Castillo, el relato y su doble

 

En el verano de 1846, la familia Poe (Edgar y su esposa —y prima hermana— Virginia Clemm, junto a su madre) alquiló en Fordham, una aldea situada a veinte kilómetros al norte de Nueva York, una pequeña casa solariega que daba al poniente. Tenía lilas y un cerezo en el jardín delantero, varios manzanos, arbustos, una zona boscosa. Más de un siglo después, hacia 1994, el escritor Abelardo Castillo visitó ese lugar y acaso el paisaje de su casa de San Pedro, que sombrean pinos y araucarias, acentuara la naturalidad de su abrupta llegada. Estaba allí cuando reconoció de inmediato la cara de un caminante que llegaba entre las sombras: era Edgar Poe. Hablaron en una lengua que del español pasaba a un inglés onírico que Castillo ignoraba, pero se entendieron. Caminaron hasta un pequeño puente de madera, situado en un linde impreciso entre Fordham y San Pedro. Castillo divisó una casa de madera de dos plantas en una loma y pensó que allí se había escrito el poema “El cuervo” y que en ese sitio estaría Virginia. Fantaseó con entrar a la casa, cuando creyó oír que Poe había comenzado a recitar aquel poema. La escena era previsible: a principios del año anterior Poe se había encontrado con Wallace, un periodista amigo, en una calle de Nueva York y le dijo que acababa de escribir “el poema más grande jamás escrito”. Su amigo lo felicitó y aceptó escucharlo: Poe le recitó “El cuervo”, que publicó poco después. Otra vez obraban las simetrías y los falsos anacronismos. A Castillo también le recitó un poema extraordinario, pero no era aquel ni cualquier otro conocido, sino uno más grandioso: “los versos ideales, los versos del poema nunca escrito, esos versos inalcanzables que todo poeta siente que él pudo haber compuesto y que, por alguna razón secreta, Dios no permite que se escriban nunca”.

Cuando Abelardo Castillo publicó en 1964 Israfel, su célebre y temprana obra de teatro, dedicada a Edgar Poe, no sabía que treinta años después se hallaría en Fordham y tal vez desconocía que Poe se mudó en 1846. El hecho de que ese viaje fuera un sueño (si es que lo fue) o, literalmente, un cuento —“Fordham, 1994”— no le quita veracidad al hecho, sino la confirma. La verdad de esa ficción, que no desplaza sino incrementa y exalta el mundo real, es temprana y persiste en sus narraciones. Tiene al menos tres elementos que en el fondo son uno: hay un rito de pasaje, hay un doble, hay un regreso. El primero se manifiesta en el límite indeciso entre dos espacios y dos tiempos. O en un tiempo y un espacio duales, que permiten hallar, en el lugar y el tiempo propios, otro sitio y otra hora. El segundo afirma que no hay individuo que persista en su ser y que siempre, en el yo o para el yo, hay Otro. El tercero dice que toda partida es un retorno y todo recomienza.

Así obran los dobles, las imágenes que se duplican e invierten especulares, el cíclico regreso, la herida homicida de la belleza que en lo Uno abre el Dos de la otredad. En el final de Israfel, Edgar Poe, en la taberna, se acerca al Caballero de Negro que está sentado a una mesa frente a un espejo, de espaldas. Le habla y le tiende la mano para hacerlo girar lentamente. El rostro del hombre es idéntico al de Poe: “¡William Wilson!”, exclama, con horror y júbilo, enfrentándolo. Poe no advierte que el caballero se retira, arroja una botella al espejo, donde está reflejado, y grita: “¡Puedo volar, William Wilson!”. 46/64/94: los números se dibujan en la espejeante encrucijada de los mundos: Poe vive en Fordham en el año 46, en el 64 aparece Israfel, en el 94 se publica el cuento donde los dos escritores se encuentran. San Pedro y Fordham son contiguos: el puente de madera es un pasaje físico y, a la vez, simbólico. El narrador pasa de un ámbito al otro y no es menos fantasmal que el personaje eminente. Poe no sólo habita el sueño y la ficción, sino es, al mismo tiempo, el ancestro elegido con veneración y la máscara —la otra “persona”— de un narrador llamado “Castillo”, que lo sueña. Por eso habla un castellano que deviene inglés y que, en fin, ritma en una poesía que sólo el narrador escucha para siempre.

Regreso a un principio que parece regir estos relatos bajo formas diversas. Al comienzo de la serie narrativa de Los mundos reales están los otros; luego se abre a las historias de amor donde el otro es la otra, una mujer fascinante donde la belleza medusea se transforma en una figura lejana y perfecta. Pero también el otro es un doble antagonista, un enemigo, o una figura siniestra. En “Triste le ville” un desconocido y el narrador intercambian sus infiernos personales: drama del solipsismo, abandono de una mujer que será la condena del otro y contemplación infinita de un pueblo que infinitamente se desvanece. En fin, aparece el otro del propio yo, por ejemplo bajo la forma de Poe, un oblicuo William Wilson que dice un poema inefable.

Castillo afirma en la dedicatoria inicial que todos sus cuentos, escritos y por escribir, “pertenecen a un solo libro incesante” y a una mujer, Sylvia, que le dio el nombre: Los mundos reales. En “Muchacha de otra parte”, de Las maquinarias de la noche, una mujer de nombre desconocido irrumpe en la vida del narrador y parece llegar de otro lugar o de un sueño, partir o regresar de un hiato en el tiempo o en el espacio, con una edad incierta y ojos de color improbable. En ese cuento se explicita el nombre Los mundos reales, cuando el narrador recrea una conocida frase de Paul Eluard (“Il y a un autre monde mais il est dans celui-ci”): “Hay otros mundos, es cierto. Son tan reales como éste; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en éste”. Esos orbes plurales se manifiestan en todos y cada uno de los cuentos de Castillo. Pero la cita de Eluard alude a dos mundos, uno en el otro: hay otro mundo, dice literalmente, pero está en éste. Esa otra parte, ese doble del mundo, ese espacio indeciso entre San Pedro y Fordham, donde se cruzan años y días que fueron y serán, es esencialmente la misma “zona ambigua”, el mismo “espacio dual” desde el cual llegaba esa muchacha.

Cuando el narrador se confunde con ella en la marea del sexo, ve en la mujer su incierto lugar de pertenencia y la sombra azogada de su propio yo: “Aquello fue como ser sacrificado y asesinar al mismo tiempo a una deidad loca, como cambiar el alma por un cuerpo y vaciarse en el otro y llenarse de él y despertar diez veces en un cielo y en un infierno ajenos. Lo que aún no conocía del lugar lo conocí esa noche”.

El título Las panteras y el templo proviene de una de las fabulaciones más extrañas de Franz Kafka, que Castillo recuerda con un leve cambio: en el texto original las panteras son leopardos. Fue una de las “situaciones intolerables” creadas por Kafka que Borges prefería y que citó así: “En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo”. Se trata de una acción que en la narrativa de Castillo se halla desde Las otras puertas: la constitución de un ritual. El llamado rito de pasaje o rito de tránsito es una de las figuras por las cuales, por un lado, el espacio profano se transpone para alcanzar una zona sagrada, y por otro, corresponde a una transformación del individuo que obra como una iniciación —el paso de la adolescencia, el inicio sexual, la muerte—: irrupción y metamorfosis. Mircea Eliade observó que una de las metáforas más arcaicas para conectar dichos espacios es el umbral o la puerta. Un templo supone la solución de la continuidad del espacio profano, que lo preserva de toda corrupción terrestre: en el recinto sagrado debe existir una comunicación con los dioses y por ello franquear el umbral y a la vez hallar una puerta hacia la alteridad divina son un mismo acto. El franqueamiento del umbral ya es un rito y así, en el primer libro de Castillo, los hechos narrados responden a la existencia de esas “otras puertas” que se abren en rituales de iniciación. Pero esos ritos no llevan sino al mundo y a lo otro sagrado del mundo, porque, dice Castillo, “no podemos articular una sola palabra que no sea espejo o símbolo del mundo real”. La sombra de cada relato, aquello que bebe sus palabras como las oscuras panteras en el templo, es esa dimensión que subyace en lo real y lo duplica en un plural acontecer ficcional. Lo intolerable de la fábula de Kafka radica menos en la profanación de los cálices sagrados por los felinos de sombra, que en la incorporación de su carácter destructivo y corruptor al rito: lo profano se vuelve sagrado, el mal adquiere soberanía, lo demoníaco reina. Una hierofanía inversa, una aceptación de la belleza abyecta y nocturna y soberana. Eso se dice Esteban Espósito al cruzar el Aqueronte en la íntima tierra argentina: “porque lo realmente trágico es que todo está permitido siempre, exista Dios o no, o dicho de otro modo, que el único problema es el del Mal, y ahí sí que te quiero ver, escopeta, se dijo Esteban”.

La conciencia en el mal es la gran fe moderna cuyo heraldo negro fue Baudelaire y presentía su hermano gemelo en el espíritu, Edgar Poe. Presupone los términos de una dimensión sagrada, pero invertida: lo profano se vive desde una sacralidad latente en la cual lo verdadero, lo bello y lo bueno modifican su correlación. Como afirmaba Sartre sobre Genet, la otra cara de lo Bello es el Mal y, por consiguiente, la Belleza misma será la prueba del Mal: “las bellas letras consideradas como un asesinato”. Igualmente, en Castillo hay una especie de ateología del arte y sus asesinos son artistas de la inutilidad de la belleza, como el “asesino intachable”, un esteta del mal que se propone un crimen perfecto como otro acto gratuito, que se anula cuando el azar lo vuelve útil, intencionado, ventajoso y retorna así al orden de la juridicidad y el beneficio. Otra cara de la misma moneda es el crimen del ajedrecista en “La cuestión de la dama en el Max Lange” que utiliza los limpios protocolos del juego y se pregunta “¿adónde va la dama?” para responderla al descubrir su adulterio y realizar un crimen por venganza, que encubre el ajedrez, donde la violencia se desplazaba al encono arquetípico de los trebejos.

Hay otro rasgo inquietante en la fábula de las panteras y el templo: su eterno retorno. Puesto que las panteras regresan a beber los cálices una y otra vez, deben formar parte del rito. Zarathustra, el avatar nietzscheano, halló un pórtico de dos caras en el cual concurrían dos caminos enfrentados: uno iba hacia atrás y el otro hacia adelante. Elegir uno para avanzar era lo mismo que elegir el otro y retroceder: “¿No debemos acaso retornar y recorrer aquella otra calle que se extiende ante nosotros, esa larga, estremecedora calle? ¿Acaso no debemos retornar eternamente?”, dice Zarathustra. Así en los cuentos de Castillo no sólo el yo halla sus dobles, sus lugares geminados, el tiempo bifurcado o repetido: todo y todos, de algún modo, retornan. Cada doble, como reza el título de un cuento, es “volvedor”. Un personaje vuelve en otro, para resolver un enigma o para vengarse y matar; va al pasado o al futuro en el recodo indecidible del presente; se encarna como fantasma en otro, antes y después. Regresa en filiaciones, como el que reconoce la identidad judía porque en su sangre bulle el apellido del exterminador (“Macabeo”) o, en cambio, como el que resigna su venganza porque el enemigo es familiar (“Thar”). Todas las mujeres increíbles que afantasma el deseo vuelven y se van y regresan de nuevo; o alguien, en “El decurión”, se descubre otro cuando sabe que “la vida es doble, o por lo menos doble” y retorna en recuerdos, fotografías, anécdotas. El negro Griffiths —cuyo primer nombre era Israfel—, músico mediocre que tocaba una trompeta en la cual, por ráfagas, a veces “silbaba Otro”, torna a su origen porque “el mundo es como círculos”, hasta que “la música y él cayeron del otro lado, en New Orleans”. Cíclicos, vuelven tiempo y lugar, o todos vuelven a algún lugar a buscar otro tiempo, como los morosos y obstinados viajeros de “Week-end” que exploran en San Pedro los vestigios pretéritos. San Pedro mismo es un espacio mítico al que se regresa en varios cuentos, porque la condición de todo mito es, asimismo, la de ser un relato repetido.

El primer reconocimiento del otro radica menos en el yo que en el semejante, que puede ser un familiar, un par, un rival o un enemigo. Y lo que suele articular ese encuentro es una violencia íntima, una humillación, un desafío o un duelo. Reconocer al otro es enfrentarlo, aniquilarlo o someterlo a un acto gratuito en el cual es vulnerado, y que ultraja cierto estado de inocencia hasta destruirlo, aun si el ejecutor no se humilla tanto como su víctima. Las otras puertas es una primera ascesis en el camino de saberse otro y el mismo: allí están los “iniciados” que se asumen como sujetos al ejercer alguna forma del mal, atravesar el infierno, constatar el sustrato demoníaco de lo humano en el más puro acto terreno: “Me matarán, ellos no perdonan. Ya se habrán dado cuenta de que los traicioné”, comienza “Erika de los pájaros”.

Esa traición no es precisamente un acto que pueda ser sometido al castigo por alguna ley en el marco de una comunidad: responde a otra lógica, existencial. Supone un autorreconocimiento trágico, la aceptación del crimen o la locura en el propio sujeto que transgrede. El vocablo transgresión significa literalmente trasponer un límite, que es también el de la norma: situarse del otro lado de la sociedad burguesa, como hace el brutal profeta de la oficina, el señor Núñez, cuando anuncia a los empleados su condición alienada. Esa iniciación individual tiene, sobre todo en Cuentos crueles, una dimensión colectiva e histórica: acaso en ningún otro libro de Castillo el trasfondo del tiempo sociohistórico en coyunturas reales tenga mayor presencia, como el peronismo en “Los muertos de Piedra Negra” o “En el cruce”. Pero el conflicto social en la Argentina también es un relato que engendra acciones: las dicotomías, como “civilización o barbarie”, recurren en todas las formas del enfrentamiento y la guerra, del desafío y del duelo. Tales violencias también se narran en estos cuentos, incluso cuando el subalterno o el humillado ejerce su venganza muda (“Patrón” o “Por los servicios prestados”).

La dualidad busca resolverse en un duelo que retorna. La dicotomía también es literaria. Argentina no tiene sólo un gran libro nacional, sino dos y entre ellos hay dos visiones enfrentadas del mundo: Facundo y Martín Fierro. C. E. Feiling escribió, pensando en el enfrentamiento entre Fierro y el Moreno, que la mejor literatura argentina “vuelve siempre en un duelo a cuchillo en la provincia de Buenos Aires”. No debe olvidarse que en la Ida hubo sangre, y en la Vuelta el duelo se repite como payada, que Borges duplicó en “El fin”. Esa misma lógica del duelo —que evoca la del yo y su doble en los hermanos enemigos— resurge en estos cuentos, a través de reescrituras y homenajes. La dedicatoria de “Volvedor” tiene un tono de guapo esquinero: “A Julio Cortázar, y a usted, Borges, y perdón si los salpiqué”. Cada homenaje es asimismo un duelo larvado que reescribe cada relato como en un reflejo ulterior.

 

Cuando Castillo vuelve a contar de otro modo los temas y motivos de Borges, de Cortázar, de Arlt, se les anima, los reta, los desafía.

Otra forma del duelo consiste en matar en uno mismo aquello que se ama. Y por ello la contracara de la violencia en estos cuentos son las historias de amor, que se viven como batallas, como encarnizadas epifanías de a dos. Historias de amor que ofrecen siempre la busca de un origen y una mujer originaria que es una pura potencia, un ser de un erotismo liberado del suceder, casi inaccesible aun en el acto sexual y que sitúa al otro en el radical extravío de sí, ese éxtasis que borra al yo. El sujeto es tocado por la otredad pero cuando la conoce, como otra forma de la esquiva belleza, la niega o se eclipsa. El amor es redentor o no es: pérdida, espejismo, egotismo. Y allí aparece un decir verboso, de innumerables símiles, de arquitecturas espectrales para balbucear esa dimensión del amor que está más allá de las palabras, salvaje e inmarcesible. Fatalmente esas muchachas siempre llegan de otra parte y viven en un linde sagrado de la vida. El narrador busca en ellas el modo para dejar de ser el lobo estepario en una ansiosa aspiración sin término, que lo arroja a la intemperie de ser uno, solo. Por eso, como el ala oscura de la imbecilidad que rozó a Baudelaire, el pájaro lúgubre de la fornicación, que viene de la tempestad, clava las uñas en su hombro.

Aquellos años sesenta son ahora el escenario de un ensueño de infancia o de juventud y de algún modo los propios relatos también se duplican en El espejo que tiembla. Castillo también se reescribe allí, reflejado. Otro narrador ya no se extravía para siempre en “Triste le ville”: ahora alguien le dona su doble en su propio mundo, esa Cosa que le duplica el alma (“La Cosa”). Ya no debe renunciar a una mujer porque está con otro en la intensidad de un deseo intacto: ahora la mujer ha muerto y es perfecta porque sólo es contada, evocada (“La mujer de otro”). Otro niño, lejano avatar de aquel que habla en “Conejo”, ya no necesita de su odio impotente para destruir su mascota de peluche: ahora espera con sencillez que los Reyes Magos le traigan un tigre para que comience la masacre (“Noche de epifanía”). No hay un guapo que asiste a su propia aniquilación porque el futuro lo alcanza: ahora una anciana dama cruza su tiempo pretérito en la actualidad y, como las otras, declara su amor en otra parte (“La calle Victoria”). O es una fábula inmediata: la Sirenita que nombraba María Fernanda, la muchacha que arreglaba las figulinas y parecía llegar de “no sabemos qué sitio”, se torna una Sirenita familiarmente mítica y cuenta historias sin saber que son recuerdos (“Ondina”). O bien no hay ya una mujer que rejuvenece mientras se nutre del otro, como en “La garrapata”: es joven para siempre, no vive en el presente de los años sesenta sino en los sesenta transfigurados, es toda ella un recuerdo encarnado mientras el narrador la reencuentra melancólicamente cuando el futuro arrecia (“El tiempo de Milena”). La violencia del subalterno o del humillado ahora se resuelve en un bosque azul (“Pava”). En los tres últimos cuentos de El espejo que tiembla, el otro lugar se vuelve ningún lugar mientras dos incesantemente se aniquilan, otro deserta hacia el anonimato de sí, y la mujer que espera a su hermano no puede tolerar su verdadera presencia. Como si toda dualidad se devorara a sí misma y en ella el propio yo desapareciera. Y así lo hace, para que reste el único acto que merece persistir: narrar, nombrar la belleza, aun si, como el ángel Israfel y todo ángel, es terrible.

Nadie tema enloquecer o morir sin haber vuelto a leer Sandokán, ni, como en “Autobiografía de un pirata” (Las palabras y los días, 1988), deje de ser un filibustero o diga que “el tigre de la Malasia ha muerto”: al franquear otra puerta, al fondo del largo pasillo, Sandokán aguarda. Castillo retorna a San Pedro, a Fordham, vuelve a Poe duplicado en William Wilson repetido en Israfel y en sí mismo, para escuchar de nuevo ese poema indescifrable donde está la fuente de todos los relatos y narrarlos otra vez, el resto de los cuentos ya escritos y los que aún quedan por escribir, este libro.

 

JORGE MONTELEONE