Capítulo I
La invitación

Irse no es dejar de estar. Durante años, cuando acá llegaba el invierno, yo sentía el verano de mi pueblo en el cuerpo. Ya no es así. La distancia y el tiempo han hecho su trabajo, lento pero constante. Han limado contornos, apagado sonidos y colores. Han convertido mi memoria del pueblo en algo oscuro, inmóvil. Muerto.

—¿Hace mucho que no va?

Esta historia empieza con una carta. Una carta de papel, dirigida a mi persona: Daniel Mantovani. Hace muchos años que me cuesta asociarme con mi nombre. Daniel Mantovani es un escritor extinto, cuya vida trasciende su obra.

—Hace mucho que no va, ¿no? —insiste Nuria. Y me saca de la carta, donde he estado sumergido hasta ahora. Proviene de mi pueblo, Salas.

—Sí, casi cuarenta años —le contesto—. Me fui a los veinte y nunca volví… Creo que hice una única cosa en mi vida: escapar de ese lugar. Mis personajes nunca pudieron salir de ahí, yo nunca pude volver. ¿Para cuándo es?

—A ver —Nuria toma la carta—: quieren invitarlo para el aniversario del pueblo, nombrarlo ciudadano ilustre y que dé unas charlas... Es para la semana que viene —dice y sonríe. A mí también me causa gracia, y un poco de ternura, ciertamente.

—¿La semana que viene? —digo, incrédulo. Pensar que puedo disponer de ese tiempo a tan corto aviso es desconocer por completo cómo funciona el mundo por fuera de los límites del pueblo.

Salas. La carta, su peso, su materia, me hacen pensar en el pueblo como un lugar real: un punto a setecientos treinta kilómetros de Buenos Aires, en un lugar preciso del mapa; con ocho, diez mil habitantes, con una laguna, con calles, plazas y árboles, con casas. Mi casa.

—¿Piensa ir? —la voz de Nuria me trae de vuelta aquí, a la realidad, a la reunión en la que reviso mi agenda con mi asistente, en mi casa en Barcelona.

—No, de ningún modo —le contesto. La idea incluso me hace gracia. Volver a Salas para ser nombrado “Ciudadano Ilustre”.

—Seguimos —le digo, y dejo el sobre en la mesa.

Nuria levanta la agenda y continúa recitando la lista de invitaciones, premios, homenajes que constituyen, desde hace años, mis únicas actividades; una especie de feria itinerante, un circo del cual soy la única y estelar atracción:

—Apertura de la Feria de Frankfurt…

—No.

—Del MoMA, para hacer una lectura pública…

—No.

—Es en noviembre, el 12… lo podría hacer coincidir con lo de Harvard…

—No creo, pero consúltame más adelante…

—Gala a beneficio de víctimas de asesinatos masivos en Sudán…

—No.

—En México, la entrega de la Orden del Águila Azteca…

—No… en todo caso lo vemos más adelante.

—Se lanza la obra completa en mandarín, en Pekín… Charla y firma de ejemplares.

Me levanto, doy unos pasos por este ambiente amplio, por el cual solía darme tanto placer caminar. Una casa de hormigón y vidrio construida sobre pilotes, de fachada libre, prácticamente sin divisiones en el interior, ubicada sobre una colina que mira a la ciudad, con ventanales corridos que permiten admirar la vista casi desde cualquier lugar. Una casa construida para mí, mi máquina de vivir, diseñada para cumplir con mis deseos y caprichos. Nuria sigue recitando nombres de personas, de universidades, de países. Yo me niego a todo con un simple movimiento de cabeza.

—Ahmed Elkosh, el director pakistaní, ganó todos los premios… Quiere los derechos de El rostro perdido para hacer una película. ¿Qué le digo?

—Que no. ¿No hay nada que contar de Pakistán? Que se ponga a escribir, esa historia ya está contada. ¿Qué más?

—Esto es lo de la Universidad de Osaka… debería asistir, es la segunda vez que se los cancela y ellos reacomodan todo por su agenda…

—Lo vemos después…

—Recibí un montón de mails y llamadas de su editor.

—Vicente... ¿Qué dice?

El pobre Vicente se preocupa por el estado de mis musas, porque la última vez que le mandé un manuscrito, el de El rostro pedido, fue hace cinco años. Es una preocupación razonable, porque un nuevo libro mío le generaría millones. Es lo que Vicente sabe hacer: tomar un manuscrito de Mantovani y convertirlo en millones de euros, pero para que eso ocurra yo tengo que hacer lo que sé hacer. Lo que supe hacer.

—Lo de siempre —contesta Nuria—. Da rodeos, pero lo que quiere saber de manera más o menos elegante es si usted está escribiendo.

—Dígale que sí, que siempre estoy escribiendo: cartas, conferencias, prólogos, recomendaciones, necrológicas, que si quiere junto todo y se lo mando —Nuria sonríe. Creo que me tiene lástima, pero la disfraza de eficiencia y discreción. Es una estrategia inteligente y, sobre todo, generosa—. Dígale que cuando tenga algo, él va a ser el primero en enterarse, ¿sí?

—Yo le digo —responde, y sigue—. Ha llamado varias veces su contable, quiere reunirse con usted antes de fin de mes, tiene todo cerrado, lo de Estados Unidos y Canadá, le falta cerrar España, está teniendo problemas con los operadores alemanes, pero dice que tiene una estrategia…

Me gustaría explicarle a Nuria, solo para sacarla del equívoco, que no se trata de una crisis. Que me niego, como lo haría cualquiera con un resto de dignidad, a asistir a más actos que constaten el fin de mi vida como artista, que, por otro lado, ya tuvo su correspondiente funeral. Fue hace cinco años, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Incluso compuse mi propia elegía para la ocasión...

¿Qué hace que un autor sea bueno? ¿Hay un canon que debe respetar? ¿Un autor puede ser bueno y a la vez gustarle a todo el mundo? ¿Puede no gustarnos un autor y a la vez parecernos bueno? Cuando decimos que un autor nos gusta… ¿Quiere decir que es bueno? ¿O simplemente que es alguien cuya obra nos tranquiliza y ratifica nuestras creencias? Cuando premiamos a un artista, ¿queremos decir que es bueno… o que era bueno?

Dos sensaciones encontradas me invaden al recibir el Premio Nobel de Literatura. Por un lado, me siento halagado. Pero por otro lado, y esta es la amarga sensación que prevalece en mí, estoy convencido de que este tipo de aprobación unánime tiene que ver, directa e inequívocamente, con el ocaso de un artista. Este galardón revela que mi obra coincide con los gustos y necesidades de jurados, académicos, especialistas... y reyes. Evidentemente yo soy el artista más cómodo para ustedes. Y esa comodidad tiene muy poco que ver con el espíritu que debe tener un hecho artístico. El artista debe interpelar, sacudir a la gente. Por eso mi pesar por mi canonización terminal como artista. La más persistente de las pasiones, el mero orgullo, me impulsa, hipócritamente, a agradecerles por haber dictaminado el fin de mi aventura creativa.

—… Dice también que surgió una propuesta de la consultora de la editorial que le parece apropiada pero solo para invertir lo que ingresa directo al agente, pero que necesita verlo con usted.

Nuria sigue hablando. Me parece que he visto el sol ponerse varias veces en esta charla. Le suena el celular, lo mira:

—Richard Anvil, el de Anvil Books de Nueva York.

—No —sacudo la mano, y ella rechaza la llamada—. ¿Terminamos acá?

Nuria asiente. Se levanta con su tableta, su agenda y sus papeles ordenados. Se acomoda los lentes y, después de derramar sobre mí una última mirada condescendiente, se va. Me quedo solo. Por fin.

La razón por la cual no escribo desde hace cinco años es incierta. En verdad, nada de lo que suelo usar como justificación alcanza para justificarme ante mí mismo. Le he dado muchas vueltas al asunto, y a lo mejor es eso lo que me impide escribir: la excesiva conciencia de mi dificultad. Pienso más en eso que en potenciales historias. He llegado a ponderar la idea de que mi próxima historia se refiera al hecho de que no tengo ninguna. Pero eso, también, ya está escrito.

No puedo dejar de pensar en la carta de Salas. En esa invitación absurda, que llega ahora cuando, muy a mi pesar, me he convertido en una persona famosa. Mi contacto con Salas se limitó a llamados telefónicos a mi padre, que duraron hasta su muerte, y al intercambio esporádico de cartas con algunos amigos —cosa que tampoco se prolongó mucho tiempo. Jamás un saludo formal, una felicitación, incluso cuando mis libros empezaban a trascender. Alguien, imagino, buscará sacar rédito con el retorno del hijo pródigo.

Pienso que en Salas están situados todos mis libros y, en este punto, incluso para mí, pareciera que ese lugar no existe más que en la ficción. En mi ficción. Eso quiere decir que, si llegase a ir, sería como estar asistiendo a una de mis obras, o a todas, en una suerte de profanación. Yo he tenido la precaución de no incluirme nunca en mis libros; siempre pensé que hablar de uno mismo era un ejercicio imposible, como desdoblarse. Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos versiones de mí mismo que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio… Pero más allá de estas elucubraciones, si jamás caí en la tentación de fabular sobre mi propia vida, fue porque mi vida siempre me ha parecido poco interesante.

Desde el balcón miro los tejados de las casas de Pedrables, más abajo los edificios, atrás la silueta de las grúas del puerto, al fondo el mar Mediterráneo y un cielo gris que se funden sin solución de continuidad. Esta ciudad que por sus formas, por su tamaño, por su historia, por la gente que la habita, pareciera ser el opuesto exacto de Salas: una copia en positivo. La ciudad en la que he escrito mis últimos libros. Atrás, Aida, mi única compañía, limpia los vidrios de las ventanas. Hay demasiadas ventanas en esta casa. Quizás por eso todo se siente tan vacío. Fijo mis ojos en el horizonte: es un avión que despega; que lleva a sus pasajeros quién sabe a dónde. Cuando me fui, la idea de convertirme en escritor, de ser un verdadero escritor, me mantuvo a flote durante muchos años, porque lograr eso no fue fácil. Recuerdo aquel primer viaje: los nervios, la sensación de estar saltando al vacío que se mezclaba con la convicción de estar haciendo lo correcto. Nunca había salido de Salas, pero era como si mi vida hubiera transcurrido sólo para prepararme para mi partida; para acumular una energía que debía servirme para ser escritor, para poder decir algo importante con mi obra. Una energía que se ha extinguido.

Entonces, pienso, quizás el momento sea ahora. Quizás este salto al vacío sea la manera de romper con el tedio, con esta secuencia interminable de actividades intrascendentes. Por qué no.

—Hola, Nuria.

—¿Sí? —al otro lado del teléfono la voz de Nuria se escucha tensa—. ¿Pasó algo?

Debe ser la primera vez que la llamo a su casa en años.

—Perdón, no, nada. ¿Podrá venir ahora?

—¿Está todo bien?

—Sí, todo bien.

—¿Quiere que vaya?

—Por favor.

—Ya mismo salgo para allá.

—Ok, la espero, gracias.

Una hora más tarde, Nuria se sienta frente a mí, deja la cartera en el piso y me mira expectante.

—Voy a ir —le digo. Su expresión evidencia que no sabe de qué le hablo. Me hace gracia, repito—: Voy a ir.

—¿A dónde va a ir?

Me mira con desconcierto. Es la primera vez que hago esto, su confusión es comprensible.

—A Salas —contesto.

—¿Piensa ir a lo de Argentina? —balbucea.

Asiento.

—Pero es la semana que viene —sigue balbuceando—, y tenemos todos los compromisos absolutamente confirmados.

—Ábrame la agenda en esos días.

—¿Seguro que va a ir?

—Sí, seguro.

Nuria hace una pausa, como para asimilar la noticia.

—¿Seguro? —repite. Me río, parece turbada.

—Sí.

—Bien. Entonces cancelo todo, compro los billetes y vamos.

—Voy a ir solo.

—No, pero… —menea la cabeza, enlaza los dedos de las manos— ¿no sería mejor que lo acompañe yo, como siempre? Por si necesita algo.

—Esta vez prefiero ir solo.

—Pero… —le cuesta, no está acostumbrada a este tipo de improvisaciones. Cómo explicarle esto que ni siquiera yo termino de entender, pero que en un nivel íntimo, inaccesible, siento la necesidad de hacer. Debo ir, y tengo que ir solo.

—Solo —le insisto a Nuria—, y no se tiene que enterar nadie. Ni acá ni en la Argentina. Nada de periodistas.

Su desconcierto muta en un gesto resignado y obediente. Respira hondo:

—¿Seguro?

—Solo. Asunto cerrado.

Acabo de terminar de empacar una maleta pequeña, como suelo hacer, en la que nada sobra; esta economía me permite entrar y salir rápido de los aeropuertos y así evitar discusiones con la gente que me reconoce y busca, casi sin excepción, detenerme para sacarse una foto con ellos. Esto es algo que solía molestarme y ahora me exaspera; la circulación y la distribución de imágenes por internet, que se da sin consentimiento de los retratados, me parece intolerable. Sin embargo esto no parece molestarles a los alegres fotógrafos de los aeropuertos, que tienen siempre sus teléfonos celulares dispuestos para la ocasión. Espero no tener incidentes de este tipo en el vuelo de esta noche.

Cerca del mediodía llega Nuria. Nos sentamos en los mismos sillones donde solemos revisar la agenda.

—Aquí le he preparado todos los datos para su viaje. Esta es la tarjeta de embarque de su vuelo, que sale esta noche a las nueve y veinticinco de la terminal uno. El coche va a pasar a buscarlo por aquí a las seis y media. Aquí tiene todos los datos de la empresa de seguro médico; si tiene cualquier problema llame a este número —me señala un número marcado con resaltador amarillo—, las veinticuatro horas.

Nuria saca un sobre de papel madera, del tamaño de una hoja, de la carpeta.

—En este sobre está su pasaporte —lo saca y lo deja sobre la mesa—, las tarjetas de crédito y dinero para el viaje, incluyendo algunos billetes chicos para que los use de propina si hiciera falta.

Nuria guarda el sobre en la carpeta, y sigue:

—En el aeropuerto de Buenos Aires lo va a estar esperando un auto de la intendencia de Salas, que lo va a llevar directamente al pueblo. No llegaron a mandarme el detalle de actividades de su visita, pero me dijeron que va a tener la agenda completa. Dijeron que todos sus gastos, incluyendo hotel y comidas, van a ser cubiertos por la municipalidad, así que no tiene que preocuparse por nada.

Nuria saca otra hoja de la carpeta. A esta altura me siento un poco abrumado por la cantidad de papeles, horarios y fechas. Ella continúa:

—Estos son los datos de su pasaje de vuelta. La tarjeta de embarque se la van a emitir en la intendencia de Salas, un día antes. Yo les voy a enviar un email para recordarles, así que usted no se preocupe. El traslado de Salas a Buenos Aires lo va a programar la intendencia. Le pedí que lo dejen tres horas antes del vuelo, con lo cual seguramente va a salir temprano a la mañana.

Abro la carpeta, paso las hojas, el sobre con la plata y el pasaporte. Hace cuánto tiempo, pienso, que no saco un pasaje de avión, que no reservo una habitación en un hotel ni llamo un taxi.

—Y por favor llévese esto —dice Nuria, mientras saca de su cartera un teléfono celular—. Solo tiene que…

—No, Nuria, gracias —le digo—. Usted sabe que yo no uso celular.

—Bueno, pero por esta única vez, es…

—Le agradezco mucho pero no —digo—. Logré evitarlo todos estos años, creo que voy a poder sobrevivir cuatro días sin ese aparato.

Nuria guarda el celular, revisa una vez más el contenido de la carpeta, me la entrega.

—Bueno, Nuria, muchas gracias por organizar todo. Estoy seguro de que no va a haber ningún problema…

—Y si hay un problema —me interrumpe—, usted me llama. A la hora que sea.

El avión comienza a descender. Me asomo a la ventanilla, pero el cielo está tapado de nubes y solo se ve una bruma densa y blancuzca. El comandante nos agradece por volar con su aerolínea y aprovecha para informar a los pasajeros —“no quería dejar de informarles”, dice, recurriendo al doble negativo rioplatense— que han compartido el vuelo con Daniel Mantovani, Premio Nobel de Literatura. Después se dirige a mí: señor Mantovani, dice, en nombre de la compañía, es un honor haberlo transportado. A esto le sigue un aplauso medido, breve, similar al que suelen hacer los argentinos cuando su avión aterriza. Yo tapo mis ojos con el antifaz esperando que de alguna manera la máscara me oculte íntegramente y me haga desaparecer al instante pero, claro, esto no sucede. Pienso en qué consistirá el honor de haber transportado a Daniel Mantovani, premio nobel: será algo comparable con haber desembarcado en Normandía y sobrevivido al cañoneo alemán: fue un honor combatir a sus órdenes, comandante Mantovani; he de relatarles esta heroica gesta a mis nietos algún día. O los aplausos: estamos orgullosos de haber viajado con Daniel Mantovani, premio nobel cuyos libros se pueden comprar con el diario dominical más cinco euros esta semana (la semana próxima un juego de té chino), que vive en Europa desde hace décadas y cuyo único contacto con Argentina han sido los gruesos cheques en concepto de derechos de autor que regularmente le remite su editor local. Escritor que desde hace cinco años no escribe. Un honor, realmente.

En el aeropuerto me espera un hombre joven, gordo y alto, que sostiene una hoja con mi nombre. Lo saludo; él sonríe y levanta un pulgar, y me indica que lo siga al estacionamiento, sin siquiera ofrecerse a llevar mi valija. En lugar del traje y la corbata que suelen tener los choferes que normalmente me buscan en los aeropuertos lleva unos pantalones deportivos y un chaleco que dan la impresión de no haber sido lavados en bastante tiempo. Nos acercamos al coche, y estoy ya por abrir la puerta cuando escucho: “Hey, el otro”. Mi compañero está subiéndose al auto de al lado: un vehículo viejo, destartalado, de no menos de quince años y con signos de haber sido tratado bastante mal en su larga vida. Abre el baúl y me mira mientras guardo la valija, luego lo cierra con un golpe seco y metálico. Voy a abrir la puerta de atrás y me pide que suba adelante, porque no tiene habilitado el auto para remís.

En ese instante estoy a punto de volver al aeropuerto, llamar a Nuria y pedirle que me consiga un transporte razonable, pero no puedo evitar pensar que esta persona hizo más de setecientos kilómetros en este auto solo para venir a buscarme; lo miro acomodarse los anteojos, que parecen minúsculos en comparación con el cuerpo enorme, y la imagen de alguna manera genera simpatía, hasta algo de ternura. Me repito lo que he venido pensando en estas últimas horas en el avión: estoy yendo a Salas y debo dejar mis costumbres, mis prejuicios, los privilegios a los que me he acostumbrado, aquí mismo. Como alguien que se desnuda para bautizarse en el río, se me ocurre. Así, como un converso, abro la puerta y subo al asiento delantero.

Mientras me pongo el cinturón de seguridad el chofer saca un paquete de cigarrillos y está a punto de prender uno. Yo le pido que no lo haga; está bien, me dice, un poco a regañadientes. Después salimos a la autopista. Trato de reconocer algo de este camino que transité solo una vez, pero todo —los árboles, la ciudad que muta a un campo llano y uniforme— se me hace vagamente familiar y al mismo tiempo ajeno, como desconocido.

—Son unas siete horas hasta Salas, ¿no? —digo, después de un rato, solo por decir algo.

—No, son seis, por un atajo que conozco —me contesta, y se ríe como si hubiera dicho un buen chiste o alguna ocurrencia genial. Después seguimos en silencio; el desvelo y la monotonía del paisaje me van llevando al sueño.

Me despierta un sacudón, como un salto, y por un momento no sé dónde estoy. El auto va por un camino de tierra, entre dos campos cercados con alambre y postes de madera.

—Este camino no lo conoce nadie. Nos ahorramos casi una hora —me dice el chofer.

—Y usted cómo lo conoce —le digo, a lo que él responde con un “y…” seguido de esa misma risa. Querrá decir, supongo, que es una especie de secreto profesional, algo que saben solo él y un puñado de elegidos. Prefiero no responder.

Los campos que flanquean el camino están cubiertos de una pastura verde amarillenta. Serán, imagino, campos de forraje para el engorde de ganado. Recuerdo el campo de mis abuelos, al que solíamos ir los fines de semana en el Gordini de mi padre. La casa blanca y enorme con el baño afuera y el gallinero atrás, el árbol alto y ancho al frente, al que me gustaba subirme y del que me caí una tarde. El dolor en mi brazo derecho era insoportable; hay que llevarlo a don Aparicio, dijo mi abuela, y ahí fuimos todos en el Gordini, yo con mi brazo entumecido envuelto en un pañuelo, apoyado en el regazo de mamá. Don Aparicio vivía en una casa muy chica con paredes de adobe, casi un rancho; recuerdo el pelo blanco asomando debajo del sombrero y el color amarillo de las uñas, el humo áspero del cigarrillo. Don Aparicio escuchó a mi madre, después se agachó frente a mí y me palpó el brazo: primero el hombro, después el resto, tramo a tramo, como si estuviera buscando algo. No está quebrado, dictaminó al final; dele de tomar media aspirina y déjele el brazo atado con el pañuelo un par de días. Mágicamente, el dolor desapareció en ese momento.

Algo debajo del coche suena como una pequeña explosión; después hay un ruido cíclico y un salto, como si estuviéramos andando sobre un camino de piedras. El chofer para el auto, se baja y mira las ruedas delanteras. Luego me mira y me muestra el pulgar hacia abajo mientras camina de nuevo al auto.

—Reventamos —me dice una vez adentro.

—¿Y va a cambiar la rueda?

—No, hace tiempo que ando sin auxilio ya…

—¿Y cómo sale sin auxilio?

Sacude la cabeza, no tiene qué decir. No puedo creerlo, y al mismo tiempo comprendo que era totalmente lógico que este coche que no está habilitado para remís, con este chofer no tenga auxilio.

—¿Y puede llamar a alguien? ¿Tiene móvil? —le digo.

—No, no uso. ¿Usted tiene? —me pregunta.

—No, tampoco uso.

Y vuelve a reírse, y esta vez su risa querrá decir que así es la vida, que estas cosas les pasan a todos, incluso a gente como él o yo. Quisiera decirle que mi decisión de no usar celular es coherente con una manera de vivir, y que la suya es producto de la más absoluta irresponsabilidad. Que nada nos emparenta. Pero regreso a mi idea original; estoy volviendo a Salas, y esto es, qué duda cabe, un modo de viajar muy al estilo del pueblo.

—¿Y estamos cerca? —le pregunto.

—No, cien kilómetros, estimo —el tipo sigue riéndose.

—¿Y qué se le ocurre que podemos hacer?

—Nada, cuando se den cuenta de que no estamos llegando van a salir a buscarnos.

—Claro, si encuentran este camino secreto que no conoce nadie. Joder.

Salgo del auto pegando un portazo y doy unos pasos por el camino. El sol se está poniendo y en breve va a comenzar a hacer frío. El chofer sale también, vuelve a inclinarse frente a la rueda pinchada, después se queda un rato mirando al horizonte, como si de esa manera pudiera forzar la llegada de la camioneta de auxilio. Y es que el campo aquí, en la pampa, es algo que se copia y se duplica a sí mismo hasta el infinito en todas las direcciones, y pareciera que para que algo —en este caso la camioneta— rompa esa circularidad, esa monotonía, habría que conjurar su existencia. Incluso el ruido de los grillos y otros insectos, que comienza a escucharse, parece imitar al paisaje, repitiéndose sin pausa. Recuerdo que una de las cosas que más me exasperaban de Salas en mi adolescencia era la lentitud de la gente en general, y de mis padres en particular, para moverse, para hablar, para tomar decisiones, para hacer o deshacer cosas. Pero cómo no pensar que esa lentitud era impuesta por el campo, en el que el tiempo está regulado por el crecimiento de una planta de trigo, por la temporada de lluvias, por la cosecha. Que eran la lentitud y la inmensidad del campo, que son una sola cosa, las que permeaban los límites del pueblo.

El chofer dice que va a hacer un fueguito porque se está haciendo de noche, y se pone a juntar pedazos de leña y hierba seca en la banquina. Los acomoda a unos metros del auto, después saca un encendedor e intenta prenderlos, sin éxito. Luego va a la banquina, recoge algo más de hierba seca y vuelve a intentar encender el fuego, otra vez sin suerte. Después, con las manos en la cintura, arrodillado, mira el montón de hierba y palos con un gesto inquisitivo. Supongo que le hace falta algo de material seco y combustible, que arda sin dificultad. Busco en mi valija uno de mis libros, arranco una hoja y se la llevo.

—Tome, a lo mejor con papel enciende —le digo. Él la toma, la prende.

—¿Ese libro lo escribió usted?

—Sí, pero úselo. Tengo varios, son para regalar.

La hoja produce una llama anaranjada, intensa. En un momento se encienden la hierba y los palos de madera, que crepitan.

—Qué imagen cursi —digo—, quemando mis propios libros para sobrevivir.

—¿Cómo dice?

—No, nada.

El chofer busca un poco más de madera y la arroja sobre el fuego, que se aviva y crece. Ya es casi de noche; el tipo se para una vez más y mira para el lado del pueblo, pero es claro que ningún vehículo se va a aventurar de noche por este camino sin luces. Yo de cualquier manera le pregunto si le parece que van a venir hoy; el chofer responde levantando los hombros, con una expresión vacía en la que podría leerse tanto que no sabe si van a venir a rescatarnos, como que el hecho de que vengan o no realmente le preocupa poco. Pero, pienso, de la actitud del chofer también podría inferirse que él, a su manera, entiende que no puede hacerse nada sobre lo que nos ocurrió y solo queda aceptar la situación tal como es. Y que, por extensión, mi mal humor y mi ansiedad son completamente inútiles. Lo suyo es el acceso a la iluminación a través de la supresión de lo racional, al estilo de los maestros zen. Ojalá yo fuera capaz de eso, aunque más no fuera por un rato esta noche.

El chofer camina hacia el auto y vuelve con una botella chica de agua y un paquete de galletas, que me ofrece. Nos sentamos frente al fuego. El calor, el trago de agua y el sabor dulce de la galleta me hacen sentir un poco a gusto.

—¿Y escribió muchos libros usted? —me dice.

—Sí, varios.

—¿Y cuánto le pone para escribir un libro?

—No sé, depende.

—¿De qué depende?

—De muchas cosas… a veces se hace difícil.

—¿Y por qué es escritor?

Tantos años escuchando esa pregunta y respondiendo frases elegantes, ingeniosas, hipócritas, producidas especialmente para asombrar o seducir al interlocutor de turno: un periodista generalmente, pero también un político, una estudiante de literatura. Respuestas que serían totalmente inútiles en este rincón perdido en medio de la pampa, a cientos de kilómetros del mundo. Tengo que reconocer que hay una cierta candidez en la pregunta de este hombre alto y gordo, seguramente más joven de lo que aparenta: ningún subtexto, ningún preconcepto, ninguna amenaza. Y sin embargo, de qué le sirve, para qué quisiera él esa respuesta.

—Y usted, ¿a qué se dedica? —retruco.

—Soy chofer del municipio.

—¿Y por qué es chofer?

—Porque es lo único que sé hacer…

—Ah… Yo igual.

Asiente con la cabeza, parece estar conforme con la respuesta. Ya es noche cerrada y no hay una nube. Miro el cielo y no tardo en reconocer el manto blanco de la Vía Láctea, las Tres Marías, la Cruz del Sur.

—Cuéntese un cuento… uno suyo… —me dice el chofer. Me sorprende que me pida que le cuente un cuento mío, y no que le lea uno. Es, imagino, como el pedido de un chico, y de alguna manera me desconcierta. Pero es algo genuino, sin una doble agenda ni intenciones ocultas, como suelen tener los pedidos que recibo. Hay una ausencia de malicia en la manera de ser del chofer que desarticula cualquier estrategia para negarme.— Dele, para pasar el rato…

—Bueno, le voy a contar un cuento —le digo. Pienso en una historia simple, pero intensa, que pueda ser contada sin perder su esencia, y me decido por un cuento viejo, que escribí hace muchos años. Tomo un trago de agua y arranco.

—Dos hermanos gemelos vivían en el mismo pueblo. Y como estaban enfrentados entre ambos y no querían ser confundidos, uno de ellos llevaba siempre barba, y el otro no. El de barba vivía muy modestamente, en cambio el otro era rico y vivía en un hermoso chalet que quedaba justo enfrente de una enorme fundición que era de su propiedad. Cada tanto recibía la sospechosa visita de lujosos autos negros que venían de la capital. Ambos hermanos visitaban con frecuencia el único cabaret que había en el pueblo. Es así que durante el último año lo único que los unía era la obsesión por una misma mujer: una prostituta pelirroja, que había venido del Paraguay. Compartir esta relación era un tormento para ambos. El rico convenció a la paraguaya para que se casara con él, y se fueron a vivir juntos. El otro entonces quedó sumergido en un dolor inmenso. Una noche, imprevistamente, se presentó en la casa de la feliz pareja con la excusa de zanjar las diferencias que tenía con su hermano. Salieron a caminar y a charlar por el predio, y sorpresivamente el de barba tomó un hierro que encontró por ahí y le asestó un golpe terrible, seco, en la cabeza de su hermano, que cayó muerto al piso. Después de eso acarreó el cuerpo y lo incineró en uno de los hornos de la fundición. Finalmente se afeitó con mucho esmero y se vistió con las ropas de su hermano. A la media hora estaba abriendo la puerta de la casa, donde la paraguaya lo esperaba para cenar. La pelirroja no notó ninguna diferencia, o vaya uno a saber… Se hizo la distraída por conveniencia. Lo cierto es que dicen que pasó los mejores meses de su vida, los más felices junto a esta mujer. Hasta que un día llegaron los hombres que venían de la ciudad, en sus autos negros y, confundiéndolo con su hermano… ¡Pum!

El chofer salta hacia atrás, espantado, como si el destinatario del disparo fuera él. Continúo:

—Lo liquidaron. Al parecer, para ajustar algunas cuentas pendientes que tenían con él, y que él por supuesto desconocía por completo. Y al igual que el de su hermano, su cuerpo no fue encontrado jamás. Fin.

—¿Terminó?

—La pelirroja se quedó con todo… —agrego, pero el chofer me mira, como si algo de la historia no acabara de convencerlo.

—Eran los gemelos Remoneda, ¿no? —dice al final.

—Es un cuento —respondo. El chofer mira el fuego, como concentrado, asiente con la cabeza.

—Y el cabaret era el Volcán.

El día ha sido largo y siento que mi paciencia se agota. Repito que es solo un cuento. Después le digo que estoy cansado, que voy a dormir. Mejor en el auto, me dice el chofer, porque está despejado y a la madrugada va a hacer frío. Me levanto y camino hacia el coche; el chofer me sigue.

El chofer ronca con una especie de crescendo, que arranca en un resoplido y termina en un gruñido de jabalí. Me tapo la cabeza con un suéter para intentar amortiguar el ruido, pero es inútil, no puedo pegar un ojo en toda la noche. Al final, casi de madrugada, logro dormirme pero me despierto un rato después con un dolor profundo en el cuello y en la parte baja de la espalda. Ya amaneció, en la claridad el campo se me hace otra vez interminable; necesito llegar ya mismo, pegarme una ducha, descansar un rato en una cama. El chofer duerme plácidamente, como si no estuviéramos encerrados en su auto que no anda, su auto roto y descuidado y sin rueda de auxilio, como si todo esto fuera un accidente del cual él ha sido solo una víctima. Siento un deseo enorme de bajarlo del auto a patadas y llevarlo así hasta el pueblo. Con cada ronquido, mi fastidio aumenta a un nivel que casi no puedo controlar. Le golpeo el hombro una y otra vez pero no reacciona. Como no sé su nombre —no se lo pregunté— le grito repetidamente señor, señor, hasta que reacciona. Le pido por favor que se despierte, que tenemos que irnos porque ya no aguanto más. El chofer sacude un poco la cabeza, me pide permiso no sé por qué razón, arranca un par de hojas del libro con el que ayer prendimos el fuego y se baja del auto. No entiendo qué va a hacer; por un momento se me ocurre que va a encender el fuego para hacer el desayuno, que quizás tenga una pava o un cacharro en el baúl para calentar agua y preparar un café. Pero el chofer se aleja varios metros del auto y de las cenizas de la fogata de anoche, se para cerca de un árbol, se baja los pantalones y se acuclilla. Comprendo que va a cagar, y que no le preocupa siquiera esconderse un poco. Tuerzo la cara al costado y cierro los ojos.

Me bajo del auto, flexiono un poco los brazos y las piernas, camino. El sol es todavía una mancha en el horizonte, deben ser recién las siete de la mañana. Supongo que quien quiera que sea el responsable de mi viaje en la municipalidad sabrá del chofer que mandaron, de su auto sin auxilio y de su atajo secreto, pero no estoy dispuesto a seguir esperando. Cuando el chofer vuelve —tranquilo, sonriente—, le digo que vamos a ir caminando.

—¿Está seguro? —me contesta—. Mire que son como cien kilómetros, eh.

—Estoy seguro. No aguanto más.

—Pero el auto… —me dice, esperando no me imagino qué respuesta. Podría decirle que lo mejor que puede hacer es dejar este auto aquí y no volver a buscarlo jamás; es más, para estar seguros de que no va a causarle más daño a nadie, quizás deberíamos rociarlo con gasolina y prenderlo fuego.

—Al auto viene a buscarlo después. Ahora nos vamos.

El chofer abre el baúl y me da paso para que saque la valija. Después cierra la puerta y me mira preocupado, sin decidirse. Temerá que se lo roben, como si fuera posible que alguien venga a este lugar a robarle su auto que está cayéndose a pedazos, que no puede moverse, que ni siquiera tiene una rueda de auxilio. Me impacienta más aún; vamos de una vez, le digo, y es casi una orden.

Comenzamos a caminar, yo adelante, arrastrando mi valija, que cada tanto se enreda en un matorral o se mete en un pozo, el chofer detrás, las manos en el bolsillo y una actitud displicente, casi alegre, que me saca de quicio cada vez que lo veo. Más o menos una hora después una camioneta alta, de cabina doble, se acerca por el camino tocando bocina. Casi no espero que pare, corro, tiro mi valija en la caja y me subo. El chofer llega al trotecito.

Hacemos una media hora por el camino de tierra y volvemos a la ruta. Ahora sí reconozco, aunque no podría precisar nombres o lugares, algunos caminos de tierra cercados por eucaliptus que se abren a la derecha o a la izquierda de la ruta, un silo gris, un arroyo estrecho y casi sin agua. La persona que nos lleva habla, supongo, con alguien de la intendencia: “Iban a pie, quedate tranquilo que están bien”, dice. Al llegar me sorprende el cartel con el nombre del pueblo, que está exactamente en el lugar que recuerdo; es una tipografía distinta pero tan triste como la de hace cuarenta años, de letras anchas y ubicadas casi a nivel del piso. Entramos por un acceso lateral, nuevo, y llegamos al hotel, también nuevo para mí: un edificio de ladrillo a la vista, de planta baja y primer piso, pintado de naranja y rosa, rodeado de una reja alta que se me antoja completamente innecesaria. Antes, el único hotel del pueblo estaba frente a la plaza; aquel era un hotel viejo ya incluso en esa época pero no tan feo como este. El conductor de la camioneta saca mi valija de la caja mientras habla por teléfono. Después me mira con incomodidad.

—Eh… El intendente le pide disculpas y le da la bienvenida a Salas —me dice—, y me pide que le avise que en un ratito pasa a visitarlo por aquí.

—No, no —lo freno—. Mejor paso yo después por la municipalidad.

—Perfecto —me responde, y se sube en la camioneta. Mientras arranca, el chofer saca un brazo por la ventana, que sacude mientras grita “¡chau, Daniel!”, con una sonrisa enorme, como si despidiera a un gran amigo.

En el hotel un chico joven me espera en la recepción. Claramente sabe quién soy; me saluda, evita el papeleo innecesario y me acompaña directamente a mi habitación. Mientras caminamos le digo que nadie debe saber que estoy alojándome ahí, y que no importa quién llame o venga a buscarme, debe decir que no sabe nada del tema. Le digo que tome nota del nombre de Nuria y que si ella llama le diga que estoy bien, que yo voy a contactarla durante la semana. Luego, cuando me abre la puerta, le dejo un billete de diez euros, que mira con incredulidad mientras me agradece.

La habitación es pequeña. Las paredes están empapeladas de un tono entre gris y violeta con unas estampas rococó. Hay una mesa de fórmica gris contra la pared, un par de sillas del mismo color; sobre la mesa un florero de cerámica con flores de plástico. Un televisor de tubo cuelga de un soporte metálico a unos dos metros de altura, en la pared que está frente a la cama. A la ventana la cubre una cortina de algún material sintético, brilloso, abundante en frunces y volados. Arriba, sobre la ventana, un cartel pegado en el acondicionador de aire indica “aire pedir por teléfono”; abajo, una moqueta roja, descolorida y gastada, tapa todo el piso. En la cama hay una toalla y un jabón. El conjunto me recuerda al departamento de la protagonista de Moscú no cree en lágrimas, una película que vi en los setenta, solo que un poco menos acogedor. Aquí, en este escenario soviético, pienso, voy a tener que dormir tres noches. Es un desafío.