I. ACOPIADOR AVIADO, PERDIDO

Las partes son algo más que partes. Dejan de ser partes cuando la última ilusión de cosagrande redonda está pinchada. Desde adentro del repollo se ve la misma luz en todas partes, pero. No hay partes. No hay muchos uno ni muchos muchos ni uno uno. Ni muchos ni tampoco uno solo. No. Ninguna soledad mayor ni menor. Ni más ni menos que la soledad de una oreja arrepollada o de la maquinita de afeitar de mutilar. Entonces. La convención se sostiene, la convención que se sostiene. La convención.

L

Sencillamente, hoy se trata de ver y sentir si y pensar si. Si se puede o no dominar el temblor de manos, aunque aquí se trata como siempre —con la arbitrariedad ecuánime de la escritura— de la muerte y la masturbación. Oh sueño. Si la letra no se desencuadra de la línea se habrá recobrado un vestigio de salud, o un vagido. Pero he aquí un blanco que crispa los dientes, un verdadero cierne del otrora. El acento es grave porque se habla desde la madeja mesma: ocluidamente se detiene, con el armado de la línea, el célebre, poco menos que ritual temblor de manos. Hemos recuperado la salud —decían. Y el terror está en la aérea ochava: circundante.

Este párrafo, su necesidad, el brillo de oro de su manto.

Ocluido, envuelto por su manto. Cuanto sea dicho en su ademán y en su especie de canto / recuperará su sombra célebre, hosca demora en el bosque y en el bosque de ruinas, en el claro donde la huella del pie se advierte. Ésa es la sombra y el espesor. La cara se violenta en sangre. Entre el remedo y el remiendo, entre dáctiles, los pasos huella fructifican a distancia. Oh reales. Criaturas fajadas y luego apuñaladas, degolladas en medio del tin tin, marcadas con una inicial detrás de la oreja, amortajadas con su propia sustancia excrementicia, momias del hablar. Yo soy aquel que ayer nomás decía, Macbeth: Lo han despertado nuestros golpes.

“Ya no daba más, ya no. Podía soportarlo”. Los armados cuerpos de los amores se habían disuelto en un barro de oro. O sí todo, o de otra manera circundante, anónimo en terror, se habían disuelto y desclavado en un barro aurífero, órico.

El ex Galewski vestía un traje de franela la última vez que lo vi. Yo disimulaba una faja de oro, ortopédica, bajo la rastra inverosímil. Caminé. Entré en el falso adrede, en el castillejo de la reconstrucción.

Ele: Oh sombras débiles.

PORCHIA ESTABA LOCO

Vamos a escribir unas cuantas frases para no entender, siguiendo el hilo, desde el supuesto de entender. Que toda demora se contabilice: ganar el tiempo.

Pero la cuestión no es perturbar, ni era, por perturbar mismo. La cuestión es perturbar para la paz. Raje a la sangre: una gran oda a la paz, un gorjeante canto a la paz, pasarla así, un jirón multicolor flameado (goteante) para la paz.

Hoy —por ayer— estoy inspirado.

Hoy por hoy estoy deprimido. Me levanto de un frasco para echarme en otro. O todo, en fin, pasó, o va a pasar justo ahora. Preocupado por el problema de la paz Ramón vino a casa esta mañana. Yo no estaba. Ascendió su voz por el portero eléctrico en crujido lamentable. Me arrepollé en el baño entre tantos repollos, le dije que no al espejo. Y sé, sé que estás ahí, gritabaullida tu voz —Ramón— un Porchia de la peor especie. Temblando. Hay que escribir sencillito, despacio. El horno está. La cuchilla. El tin tin para todo gaucho. Anoche tuvimos un lindo: bajo el alero de paja, temblando, aluminados por las lámparas de kerosán. Con los últimos tintineantes compré un porrón de caña, para emborracharme con mi mujer Garba. Garba no estaba, ni siquiera arrepollada en el espejo. Me emborraché, entonces solo, si es que alguna vez yo digo y estoy: entonces y solo. Yo no digo, eso se dice. Así. Es una canción sentimental, deportiva: Porchia va, atájalo. Porchia viene, atájolo. Atájala a La Porchia. Atájolo a Lo Porchia. Va. Viene. Y va. Viene. Porchia a Lo Porchia hasta La Porchia.

Así. ¡Sueño de juventud que muere en tu adiós! y No ha nacido aún y etcétera. ¿Quién puede evitar que se contesten? Y hasta que se arrullen, y hasta. Que. Se tullan mutuamente. En un relámpago violento cuando el campo se acamala y la paz falla. Falla, y como falla: —Vete en paz.

Pepe va a la fábrica. Pepe entiende de modas. Pepe come. Éste es Pepe. Enfréntalo. Éste soy yo. ¿Ah, sí? De un galope tremebundo, obligando a tremolar espejos, se vinieron encima los trotskistas. Hacían pensar en te quiero ver.

Ramón va a la fábrica. Ramón entiende de modas. Ramón come. Éste es Ramón. A ver, enfréntalo. Bueno: —Éste es Pepe.

Como esto es urgente habría que seguir teniéndolo entre manos. Un hombre tiene que pasar sus días, escabullirse lo más que pueda en la tardanza. El mate es verde y con bombilla de plata. Los corazones planchados en oro. Los arreos estrangulamientos. Cinturones, elásticos, rastras, guascas. La incisión está clavada. Pero entonces, eh, sobreviene el porquia desastre. Por ejemplo Porchia se come a Pepe y a Ramón, y va a la fábrica, y se acuesta con Pepe y con Ramón, en sus lugares de trabajo, y entiende de modas —sobre todo de modas— y, entonces, éste es Porchia, ¿a quién le importa? Pero enfréntalo, ¿a quién le importa? Yo no enfrento. Un hombre. Un hombre sí. Un hombre debe pasar sus días, cuanto más en la tardanza.

Ramón, tu voz sube ásperamente por el portero eléctrico y gruñe sé que estás ahí, pero yo no estoy. Me refugio en el baño en el espejo me quedo —esto es un quedo— me quedo encremado entre tantas cremas, Ramón.

Yo sé que estás ahí. Ahora sos vos el que se esconde ¿en el espejo? Ramón. Vas a obligarme a dejar la letra por la navaja. Te voy a cortar. Vas a obligarme. Ponete al lado mío pero no me toques. Estudiemos juntos. ¡Pero si yo no te toco! También eso es “tocar”. Ramón. Sé que estás ahí. ¿Quién? ¿Ramón? ¿Cuis? Sin Cruz, igual al Hoyo.

OTRA CANCIÓN

El viejo loco del violín cantaba, violón. “El alma es mortal, el alma, el alma, es mortal”. Refalado por los últimos azulejos, los más tardíos, salpicados en la sala del faenamiento, yo, eh, yo tomaba ginebra transparente, grandes tragos, le hacía coro. “Es mortal, es mortal”. Estábamos en Castelar, en la cocina, frente a la ojiva, en Don Torcuato, en la pieza de Ciudadela color gris ceniza, espolvoreada. En una callecita plin y desaparición. Frente al misterioso militante de la moneda partida. Aquello, eso, era una seña. Que haya paz. Desaparición. Tirale a las piernas, no más alto.

Hay un dinero. Es posible. Era una calle. Era un viejo. Era una moneda partida. Era yo. Él, el viejo loco del violín, modificaba su canto. “Violón, las palabras también son mortales”.

Esperate un poco, entonces. No lo mates. Cuidado. Bajo, bajo. En una de ésas es un ex y no un actual. Los años redoblan, cuidado. El viejo, harto, ahora tocaba su violín pero sin arco, como si el violín fuera una guitarra. Ése también se la estaba buscando. Ajá.

Al viejo, así: con sus propias cuerdas. Retorciéndolas, suena y garganta.

Son mortales.

DIÁLOGO CON UN LIBERAL INTELIGENTE

“Yo no hablaría así de política, plantearía la cosa en otros términos”.

Yo ahora no sé hablar de política, hum no sé, pero puedo contar bastante bien una enfermedad: aquí los cólicos tienen mucho que ver.

“¿Qué le hace pensar que está des-garrado? O tal vez: ¿por qué siente la necesidad de estar des-garrado? Porque usted usted ne-cesita sentirse mal”.

Hum, no sé. La historia. Beh. Me hace sentir atrapado en la trampa o peor, demasiado lejos, des. En la trampa o como afuera de las cosas que pasan. Y las cosas que pasan, me pasan. O yo por lo menos digo.

“¿Dificultades expresivas?”

Y auditivas y olfativas, en la coordinación, en la eyaculación —una pasta verde. Quiero escupir pero la boca se me llena de saliva, más de la necesaria, agria, sí, perfecta. Pero. ¡No puedo escupir. Entonces, trago. Se me hincha el vientre, quiero defecar pero. También tengo dificultades en la defecación. Así. Amarillea el campo, blanquea, flores blancas y amarillas. Las caras gordas, Katsky, están hechas. Especiales. Tajearlas con una yilé.

“Hum, no sé. A ver. ¿Por qué le gustaría ser una gillette?”

Y, porque sí. Para estar en frío. Para cortar, claro. A ver. Para cortar definitivamente con cualquier tipo de militancia o para cortar con todo lo que no sea una. Una militancia. Para cortar. Eso, al menos. Eso es lo que digo.

“¿Cómo son las nalgas de su mujer?”

Ajá.

“Cuidado. No se pase. No olvide que, para los vivos, tenemos a los muertos. Todo se equilibra. ¿Cómo son las?”

Amenaza.

“Así no vamos a ninguna parte”.

Blancas, deslumbrantes. Un culo, digo.

“Eh, claro. Le gustaría cortarlas, cuadricularlas con tajos horizontales y verticales. Sería, eh, como alambrar un campo, asegurárselo”.

Seguro. Seguro de asegurarse. La trapa de la trampa. La garra del desgarrado. La yilé. Con dos curitas, entre el mayor y el anular. Usted usted. Detrás de usted ¿qué está? Hay que matar a muchos para entender que no hay nada, detrás. Escuche. Una grabación, confesión, documento, instante postrero. Es terrible ser asesinado en esa forma, sin tener tiempo para analizar los hechos, sintiéndose lleno de lágrimas quemantes, lágrimas de remordimiento por las cosas que uno no hizo y por las que ha dejado de hacer, o son lo mismo, sabiendo que uno no puede explicar nada debido a que no se le da una oportunidad, ah. Ahí sintió que el elástico se ponía tenso alrededor de su cuello, y cesó, el micrófono. Es así. El campo babea estrangulado agria saliva, algunas: algunas flores son blancas, otras amarillas. Alguna. Alguna pregunta inteligente. ¿Alguna pregunta inteligente?

“¿Dificultades expresivas?” (Babea).

Usted usted y yo o yo. Quiero decir, o eso al menos digo: pee. peer, pen, pensere, preiserne, per, pbenser, pbai, senere, persenerai, pbn.

ACOPIADOR AVIADO, PERDIDO

Con 300 conchitas en el congelador ya puedo considerarme aviado de conchitas para todo el año, y si no es así estoy perdido. Perdido, operación del duelo y de la pérdida. Siempre anda, Uno, rondando ciertas palabras. Hasta que las atrapa. No se atrapa. Nada y jamás.

Sí, estoy perdido sin esas 300 conchitas frescas. Tal es el perdido perdido aplanado de la pérdida. La alusión a la dolorosa, permanente pérdida del mundo, a las. Sucesivas pérdidas. Que estrangulan con un cinturón elástico y utilizan toda clase de instrumentos cortantes.

Por lo tanto, aunque no se infiere, quizá no esté perdido de pura pérdida y sí tan sólo podrido. Tal vez no haya llegado aún, sin tardanza, el momento de practicarse una incisión a la altura o bajura de los hueváceos. El cuerpo es un mapa. Qué caliente y por todos lados. Quizás estemos en el segundo anterior al gran salto —que siempre es para degollar a alguien, obligarlo a punta de cuchilla o estrangulamiento a que soporte sus pérdidas y las nuestras. También puede hacerse con una manga retorcida de camisa. Digo. Dicen que dicen las malas lenguas (habría también que cortarlas) que es por eso y nada más que lo degollamos a ese vago alguien. Que ahora se enhuesa, encarna. Aquí está. Lo estoy viendo. Comamos, comamos. Mientras se ponen una a una las abrasadas conchitas en el congelador, las ardientes estrellas de pelocarne, estrellas del nacimiento, un banquetazo para la lengua desesperada. Mientras, entonces, comámonos al otro. No hubo tiempo siquiera para tostarlo un poco.

Es el único banquete digno, reflexionando. Comprendo que esta frase es la llama indivisa de mi prédica. Hay que cuidarse de que no le pase a uno, simplemente. Hay que tener ojos en la espalda. Aunque ya se ahonda otra vez el olvido, la pérdida. Las adicciones son una suerte o una desgracia, y una desgracia. La felicidad está inventada. El cuerpo no la resiste. Pero, y nada de peros, había un muerto: sus restos, porque siempre algo queda. Partes trozadas que no permiten ninguna reconstrucción. Escribir, rezar, revolucionar, aviarse, perderse: si se trata de degollar a alguien deshuesémoslo. Después comerlo.

O en el otro caso, en el del ocaso muriente, cuando el crepúsculo es un agónico cadavérico. Pero no un héroe. Si se trata (y de eso se trata) de navegar en el Ford T. de la pura pérdida, ñiail, ñazul, ñar, ñaveguemos. Ya estamos en la punta de un huija, con un jirón de vela desplegado.

Y zarpa el barco. Con los restos del muerto. Trozos falsos.

EL GANADOR

Me cojí a un tipo que me levanté en el subte. Era un homosexual blandito, era como manteca, y fuimos a un hotel de Leandro Alem que él conocía. Era desconfiado, receloso, pero igual babeaba de gusto.

Se la acomodé entre las piernas después de acariciarlo un poco. Ya estábamos en la cama, de costalete, yo a sus espaldas. El, él medio se me daba vuelta, como enternecido, y entre murmullos me preguntaba cosas. Le entré despacio mientras él se abría las nalgas con las manos. Dilataba y gemía. Yo, sin saber bien por qué, me comprometí conmigo mismo, ése era el compromiso, a no gozarlo. Mi compromiso a cuestas, quería verlo eyacular, él solo, arrugado como trapo sobre las sábanas.

Nada, y no tanto nada: el revés. Se dio otra cosa. Mi osamenta y la suya encontraron de pronto, encontraron juntas, una especie de compás: música porque sí, música vana. Y entonces, entonces. Era una canción sentimental, deportiva. Empecé a abrazarme a él, entonces. Como si fuera lo único que podía yo obtener, ya en la vida.

A este tin tin o no, a cuchillo mocho. Era una canción sentimental, deportiva, y juntos hicimos un gran dibujo. Ganchudo, entrelazado, con nuestros cuerpos marimachos. Aquí falta algo. Y se la metí bien, hasta el fondo, engarfiándole los dedos en la espalda. Para afirmarme en la hondura mayor de su culo ahora, dentro de poco, en el momento de acabar.

¿Pero cuándo? Él mordía la almohada. Estremecido, reculaba. ¿Y cómo? Él debía sentir —esto es lo que yo digo— que un cambio fundamental se había metido en la cosa. ¿Eh?

VISTO DEL REVÉS

“Tardará mucho en decirse esa cosa. Que nunca logrará salir de lo que es esa cosa”.

Ajá, eh. Quiero salir, aunque sea por un segundo, un flash y reentrar. Ya no me importa fundirme a mi eje, dije de preso, pero. Todos mis intentos anteriores ahora me claman desde afuera, me tironean: carne en el gancho.

“Hay, existe, una especie de cuento, tradición de boca en boca o refrán: tres mogólicos, bellos a su manera y a su manera inteligentes, miraban babeando un desfile. Entonces, miraban pasar desfilar el desfile muy contentos. Alguien había tomado un poder y ahora lo exhibía en las manos”.

Entonces, pero. No hay opción.

“El cuento no ha terminado. Los mogólicos estaban mirando, y el sol, tan fuerte, derretía esas manos que exhibían un poder. El cuento no ha terminado. La carne derretida salpicaba a la multitud”.

Lo de siempre impotencia inmundicia. Y esos imbéciles de mogólicos eh se complicaban por ineficacia de desesperación.

“Realmente, ni siquiera había en qué complicarse (y recuerde que esto es una fábula). Los mogólicos paraban sus ojitos bajo los párpados y así se veían el revés del cerebro”.

Un calimestroqui medio apagado.

“Babeo. Si le interesa pensar que babeo, sigo babeando. Entonces. Se veían el revés del cerebro, veíanlo como un tentáculo inservible y retráctil. Una ventosa digna de mejor causa”.

Eh, rata cruel, no me aplastarás con tu autoridad. Siempre estará la necesidad necesaria de un acto por cada palabra. Y que siga el cuento, porque el cuento no ha terminado.

“Idiota. Idiotas. Los mogólicos eran un poco idiotas. Te interesa (babeo) y veo que te interesa que babee. Babeo y te interesa saber el final del cuento. Porque todavía te interesa conocer demasiado: tu propio final”.

Si pudiera cortarlo, a usted usted. Aclaro que a usted y no a mí mismo: tajearlo a usted y escapar, lo tajearía con una yilé como en mis buenos tiempos y correría a esconderme: contento de haber consumado un delito. Pero. Me interesa conocer mi propio final.

Me interesa conocer mi propio final.

“Porque. El cuento no ha terminado. La desesperación mullido reclinatorio y usted usted ya sabe el final del cuento”.

Recito sin resucitar: — El cerebro de cada uno de los mogólicos se derretía bajo el sol, tan fuerte. Ese oleaje sucio de pensamiento frustrado salpicaba a todos.

“Es un decir que amo la claridad de este departamento sin ventanas, esta ceguera de la mano mordida por la boca, pero. Que se joda quien sea un gil. Yo no amo nada, pero el cuento no ha terminado”.

LA PALANGANA

Cualquier dibujo de chico, si se lo mira bien, y aunque esto seguramente no es cierto (nada de esto), revela la influencia del padre, o de la calidad de padre del adulto que ha fluido hacia el dibujo a través de la mano del chico. Si se lo mira bien, bien mirado. Será posible descubrir cierta seguridad en algunos trazos, tal vez mínimos. Una línea sin temblor durante el período de un repelente centímetro, sin ninguna clase de temblor. Firme, edicto, perfecto. Nadie encontrará ahí una gota de, ni siquiera el maníaco que mira el dibujo con los labios partidos: dispuesto ya al tin tin, o con las manos haciendo eses, tocando, temblando, buscando el cordel —dos cordones de zapatos, unidos, el sostén de una cortina. Por atrás y un tirón rápido. Hay una opinión rosa para conformarse: el dibujo horroriza en el sector donde el padre ha fluido. Pero al lado: otro centímetro. La vagina silenciosa, madre de todo silencio, camafeo sorprendido de reojo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El do de preso. Estos azulejos son igualmente tardíos, si bien la faena es otra. Se trata de avanzar por este corredor, hasta el cartelito, y luego doblar a la derecha, hasta el retrato. Subir entonces la escalera. El viejo con cara de veterano, de sabérselas todas. Lo obligan a poner esa cara, a pedir cigarrillos con desparpajo. Conviene pegarle primero y hablarle después. Así contesta mejor y deja de limarse las uñas. El limauñas no es peligroso en sus manos. El hombre es como cera virgen para quien sabe trabajarlo. Claro.

Si es virgen habrá que romperle, inevitablemente. Claro, aquí se desdibujan gritando “¡Madre, madre, madre!”, fanáticos. No les importan ni los filos ni las tapias. Así también se encadenan. Forman una larga fila y caminan. Tin tin. Ésta es la verdadera historia.

Contar también se podría, como poderse, eh, otro azulejo. Mayólicas. Cómo se les crea a los alcohólicos, por ejemplo, un reflejo de rechazo hacia el prístino, argénteo alcohol, como una concepción del mundo: prístina, argéntea. Hay humo en la cocina, me doy claramente cuenta. Se agarra al alcohólico, lo agarran mejor dicho. Brazos, piernas, cabeza. La primera vez es fácil. La segunda, cuando sabe, un drama. Se le da a tomar un litro de vino, sin respiro. Se le aplica luego una inyección vomitiva. Se le contrae entonces, parece, el estómago: el “adentro” se vuelve parece, “afuera”. Se le pone una palangana honda bajo la boca para que no ensucie el piso: él larga chorro tras chorro por su boca, mira con sus ojos desde el borde al borde de la palangana, es honda y ciega la cisterna, “profunda”. Se llenarán palanganas enteras, enternas de fluyidos, dibujos de la mano que llevaba al padre de la mano y, y bilis.

L

El ex Sebregondi, encontrado casi un decenio después en un portal de la calle Guido, portal como si se dijera un pórtico, como si atravesándolo se fuera a otra parte —el ex Sebregondi había trastrocado, conmigo, los términos y el trato. No nos saludamos, casi o poco menos, no nos saludamos salvo un guiño: muy al pasar, pero curiosamente demorándonos. Comprobamos sin embargo que cada uno conservaba su cara, la imposible de trastrocar, intercambiar. Oro propio de las almas nobles. Selbon, oro del rasgo. Dale a tu madre recuerdos de este huero viejo, pero se abstuvo de decirlo. De todos modos no he de darle. Ella está en el mar, con el otro viejo, quemando en los calzones pedos suaves, con los pies en la orilla de la muerte: allá, esas cabelleras blancas y el portaplumas y el cortaplumas y la misma madera de la barca y el pajarraco blanco sacrificado sobre el territorio de las olas y las diademas sonrientes e insepultas. Callado y ardid, en el silencio, el ex Sebregondi insume apenas un anticuado gabán con cuello de piel, sin contar el aparato enguantado de su mano. La mano ortopédica, calzada en un guante, calzada en un bolsillo del gabán. Alto, pero se abstuvo de decirlo, el ex Jonch ha muerto y los otros mayormente se amurallaron. Pero esta jaula igual es inmensa, sin protesta ni confín. Sebregondi pasó.

El lunfardo.

En esta reja las palabras aparecen labradas al revés.

QUITES

El perro rojo de la soledad ocupaba su mesa en El Estaño de Talcahuano y Corrientes, y ésta era otra historia, distinta de las ocurridas en el Reims, de Montevideo y Corrientes: el perro, rojo de la soledad, era un guerrero sin tacha, nacido en Zárate. Y afilando estaba su lanza, y estaba afilándola. El narrador siempre cuenta lo que cuenta, no puede contar otra cosa: refiere él su voz. El Perro, El Rojo de la Soledad, vivía en hoteles. Mañana otro. Y no le hablaran a él de afiliaciones. Todo pronombre ha sido inventado. Nacido en Zárate, rescatado de las aguas del Paraná por un pelito más que una yunta de bueyes, roja era la sangre que derramaba su lanza: roja y espesa, de otros guerreros caídos. El Perro Rojo de la Soledad y El Estaño y El Reims. Se levanta la cerca y se quita el agua. El narrador aspira a no ser escuchado con sus mismas palabras. Se levanta la cerca, se quita el agua. Se quita El Perro Rojo de la Soledad. Se exaspera toda posible

UN CASO TORTUOSO

—Tanto dolor, ay, en la obviedad de la palabra obvia. Fue ayer un día de pasos transparentes donde a igual sinceridad y en bestial medida cada paso era un reflejo, una despedida, y al quebrarse el vidrio, a cada paso mío, yo quedaba ausente.

Fue ayer un día de pasos transparentes. Caminé, compré sin ganas bajo el bronce, una novela rubia expuesta a la Recova de Once como quien ampara en la copa al delincuente, que quiebra el cuello de la mujer, igual que un tallo, en despedida.

Fue ayer un día de pasos decadentes. Ayer un día de tanta transparencia para ver que quería hablar y no podía, tocar al pasar y no podía ¡Ayer fue un día!

—Tanto dolor, ay, en la obviedad de la palabra obvia. Hablábanme detrás las voces claras, a mis vulnerables espaldas les cantaban coros de no decir, de enmudecer. Coros de empalidecer, de no fluir, coros de no advertir —en un grado aceptable, transparente— tanto dolor, el ay, en la obviedad de la palabra obvia, obviamente.

Por unos pesos de fraude encadenado compré la tal novela bajo el cobre. Y me fui a pasear a tantas millas que hasta pude olvidar las dulces esclavillas, que: en mi fantasía: adorantes me lamían el cáliz, lo hacían fluir y hacia él fluían. Ayer fue un día de pasos no esplendentes.

Al amparo de la copa el delincuente, bajo ese raro/amparo transparente, reflotó los trozos de su carne en mi bebida y yo rocé con los labios esa muerte: después tragué las hilachas cadavéricas, junto con el alcohol embestial medida.

Fue ayer un día de soportar la embestida, transparente y al mismo tiempo aparatosa: consistía, ella, en una ráfaga lela, en una avalancha de capullos misteriosos —gacha flora— así como al compás de la novela esa fragilidad bebía transparencia de la copa y, en la carne muerta, bien leía.

Y leí después en letras de oro: “¿Por qué cantas o enmudeces todavía en este coro?” De los ganchos para la carne colgaban rimas (y bien que colgan) y ellas, las rimas, estaban podridas. He aquí —me murmuré— un espejo que no refleja, una vaciedad sin brilio que no asemeja, y he aquí un diálogo con el semejante que no puede seguir, ya, más adelante.

—Tanto dolor, ay, en la obviedad de la palabra obvia. Bajo el bronce, bajo el cobre, en medio de la red tendida por los pasos transparentes, compré por fin esa novela. Eternamente.

CLAROS

—Hola, hola.

Leandro Alem. Él está encima mío. Se esfuerza a pesar del envaselinamiento, jadea sincronizadamente. A mí, que hablo a retazos, me interesa una de sus partes: la pija, que siento como una música sorda, o ensordecedora, en mi tripa.

Él me gime en la oreja y yo reculo para ayudarlo. Puedo llegar a gozar mucho: un pequeño, imbécil asomo de dolor, y ya entró Toda. Ahora pienso en la guasca de él, en el derrame blanco silencioso parecido a la almohada que tengo frente a los ojos.

Yo no podría distraerme en matar una chinche en este momento. Habrá otro momento, lo conozco: cuando él se vea la pija sucia de mierda, va a sentir como una nostalgia, la idea fija (o pija) de alguna cosa blanca, también blanca. Pero me parece que lo que más le gusta es precisamente esto, ser cagado.

Hago un esfuerzo por abstraerme. Miro la hora en el reloj de él, sobre la mesa de luz, madera marrón. A la imagen imaginada de su pija la tengo delante de los ojos. La tengo más “afuera” que “adentro”. Pasa delante mío como una lanzadera, larga y fina. Trata de tejer, pero aquí no hay nada que tejer. Le gusta ser cagado. Que yo le entregue, una y otra vez, mi absurdo culo sin salida. Estos renglones saltan a la vista. Los artificios y el candor del hombre/No tienen fin. Aquí, todo ya está tejido, pero lo mismo puede inventarse La Cosa. Por una necesidad de pensar por una necesidad de pensar. Por una, la necesidad de un espacio vacío para pantalla, reflejo. Claros en el bosque de pérdidas, perdido. Ahora se la chupo y lo miro: él, boca arriba, se tapa los ojos con el antebrazo, se ha tapado los ojos con el antebrazo. También para abstraerse más. Para pensar y repensar cada una de las imágenes. Nos conocimos, nos hemos conocido en el cine Eclaire. Pensar. Eh, be. Las imágenes están en la cabeza. Y la cabeza está afuera de la cabeza. La guasca música ensordecedora, pasa de mi lengua a mi estómago. Hola, hola. Ahora estoy escribiendo. Puedo lograr, construir un oído atento a ese viaje, de la lengua al estómago. Los calzoncillos blancos, de él, sobre la silla, una pantalla perfecta la bragueta vacía la erección, la dureza y consistencia pertenecen a las imágenes. El resto es fofo y disperso. Tampoco el grito puede, podría ordenarlo.