EL AMOR LO CAMBIA TODO

Otra vez se había quedado dormida con el libro en la mano, sentada en el piso, con su torso apoyado en unos almohadones del sillón, cerquita del brasero. El calorcito de los rayos de sol sobre su cuerpo y la música de las chispas del fuego la vencieron.
—Vamos, mi niña —decía Blanca, la chaperona de Rosalía—. Ya están tuitas en el oratorio. Me parece que doña Ana tá encrespá que usté no llega, siempre la está renegando.
Blanca había tomado en sus brazos a Rosalía apenas la niña había nacido y desde ese momento supo que nunca se alejaría de su lado. Era la razón de su vida. Esa mulata caderona de buen semblante y cabellera rizada adoraba a las hermanas Ramírez, pero su preferida siempre había sido Rosalía.
—Vamos, vamos… que está el cura hoy, no se haga esperá.
Los miércoles por la tarde, casi sin excepción, se juntaban todas las mujeres de la casa, las vecinas y doña Ana también permitía que los criados creyentes participaran si ellos querían. El motivo de la reunión semanal era rezar el rosario en la capillita que estaba al costado de la estancia La Esperanza. Era pequeña y confortable; el altar estaba construido en piedra y madera y lucía un mantel blanco con finos bordados en los extremos. En las paredes podían observarse imágenes que había obsequiado oportunamente el padre Pedro Alférez. El sacerdote tenía la edad de don Julio y eran amigos desde la infancia. Años más tarde, Pedro comenzó sus estudios en Córdoba para luego viajar a España y regresar convertido en cura, dispuesto a ayudar a la orden Franciscana con la evangelización. Se había radicado definitivamente en Córdoba, y cuando viajaba eventualmente al campo, no perdía oportunidad de visitar a su amigo y su familia.
Esa tarde había venido a bendecirlas. Estaba de paso y había decidido pernoctar en La Esperanza, era muy peligroso andar solo en la oscuridad del campo salvaje. Con su visita a la capilla familiar, el rosario de ese día se había convertido casi en una misa.
Estaban todos, Lorenza Reinafé había concurrido a la cita, tal vez para pedir por sus hermanos... También había asistido doña Emilia Cabrera acompañada por sus hijas, Luz y Amalita, entre otras vecinas.
Doña Ana había dispuesto todo para que las sirvientas atendieran a las chaperonas, cocheros y caballos, mientras que en el comedor principal, las criadas se chocaban entre sí ultimando los detalles de la mesa.
Doña Lorenza nunca se quedaba para el té, apenas terminada la oración se trepaba a su tordillo, y sola como había venido, salía al galope bajo la mirada recelosa de las demás mujeres que se movían en volantas tiradas por caballos o mulas con grandes e incómodos vestidos.
—Lleva la vida de un hombre —dijo Juana, observando cómo se perdía bajo la polvareda mientras ellas iban saliendo de la capillita.
—Es una gran mujer, te quisiera ver a vos en su lugar… Cuando murieron sus padres ella no dudó un minuto en dejar su vida en Córdoba por cuidar y atender a su familia —dijo Teresa.
—Conoces muy bien a los Reinafé —agregó doña Ana, mirando seriamente a su hija y pensando en lo que había conversado con don Julio.
—Ay, madre. Todo el mundo los conoce... ¿Acaso Lorenza no es tu amiga?
—Y vos especialmente, ¿no, hermanita? —dijo Juana entre risas.
Todas las muchachas parecían conocer el secreto de Teresa, y su gran amor por Francisco Reinafé.
Teresa retó a Juana con su mirada para que dejara de hablar pavadas. Se dio cuenta de que su madre había descubierto su secreto. Y no era bueno a pesar del aprecio y el respeto que le tenía a la familia Reinafé. Sabía que pensaba igual que su padre sobre las cuestiones políticas.
Las tres hermanas siguieron caminando en silencio mientras que el resto de las mujeres se ponía al día con los últimos chismes. Ya conocían el recorrido. Doña Ana disfrutaba organizando pequeñas reuniones en su casa, a pesar del peligro y la incomodidad del traslado. Los encuentros eran magníficos, el despliegue de elegancia hacía lucir la vajilla de plata lustrada y las copas de cristal con bordes de oro, heredadas de su familia y traídas exclusivamente de España. Cada semana se repetía el ritual. No importaba si eran cuatro o veinte. La elegancia de la tertulia definía a la exquisita doña Ana. Ingresaban a la sala principal donde estaba el banquete esperando. Los pocos hombres que acompañaban a sus esposas se juntaban y conversaban sobre la complicada situación del país, mientras que las mujeres se ponían a tono con las últimas novedades vinculadas a la moda, comidas, criadas y vecinos ausentes.
Ya estaban preparadas las bandejas de plata y bronce que se destacaban con sus contenidos: queso de cabra cubierto con pimienta y miel, pan de ajo, fetas de jamón, tortas fritas, tarta de almendras. Las botellas de vino y de algún licorcito descansaban sobre la mesa. Aunque no había muchos caballeros, y las mujeres no bebían vino en público, doña Ana conocía las preferencias de sus amigas; la que quería se hacía la distraída y se tomaba alguna copita. Las sirvientas repartían mates, chocolate caliente y café. Las más amigas de la casa, reclamaban el té de la negra Arusi.
La negra Arusi había llegado solita a la estancia buscando cobijo. Se emocionaba hasta las lágrimas cuando contaba que su madre había sido arrancada de su tierra natal en África. Había llegado en uno de los tantos barcos negreros, y luego de muchas penurias, había logrado escapar. Vivió con los indios mucho tiempo, allí fue donde dio a luz a Arusi que se transformaría en una hermosa mujer zamba (hija de negra e indio). Arusi pasó sus primeros años en las tolderías hasta que, en una revuelta, sus padres fueron asesinados y ella huyó. Luego de sobrevivir a las adversidades, llegó hecha un harapo hasta la puerta de la estancia La Esperanza y allí cayó desmayada. Enseguida los Ramírez la acogieron. Como forma de agradecimiento eterno Arusi brindaba a la familia todos sus conocimientos y secretos culinarios.
Blanca y Arusi chismorreaban en la cocina con las chaperonas de las vecinas.
“Las Ramírez” —como les decían en la zona— embellecían el lugar, empezando por la belleza y elegancia de doña Ana. Teresa, a pesar de ser la más callada de las tres, y como toda hermana mayor, siempre haciéndose cargo de todo, era una agraciada mujer cuidadosa de sus gestos y de su belleza. Juana tenía la picardía de la más pequeña, la más consentida de las tres. Rosalía era la del medio, tenía una personalidad diferente a la de sus hermanas y su madre. Ella tenía otras prioridades. Cuando sus hermanas soñaban con apuestos muchachos, ella imaginaba que su padre la autorizaba a viajar a España. Con la excusa de visitar a los parientes podría conocer y recorrer el viejo mundo. Pero sabía que su padre jamás le otorgaría ese permiso. Ya no era un tema de conversación. Ahora solo era un sueño imposible.
Con la caída del sol las invitadas comenzaron a retirarse y la familia quedó a pleno, descansando, mientras las sirvientas acondicionaban el comedor para la cena, agregaban leña al fogón y los braseros, y prendían las velas y los candiles. Las cuatro mujeres estaban sentadas en los sillones. Juana, con la habilidad que la caracterizaba, desabrochó sus chapines dejando en libertad a sus pies. Teresa tironeó de buena forma su peineta dejando que su hermosa cabellera cayera sobre su espalda y Rosalía ya estaba descalza, sin peinetas y aflojando su corsé. Doña Ana iba levantando temperatura mientras veía cómo sus hijas maltrataban su apariencia.
Se levantó bruscamente del sillón, examinó a cada una de las muchachas y les dijo:
—Las espero en la cena… Vestidas como corresponde.
Sin más palabras, se retiró a su habitación, escuchando las risas contenidas de sus hijas, que se divertían haciéndola enojar. Juana la saludaba con los dedos de los pies enrollados en las medias de lana. Quedaron las tres solas.
Llegó la hora de la cena y la mesa estaba lista, con casi todos sus comensales, cuando ingresó don Julio y vio a sus bellas mujeres esperando por él; adoró a su esposa que siempre estaba atenta a todos los detalles, y admiró la preciosidad de sus “niñas”.
Sentado en la cabecera, indicó que comenzaran a servir. Arusi ingresó con la fuente de su espectacular puchero humeante, decorado con verduras de todos los colores, pan calentito y el vino que don Julio siempre elegía personalmente. Luego una sopa, y el postre fue una tarta de frutas de estación acarameladas y con canela.
La cena transcurrió silenciosa, estaban cansadas, apenas hicieron algunos comentarios sobre lo acontecido por la tarde. Luego, don Julio pidió a Arusi que preparara su té especial. “Ayudará al buen descanso”, agregó.
Rosalía se retiró a su cuarto, pasando antes por la cocina a buscar un flamero. “¡Qué día!”, pensaba. Todas esas mujeres hablando sin parar. En esas ocasiones solo la reconfortaba ver a su madre feliz.
Pasaría a saludar a su padre, él acostumbraba a fumar un puro y revisar algunas cosas de sus negocios, los cuales escasamente compartía con la familia. Se quedó en el quicio de la puerta contemplándolo. Lo amaba, era un hombre recto y de pocas palabras, cariñoso con sus hijas.
—Rosalía, venga, hija —dijo al verla parada frente a su escritorio.
—Padre, lo estaba observando, ¿está todo bien?
—Sí, querida, está todo bien. Hoy estuvo Manuel Cabrera y me dijo que Córdoba está muy movidita. Parece que el riojano amigo de nuestro vecino anda con ganas de hacer desastres... Están preocupados por Paz. Y los indios también están haciendo embrollos en varios lados.
—Quiroga, otra vez... yo justo le quería pedir permiso para viajar a Córdoba.
—Esperemos un poco, hija, esta semana viajo con Cabrera y vamos a ver cómo está todo. Pero se vienen tiempos más feos que los que estamos viviendo. Dicen que “El Tigre” Quiroga se viene con todo. No van a parar hasta que no consigan lo que quieren: Córdoba.
—No entiendo para qué nos liberamos de los españoles si ahora nos matamos entre nosotros. ¿No, padre?
—Sí, pienso lo mismo: unitarios, federales y los malones de los indios. Lo único que deberíamos ser es un país unido y organizado, con nuestras propias leyes…
—Padre, ¿usted conoce a los Cornejo? —soltó Rosalía impulsivamente.
—Cornejo… No, ¿por qué?
—Por nada. Que descanse, papito —diciendo esto le dio un abrazo y un beso dejando a su padre con una gran sonrisa.
Don Julio no había comentado nada a su familia, pero estaba incursionando en política, cansado de ver cómo a su alrededor se desmedraba todo y él se sentía inútil quedándose de brazos cruzados. Así que este viaje que pensaba realizar a Córdoba sería decisorio en su vida, tomaría partido. Defendería lo que él creía que le pertenecía, ya no se iba a quedar más esperando que llegara un malón y tirara por la borda todo lo suyo. A pesar de ser inexperto en política, había sido muy influenciado por su amigo Cabrera, y sabía bien qué quería para él y su familia. Además, era la única forma de poder expandir su negocio.
No compartía credo con el “El Tigre” Quiroga ni con el “Manco” Paz con sus ideas unitarias. Estaba muy preocupado por los ataques de los indios. Si bien su estancia aún estaba intacta, ya que nunca había sido saqueada, sabía que en parte era por la importante guardia que tenía, pero también por un poco de suerte.
Don Julio pensaba de qué forma, junto con Cabrera, podrían influir para formar un nuevo movimiento que se ocupara de construir la unidad nacional, aportar a la paz, mitigar las diferencias y negociar con los indios una convivencia pacífica. Ambos hombres sabían que era un trabajo a muy largo plazo, pero estaban convencidos de que si alguien no empezaba, las cosas nunca cambiarían.
Rosalía siguió su camino, ya la estaba esperando Blanca para ayudarla a arroparse para dormir. Antes de cerrar sus ojos, apareció en sus pensamientos el muchacho que casi la había atropellado… Alfonso Cornejo, nadie lo conocía. En su corta vida jamás le había interesado un muchacho. Todos le parecían demasiado tontos o soberbios. En cambio este… ¿Qué le estaba pasando? Cerró los ojos ya lista para dormir y sintió como si un aleteo de mariposas en la panza. Esa noche se durmió con una sonrisa.