Julio de 1853
La perdiz canta en el monte
y el jilguero en la cañada.
¡Viva la cinta colorada
y muera la celeste!
En aquella mañana luminosa las coplas resonaban por las calles de Montevideo.
La población había comenzado a identificarse con diferentes caudillos. Sobresalían las figuras de los dos primeros presidentes que tuvo el país, en torno a quienes empezaban a aglutinarse los ciudadanos, formando dos columnas que serían la base de las corrientes políticas que oficiarían como pilares de la vida institucional: los blancos, alrededor de Manuel Oribe, y los colorados, siguiendo a Fructuoso Rivera.
Oribe contaría con las simpatías del federalismo porteño y del Gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, mientras que Rivera tendría el apoyo de los unitarios porteños.
En 1839, Rivera derrocó al presidente Oribe, quien se marchó a Buenos Aires, donde fue recibido por el Restaurador con honores de jefe de Estado. Esto, sumado a la instigación de los aliados, Francia e Inglaterra, culminó con la declaratoria de guerra al gobierno porteño por parte de Rivera.
De ese modo se iniciaba la Guerra Grande, que duraría hasta 1851 y marcaría a fuego el desarrollo del Estado oriental.
Durante ese período bélico, se establecieron dos gobiernos paralelos: el colorado en Montevideo, conocido como el “gobierno de la defensa”, que tuvo por puerto el de Montevideo; y el “gobierno del Cerrito de la Victoria”, que usó el puerto del Buceo, un pequeño atracadero del saladero de Seco que fue considerado apto para el comercio por Oribe, y en donde también se puso en funcionamiento una aduana.
El largo conflicto hizo nacer tres nuevos núcleos poblados: el Buceo, donde se instaló el puerto y la aduana de Oribe; el Cerrito de la Victoria, población surgida en los alrededores de su cuartel general y que originariamente no fuera más que un montón de ranchos; y la más pujante Villa de la Restauración, que tuvo su origen en el desborde del Cerrito de la Victoria, lo que motivó un decreto de Oribe, creando este nuevo pueblo. Allí se establecería una comisaría, un juzgado, una oficina de correo, un colegio y una iglesia. Luego, este conjunto poblado se convertiría en la barriada de La Unión.
El clima que impregnaba cada rincón de la patria conducía a un modelo definitivamente nacional y bien diverso del que había sido labrado con la vieja impronta colonial.
El 8 de Octubre de 1851 quedó sellada la paz entre los dos bandos orientales, bajo el lema “Ni vencidos ni vencedores”. Pero las heridas no cerrarían fácilmente, y los grupos de partidarios blancos y colorados se fueron convirtiendo en dos formas diferentes de entender el país, que en algunos aspectos eran antagónicas. Ambas tendencias quedaron marcadas visualmente por el empleo de divisas blancas o coloradas, que sirvieron para diferenciar a los dos partidos durante la batalla de Carpintería, en 1836.
La joven República tenía 132.000 habitantes. La guerra devastadora había diezmado el aparato productivo nacional dejando un Estado doblegado por cuantiosas deudas, no solo con particulares sino también con países extranjeros, lo que hacía aun más acuciante la situación. Bienes públicos, como el edificio del Cabildo de Montevideo y la plaza Matriz estaban hipotecados a favor de comerciantes que facilitaron importantes sumas de dinero al gobierno.
Los dirigentes políticos instaban a olvidar diferencias y a fusionarse, dejando de lado bandos y oposiciones. Sin embargo, en las calles, la población daba rienda suelta a sus apetitos y preferencias, entonando coplas según fueran sus inclinaciones caudillistas. Incluso los niños más pequeños repetían, sentados en las veredas:
Que quisiera ver a un blanco,
en la punta e’mi facón.
En la ciudad se fomentaba el culto a los caudillos: Fructuoso Rivera, Manuel Oribe, Leandro Gómez, Melchor Pacheco, y tantos otros. Las familias tomaban partido por alguno de ellos, aun peleando a viva voz con sus vecinos de puerta.
Las muchachas casaderas paseaban por la plaza Constitución, a la que llamaban plaza Matriz, adornando sus vestidos con cintas celestes o coloradas. Los caballeros, por su parte, ostentaban en sus relojes la esfinge del caudillo a quien seguían y admiraban.
Muchos negocios extranjeros iban floreciendo en una Montevideo cosmopolita: modistas, tapiceros y peluqueros franceses deleitaban con sus vidrieras exclusivas. Los ingleses poseían comercios y almacenes. Los alemanes e italianos se destacaban en las tareas manuales. Los españoles picaban sin descanso las canteras de piedra, en tanto que los italianos cultivaban la tierra hasta el agotamiento.
Decenas de ingleses, franceses y alemanes vaciaban sus cuentas en Europa para venir a estos lares a iniciar una nueva vida, fundando verdaderos imperios económicos; para ello, no podían estar exentos de la cuota de coraje necesario que, afortunadamente, la misma naturaleza humana parecía conferirles para emprender la aventura americana.