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Los derechos del trabajador

La CGT por dentro

La fuerza gremial, decisiva en el apoyo a su candidatura presidencial, era el más sólido baluarte de Perón al iniciar su período. Pero era también el más peligroso, porque tenía vida propia y no necesitaba depender del presupuesto oficial. Estaba en condiciones de exigir su participación en el gobierno o de retacearle la colaboración, según cómo se cumplieran las promesas de la campaña. El resto del andamiaje electoral, en cambio, podía destruirse fácilmente, reemplazando los cuadros políticos a cambio del Partido Unico (al que debieron subordinarse los dirigentes laboristas, renovadores e independientes que quisieran conservar las posiciones ganadas). La organización sind ical, de contextura más resistente, necesitaba un tratamiento distinto para poder dominarla. No era posible dictar su caducidad ni sustituirla por un organismo manuable; había que elegir otro método.

La mecánica que Perón ideó para asegurarse la lealtad gremial fue inversa: estimular su organización. Para ello rescató una frase que había pronunciado durante su permanencia en la secretaría de Trabajo y que era toda una definición: “El mejor sindicato, el mejor gremio organizado somos nosotros, los soldados, y les aconsejo en este sentido para que puedan conseguir la cohesión y la fuerza que hemos obtenido nosotros”. Esa cohesión y esa fuerza, como se sabe, descansan sobre un sistema vertical de subordinación. En definitiva, la táctica consistía en modificar el funcionamiento de los cuadros sindicales, establecer la organización piramidal y colocar en la cúspide a uno de sus hombres de confianza.

La fuerza de la CGT estaba en franca recuperación en junio de 1946, superados ya los enfrentamientos que la habían dividido dos años antes, cuando ferroviarios, tranviarios y cerveceros respondían a José Domenech (CGT Nº 1), y municipales, mercantiles, metalúrgicos y empleados públicos seguían a Francisco Pérez Leirós (CGT Nº 2).178 El camino de la unidad se comenzó a recorrer en setiembre de 1945, a bordo de un nuevo y único secretariado que capitaneaba el ferroviario Silverio Pontieri. Lo acompañaban en la gestión Néstor Alvarez, Aniceto Alpuy, Jorge Nigroli y Juan Ugazzio.

Pontieri recordó que sus orígenes como gremialista se remontaban a 1913, cuando su oficio de ebanista lo llevó a aliarse en defensa de los trabajadores madereros. Luego se empleó como carpintero en los talleres ferroviarios de La Plata y en representación de esa seccional pudo integrar la comisión directiva de la Unión Ferroviaria. “Al llegar en 1945 a la secretaría general de la CGT me propuse cumplir con el lema de quienes me habían elegido: Por una central de 500.000 afiliados. Iniciamos un programa de reivindicaciones apoyado por la secretaría de Trabajo y se crearon numerosas delegaciones regionales en las ciudades más importantes.” 179 Esas regionales serían, en el momento de su creación, los principales bastiones electorales del peronismo, mucho más decisivos que todos los comités políticos atendidos por sus adictos. Claro que, después del triunfo, los dirigentes sindicales insistían en conservar su independencia. “No queríamos avasallamientos —dijo Pontieri— a pesar de nuestra identificación con el nuevo gobierno. El diputado Amado J. Curchod preguntó un día, extrañado, por qué no había avisos oficiales en el periódico que editaba la CGT, y se ofreció para obtener ayuda de su provincia (Córdoba). Se la rechazamos. Luego fue el secretario de Asuntos Políticos de la presidencia, Román A. Subiza, quien quiso cargar en el presupuesto oficial los gastos de propaganda de un acto cegetista realizado en el Luna Park, en apoyo de la campaña de los sesenta días pro abaratamiento de los precios. Tampoco lo aceptamos.”

Su inclusión en las boletas del Partido Laborista había adjudicado a Pontieri una banca de diputado nacional, a la que se agregaría después su designación como vicepresidente primero de la Cámara. “Leal a un viejo principio sindicalista, incluido en la Carta de Amiens —dijo—, consideraba incompatible la representación parlamentaria con la gremial y por eso renuncié a mi cargo en el comité central confederal de la CGT. Presenté esa dimisión ante la Unión Ferroviaria, pero ésta me pidió que esperara unos meses, porque en noviembre de 1946 debía elegirse un nuevo secretariado.” En realidad, otros motivos aceleraron el alejamiento: “Yo siempre entendí que la central obrera, de cuya constitución había participado en 1936, debía mantener su línea combativa, independiente y austera, como todos sus integrantes. Pero había compañeros que no pensaban así y preferí alejarme”. Era también el momento de crear las prometidas federaciones de industria, pues el crecimiento vertiginoso del sindicalismo, que acompañaba al auge industrial iniciado en 1935, había convertido a los débiles gremios de oficios en entidades cada vez más poderosas. Esto Pontieri lo había escuchado de labios de Perón, en una de las primeras reuniones en la residencia presidencial, y él estaba dispuesto a iniciarlo. Pero este proyecto era resistido por los sindicatos tradicionales, que monopolizaban los cargos en la central. Durante su gestión, Pontieri consiguió, no obstante, que se incorporaran casi todos los gremios que actuaban al margen de la CGT, entre ellos dos muy importantes: mercantiles y telefónicos. La Fraternidad y la Federación Gráfica prefirieron esperar un poco más.

Antes de abandonar la secretaría general, Pontieri debió afrontar un problema insospechado: la búsqueda de un nuevo local para la CGT. “Funcionábamos en la sede de la Unión Tranviarios Automotor, Moreno 2967; pero hubo conflicto entre ambas comisiones directivas y nos mudamos a la otra cuadra, Moreno 2875. Compramos una casa en cuotas, porque teníamos poca plata”, recordó.

La renuncia de Pontieri desató una lucha interna, alimentada por la necesidad del gobierno de obtener el control político de la central obrera. A su vez, los sindicatos, interesados en seguir siendo depositarios de la fuerza gremial, conformaban un poder horizontal que se resistía al proceso de verticalización. El candidato de Perón a tomar el comando de la CGT era su ministro Borlenghi, también secretario general de la Confederación de Empleados de Comercio, quien urdió una maniobra para copar el asiento más importante del nuevo comité central confederal. Ausente Pontieri en la sesión del 9 de noviembre de 1946 (“No fui para evitar comentarios”, se justificó), alguien propuso que presidiera el miembro más viejo de la central; curiosamente, le correspondió al diputado José M. Argaña, secretario adjunto de Empleados de Comercio y lugarteniente de Borlenghi. Argaña obtuvo suficiente apoyo para hacer aprobar una moción que confería a los 25 secretarios generales de los sindicatos más importantes atribuciones para designar al nuevo timonel de la CGT. Al efectuarse la reunión, surgieron los nombres de Borlenghi, Juan Rodríguez (ferroviario) y Luis Francisco Gay (telefónico), pero el ministro debió resignar enseguida su candidatura por haber obtenido apenas tres sufragios, contra doce de Rodríguez y diez de Gay. Perón había fracasado en su primera tentativa.

De aquella sesión a puertas cerradas salió elegido Gay, porque si bien Rodríguez tenía votos y prestigio suficientes como para aspirar al cargo, alguien le hizo notar: “Ya es hora de que los ferroviarios dejen gobernar la central a otro gremio”. Los antecesores de Pontieri (Antonio Tramonti, José Domenech y Luis Cerruti) también habían sido impuestos por la Unión Ferroviaria. A esta circunstancia se sumaría también otro factor al que Gay asignaba un valor incuestionable: “Como presidente del Partido Laborista, yo había resistido, en su hora, la arbitraria disolución ordenada por Perón. Me había negado a integrar el Partido Unico y creo que mi designación tuvo sentido reivindicatorio para el partido absurdamente disuelto, cuyos ideales y propósitos aún estaban intactos”.180

Tras veinte años de militancia, Gay había alcanzado la secretaría general de la Federación de Obreros y Empleados Telefónicos y de la Confederación de Organizaciones de Servicios Públicos. Como secretario de la Unión Sindical Argentina integró, en 1945, el comité nacional de huelga que, junto con la CGT, produjo la concentración del 17 de octubre en defensa de Perón. Pero sus más caras aspiraciones políticas se vieron frustradas poco después, cuando aquél le negó la candidatura a vicepresidente (prefería la inofensiva figuración de los radicales renovadores antes que la riesgosa vocación política de los laboristas, por eso eligió a Quijano) y una maniobra de comité lo privó después de una banca de senador por la capital federal. Para conformarlo e intentar romper su unidad con Cipriano Reyes —que resistía la disolución del laborismo—, Perón designó a Gay vicepresidente de la Caja Nacional de Ahorro Postal, el 20 de julio de 1946.

Cuatro meses después, al verlo surgir nuevamente, esta vez empinado en la secretaría general de la CGT, Perón comprendió que se trataba de una amenaza y ensayó una segunda tentativa de persuasión:

—Estoy muy contento con su designación —fingió— y quiero que sepa que tiene a su disposición a un grupo de muchachos macanudos que lo van a asesorar. Además, le aliviarán el trabajo: ellos redactarán los comunicados...

—Presidente, usted tiene muchos problemas —respondió Gay—, deje que nosotros llevemos adelante la CGT. Hace mucho tiempo que andamos en esto.

Terminada la entrevista, Perón volvió a intentar una tercera forma para neutralizar a Gay y a las pocas semanas lo hizo incluir en el directorio de la flamante Empresa Mixta Telefónica Argentina, en representación del Estado. El 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, Gay fue nombrado vicepresidente de Emta con el propósito de distraerlo de sus funciones sindicales y tentarlo con nuevos sueldos.

Desplazamiento de Gay

El plan que Gay se había trazado para desarrollar en la CGT excedía con creces los objetivos del núcleo que respaldó su candidatura y eso alertó al gobierno. “Creamos el consejo técnico —explicó—, un organismo integrado por economistas, ingenieros, abogados, médicos y profesores, dispuestos todos a analizar exhaustivamente los problemas más graves del pueblo trabajador. Se estudió allí la situación agraria, la vinculación con el movimiento obrero latinoamericano, el funcionamiento del Instituto de Remuneraciones y los tribunales de trabajo, entre muchas otras cosas. Pero ese consejo quitaba el sueño a quienes querían hacer de la CGT un mero instrumento político al servicio del gobierno. Entonces se decidió eliminarme, y aprovecharon para inventar una novela: que yo me había vendido a los norteamericanos.”

Todo comenzó a mediados de enero de 1947, apenas aterrizó en Morón una delegación de la Federación Americana del Trabajo (AFL), invitada por la CGT. Venían a cambiar ideas sobre la creación de una central obrera panamericana, que funcionara al margen de la Confederación de Trabajadores de América Latina (Ctal) dominada por el líder comunista Vicente Lombardo Toledano, a raíz de un proyecto que había circulado en la última reunión de la OIT, en Montreal. La idea había entusiasmado a Perón, deseoso de adelantarse a otros países y ganar los puestos de mando en la futura organización, y por eso ordenó traer cuanto antes a la delegación que en ese momento visitaba Brasil. En un avión de Fama, Rodolfo G. Valenzuela y Aniceto Alpuy volaron a buscarlos.

“Supuse que tramaban una maniobra —explicó Gay— y no fui a esperarlos al aeropuerto. No me equivoqué. La CGT había designado un comité de recepción, pero el ministro Freire organizó, por su parte, otro comité de gente incondicional al gobierno con representantes de sindicatos que, estatutariamente, no podían arrogarse la representación de la central obrera. Teníamos todo preparado para agasajar a la delegación en la Unión Ferroviaria, pero se los llevaron a la secretaría de Trabajo, donde habló Freire.” Al día siguiente aparecieron todos fotografiados en mangas de camisa en los diarios de la cadena oficial, con un epígrafe redactado y distribuido por la subsecretaría de Informaciones: “Los compañeros de la AFL también son descamisados como nosotros”. Luego se supo que, mediante un ardid, los funcionarios ministeriales habían invitado a todos a quitarse el saco “por el intenso calor reinante” y que los visitantes imitaron ingenuamente a sus anfitriones. Cuando advirtieron la maniobra, ya era tarde para protestar. Esa misma noche, la delegación emitió un comunicado desde el City Hotel, donde se hospedaba: “Durante nuestra estada en la Argentina nos proponemos hacer nuestras propias investigaciones. Nos proponemos tratar y hablar con cualquier persona...”. La frase cayó como un balde de agua fría en el gobierno. ¿Qué era eso de “investigar por nuestra cuenta” en boca de una delegación extranjera? ¿Qué es lo que venían a investigar? Las sospechas comenzaron a tejerse cuando alguien descubrió la amistad del guía de la delegación, Serafino Romualdi, con el socialista Francisco Pérez Leirós, a quien el peronismo había eliminado —con una intervención— de la Unión Obreros y Empleados Municipales.

Por su parte, los delegados de AFL se manifestaban sorprendidos por la ausencia de Gay en las recepciones y señalaban haber sido invitados por la CGT, no por el gobierno, quien ahora asumía esa responsabilidad inesperadamente. En una reunión privada, que después mantuvieron en el hotel con Gay y el primitivo comité receptor, los visitantes escucharon una versión muy distinta sobre las relaciones entre el gobierno y la central obrera, de la que ofrecían Perón y Freire en sus discursos. Claro que también escucharon esa versión los más altos funcionarios, porque Guillermo R. Solveyra Casares —asesor policial de la presidencia—181 había dispuesto la colocación de micrófonos ocultos en la suite donde se efectuó la conversación. Gay aseguró que “allí no se dijeron cosas tremendas y sólo se habló del proyecto de Montreal”. Lo suficiente como para que al otro día se difundiera la versión de que él había intentado traicionar a Perón y “entregar la CGT a los norteamericanos”.182 El secretariado en pleno acudió entonces al despacho presidencial:

—Tengo las pruebas de esa infamia en la caja de hierro —bramó Perón al recibirlos.

—¿Podemos verlas, general?

—Bueno, están en la caja de hierro del estado mayor. Ya las tendrán en sus manos.

Al otro día fue Gay en persona a hablar con Perón y la entrevista duró veinte minutos. “La discusión fue estéril —dijo— y comprendí enseguida que debía ceder para evitar otra división de la CGT, porque Perón obtendría fácilmente la mayoría mediante sobornos y presiones. Redacté mis renuncias a los tres cargos, Emta, Caja de Ahorros y CGT, pero en esta última dejé constancia de mi inocencia ante las acusaciones. Yo había apoyado la creación del organismo interamericano respetando resoluciones anteriores a mi designación, pues la invitación a la AFL había sido firmada por Pontieri. Y estuve de acuerdo en reemplazar la agenda turística elaborada por el gobierno para esa delegación, a cambio de un itinerario libre, que les permitiera entrevistar a todos los sectores gremiales.” Los ochenta delegados del comité central confederal, que se reunieron para tratar esa renuncia, resolvieron aprobarla con todos sus fundamentos por 69 votos contra 11. “Lo que demostró —explicaría Gay— que eran muy pocos los que deseaban rechazar aquel texto y sancionarme con una expulsión. Los que se quedaron, a pesar de que renunció toda la directiva de la central obrera, fueron responsables de lo que no se pudo hacer y también de lo que se hizo tiempo después, cuando la fisonomía de la CGT cambió íntegramente.” Gay se mantuvo escondido durante un mes, porque el propio jefe de la policía federal, Filomeno Velazco, le previno que intentaban asesinarlo.

Obsecuencia de Espejo

El hombre que pidió la expulsión de Gay en el seno de la CGT, Ananio Aurelio Hernández (después se quitó el primer nombre), sería el elegido para sucederlo en el cargo. Presidía la Confederación de Enfermeros y Personal de Industrias Químicas, y el 8 de febrero de 1947 fue consagrado (por 52 votos) como secretario general (hubo 23 abstenciones y 5 ausencias), acompañado en la nueva comisión por Mariano Tedesco, Antonio Correa, Anacleto Soto y Herman Solovic. Los ferroviarios habían declinado todas las candidaturas, con la salvedad de que aceptarían el resultado.

Siete meses después, el 3 de octubre, Perón inauguró el nuevo edificio de la CGT, en Moreno 2033, y recordó su “aspiración a la unidad sindical, con fuerza y cohesión”. Previno contra “los enemigos de afuera y de adentro” y advirtió que “no debe hacerse política en los sindicatos”. Era también una manera de frenar los intentos de Teisaire por acaudillar dirigentes gremialistas, y de evitar que los coroneles Mercante y Castro promovieran fracciones adictas.

Dispuesto a consolidar su posición, Hernández ideó la realización del Primer Congreso Nacional Pro Plan Quinquenal, cuyas deliberaciones se iniciaron el 17 de octubre de 1947, en medio de una honda tensión, porque se objetaba la legalidad de esa convocatoria. Hernández, que presidió la mesa directiva con Juan Rodríguez, José M. Argaña y Antonio Valerga, comenzaba a ser resistido por sus arrebatos individualistas. Jamás consultaba sus decisiones y adoptaba actitudes caudillescas que desagradarían a Evita.

Los puntapiés y sillazos que precedieron la apertura de este congreso obligaron a Perón a insistir una vez más en “la necesidad de aunar criterios serenamente y no plantear problemas que dividan a la organización”. Se halló entonces un buen recurso para apaciguar los ánimos: centrar los ataques en un enemigo común; como era de suponer, se trataba del Partido Comunista. Pero tampoco conformó a todos esa idea, porque el delegado Floreal Figueroa (obrero de la construcción) exclamó furioso: “La CGT debe apoyar las huelgas por mejoras de salarios en lugar de echarle todas las culpas al comunismo. Los enemigos nuestros son los frigoríficos, la Cade y los dueños de las fábricas”. Se lo consideró fuera de la cuestión y debió interrumpir su discurso. Pero Hernández salió debilitado de ese congreso, porque Hilario Salvo, Raúl Costa, Eduardo Seijo y Pablo López lo desgastaron con sus enfrentamientos. Su renuncia se precipitó cuando perdió también el padrinazgo de Borlenghi.

Por esos días se supo que la comisión constituida por la CGT “para gestionar el premio Nobel de la Paz para el presidente Perón” había fracasado estrepitosamente. Se la acusó de “haber omitido el envío de antecedentes y permitir que el galardón fuera concedido, en cambio, al Friends Service Council, de Londres, y al American Service Committee, de Filadelfia”. Los miembros de la comisión (Eduardo Cuitiño, Claudio Martínez Paiva y Benito Quinquela Martín) responsabilizaron, a su vez, a Hernández “por su tardanza en lanzar la iniciativa”. Con él renunció todo el secretariado. Hernández había durado menos de un año.

Otra comisión, compuesta por Isaías Santín, Ceferino López, José M. Argaña y José Alonso, fue encargada de elegir a los sucesores en el secretariado. “Para el cargo más importante —recordaría Alonso— era necesario un nombre que no provocara fricciones.” 183 Todos los testimonios coinciden en que el promotor de la nueva candidatura fue Raúl Costa (Costita), quien lo propuso en la primera reunión: “Che, yo tengo a este muchacho Espejo...”. La candidatura, llevada enseguida a Evita para obtener el visto bueno en las esferas oficiales, fue lanzada en el comité central confederal. “Espejo fue elegido por unanimidad y después los delegados pidieron que subiera al estrado para conocerlo”, contó Alonso.

El sanjuanino José Gerónimo Espejo evocó sus iniciaciones en el campo gremial: “En la década del 30, quienes nos interesábamos por los problemas laborales íbamos a las bibliotecas socialistas. Pero a las bibliotecas, nada más; de allí no pasábamos, porque en el voto éramos yrigoyenistas. El Partido Socialista no interpretaba los anhelos de un proletariado nacional, que iba creciendo con la inmigración”.184 Chofer de la compañía Bagley, Espejo comenzó a militar en el Sindicato de la Alimentación y a leer todo lo referente a la revolución mexicana. En 1942, por una huelga soportó siete meses de encierro en Villa Devoto, y en la tarde del 4 de junio de 1943 abandonó su camión cargado de galletitas para ir detrás de las tropas. Su llegada al secretariado (lo acompañaban Valerga, Santín, Correa y Florencio Soto) abriría un nuevo proceso en la central obrera: la era de la colaboración estrechísima con el gobierno. A los pocos días de asumir las nuevas autoridades, Hernández fue separado también del comité confederal “por conspirar contra Espejo”, y un año después la CGT le intervino el sindicato, desplazándolo definitivamente.

El primer balance que hizo la central obrera de su desarrollo acusó, a fines de 1949, un total de 707 organizaciones adheridas y 90 regionales en el interior del país. Las cajas de jubilaciones, que en 1944 contaban con 300.000 afiliados, alcanzaron, cinco años después, a tres millones y medio. “Los beneficios sociales, que sólo existían para aquellos gremios ligados al Estado —refirió Espejo—, con el apoyo oficial se pudieron extender a todos.” Para Alonso, los avances más significativos del movimiento obrero estarían registrados en “la obtención de convenios colectivos de trabajo y en la transformación de sindicatos por oficios en sindicatos industriales”.

Un edificcio costoso

El 7 de agosto de 1950, sesionando en el salón Príncipe George, el comité confederal resolvió hacer descontar tres días de jornal, del aguinaldo, para donarlos a la Fundación. Pero la medida fue recibida con poco agrado y Evita se vio obligada a rechazarla. Entonces se resolvió reducir la donación a dos días no laborables: 1? de Mayo y 12 de octubre. Agradeciendo esas atenciones, ella retribuyó a la CGT con un nuevo edificio. “La señora —dijo Espejo— lo hizo construir especialmente en terrenos que el gobierno había cedido a la Fundación, en la esquina de Azopardo e Independencia.” Edificio que pagaron los trabajadores con esos aportes compulsivos. La anterior sede (Moreno 2875) fue destinada a una escuela de capacitación sindical, y el 18 de octubre de 1950 Perón y Evita dejaron habilitado el flamante local cegetista.

Además de los aportes compulsivos, aquel sindicalismo oficialista hizo también una contribución no menos importante al aparato político del gobierno: fue la famosa marchita, que se cantaba primero en los sindicatos y en los mítines, después en las fábricas y oficinas, y finalmente en los organismos y empresas estatales. Cada vez que se realizaba un acto, después del Himno Nacional venía la marchita. Los muchachos peronistas fue una adaptación de la versión sindical Los gráficos peronistas, pero ésta a su vez había sido plagiada de la vieja marcha del club de fútbol Barracas Juniors cuyas estrofas iniciales decían: “Vamos muchachos unidos/todos juntos cantaremos/y al mismo tiempo daremos/un hurra de corazón./Por esos bravos muchachos/que lucharon con fervor/por defender los colores/de esta gran institución”. Se entonaban con la misma música que después tuvo la marchita, compuesta en los años 20 por uno de sus socios, el bandoneonista Juan Raimundo Streiff.185 Todo ese esplendoroso intercambio de donativos y frases laudatorias, que ahora reflejaban las excelentes relaciones entre Perón y la CGT, no habían servido, sin embargo, para evitar que los gremios enfrentaran al gobierno por su cuenta, cuando sus demandas no eran satisfechas debidamente por las cúpulas sindicales.

Quienes aún vivían la euforia del triunfo electoral de 1946 y se sentían cautivados por la imagen revolucionaria del peronismo, vieron en la estrecha colaboración con el presidente (que signó el paso de la CGT una vez liquidados los brotes rebeldes) el respaldo necesario con que el movimiento obrero podría vencer las resistencias patronales. “Somos la prolongación de la clase trabajadora en el gobierno”, insistía el líder cada vez que arengaba a los dirigentes sindicales. Y éstos tenían sus razones para creerle, pues la desbordante actividad iniciada por el coronel en la secretaría de Trabajo prometía afianzarse desde la presidencia. Sin embargo, los conflictos gremiales iban a merecer un tratamiento distinto a medida que Perón consolidaba su poder sobre las masas: del estímulo oficial que recibieron las primeras huelgas, se pasaría a la persecución, el encarcelamiento y la cesantía de los huelguistas.

Protesta en los frigoríficos

Pocos días después de los comicios de 1946, el 4 de marzo una noticia sacudió de felicidad a los obreros de la carne que acababan de declararse en huelga: “La secretaría de Trabajo ha resuelto declarar legal el paro en los frigoríficos y emplazar a las empresas a integrar la comisión paritaria dentro de las 48 horas”. Era la respuesta que esperaban los huelguistas acaudillados por Cipriano Reyes, quien había saltado del comando del Sindicato Autónomo de la Carne a una banca de diputado. Así se pudo lograr que los frigoríficos se avinieran a pagar los aguinaldos, reconocer la insalubridad del trabajo, reincorporar a 500 cesantes y enviar sus representantes a la comisión que elaboraría el estatuto de los trabajadores de la carne.

Este último objetivo se convirtió luego en proyecto legislativo y obtuvo aprobación del Senado. Pero cuando llegó el momento de sancionar la ley, a fines de octubre de 1946, la Cámara de Diputados no respondió tan fácilmente al llamado de los gremialistas. Para ese entonces, el quinto mes del nuevo gobierno, Reyes ya se había convertido en el primer gran rebelde del peronismo y exigía el cumplimiento de las promesas electorales. Una compacta muchedumbre, en su mayor parte procedente de Berisso, Avellaneda y Rosario, se agolpó entonces el día 24 en las escalinatas del Congreso para reclamar la ley que los proveería de estatuto y escalafón. A las cuatro de la tarde alguien se asomó por los ventanales del majestuoso edificio y con un megáfono anunció que los diputados radicales se habían retirado del recinto “con el deliberado propósito de quebrar el quórum y hacer fracasar la ley”. “Pero no importa —dijo el informante—, porque el peronismo tiene mayoría y la aprobará lo mismo.”

Una jubilosa manifestación de apoyo coronó estas últimas palabras, mientras el improvisado orador desenroscaba un retrato de Perón y lo agitaba delante de la multitud. Transcurrida una hora, un grupo de obreros se desgajó y en la puerta del Congreso intentó obtener información sobre lo que acontecía en el recinto. La policía le impidió el paso. Rato después, mientras la incertidumbre crecía peligrosamente fuera del edificio, una delegación pudo entrevistarse con el presidente de la Cámara, Ricardo César Guardo, quien les informó que se había constituido una comisión especial que estudiaría únicamente el problema de los obreros de la carne:

—La integran los diputados Eduardo Rumbo, Alcides Montiel, José Argaña, Valerio Rouggier y Oscar Albrieu —dijo para conformarlos.

—Pero nosotros queremos que también esté el diputado Reyes en esa comisión —insistieron los delegados de Berisso y Zárate.

Reyes, que había conseguido introducir a otros veinte delegados obreros en el edificio, burlando la estricta vigilancia, encaró a la comisión resueltamente:

—Hay que apurar este asunto. La gente no se va a mover de allí hasta que se apruebe la ley. ¡Y son unos cuantos miles los que vinieron desde Berisso!

—Pero es que ese estatuto hay que estudiarlo detenidamente. No se pueden aprobar las cosas así, tan a la ligera... —se defendieron Rumbo y Montiel.

—¿Y ustedes qué clase de peronistas son? Aquí se trata de una ley obrera que la estamos esperando desde las dos de la tarde —reiteraron los delegados.

—¡Y no se van a quedar hasta las doce de la noche para que ustedes resuelvan levantar un monumento al descamisado en vez de sancionarles el estatuto! —vociferó Reyes.

Simultáneamente, desde los ventanales volvieron a escucharse recriminaciones contra la bancada radical, “única responsable —se decía— de que la ley no se apruebe”. Advertidos de la maniobra, los diputados radicales optaron por adueñarse de otro ventanal y, también con un megáfono, respondían a las acusaciones. La confusión agudizó el estado de impaciencia y precipitó la reacción de la muchedumbre, que se sentía burlada por sus propios representantes.

“A los radicales ya los conocemos. Pero ¿y ustedes? ¿Son iguales que ellos?” La pregunta, descargada en las narices de un legislador, no obtuvo respuesta. En el recinto, en cambio, el problema se consumía lánguidamente en un evasivo cuarto intermedio hasta el otro día, que permitió sacarse el asunto de encima por unas horas. (Las peores, porque eso ocurrió a las diez de la noche, después de toda la tarde de incertidumbre.) Los obreros advirtieron que la sesión se levantaba porque la bandera comenzó a ser arriada y, furiosos, la emprendieron a botellazos contra los ventanales; la inmediata represión policial también fue resistida con proyectiles y el saldo de la refriega contabilizó una docena de obreros y cinco agentes con lastimaduras. La mayoría se desconcentró amargamente y prefirió retornar. En Retiro y Constitución, trepados a los trenes que los devolverían a sus hogares, descargaban sus tensiones y enhebraban sus lamentos. ¿Había que empezar de nuevo? La incógnita los desilusionaba.

Municipales en huelga

Esa incógnita comenzaría a brotar también entre los obreros municipales, al año siguiente, con motivo de un reclamo de mejoras salariales iniciado en los corralones de la Boca y Barracas. En la mañana del 29 de mayo de 1947 una caravana de carros basureros, chatas municipales y sulkys invadió el centro de Buenos Aires y se detuvo frente a la Dirección de Limpieza, en la calle Libertad 560. Por boca de un delegado, Miguel Pizzi, los altos funcionarios comunales supieron de qué se trataba. “Con seis pesos diarios no se puede vivir —vociferó trepado a uno de los carros— y por eso queremos un sueldo mínimo de 250 pesos, más el salario familiar y la bonificación por hijos.” La irritación había alcanzado a esos trabajadores al tomar conocimiento de los nuevos sueldos asignados a los secretarios de la Intendencia (aumentados de 1.800 a 3.000 pesos) y conocerse la detención de un par de huelguistas. La caravana intentó llegar después hasta la casa de gobierno, pero fue prudentemente desviada por una patrulla policial. Al día siguiente el paro se extendió a todo el gremio y las calles se inundaron de residuos sin recolectar, justamente cuando el clima poco invernal elevaba los termómetros a 26 grados y transpiraba una humedad del 90 por ciento.

Ese tufo pestilente que envolvía a la ciudad comenzó a penetrar en los despachos oficiales y Perón habló con el intendente Siri.

—Esto hay que arreglarlo enseguida. Estamos viviendo entre inmundicias —exigió el presidente.

—Pero, general, yo no he recibido ningún petitorio. Además, el sindicato no apoya la huelga.

Efectivamente, el Sindicato había desconocido el paro (estaba intervenido por el gobierno desde 1944) y el movimiento había sido espontáneo, fuera de los cálculos sindicales. La reacción oficial no se haría esperar y esa misma tarde, por vía del director de Trabajo y Acción Social Directa, Hugo A. Mercante, se declaró ilegal la huelga. El Sindicato de Conductores de Taxis entendió, entonces, que debía ayudar al gobierno y ofreció sus choferes para conducir camiones recolectores. A su vez, con efectivos militares, la Intendencia comenzó a levantar la basura después que Perón hablara con Siri por segunda vez.

Pero el ausentismo seguía siendo total en la Dirección de Limpieza, a pesar de las amenazas de exoneración. Las sanciones aplicadas dejaron sin trabajo a 2.038 obreros. Algunos de ellos fueron detenidos por incitar a la huelga, estimulados por los dirigentes políticos opositores. Entre ellos, el más activo era el socialista Pérez Leirós, a quien un interventor, Alberto Carlos Forcada, había desalojado de la secretaría general de la Unión de Obreros y Empleados Municipales tres años antes. Pérez Leirós explicaría años después aquel conflicto, incorporando nuevos entretelones: “El origen de todo fue la ambición del director de Limpieza, Andrés Franco, quien pretendía el cargo de Siri. Franco estimuló el descontento obrero en esa repartición y sacó la gente a la calle para que coreara su nombre. Pero el grito de ¡Franco intendente! se ahogó luego ante las demandas salariales y allí comenzamos a actuar nosotros, agrupados en Acción, un núcleo que editaba el periódico Democracia Sindical, bajo mi dirección”.186

La huelga terminó el 7 de junio con un triunfo parcial de las autoridades municipales (debieron ceder en parte a las demandas obreras, a pesar de la ilegalidad del paro) y la reincorporación de todos los cesantes.

Bancarios en huelga

Cuatro meses después, el 17 de octubre de 1947, el congreso convocado por las autoridades de la CGT resolvía que sólo serían apoyadas aquellas huelgas que contaran “con el aval del presidente”. También se decidió allí solicitar la reforma constitucional “para poder reelegir al actual gobernante” y auspiciar el otorgamiento del premio Nobel de la Paz al general Perón. Los problemas obreros fueron soslayados en las deliberaciones, y las quejas de algunos sectores por la ilegalidad de los paros se consumieron en estériles corrillos.

Esa ausencia de apoyo oficial obligaba a algunos gremios a idear organismos paralelos que presionaban sobre los sindicatos adheridos a la CGT. Fue el caso de los bancarios, que crearon una comisión interbancaria pro reforma del escalafón para gestionar ante la Asociación Bancaria (organismo gremial) las mejoras necesarias. El último convenio, aprobado en julio de 1947, establecía sueldos iniciales de 200 pesos y un plus de 50 “por la carestía de la vida”, lo que equiparaba la situación de los bancarios —otrora típicos representantes de la clase media— a la de los barrenderos municipales. Tocados en su punto más vulnerable, salieron a reclamar mejoras y recién en marzo del año siguiente lograron hacerse oír. Para ello tuvieron que organizar una manifestación frente a la secretaría de Trabajo y recorrer las calles céntricas, hasta que la policía montada decidiera correrlos a sablazos.

Ante la pasividad de la Bancaria, los miembros de la comisión pro reforma empujaron a los delegados a reclamar una asamblea extraordinaria, pero aquellos dirigentes prefirieron responder con sus renuncias y abrir las puertas a la intervención, el recurso de que se valió el gobierno (amparándose en “el estado de acefalía”) para dominar el sindicato legalmente. Esa misión sería confiada a Manuel P. Varela y José Boede; sin embargo, el gremio respondería a partir de ese momento a los creadores del organismo paralelo.

La pieza vital de este último era el delegado del Banco Español, Haroldo Costa (socialista), quien explicó que “se reclamaba un sueldo básico de 400 pesos y una remuneración de 1.000 para quienes cumplían 25 años de servicio”.187 Según Costa, esas reivindicaciones comprometieron en el movimiento “a todo el gremio, incluso a los peronistas, dada la inoperancia de la Asociación Bancaria”. El descontento se generalizó la tarde en que Evita les negó una entrevista y la policía volvió a cargar sobre ellos con el escuadrón: se produjo un paro de brazos caídos (el 23 de marzo), durante el cual los empleados se negaron a acatar intimaciones como las que hizo el presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires, Arturo Jauretche, conminándolos a “trabajar o a abandonar la casa en diez minutos”. (En ese edificio de San Martín 137 se habían dado cita todos los huelguistas.) La consecuencia fue inmediata: “Declárase ilegal el movimiento de huelga en los establecimientos bancarios; intímase al personal a reanudar sus tareas y trasládase a la policía federal la responsabilidad de garantizar la libertad de trabajo”, anunció en un comunicado la secretaría de Trabajo y Previsión.

Sin embargo, la huelga se extendía cada vez más y la adhesión de los empleados del Iapi, la Caja de Ahorros, el Banco Municipal y el Instituto de Inversiones Inmobiliarias precipitó una valiosa incorporación al movimiento: el paro declarado por la Asociación de Empleados de Compañías de Seguros, Reaseguros, Capitalización y Ahorro. “Finalmente —evocó Costa— ganamos la huelga. Tuvieron que darnos todo lo que pedíamos, pagarnos los días no trabajados y reincorporar a los cesantes. El triunfo fue total y nos convencimos de que podíamos enfrentar al gobierno.”

Esta idea fue precisamente la que alentó a los bancarios a reincidir dos años después, en julio de 1950, en un movimiento para obtener el reajuste de salarios y la normalización de la entidad gremial, pues ésta seguía en manos de Varela y Boede. Costa volvió entonces a liderar a los huelguistas y desde el umbral de la Bancaria arengó a los delegados, quienes debieron rodearlo para impedir que la policía se lo llevara. Pero fue secuestrado al día siguiente, junto con Miguel Alabau, otro delegado; los bancos Español, Italia y Francés paralizaron sus actividades, exigiendo la libertad de ambos. “Estuvimos cuatro días en manos de la policía —recordaría Costa—, pero ésta se negó a dar informes cuando mi mujer, María Esmoria, presentó un recurso de hábeas corpus ante el juez Nicolás González Goytía.” La crónica de la época registra la liberación de Costa y Alabau en la tarde del 6 de julio, cuando ambos descendieron de un camión celular frente a la puerta de la casa matriz del Banco Español y el propio gerente de esa entidad decidió pasearlos por todas las secciones para que los huelguistas de brazos caídos se convencieran de su liberación y reiniciaran el trabajo. Claro que ese funcionario no previó la algarabía que se desató cuando los dos rehenes aparecieron con sus rostros somnolientos y barbudos, en medio de una ovación.

Los delegados que dos años antes habían actuado en la improvisada comisión pro reforma, decidieron esta vez nuclearse en el Movimiento Popular Bancario, un nuevo organismo creado para sustituir la inoperancia del sindicato cegetista. El 1º de agosto esa huelga también fue declarada ilegal y la represión se cobró sus primeras víctimas con la exoneración del cuerpo de delegados del Banco Hipotecario Nacional y de 80 empleados del Banco Industrial; una medida que desató fuertes discusiones en el Congreso de la Nación, entre los diputados Emir Mercader (radical) y Angel Miel Asquía (peronista). Los huelguistas fueron reemplazados con funcionarios ministeriales (que ayudó a reclutar el secretariado de la CGT) y los despidos se hicieron masivos. “Debimos organizarnos clandestinamente para obtener el apoyo de las sucursales del interior, pero la policía comenzó a detenernos y nos recluyó veinte días en Villa Devoto; lo suficiente como para debilitar a la conducción del Movimiento Popular. Cuando las cesantías alcanzaron a dos mil empleados, la huelga se quebró y todos volvieron al trabajo. Esos dos mil cesantes recién fueron reincorporados en 1955”, concluyó el testimonio de Costa.

Gráficos en huelga

Similar suerte también corrió el gremio gráfico en marzo de 1949, durante la huelga que paralizó los talleres y silenció los diarios durante un mes. Convertido en empresario, el oficialismo regenteaba el grupo de empresas que formaban la cadena de diarios adictos al gobierno, aunque con escasa generosidad patronal: los sueldos de los peones eran muy bajos y en una asamblea realizada en la Federación de Box (Castro Barros 75) estalló el conflicto. La lista peronista, que acababa de ganar las elecciones de la Federación Gráfica al grupo tradicional capitaneado por Riego Ribas, quiso forzar la aprobación del convenio recurriendo a una vieja treta: someterlo a votación por signos y, sin contar las manos levantadas, declarar “evidente mayoría” cuando a todas luces se trataba de una manifiesta minoría. Ese fue el motivo desencadenante, pues a nadie escapaba que las flamantes autoridades de la Gráfica defendían los intereses empresarios por lealtad política, contra la voluntad de los delegados gremiales.

“Formamos enseguida un comité de huelga con los delegados de los principales talleres y actuamos por nuestra cuenta, sin contar con la Gráfica. Empezamos con paros parciales hasta que nos cesantearon y se declaró el paro general”, recordaría Radamés Augusto Grano (socialista), el delegado de Alea que llevaba la voz cantante de los huelguistas.188 El conflicto afectó directamente a los diarios oficialistas (La Razón, Crítica, Noticias Gráficas, Democracia, El Líder y El Laborista), con una sola excepción, El Mundo, pues en los talleres de Editorial Haynes el gobierno hizo funcionar las máquinas apelando a las aptitudes de los presidiarios. Superadas por las bases, las autoridades de la Gráfica optaron por renunciar y facilitar así la intervención cegetista, que designó a Cecilio Conditi con plenos poderes. Este buscó por todos los medios quebrar el movimiento, pero la ilegalidad del paro (decretada por la secretaría de Trabajo) y los 312 detenidos habían endurecido al gremio. “Pudimos aguantar treinta días, hasta que trajeron carneros de Chile y Uruguay, y los talleres volvieron a funcionar”, dijo Grano.

Ferroviarios en huelga

Los movimientos gremiales que no acataban las directivas del gobierno estaban condenados a un destino inevitable, que se iniciaba con la declaración de ilegalidad y concluía con las cesantías masivas. Un camino que, sucesivamente, también recorrieron los trabajadores textiles, metalúrgicos, telefónicos, plomeros, navales, portuarios, marítimos, papeleros, azucareros y de la construcción. Pero quizás el saldo más desfavorable lo obtuvieron los ferroviarios, cuando se lanzaron a la huelga a principios de 1951, estimulados por dos corrientes políticas: una opositora, que especulaba con la tradición socialista del gremio, y otra dentro del oficialismo, encarnada por los coroneles Castro y Mercante.

El 16 de enero de ese año, cuando Castro fue reemplazado en el ministerio de Transportes por el ingeniero Maggi, simultáneamente se dio a conocer un aumento de treinta centavos por hora en los viáticos para el personal ferroviario. Pero el conflicto estaba a punto de estallar, pues la comisión directiva de la Unión Ferroviaria era desconocida por la mayoría del gremio, nucleado ahora en torno de un organismo paralelo: la Junta Consultiva de Emergencia. Uno de sus integrantes, Antonio Scipione (ex presidente de la UF), recordó que “la inoperancia de las autoridades sindicales nos obligó a asumir la representación gremial a través de esa comisión interferrocarrilera durante los primeros conflictos, en 1947 y 1948”.189 El comando de la UF, en manos de Pablo Carnero López, debió ser relevado y la CGT se encargó de pedirle la renuncia. “Su acción había sido negativa y por eso se reemplazó a la comisión directiva en pleno”, admitió José Alonso, a quien se envió como interventor junto con Héctor P. Brown y Cosme Givoje en nombre de la central obrera (ninguno de los tres era ferroviario). “Convocamos enseguida a elecciones, pero el proceso es muy lento en ese gremio y en el ínterin se produjo la huelga”, agregó Alonso.

La junta denunció que se prohibía a los señaleros reunirse libremente en Temperley y convocó a los obreros a manifestar su repudio por la intervención del gremio, frente al local de la UF, en Independencia 2880. “El resultado —recordó Scipione— fue una tremenda represión policial, que disolvió la reunión a sablazos.” El 23 de enero la secretaría de Trabajo declaró la ilegalidad del paro y el flamante ministro de Transportes instó a retornar a sus puestos a todo el personal, mientras Evita recorría personalmente talleres y estaciones ferroviarias, intentando romper la huelga con su presencia. Las primeras sanciones alcanzaron a la Junta en pleno, y sus cuarenta miembros fueron cesanteados. Al otro día, Perón convocó a los dirigentes cegetistas para anunciarles “la inmediata movilización militar de los ferroviarios, esos ingratos que me pagan con una huelga inconsulta”.

En esa reunión, Perón expresó indignado: “Nadie más que yo sabe cuánto hemos hecho para satisfacer las necesidades de ese gremio. Ningún otro ha contado con tanta buena voluntad de parte del gobierno, hasta el extremo de llevar a los ferrocarriles a más de mil millones de déficit para poder atender a todas las demandas del gremio ferroviario”. Luego confesó: “Admito que frente a las reivindicaciones he sido débil, conscientemente débil. Nunca creí que se produciría una huelga como ésta, producto de dos mil agitadores y 148.000 indecisos”. El encendido discurso tendría un final dramático: “De todas partes me preguntan qué hago que no los meto en vereda”. “Hay que darles leña, mi general”, gritó alguien próximo a él. Y Perón respondió: “Un momento. No hay que proceder fuera de la ley. Yo les voy a aplicar la ley. Voy a decretar la movilización militar. El que vaya a trabajar, estará movilizado; y el que no vaya será procesado e irá a los cuarteles para ser juzgado por la justicia militar, de acuerdo con el código de justicia militar”. Antes de concluir, Perón les pidió a los cegetistas “autorización para tomar las medidas que corresponden, a fin de poner en su lugar a radicales, comunistas, anarquistas y socialistas que están actuando”, y les dijo cómo iba a proceder: “Les he de aplicar la ley. A esos señores radicales, comunistas y socialistas que vienen perturbando el panorama nacional, he de entregarlos a la justicia federal acusándolos de violar la ley de seguridad del Estado, para que se entiendan con los jueces que son los que van a juzgar, ya que yo no estoy para eso. Esos señores serán todos procesados, condenados y cumplirán su condena”. Ante la aprobación del auditorio, Perón hizo una pausa y consultó: “Como observo, compañeros, que en estas medidas hay asentimiento general, si alguno de los compañeros no está de acuerdo yo quisiera que lo hiciera presente”. Nadie se atrevió a disentir. Dice la crónica: “todos los presentes se ponen de pie y aclaman al general Perón”. Concluyó advirtiéndoles que tomaba estas medidas “autorizado” por ellos.190 Esa misma noche comenzó la movilización militar y al día siguiente el paro llegaba a su término. Centenares de huelguistas fueron a parar a la cárcel y miles de ferroviarios se quedaron sin trabajo.191

Seis meses después, en la madrugada del 1º de agosto, una serie de bombas estalló entre los durmientes del ferrocarril y varios actos de sabotaje (choques de locomotoras, señales rotas y vías cortadas) obstruyeron el servicio ferroviario en la zona urbana. Parecía la respuesta que daban los dirigentes de La Fraternidad (el sindicato de maquinistas) por el reciente asalto a su sede gremial. “Habíamos decidido que si nos atacaban íbamos a la huelga”, recordó el ferroviario socialista Jesús Fernández,192 entonces presidente de La Fraternidad, quien también admitió que estaban estimulados por una conspiración política en marcha, de la que participaban los principales dirigentes de la oposición.

Algunos detalles de ese complot fueron relatados por Américo Ghioldi: “El general Benjamín Menéndez nos convocó a una quinta y fuimos Arturo Frondizi, Reynaldo Pastor y yo. Pidió apoyo para su revolución, pero nos previno que los ferroviarios debían esperar un poco”.193 “La huelga era sorpresiva —explicó Fernández— y simultánea con los estallidos, que debían coincidir a la hora cero. Un rato antes, Frondizi nos vino a pedir que desistiéramos, porque los militares no iban a poder salir. Pero ya era tarde, las bombas que los muchachos de la Fuba habían preparado en sus laboratorios de química, estaban a punto de estallar. Lógicamente, el movimiento fracasó y al otro día fueron todos presos. Yo pude esconderme y escapar en bote al Uruguay, por Entre Ríos.”

Fue así como comenzaron a desfilar por la penitenciaría nacional de la calle Las Heras, primero, y la cárcel de contraventores en Villa Devoto, después, centenares de detenidos “a disposición del poder ejecutivo”. Todos ellos sin proceso, porque no había leyes para condenar a los huelguistas, sino simples decretos dictados por el gobierno militar en 1945.

Represión policial y militar

La detención cumplía un efecto inmediato al ablandar la resistencia de los huelguistas y por eso se hacía innecesario prolongar los encarcelamientos una vez resueltos los conflictos. Sin embargo, había algunas excepciones que Perón se preocupó en deslizar, para que se les diera un tratamiento distinto. “Hay que terminar con Ciprianito”, comentó, y ésa fue la orden para aplacar la rebeldía de Cipriano Reyes, quien aprovechaba su escaño en la Cámara de Diputados para señalar “las desviaciones del líder” y volcaba contra el presidente todo el peso de su influencia en el gremio de la carne. Quizá Perón no imaginó que ese comentario suyo sería interpretado tan fielmente por algunos subordinados, cuando en la mañana del 4 de julio de 1947 se enteró de que una ráfaga de ametralladora había intentado terminar con la vida de Reyes, apenas éste salía de su casa particular, en La Plata, para viajar a Buenos Aires. La única víctima resultó ser Ignacio Fontán, el chofer del taxi que debía llevarlo a la estación ferroviaria, quien quedó con la cabeza incrustada en el volante y un balazo mortal en la frente. Reyes y su guardaespaldas Julio Ernesto Quiroga se salvaron milagrosamente, arrojándose al piso del automóvil. Pocas horas después (eran las ocho de la mañana), el diputado laborista llegaría al parlamento con las huellas del atentado en su rostro: sus mejillas rasguñadas por los vidrios astillados, el ala del chambergo perforada de un tiro y una mueca de indignación que provocó el estallido parlamentario.

“Esto es como acercarse a dos metros de un tigre y errar el tiro”, deben haber pensado los responsables del atentado. Perón autorizó a que se endosara públicamente la culpa a los comunistas (“Ellos siempre lo combatieron a Ciprianito.”), pero no se resignó a que la fiera quedase suelta y malherida. Alguien propuso enjaularla, y tiempo después se fraguó un complot para culpar a Reyes y quitarlo de circulación. La trama fue urdida en la policía federal y enredó también a los laboristas Walter Beveraggi Allende, Dardo Trinidad Cufré, Luis Eugenio García Velloso y al capellán Víctor Jorba Farías. A todos se los detuvo el 25 de setiembre de 1948 “por conspirar e intentar el asesinato del presidente y su esposa”, y se los condujo a la comisaría octava, donde la sección especial les daría uno de sus acostumbrados tratamientos. “Nos sometieron dos veces a la picana eléctrica en un mismo día —recordó Reyes—; pero eso sí, siempre con revisación médica antes y después. Hacían las cosas bien. Levantaron el sumario copiando el mismo texto que figuraba en los diarios de la tarde, porque el gobierno había dado publicidad al proceso antes de realizarlo. Un oficial leía la sexta edición y dictaba el sumario íntegro; después nos obligaban a firmarlo. De ahí nos llevaron ante el juez Oscar Palma Beltrán, quien no encontraba elementos de juicio para condenarnos. Cuando yo iba a contarle las torturas sufridas, el comisario Cipriano Lombilla me tomó de un brazo y susurró en mi oído: Viejito, aquí no ha pasado nada y vos sos lo suficientemente vivo como para no querer volver allá arriba. ¿No es cierto? Finalmente, Palma Beltrán cumplió su promesa y nos liberó; pero a los pocos días la cámara de apelaciones revocó el fallo y retornamos a la cárcel. En el ínterin, Beveraggi Allende logró huir del país. El resto íbamos a quedar encerrados hasta 1955 porque el proceso duró cuatro años; nos condenaron a cinco de reclusión, pero de lo que llevamos cumplidos sólo nos computaban la mitad. O sea que, en total, del 48 al 55, fueron siete años. Cumplida la condena, el director de Institutos Penales, Roberto Pettinato, se presentó ante el juez Carlos Augusto Gentile y pidió la reforma del cómputo, alegando que había un error. El juez hizo lugar y nos agregaron otros seis meses. Entonces protesté y le dije de todo al magistrado. Gentile me ofreció la excarcelación condicional y no la acepté. Es la primera vez en la historia judicial que un preso rechaza su libertad, me dijo. Le respondí que también era la primera vez que se modificaba un cómputo después de cumplirse la condena.” 194

Reyes había dedicado buena parte de su estada en Villa Devoto a estudiar inglés y derecho romano, y optaba por firmar sus propios escritos. “A mi abogado, Luis Reynal O’Connor, no lo dejaban en paz y yo prefería presentarme por derecho propio”, explicó. Esos siete años de encierro tienen una explicación que los propios adversarios de Reyes no ignoran: “Perón lo mantuvo encerrado porque le tenía miedo. Cipriano había jurado matarlo cuando saliera de la cárcel y él sabía que era capaz de hacerlo. Le hicieron un proceso infame”, explicó Eduardo Colom, quien estuvo a punto de tirotearse con Reyes.195“Pero el caso más inaudito fue el de García Velloso, a quien a pesar de estar ciego lo acusaron, como a nosotros, de intentar poner bombas y luego lo dejaron seis años en la cárcel. Debíamos llevarlo al baño, sacarlo al recreo y darle de comer. Su mujer, Lía Spangenberg, también sufrió siete meses de encierro”, concluyó Reyes con indignación.

El decreto 536, dictado en 1945, serviría de base en 1949 para introducir determinadas reformas a la Constitución Nacional e institucionalizar la represión de “delitos contra la seguridad del Estado”, como se los llamó inicialmente. “Los dos primeros artículos de aquel decreto fueron el antecedente nacional, inmediato y directo de los artículos 15 y 21 de la nueva Constitución. Las penalidades para las doctrinas y actividades interdictas, que van de seis meses a cinco años de prisión, se aplicaban no sólo a los directamente responsables sino también a los afiliados a las organizaciones supuestamente subversivas, al que entregare o prometiere recompensas o elementos para facilitar esas actividades, a los que arrienden o proporcionen casas o locales para las reuniones, a los que impriman, reproduzcan o distribuyan propaganda de dichas finalidades”, observó el abogado Marcos Armando Hardy en un minucioso ensayo.196

Hardy, que asumió primero la defensa legal del estudiante comunista Ernesto Mario Bravo —preso y torturado— y luego la de un núcleo de huelguistas ferroviarios, compartió finalmente con sus defendidos y con otros letrados la cárcel impuesta por el gobierno a quienes desobedecían. Para ese entonces la legislación en vigencia era suficientemente clara al respecto: “Será reprimido con prisión de seis meses a tres años el que, en cualquier forma, promoviere la declaración de una huelga de empleados u obreros que presten servicio en reparticiones oficiales o empresas semioficiales”. Esa disposición comprendió a los ferroviarios y fue la que engendró, el 25 de enero de 1951, el decreto 1473, que sirvió para aplicar a esos 150.000 obreros una flamante ley: la de organización de la Nación para tiempo de guerra. La misma suerte pendía sobre las cabezas de los otros gremios en huelga, pues las leyes castigaban por igual a trabajadores de las empresas estatales como de las privadas: “Será reprimido con prisión de dos meses a tres años el que, por cualquier medio, estimulare el mantenimiento de una huelga en establecimiento particular, que haya sido declarada ilegal por autoridad competente”. Todos esos delitos eran penados con sentencias dobles “si se cometen en tiempo de guerra”, cosa que ocurrió cuando se estableció por ley el estado de guerra interno.

Recordaría Hardy que, en la Convención Constituyente de 1949, el diputado peronista Hilario Salvo se opuso a la inclusión del derecho de huelga, alegando que “trae la anarquía y pone en duda de que, en adelante, nuestro país será socialmente justo”. Era una manera de interpretar fielmente la doctrina instaurada por Perón desde la secretaría de Trabajo, cuando el 10 de marzo de 1944 obligó a los obreros a radicar sus reclamaciones ante ese organismo, a través de la resolución nº 16 que les prohibía realizar paros parciales o totales “so pena de declararlas ilegales en el acto”.

Huelguistas y abogados presos

Los paros ferroviarios de 1951 llevaron a la cárcel no sólo a centenares de huelguistas, sino también a todos aquellos que militaban en organizaciones sindicales al margen de la dirección peronista o que debían purgar algún delito irreparable. Este último caso fue el del viejo gremialista Jacinto Oddone, único culpable de que la central obrera argentina quedara sin representación en el congreso de la Federación Sindical Mundial, realizado en Ginebra en 1949. “Aquella vez —recordó Oddone, a los 86 años— les gané de mano a Freire, Espejo y Valerga, quienes representaban a la CGT peronista. Yo fui a Ginebra como delegado del Comité Obreros de Acción Sindical Independiente (Coasi), una pequeña agrupación que resistía la verticalidad peronista, y llegué con bastante anticipación para poder informar sobre la verdadera situación argentina y la ilegalidad de las huelgas. Dije que la delegación cegetista representaba a la represión oficial contra el movimiento obrero, maniatado y perseguido. El delegado de la Trade Unions, compañero Robert, me sugirió entonces editar el informe en un folleto traducido al inglés y distribuirlo entre los delegados. Así lo hice y el 26 de junio, al inaugurarse las deliberaciones, les descargué un discurso más explicativo aún. Ya estaban todos sobre aviso, y la asamblea me dio la razón, pues los argumentos peronistas se quebraban con facilidad. Espejo y Valerga me gritaron de todo y amenazaban con darme una paliza si no me callaba. Terminé el discurso y ellos se retiraron, pero a la salida quisieron agredirme; muchos delegados me rodearon e impidieron el ataque. Tuvieron que volverse a Buenos Aires derrotados y prepararon su venganza, la que recién pudieron hacer efectiva dos años después, cuando me adjudicaron, como a tantos otros, la responsabilidad de la huelga ferroviaria. Estuve más de un año preso en Villa Devoto.”197

Oddone, que cumplió 70 años en una celda de aquel presidio, era socialista; había iniciado su militancia sindical en 1896 en el gremio maderero y en 1930 escribió el primer ensayo sobre la clase alta y el origen de sus fortunas.198

Junto con Oddone y los huelguistas ferroviarios, en 1951 también fueron alojados en Villa Devoto los integrantes de la comisión de coordinación gremial del Partido Socialista, cuya actividad fue decisiva en los conflictos sindicales. Ellos eran: Haroldo Costa (bancario), Radamés Augusto Grano (gráfico), Genio Epifanio (textil) y Angel S. Di Giorgio (tranviario).

“Hasta ese momento —recordó Grano— se aplicaban penas leves, de un mes de cárcel, apelando a recursos ridículos: infracción a ordenanzas municipales o a edictos policiales. Yo me salvé pero no pude impedir que vigilaran mi casa, hasta que un comisario me dijo crudamente: Mire, usted está fichado y sabemos en qué anda. Esta es la primera advertencia; habrá una segunda, pero a la tercera le ponemos la boleta en el bolsillo, como hacemos con los quinieleros. Así que ya sabe. El 24 de enero de 1951, por la noche, allanaron mi domicilio y me hicieron la boleta; fui preso. Entonces me aplicaron la ley de delitos contra la seguridad del Estado y me condenaron a tres años de cárcel y 10.000 pesos de embargo. El juez Miguel Vignola me calificó como técnico número uno en huelgas, de acuerdo con el informe policial que tenía en sus manos cuando me tomó declaración, en presencia de un funcionario de Control de Estado. Vignola ostentaba en su solapa el distintivo del Partido Peronista, y cuando le pregunté si se trataba de un magistrado o de un afiliado político el que me iba a juzgar, respondió con una sonrisa: Pero, hombre, yo he sido discípulo de Alfredo Palacios... Claro que eso no atemperó la sentencia.”

Con la intentona del general Menéndez, a fines de setiembre de ese mismo año, la cárcel se pobló de nuevos huéspedes, en su mayoría dirigentes conservadores, que fueron hospedados en la planta baja. También llegaría el coronel José Francisco Suárez, a quien el juez Miguel Rivas Argüello mantuvo detenido seis meses y luego se declaró incompetente para juzgarlo, dándole traslado a la justicia militar.

Figuraba en ese grupo el periodista Octavio Rivas Rooney, a quien habían exonerado del diario El Mundo por plegarse a una huelga. Cuando fue a reclamar su indemnización, lo detuvieron y fue incorporado al expediente ferroviario. Su producción literaria creció entre los muros de la cárcel, donde escribió dos nuevos poemas: Canto a la resistencia y El celular quinto, con los nombres adjudicados a cada celda: “Café de los Angelitos”, habitado por los ferroviarios Isidro Campodónico y Antonio Luchi Guerra; “El comisariato”, que Oddone compartía con Osvaldo Martínez y Enrique Mirambell; “El suspiro del gato negro”, donde roncaban Lorenzo Martorelli y Luis Senatore; “Montparnasse”, que hospedaba a Omar Restano y Tito Acerbi. Los grandes debates políticos tenían por escenario la celda de Grano y Costa, llamada “Jabonería de Vieytes”.

A los gremialistas encarcelados se sumarían también sus abogados defensores, una vez que fracasaron todos los intentos legales por obtener la libertad. Hardy, que defendía a los presos comunistas, se encontró allí con otros tres colegas: los abogados socialistas Emilio Carreira, David Tieffenberg y Andrés López Accotto. “El proceso se caratulaba Julio Falasco y otros”, recordaría Tieffenberg, quien contabilizó seis meses de encierro en esa oportunidad, o sea la mitad que su colega Carreira. “Nos dividimos en dos equipos: uno de limpieza y otro de cocina. Yo me incluí en este último y pelaba papas, pero las mejores obras de arte culinario las hacía Carreira, un hombre de una calidad humana ejemplar para convivir en una prisión. Durante mi permanencia allí murió mi padre y me llevaron custodiado al sepelio”, dijo Tieffenberg.199

Tieffenberg admitió que “a ningún gobierno se lo enfrentó tan duramente como a Perón, con frecuentes atentados y huelgas para precipitar su caída”, y justificó la represión “porque se trataba de una oposición en los hechos, no puramente declamatoria como otras veces”. También explicó su actitud de aquella época, con definiciones ideológicas: “El peronismo proponía la armonía de clases y los marxistas hablamos de lucha de clases, algo muy diferente. Para aquel gobierno la legislación laboral era un fin en sí mismo y para nosotros apenas un medio; ellos adjudicaban a la organización sindical un objetivo meramente gremialista y nosotros lo vemos también como un bastión revolucionario que sirva para cambiar las estructuras. Por eso hice planteos internos en mi partido y traté, vanamente, de que nos colocáramos a la izquierda del peronismo y no a la derecha como se hizo, mezclando nuestra sigla con sectores oligárquicos. En esa lucha estuve junto a Julio V. González, Arnaldo Orfila Reynal, Dardo Cúneo y Adolfo Rubinstein”. Tieffenberg publicó un interesante estudio sobre la legislación social del peronismo, en el que no escatimaba sus duras críticas.200

Todos los presos del grupo socialista saldrían de la cárcel en febrero de 1952, cuando Enrique Dickmann gestionó por su cuenta la liberación. “Nos habíamos negado reiteradas veces a firmar el pedido de indulto, porque exigíamos justicia, no el perdón presidencial —explicó Grano—, y esa vez tampoco quisimos salir, pero nos echaron del penal.”

Desinteresada de la política y de las vicisitudes que afectaban a los hombres públicos y a los gremialistas —sus cárceles, torturas y exilios—, la masa obrera e importantes sectores de la clase media vivían ansiosos de una rápida mejora en sus condiciones de vida y no creían oportuno retacearle su apoyo al gobierno.

El movimiento obrero organizado

Al principio, a Perón le encantaba repetir que “en los sindicatos no debe entrar la política”. Lo proclamó durante el régimen militar y lo reiteró en los primeros años de su gobierno. Varios discursos suyos contienen esta aseveración.201 Pero al mismo tiempo hablaba de “paralelismo entre justicialismo y sindicalismo”, y cuando decía sindicalismo apolítico en realidad quería decir sindicalismo justicialista.202 Este sofisma caló tan hondo que era común —y lo sigue siendo— escuchar esta frase: “A mí no me interesa la política, yo soy peronista...”. Ese era su objetivo y para eso fue montando un gran aparato sindical con asistencia económica del Estado, que él mismo definió sin eufemismos con estas palabras: “Sindicalismo y justicialismo realizan actividades complementarias, los liga ya una trabazón que nadie podrá quebrar, y por eso mismo el Estado pone sus recursos crediticios al servicio de los sindicatos, para que puedan ampliar su órbita de acción y en consecuencia ser más útiles al país. Este año habrá que trabajar fuertemente para terminar con la organización. 1951 es el año de la organización sindical en el movimiento justicialista, y para fines del mismo debemos tener los sindicatos con sus locales sociales, escuelas sindicales, proveedurías y con su autodefensa organizada”.203

En 1951 se inició el “curso universitario de sindicalismo justicialista” y para enseñarlo se crearon cuarenta escuelas sindicales dependientes de la CGT. En esta materia él mismo dictaba cátedra desde las páginas del diario Democracia: “De la misma manera que el capitalismo y su gobierno atacan al justicialismo y su gobierno, la central obrera capitalista ataca a la organización obrera justicialista argentina. Es un gran honor que comparten millones de argentinos, que no tienen ni el cerebro marchito ni el corazón intimidado”. Perón decía que la “central obrera capitalista” era la OIT (Organización Internacional del Trabajo), a la que definía como “una troupe de asalariados intelectualoides, al servicio del capitalismo internacional, que representó siempre una misma comedia, ya hoy muy conocida” (del mismo artículo de Descartes).204 Sobre ese adoctrinamiento, dice Jorge Correa: “Perón creó un nuevo tipo de dirigente, educado en las escuelas peronistas. La nueva elite fue así diferenciándose más y más de la anterior, abandonando los resabios del socialismo y el anarcosindicalismo y asumiendo las posturas que se le dictaban verticalmente, sin derecho a crítica o análisis exhaustivo. Esta elite cegada por una causa impuesta, que actuaba maquinalmente según directivas recibidas, fue fácil de seducir por los halagos de la corrupción”.205

Correa también explica cómo el método fascista se fue instalando en los sindicatos, para “unificarlos bajo la tutela del Estado justicialista”. Al respecto, señala que las asambleas eran cada vez menos, que en ellas “comienzan a verse bandas de matones regimentados”, que las elecciones sindicales eran más espaciadas (“cada cuatro años o más, en vez de dos”) y que un congreso de la CGT modificó su estatuto en 1950 para legalizar la persecución ideológica, a través de esta enmienda: “Encomendar a las organizaciones afiliadas y a los trabajadores en general la eliminación de los elementos comunistas, francos o encubiertos, y de todos aquellos que se solidaricen con su acción, eliminándolos de los puestos de dirección e impidiendo que puedan ejercer su perniciosa influencia en los medios obreros”. A partir de este artículo 4º, los principales sindicatos incluirían una cláusula similar en sus estatutos.206

Perón cumplía así con lo prometido a los empresarios en su famoso discurso de 1944, cuando les había explicado que estaba organizando a las masas para evitar que fuesen a caer en manos de los comunistas: “Ese sería el seguro —les dijo—, la organización de las masas. Ya el Estado organizará el reaseguro, que es la autoridad necesaria para que cuando esté en su lugar nadie pueda salirse de él, porque el organismo estatal tiene el instrumento que, si es necesario por la fuerza, ponga las cosas en su quicio y no permita que salgan de su cauce”.207 El reaseguro era el que había descripto en la cena del 12 de diciembre de 1944: “Cien mil hombres bien armados para ponerlos en vereda” (ver capítulo 1).

Ese reaseguro se conoció con la persecución policial durante las huelgas y cuando Perón decretó la movilización militar de los ferroviarios. “Las principales de estas huelgas fueron reprimidas con inusitada violencia, centenares de militantes fueron a parar con sus huesos a las prisiones, mientras los sindicatos permanecían cerrados y sus dirigentes se tomaban obligadas vacaciones”, dice Correa, y observa que “durante el período del peronismo en ascenso, tan solo en la capital federal hubo 387 huelgas que involucraron a 951.624 obreros y empleados”.

Para el gobierno la actividad disidente era siempre “comunista” y esa calificación llegó a ser tan frecuente en Control de Estado —el organismo creado por Solveyra Casares—, que prácticamente todos los militantes opositores (gremialistas, universitarios, empresarios, artistas, escritores, etc.) quedaron así fichados en la policía, cualquiera fuese su ideología. Como esos antecedentes nunca se borran del todo, años después aparecieron incorporados a la SIDE y demoraron las visas de muchos pasaportes argentinos para entrar en los Estados Unidos.

El modelo del movimiento obrero organizado, impuesto para controlar a los sindicatos, no era novedoso. Se había experimentado en la Italia fascista, cuya ley de las corporaciones establecía: “La organización sindical o profesional es libre. Pero sólo el sindicato legalmente reconocido y sometido a la disciplina del Estado tiene derecho a representar legalmente todas las categorías de patronos y obreros del ramo, para que esté constituido”.208 Perón decía algo similar: “Los sindicatos son totalmente libres en sus decisiones y en la elección de sus hombres. El gobierno sólo les presta ayuda y, cuando es necesario, aconseja, porque desea que los sindicatos marchen paralelamente con la Nación”.209 En ambos casos se proclamaba una libertad inexistente, pues sólo se reconocía al sindicato adicto y el gobierno intervenía para que éste no se desviara de la ruta paralela.

La legislación social

Para los trabajadores, esa afiliación obligatoria a sindicatos sujetos al poder central y el sometimiento de sus dirigentes, era una imposición fastidiosa, pues su adhesión al gobierno no necesitaba ser compulsiva. La nueva legislación social los había hecho peronistas y querían seguir siéndolo, porque sus conquistas se iban consolidando. Carlos Alberto Kreimer resumió así esa legislación: “La creación de un fuero especial para la atención de los litigios laborales, no sólo significó dotar a la justicia de un procedimiento rápido y gratuito, sino que, además, adicionó una magistratura especializada con un criterio y sensibilidad particular (...) La vieja ley de despido (11.729), que protegía sólo a los empleados de comercio, fue extendida por la justicia laboral a todos los trabajadores dependientes (...) Se dictaron estatutos para el peón de campo permanente, el bracero temporario, el tambero-mediero, el trabajador de la zafra azucarera; se actualizaron tarifas de pago en efectivo (no bonos); condiciones laborales de higiene y normas de salubridad, vivienda, alimentación, horarios, vacaciones, etc. (...) La ley de convenciones colectivas de trabajo reconocía al proletariado urbano su evolución sindical y profesional”.210

Eran justas reivindicaciones, que los socialistas habían impulsado desde 1904 en el parlamento y que los gobiernos neutralizaban, unas veces negándose a sancionarlas y otras adormeciendo su aplicación. El peronismo las había convertido en leyes, más que en decálogos. Los derechos del trabajador estaban en esa legislación social, no en la adulonería de hacer de Perón “el primer trabajador”.211 El sociólogo Gino Germani fue aun más lejos, al señalar que “contrariamente a lo que se suele pensar, los logros efectivos de los trabajadores en ese decenio no debemos buscarlos en el orden de las ventajas materiales, en gran medida anuladas por el proceso inflacionario, sino en el reconocimiento de derechos, en la circunstancia capital de que ahora la masa debe ser tenida en cuenta, y se impone a la consideración incluso de la llamada gente de orden, aquella misma que otrora consideraba agitadores profesionales a los dirigentes sindicales”.212

178 Sobre las divisiones de la CGT ver Oddone, Jacinto: Gremialismo proletario argentino. Editorial La Vanguardia; Bs. As., 1949.

179 Silverio Pontieri fue entrevistado en mayo de 1967.

180 Luis Francisco Gay fue entrevistado en mayo de 1967.

181 Guillermo R. Solveyra Casares había sido jefe de policía del Chaco (1942) y de Córdoba (1945). Perón lo nombró jefe de Informaciones Políticas de la presidencia (1946). Había pasado de Ejército a Gendarmería.

182 Los detalles de este confuso episodio fueron reconstruidos por Juan Carlos Torre en “La caída de Luis Gay”. Todo es Historia, nº 89; octubre de 1974.

183 José Alonso fue entrevistado en mayo de 1967.

184 José Gerónimo Espejo fue entrevistado en mayo de 1967.

185 Gambini, Hugo: “La verdadera historia de la marcha peronista.” La Nación, 17/X/92.

186 Francisco Pérez Leirós fue entrevistado en mayo de 1967.

187 Haroldo Costa fue entrevistado en mayo de 1967.

188 Radamés Augusto Grano fue entrevistado en mayo de 1967.

189 Antonio Scipione fue entrevistado en mayo de 1967.

190 Habla Perón: “A los ferroviarios les hemos dado todo. No les dimos la Luna porque no la pidieron”. Discurso del 24/I/51, editado por la subsecretaría de Informaciones.

191 “Pasan de 2.000 los ferroviarios exonerados por no presentarse al trabajo.” Democracia, 25/I/51. (La crónica incluye la lista completa de los cesantes.)

192 Jesús Fernández fue entrevistado en mayo de 1967.

193 Américo Ghioldi fue entrevistado en marzo de 1967.

194 Cipriano Reyes: entrevista citada.

195 Eduardo Colom: entrevista citada.

196 Hardy, Marcos Armando: Esquema del Estado Justicialista. Su doctrina e instituciones político-jurídicas. Editorial Quetzal; Bs. As., 1957.

197 Jacinto Oddone fue entrevistado en mayo de 1967. Sobre esos episodios, Oddone dio una charla por radio El Mundo, el 19/XI/55, la que se editó en un folleto: El congreso sindical de Ginebra y la CGT peronista; edición del Partido Socialista; Bs. As., 1955.

198 Oddone, Jacinto: La burguesía terrateniente argentina. Ediciones Populares Argentinas; Bs. As., 1956.

199 David Tieffenberg fue entrevistado en mayo de 1967.

200 Tieffenberg, David: La legislación obrera en el régimen peronista. Talleres Gráficos Litoral; Rosario, 1955.

201 En sus primeros discursos, Perón decía: “Queremos sindicatos gremiales, no sindicatos políticos” (Mendoza, 8/X/46); “El gobierno auspicia el sindicato libre, no permitirá la intromisión de la política” (Córdoba, 31/X/44); “Que en vuestros sindicatos no entre la política” (Avellaneda, 29/IX/46); “Quien quiera hacer política, la haga fuera de los sindicatos” (CGT, 3/X/47). Ver Confalonieri, Orestes D.: Perón..., obra citada.

202 “Mi partido político está constituido por los sindicatos, porque yo no he venido al gobierno a hacer política, sino a trabajar por la clase obrera.” (Avellaneda, 29/IX/46.)

203 Discurso del 17/VII/51 a los delegados de la Federación de Obreros Mosaístas, que fueron a la casa rosada a pedirle que acepte la reelección presidencial.

204 “El sindicalismo en la política internacional”; Democracia (9/VIII/51). Perón escribía todos los jueves, con el seudónimo Descartes, una columna en el diario de la cadena oficialista. Sus artículos fueron recopilados en: Política y estrategia (No ataco, critico). Publicación oficial sin pie de imprenta, editada en 1952.

205 Correa, Jorge: Los jerarcas sindicales. Editorial Obrador; Bs. As., 1972.

206 Correa reproduce el mismo artículo que incluyeron metalúrgicos y textiles: “Todos aquellos que respondan a las directivas o ideas del Partido Comunista no podrán ocupar cargos representativos en la organización, sean directos o indirectos, que comprendan desde el delegado hasta el miembro directivo”.

207 Discurso en la Bolsa de Comercio, del 25/VIII/44. Perón reiteró esos conceptos durante la cena del 12/XII/44, en casa de Mauro Herlitzka (ver capítulo 1).

208 Mussolini, Benito: El espíritu de la revolución fascista. Antología de Escritos y Discursos. Recopilada por G. S. Spinetti. Ltterae Sociedad Editorial Americana; Bs. As., 1941

209 El sindicalismo justicialista a través del pensamiento de Perón. Subsecretaría de Informaciones; Bs. As., 1951.

210 Kreimer, Carlos Alberto: “La legislación social”. Nuestro Siglo. Historia gráfica de la Argentina contemporánea. Tomo VI. Editorial Hyspamérica; Bs. As., 1984.

211 En diciembre de 1943 —apenas se creó la secretaría de Trabajo y Previsión— José Domenech distinguió a Perón como “el primer trabajador”, durante un agasajo de la Unión Ferroviaria, en Rosario.

212 Germani, Gino: Política y sociedad en una época de transición. Editorial Paidós; Bs. As., 1971.