
Una exclamación infantil distrajo la atención del grupo hacia la ventana, mientras la luz que penetraba por los cristales daba brillos difusos a los claros bucles de la pequeña Maggie. Un creciente murmullo se colaba por las hendiduras, distanciándose cada vez más de la algarabía inicial.
De pronto el alboroto se convirtió en alarido. El general Melchor Pacheco irrumpía a caballo en plena plaza, mientras las madres alejaban rápidamente a sus pequeños de los agresivos cascos de las cabalgaduras y las jovencitas quedaban aterradas.
—¡Fuera el presidente Giró! —era el grito de los soldados que, enfurecidos, secundaban al general Melchor Pacheco y amenazaban arrasar con todo a su paso para demostrar su encono contra el mandatario.
El presidente Juan Francisco Giró había sido constituyente y ministro de Estado, así como activo fundador de la logia Caballeros Orientales, pero ahora su cargo pendía de un hilo.
Una polvareda densa se levantó súbitamente, ahogando los sonidos y entorpeciendo las miradas de los desprevenidos ciudadanos que, unos minutos antes se abandonaban al solaz de la mañana o caminaban rumbo a la iglesia Matriz. Un tumulto de voces se arremolinó junto al ventanal por donde miraba Maggie. Corridas, disparos y el martillar de las herraduras de la caballada inundaron la plaza.
Cuando la niña fue subida al break cubierto de su padre, unas horas más tarde, el reguero de sangre y muerte había tapizado la habitualmente luminosa plaza Constitución, transformando totalmente su aspecto.