DEL CONDE IGANIO ERAN LAS EXTENSIONES LISAS que atropellaban el horizonte. Del conde era el castillo de líneas serenas, ciertamente más grácil que las fortalezas de sus vecinos.
Iganio podía posar sus ojos donde quisiera y siempre vería belleza a su alrededor: inmaculado lo que debía ser blanco, azabache lo que debía ser negro, invisible lo que debía ser transparente.
Pero la armonía de sus jardines era escasa si se la comparaba con la de su esposa y la de sus tres hijos varones. Eran cuatro estatuas de mármol. Demasiado aun para los mejores artistas que, convocados para retratar a la familia, abandonaron las telas a medio pintar.
Ni siquiera el vientre de nuevo abultado de la condesa disminuía su estricta hermosura.
—Llegará antes que la nieve —le susurró esa noche a su marido.
—La quinta estrella para mi escudo —respondió el conde.
Desde los ventanales alargados del salón se observaba la silueta de los montes Nóferos, nítidos en esa noche de principios de otoño.
La servidumbre comenzó a bajar la luz de las lámparas. La tarea se llevaba a cabo al caer la noche, cuando los perros eran liberados por Brem, su cuidador, y se desparramaban por los dominios familiares.
Los animales del conde Iganio eran centinelas feroces que protegían el solar de bandidos, de lobos hambrientos y de campesinos que imaginaran posible saciar su glotonería en los frutales del señorío.
Pero los perros eran también el único agravio a la belleza que los rodeaba, y los condes evitaban verlos.
El anuncio de la condesa, “llegará antes que la nieve”, se cumplió esa misma madrugada cuando unas punzadas en la espalda le anunciaron que había llegado el momento de dar a luz.
De inmediato todo se preparó para el nacimiento. Una matrona y dos sirvientas se dispusieron a asistir a la condesa. Otra acondicionó la habitación con soporíferos. Renovaban paños húmedos sobre el vientre de la madre, la confortaban con alabanzas, le acariciaban los pies.
Para distraerla del dolor, la matrona fingía preguntas.
—¿Mi señora ha elegido ya el nombre de su nueva estrella?
La condesa sonrió con suavidad.
—Será otro niño —aseguró.
Un suspiro de aprobación acompañó el comentario.
—Y se llamará Drimus.
El sufrimiento se agravó de pronto. La matrona y sus ayudantes se alertaron. Ahora sólo atenderían al alumbramiento que, para bien de todos, debía ser perfecto.
Cuando el llanto del recién nacido anunció que una nueva estrella iluminaba el cielo de la estirpe de Iganio, la condesa fijó sus ojos en las volutas que adornaban el techo, y sonrió.
Ajena a esa sonrisa, la matrona miraba lo que tenía frente a sus ojos. La visión no aceptaba descripciones ni lamentos. Era imposible que aquel tullido de piel agrisada, que la protuberancia carnosa en el lado izquierdo de su espalda, que ese rostro y aquel mentón marcadamente torcidos fueran la quinta estrella de la casa Iganio. Sin embargo, sus ojos miraban despabilados, como si el monstruo ya conociera su destino. Y se preparara para soportarlo.
La matrona le quitó los restos de sangre y lo cubrió con una manta especialmente tejida para la ocasión.
Pero, ¿qué lograría un hilado contra tanta imperfección? La trama de seda no alcanzó a demorar siquiera un instante el brutal sobresalto de la condesa, que replegó los brazos que había extendido hacia el niño y los apretó contra sus senos para ocultarlos de la avidez del contrahecho.
Las sirvientas hablaban por la palidez de sus rostros. La matrona, en cambio, se atrevió a preguntar.
—¿Ha tenido usted disputas con las nuberas de Goenia?
—Disputas, no... Apenas vi a una de ellas cruzando el bosque en carruaje, pero cerré los ojos para no recordarla.
La matrona intentaba encontrar en la magia de las Tierras Antiguas la explicación a ese macabro nacimiento. Después ya no pronunció palabra, porque era seguro que aquel nudo no sería jamás un niño digno de jugar, de posar y crecer junto a sus tres hermanos y a su madre.
—¡Llévenselo! —suplicó la condesa.
Ahora era el conde Iganio quien debía conocer la desgracia. Y la matrona tenía el deber de enfrentarlo.
—¡Ha nacido! —el entusiasmo del conde tomó la delantera—. Oí su llanto. ¿Notaste, mujer, que ya en su primer lloriqueo se hizo clara la hidalguía? Dejaré que el pequeño Drimus retoce en el pecho de su madre. Luego iré a darle la bienvenida. Más tarde, mañana quizá, irán los niños a conocer a su nuevo hermano. ¡Tengo ya mi propia constelación!
—El niño ha nacido, sí. Y la condesa está saludable. Pero...
Esa no era una palabra que el conde Iganio estuviese dispuesto a aceptar tratándose de la perfección de su solar y de su familia.
Con una mirada enmudeció a la matrona que, con la voluntad perdida e incapaz de mover la lengua, salió casi corriendo sin pedir permiso, sin siquiera excusarse. El llamado imperativo del conde no logró detenerla. La pobre mujer quiso escapar pero, pesada y con zuecos, no llegó lejos. Iganio la alcanzó antes de que consiguiera abrir la puerta que la llevaba, a través de un largo corredor, a las dependencias de la servidumbre. Y la increpó con ferocidad.
La matrona sólo pudo balbucear la realidad, y pedirle al conde que fuese a verla con sus propios ojos.
La matrona con la cabeza gacha, como si fuera culpable por el contrahecho, el conde Iganio con los ojos impávidos; ambos caminaron en silencio hasta la habitación donde habían dejado al recién nacido, que continuaba con sus ojos bien abiertos y sin lágrimas, como si ya fuera capaz de defenderse. Esperaba.
La matrona tuvo que alzarlo del canasto lleno de lana cruda para mostrárselo al conde.
—No es un niño, es un instante impensable —murmuró Iganio.
Más tarde dejaría hablar a su furia, desataría su vergüenza. Pero frente a la matrona, no hizo otra cosa que transmitir la decisión más piadosa que pudo tomar: el olvido. Fue claro al ordenar que aquel monstruo jamás traspusiera el cerco que separaba y detenía a los sirvientes de inferior condición, los que no podían deshacerse del rastro de olor o de sordidez que les dejaban sus tareas. Ellos se ocuparían del desdichado. Cuando fuera capaz de caminar, sólo se le permitiría salir al aire libre después del anochecer, junto a los perros que Brem liberaba.
Drimus creció de noche. Sus compañeros de juegos tenían colmillos y olfateaban a la distancia. Brem era el bienhechor que lo sacaba del encierro llamándolo con un silbido.
Muchas veces escuchó la historia de su nacimiento. Los siervos la repetían sin tener en cuenta su presencia, como si la joroba le impidiese entender. Escuchó sobre una madre y tres hermanos tan bellos como estatuas. Memorizó las palabras que su padre, al verlo por primera y única vez, había pronunciado.
“No es un niño, es un instante impensable.”
El jorobado aprendió a comer como los sirvientes y a correr como la jauría.
Alimentado con sobras y casi en cuatro patas, entre perros y sirvientes, el contrahecho alcanzó la edad de quince años.
Los perros del castillo Iganio nacían y morían sin que nadie, excepto Brem y Drimus, supieran sus nombres y cavaran sus tumbas.
—Ha nacido una hermosa hembra —le dijo Brem una noche—. Estoy seguro de que, muy pronto, será la que se imponga a los demás. Es fuerte y sanguinaria. ¿Quieres elegirle el nombre?
Drimus aceptó complacido.
—Ven, te la mostraré para que entiendas que no puede llevar un nombre cualquiera.
El cuidador y el jorobado caminaron entre los árboles del vasto señorío. Dentro del castillo, la familia del conde Iganio dormía en paz. Sólo el monte Nóferos los observaba.
Cuando al fin llegaron a la guarida, una perra que acababa de parir los recibió con un gruñido. Los conocía, es cierto, y les debía la comida diaria; pero su cría estaba antes.
—Espera —le dijo Brem, estirando las manos con precaución—. Nadie va a hacerles daño. Es apenas un momento, y te devuelvo a tu niña. Vamos, no te enfades.
La perra fue cediendo a las caricias del cuidador, hasta que permitió que Brem tomara a la única hembra que había nacido entre siete cachorros. Le besó el hocico y se la entregó a Drimus.
—Mírala detenidamente y escógele el nombre debido.
El jorobado recibió a la pequeña hembra. Admiró la tensión de su cuero lustroso. Le cedió su mano para medir la intensidad de los primeros mordiscos. Pero, en especial, se interesó en sus ojos. Allí, en la belleza amenazante de su mirada, se perdía el cachorro.
—Calima —Drimus apenas había elegido el nombre, y ya empezaba a esperar que creciera.
Brem sonrió porque sabía que era indispensable que el jorobado aprendiese a amar.
Durante un año, Brem y Drimus vieron crecer a Calima hasta que se transformó en la hembra más temible de la jauría que custodiaba el castillo Iganio.
Drimus la tomó bajo su cuidado y la siguió adonde quiera que el animal fuese. Cada amanecer, antes de la hora en que debía regresar con los sirvientes, y cuando los animales, cansados de rondar la noche entera, se echaban a dormir, el jorobado buscaba a Calima y se tendía a su lado. Brem los miraba respirar a la par y se alejaba sigiloso. Brem sonreía cuando los observaba beber de la misma escudilla, cuando el jorobado y Calima fingían una pelea o se olfateaban.
No obstante, el guardián de los perros aguardó hasta asegurarse de que el amor de Drimus era tan profundo que ignoraba las diferencias.
Cuando los días comenzaron a alargarse, el bosque del conde Iganio se impregnó de aromas vigorosos. Era época de celo en la jauría. Y aquella primavera Calima ya estaba lista para aparearse. En varias ocasiones Brem mencionó ese hecho, pero Drimus eludía el asunto.
Una noche, Brem y Drimus llevaron a la jauría hasta los límites del parque para evitar que el bullicio que ocasionaban los apareamientos y las peleas del celo despertaran a la familia del conde. Una vez allí se sentaron uno junto al otro bajo un cielo caliente y lechoso.
—Siente su olor —dijo Brem—. No creo que pase de hoy para que la tome alguno de los mejores machos.
El jorobado comenzó a rascarse la joroba, como cada vez que sentía miedo o rabia. Brem apretó el lazo.
—Será un gran momento... No siempre es posible ver dos monstruos copulando, ¿no lo crees?
—Lo creo, sí. Lo creo.
Aún faltaba para que Drimus adquiriese el dominio de las palabras. Por entonces, era parco y pobre en su decir.
Los dos hombres sabían que esa noche los perros no dormirían. Las hembras generaban alboroto y las ansias crecían en la jauría.
—Drimus, hoy no podrás echarte junto a ella. Será mejor que vayas a descansar. Comprende —continuó Brem—, Calima tendrá su diversión.
Brem palmeó la espalda rota del jorobado y escupió un gargajo amarillento.
—No me iré —respondió Drimus. Y repitió—. No me iré.
Con la respuesta, el jorobado se puso de pie. Le costaba tanto erguirse, que luego se veía obligado a aguardar inmóvil hasta recobrar el aire. Cuando lo logró, caminó hasta el descampado donde la jauría se olisqueaba. Brem aguardó antes de ir tras Drimus.
—Las noches de verano me recuerdan la vida —dijo el guardián de perros.
Drimus no quería a Brem pero tampoco lo aborrecía. En verdad, y hasta entonces, el jorobado parecía no distinguir a sus prójimos. Los comentarios del cuidador, sin embargo, lo ofuscaron y le devolvieron la picazón en la piel enferma que le cubría la joroba.
Una pelea mucho más violenta que las habituales en noches como esa dio el aviso: los dos mejores machos de la jauría se enfrentaban.
—¡Ahí los tienes! Es por ella —Brem corrió hacia el combate—. ¡Ven, Drimus! —dijo volviéndose—. Ven a admirar este espectáculo.
La lucha entre los dos animales oscuros se resolvía en episodios breves pero implacables. Se medían, se erizaban, se movían en un círculo cuyo centro era el punto donde se unían las miradas. Después se encimaban con las dentaduras listas. Pero uno fue mejor y, al menos por un momento, apartó a su contrincante.
—Ahora verás.
Brem estaba ansioso. Nunca antes Drimus lo había visto entrometerse en las revueltas de los perros.
—Ya está listo para abatirla.
El jorobado temblaba.
—Ya la tiene, Drimus. Ya casi la tiene. Observa cómo las colgaduras del macho se han engrosado —Brem sostenía al jorobado por el brazo—. ¡Será bueno para Calima! —Brem reía—. Será muy bueno.
El jorobado sufría la más lacerante alianza de sentimientos: el dolor y la furia.
—Si prestas atención —continuaba Brem— podrás percibir el ruido del rompimiento, clac... Mira el punto exacto donde el macho va a incrustarse y escucha.
Un perro de la jauría del conde Iganio trepaba sobre la mejor hembra, sin saber que otro macho la anhelaba más.
Al fin decidió la pasión. Drimus saltó sobre el animal. Con una fuerza inconcebible para su débil cuerpo. Lo tomó con ambas manos por el hocico y lo desgarró desde las comisuras hasta las orejas.
El infeliz contrahecho giró hacia Brem con las manos ensangrentadas, seguro de que el cuidador lo golpearía sin piedad. Pero, lejos de eso, Brem lo premió con una invitación.
—Una noche de estas, cuando acabe el tiempo de apareamiento, cabalgaremos hasta los montes Nóferos. Allí sucede algo que debes conocer —dijo.
Brem era un jinete aceptable y, en aquella oportunidad, se atrevió a tomar uno de los mejores animales de las caballerizas del conde.
Con Drimus a la grupa, aferrado a su cintura por el miedo que le ocasionaba esa primera cabalgata y, aún más, su primera travesía fuera de los límites de la propiedad paterna, Brem atravesó la solitaria estepa que los separaba de las estribaciones de los montes Nóferos.
Ya en las cercanías se arrimaron a otros jinetes y dejaron atrás carruajes que alardeaban sobre la condición de sus pasajeros.
El desconcierto impidió a Drimus formular preguntas. Ni siquiera cuando Brem detuvo la marcha a prudente distancia de una rueda de siluetas y voces apagadas.
Las fogatas no lograban doblegar el peso de la noche. Y era mejor así.
—Acompáñame —Brem habló por primera vez desde la partida—. Verás y escucharás lo que muy pocos ven y escuchan.
Brem ya no parecía el tosco cuidador de perros del castillo.
—Dependerá de ti entender la grandeza de este instante.
Los presentes se cubrían con capuchas. Algunas joyas brillaban más que el fuego. Como respondiendo a una señal que Drimus no percibió, se hizo un silencio absoluto y luego todos dirigieron su atención hacia el mismo punto. Esperaban a alguien, eso era claro para Drimus, que continuaba sin entender qué ocurría a su alrededor. Aunque comprendió que no era viento lo que llegaba desde los montes sino aliento, perceptible en la consistencia del aire que, claramente, provenía de una boca remota y brutal.
Drimus supo que el que iba a llegar no se mostraría bajo la apariencia o el tamaño de un hombre, ni hablaría con una voz semejante a la de cualquiera. Tal vez por eso cerró los ojos y aguardó.
El jorobado conocía la autoridad de los hombres y sabía que, por grande que fuese, siempre observaba límites.
Ahora, al pie de los montes Nóferos, percibió la grandeza del que no concebía mando por encima de sí mismo, ni límites, ni referencias. Ni otro interés que el de ser quien era.
Cuando Brem lo sacudió por los hombros, casi todos se habían marchado.
—¿Dónde está él? —preguntó Drimus.
—Tal vez ya esté en ti —respondió el cuidador de la jauría.
El jorobado expresó insistentemente su deseo de permanecer en las cercanías del Monte. Nada quería sino estar allí, pertenecer a aquellas huestes. Sólo el recuerdo de Calima lo impelía a volver.
—El Amo te convocará cuando lo merezcas.
Con su sola mención, Drimus sintió que el mundo se transformaba en un monte donde su fealdad resultaba venturosa.
Brem y el jorobado cabalgaron sin pausa, urgidos por llegar al castillo con el amanecer y el tiempo justo para que nadie notara su ausencia.
Drimus no demoró en buscar a Calima, que dormía en el rincón de siempre. Se echó junto a ella y pegó su nariz al cuello estirado de la hembra. Cuando despertara iba a contarle lo que había ocurrido y decirle que existía un monte para ellos.
Apenas había conciliado el sueño cuando Brem lo despertó con suavidad. La daga que empuñaba lo sobresaltó.
—Aguarda —lo tranquilizó Brem—. Aguarda y escucha. El Amo requiere de toda nuestra pasión. El Amo es absoluto. Elegirá a aquellos capaces de acatar sus designios mucho antes de entenderlos. Tú no tienes más que un instante. Te daré esta daga para que rasgues el cuello de Calima sin hacer preguntas. Un solo interrogante, la menor vacilación, te alejará de nosotros para siempre. ¿Comprendes? Ahora te daré el arma y, sin detener el movimiento, la descargarás sobre ella. La duda más leve será percibida desde el monte y te impedirá ser parte de las huestes del Increado. Estas palabras son el tiempo que tienes... Voy a entregarte la daga, vas a tomarla para matar a quien amas. Si tu movimiento se demora, si no asestas el golpe con firmeza seguirás siendo lo que hasta hoy has sido. El tiempo que te resta es el que tarde mi mano en alcanzar la tuya, y tú en degollar a la que duerme. Toma la daga, Drimus.