enero 10
Estoy esperando el tren, falta una hora. Me siento mal; las piernas me duelen. Esta tarde tenía tanto sueño que me quedé dormido sobre la mesa del café. Anoche no me acosté. Durante estos días he escrito.
Ir por una larga calle. Una avenida arbolada y oscura. Un perro negro, entonces, te sale al paso. Sentís miedo y deseos de gritar. El perro detrás, a pocos metros, amenazante. Acaso no lo es, pero escuchás su gruñido: hora tras hora. Si lo pudieras ver, lo mirarías fijamente a los ojos para evitar que se acerque demasiado, caminando hacia atrás, sin desviar la vista, porque, si lo hicieras, podría saltarte encima.
enero 15
Hay ciertos hechos mínimos que adquieren para mí proporciones de acontecimientos. A veces me he detenido un instante para “escuchar” alguna palabra que yo mismo dije, para recordar un gesto, o he corrido hasta un espejo para observar cuál era mi expresión de hace un momento. Estas experiencias suelen demostrarme que, generalmente, soy un ser abyecto. Pero en ningún caso me avergüenzo tanto de mí mismo como cuando atrapo un signo —por más pequeño que sea— de cobardía en mis actos.
La cobardía es difícil de establecer. El miedo no es cobardía: todos los seres humanos experimentan miedo en determinadas circunstancias. Sobreponerse a él, actuar a pesar del miedo, es valentía. Pero cobardía, verdadera cobardía, ¿qué es?, ¿cuándo se puede decir: he sido cobarde? Siempre habrá mil formas de justificación para ocultar nuestra cobardía, pero la conciencia moral, eso que no se pierde, es infalible… e inapelable. Por eso me decido a escribir aquí mi aventura con el toro.
Esa tarde, hace unos días, descendí del ómnibus que va a Sierras Bayas, como habitualmente, en el cruce de caminos. Llovía y había viento. Los cinco kilómetros desde el cruce hasta la chacra me parecieron largos como nunca, sin embargo no recuerdo haberme sentido molesto por tener que caminarlos. Cuando llegué al sitio donde acostumbro a saltar el alambrado de púas, llovía con bastante fuerza. Los animales estaban inquietos. En el sector del campo por el que debía cruzar había algunas vacas y el torito en cuestión. Mi primer pensamiento fue dar un rodeo, pero, al pensar que iba a llegar calado hasta los huesos, me decidí a saltar.
Si no lo hubiera hecho, nadie podría tacharme de cobarde, en todo caso de prudente —adjetivo no necesariamente vergonzoso—, pero, al hacerlo, ya me había comprometido a pasar. No empezar algo por considerarlo de riesgo no está demasiado mal, pero retroceder luego de haber empezado algo no me parece muy viril.
El cuadro estaba lleno de cardos; contra el alambrado que lo separa del otro sector del campo había una sendita limpia. Por ahí me dirigí. Hubo una espantada entre los animales mientras avanzaba, y empecé a sentir cierto temor. El toro, al principio, huyó junto a sus compañeros, pero de pronto se volvió, como arrepentido. Venía directamente hacia mí, contoneándose. Entonces tuve realmente miedo. Los dos íbamos por el mismo caminito; sólo que en dirección contraria.
El trecho que nos separaba era bastante largo. Me detuve. El toro siguió avanzando. Yo estaba a mitad de camino —había recorrido unos sesenta metros— pero me pareció que un desierto me separaba de la casa, que, a causa de la irregularidad del terreno, no se veía. Pensé en retroceder. Si lo hubiera hecho sin más ni más, todavía tendría alguna justificación. Pero no, me di cuenta de que volver no era digno, eso fue lo que pensé, al menos; hice de ello, por decirlo así, una cuestión moral, un caso de conciencia. Y seguí caminando, con los ojos fijos en la mole aquella que se acercaba, esperando (yo) el momento en que se volvería definitivamente. Pero no se volvió. Me detuve otra vez, por ver si el animal hacía otro tanto; él, sin embargo, siguió adelante.
Entonces me impresioné. La lluvia, que arreciaba ahora, parecía llenar de vitalidad combativa a aquel toro. Creí ver en él la resolución de toparme, pero yo estaba tan cerca de la casa y llovía tanto que dudé. Allá, en el otro extremo, todos los animales se habían detenido, a la expectativa: algunos se volvían ya detrás del líder.
Entonces fue cuando hui. Un montón de vacas oscuras y mi conciencia fueron los únicos testigos de mi huida. Sentía que era cobarde, pero eché a correr.
sábado 19 o 20
Voy a seguir con el toro. El asunto de mi huida, que me costó un remojón y el rodeo del campo hasta la entrada principal, me obsesionó durante toda mi estada en la chacra, donde escribí lo anterior, y no pude dejar de enviarle una carta a Beatriz en la que le cuento, lo más sinceramente posible, mi nada airosa retirada, pero donde también le prometí volver a atravesar ese campo, al irme de la chacra, aunque tuviera que hacerme torero para conseguirlo.
Es extraño que me tome tan en serio cosas como ésta, pero la verdad es que el remordimiento era tan grande que hubiera preferido morir aplastado —magnifico demasiado la situación tal vez, pero exactamente así lo pensaba— a no cruzar el campo a mi regreso.
La cobardía a solas es la verdadera cobardía. Frente a una multitud nadie retrocede ante nada —ni ante la misma multitud, que hace también de testigo en este caso— porque se apodera del espíritu un sentimiento de heroicidad tan grande que no deja pensar en las consecuencias. Nuestro estado de ánimo se halla compartido por todos, y, en cierta manera, nos sentimos libres de la responsabilidad de elegir. Si nos gritan que huyamos, huimos, convencidos de haber actuado razonablemente; si nos piden que nos quedemos, sentimos que somos dioses. Pero, a solas, ser cobarde es ser cobarde.
“Puedo huir, nadie me ve”, pero esta fórmula es repugnante. Para la otra: “Puedo huir aunque todo el mundo me vea”, hace falta coraje. Se precisa más valor en el caso de echar a correr que en el de quedarse.
Sucedió así:
Varias veces, durante la tarde, había mirado a través de la ventana: mi toro estaba ahí. Yo esperaba con ansiedad el momento de volver, como quien está a punto de realizar algo muy grande. La carta no la había enviado, como digo en la otra hoja, no era posible mandar la carta directamente desde la chacra. Solamente la había escrito; sin embargo en ningún momento pensé en romperla y salir de la casa al camino dando un rodeo. Ya he dicho que detrás de todo esto había algo muy profundo, acaso ridículo si se lo analiza seriamente, pero, para mí, de vital importancia. Por supuesto, yo les había contado mi accidentada llegada, como algo muy gracioso, a todos los de la casa. Ellos parecían de acuerdo en que yo no debía volver por aquel camino. Un momento antes de partir, don Iturralde me aconsejó incluso que no lo hiciera. Sin embargo, no le daba demasiada importancia. Creo que me desilusionó un poco comprender que no temían por mi vida. Yo, en cambio, pensaba que estaba por descender al infierno, o algo así.
Cuando salí al campo pude verlo: el toro estaba casi al otro extremo del cuadro, sobre la senda, a unos cien metros.
Me acerqué caminando muy ligero; él no me había visto y pensé que esto me favorecía. Los toros, por otra parte, tienen mala vista. Al darse cuenta de mí, yo estaría bien a su lado.
Nos separaban unos pocos metros cuando me notó. Junto a él había una vaca y un ternerito: ellos me vieron antes. No aminoré la marcha, pero recuerdo perfectamente que evité mirarlos de frente.
Cuando ya no me quedaba otro remedio que desviarme o pasarlo por encima, el toro dio un brinco y se hizo a un lado. Allí se quedó, mirándome, cuando pasé junto a él, muy cerca.
Supongo que se habrá quedado con un gran remordimiento.
s/f
Llueve en Buenos Aires. Es tan lindo cuando llueve. Mañana, sin embargo, debo volver. Hoy ha sido un día bestial: a veces soy nada más que instinto.
Ella, en cambio, conserva siempre su candor. La diferencia está en que yo mantengo la conciencia aun cuando no soy más que instinto. No es que lo sea, sino que sólo busco satisfacerlo. Ella es el instinto. Por eso puede ser natural siempre.
enero 27
He escrito una página y media, es un cuento. “Un hombre en la esquina.” Me obsesiona la certeza del fracaso. Trato de decir eso.
Cuando ella leyó “El candelabro de plata” dijo tristemente: Pobre… Después me preguntó si el asesino era bueno.
Corregí “El baldado” y “El antojo”: posiblemente hayan mejorado algo.
enero 30
Mandé a un concurso el cuento que escribí el 27 y todavía no comprendo cómo pude hacerlo.
Tengo tantas cosas sin terminar. Me doy cuenta de que nunca he escrito nada que valga la pena.
enero 31
En el tren que me lleva a Buenos Aires. No me atreveré a decírselo, lo del cuento.
Cada palabra tiene un sonido ideal, eso es lo que se me escapa tan a menudo. Es imposible rebelarse contra una ley sin conocerla, luchar sin saber contra qué es necedad. Así con el idioma.
“Ni un día sin una línea.”
por la noche
Mi cuerpo no me interesa; sin embargo, debería cuidarme un poco. Traje de Olavarría todos mis papeles, quisiera corregirlos en San Pedro. He releído mis versos… hay algunos horribles. A veces pienso que no soy sincero.
La lectura de El poseso me ha llegado. No estoy de acuerdo con Lindsay sin embargo; sus conjeturas me parecen estúpidas. Además, no es imparcial; no lo es en absoluto: está ubicado en un plano desagradable: pretende juzgar moralmente a Poe. Si es por conjeturar, a mí se me ocurre que Lindsay está, instintivamente, del lado de Poe, subyugado por su personalidad, pero no quiere demostrarlo y en su pretensión de parecer imparcial nos hace creer que Poe era un mal poeta y un genio con más caídas que aciertos. El hecho de tener en cuenta las palabras de Mary Deveraux, que se me antoja sumamente imbécil, como si fueran bíblicas, me desagrada.
Encima se contradice; no deja ver claro. Lindsay se contradice, eso es lo grave: no nos muestra el carácter contradictorio de Poe, lo que sería muy interesante. De esta manera oscurece todo.
Si pudiera escribir “El tiempo está ocupado”.
febrero 4
Son las 6.50 de la mañana, sin embargo ya estoy levantado. Pensaba irme a San Pedro a las siete pero tendré que hacerlo a las nueve.
Anoche me hablaron de cierto trabajo: sería en la oficina del señor Núñez. Pienso que no sería del todo malo. Acaso sirviera para solucionar dos problemas fundamentales.
El viernes, por ejemplo, tía dijo que papá estaba enojado porque yo no iba a San Pedro, en realidad dijo: resentido, que significa triste; después agregó algo acerca de la frecuencia con que yo viajo a Buenos Aires por el solo hecho de verla a Beatriz. Yo contesté: “Sin embargo soy el único soldado que no viene todos los sábados”. Ella dijo: “Los otros tendrán un sueldo”. “No”, respondí con malevolencia; “tienen una casa a donde ir”.
Ésta tampoco es mi casa. ¿Cuál es?
En el tren:
Sucedió esto: en la ventanilla no quisieron venderme medio pasaje porque no llevaba puesto el uniforme. Entonces hablé con el jefe —o con un secretario, detrás del escritorio todos los hombres parecen importantes— y luego con el jefe de boleterías. Tuve un cambio de palabras con un empleado, pero no encontré la palabra justa. En definitiva, recorrí de punta a punta todo Retiro, ida y vuelta; hablé, di explicaciones, pedí permiso para atravesar una fila… no sé por qué; tal vez sea el efecto del Benzedrín. En el trayecto perdí un saco ridículo que llevaba en el brazo —era un saco celeste que me hace parecer muy estrecho de hombros— y tuve que recorrer nuevamente toda la estación para buscarlo. Finalmente, lo encontré; saqué un pasaje entero y me dirigí al andén. El tren estaba por entrar y me acordé de que no tenía cigarrillos. Volví a salir. Por allí me dijo alguno que los ferroviarios se habían declarado en huelga y nadie podía asegurar que el tren saliera. Regresé a la plataforma y vi el boleto, en el suelo. Era completamente nuevo.1
Más tarde: subí al vagón, pensaba en la muerte. Después tuve ganas de hablar por teléfono con Beatriz. La llamé. Su voz era triste.
El tren salió con una hora de retraso.
Es mi obra, pero también es mi culpa.
Amo las confesiones. Si pudiera escribir una novela lo haría en forma de diario. El diario de un adolescente.
Un libro como una sinfonía. Las imágenes se diluyen, los acontecimientos son tenues bosquejos, pero de pronto un golpe sonoro. Aquí y allá una llamarada fugaz. A veces el paisaje lo ocupa todo.
Escenas como la del flautista.
febrero 13
El hombre en la esquina. Cuando mandé ese cuento al concurso me jugaba el alma, fue, o poco menos, el acto más valiente que realicé en mi vida. Pensaba que un fracaso sería decisivo; por eso lo mandé en un sobre certificado: para no tener la excusa de pretender que pudo haberse extraviado. Sin embargo, a pesar de todo, no he muerto de desesperación.
Historia universal. La Ilíada. El origen de la tragedia. La historia de la filosofía. La Grecia espléndida. El Diario íntimo de Kierkegaard. La Metafísica de Aristóteles.
en un papel suelto, enero 282
Perenne estado de arrebato. Todo mi sistema nervioso está alterado. Nunca sentí antes como ahora la insoportable vulgaridad de este mundo donde nunca ocurre nada imprevisto, o mágico, contrario a las leyes tediosas e inmutables de la naturaleza.
Dios ha envejecido a fuerza de ser eterno o bien es un Ser grosero, el más falto de ingenio de los dioses. Los griegos tenían en cambio verdaderos dioses. Envidiables divinidades, capaces de abandonar el Olimpo para batirse a duelo con cualquier mortal, intervenir en la batracomiomaquia o tomar apariencia humana y seducir a alguna Alcmena desprevenida. Los mismos romanos, sus herederos, aunque más humanos y menos poéticos —los imagino siempre ante los vomitorios—, tenían dioses encantadores.
Hermann Hesse escribió algo que no olvidaré nunca: “Hemos perdido a Pan”. Hemos perdido el misterio, lo asombroso. Es imposible, salvo en la alucinación del delirium tremens, ver un ala empotrada agitándose viva en el cemento de una pared.
Estas palabras, por lo mismo que hemos perdido a Pan, fueron escritas en el reverso rosado de un anuncio de remate.
febrero 14
Amaneció lluvioso. La Plaza de Armas, en plena noche, brillando, húmeda. Entonces recordé los primeros días.
Helados, mudos, pensativos, nos alineábamos contra una larga pared, aplastándonos en ella para evitar el frío.
febrero 18
En la chacra.
He escrito algunos recuerdos de mi incorporación.3 El jueves salimos de baja. Ayer nos retiraron la ropa militar. No siento ninguna emoción.
febrero 23
Hoy nos devolvieron la Libreta de Enrolamiento. Somos civiles. Se acabó.
Después del Servicio Militar
marzo 18
No estoy muy seguro de la fecha. Después de cinco días en San Pedro, recién hoy he visto a Aníbal.4 Ayer por la noche empecé una carta para Beatriz. La di por terminada, creyendo, ingenuamente, que iba a resistir una segunda lectura, y esta tarde decidí romperla y hacer otra. En ella le hablo del desorden que tiene Aníbal en sus papeles y de su último poema. Luego tendré que pedírsela.
Arcuri5 me pidió un soneto para publicar. No debo dárselo; es demasiado personal. No tiene ningún valor.
La poesía es el más alto lenguaje que tiene el hombre para comunicarse, por eso debe ser esencialmente seria.
No debo interpretar el “barrer la hojarasca” de Unamuno como él lo entiende. Lo ornamental no es necesariamente hojarasca, siempre que cumpla su exacta función ornamental. La onomatopeya, por ejemplo. La aliteración.
Lo difícil es conocer cuando una palabra decora y estorba.
s/f
En literatura no caben las categorías morales. “No hay”, decía Oscar Wilde, “libros morales ni inmorales; hay libros bien escritos o mal escritos. Simplemente”.
Puede parecer una fórmula excesiva, pero apenas podría ser cambiada por otra. Si se considera a la literatura como expresión artística, sólo puede decirse que hay libros que son bellos o no lo son.
Ciertos autores parecen querer agotar las posibilidades de la iniquidad. No es malo. Sólo que lo inicuo, lo obsceno, lo que instintivamente repugna, está reservado para ser descrito por los grandes escritores. Sucede, además, que en muchos casos la curiosidad morbosa del que se acerca a estos libros no es muy distinta de […], que arrimaba el ojo al agujero de la cerradura del baño para investigar el misterio del baño de su hermana.
El problema no es moral, es estético. En La piel, de Curzio Malaparte, encuentro tantas atrocidades con tan pocos intervalos entre una y otra que me parece un abuso formal de la pestilencia. No dejo de pensar que este tipo de libros, más que una valiente denuncia de nuestro tiempo, es una manera de ganar dinero escribiendo.
Desde estas escenas hasta las de la masturbación en Los caminos de la libertad, toda la galería. Coloco a Sartre muy por encima de Malaparte, por supuesto, sin embargo me parece que a veces lo guía idéntico propósito. Claro que la obra de Sartre es monumental y alcanza frecuentemente la […], toca lo grande —Muertos sin sepultura, por ejemplo, es una tragedia que no podré olvidar mientras viva— y Malaparte toca, con más frecuencia, lo fétido.6
Pär Lagerkvist me parece un artista. Es poeta, antes que nada, supera su propio sentimiento desesperado con el poder de las palabras. Se lo considera en una misma línea existencial con Sartre y Camus —siempre que fuera correcto juntar a estos dos últimos—, yo creo, sin embargo, que no existe punto de contacto entre ellos. La famosa angustia metafísica se da en él por otros caminos, más líricos, más poéticos. Es, en definitiva, más artista que aquéllos. Acaso no tenga la potencia filosófica formidable de Sartre, pero su belleza es innegable…
(Sin terminar. En San Pedro.)
s/f
Buenos Aires. Prosigo en este cuaderno. Los ordenaré, tal vez, un día.
Escribir un buen cuento es lo único que quiero ahora. Pero, ¿cómo?
“El alto destino de un poeta es llegar a ser poético”: no sé si lo pensé o lo recordé, pero, de pronto, se me vino a la mente.
La poesía debe ser apasionada. Cuando pretende, con más o menos ingenio, exponer ideas más o menos escépticas, no es nada.
La poesía es la combinación exacta de la idea, el color y el sonido: en García Lorca puede encontrarse esta fórmula, empleada con minuciosidad de hechicero.
Neruda. Su musa es áspera. Su grandeza no es continua.
Carnaval del 57
En la calle, el carnaval. Yo en medio, pasando inadvertido como si fuera invisible. El papel picado (¿confetis?) y el agua me ignoraban. Entonces me sentí cerca de alguna tragedia psicológica. Acaso en la mitad de mi propia biografía. Barbudo, desaliñado. Ahora es medianoche.
El sueño de anoche:
Estoy frente a una casa pequeña de ciudad chica. Una casa blanca, burguesa. Adentro hay una reunión de gente joven, o algo así. Me asomo por la mirilla e intento hablar con una niña pequeña. Ella me hace señas de que no comprende; finalmente me hace señas de que debo ir por los fondos: esto me pone alegre. Misteriosamente aparece la redacción del diario La Palabra, en esa calle, y por allí entro. A esta hora, me digo, no hay nadie. Pero presiento que estoy soñando.
Entro furtivamente y me encuentro con dos mujeres mayores, entonces me veo precisado a pedir permiso para pasar al patio. Cuando estoy en él siento una gran opresión: sólo hay allí un vasto descampado, la casa ha desaparecido. Subo por una escalera —ya soñé otras veces con esta misma escalera— y espero, inútilmente.
En ese momento, haciendo un esfuerzo consciente cambio el rumbo del sueño y lo obligo a hacerme encontrar con la niña. Esto sucederá más tarde y ella me dice que, antes, le fue imposible venir.
Grandes fondos de casas pueblerinas, quintas, acaso, menudean en mis sueños. Me angustia no hallar nada. Frecuentemente sueño que estoy perdido, sin embargo no tengo miedo: me siento solo.
Hay todos esos lugares que no conozco.
No puedo pensar; no me gusta. Antes era inteligente, lo recuerdo; ahora no. Pretendo, a lo mejor, ser instintivo, imaginativo o mago… No hago ningún esfuerzo por comprender nada. Estoy deshecho.
s/f
Ayer compré La sinfonía pastoral, de Gide. Ella la leyó pero no le causó ninguna impresión. Después discutimos la mentira del pastor. Su juicio es claro: la novela es pésima.
julio 2
He pasado bastante tiempo sin llegarme hasta este cuaderno. Por allí, entre los papeles, debe haber algo que tal vez convendría pasar. He escrito. La semana pasada la empleé, casi exclusivamente, en pasar a máquina los cuentos.
julio 5
Sábado. Solo en casa; tía se ha ido a Córdoba y me siento muy a mis anchas. De pronto me acometió el irrefrenable deseo de ordenar mis cosas. Puse en bastante aceptable forma la pieza, cené, y me preparé a escribir. Pienso hacerlo hasta muy tarde.
Soy ordenado. Cada vez que digo esto, se ríen, y sin embargo es verdad. Lo que sucede es que, íntimamente, me gustaría ver todo en su sitio, armónicamente dispuesto y a mi alcance, pero es muy pesado tratar de lograrlo. No obstante, a veces, me sorprendo a mí mismo haciendo cosas como éstas: lustrar los zapatos, sacarle punta a los lápices, quitar el polvo a los discos, poner muy parejitos, uno junto al otro, los libros en los estantes. Lo extraño es que, también, siento un misterioso placer en andar entre la desprolijidad más caótica. Acaso si viviera solo sería como papá. Él, a veces, es minucioso hasta el fastidio.
Estas reflexiones acerca del orden se me ocurrieron porque pensé que llevar un Diario, o bien es una cochinada, o demuestra que su autor es alguien que anhela el orden, de algún modo, al menos.
Los diarios íntimos son una farsa. Hay en ellos una embozada ansiedad de trascender, de otro modo no se explican —por supuesto, hablo de estos textos míos— las tachaduras, las correcciones, el cuidado que puede ponerse en escribir una palabra. Mi letra, por ejemplo, es indescifrable, pero en estas páginas, si no hermosa y legible, es por menos bastante mejor que en los borradores. Se cuida la sintaxis, también esto. Pero hay dos cosas más todavía. Generalmente, y lo mismo me pasa con las cartas, renuncio a las imágenes, a las metáforas… ¿por qué? Por miedo a no parecer sincero. En las cartas se explica, pero en un Diario… No parecer sincero, a quién.
Una novela, un cuento, unas memorias, hechos exclusivamente para ser publicados, aunque parezca contradictorio, pueden llegar a ser mucho más sinceros que esto.
La otra cosa a que me refiero es que se omiten muchos detalles, ex profeso se omiten. Es una forma de mentir, muy inferior. Denota por lo menos falta de ingenio: la mentira, en cambio, puede ser bella.
En la novela, supongo, uno se libera del peso de un pensamiento ruin o bajo o criminal, achacándoselo a su personaje; en el Diario, uno mismo es el personaje. Nadie podría escribir en serio: pasó una niña, tendría ocho años, sentí que la deseaba. Sólo es posible si estamos seguros de que alguien lo va a leer. Escribir algo así exclusivamente para nuestra conciencia es demasiado grave.
Hay novelas obscenas. No hay diarios íntimos obscenos. Hablo de verdaderos diarios íntimos, el de Kafka, por ejemplo. Él no podía haber dejado de pensar cosas horribles. Nunca escribió nada de eso.
Trabajar en una oficina no es tan malo. Le tengo una aversión infame al trabajo. El día que no pude prolongar por más tiempo la situación en casa y acepté un empleo tuve un ataque de nervios: me pareció que se desplomaban todas mis posibilidades de escribir. Y no es tan malo. Lo es porque durante ocho interminables horas estoy sentado en un escritorio lleno de papeles incomprensibles, atiendo el teléfono, hablo una extraordinaria jerigonza oficinesca y termino el día destruido, pero, desde el punto de vista del dinero, no lo es. Además quién soy yo, ¿qué tengo de importante para decir al mundo en esas ocho horas que “pierdo”?
A fin de mes llega el sobre con el sueldo —mil doscientos pesos, algo menos— y uno puede ir corriendo a comprar discos, estatuitas, libros. Ay, oigo a mi alrededor, cuándo vas a sentar cabeza.
julio 6
¡Haydn! Me he pasado el día escuchando el Concierto para violín en Do Mayor. Ahora mismo, mientras escribo estas palabras apresuradas y al mismo tiempo que un cuento me da vueltas en la cabeza, lo escucho. El violín: una doble cuerda, la orquesta detrás, sin intentar ahogarlo. Sus notas ahora, limpias, sin preocupaciones. Luego vendrá una especie de juego zigzagueante e inmediatamente una melodía noble, melancólica, estirándose pura sobre el fondo del pizzicato de las cuerdas. Esta parte es casi sacra.
Qué no daría por conocer música. Pero también voy a imponerme esa tarea.
Me encantan los juguetes musicales. Acaso no comprendo la gran música.
julio 10
“Cada cosecha en su alfolí.”7 Ahora me doy cuenta de lo pueril de esas palabras, y de lo improbable de su aplicación.
No creo que llegue a terminar ninguna cosecha.
Desde hace varios días estoy trabajando en una vieja idea. Cuando la concebí, hace cuatro años (fue un párrafo de Borges, sobre Coleridge), escribí mi primer cuento. Pero el resultado fue tan desgraciado que durante todo este tiempo no volví a pensar en él. A Aníbal le entusiasmó el tema, lo recuerdo, pero yo nunca conseguí que mis palabras lo tradujeran decentemente. El año pasado escribí algo parecido. Un moderno Pigmalión que, enamorado de la mujer de su historia, la trae a la realidad. Esto es poco menos que un plagio de “W.S.”, un cuento inglés, aunque en éste el encarnado es un hombre y la acción sea completamente distinta. Tampoco me gustó. Cuando leí “Las ruinas circulares” de Borges, abandoné toda esperanza. Había buscado mil maneras de unir mis dos cuentos in mente, y como sólo llegaba a resultados estúpidos decidí no seguir más con eso.
Pero un día descubrí cierto párrafo de Hesse: “Fue entonces cuando disminuí de tamaño, penetré en mi cuadro y desaparecí dentro del túnel”.8 Todo esto anduvo durante mucho tiempo dentro de mi cabeza, cuando, el otro día, dispuesto a corregir mi Pigmalión o tirarlo a la basura, y, favorablemente alucinado por la relectura de El lobo estepario —libro que junto con La rebelión de los ángeles, El pájaro azul y los cuentos completos de Poe, determina el cuarto punto cardinal de mi devoción en el terreno fantástico—, decidí reinventar todo, unirlo, darle una forma única y… bueno, lo demás está por verse. El cuento se llamará algún día “El salón de los espejos”.
En realidad me senté para escribir esto: todo debería ser hecho, al menos por mí, como hacia adentro. A lo Kafka. Sin intención de deslumbrar, sin intención de trascender, sin intención de convencer a nadie de que soy un genio. Por eso me repugna la vulgaridad de los arrebatos de un Claudio de Alas: no concibo que se pueda ser tan estúpido. Vargas Vila es otro imbécil insuperable. De él sólo he leído unos párrafos, esta misma tarde, en una librería de oportunidades, pero si en tan pocas palabras alcanza tal grado de autocomplacencia y mal gusto y estupidez, no puede haber hecho nada mucho mejor en su vida.
No se debe explicar nada. No se debe recalcar nada. Todo autor, cuando habla de su obra, dice disparates.
Ya seguiré con esto que, por otra parte, me toca íntimamente.
Si los otros no ven aquello que hemos querido mostrar, la culpa es nuestra. Querer demostrar sensibilidad es reconocer que no se la tiene. La frase que se le atribuye a Nerón: ¡Qué gran artista muero!, aniquila la posibilidad de que Nerón sea artista.
Léon Bloy, con todo el respeto que su prosa me inspira, a veces me parece muy poco convencido de lo que dice. Quiere volver todas las miradas hacia su desesperación, lo oigo gritar: “Yo soy un genio atormentado, nadie me comprende, miren qué estado lastimoso el de mi grandeza pisoteada!”.
A veces, en Léon Bloy, esto suena muy hermoso y monumental. Pero Léon Bloy era especialista en frases monumentales, y además era Léon Bloy.
julio 27
Un cuento sobre el Juicio Final en el que finalmente Dios, los arcángeles, los ángeles, el mundo, TODO desaparece.
julio 29
El salón de los espejos, como cuento. ¿O en forma de diario? Por ejemplo, en un cuaderno.
Judas:9 no olvidarlo.
He comprado un libro sobre la India.10
Obras completas de Nietzsche, en Aguilar (faltan tomos).
Historia de las religiones
Historia universal
Historia del arte
Eureka, de Poe
Goethe: Obras
Cuentos de Chéjov (Teatro)
Hoffmann. Cuentos
Vida de los apóstoles.
315 Galileo, Cortés Pla/ 1023 La Eneida/ 103 Tradiciones japonesas/ 111 El Corsario/ 238 […]/ 173 Taras Bulba/ 41 Breviario de Estética, de Croce/ 224 La Orestíada, Esquilo/ 643 Odas, Horacio/ 746 Cuentos ucranianos/ 75 […], Aristóteles/ 81 Diálogos, Leopardi/ 787 Antología de cuentos chinos/ 805 Cuentos chinos/ 106 El ricachón de la corte, Molière/ 803 Arte poética, Aristóteles/ 203 Églogas, Virgilio/ 885 Pequeños poemas en prosa, Baudelaire/ 423 Tres relatos porteños, Cancela/ 773 Máximas, Epicteto/ 432 Alcestes, Eurípides/ 963 Cuentos del Oeste, Bret Harte/ 925 Gertrudis, Hesse/ 863 Cuentos, Hoffmann/ 668 Breve historia de la astronomía, Laplace/ 215 El círculo de tiza, Li Hsing-Tao/ 1013 El Paraíso perdido, Milton/ 948 Tartufo, Molière/ 257 Poemas, Edgar Poe (trad. Obligado)/ 327 Viaje a la India/ 1007 Historia sucinta de la ciencia, José Babini/ 796 […]/ 1050 Breve historia de Holanda, Barnouw/ 121 Comentario de la guerra de las Galias, Julio César/ 813 El Cid, Nicomedes, Corneille/ 1119 Los raros, Darío/ 846 Aristóteles y su polémica contra Platón/ 217 Kwaidan, Lafcadio Hearn/ 1029 El romance de la Vía Láctea, L. Hearn/ 1151 A una hora de medianoche, Hermann Hesse/ 186 Cuentos de la Alhambra, W. Irving/ 476 Vida de Mahoma, W. Irving/ 158 El concepto de la angustia, S. Kierkegaard/ 1132 Diario de un seductor, Kierkegaard/ 994 Breve historia de China/ 443 Más allá del Sol, Papp/ 980 El problema del origen de los mundos/ 807 Cuauhtémoc/ 44 Diálogos platónicos/ 835 Ayante, Electra, Las traquinianas, Sófocles/ 103 Tradiciones japonesas, Fukuyiro Wakatsuki11
[…]
s/f
Anteanoche intenté escribir. Debo reorganizar mi método de vida.
Estoy como en equilibrio sobre la arista de un techo.
Del sueño no recuerdo nada. Desperté violentamente; el sueño perduraba en mí. Fue extraño. Soñé en segunda persona; yo era espectador invisible, aun para mí mismo, de una fantástica apuesta.
Una covacha, colores pesados. Sentado en el piso, el personaje principal. Al despertar recordaba el último epíteto, fulminante, magnífico. Minutos después se había borrado. Ahora sólo es la “imagen” de un apóstrofe.
Ambos hombres —porque eran dos— jugaban a las cartas. La apuesta era total. Iba en ella mucho más que el dinero o la posición social de cada uno. Sin embargo, perdido todo, lo único que faltaba poner sobre el tapete era un atado de legumbres. Entonces fue la blasfemia. El hombre del suelo insultó al otro. Su injuria fue hermosa.
No la recuerdo. Ahora no tengo ganas de pensar; luego, quizá esta noche, lo haga.
Recuerdo su carácter fílmico. Presenciaba el desarrollo desde afuera, no como ocurre generalmente. No había soñado nunca de esta manera. El soñar es, por lo general, o al menos para mí, una irrupción total en el mundo donde suceden los hechos. Se es un espectador a veces, es cierto, pero un espectador anacrónico que se introduce en la escena y la comparte como un actor inútil. En otros casos —en mí los más frecuentes— los sucesos le acaecen a uno mismo.
Muy pocas veces tengo sueños hermosos.
La injuria más formidable que yo conozco no es la que cita Borges, sino ésta, de Léon Bloy:
“Victor Hugo había deshonrado a tal punto la poesía que fue necesario que Francia se esforzara por deshonrarse ella misma un poco más que antes, para ponerse en condiciones de ofrecerle ese último adiós que hizo resplandecer —en la insuperable ignominia de una solemnidad asqueante— la complicidad de su envilecimiento”.
agosto 30
Levantarse, echar la cabeza hacia atrás con ademán resuelto, atropellar, esto sólo se piensa. Mi audacia termina donde comienza el movimiento inicial. Desde aquí, desde mi inmovilidad vegetal, todo es fácil; dar un solo paso, ¿cómo?
Si al menos se me fueran de una vez por todas mis ilusiones. Pero no, incapaz de escribir una sola página decente, persisto en mis peores veleidades; sólo que ahora ya no escribo. Me paso las horas, las pocas horas de que dispongo, las que me deja libre la oficina, proyectando sobre el agua. Miro mis papeles, los releo, los ordeno, los cambio de lugar, los encarpeto minuciosamente… y nada más. Me digo: si tuviera tiempo, silencio, una máquina de escribir, más cultura. Leo lo que escribo y me parece horrible. A veces me conforma una idea, otras un párrafo, nunca el total. Y además esa sensación insoportable de no haber hecho nada todavía. La palabra TODAVÍA me crispa. ¿Qué quiero decir con ella? Entonces, ¿insisto en un futuro creador donde, como por arte de magia, solas, las palabras tomarán por asalto libros en blanco? Insisto, no hay duda que insisto.
En la actualidad, lo sé perfectamente, soy incapaz como un analfabeto de dar forma a mis ideas. Las pocas que tengo (viejas, muy viejas) me asustan. Me resultan superiores a mi posibilidad de escribirlas. Otras veces ignoro cuál es la forma. Entre dos o tres no sé elegir. Y en vez de probar todas —total, miedo a qué— me resigno al silencio. Las dejo en mi cabeza, esperando no sé qué sorpresivo parto luminoso, qué revelación divina.
Tropiezo a cada paso con mi proverbial falta de inspiración, pero antes por lo menos me empecinaba, ahora abandono todo a la primera dificultad y digo: mañana, cuando esté menos fatigado.
Llamo falta de inspiración a esa desesperante ineptitud para hallar las palabras que estructuran un juicio, una imagen, un razonamiento, de primera intención. Benedetto Croce niega la posibilidad de que haya un artista que en el período fecundo —digo mejor: en el mismo momento que escribe— se desdoble en crítico y presienta sus errores. Yo “choco” contra la sintaxis, contra los adjetivos, contra los tiempos verbales, contra los puntos y las comas y los sinónimos, y entonces ahí me quedo. Hasta que no resuelvo el inmediato problema de un adverbio soy incapaz de seguir adelante, o, de lo contrario, nunca llego más tarde a intentar la corrección general.
Por otra parte, no puedo escribir un poco, todos los días, sobre el mismo tema. Mi letra cambia de un día para otro o hasta de una página a otra, con la misma facilidad que mis estados de ánimo.
Y, por si todo esto fuera poco, quedo exhausto si prolongo demasiado una sesión.
A veces me parece imposible que yo haya…
[…]
… o que haya podido estar jugando doce horas al ajedrez.
Tampoco leo.
Nunca fui un gran lector, jamás un estudioso. Esto último era también, y lo sigue siendo noche a noche, uno de mis más líricos proyectos. Pero ahora no toco un libro. Ha terminado por aburrirme toda lectura seria.
más tarde
Me preparé la cama. Las ideas trágicas me han abandonado y ahora recuerdo por qué seguí este cuaderno…
[…]
Las cartas a Maryna. Nuevamente, esta noche, pensé escribirlas. ¿Y por qué no?
Entonces, aquella noche, entró. Era un largo pasillo, tenía el aspecto de una de esas antiguas casas de departamentos donde un corredor interminable se extiende, taladrado de puertas, hasta donde la vista no alcanza; pero no era nada más que eso, un largo pasillo. En la primera ojeada no vio ninguna abertura, nada que rompiera la monotonía a todo lo largo de las paredes. Una bombita eléctrica, en algún lugar —y tan sólo eso: una bombita eléctrica, sin sombrero ni otro accesorio—, alumbraba apenas un trecho de camino. Siguió avanzando. No comprendió por qué lo hacía, acaso ni se daba cuenta; pero siguió avanzando, inexplicablemente.12
agosto 31
Demasiados libros, esto también quería escribirlo anoche y después lo olvidé. Tenía mucho sueño.
Libros que no voy a leer nunca; otros que no voy a releer nunca, y esto es más grave. Un libro vale la pena únicamente cuando se lo puede releer sin miedo a perder el tiempo. Antes yo pensaba, por ejemplo, que no era lógico volver a leer un libro si, en el tiempo que utilizaba para hacerlo, podía leer otro nuevo. (Esa época ha pasado sin duda, ya no leo nada.) Pero hoy anduve todo el día con el Matrimonio desigual. No pude. Traje de la casa de Beatriz el teatro de Sartre y releí Las manos sucias. Me pareció extraordinario. No cené por no interrumpir la lectura.
Estoy acostado. Me cuesta escribir. Debiera escribirle a Aníbal y a Nelly, pero no puedo. Mañana. Ahora quiero fumar.
septiembre 1
Hace un año exactamente yo decía: “Todas las ideas son asqueantes; esto no se puede escribir. Sólo la fecha”. ¿Qué me ocurría entonces?
Ahora todo ha vuelto a la normalidad y la normalidad es horrible. Pero no, no he vuelto a la normalidad: ésta me atrapó, se tejió en torno de mí, como una telaraña, y me atrapó. Mañana, por ejemplo, debo levantarme a las seis y media para ir a la oficina. Ir a la oficina. Pero dejar de trabajar es imposible, no hay duda. Dejar de trabajar, abandonarlo todo y arrojarlo por la ventana no se puede hacer. Esto no es el colegio; no es posible hacerme expulsar y quedarme luego tan tranquilo.
Lo que necesito es un poco de soledad; esto ya lo he pensado. Un lugar donde poder trabajar en mis cosas, un lugar lejos de mi tía. Tía no es mala —a veces es maligna—, pero ya no la quiero y su presencia me molesta. Yo, no hay duda, también la molesto.
A mi alrededor se ha derrumbado todo. No obstante, sigo en pie. Pero estoy muy cambiado. No soy, ya no soy adolescente.
Soñé con un gato. Me saltaba a la cara y yo no podía quitármelo de encima. Desperté horrorizado.
Proseguir, al menos, mis cuadernos.
Éste es mi pueblo. Un pueblo viejo, muy viejo y muy pequeño. Desde la estación al río no hay un trecho muy largo. Es un pueblo en el que no suceden grandes cosas; uno debe conformarse con imaginar lo que ocurre en otros lugares, o bien echar mano a un libro de viajes. Mi pueblo tiene su plaza principal, su cinematógrafo, sus gentes malintencionadas, su párroco y su templo. También una estatua; junto a la baranda de la barranca tiene una estatua. Yo la recuerdo apenas pues hace años que no salgo de mi casa.
Ésta es mi casa. Está ubicada en las quintas. Un jardín, un rosal, una calle de tierra. Eso es todo. Aquí nunca sucederá nada.
Mi pueblo tiene su borracho consuetudinario, su ciego y su paralítico. Yo soy este último. Frente a mi ventana, en una silla de ruedas, contemplo un mundo rectangular. Son las cuatro de la tarde. Dentro de media hora el opa del pueblo pasará frente a mi ventana.
Él hace los mandados a la gente del lugar. Es alto. Parece un gigante. Su rostro es lo más extraño que he visto en mi vida. Tiene los pómulos brillantes y salientes; los ojos muy hundidos en las órbitas, semicerrados. Lleva la boca entreabierta en una mueca singular. La suya, más que la expresión de un imbécil, es la de un niño imbécil. Si no fuera por su estatura colosal no podrían dársele más de ocho años. Es casi hermoso. Hermoso como puede serlo un niño retardado. Se babea (acaso también haga sus necesidades encima) y esto lo hace más hermoso. Su pelo cae hacia adelante, sobre la frente estrecha, y, aunque muy corto, parece taparla por completo. Pero esta impresión se debe a sus cejas, que son extremadamente gruesas.
septiembre 18
De noche, escuchando una sonata de Beethoven. Las ideas claras, la esperanza.
No, todo no está perdido. Debería tener este cuaderno más a mano, para poder escribir alguna cosa diariamente. Estos días, por ejemplo, han ocurrido (dentro y fuera) cosas importantes. Sin embargo, escribir de ellas restrospectivamente me resultaría fatigoso, acaso parecería novelesco.
¿Cuánto tiempo he dejado abandonadas mis esperanzas? Ahora, de pronto, una luz. Siempre habrá un resquicio.
Leo libros. Hombres de voluntad colosal y dicen: Gracias, Dios mío.
¿Cómo será agradecer a Dios?
No poder agradecer a nadie, nada. No poder culpar a nadie, sino a mí mismo, de nada. Los problemas mezquinos parecen resolverse poco a poco. Solos. Es por eso que pensé en el agradecimiento.
Las cosas ínfimas tienen una importancia tremenda, como en este caso. Mi preocupación más grande era: ¿qué hará ella cuando termine sus estudios?, ¿qué resolverá la madre? Imaginarla en una oficina me resulta horrible. Odio las oficinas. El tope de mis fuerzas era: cuando ella acabe sus estudios. Ahora, imprevisiblemente, la solución llegó como del cielo, y por intermedio de una monja. Le han propuesto un puesto de celadora en un colegio de hermanas… Ella “trabajaría”; esto conformaría a su madre como mi trabajo conforma a mi padre y a mi tía, y todo seguiría igual que hasta ahora. Yo pensaba: cuánto daría para que siguiera estudiando eternamente. Y ahora sucederá. Nada cambia y ellos están conformes.
Que no se pierda esta ilusión: es tan poco lo que pido.
septiembre 19
Apenas consigo tener los ojos abiertos. Es de mañana y no he ido a trabajar. Anoche salimos con tía y Bettina. Ella, sin embargo, fue al colegio. ¿Por qué soy así? ¿Es una enfermedad del cuerpo?, ¿del cerebro? A mi alrededor todo se derrumba; yo estoy mirando, mirando sin moverme. Es peor que no poder moverse. Este no querer moverse, esta inercia de piedra pensante, es mucho peor: me doy cuenta de que todo se hunde alrededor de mí. Lo veo. Conozco las causas. Y entrecierro los ojos ¡y me duermo! O me pongo a imaginar futuros que nunca realizaré por falta de voluntad.
Nunca he hablado con ella de esto, sin embargo es la esencia de mi vida, el factor que de alguna manera explica mis actos y las cosas que por mi culpa ocurren.
Debería estar eufórico, sin embargo. Y estoy desolado. Estoy, como ella no me creyó cuando se lo dije, desesperado.
Pero mi desesperación es puramente intelectual. Desesperación de hombre que sabe que lo van a matar, que allí viene el asesino, que eso que brilla es un cuchillo que le abrirá la garganta, y sin embargo no alza el brazo para defenderse, ni siquiera huye. Su cuerpo está completamente desligado de su cerebro. Su cuerpo está cansado y no quiere moverse: su cuerpo no se desespera. Y en el cerebro el hombre grita desesperado, huye con el pensamiento, golpea o muerde con el pensamiento.
Y sin embargo debería estar eufórico: todo ha salido bien. Sin mi intervención. Es cierto que yo no podía intervenir en esto, pero aunque hubiera podido hacerlo no me habría movido.
Bettina consiguió aquello que le ofreció la Hermana Superiora. La mañana, entonces, es hermosa. Sería magnífico poder estar contento. Pronto será primavera y sería muy bueno sentirlo.
La vida suele ser menos asqueante de lo que yo creo. Sólo que eso también ocurre afuera. Todo ocurre afuera. Yo no intervengo, ¿cuánto tiempo hace?, en los fenómenos del mundo. Mi alma está carcomida por la falta de voluntad. No sirvo para nada. Si no soy mediocre es porque tampoco me alcanza para eso.
septiembre 20
Medianoche. Si escribo es porque he tomado una pastilla, de lo contrario estaría durmiendo.
Hoy hice un sinnúmero de grandezas; por ejemplo, me levanté a las seis y cuarto y llegué a la oficina media hora antes del horario. Sin embargo, tuve que recurrir a la benzedrina porque no podía trabajar.
Anoche fuimos a un concierto. No recuerdo un solo pasaje. Creo que dormí con los ojos abiertos. Miraba fijamente al director y los ojos me ardían de cansancio.
En el intervalo me encontré con Valentín Elcoro y él dijo: “Casualmente hace poco estuvimos hablando (y nombró a alguien que no conozco) de tu talento como poeta…”. Supongo que debí haberle besado las manos.
Soy innoble. No debí haber escrito esa frase. De todos modos pude habérselas besado porque sus palabras me hicieron bien.
Ayer por la tarde bosquejé un poema. Hoy los versos me anduvieron persiguiendo. Quizá lo termine.
Tengo demasiados libros inútiles y muy pocos (¿ninguno?) de los otros.
He visto una Historia de las religiones. Parecía bellísima pero no quise hojearla por dos causas: para no desearla y porque el tiempo urgía. Costaba mil quinientos pesos.
Lo primero que hago, en cuanto tenga dinero, es comprarle alguna cosa a Bettina. Después veré. Es necesario que papá me dé dinero. Será la última vez que le pida, pero ahora es necesario.
Acerca de la Historia de las religiones tengo, por otra parte, ciertos proyectos. Es necesario que encuentre algo menos costoso; un libro como el Christus,13 por ejemplo. Sacar un crédito para libros, entonces.
Pero para esto es necesario buscar, y para buscar hay que levantarse mañana sábado.
Pensar que allí, a unos pasos, hay una pistola y catorce balas.
Pero creo que esto no lo siento.
Ha llegado tía y, mientras escribo, ella habla: me habla. Habla de los teléfonos del Brasil, y yo muevo la cabeza, asintiendo. Estoy harto de mí.
Trataré de escribir o, al menos, leeré. Dormir no. Dormir no quiero. Quiero agotarme. Antes me gustaba agotarme.
septiembre 21
Anoche escribí los primeros versos del poema y, aunque estoy muy cansado, trataré de continuar ahora.
Esta tarde, en un café, durante cuatro horas, leímos con Bettina el Christus. Es verdaderamente apasionante, sólo que está bastante mal escrito, su tipografía es muy descuidada. Completamos el capítulo de los pueblos prehistóricos y luego pasamos a los primitivos actuales. Nos llamó profundamente la atención la moral, casi cristiana, de los pigmeos. Estoy mirando ahora las religiones mejicanas. Es tan complicado su sistema que voy a tener que recurrir al papel y al lápiz. Me ha parecido de una belleza extraordinaria. Es lamentable que el autor no agregue nada cuando asegura poco probable que los nohaas14 devengan de los egipcios. Hay conjeturas, fundadas en evidentes analogías artísticas, arquitectónicas, jeroglíficas que debieran ser rebatidas con argumentaciones, y no de una forma tan displicente. No dice por qué no es probable que desciendan de los egipcios, y dice, sin embargo, por qué se sustenta tal teoría. Esto es absurdo.
Hoy es primavera. O mejor: lo fue hasta hace una hora.
Son las cuatro de la mañana. He escrito. Voy a acostarme. Mi poema está casi terminado.
septiembre 25
Hay días en los que, como ayer, pienso: ¿qué habría pasado si no nos hubiésemos encontrado?
Generalmente sólo hay comprensión de su parte.
Esta noche, en cuanto termine de oír las sonatas, corregiré y ampliaré la última parte. Más adelante, un plan para corregir las poesías anteriores a la conscripción.
Con la más rigurosa autocrítica.
No incluir nada sin terminar y aquello que no pueda ser definitivamente pulido, desecharlo.
Después de escribir esto estuve mirando mis viejos papeles. Hay material. Es medianoche.
octubre 8
Septiembre ha pasado sin que yo lo notara. Es extraño esto.
Ayer pudo ser un hermoso día. La tarde era otoñal, gris, habíamos estado en un café, sentados a una mesa de la vereda. Soplaba viento y hacía un poco de frío. Le leí en voz alta un cuento de Hesse. Detrás de nosotros un hombre improvisaba, malamente, con voz estúpida. Luego nos fuimos a caminar. Ella iba pegada a mí. Le dije: Es una tarde para ser feliz. Hablamos de tener una casa nuestra, de estar en ella. Adivinamos la lluvia e imaginamos cómo estaríamos de bien en nuestra casa. Comenzó a llover y corrimos hacia aquí, contentos y riendo. Todo estaba muy bien, demasiado bien. Al llegar, tía nos recibió con un reproche tan fuera de lugar, tan inesperado, que estuve a punto de llorar de odio.
Esta casa ni siquiera es mi infierno. Es nada. Quiero irme y estar solo.
He perdido el viejo poema de la casa. ¿Dónde estará?
Los libros. Ordenarlos. Las encuadernaciones.
octubre 10
Esta noche fuimos con Bettina al concierto de la Facultad de Derecho. Allí nos encontramos con José Felipe, y este encuentro —el hecho de habernos encontrado, no la persona de él— estuvo a punto de echarnos a perder la noche.
José Felipe no ha cambiado, lo que quiere decir: sigue cambiando todos los días. Ayer se dedicaba a leer a los poetas argentinos modernos (¡Dios santo!) y a despreciar a los músicos argentinos modernos.
—No soporto —dijo— la falta de coherencia de esta música atormentada.
Esto fue a causa de la Passacaglia de Rattenbach. No puedo juzgarla, es cierto, desde el punto de vista musical, ya que la música sigue siendo para mí algo inexplicablemente bello, cuya construcción, cuya retórica me es ajena por completo. No puedo hablar de estilos ni de escuelas atonalista o dodecafónica, ni de percusión, ni de fagotes o violoncelos, ni de sinfonías o de passacaglias… La música no llega hasta mí, como la literatura, por vía intelectual, sino, simplemente, anímica. En música soy un primitivo: me gusta o no.
La música, salvo cuando se asocia con ideas que podríamos llamar literarias, me exaspera, me adormece, me aniquila, me saca de quicio o me maravilla.
Me gusta, lo he dicho antes, la música fácil. Por fácil entiendo aquello que no necesita explicaciones dialécticas. La música la entiendo —no la entiendo de verdad, pero alguna palabra es necesaria— como una combinación de sonidos; cuando estos sonidos no consiguen su propósito en mí —maravillarme, desde un ángulo misterioso, incomprensible, puramente poético y espiritual—, dejo de entenderla.
La passacaglia, después de una introducción lamentable, seguida de un pizzicato absurdo […] llegó a ser solemne. Y entonces me agradó. Ampulosamente, me llegó. Recuerdo un crescendo —que a José Felipe le pareció fuera de lugar e incoherente— sonoro y potente, a lo Honegger. (Él habló luego de Stravinski.)
La música en mí asume esa característica primaria que le atribuye Max Nordau: me penetra por el camino musical. Como al perro o al león. Peer Gynt, el concierto para piano de Grieg, algún concierto para violín —el de Paganini, el de Haydn—, la sinfonía Patética, las sonatas de Beethoven, estas obras no las comprendo pero, de distintos modos, las siento bellas y llenas de algo misterioso.
octubre 16
El sábado por la noche, hasta la madrugada, en casa de X… Experiencia bien triste, aunque sólo en cierto sentido. Es un necio. Sus versos no son del todo malos, y acaso no lo son de ningún modo. Sólo que están vacíos y son insinceros. Claro que esto lo sé porque lo conozco a él.
Su falta de conocimientos sólo es comparable a la mía, con el agravante de la actitud de erudito que asume ante las “obras de arte”.
Nuestra conversación terminó a las cuatro de la madrugada. Tocó un trozo de la Patética.
Si alguien me hubiera dicho hace algunos años que yo pensaría un día haber perdido mi tiempo porque lo empleé en jugar al ajedrez, lo hubiera tratado de estúpido. Hoy sin embargo lo pensé.
Es triste haber dejado atrás también esto.
“… que yo pensaría un día haber perdido mi tiempo porque lo empleé en jugar al ajedrez…”
Recuerdo cómo me atraía el ajedrez, de qué modo llegó a ser imprescindible para mí. Como ahora en torno a la literatura, antes mi vida giraba alrededor del ajedrez. Al acostarme, reproducía mentalmente las partidas jugadas durante la noche y me era imposible apartar el pensamiento de las piezas. Aún hoy creo que podría escribir la partida que acabo de jugar, sin mirar el tablero, sin recurrir más que a mi memoria, pero esto ya no tiene valor. Antes, en cambio, no hubiera podido dormirme sin hacerlo. Mañana despertaría recordándola. Había noches en que, infructuosamente, trataba de desviar mis pensamientos hacia otras cosas y me resultaba imposible. Veía escaques y piezas, saltos de caballo, y, al dormirme, las movidas se mezclaban con los hechos de la vida real, una mujer a salto de caballo, en un vagón de tren, dos hombres que cambiaban de lugar como un enroque, de alguna manera mágica y absurda. En ocasiones temía enloquecer. Cualquiera que conozca bien este juego lo sabe por experiencia propia.
octubre 18, de madrugada
Es necesario, ante todo, conservar la individualidad. Un mundo donde yo solo pueda entrar. Si Beatriz leyera esto —y acaso escribo esta aclaración por si algún día lo lee— probablemente interpretaría mal mis palabras. El caso es que todo ser humano necesita una puerta secreta. “El amor es un proyecto humano compartido”, escribe Sartre. Al margen de este proyecto está lo otro: lo inconsciente, acaso. Hay un mundo incompartible. Un país mío. De esto sólo puedo darle lo comprensible.
Mis incoherencias, mis sueños furtivos, mis pensamientos absurdos o mis terrores, me pertenecen. No como cosa adquirida por derecho propio sino por su carácter de incompartible. Lo que ni yo mismo puedo explicarme, eso es mío.
Hemos hablado, hoy mismo, de estudiar juntos.
Sobre todo mis terrores son míos. Mis terrores, mis obsesiones la excluyen. Ella no cabe, por ejemplo, en la atmósfera morbosa del sueño que traté de escribir hace algunos días. Si la identifico con Erika, la pierdo. Eso es lo mío.
Entre mis apuntes y mi Diario debería haber una línea separatoria. Un Diario, de algún modo, pertenece a cualquiera: las memorias se gritan.
Ayer, al cruzar el paso a nivel, bajo la llovizna, el tren que pasaba y se iba lejos.
octubre 20
Hemos hablado mucho —o al menos yo he hablado y ella intervino en ocasiones, lo que ya es un adelanto— acerca de los estudios. La idea me llega y se va, me toma y me deja mil veces por día (como lo ha hecho mil veces por día desde que dejé San Pedro). La idea surgió de ella, y ahora me obsesiona a mí. Yo acaso soy el que se escurre. Me siento repentinamente viejo para comenzar ahora. Mucho más lo seré cuando haya completado las materias que me faltan. No obstante sería un motivo.
Necesito como el aire un motivo. Por otra parte, me siento hueco, incompleto, inculto (sobre todo inculto) y, lo que es peor, no puedo llegar a imaginarme escritor.
Esta tarde hemos ido a ver Ricardo III. La interpretación es magnífica. Los monólogos, tal vez, un poco libremente representados (representados, no dichos) pues el actor se dirigía más que a sí mismo a la platea, y esto lo arrojaba fuera de su papel. Uno se daba cuenta de que aquél no era Ricardo III sino un gran actor que jugaba a serlo. Repentinamente aquello no era Inglaterra, sino una sala de Buenos Aires. De todas maneras, me pareció notable.
Su cinismo. Su muerte. La caracterización resultaba, en ocasiones, impresionante.
En el club de enfrente hay baile. La música taladra las paredes y me hunde el cráneo.
noviembre 10
Me han prestado una máquina de escribir y ya he pasado en limpio algunas cosas. El poema ya está listo, creo que definitivamente.
Releer a Léon Bloy. Su idioma. Después Quevedo. Siempre desde el punto de vista gramatical, los clásicos españoles y las páginas feroces de ese francés.
… La idea, la nueva idea, parece correcta. El lenguaje empleado, no. Después de todo, sería bueno corregir teniendo a la vista el diccionario.
Más densidad. O mejor: más intensidad. No perderse en abstracciones. Cada frase, cada palabra, una tensión. En algún lugar, anotar aquellas que no me resultan frecuentes. En otro, aquellas que desconozco.
de un papel suelto, 1954 ó 5515
Amábamos aquella casa como si fuera nuestra. Todavía me parece estar, tomado de tu mano, frente a sus altas paredes cubiertas de enredaderas, oyendo la fuente del parque que, con su voz de agua, parecía guiarnos desde lejos, cuando un poco temerosos de extraviarnos, recorríamos las altas avenidas de pinos; aún me parece sentirte apoyada en mi hombro mientras leíamos la leyenda del Réquiem o de la corza blanca, allá, en el solitario pabellón que llamabas: del Miedo.
Pero las palabras lo magnifican todo, o lo empobrecen. Sólo el recuerdo es perfecto. Escribir es destruir.
¿Sabés por qué he retomado este cuaderno y he elegido justamente las imágenes de nuestra niñez para volver a él? Porque tengo miedo de que el tiempo desdibuje, más que mis palabras de hoy, el recuerdo de aquellos primeros días.
Nada, o muy poco, diré de nosotros. Me bastaría poder repetir en estas páginas, sin deformarlos, cada uno de los detalles materiales de esa casa tan ligada a nuestra niñez y que le sirvió de refugio —de templo— en los días irrecuperables de la infancia. De todas las cosas que recuerdo ninguna está tan estrechamente vinculada a nosotros como el parque. Me bastaría recuperar, sin mentir, una sola flor, la hiedra, un reflejo de sol entre los árboles.
Antes de que llegaras yo lo recorría solitario y asombrado imaginando ser quién sabe qué héroe de aquellos cuentos que todavía no había olvidado del todo. Se entraba a él por una alta puerta de hierro forjado que, separándolo del patio de la casa, se abría en mitad de un tupido muro de ligustro: atravesar aquella puerta era como entrar en otro país. Por un sendero bordeado de araucarias, que allá arriba formaban una arcada…
La literatura no es más que amor y trabajo. Concibo otras formas, pero sólo estoy tratando de ver la mía. Antes creía que sin saber nada, sin comprender los secretos de la palabra y la forma, de una manera puramente instintiva (genial) se podía llegar a dominar el idioma. La literatura, me decía, no es sólo sintaxis o adverbios o cópulas o gerundios, es, sobre todo, ideas. Y es cierto. Pero no comprendía que al pensar “no sólo es” admitía de algún modo que también era eso. Porque al fin me he dado cuenta —al cabo de cuántos versos, de cuántas páginas estúpidas— de que se debe trabajar la forma, no para hacerla “bella” —aunque esto solo podría justificar algo— sino para poder decir aquello que se quiere decir, y no exactamente lo contrario o apenas una triste parte. Trabajo: eso. Nunca tengo grandes ideas, acaso nunca las tendré, pero al menos puedo decir tan claramente como es necesario las pobres ideas que tengo.
Aprender a escribir. Tal vez sea imposible pretender ser escritor como se pretende ser abogado, es decir, siguiendo un curso preparatorio, pero es cierto que luego de haber sentido la necesidad de escribir, luego de haber escrito —mal o bien, o medianamente bien—, es necesario aprender. Doblegar el idioma es fundamental, porque nadie puede expresar nada, ni siquiera la idea más notable, si no consigue antes servirse del idioma.
Corregir, corregir mucho. Hasta poder decir: esto es lo que yo intentaba. Hay mil, cien mil maneras de decir lo mismo (al fin de cuentas no se hace más que eso) pero es necesario saber cómo ha de decirse. Kierkegaard escribe algo parecido en el prólogo a El concepto de la angustia.
noviembre 18
No sé bien qué día es. Acaso 17. Son las tres de la madrugada. La voluntad de escribir no me abandona.
He luchado toda mi vida por dejar a salvo mi individualismo…, etcétera.
noviembre 20, dos de la mañana
Luego de hablar con el comunista. Alto, semicalvo, bigotes hacia abajo, pero no exageradamente caídos. Usa una invariable campera. Conoce mucho más de lo que su apariencia promete. Su rostro no deja de ser interesante. A veces sonríe como papá.
No trabaja. Irónicamente le dije: “Pero, compañero —recalcando esta palabra—; entonces usted no cumple una función social”. Se sonrió y no pareció turbado. Dijo: “Es por poco tiempo”.
Creo que su oficio habitual es ser maquinista de un barco.
Escribir como si todos aquellos escritores a quienes debo algo me estuvieran mirando, y conformarlos a todos con mi propia literatura.
Debo leer más seguido estos apuntes.
No tener grandes aspiraciones ni proyectos. Casarme. Irme. Irme lejos, a un lugar inaccesible, tanto como para que nadie pueda molestarme o sentirse molesto. Una forma de ser útil es no estorbar.
noviembre 22
Esto no debería escribirlo, es cierto, pero tengo miedo de olvidarlo o de ir justificándolo con el tiempo. Estaba leyendo a García Lorca. Tía me dijo: Aníbal de Antón ganó un premio de poesía. Lo que sentí es lo que no se puede escribir.
más tarde
No hay palabra de este diario que sea verdadera. Esto no es mi diario, no es ni siquiera mi inautenticidad sino mi conveniencia. Miento hasta cuando digo la verdad. Pero se derrumbaría TODO si yo me dijera a mí mismo una o dos verdades. Ocultarme, ocultarme bien de mí mismo.
sábado
Canto a mí mismo. La piel de zapa.
domingo, dos de la mañana
Un poeta puede darse cuenta de si se ha elevado o no sobre su miseria individual con sólo escuchar a una tía que le diga: ¿Leíste? Tu amigo ganó la medalla de oro en el concurso de poesía.
Antes, al llegar a la vidriera iluminada, una paz infinita, una inexpresable sensación de limpieza interior. Ahora, en cambio…
De lo particular a lo general. Intentar lo general no es bueno. La universalidad de un pensamiento se consigue desde lo personal. Si se sobrevive a esa experiencia.
martes
Hoy, al pasar, la calesita sola.
Esto no puedo evitarlo: cuando cierro la puerta de su casa, ella se queda en otro mundo. Sus gestos —los presiento— son distintos, sus palabras, el modo de pronunciarlas, su voz misma. Cierro la puerta y ella ya no me pertenece.
Su tío, sus vecinas, su madre, María. Todo eso, cuando cierro la puerta, es como una ciénaga que la traga.
Cuando cierro la puerta, siento que puede ocurrir lo más asqueante, entre las sombras de esa casa con apariencias de casa mala.
Esto no puedo evitarlo.
Ella, que siempre tuvo razón, también la tenía cuando no quería que yo entrara en esa casa.
Desde ese día la quiero de otro modo: la quiero resignadamente. Mis sueños —lo que sueño de noche— cambiaron mucho desde que entré allí.
Hace siglos que conozco todo eso. Pero, ¿por qué me quedo? Me quedo a propósito, porque si me voy a dar una vuelta con ella es peor.
Ella no me comprende sino a ratos. Dentro de esa casa somos dos amantes. Todo es clandestino, desfachatado y al mismo tiempo clandestino. Es muy feo.
Suficiente como para comprender cosas.16
[Cuaderno Sol de Mayo]17
20
No perder el rigor analítico. Ni siquiera lo fantástico lo excluye. (De ahí la genialidad de Poe.)
La contradicción de la fantasía es, justamente, que para ser válida debe tomar apariencias de realidad. Ser, de algún modo, posible. Lo desaforadamente imposible causa risa. No la risa de lo cómico. El arte es esencialmente serio, aunque sea cómico.
¿Cuánto tiempo puede estar lamentándose un hombre de no haber hecho nada?
Es más difícil ser sincero que genio.
21
Una forma de ayudar: no molestar. Otra: ayudar. Sin embargo esta noche no tengo vocación de Inmortal. Trabajar en el campo, como el vasco Iturralde. ¿El misticismo del arado? La realidad del arado.
O vender zapallos. No tener sino lo indispensable.
Un perro. El Estado debería regalarle un perro a cada ciudadano.
22
Hay cosas que no deberían escribirse, es cierto. Esto, por ejemplo. Guardarlo bien en el fondo de mi vergüenza; pero tengo miedo de olvidarlo. O de intentar justificarlo con el tiempo.
Tía me dijo:
—Aníbal de Antón ganó un premio de poesía.
Y yo, su amigo, sentí que lo envidiaba, bajamente.
No hay memoria sincera. Ningún diario íntimo es sincero. Hasta se puede decir que hay una técnica del diario íntimo.
domingo, a las dos de la mañana
Uno puede averiguar si ha superado su vileza personal con sólo escuchar que su tía dice:
—¿Leíste? Tu amigo ganó la medalla en el Concurso Nacional de poesía.
s/f
Ayer, en el zoológico, un mono pelaba un caramelo. Todos rieron. Cuando los animales parecen hombres, los hombres ríen; pero si sus actitudes son puramente animales, los hombres tienen miedo. Nadie se ríe de una lagartija o de una mosca. O acaso sí de una lagartija, pero no de una víbora.
noviembre 18
No sé qué día es hoy; acaso 17. Las tres de la madrugada.
La voluntad de escribir no me abandona.
He luchado toda mi adolescencia para mantener a salvo mi individualismo. ¿Esto es legítimo? Acaso sí. Tal vez la fórmula sea: dedicarse al arte como el científico a su ciencia.
Se habla de literatura revolucionaria, y esto está muy claro. Lo que ya no está tan claro es, por ejemplo, lo de la música (socialmente) revolucionaria. Debussy no significa de ningún modo música reaccionaria. El pájaro de fuego, de Stravinski, y la Séptima sinfonía, de Shostakovich, pueden ser comparadas y juzgadas únicamente desde un punto de vista musical.
Picasso. Van Gogh.
Un triángulo no puede ser Imperialista o Comunista, según lo dibujen Churchill o Jrushchov.
noviembre 20
Dos de la mañana. Conversación con Roberto. La Revolución Rusa.
diciembre 8
Ayer, con Emilio. Hablábamos de literatura. Dijo: sazonar lo fantástico (?). Yo pienso que la mera palabra “sazonar” ya impide toda discusión.
domingo
En realidad es lunes, pero yo permanezco en domingo. Llueve. Desde las ocho y media sólo ha llovido.
… Innumerables puertas a ambos lados del corredor. AC abrió una de aquellas puertas temerosamente, y vio a un hombre completamente recostado en una otomana. Su cara morena ostentaba una orgullosa barba cuidadosamente recortada. Estaba vestido de forma muy curiosa. Llevaba un turbante rojo, en el cual se veía, a manera de broche, una gran piedra de color verde. Calzaba botas. La parte superior de éstas se volcaba sobre sus pantorrillas. Tenía cubiertas las piernas por amplias babuchas de seda oscura. Su amplia capa negra, entreabierta, dejaba ver la empuñadura de una cimitarra engarzada de pedrerías.
AC pensó que aquel caballero era realmente hermoso, y recordó entonces a Sandokán, el héroe de sus lecturas infantiles.
El otro se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cuál es tu nombre? —su voz era pausada y profunda.
—Sólo puedo contestar la segunda pregunta —respondió AC—. Me llamo AC. ¿Y usted?
En la voz del hombre la palabra cobró sonoridades fantásticas cuando dijo:
—Sandokán.18
lunes 9
Medianoche.
Era algo aparentemente espantoso. Sin embargo, al ser despojado de seriedad, se volvió grotesco. Ella dijo: Nosotros también estamos locos.
Erika piensa: Mi pequeño miserable. Y él piensa: Mi pequeña miserable.
En el fondo, sólo hay monstruos. La diferencia no radica sino en esto: algunos llevan la deformidad a flor de piel, como una lepra conocida por todos; otros, como yo, en el corazón.
fin de año
Matracas, pitos, cohetes. Una sirena. Nada ha sido agregado, nada ha sido cambiado. Sin embargo, no es posible decir resignadamente: un año más. ¿Es que no nos damos cuenta?19
1 Cfr. “Triste le ville”, Las panteras y el templo, 1976. [N. de E.]
2 Aunque anterior, esta entrada fue transcripta en el cuaderno con el título “en un papel suelto”. [N. de E.]
3 Ver “Hojas sueltas”. [N. de E.]
4 Aníbal de Antón, poeta de San Pedro. [N. de E.]
5 Pedro Arcuri, director del periódico La Palabra, de San Pedro. [N. de E.]
6 Hoy me enojaría menos. Curzio Malaparte no pretendía ser novelista o poeta, era un periodista escandaloso, pero hay páginas de Kaputt y La piel que honrarían a cualquier escritor. Lo que me molestaba no era Malaparte: era la realidad. Que existieran cosas como las que describe en “La virgen de Nápoles” (La piel), me parecía imposible. [A.C., 1995]
7 Arturo Capdevila, prólogo a Melpómene: “Hay que ir poniendo cada cosecha en su alfolí”. [N. de E.]
8 “Breve historia de mi vida”, en Ensueños, de Hermann Hesse. [N. de E.]
9 Referencia a la que será la primera obra de teatro del autor, El otro Judas, concebida al principio como una narración. [N. de E.]
10 Demasiado lacónico para expresar el cariño que le tenía, y aún le tengo, a ese libro. El legado de la India, Universidad de Oxford, de G.T. Garrat (ed.) (Ediciones Pegaso, Madrid, 1950). [A.C., 1995]
11 Sigue una página de libros: iba tachándolos a medida que los conseguía. Los números corresponden a los títulos de la desaparecida colección Austral, de Espasa Calpe. [A.C.]
12 Este texto es el origen de “La casa del largo pasillo”, Las maquinarias de la noche, 1992. [N. de E.]
13 Christus. Manual de historia de las religiones, varios autores, compilado por José Huby. [N. de E.]
14 Nohaa = nahuatl. [N. de E.]
15 Aunque anterior, esta anotación fue copiada en el cuaderno Monitor de 1957, con el título “de un papel suelto”. [N. de E.]
16 Fin del cuaderno Monitor. [N. de E.]
17 A.C. comenzó el cuaderno Sol de Mayo cuando todavía no había finalizado el cuaderno Monitor, de modo que en ambos hay entradas correspondientes a noviembre de 1957. [N. de E.]
18 Cfr. “La casa del largo pasillo”, Las maquinarias de la noche, 1992. [N. de E.]
19 Fin del año 1957 en el cuaderno Sol de Mayo. El año 1958 empieza en la página siguiente del mismo cuaderno. [N. de E.]