¿De quién es este libro?—Hans Robert Jauss, uno de los padres de la Estética de la Recepción, y uno de los teóricos más prestigiosos de la literatura, no conforme con la complicidad de un solo lector en la energía conformadora de una obra literaria, en uno de sus últimos libros de ensayo titulado Las transformaciones de lo moderno le dedicaba un capítulo a la novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. En éste se refería a la influencia sobre su redacción no ya de un lector únicamente, sino de un segundo y un tercero.

¿De quién es la obra entonces, me preguntan mis alumnos cuando les digo entusiasmado que ellos también son partícipes de esa gloria, si llegan a hacer el placentero esfuerzo de leerla? ¿Es de ellos, de Italo Calvino, o de esos nuevos socios desconocidos que se añaden? Invadido yo mismo de tantas dudas, cercado por sonrisas de maldad, recurro para salvarme a un viejo epigrama del hispanorromano Marcial, quien a la pregunta de si un poema era del autor o del lector, respondió: «El librito que lees en público, Fidentino, es mío: pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo».

Tomen ustedes buena cuenta de ello, cuando, a partir de ahora, quieran seguir estos textos como una sombra cómplice: lector real, lector ideal, lector implícito o «modelo», lector pretendido o lector potencial, del teórico y pensador germano.

Oreneta

El hermano indio—Una de las ciudades más violentas que conozco es Bogotá. Cuando hace pocos años estuve por última vez, la Miss Mundo de aquel año, una venezolana exuberante, se hacía acompañar por un escuadrón de soldados al mando de un teniente. Ya me hubiera gustado ostentar entre mis méritos castrenses una hazaña semejante. El hotel Orquídea Real, donde ambos nos alojábamos, parecía un fortín repleto de militares y matones que tomaban los ascensores y las escaleras exhibiendo descaradamente sus pistolas. Una noche memorable hubo un tiroteo entre aquellos ángeles custodios que provocó numerosos heridos, por lo que deduje que incluso la calle podía ser más segura que aquel lujosísimo hotel.

Pero Bogotá es también una ciudad muy culta. Conserva parte de su antiguo esplendor en el casco antiguo: iglesias barrocas, antiguos palacios coloniales y ese extraordinario Museo del Oro repleto de joyas prehispánicas que hay que visitar entre las cajas fuertes de un banco. En una de estas antiguas casonas vivió uno de los más grandes poetas de la lengua española, José Asunción Silva. Silva, si bien está considerado como uno de los poetas precursores del modernismo, como Martí o Julián del Casal, vivió todavía el espíritu romántico. Habitó el París simbolista, perdió en un naufragio casi todos sus manuscritos, arruinó la hacienda heredada y mantuvo relaciones carnales con su hermana Elvira. A la muerte de ésta, el incestuoso se pegó un tiro justo en el lugar exacto en donde a un médico amigo le hizo marcar su corazón.

La Casa Silva está hoy dedicada a un gran centro de documentación poética. En la habitación del óbito, tuve la oportunidad de leer mis versos. Fui presentado como un poeta celta, es decir, perteneciente a una de las hermanas tribus indias que poblaron España.

Oreneta

Los ausentes—La fuente Castalia, en Delfos, está seca. Sin embargo, la fuente Aretusa, en la que fuera isla de Ortigia y ahora es una estrecha península, brota tan límpida y dulce entre papiros como la cantó Virgilio. La antigua Siracusa, construida en este islote, es un gran decorado barroco en cuyas entrañas a veces no se ocultan los viejos templos paganos. En esta ciudad, uno de los más grandes museos de ruinas al aire libre de todas las épocas, nadie reparará en un pequeño recinto semioculto de las afueras. Es un discreto cementerio de soldados. Pero no de soldados griegos, romanos, cartagineses, godos, sarracenos, pisanos o aragoneses, sino aliados.

Siracusa fue escenario de algunas de las batallas y asedios más famosos de la antigüedad, pero también del siglo xx. Por allí desembarcaron las primeras tropas que hicieron frente a los nazis en tierra italiana. Y el resultado—al menos de una de las partes—se encuentra aquí. Más de dos mil jóvenes yacen bajo esa esponjosa hierba. No superaban los veinticinco años. Procedían de Australia, Canadá, India e Inglaterra. Este jardín, impecablemente cuidado, está lleno de epitafios maravillosos, fragmentos elegíacos dignos de una antología. Varias horas tardé en copiar un buen montón, y otras tantas en traducirlos del inglés en el fantasmal Gran Hotel. Uno de ellos decía: «Cuando te despedimos nunca pensamos que tendríamos la desdicha de recordarte tan joven». Pero el que más me llamó la atención ponía simplemente: «Te esperaremos siempre». Y, a continuación, aparecía el nombre de la calle, el número y el piso de Londres. Dos años después, en la década de los ochenta, visité esa dirección. Nadie recordaba a esta familia. ¿Y si él hubiera regresado?

Cuánta soledad. Dicen que los objetos que se lanzaban al río Alfeo, en Grecia, volvían a hallarse en la fuente Aretusa, su dulce amada rodeada del salobre mar.

Oreneta

Vicios cátaros—No sé si fue en Lastours o Quéribus, dos de las fortalezas cátaras más inexpugnables y hoy todavía más deslumbrantes en su belleza pétrea, donde Simón de Montfort, al tomar la plaza y encontrarse entre herejes, pero también entre fieles rehenes, mandó que se pasara a todos a cuchillo, pues Dios reconocería a los suyos. Este señor de la guerra paseó su cruzada por Béziers, Narbonne, Carcassonne y Albi, cuna de los albigenses. La secta maniquea achacaba a la carne todos los males, exigiendo la abstinencia sexual. Sólo los puros, los cátaros, eran los elegidos. Y para ser puro, ¿qué mejor camino que el suicidio, el martirio a manos de los suyos, o el abandono de sí mismo por inanición? La sangre que corrió por estos tortuosos empedrados medievales debió de ser tan roja como el ladrillo de la catedral de Santa Cecilia, la única catedral del mundo así construida, como el resto del casco antiguo de la «ciudad roja». Aquí nació Toulouse-Lautrec, el más «impuro» de los pintores modernos, el más erótico y pervertidor, el inmortalizador de la carne corrupta, de las mujeres de la mala vida, de las vedettes de los más inmundos cabarets parisinos. ¿No es curiosa esta paradoja?

He revisitado estas pinturas en Madrid, pierden encanto. En el Palacio de Albi, cuelgan de las paredes entre sillones de terciopelo rojo y verde. Hay allí una gran conjunción con el mobiliario retratado. Y ese aire decadente embriaga como debió de hacerlo el humo del burdel, de los teatros cantantes, los cafés a deshora, las casas de citas por las que arrastraron sus vidas Valentin le Désossé, Jane Avril, Ivette Guilbert o la Goulue, un escuadrón del vicio que hubiera pervertido a más de un cátaro.

Oreneta

Dedicatorias hemerográficas—El pasado verano revisité la Hemeroteca Nacional, que es una institución nómada. Ahora, después de cuatro traslados—los bibliotecarios dicen que dos ya equivalen a un incendio—regresa a la sede donde estuvo, la Biblioteca Nacional. Grave error. La Hemeroteca Nacional debería ser un organismo independiente y no un apéndice de otro. La visito con frecuencia (también la Hemeroteca Municipal, que tiene mejores fondos) para refugiarme en ese oasis de mi existencia nonata. Pero esta vez buscaba unos artículos de Gonzalo Torrente Ballester, de comienzos de los sesenta, en el viejo Faro, que ya componen un libro. Son las memorias de un inconformista, disidente del franquismo. Un régimen que imponía la censura previa, algo terrible para la libertad de expresión, pero gracias a la cual hoy contamos con estas magníficas colecciones de páginas que ya no son tan efímeras. La censura también me deparó una sorpresa gratificante. No sé por qué no había reparado antes en ella. Cuando Torrente Ballester comenzó a publicar sus columnas era Manuel Cerezales el director de esas páginas. Tiempo después, lo sustituyó Alejandro Armesto y ya Álvaro Cunqueiro. El autor de Un hombre que se parecía a Orestes mandaba a la censura el periódico con su amplia firma de equilibrista sobre la cabecera. Este autógrafo de tinta azul puede verse aún resplandecer en multitud de primeras planas. Cunqueiro así, desde su genialidad, inventó algo que debe ser único: la dedicatoria hemerográfica al lector del futuro. Cunqueiro supo, mucho antes que García Márquez, que el periodismo era un género literario, y entonces, por qué no, rubricarlo como un libro. La Hemeroteca Nacional tiene, sin saberlo, una pequeña joya que cuidar de manos depredadoras.

Oreneta

Un atrevido agente literario—Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, no tiene Sierra. El conquistador extremeño que la fundó le puso el nombre de su pueblo natal. Está en medio de una selva de dificilísimo acceso por tierra. El avión es como un autobús multirracial y destartalado lleno de personas y animales domésticos. El Urubamba es el río que la circunda. Gran parte del año permanece seco, pero cuando las lluvias arrecian su lecho tiene varios kilómetros. En Santa Cruz me despertaban las bandadas de loros multicolores. Es uno de los lugares más remotos del mundo. No era el único español que estaba allí. Etarras de la primera época habían formado familias mestizas, jesuitas de la teología de la liberación cuidaban los albergues para la multitud de niños abandonados, otros ex religiosos regentaban restaurantes y ricos emigrantes controlaban algunas de las industrias más florecientes. Todos ellos convivían con nazis y argentinos exiliados y traficantes de drogas.

A las conferencias que dimos acudían muchos espectadores ávidos y cordiales. Entre las personas con las que hice mejores migas estaba uno de esos afortunados emigrantes. Era un catalán del Ampurdán. Se dedicaba a la importación de electrodomésticos desde el Brasil. Tenía una buena biblioteca y una pinacoteca de cierto gusto. Admiraba a Pla y recitaba a Maragall o a Riba. Era un frustrado escritor, de ahí su interés por un joven poeta. Un día comí en su casa. Presidía la mesa junto a su mujer e hijas oficiales, pero también estaban las de las otras «camadas», las ilegítimas. Ocho jovencitas de muy distintos semblantes, edades y colores. A los postres me dijo que eligiese a una de ellas y así podría escribir sin preocupaciones durante toda mi vida. Ningún agente literario me hizo jamás propuesta semejante. Le prometí una contestación al día siguiente cuando volé a Cuzco. Pero algunas respuestas son mortales.

Oreneta

Remites privados—Por razones familiares, debo de ser el español que—al menos en las dos últimas décadas—visita más frecuentemente la tumba de Antonio Machado. Cerbère es el primer pueblo francés, tras Portbou. Allí paso temporadas en una casa que fue de los aduaneros. Está frente a la playa y bajo la estación del ferrocarril. En uno de los armarios de este alto y amplio caserón están todavía colgados los uniformes militares que las diferentes generaciones de inquilinos tuvieron que vestir desde el desastre francés ante Prusia hasta la última guerra mundial. Hay espadas, mascarillas, mosquetones y ametralladoras inservibles. Oficiales alemanes, durante la ocupación, habitaron una de las plantas más nobles, sintieron admiración por este pequeño museo y hasta contribuyeron con algún recuerdo. Se enamoraron del desdén de la joven dueña, que era una magnífica pintora, y, de lo que a ellos más les emocionaba, su destreza al piano. La dueña que tiempo atrás había ayudado a pasar al cortejo de los derrotados republicanos españoles. Collioure está muy cerca por una carretera llena de acantilados, de viñedos, y tan hermosa como atormentada. La tramontana, cuando sopla, la hace imposible. Collioure tiene un gran castillo sobre la misma playa. Su belleza atrajo a pintores como Matisse y Picasso. Allí está, tal cual, el hotel donde murieron Machado y su madre, rozando el cementerio. Siempre acudo a visitar este jardín de esbeltos cipreses cercado por antiguas casas. La gran losa de la tumba lo preside. Hay un buzón del que rebosan cartas que se esparcen y marchitan como hojas muertas. Un día el guarda, que ahora es un buen cómplice, me cogió a punto de satisfacer mi curiosidad. Me previno muy serio de que el correo era algo privado y que podía incurrir en un delito. Ahora, cuando voy, los dos lo ordenamos, y él, que jamás salió de estos lindes, me pide que le describa los lugares de donde provienen los remites.

Oreneta

Mordiscos transilvanos—Presenté en la Residencia de Estudiantes, junto con su director José García Velasco, una magnífica antología poética de Rafael Santos Torroella publicada por Visor y prologada por mí. Torroella es el decano de los críticos de arte, un sabio y el mayor especialista en la obra de Dalí. A mediados de los ochenta, preparando la exposición sobre la revista Alfar y su época, me puse en contacto con el secretario del pintor catalán, Descharmes, para solicitarle el préstamo de alguno de sus cuadros vibracionistas. Descharmes, tras consultárselo a Dalí, me telefoneó para verme en Barcelona y concretarlo. Viajé allí y de nuevo el fotógrafo francés me volvió a citar, para el día siguiente, en el castillo de Púbol, a las nueve de la noche. Por esta razón tuve que anular otro previsto encuentro con Juan Perucho, quien, al saber el motivo, me comentó que esa excursión, a esa hora, en ese día de finales de febrero y a ese lugar, le hubiera gustado hacerla a Bram Stoker. Llegué al castillo, atravesé el pequeño jardín poblado de esculturas de animales surrealistas, y por entre una serie de escaleras y pasillos observé el catafalco de Gala iluminado por gruesos cirios encendidos. Justo encima, en el piso superior, estaba el dormitorio del genio ampurdanés. En la antesala una puerta se abrió automáticamente. Me asomé. Dalí yacía, en túnica blanca, recostado en la cama sobre almohadones. Me miró un instante, y con voz de gregoriano, entonó: «¡Por Barradas, todo! ¡Por Barradas!». Se atusó sus ya escasos bigotes y se dio media vuelta mientras se corrían lentamente las cortinas del baldaquino. Había luna llena, helaba, no encontré un alma en el minúsculo pueblo. Anduve perdido por la carretera hasta que llegué a la estación de Flaçà, solitaria y en penumbra. Cuando me creía salvado, el último tren la atravesó más rápido que un mordisco transilvano.

Oreneta

Inofensivos souvenirs—En el Kitty O’Shea’s Pub, en el 23 Upper Grand Canal Street de Dublín, me confirman una triste premonición: que el antiguo Café Neón de la Plaza Omonia de Atenas ha sido derribado. ¿Cuántas tardes pasé perdiendo las horas frente a sus grandes ventanales y espejos enmarcados por altos búhos? ¿Cuántas tardes pasé bajo las alas protectoras de los ventiladores, viendo consumir el rosario infinito de cuentas de los comboloi? El frío mármol de sus mesas aún me recorre el cuerpo como un escalofrío.

Un día, atrapado en su puerta giratoria, me tropecé con una joven canadiense. Estaba perdida buscando una pequeña iglesia encalada a los pies del Plaka, por Monastiraki. Tenía que cumplir, en ese día de su veinte cumpleaños, una promesa. Sus padres, antes de su nacimiento, visitaron aquella iglesia desconocida y se llevaron dos piezas de latón, dos ex votos, como dos souvenirs inofensivos. En uno aparecía una casa y en el otro una niña. Y casa y niña tuvieron sin saber que aquellas ofrendas no deberían haber sido arrebatadas. Ella ahora las devolvía enmendando aquel desconocido pecado.

Por los pocos datos de que disponía, la iglesia no podía ser otra que la de Kapnikarea. La acompañé y no fue fácil atravesar el cruce de las cuatro calles hasta llegar a aquella isla. Al penetrar en su interior los ruidos de los cientos de automóviles se detuvieron. Estaba toda a oscuras. Laura sacó de su mochila y depositó sobre un pequeño altar ambos objetos, entre otros muchos que yacían en un desordenado orden. Encendimos todas las velas que pudimos y comenzaron a brillar los iconos. La luz resplandecía tanto como el silencio. También el latón se convirtió en pan de oro.

Oreneta

La forma de la luz—«Como el agua toma la forma / del vaso, así la luz / que con tanto afán busco / pueda tomar la forma /—que no sé imaginar—de mi propia mirada. / ¿O tomar mi mirada / la forma de la luz?». Éste es el epitafio que reza sobre la tumba de Ángel Crespo, en Calaceite (Teruel). Después de viajar por medio mundo, el mejor amigo, el más generoso maestro, el poeta exquisito, vino a yacer aquí. Muy cerca de Calanda (la tierra de Buñuel), y a pocos kilómetros de Gandesa (todavía se ven muchos vestigios de la guerra civil, entre ellos la pequeña colina desde la que Franco observaba los movimientos de tropas), se encuentra este pueblo repleto de grandes casonas que dan idea de un pasado generoso de riqueza fundada en los molinos de aceite. Crespo, al regresar definitivamente de Puerto Rico, reconstruyó una de ellas y quería haberla blasonado con uno de los escudos del Rey Don Sebastián. Los carlistas decimonónicos que pasaron por aquí, camino de la vecina Sierra del Maestrazgo, hubieran saludado emocionados este símbolo. Hace poco borraron de las últimas paredes los retratos mofletudos del Duce, que yo hubiera dejado como huella arqueológica. Calaceite, en primera línea de fuego, pasó de mano en mano, de fusilamiento en fusilamiento. Corrió tanta sangre como aceite por sus calles. Hoy un grupo de artistas y escritores fundamentalmente catalanes la habitan, como lo hizo Crespo y también, durante muchos años, el hoy fallecido escritor chileno José Donoso.

Hace un año, en medio de una gran nevada, entre almendros en flor y centenarios olivos, lo enterramos. Tan extraordinario poeta debe tener una tumba así. A su lado, en una gran fosa común, todavía están los restos de algunos soldados italianos bajo su bandera definitiva: un rótulo oxidado que pone «ignoto», como si todos nosotros no lo fuéramos.

Oreneta

Una lección de juventud—Era demasiado joven cuando hice mi primer viaje a China. Tanto que, a pesar de lo largo y complejo del trayecto aéreo, llegué sin el menor cansancio y en un alto grado de excitación. Me veía ya como René Leys, el personaje de Victor Segalen, recorriendo los pasadizos secretos de la que fuera ciudad prohibida y moviéndome de aquí para allá entre los restos de una ciclópea arquitectura soñada.

Mis amigos me recogieron en el aeropuerto, me alojaron en una de sus casas, en un barrio céntrico de Pekín, y trataron en vano de que descansase. Ante mi insistencia me condujeron a un paraje cuyo nombre no me dijeron. Sin duda era una colina. La mañana estaba lluviosa, y al subir por la ladera, la niebla se hacía cada vez más densa. Se oía el suave chasquido de las gotas en la hierba, y no se veían sino masas de vapor frío. Nada de aquello me desalentó. Una voz me indicó la cercanía de lo más alto, desde donde divisaríamos un panorama maravilloso. Seguí ascendiendo, y al cabo de unos minutos vi muy cerca una roca, como tantas, toda envuelta en nimbos. «¿Qué es eso?», pregunté. «El Loto Invertido», respondieron.

El cansancio comenzaba a manifestarse, y cuando pensaba que me disponía a iniciar el descenso, escuché otra voz. «Pero aún hay otra vista más extraordinaria desde la cima». Aunque empapado, no podía volverme atrás. Finalmente llegamos a la cumbre sin que nos percibiéramos los unos a los otros. Niebla y brumas espesas nos cercaban. Ningún contorno de valles o montañas vislumbraba, ningún paisaje.

«¡Aquí no hay nada que ver!», protesté con humor agrio.

«Subimos para no ver nada», me respondieron las voces emboscadas.

Oreneta

Inscripciones y grafitos—Mi amigo Santiago Palomero me invita a dar una conferencia sobre Jerusalén en la toledana Sinagoga del Tránsito, de la cual es conservador. Impone dejar tu voz impresa en estas altas paredes que construyó Samuel ha Levi a mediados del xiv y que han sobrevivido incólumes a tantos avatares. Uno de los hechos que convierten a este lugar en algo singular es el empleo de inscripciones, un rasgo característico del arte mudéjar de los siglos xiii al xv. Inscripciones hebreas y árabes pueden verse desde la Galería de las Mujeres, en la primera planta. «...Y sus ventanales semejantes a los ventanales de Ariel / y sus atrios para quienes estén atentos a la Ley perfecta / y una casa habitable, para cuantos habitan a Su sombra...». La sinagoga y el museo sefardita son incomparables: restos arqueológicos, libros, pinturas, trajes de boda, objetos de la vida cotidiana. Pero Santiago me muestra otra de sus inscripciones: el libro de visitas de los miles de viajeros que llegan de todo el orbe. La familia Calvo Toledano escribió: «A la ciudad de nuestros padres, con la bendición del Dios de Israel que no miente. Nuestra familia llegó a Turquía, y de ahí a Rodas; luego llegamos a Jerusalén y desde allí venimos. Todo esto nos lo transmitieron nuestros antepasados, y no lo hemos olvidado». Un anónimo dice: «¡No lo entiendo! Primero los echamos, y luego les hacemos un Museo. ¡No lo entiendo!». Alba comenta: «A mí me gustaría tener piedras tan interesantes». Y otra joven inglesa, Becky, subraya la compañía de sus padres, sus diez años, y que «no pagué». Otra muchacha confiesa que Toledo, en un día, le arrancó más lágrimas que su novio en cuatro años. Pero entre las inscripciones más cercanas y singulares está la que hizo Hugo Pratt, pocos meses antes de morir. El escritor y dibujante, de origen sefardita, retrató a su héroe y puso al lado: «Por aquí también pasó Corto Maltés».

Oreneta

Un único secreto—«Será mejor que me baje—¡Todavía no! Demasiado pronto llegará la duda. Toda la vida me preguntaré: ¿Dónde estará en este preciso momento, ahora mismo? ¿Qué mirará, en qué piensa, estará bien, estará enamorado, será hermosa?». La virginal adúltera, Jennifer Jones, se despide así de Montgomery Clift en Estación Termini, el filme de Vittorio de Sica. Este diálogo, como el de toda la cinta, fue escrito por un jovencísimo Truman Capote, sobre un guión del omnipresente Cesare Zavattini.

Un día en su casa de la calle Apóstol Santiago, en el barrio alto de San Jerónimo, en México DF, Carlos Fuentes me dijo: «Todos tenemos el derecho de llevarnos a la tumba al menos un único secreto». A pesar de nuestra vieja amistad, no me atreví a preguntarle cuál sería el suyo, y yo, hasta ese mismo instante, tampoco había reparado en esa posibilidad. ¿Un secreto como el de los dos personajes perdidos en esa tierra de nadie de la romana estación de ferrocarril, perdidos en el tiempo? Nada puede detener el instante, ni siquiera el amor. Las preguntas que ella se hace no son sobre él, sino sobre sí misma. ¿Quién seré en otro tiempo? Las miradas, las caricias, los gestos no pueden quedar detenidos como los retratos de un cuadro. La carne corre hacia su destino móvil, cambiante, tan efímero como el del tren que deja sus huellas en el propio humo. Pero si ahí se detienen, la ausencia abolirá ese intervalo. El vídeo para la imagen en el plano americano de ambos protagonistas que se miran por última vez. La película así cumple similar función a la pintura, hacer que siga presente lo que ya es sólo ausencia. La inmovilidad de la imagen pintada expresa la misma atemporalidad que el fotograma. Ambos son recados del pasado al tiempo presente, contraste entre la inalterabilidad plasmada y el dinamismo del modelo vivo.

Un secreto, ¿cuál? Mientras no se descubre no existe ni siquiera para quien lo pensó.

Oreneta

Laura Livia—Isis, esposa y hermana de Osiris, madre de Horus, significaba la que hace magia con la palabra. En la antigüedad todo tenía un valor simbólico y también los nombres. Laura se iba a llamar sólo Livia, pero al final, al inscribirla en el registro, figura como Laura Livia. El primer nombre, en recuerdo de su bisabuela francesa, y el segundo por Roma. «Un mundo sin duda eres tú, ¡Oh Roma!, pero sin el amor el mundo no sería mundo y Roma no sería Roma», escribió Goethe. ¿Cómo un poeta puede evitar que su hija se llame Laura, quizás el de mayor raigambre lírica?

En Roma, en el Museo de las Termas, junto a la Estación Termini, están las pinturas de la casa de Livia. Quizás son la más acertada representación del Paraíso, del bosque de los sentidos. Qué colores, qué vegetaciones y aves planas ocultando una presencia que se percibe por el movimiento de los juncos. Siempre pensé que, para cubrir nuestra inevitable ausencia, debemos dejar pistas. Y ésta es una de ellas. Saber que hemos estado plantados ante estas pinturas y sentido paz y reposo. Incluso que, cuando Laura las mire, vea que ya formamos parte del propio fresco.

A Laura o a Livia, le han comenzado a hablar de la prehistoria. Aprovechando su entusiasmo y nuestra vecindad con el Museo Arqueológico, la he llevado a ver la reproducción de las cuevas de Altamira y alguna que otra sala. Éste siempre ha sido un museo caótico y disperso, pero me gusta. Entramos por entre las enjoyadas damas íberas y ya estamos en la siguiente dedicada a Roma. Vigilando el gran mosaico de las estaciones y los meses, hay cabezas de emperadores y emperatrices como Agripina Minor, casada con su tío Claudio y madre de Nerón; o Agripina Maior, esposa de Germánico y madre de Calígula. Pero lo que más admiro son las dos grandes estatuas de Livia provenientes de Paestum. Representan, una, a Livia como Ceres, como Cibeles, con el cuerno de la abundancia; y, la otra, la tercera esposa de Augusto divinizada, madre de Tiberio, con un peinado ondulado y velo como de sacerdotisa del culto de Augusto Divino, llamándose ahora Julia Augusta. Está vestida con doble chitón y envuelta en un himatión que le cubre las piernas, el brazo y el hombro izquierdo.

Avanzamos por entre todas estas reliquias que voy tratando de explicarle a Laura. La cojo en brazos y la pongo frente a esos otros ojos, y se la ofrezco como a diosas que todavía lo son, incluso, en su destierro. ¡Oh Isis, Livia o Julia!

Oreneta

Una roca de sal—Un domingo, en Buenos Aires, salí del Hotel City para visitar a Adolfo Bioy Casares, que me había invitado a comer en su casa de la calle Posadas. Como me adelanté a la hora convenida, fui a la vecina Plaza de la Recoleta pasando por delante del edificio donde vivió Ortega. Allí me adentré en el pequeño y barroco cementerio, como un jardín de mármol. Tanto patricio, tanto héroe sacrificado no removían mis sentimientos, hasta que al girar en un estrecho pasillo al fondo, bordeando ya el bajo muro que lo defiende de los indiscretos edificios, me encontré, en un panteón adosado, con la figura a tamaño natural de un boxeador en posición de combate. Era Luis Firpo, el toro de la Pampa, ganador de tantos combates en los años del Tango. El corredor, como casi todo el cementerio, estaba solitario. Él y yo éramos los únicos que estábamos en pie. No sabía nada suyo, mientras me requería una sola palabra de aprecio, conmiseración y ánimo. Menor que mi edad, atlético, esbelto, tan vivo que daba miedo mirarlo. Sin duda, yo era el más débil. Nunca había pensado que pudiera combatirse a la muerte desde la muerte misma.

Montaigne, citando a Cicerón, decía que el filosofar, es decir, casi toda la actividad creadora, no era otra cosa que prepararse a morir, enseñarnos a morir. Por lo tanto, la creación ha sido una enfermedad del espíritu, incurable, pues su cura estaba precisamente en su recreación. El creador ha vivido más en el otoño, en el placer de zozobrar en ese navío naufragado cargado de olas muertas que retornan, como prueba de que el barco participa de algún modo del destino de las almas. Firpo, desde su fiereza, me dio otra lección, la de la enfermedad de la vida, la de no renunciar a su imbatibilidad, a pesar de ser sólo una roca de sal contra la intemperie.

Bioy me recibió a la entrada de su espacioso quinto piso. Pensé comentarle mi paseo por la Recoleta, mi encuentro deportivo, él que tanto lo fue, pero en aquel recinto acababa de enterrar a Silvina y a su única hija atropellada, y no me pareció oportuno. Convaleciente de una caída casera, me paseó entre su babélica biblioteca, sus fotos de viajes, manuscritos y otros objetos. Me imaginaba por estas abiertas estancias ahora silenciosas a Ortega, Drieu la Rochelle, Caillois, Ramón, Guillermo de Torre, Nora y J. L. Borges, Gombrowicz y tantos otros que poblaron la revista Sur, de Victoria Ocampo. Finalmente nos sentamos en el comedor presidido por un precioso tapiz traído de Francia, rodeados de translúcidas porcelanas chinas. La comida nos la servían sus viejos mayordomos orensanos. Bioy mantuvo su parquedad habitual, evitando en todo momento cualquier comentario despectivo hacia sus contemporáneos, acallando mis palabras de elogio a su obra. Como siempre, respeté sus prolongados silencios, sus viajes y ausencias al interior de su memoria. Me habló de sus proyectos: una antología de textos de escritores traducidos por él y titulada Jardines ajenos; otra gran antología de la poesía universal de todas las épocas que, como un juego, habían ido reuniendo y traduciendo Borges y él; las cartas de un viaje a Europa en 1967, enviadas a Silvina y Marta, proyectos todavía inéditos, como algunos otros textos de carácter policíaco. La conversación transcurrió parsimoniosa, ironizando sobre el año de su defunción publicado antes de tiempo por la Enciclopedia Británica, hasta que casualmente le comenté que la primera vez que oí hablar de Buenos Aires fue a los emigrantes que zarpaban de La Coruña en los transatlánticos. Esto lo transformó. Era el mundo que más añoraba, el de la lentitud de los viajes en barco, el spleen de la brisa marina, la pereza de esa vida ausente. «Somos polizontes sin barco», me dijo mientras se secaba algunas lágrimas de sus ojos nublados.

Siempre me he alojado, en Buenos Aires, en el Hotel Castelar, donde dicen estuvo Lorca, en la Avenida de Mayo. Pero en ese domingo regresaba al Hotel City, habitación 747, situado a un costado de la Casa Rosada. El Hotel City es un viejo transatlántico varado. Su esplendor era de otra época. Sus habitaciones, como grandes camarotes, estaban cubiertas de muebles de estilo. También él representa la decadencia del tránsito marítimo de viajeros. Familias de paso debieron habitar este rascacielos, pero ahora sus lujosos salones, sus ascensores de maderas nobles, sus cortinas de terciopelo, su cubertería de plata, sus grandes espejos perdidos por los inmensos pasillos alfombrados, sus grandes ojos de buey mirando a todos los puntos cardinales, estaban vacíos. Era curioso ver cómo los relojes que poblaban sus muchas plantas tenían todos horas diferentes que quizás también se correspondían con meses y décadas distintas. Era media tarde. Me acosté de inmediato para evitar los ruidos y pasos fantasmales atrincherado entre libros recién comprados. Traduje un poema de Carlos Drummond de Andrade que se me apareció milagrosamente: «Ningún deseo en este domingo, / ningún problema en esta vida, / el mundo se paró de repente, / los hombres se quedaron callados, / domingo sin fin ni comienzo. / La mano que escribe este poema / no sabe que está escribiendo, / pero es posible que si lo supiera, / ni importancia le diera». En mi duermevela, estos versos se deshacían y recomponían quedando así en la vigilia de la memoria: «Ningún deseo en este domingo, / todo se arregló ya en esta vida. / El universo se quebró de repente. / Los relojes pararon todos en una hora diferente / como en cada uno de los pisos del Hotel City, / en donde estaba en la 747 / en este domingo sin fin ni principio / en que me fingía dormido». Dormido en qué barco.

Oreneta

Antiguas promesas—El día uno de este año, al alba, salí acompañado de mi hija para que cayeran sobre sus rubios y rizados cabellos las primeras nieves de antaño. Atravesamos el vecino Retiro, todo cubierto de un suave manto de armiño. Sólo ardillas mendicantes salían a nuestro encuentro. En el lago del Palacio de Cristal, el alto chorro se atrevía a romper, cada vez más lento, aquel albo sigilo. Toda su fauna acuática estaba camuflada. Nos asomamos a una cerca e imitamos infructuosamente algunos sonidos. Rodeamos sus orillas y encontramos una esquina teñida de púrpura. Un cisne yacía degollado. Oliver St. John Gogarty (1878-1957), el Buck Mulligam del Ulises, el ingenioso poetastro que se codea con todo el mundo de la cultura, el descubridor de Stephen Dedalus y su iniciador, sucesor melancólico de Crauly en el Retrato, es uno de los mejores escritores irlandeses de este siglo y quizás el más desconocido. Fue él quien alquiló la Torre Martello en donde vivió Joyce y de la que salió huyendo tras un curioso y divertido incidente en el que Gogarty y un tercer inquilino (Samuel Chevenix Trench, Haynes en el Ulises), dispararon sobre la cabeza de James persiguiendo a una imaginaria pantera negra. Médico y escritor, Gogarty, antes de autoexiliarse en los EEUU, fue también senador del Estado Libre de Irlanda durante el tiempo en que Michael Collins firmó su sentencia de muerte al aceptar, como mal menor, la división de la isla. Collins fue asesinado en una emboscada durante la guerra civil y a Gogarty le incendiaron su casa de campo y lo raptaron mientras se bañaba. Envuelto en una manta aguardó a que lo fusilaran. Pero, valiéndose de una estratagema, saltó al río Liffey, al que prometió, si le ayudaba a salvarse nadando oculto entre sus oscuras y frías aguas, entregar dos cisnes como ofrenda. Gogarty cumplió su promesa. También Laura. El día de Reyes devolvió al lago su arrebatada presa.

Oreneta

La ciudad perdida de celuloide—Jamás pensé ir a Nueva Zelanda, pero allí estaba buscando la ciudad perdida de Colin McKenzie. Durante los primeros años del cine mudo, este joven director realizó muchas películas de carácter bíblico para su rico y religioso productor, empeñado en llevar a este naciente arte las historias más representativas del Antiguo Testamento. Para su rodaje, pero especialmente para el de Salomé, McKenzie construyó en medio de la selva una nueva Babilonia. Murallas, palacios y jardines colgantes surgieron a la luz, entre cientos de trajes de época, escudos, espadas, lanzas y carros de caballos para conducir a los cientos de figurantes. El rodaje iba a buen ritmo hasta que el derrumbe de la Bolsa de Nueva York hundió a su protector, que se suicidó. McKenzie se quedó solo. Para no parar la producción, negoció con los soviéticos la entrega de un filme de masas reivindicativas, mientras, paralelamente, continuaba su verdadera historia. Al enterarse de que la mafia estadounidense mandaba a varios de sus matones para hacerse cargo de las finanzas, y tras la muerte durante el parto de la actriz que representaba a la heroína, y que a la vez era su amante, McKenzie huyó de su país no sin dejar escondidos en los sótanos de aquellos palacios los rollos y el atrezzo, pendiente de regresar en cualquier momento para finalizarlo. Los años pasaron, la selva convirtió en arqueología aquellos muros, y la memoria de todo se olvidó por las guerras. La pista de McKenzie se perdió en Marruecos bajo otros nombres falsos, para no ser descubierto por sus perseguidores. Al estallar la contienda civil española, voló a Madrid para alistarse entre los corresponsales de guerra. Rodó muchas escenas de combates cuerpo a cuerpo en la Sierra del Guadarrama. En una quedó impresa su propia muerte. La ciudad perdida de McKenzie estaba tan escondida como lo estuvieron Palmira o Pompeya, pero al final descubrimos sus lingotes de celuloide, el atrezzo, sus ruinas y tesoros tan brillantes como los de Príamo o los de Helena de Troya.

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Los ángeles del altiplano—De manera involuntaria conocí Bolivia. Desde Santa Cruz de la Sierra creí volar directo hasta Cuzco, pero al llegar al aeropuerto de La Paz, cada siguiente despegue se decidía democráticamente según el número de pasajeros que lo integrara. Por lo tanto, antes de emprender este destino, fui paseado durante días por Cochabamba, Sucre y Potosí, ciudades deslumbrantes que si no nunca hubiera conocido. Solo, en aquel avión frágil que sobrevolaba los Andes, recordaba las palabras que me había dicho Eduardo Blanco Amor: «Es como ir sobre los dientes de una sierra afilada». Las azafatas me sonreían y bromeaban. El aeropuerto de Cuzco, hundido entre altas montañas, no aliviaba nada. Al descender, un teniente de la policía, que al principio se mostrara amable, me preguntó si llevaba dólares y me instó a que mi cambio fuese hecho por él. Me negué sin pensarlo, y su amenaza—por estas latitudes son las únicas promesas que suelen cumplirse—fue de verdad terrible. Me alojé en el Hotel Pizarro, en la Plaza de Armas, pero era allí tan evidente mi presencia que, sin haber utilizado la habitación, deambulé por entre otras pensiones más discretas en las que no se solicitaba documentación. En Sacsahuamán me encontré a Maud, que buscaba por el altiplano documentación sobre la pintura angélica barroca para su tesis. Su compañía me dio seguridad y, durante los días siguientes visitamos juntos la Catedral, en la que todavía trabajaban arqueólogos y arquitectos españoles en las últimas obras de restauración debidas a los daños producidos por los numerosos terremotos; las iglesias de San Francisco y Santo Domingo; los conventos de la Merced y Santa Clara; la Casa de los Cuatro Bustos y otros grandes palacios, topándonos a cada momento con los muros, los cimientos y los antiguos dioses incaicos todavía vivos en este ombligo del mundo, como el Inca Garcilaso traducía Cuzco.

El arcaísmo técnico de la pintura cuzqueña de los siglos xvii y xviii, con sus fondos dorados, la ingenuidad en el tratamiento de los asuntos religiosos, su anonimato gremial y su mestizaje, me emocionaban. Sucumbí al misterio de esos ángeles apócrifos, cuyas provocadoras desnudeces aladas se cubrían ahora con amplísimos trajes de brocados. Tras los habituales Rafael, Gabriel o Miguel, surgían otros ángeles militares como Uriel, Zabriel, Letiel y Alamiel, blandiendo arcabuces, junto a otros que representaban las fuerzas de la naturaleza, las fuerzas de los dioses derrocados y la del nuevo y único: Baradiel, Barahiel, Raaziel, Galgaliel, Kokbiel u Ofaniel. A punto de cumplirse mis últimos días decidimos ir a Machu Picchu, la vieja cima, la Piedra de las Piedras, según Martín Adán. Nos despedimos al atardecer para ir cada uno a su hotel, y quedamos a una hora temprana en la estación para subir a ese tren que tiembla, como le gustaría decir al poeta César Moro. Doblando por la esquina del Palacio de Manco Capac, salí al amanecer a la Plaza de Armas para coger calle arriba la Avenida de Santa Clara. En un cruce, inopinadamente, me cortó el paso un jeep. El teniente se lanzó contra mí y me zarandeó arrojándome contra otro compañero suyo a la vez que le decía: «Es tan tonto que valora más sus dólares que la vida». Di con mis huesos en una celda en la que había, sobre todo, indígenas mascando coca y un olor nauseabundo. Pero más pronto de lo que esperaba fui sacado de allí y conducido al aeropuerto, rumbo a Lima. Por las calles nos cruzamos con sirenas y una presencia desmesurada de soldados. Al llegar a la Embajada de España, me enteré de que Sendero Luminoso había volado aquel tren, matando a casi todos sus ocupantes, fundamentalmente turistas norteamericanos. ¿Qué había sido de Maud? Toda mi impedimenta me fue enviada gentilmente desde mi alojamiento de Cuzco. También una carta, con una postal de un ángel cargando su arcabuz mientras sostenía un rosario. Una nota de fina letra femenina decía: «Esperándote perdí el tren. ¿En dónde estabas?».

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La casa de Orillamar—Después de casi un siglo y más de cuatro generaciones, a la muerte de su último habitante, hemos tenido que levantar la casa de Orillamar. Cuántos nacimientos, cuántas despedidas, cuántos enigmas ahora dilucidados. Mi primera revelación del mundo se produjo cuando derrumbaron la casa de mis bisabuelos maternos en la calle de la Torre. El huerto, las higueras, los animales domésticos, la vecindad, todo fue demolido en aras de un monstruoso rascacielos. Milagrosamente, el espacio que ocupó mi infancia quedó al aire libre y sólo se construyó un piso equivalente al mismo que la casa, patio y campo cubrían. Ahora es una tienda de vídeos por donde a veces rehago mi hierofanía: aquí las habitaciones, aquí la despensa repleta de sacos de harina y azúcar, aquí el comedor donde era el más joven y me codeaba con el siglo anterior. Y alguna lágrima trato de ocultar ante tanta luz que deslumbra los recuerdos.

Ahora en Orillamar veo los cuadros colgados, los libros, los álbumes de fotos, los muebles de distintas épocas, todo en el mismo orden. Veo el largo pasillo que ya no espera a nadie. Veo a mi abuelo sentado en esta misma mesa escuchando la BBC o Radio París, mientras el Azor atraviesa la panorámica vista de la galería, junto a la peña de la Marola, y suena el Himno de Riego. Veo a mi padre leyendo las cartas del exilio y a mi abuela las esquelas de La Voz. Y mi hermana y mis primas, todos nosotros llegando corriendo de los Pelamios con las lapas, los cangrejos, las minchas, los mejillones de las rocas que en su cocción inundaban la estancia con este mismo olor salobre que me humidifica. Ahora en Orillamar, todos los muebles se nos entregan como derrelictos. Puedo rescatar alguno de ellos, pero saben que sólo temporalmente. Cojo el reloj de pared y la llave que le dio cuerda, pero al cabo me arrojo sobre cada una de estas camas recién hechas y me parece que me envuelven los sueños que allí se tuvieron.

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Sólo Montaigne me consuela—En otros muchos escritores encuentro variadas enseñanzas: sólo Montaigne me consuela. Despego al albur una de sus cientos de páginas de los Ensayos que duermen junto a mí desde hace años, y leo: «Si no sabéis morir, no os preocupéis; la naturaleza os informará sobre la marcha». Así, a cada cambio de estación, cojo el coche y en menos de medio día me planto en Burdeos, en el antiguo hotel de Las Dos Hermanas, por el que pasó Wagner. De allí a St. Michel de Montaigne hay no muchos kilómetros que siempre recorro ansioso. En la iglesia del minúsculo pueblo estuvo enterrado, pero le perdieron la pista. El castillo sufrió diversos incidentes y apenas queda nada del original, pero sí de la torre del siglo xiii en la que tenía una capilla, en la planta baja; su habitación en el primer piso donde se acostaba a menudo para estar solo y donde ahora se exhiben algunas de sus supuestas sillas de montar; y en el piso superior la biblioteca: «Estoy sobre la entrada y veo debajo el jardín, el corral, el patio, y la mayoría de las partes de la casa. Ahí, hojeo ahora un libro, ahora otro, sin orden ni concierto, de forma deshilvanada; ya sueño, ya pongo por escrito y dicto, paseándome, estas mis fantasías». La luz apenas penetra por los tres ventanales, poca luz, pero la suficiente para iluminar los siglos. Aquí estuvieron los mil libros bajo el techo de madera lamido por los fuegos del latín y el griego que aún leemos. Desde la torre uno se asoma sobre la misma infinita llanura de viñedos. Nunca hay nadie. La criada del palacio que ya me tiene entre sus sufrimientos estacionales, me entrega la oxidada llave para que deambule por las estancias y pueda atravesar las sendas agitando mi espíritu ayudado de mis piernas, pues los pensamientos se duermen si se asientan. Aquí se conserva el alejamiento del mundo, aquí uno aún puede rendirse pleitesía, esconderse incluso de sí mismo. Sólo Montaigne me consuela.

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La ceiba en llamas—En Brindisi embarqué varias veces en los ferris que van a Grecia, al puerto del otro lado que es Patrás. En Brindisi, entre cientos de automovilistas iracundos, trato de adivinar el lugar exacto en donde pudo morir Virgilio sin darle tiempo a revisar la Eneida. Pero justo antes de Brindisi, en la carretera de San Vito de los Normandos, siempre hago un alto en el camino para rememorar a otro gran poeta. San Vito está en la ruta de Bari a Brindisi. Una gran recta las une, sombreada de olivos y viñas que pueblan la tierra roja. Desde el pueblo blanco de Ostuni, José Carlos Becerra debió ver por primera y última vez el Adriático. Luego, ya metido en el atardecer, solo en su «dos caballos» con el que recorría media Europa, al dar la única curva tendida sobre un puente, junto a una estación, dio varias vueltas de campana y se metió en plena noche: «Donde la noche se detiene, un ángel se arroja al vacío». Acababa de cumplir treinta y cuatro años, era la primavera de 1970. Nadie allí sabía quién era este joven que llevaba meses recorriendo ciudades, carreteras, hoteles, haciendo y deshaciendo maletas. En el pasaporte figuraba como arquitecto, sin embargo, en el coche estrangulado sólo había hojas desparramadas con poemas manuscritos. Una semana estuvo abandonado en la fría morgue de Brindisi, quizás el mismo lugar en el que también yació Virgilio, hasta que le devolvieron a su cálido Tabasco. Becerra buscó la soledad infinita en esta huida, un lugar lejos de todos los lugares. Era un cuerpo en tránsito. Su prisa interior, que detectó García Márquez, le hizo tomar mal o bien, quién sabe, aquella curva. «He desaparecido de mi propia creación / y volveré a surgir el día en que rompa los vidrios de mi muerte, /pero esta vez no será posible el accidente, la inocencia del gesto». Recibo un ensayo de Álvaro Ruiz sobre el autor de El otoño recorre las islas. En la dedicatoria de La ceiba en llamas, leo muy halagado: «Para C. A. M., el único lector de los versos herméticos de J. C. B. en España».

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Mientras los árboles siguen viviendo—Hace unos días, casualmente, me crucé por una calle céntrica de Berlín, la avenida Unter den Linden, con una gata. A pesar de saber que se celebraba el festival de cine, desconocía la presencia de este sueño de juventud. Iba sola, con unas grandes gafas negras como las de Fedora. Su cara había sido tan retocada que pasaba por otra. Salí de dudas viéndola caminar con el idéntico aleteo suave de siempre. Susurré, para no llamar la atención, ¡Madelaine!, y ella apenas giró su nuca muy erguida y me lanzó una sonrisa tan gélida como el día.

No hace muchos años, en La Coruña, a la hora en que se va al muro, bajé por mi calle de la Torre, Campo de la leña, mercado de San Agustín, Riego de agua, y al iniciar la calle Real, diáfana y sola, me topé con las obras de restauración del Teatro Rosalía de Castro. Como desde hace ya demasiado tiempo no vivo aquí, sentí curiosidad. Sin dificultad abrí un candado y llegué hasta el patio de butacas vacío. El escenario se abría al aire libre, penetrado por un alboroto de gaviotas. En otro tiempo, en estos pocos metros, conocí el mundo. Buscaba algún referente, algún recuerdo, pero todo yacía desplomado, pendiente ya de otra generación. Al acercarme al foso y levantar la cabeza hacia los antiguos camerinos desarbolados, comprobé que, de entre tanta ruina, sólo había quedado un nombre escrito en una pared: Kim Novak. Qué mejor enigma. Luché por conservarlo escribiendo al arquitecto. En mi misiva, para conmoverlo, le reproducía el diálogo entre Novak y Stewart camino de la Misión de Dolores, en San Francisco, en medio del bosque milenario de sequoyas. Dice Madelaine, señalando las circunvalaciones de un gran tocón: «Pienso en las personas que han nacido y han muerto mientras los árboles seguían viviendo. No me gustan porque me recuerdan que tengo que morir».

Mi carta está todavía sin respuesta.

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El rey de los fracasos—La historia está llena de personajes secundarios que por su misteriosa presencia adquieren un protagonismo inesperado. Seferis sacó a la luz al Rey de Asina, «desconocido, por todos olvidado, aún por Homero. / Una mera cita en la Ilíada y, además, insegura». Lo mismo hizo Joyce, en su Ulises, trasladando a esta novela no sólo a los pocos héroes protagonistas, sino a un amplísimo coro de seres reales exiliados del mundo como el profesor Maginni. Nunca había visto su rostro, y junto al suyo encontré otros muchos que yacen en el Joyce Center, 35 North Great George’s Street. En una habitación del último piso están las fotografías de todos ellos, alrededor de trescientos dublineses que deambulan por estas páginas como si ahora perteneciesen al mismo álbum familiar. Este palacete reconstruido no tuvo nunca la más mínima relación con Joyce. Durante un tiempo los hermanos Joyce pasaron por aquí camino de su colegio católico, a comienzos de siglo. Un lugar demasiado rico para una familia humilde. Pero también este palacio se vino abajo y algunas espaciosas habitaciones tuvieron que alquilarse. El profesor Maginni se hizo con la estancia trasera de la planta baja y montó una academia de danza, decorándola con medallones que representaban escenas de bailes de distintas épocas y estilos. Eso es todo lo que hay aquí de verdadero del recuerdo del novelista a través de la pequeña historia de uno de sus más remotos personajes.

Maginni o Maginnis (su verdadero apellido no italianizado para darse más pompa y prestigio) aparece retratado con un sombrero de copa de seda negra, un bigote retorcido y largo, así como con una flor en el ojal de su chaqué. Maginni, un personaje colorista y festivo, muy conocido en la ciudad, y por supuesto por su inmortalizador que lo cita brevemente al menos seis veces, nos mira de manera penetrante, tanto que nos interroga. En 1901 estaba casado y tenía seis hijos, diez años después todos ellos y su mujer habían muerto de tuberculosis. Cuántos fracasos, Maginni, y cuántas derrotas, si no fueran por esas citas del Ulises.

Oreneta

Espacios improductivos—Con Franco Marcoaldi y Nadia Fusini, escritores y críticos de La Republica; con Ferdinand Mount, director del famoso Times Literary Supplement; con Michael Krüger, director de Hanser Verlag y con Pierre Lepape y Michèle Gazier de Le Monde, paseo por Madrid. Como anfitrión voy cumplimentando sus peticiones, pero me reservo alguna sorpresa. Los llevo a la casa de Lope de Vega en la calle en que murió Cervantes. La única casa del Siglo de Oro que, milagrosamente, se conserva, a pesar de que en las vecinas vivieron Cervantes, Quevedo o Góngora. «Parva propia magna / Magna aliena parva», dice el dintel. («Que propio albergue es mucho, aun siendo poco / y mucho albergue es poco, siendo ajeno».) Del embelesamiento del siglo xvii en penumbra, bajamos al jardín de esta casa no tan pequeña, donde están las mismas plantas, flores y frutales que describió el propio Lope: «Que mi jardín, más breve que cometa, / tiene solos dos árboles, diez flores, / dos parras, un naranjo, una mosqueta. // Aquí son dos muchachos ruiseñores, / y dos calderos de agua forman fuente / por dos piedras o conchas de colores».

De aquí los conduzco al convento de las Descalzas Reales, la fundación monástica de Juana de Austria en el siglo xvi. Después de los Ticiano, los altares barrocos y otras joyas, los pierdo por una prohibida galería desde cuyo final se divisa el huerto que cuidan las apenas media docena de monjas de clausura que aún lo cultivan. Pocas cosas me admiran más de esta ciudad que estos espacios «improductivos», fieramente defendidos contra la especulación. Aquí, en estos metros cuadrados que valen muchos millones de pesetas, crecen las naranjas, los tomates, las patatas, las lechugas y cebollas más caras. ¿Qué sabor tendrán? Al salir a la calle, las construcciones de cemento se abalanzan por doquier, los coches atraviesan los semáforos a toda velocidad, el metro hace retumbar las raíces de estos frutos. Y, sin embargo, allí el tiempo se adensa, con la lentitud de las clepsidras.

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¿Cómo se puede comprar o vender el cielo?—¡No tiréis el árbol! Un árbol menos es como arrancarle una cariátide a la inmortalidad, es como sajar un peldaño de la Escala. Cuando iba al colegio de los Dominicos, detrás del Palacio Municipal de María Pita había unos plátanos que ni antes ni ahora hubiera podido abrazar. Jamás pasaba sin tocarlos o zigzaguear entre ellos. Cuando así no lo hacía, habiendo tenido que cambiar de rumbo atajando por La Estrada, pensaba que el día no me sería favorable. Siempre creí que allí estarían, más allá de mí mismo. Pero un año, al regresar, los habían talado. G. M. Hopkins expresó mejor que yo ese dolor por el arrancamiento de una costilla de la memoria.

Un día en Nueva York, en el Sarah Lawrence College, donde también enseñó Marguerite Yourcenar, me presentaron a Joseph Campbell. Siempre gustaba que le contasen historias así, simbólicas, de la vida cotidiana. Ésta y otras estarán anónimamente perdidas entre sus océanos de papeles póstumos. Como recuerdo de este encuentro, me regaló la transcripción mecanografiada de un documento de su mayor estima: la respuesta que el jefe de una tribu india envió al Presidente de los EEUU, a mediados del siglo pasado, cuando el gobierno se «interesó» por comprarles sus tierras. ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo?, se preguntaba el jefe Seattle. «Para mi pueblo, cada parte de esta tierra es sagrada. Cada brillante aguja de pino, cada duna, cada niebla en el oscuro bosque, cada arroyo, cada insecto que zumba. Todos son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo». Esta voz que procedía de muy antiguo equiparaba el agua de los ríos a la sangre de sus antepasados y el murmullo de las hojas con la voz de sus padres. ¿Qué pasaría cuando desaparecieran los búfalos, los caballos salvajes, las águilas y el paisaje de las colinas interrumpido por los cables que hablan tendidos sobre árboles muertos? El fin de la vida y el comienzo de la sobrevivencia, vaticinó con toda exactitud. En ese tiempo estamos. ¡No tiréis el árbol!

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Cuando bajé al Hades—A donde el tirano Periandro mandó a sus mensajeros fue al oráculo de Efira, al mismo Hades. Camino de Corfú, embriagado por Durrell, bordeando el mar Jónico, paré casualmente en una pequeñísima población llamada Mesopótamon. Era casi de noche y me alojé en una casa de vecinos. No pude dormir, aquejado de pesadillas que identifiqué como de otros. Al amanecer les mostré mi inquietud y sonriendo me señalaron desde una ventana, a muy pocos metros, el Hades, el lugar en el que aparecían las almas de los muertos. El mismo lugar en donde estuvo Ulises para saber si regresaría a su patria.

No hacía demasiados años, el profesor Sotiris Dakaris descubrió este sitio oculto por una bella iglesia bizantina y un cementerio que hubo que levantar para las excavaciones. Me quedé preocupado por aquel encuentro y no quise proseguir el viaje sin hacer el otro.

Varios escalones nos introdujeron en el subterráneo, una gran bóveda de cañón apoyada en la roca natural nos llevaba hacia un fondo cada vez más tenebroso. En este laberinto se podía imaginar las estancias de los sacerdotes y las celdas donde los peregrinos se quedaban aislados casi un mes. Vi el agujero por donde se deslizaba el caldero que portaba el alma y sentí el olor nauseabundo de la sangre convertida en mantillo. También me lavé en el Cocito y pensé si todo aquello había sido un sueño. El Aqueronte ahora desembocaba en el desecado lago Aquerusia. Me quedé tantos días como los requeridos y sólo llegué a percibir mi sombra.

Quizás todas estas historias ya no tengan que ver con la condición actual del hombre, pero sabía que las reliquias de las viejas paredes entre las que me encontraba adornan mi sistema de creencias, como si yo también fuese resto ya de antiguos y arcaicos utensilios en ese mismo yacimiento arqueológico.

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Para eludir el rencor—El otro día me topé en Cibeles con otras diosas, otras Helenas que se fotografiaban con las ropas de la moda aún sin estrenar. Eran un bosque de juncos movidos por el viento de los automóviles entre la catarata de la fuente. Se me vino entonces a la mente una historia que leí de Heródoto mientras paseaba por las ruinas de los baños y las fuentes Pirene y Glauké de Corinto. Una de las épocas doradas de esta ciudad doria fue seis siglos antes del nacimiento de Cristo, durante el gobierno de Periandro, que hizo matar a su mujer, Melisa, después de haber tenido con ella tres hijos. Como se había llevado a la tumba unos cuantos secretos, quizás económicos o sentimentales, el uxoricida mandó varios mensajeros al oráculo para que dialogando con el alma de su víctima consiguieran respuesta. Después de pasar durante un mes todos los trances preparatorios, perdidos en los laberintos subterráneos, Melisa se les apareció en el máximo esplendor de su belleza, desnuda y provocativa como una de estas jóvenes: «Tengo frío y estoy desnuda», les dijo. Periandro no sólo había cometido el atropello de asesinarla y violarla después de muerta, sino que le arrancó el vestido que llevaba y se quedó con su ajuar. Melisa ardió en su fría desnudez. Siempre me llamó la atención no la queja de esa sombra por el asesinato, sino por haberla despojado de sus ropas. El viudo, que no cejó en conocer los requeridos secretos, entendió la respuesta. Convocó una especie de pase de modelos en el templo de Hera, cuyas ruinas todavía se pueden ver cerca de Acrocorinto, y allí las desvistió a todas para ofrecer sus ropas a Melisa. Si un vestido ablanda a una mujer, qué no serán cientos de ellos y, además, diseñados por la competencia. El tirano tuvo éxito y eludió su rencor.

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El reparador de campanarios—Ibn Batuta dijo que aquel que no viaja no conoce el valor de los hombres, y yo añadiría que tampoco el suyo. Un templo es un paisaje del alma, y si todo lugar es sagrado como los templos, viajando tratamos de reconstruir nuestro propio paisaje espiritual. Pascal achacó la infelicidad del hombre al hecho de no poder quedarse quieto en una habitación. Pero a veces no es necesario salir de este recinto cuando nos encontramos acompañados con un texto como el de la poeta norteamericana Marianne Moore. El poema se titula «The steeple-Jack» (El reparador de campanarios). A un pueblo de la costa donde han ido a encallar numerosas ballenas, donde la brisa es dulce y hay gaviotas que no cesan de sobrevolar el reloj del ayuntamiento y de planear en torno al faro, donde las redes están puestas a secar y las langostas (en otro largo poema habla del pulpo) tienen un precio asequible, ha llegado un reparador de campanarios que, en la iglesia, pone una señal de peligro.

Este pueblo está lleno de plantas multicolores: lirios, girasoles, margaritas, petunias... Los barcos se adentran en el mar, blancos y fijos como en un surco. El lugar también tiene una escuela, una estafeta, lonjas de pescado y astilleros para dornas varadas, y hasta un estudiante con libros extranjeros que lo observa todo. No sólo Durero hubiera encontrado una razón para vivir en un sitio como éste. Aquí el irse ya no es tan necesario, en un pueblo habitado por gente sencilla, con un reparador de campanarios que avisa del peligro mientras hace brillar la sólida estrella puntiaguda que, sobre la espadaña, nos muestra la esperanza.

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¡Ánimo, muchachos!—Mientras en París levantaban los adoquines para encontrar las playas, yo recorría las mías: Orzán y Riazor, para ir al instituto masculino donde estudiaba el preuniversitario. A veces atravesaba estos arenales imaginándome que volvería a ver otro gran cachalote embarrancado, como cuando niño, junto a la antigua fábrica de gas. En este centro, cuyo director era nuestro catedrático de filosofía, un viejo militante republicano que había tenido que hacerse converso al nuevo régimen tras, según se contaba, ignominiosos castigos, entre ellos el de barrer el suelo de las ciudades en donde estuvo preso, me topé con un grupo de compañeros tan inquietos como yo. No sé quién fue al que se le ocurrió que hiciéramos una revista, pero al poco tiempo salía a la luz bajo la cabecera de Nova Xente.

Las páginas las escribíamos a mano y las tirábamos manualmente a ciclostil en una «vietnamita» (así se las denominaba en la clandestinidad) del mismo colegio. Todo fue bien en ese invierno hasta la primavera. En un número, criticamos al colegio de monjas cercano porque las niñas de pago entraban por una puerta y las becarias por otra, y tuvimos que acudir allí reclamados por la superiora. La esperamos en una antesala presidida por un inmenso Sagrado Corazón, con nuestra artillería ideológica todavía premarxista, pero ya bien preparada. De repente, se abrió la puerta y apareció una jovencísima monja sonriente, de ojos azules, de tez nívea y simpatía contagiosa. Nos quedamos estupefactos. Nadie escuchó nada de cuanto dijo, embelesados ante tal aparición. Cuando salimos de allí pensamos si no sería mejor cometer otro pecado semejante para que de nuevo nos diese su absolución.

Pero en esa primavera tuvimos otras visitas no tan dulces. Un día se presentaron en el despacho del director dos policías de la secreta. El buen hombre trató de minimizar la trascendencia y difusión de nuestra publicación y sus ingenuos contenidos, pero no pudo evitar que los responsables de la misma respondiéramos al interrogatorio. Uno a uno pasamos por sus manos. Cuando me tocó a mí y se enteraron de que yo era el autor de un artículo sobre Che Guevara, me pidieron que les acompañara a la comisaría que, todavía por aquellas fechas, se encontraba en la Plaza de Vigo. El Che, recién asesinado, los encorajinaba, pero también unos poemas de un poeta ruso, un tal Yevgueni Yevtuchenko. Como yo había sido el recopilador de aquellos textos, mi pena se agravaba. De entre todos los poemas había uno que, según decían, llamaba a la subversión. Su título era «¡Ánimo, muchachos!»: «Y / os profetizo /que sufriréis, / y llegaréis a enseñar los dientes de rabia, / pero, a pesar de todo, conseguiréis tener / el valor de decir, / por mucho que os cueste: ¡Ánimo, muchachos!». El interrogatorio fue abrumador: ¿Quién era este poeta? ¿De dónde había obtenido los poemas? ¿Qué otros autores rusos y comunistas había leído?... Por aquel entonces no tanto como quisiera: Tolstoi, Dostoievski, Maiakoski, Esenin porque había visto la película Isadora; y Pasternak igualmente por Doctor Zivago.

No falto de imaginación y provocado en mi amor propio, solté nombres de escritores, títulos de libros y hasta comenté parsimoniosamente el contenido de algunos. Uno de los entrevistadores, que tomaba notas, mirando a su compañero le dijo: «Creo que nos está tomando el pelo». Pero cómo podían comprobarlo, cómo podían acusar a alguien basándose en datos falsos. Una y otra vez tuve que hacerles el comentario de texto del poema a la juventud. «Aquí no pasará lo de París», me decían. De aquella reunión saqué dos conclusiones equivocadas que fueron determinantes en mi vida y cuyo culpable fue el autor de Entre la ciudad sí y la ciudad no. Que la poesía era importante, y que yo tenía ciertas dotes para el comentario y la crítica literaria. Craso error por el que todavía pago.

Al regresar al instituto, el catedrático de griego me regaló una revista en la que había una amplia antología de poetas griegos contemporáneos. En ella leí por vez primera a Cavafis y Seferis. El catedrático de latín me obsequió con un tomo de las Elegías de Propercio, y el de filosofía, La Náusea de Sartre. El de literatura española, que además era el jefe de estudios, me llamó aparte y me recomendó que leyera más a autores españoles que rusos o confusos extranjeros. Como castigo me pidió que escribiera un pequeño ensayo sobre algún poeta español contemporáneo, y así lo hice. El trabajo se titulaba «Federico García Lorca y Miguel Hernández: dos poetas asesinados». El «piloto», como así lo denominábamos, pues se vanagloriaba de conducir muy bien la nave de los estudiantes, me avisó de nuevo: «¡Usted no quiere aprender!». Y aprendí a la fuerza, en el siguiente septiembre.

A pesar de que mis gustos literarios fueron variando, cada vez distanciándome más de la poesía popular o social, Yevtuchenko viajó conmigo siempre, como un salvoconducto. Su bocanada se me hizo imprescindible, lo mismo que su optimismo a pesar de derrotas, fracasos y cataclismos. Y ahora que lo conocí personalmente, después de casi treinta años de aquel incidente, me explico el porqué. Un día Pasternak lo invitó a su dacha, al enterarse de que él no había firmado una carta en su contra promovida desde el poder. Hablaron mucho, y en un momento el Premio Nobel dijo: «Tenga cuidado con las palabras, tienen tanta fuerza que son como balas. No cite mucho a la muerte, las palabras pueden convocarla. Convoque a la vida con esa fuerza de su poesía».

Ahora tenía ante mí al culpable. Lo había visto antes en Lima, en el año 1984, rodeado por una multitud de espectadores; y yo era uno más. Pero ahora, aquí no. Alto y ancho como un rascacielos, resultaba un auténtico vendaval de mundos. Me abrazó y en la dedicatoria que puso en mi más antiguo libro suyo, escribió: «Para C. A. M., que tiene los ojos irresistibles de mi tío Andrey Dubinin, camionero siberiano».

Después de varios días de paseos y de charlas entre Madrid y Toledo, al despedirse me dijo plagiándose a sí mismo: «A la izquierda siempre / siempre a la izquierda / pero nunca más allá de nuestro corazón».

Oreneta

El consultorio Munthe—En la época en la que, desde la mañana hasta la madrugada, saltaba de una película a otra, un día en el desaparecido Cine Hércules me tropecé con La historia de San Michele, interpretada por uno de los actores alemanes más recurrentes del momento: O. W. Fischer, a quien había visto en otras cintas y, sobre todo, suplantando la personalidad de Luis II de Baviera. Era el tiempo de las películas dirigidas por Helmut Käutner: El rey loco, El capitán de Köpenick o El último puente. Después de ver La historia de San Michele quedé tan fascinado por la vida de Axel Munthe que de inmediato le hice buscar al librero, Fernando Arenas, en su establecimiento del Cantón Grande, las memorias de aquel médico sueco que vivió casi entera la segunda mitad del siglo xix (había nacido en 1857) y la primera del siglo xx (murió en 1949). Tanto me imbuí de la personalidad de este hombre de mundo, tanto me imantó su descripción de Capri, de las ruinas aisladas por el mar y la luz, que a partir de ese instante todo el dinero que reuní fue para invertirlo en mi primer viaje a la isla de las cabras, según la llamaba Estrabón.

En Nápoles cogí un vaporcito en el muelle Beverello y las diecisiete millas que me separaban del desembarcadero de Marina Grande las pasé asomado a la borda, perdiéndome en el golfo napolitano. La isla de Isquia a la derecha, el Vesubio, al cual acababa de ascender, a la izquierda del arco de la bahía. Hasta entonces, ni aún después, había visto un mar azul de color tan denso. Era como aquellas pastillas de añil que se disolvían en el agua del pilón. El vaporcito resbalaba tan suavemente como la hoja de un patín sobre un campo de hielo coloreado. Y no dejaba estela. El azul arriba y abajo lo absorbía todo y yo me alegraba de esta falta de sombra, de esta falta de huella que daba una sensación de inmovilidad apacible.

De Marina Grande subí a Capri. Las buganvillas, los pinos, las huertas con frutales sedientos, los cactus y las sombras de unos olivos me salieron al paso. Desde el inicio del viaje apenas había intercambiado palabra y en este estado me mantenía cuando alcancé la Plaza Umberto I con las tiendas abiertas, las terrazas de los cafés, y los techos blancos de las cúpulas recién pintados. No descubrí allí entre los antiguos palacios el que buscaba y me adentré entre callejuelas sinuosas llenas de comercios de recuerdos. Por la Via dei Fornai observé la panorámica de la isla; la Via Camarelle estaba llena de cisternas y por la Via Tragara me fui a la Cartuja de San Giacomo con la vista de los farallones, la Punta Tragara y al otro extremo la Marina Pequeña desde el Belvedere. Era mediodía, y pasé entre las ruinas de los luminosos claustros con columnas y capiteles de Roma y Bizancio. Pero allí no estaba la Villa San Michele que para mí era el mayor monumento de la isla. Regresé a la Plaza Umberto I, y para ganar sombra y descanso entré en la Iglesia de San Stefano. La mochila me venció y caí dormido sobre los mosaicos romanos del pavimento del altar mayor. Durante un buen rato nadie entró, y allí seguí tendido hasta que me despertaron cuidadosamente voces femeninas que iban a cuidar el santo, quienes me indicaron mi error de buscar en Capri lo que estaba en Anacapri. De entre los varios caminos elegí el que pensé se adaptaría mejor a mi peregrinaje. Bajé de nuevo a Marina Grande y de allí ascendí hasta San Michele por la escalera fenicia. Setecientos setenta y siete escalones arrancados a la roca y protegidos por un largo pasamanos de piedra. Al fin llegué. La casa estaba ya cerrada y esperé al relente toda la noche junto a los jardines exteriores que se deslizaban sobre el mar.

Munthe había estudiado medicina en Upsala y fue un gran viajero. Italia era uno de sus lugares favoritos. Cuando llegó a Capri, una isla todavía virgen a pesar de las depredaciones, encontró una capilla abandonada en un rico yacimiento arqueológico y allí construyó una casa a su medida. La especialidad médica de Munthe fue la psiquiatría. Su cultura, su don de gentes, su fama, llenaban su consulta allá donde la instalase. Sobre todo la frecuentaban gentes de la alta sociedad. La gran burguesía europea y norteamericana, aristócratas y casas reales, todos quedaban hipnotizados. Y las mujeres fueron quienes más sufrieron esta fascinación. La reina Victoria de Suecia, la zarina, Sissi, que quiso incluso comprarle este palacio y, a despecho, se construyó otro en Corfú, presidido por una escultura de Aquiles herido en su talón. Munthe era un embaucador, un contador de historias y también un conversador y un gran espectador de sus pacientes. Cuando finalmente accedí a la villa tuve la sensación de estar ante un gran panteón repleto de esculturas originales y falsificaciones que allí adquirían la misma raigambre. Todo lo que allí se incorporaba, saliese de las entrañas de Capri o de las de cualquier anticuario, era como lo que se venera en un templo. Fuera de allí cada cosa tendría su verdadero valor, pero allí adquiría la pátina del tiempo. La estatua de Artemisa o Diana con su mirada ociosa, la pérgola con la de Hermes en reposo, la Esfinge mirando al horizonte, la galería de las esculturas, bronces y mármoles que representan rostros y bustos anónimos. Munthe no construyó una casa para vivir en vida, sino para vivir después de la muerte. Él dio vida a esos dioses muertos, caídos, en la esperanza que le procuraran a él mismo ese favor. Pero curiosamente, Munthe no estaba enterrado allí, en su panteón, que por eso y a pesar de todo es un panteón vacío. Munthe, después de muchas idas y venidas, se marchó definitivamente de Capri, en el año 1943, cuando arreciaba la guerra. Se instaló en unas dependencias reales, que le cedió su amigo Gustavo V, en Estocolmo, hasta que falleció.

Después de ese primer encuentro no sé por qué me sentí menos huérfano y descubrí, ya liberado del encantamiento, el resto de la isla. No tenía dinero suficiente para alojarme en el Calypso, el Tiberio Palace o La Pergola, en Capri, ni mucho menos en el San Michele de Anacapri. Pero tuve la suerte de disponer de un cuarto limpio en una casa familiar de pescadores que también, durante el verano, se dedicaban a alquilar la barca para visitas turísticas. Mario me reclutó como grumete. Cuidaba de los estrobos, de los remos, calafateaba la barca como si fuera un transatlántico y día a día recorríamos la costa. En la Gruta Azul el agua era tan transparente como una radiografía, y las estalactitas y estalagmitas brillaban entre los mosaicos. Pasábamos por la Gruta Verde y la Gruta Rosa, nos bañábamos en el Palacio Marino de Tiberio, por entre los muros de los antiguos puertos sumergidos veía rozar los cuerpos desprevenidos de las jóvenes turistas. A la sombra de las casetas de baños manejaba con destreza el cuchillo pelando los erizos de mar que fueron mi manjar de aquellos días. Una noche atravesamos el arco natural y oímos el chasquido de los remos huecos de las barcas vacías que, sin embargo, pasan por allí repletas durante el plenilunio. Los mosaicos, los pecios, las conchas, les sirven de guía en su marcha, que no interrumpen ni los antiguos cantos de las sirenas. Así pasé ese verano a la intemperie, subiendo a la Villa Jovis, ese despeñadero de trescientos metros sobre los acantilados, quizás la más famosa construcción isleña de Tiberio. Así paseé ese verano entre jardines colgantes, terrazas, aljibes, piscinas naturales, pasadizos secretos, la torre del faro desde la cual el Emperador mandaba señales a todo el orbe, viñas y olivares, y ni siquiera la púa del más afilado erizo hizo mella en mí. No había pensado en nada, ninguna preocupación me consumía, no sabía por qué había ido allí cuando tenía todo el mundo por descubrir. Treinta días después el mismo vaporcito me trasladaba a Nápoles. Apenas pensaba quedarme en esta ciudad más que el tiempo necesario. En un periódico leí un anuncio que decía: «Consultorio Munthe». Me llamó la atención y al día siguiente lo visité. Se trataba de una compañía de viajes adjunta al consultorio de un doctor. El doctor Olsen, también sueco, recibía a sus pacientes, los escuchaba, y les recomendaba, a través de esa agencia, un destino seguro con el que reconciliarse con su psiquis. Ahora lo entendía, Munthe se hizo millonario escuchando a la gente rica contar sus tribulaciones. Las oía y él mismo les relataba otras historias perfectamente parangonables en algún momento del mundo. Pero el mayor éxito de Munthe fue cuando descubrió este otro diagnóstico. Recomendaba a sus pacientes un lugar en el orbe al cual debían viajar, pues estaban vinculados a él por el ómphalos.

Oreneta

¿Por qué he de sentir condena y extravío?—En Florencia quedé atracado más tiempo del que mis nervios podían aguantar. Sabía en qué pensión tenía que esperarla, pero no cuándo llegaría a iniciar su curso de lengua italiana. En Santiago me había enterado casualmente y pretendía hacerme el encontradizo. Llevaba varios días y después de recorrer la ciudad de arriba abajo y de dentro a afuera, me consumía en la angustia de la tardanza. Como las horas se me hacían infinitas y sólo el andar era capaz de consumir mis energías, organicé una serie de largos paseos cuya distancia de ida y vuelta era lo suficientemente agotadora para adentrarme en el sueño sin más cavilaciones que las imprescindibles. De entre todas esas rutas descubrí una que me provocaba especial tranquilidad. Salía tras una breve siesta de mi habitación al final de la Via Guelfa, junto a la Fortezza da Basso, callejeando hasta la gran sombra del Palacio Strozzi, atravesaba el Puente de la Santísima Trinidad, entre la Iglesia del Espíritu Santo y el Palacio Pitti, y me perdía ascendiendo por lugares a veces intransitables desde la Fortezza di Belvedere hasta la Plaza de Miguel Ángel. Gran parte de este tramo estaba solitario y mientras ascendía, cada vez más, veía el hormigueo de turistas en torno al Duomo. Desde aquí toda la ciudad parecía una gran maqueta a punto de ser derrumbada por insectos. Sin embargo, el Arno corría lentamente hacia Pisa bajo los arcos de los puentes y las colinas de Fiésole me apaciguaban. Siempre quedaba a mis espaldas la Iglesia de San Miniato. Sus empinadas escaleras eran la última prueba de mis desasosiegos juveniles. Entraba bajo la geometría marmórea en San Miniato al Monte y la luz de las velas, el colorido de sus mosaicos, el pan de oro, los mármoles de colores bañados por la luz límpida de los rayos de sol que penetraban tamizados por entre el ábside del presbiterio, me inducían a permanecer allí callado y en paz conmigo mismo. La capilla del Cardenal de Portugal estaba llena de andamios. Se restauraban los medallones de Luca della Robbia que representaban al Espíritu Santo y las Virtudes Cardinales. Varias personas se turnaban en esta lenta y concienzuda labor. Pero esa última tarde sólo estaba aquella joven que siempre me saludaba con una sonrisa. Quién sabe si no era ella la destinataria de mis peregrinaciones. Me la quedé mirando con ganas de requerirle una palabra, pero ella giró la cabeza y continuó retocando un espolón con su pincel. A poca distancia, dándole la espalda, me senté frente a la tumba del cardenal de Portugal. La muerte me era algo totalmente ajeno, desconocido. Pasaron quizás varios minutos en los que el cansancio y el ensimismamiento hicieron mella en mí. Algo se desplomó, pero de forma tan imperceptible como si fuera un velo o una paloma muerta. No percibí nada hasta que alguien me avisó y entonces vi aquel cuerpo extendido en el suelo, boca arriba. El rostro de la muchacha semejaba la propia serenidad y el blancor de su mandilón apenas pespunteado por algunas manchas de pintura parecía el manto incólume de alguna virgen del culto.

La policía me requirió varias veces pues, aparentemente, era el único testigo, pero no pude darles la menor información. No sabía quién era, no había hablado con ella y sólo podía recordar insistentemente su sonrisa. San Miniato quedó temporalmente vedado en mis recorridos. Y no hubiera regresado tan pronto si no hubiese sido por la llamada del prior: «Su confesión es vital. ¿Cree que fue un suicidio o un desgraciado accidente?». ¿Suicidarse un ser que recordaba cuasiangélico? Me parecía una barbaridad, y así se lo hice saber a mi confesor, aunque no tenía más datos que los meramente intuitivos. «Verá usted», añadió el religioso, «esta joven era un ser muy querido para nuestra comunidad. De niña jugaba entre estas capillas que luego ayudó pacientemente a restaurar. Nos gustaría darle sepultura en el Cementerio de las Puertas Santas, pero ya conoce la prohibición que pesa sobre los que atentan contra su propia vida. Si tuviera un poco de tiempo disponible me gustaría contarle algo que va a sorprenderle». Me senté cómodamente en el sillón de cuero, observé por la ventana el velamen de cipreses y me dejé llevar.

«Conocimos a Ana cuando tenía ocho años. Su madre era soltera y vivía no lejos de aquí, en este mismo barrio. Ana estudió restauración aquí mismo, en Florencia, y pronto se incorporó a nuestras obras. Era muy metódica, apenas salía de la ciudad, hasta que hace unos meses conoció a un turista norteamericano, al menos treinta años mayor que ella, un hombre rico y elegante con quien se casó en Chicago, ciudad a la que se trasladó a vivir. Su madre falleció poco antes del feliz acontecimiento. Todo parecía ir muy bien hasta que hace unas semanas retornó inesperadamente a su antiguo domicilio y nos pidió incorporarse a nuestras obras, que duran ya varios años. Un día quiso verme, y me contó su historia que hasta ahora guardé en confesión. Fue raptada de niña y entregada a su madre adoptiva, quien la cuidó con esmero recibiendo anónimamente una importante pensión para su mantenimiento. Su verdadera madre había muerto de tristeza poco después de su desaparición. Un día el socio de su padre se presentó para verla y le explicó que su progenitor no había querido pagar el rescate por ella, que él había pagado parte para evitar su muerte, pero no su regreso. Ambos tramaron como venganza repetir aquel acontecimiento, sólo que ahora quien sería raptada era su futura mujer. Harían viajar a su padre a Italia en viaje de placer y allí se encontraría casualmente con Ana, cuyo parecido físico con la madre lo deslumbraría. ¿Acudió el padre-marido con el rescate? El hombre fue con el dinero, como la primera vez, sólo que también en esta ocasión fue despojado del botín por su socio. El engaño se aclaró, y entre sollozos, padre e hija, marido y mujer, recordaron abrazados las penalidades. El padre de Ana no logró superar la venganza y el hecho de querer tanto o más a su nueva esposa que a su hija reencontrada. Y Ana decidió recuperar su antigua biografía».

Al escuchar esta historia entendí la petición que se me hacía. Pedí hablar de nuevo con la policía en presencia del prior, y allí revelé que un instante antes de oír el topetazo del cuerpo contra el piso percibí un temblor de andamios y la precipitación de algunos de ellos sobre el suelo. El policía respiró aliviado.

Ana fue enterrada en el Cementerio de las Puertas Santas. La última petición que me hizo el prior fue la de buscar un epitafio que estuviera en inglés. Yo tenía en mi maleta apenas unos libros: Neruda, los poemas italianos de Jorge Guillén, y una antología de Pasolini y Ungaretti, recién comprados, además del Hyperion de Keats, con el que practicaba mi torpe inglés. Buscando en él descubrí estos versos: «¡Ah! ¿Por qué he de sentir / condena y extravío, cuando el aire sin dueño / se rinde a los intentos de mis pasos? / ¿Por qué he de despreciar el verde césped / como odioso a mi planta?».

En mi más reciente viaje a Florencia, el prior ya no vivía. Visité la tumba abarrotada de flores silvestres. Tan sólo yo era su memoria, y ya no era tan joven.

Oreneta

Sólo el primer sorbo cuesta—En la primavera de mi memoria, mi hermana y yo quedamos al cuidado de Lola, la chica que nos mimaba. Mientras nuestros padres viajaban a las ciudades prohibidas de Budapest y Praga, nosotros lo hicimos a Caldebarcos, a una casa de piedra con galerías sobre la carretera y frente al mar. Lola se había casado recientemente con un marinero griego al que conoció en varias de sus singladuras en el puerto de La Coruña. A pesar de lo hermosa, joven, pelirroja y decidida que era, apenas podía retener en tierra a Estratis, quien nos deleitaba contándonos sus recaladas, desde Alejandría a Estambul, pasando por su siempre querido Pireo. Un día, cuando nos disponíamos a ir en nuestras bicicletas a recorrer los muchos kilómetros de arena blanquísima de la cercana playa de Carnota, corriendo entre dunas y aves migratorias, le oímos sentenciar a nuestro hasta entonces capitán, en su castellanoargentino: «El gran error de mi vida es que, estando hecho para el mar, vivo como un hombre de tierra adentro». Y al poco, sin despedirse, lo vimos partir. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que la gente de mar no se siente feliz en ninguna parte.

La ausencia de Estratis fue mi primer indicio de lo que podía ser la muerte: el vacío de una gran presencia física, el silencio de una voz que se retiene en la memoria de la propia conciencia. Años después, en el viejo teatro de Epidauro, viendo la representación de Edipo en Colona, creí de nuevo oír su voz recitando aquellos versos de su propia descripción: «Unos invisibles campos lo arrebataron / y lo llevaron con una muerte que no se dejó ver». Lola se quedó viuda no de un muerto, sino de un ausente. Sin embargo, no lo supo hasta que pasaron varios años y aquellas postales cosmopolitas que llegaban continuamente, con sellos multicolores, y decoraban la alcoba raptada, cesaron.

Por aquellos días en que nos dedicamos a consolarnos todos mutuamente, yo vivía con la esperanza de verlo retornar o divisar su barco desde alguna de las alturas más cercanas. Lola secretamente vivía con esa misma ilusión. De ahí que los montes del Pindo y de Muros fuesen nuestras visitas habituales. La inmensa mole granítica del Pindo, de color rosado, me imponía. Monte arriba nos aventurábamos por aquellos roquedales. Este paisaje siempre se me asemejó al del Purgatorio que describe Dante en su Comedia. Las higueras salvajes competían, con sus sombras, con las formas polimorfas de las rocas. Y de entre las hierbas medicinales que allí crecían, descritas todas ellas por el padre Sarmiento, no encontramos ninguna. Tan sólo nos alivió el viento, azotándonos, y calmando nuestra ansiedad. A nuestros pies teníamos las primigenias aras solis, aquellas piedras que se encontró el general romano Lucio Sestio, y en su homenaje son denominadas las tres Aras Sestianas. Con gusto, Lola se hubiera ofrecido para ser sacrificada en una de ellas a la caída del Sol, tal como hacían nuestros antepasados. En una de estas incursiones llegamos hasta la Laxa da Moa, el pico más alto de la sierra del Pindo, con más de seiscientos metros de altura. Mi hermana, al apoyarse sobre un terrón, agarró un medallón con una inscripción rara. El bronce de nuevo regresó a su yacimiento, tras perder ella el paso un poco más allá. Esa noche vimos, camino abajo, la constelación de las Pléyades. Por entonces, todavía el cielo conservaba los nombres de la mitología.

Una de las peregrinaciones fue ir a ver a San Orencio de Entines, en cuya iglesia con crucero se guarda el cuerpo milagroso de San Campio, traído de Roma por el cardenal Zelada. San Orencio había sido uno de los primeros mártires cristianos. Su esqueleto se trasladó a comienzos del siglo xviii. Recubierto de cera en su urna, había que hacer todo un ritual para que concediese alguna de las peticiones que se le requerían. En las proximidades de la Capilla de Nuestra Señora del Rial, había una fuente en cuyas aguas nos lavamos la cara y las manos. Cogimos la antigua piedra moldeada por nuestros ancestros, y nos dimos nueve croques y nueve vueltas alrededor del crucero vecino, haciendo seis giros en un sentido y tres en el contrario. Así nos presentamos ante el santo, que era especialista en endemoniados y mozos que marchaban al servicio militar o que entraban en guerra, además de proteger a los viajeros. Estratis era uno de ellos. ¿En dónde estaría?

Lola sólo encontraba acomodo durmiendo a la sombra de algún pino o encima mismo de un curvo petroglifo; cama de piedra, cabecera de piedra, tatuaje pétreo cuyo frío quemazón atravesaba del corazón al alma. «Te quitarán la sombra de los árboles, te la quitarán. / Te quitarán la sombra del mar, te la quitarán. / Te quitarán la sombra del corazón, te la quitarán. / Te quitarán tu sombra».

En aquellas vacaciones yo devoraba una historia de Tintín, la que se llamaba El toisón de oro. Tintín recorre toda Grecia en un barco carguero, del mismo nombre, buscando un tesoro escondido de lingotes de oro. Finalmente los descubre fundidos en las barras que protegen del oleaje al mismo buque.

En aquellos días, todas las noches íbamos a ver la única película que proyectaban en el cine más cercano, Viaje al centro de la tierra. Salíamos en nuestras bicicletas iluminados por la luna llena a ver cómo nuestros héroes bajaban a las mismas entrañas del mundo a descubrir aquella ciudad perdida cuyos panes y manjares se habían petrificado. Al regresar, en una de las noches más intransitables por la repentina tormenta, en medio de la península que separa la ría de Muros de la de Corcubión, en la Punta Insua, donde se encuentra el faro del mismo nombre, vimos encallado un navío en unos bajíos cercanos. La luz del faro no había podido atravesar la espesa niebla. Su cargamento de animales en celo ululó toda la noche mientras el mar cruel (que nada destruye tanto) lo azotaba sin piedad. Un botín de derrelictos nos sació la curiosidad. En el semiinundado camarote del capitán, que había desaparecido con toda su tripulación, encontramos el diario de a bordo con los nombres rutilantes de todos los puertos recién zarpados, desde Valparaíso o Montevideo hasta Marsella. En la primera página de este cuaderno herméticamente protegido por un estuche de madera, el capitán había copiado los siguientes versos de Paul Claudel: «Sólo la mar a ambos lados, sólo eso que sube y baja. / Sólo el primer sorbo cuesta».

El barco se llamaba El Zorzal, y su armador era del Pireo.

Rostros de barcos pueblan mi vida; unos me miran con un solo ojo como el cíclope, inmóviles en el espejo del mar, y a otros los arrebató el sueño del abismo, maderas, jarcias, velas y cadenas.

Oreneta

De donde vengo nadie lo sabe—Hace pocos años que no he vuelto a Laxe, casi los mismos en los que irrumpió internet de manera diabólica en la vida de todos nosotros. A veces he buscado, infructuosamente, a Pepito a través de distintas claves y he pensado, reconfortado, que él sigue fiel a su emisora de radioaficionado conectando con todas las latitudes del mundo, desde este punto perdido del finisterre. José Antonio Posse era una visita obligada, tanto como la de acudir a ver la iglesia románica de Santa María de la Atalaya con sus relieves pétreos, emparentados con los baldaquinos y orlados de ángeles. Muy cerca de allí se encontraba el despacho-camarote de este lobo de las ondas. Me recibía con su sonrisa socarrona, entre un montón de objetos perdidos, mapas y cartografías, y se lanzaba a saber cuál era el estado del mar o del tiempo en alguna zona remota de las antípodas. Pero Pepito también era para mí el cancerbero de uno de los lugares más sagrados que conozco después de haber recorrido ya más de medio mundo. Dicho lugar era la tumba de los náufragos del Adelaide. Pepito me daba la llave y yo, no sin temor, abría la cancela que daba a un pequeño huerto compartido por un garaje y un gallinero. El huerto albergaba el panteón de Francisca Dovel, de cuarenta y siete años, y el de su hijo Guillermo, de doce, erigido por el capitán Guillermo Dovel, único sobreviviente de aquella noche infausta de diciembre de 1830. La familia de Pepito no sólo permitió que en estas huertas fuesen enterrados, casi junto a las tapias del antiguo cementerio parroquial que rodeaba a Santa María, pues eran protestantes, sino que dejó que el desdichado inglés erigiese un panteón donde grabó la amarga queja que aún hoy puede leerse.

La primera vez que visité Laxe desconocía todo sobre este lugar. Acompañaba al más joven de mis tíos que, por aquel entonces, se dedicaba a la aventura de distribuir libros. Durante los veranos aprovechaba todo un itinerario de fiestas para compaginar esta ardua tarea semifilantrópica con la más gratificante de bailarín y palpador de mozas. Llegamos a Laxe a primera hora de la tarde. Mientras él hacía sus gestiones, yo me zambullí en la nívea arena de la playa de herradura, nadé mar adentro y buceé pensando encontrar algún vestigio de aquel avión de guerra alemán que, según decían, había caído allí durante la segunda guerra mundial. La fiesta había comenzado, se hizo la noche y yo huí de la música y de mi tío, que apretaba cada vez más a sus presas. Me aventuré hacia la punta más extrema del Cotillón do Cabo D’Area. A mi paso la gente se quedaba rezagada, hasta que en una roca donde el sonido del mar borraba al de la orquesta, vi sentada a una mujer todavía joven. Como creía encontrar a un espíritu muy semejante al mío, me acerqué sin que ella se inmutara. Le pregunté su nombre: «Francisca», me respondió sin levantar la vista del mar. Y yo, insistiendo en entablar una conversación que aminorase mi soledad, le volví a requerir por su procedencia. Ella me contestó en un suave inglés que tardé varios años en transcribir por entero: «De donde vengo nadie lo sabe, /a donde voy todos van».

El barco se llamaba Adelaide e iba a las Antillas. «Era tan fermosa como puiden imaxinala. / Os cabelos dourados como o trigo maduro. / Os ollos máis profundos que as profundidades / das augas tranquilas / Vina aquela tarde de decembro / onde son tantos e todos sen meta / os camiños brumosos da madrugada. / Cruzámonos nos alcantís. / Cruzámonos no Cotillón do Cabo d’Area. / Cruzámonos no adro e nas dunas da praia. / Mireina cos meus mortáis ollos a única vez. / E o seu silencio foi como o dun xardín cerrado. / Ela non dixo nada / Eu ía a onde todos van. / Ela viña de Bristol». Quizás este verano vuelva a Laxe.

Oreneta

La luz de las ciudades sumergidas—Durante los años sesenta, cuando era un niño, Cunqueiro, a lo largo del año, se desplazaba varias veces a La Coruña, desde Vigo, para dar unas conferencias en la Asociación Cultural Iberoamericana (la ACI), de la cual eran directivos dos grandes amigos suyos: el poeta Miguel González Garcés y mi tío Antonio. Un día se me encomendó la tarea de recogerlo en el Café Galicia, en el Cantón Grande, y desde entonces este cometido se realizó dos o tres veces por año durante esa década. Cunqueiro siempre llegaba en el mismo taxi después de comer, saludaba a los tertulianos y cogiéndome por la nuca con su amplia palma de jugador de frontón, me arrastraba a paso firme, camino de la casa de mi tío, en Puerta de Aires. Si íbamos hacia la calle Real, se detenía en la Librería Arenas para hablar con su dueño, Fernando, sobre novedades y sobre sus propios libros. Si atravesábamos los jardines del invicto almirante Méndez Núñez (el Relleno), nos deslizábamos por el puerto entre los pasajeros y las grúas que cargaban frente al edificio de la Aduana, por entre los bultos de los viajeros y emigrantes a América en los últimos transatlánticos. A Cunqueiro le deslumbraba la luz que se reflejaba en las aguas de aquellos espigones y decía que le recordaban a los pintados por Claudio de Lorena. También quería aquella luz tan característica que reverberaba contra las cristaleras de las galerías. Se detenía, apoyaba su pie derecho en los norays de hierro amarrados y susurraba como ausente: «Esta luz todavía no ha sido captada en ningún cuadro. Es la luz de las ciudades sumergidas». Cunqueiro no hablaba mucho, y cuando lo hacía con su voz profunda y remota de pozo desecado, nunca te miraba directamente a la cara.

La ciudad vieja la atravesábamos siempre en dos direcciones. Al ir hacia la Puerta de Aires subíamos por la iglesia de Santiago para comprobar si todavía las estatuas románicas de San Juan y San Marcos sostenían sobre sus cabezas aquellos libros que lo soportaban todo frente al pazo de doña Emilia Pardo Bazán. Luego nos adentrábamos por entre las sombras cerradas de la Plaza de Azcárraga con su fuente de los deseos manando lágrimas insignificantes. Bordeando el costado del antiguo Palacio del ilustrado Cornide, llegábamos al piso de mi tío. Después de unas pequeñas abluciones y apenas un ligero descanso, salíamos con tiempo suficiente para realizar ese segundo recorrido antes de su conferencia.

Esta segunda peregrinación se iniciaba en la Colegiata de Santa María del Campo, donde Cunqueiro se quedaba extasiado por la Epifanía esculpida en el tímpano románico de la puerta principal frente al crucero de la plaza. Le fascinaba esa insólita escena oriental de los Reyes Magos con sus presentes, junto a un gran castillo muy semejante a una torre de Babel. Imagen que debió de ser la primera que vio Ramón Menéndez Pidal, que nació justo en una casa de al lado. Empujando el portalón de madera del templo, Cunqueiro lo atravesaba diciendo: «Ahora honraremos a los señores del tiempo pasado». Había muchas tumbas, pero él siempre iba hacia una que se encontraba a la derecha del magnífico altar mayor de plata costeado por los mareantes. Ponía su mano diestra abierta de par en par sobre la fría piedra y no la retiraba hasta que terminaba de recitar algo parecido a esto: «¿Qué levas peleriño da Palmeiría? / Levo froles d’amigo para Santa María». Muchas veces lo vi hacer esta misma operación sin reparar en quién podía ser el propietario de aquel asentamiento. Me resultaba todo tan misterioso, que me negaba a romper aquel hechizo. Y no sólo no se rompió, sino que se acrecentó cuando, tiempo después, descubrí que aquella mano se posaba sobre los restos del Señor de Andeyro, cuyo corazón, según la leyenda, había sido trepanado por cuchillos emboscados al ser descubierto en el lecho de la reina viuda portuguesa, Doña Leonor. Cunqueiro en algunos textos se imagina a este noble gallego al servicio de Portugal, en el siglo xiv, como peregrino palmero, es decir, de los que habían viajado a Jerusalén y traído para la iglesia de Santa María del Campo una jarra de azucenas con sus armas, de ahí aquellos versos. En la plazuela de las Bárbaras se detenía en la lápida de la entrada al convento, a ver cómo San Miguel con el dragón pesaba un alma ante la mirada protectora de Santiago a sus peregrinos. Lo hacía atravesar de puntillas mi colegio de los Dominicos y nos ocultábamos en el soportal del Jardín de San Carlos, antes de subir a la Casa de la Cultura, de la cual era bibliotecario Garcés, para dar allí su conferencia. Se adelantaba por este patio sobre el mar, y se detenía ante la aérea y romántica tumba de Sir John Moore, que lo emocionaba más por haber sido el amante de Lady Stanhope, que por su gloriosa hazaña de perdedor. (Aquella dama que para olvidar su dolor se perdió en África comprando sueños de amor con el difunto y joven general.) En las conferencias de Cunqueiro oí hablar por vez primera de Novalis y sus amores incestuosos, de Heine, Keats, Shelley, Hölderlin, Kleist, Dante, Eliot, Valéry, Vicente Risco, Valle-Inclán o Manuel Antonio; así como de Bizancio, Roma, Jerusalén, de los caballeros de la tabla redonda, de Merlín y de Hamlet. No sabía nada, y muchos años tuvieron que pasar para que algo percibiese, pero no sería el mismo sin aquellas tardes de lazarillo.

Cada vez que nos encontrábamos, Cunqueiro me traía alguno de sus libros dedicados con la promesa de que los guardara pero no los leyera. Un día me regaló el Enrique de Ofterdingen; otro entramos en la antigua librería La Poesía, en la estrecha de San Andrés, para comprarme un ejemplar de las Odas al viento del Oeste y otros poemas de Shelley que acabábamos de ver expuesto en la vitrina y, finalmente, otra vez apareció con los Himnos a la noche. Cuando vislumbró mis inclinaciones literarias, me las desaconsejó por su ingratitud y me recomendó, como hombre de orden que era, ser notario o registrador, profesiones más honorables y seguras. Era un gran escéptico al que traicionaba su vehemencia por cuanto iba relatando. Meses después de que le dieran el Nadal por Un hombre que se parecía a Orestes, regresó a La Coruña para dar otra de sus conferencias. Lo esperé, como siempre, en el Galicia. Tenía su novela subrayada y varias preguntas escritas para hacerle una entrevista para una revista escolar que se llamaba Nova Xente. Cunqueiro no disimuló su disgusto por mi desobediencia, zanjó rápidamente la charla y salimos a todo correr por algunas de las habituales rutas de la vieja Marineda. Luego acudió un par de veces en mi ayuda. Una cuando le comentaron que mi imaginación no se correspondía de forma literal con las traducciones de latín y griego para acceder a la Universidad. Quedó entusiasmado con mi osadía literaria y fue incluso a hablar personalmente con sus viejos amigos catedráticos e interceder a mi favor. La otra ocasión se presentó cuando firmó, en el Faro de Vigo, la primera crítica sobre mi libro de poemas, Épica, bajo su pseudónimo más querido, Álvaro Labrada.

Estos paseos se interrumpieron definitivamente en la década siguiente, cuando partí a estudiar Derecho a Santiago. Viajé a verlo numerosas veces a Vigo, a su piso de la calle Marqués de Valladares, y coincidimos en los agitados años estudiantiles de finales del franquismo, aunque algo menos ya en La Coruña. Cuando estaba gravemente enfermo acudí en su última Navidad a visitarle a Vigo. Poco después lo veía por última vez en Madrid, en el Hospital, donde las diálisis le eran cada vez más penosas. Charlamos muchísimo, aunque jamás recordamos aquellos tiempos, y sin embargo, al despedirme, cuando ya abría la puerta, me dijo con su sonrisa socarrona: «No dejes de darle la mano al Señor de Andeyro».

Oreneta

Un sueño que haga breves las tinieblas—Efira, Dodona, Amon de Sivah, Dídimo, Claro, Delfos, Anfirao, Epidauro, Lebadea, Olimpia, Monte Ptolon, Abas; entre el Asia Menor, Grecia y el norte de África. Cumas, Prenesto o Ancio, en la península italiana. ¿Quién conoce estos nombres? Y sin embargo, fueron de tanta fama que cualquiera puede imaginárselos en su memoria. En ellos habitaron sacerdotes, oráculos y sibilas, y pasaron multitudes de peregrinos que buscaban respuestas. Hoy están vacíos, ocultos, medio desenterrados por los arqueólogos, afortunadamente fuera de las rutas turísticas habituales y, en definitiva, postergados.

En Anfirao, a pocos kilómetros al norte de Atenas, se hacía dormir a los visitantes para que soñaran su futuro. No se vaticinaba, sino que se soñaba. Los sueños, en la antigüedad, eran de origen divino. En la larga y estrecha sala de los sueños, que hoy está al aire libre, destechada, se apilaban ricos y cultivados cuerpos expectantes.

Dodona era el oráculo más antiguo del mundo. Estaba al norte de Grecia, en los confines del mundo griego, al pie de los montes Tomaros, junto a la ciudad de Janina. En su museo todavía podemos contemplar las tablas de los oráculos. Como en casi todos estos recintos sagrados, el cristianismo construyó encima sus propios templos y muchos pueblos, a veces sin saberlo, se alzaron sobre estos antros. En Dodona, manos compasivas escondieron en un hoyo las ofrendas de los que consultaban a los oráculos así como los objetos paganos, en vez de destruirlos o quemarlos. Las encinas están por doquier, pero no aquella que crecía en medio del santuario y servía a Zeus como silla gestatoria para atraer los rayos.

Entre Rodas y Mileto, en el Asia Menor, estaba Dídimo. En el templo de Apolo—un molino aventó durante los últimos siglos los dorados de las columnas—cabía la Acrópolis de Atenas. Los miles de pacientes que llegaban de todos los puntos cardinales, pero fundamentalmente del oriente, no podían entrar en el templo, a diferencia de lo que ocurría en Delfos. Un sacerdote se asomaba y revelaba la respuesta del oráculo. Estaba considerado como uno de los centros más famosos y certeros. Sobre los grandes peldaños del templo todavía se pueden contemplar los grabados que sobre las losas dejaron de sus juegos los peregrinos para entretener los días de espera. Muy cerca de Dídimo entre Efeso y Esmirna, estaba el santuario de Apolo en Claro. El oráculo bebía el agua de una fuente subterránea debajo del templo en unas noches determinadas y pronunciaba sus sentencias.

La Fuente Castalia estaba a la entrada de Delfos, la Pitia desnuda se bañaba allí, oculta su cara tras un velo de color púrpura. Sólo reproducía lo que le había inspirado Apolo. Por eso, el oráculo de Delfos daba todas las respuestas en primera persona. Delfos rezumaba un olor a incienso, laurel y multitud de hierbas aromáticas y estaba lleno de grandes riquezas que las diferentes ciudades-estado regalaban y exhibían en sus respectivos stands. Por ejemplo, todavía me llena de emoción haber estado invadiendo un mínimo fragmento del espacio que ocupó el Caballo de Troya, ofrecido en agradecimiento a la victoria por la ciudad de Argos. Pausanias hizo un recorrido por el empinado camino sagrado y a pesar de que ya muchos de sus tesoros habían desaparecido su relato nos conmueve tanto como el de Lord Byron, que apenas vio nada. Todos estamos cosidos a este hilo de lana que ciñe el ombligo marmóreo.

Alejandro Magno se llevó a la tumba lo que le dijo el oráculo de Amón en el oasis de Sivah, en el desierto libio. Prometió relatárselo a su madre, Olimpia, cuando volviese a verla, pero jamás pudo regresar para hablar con ella. Todos los oráculos se expresaban en la lengua culta, mientras que el del monte Ptoion también lo hacía en algunas lenguas bárbaras.

En Lebedea, en la cueva de Trofonio, los sacerdotes hacían beber a los consultantes el agua del olvido antes de conducirles a la cueva oracular arrastrados por la tierra.

Me hubiera gustado haber acompañado a Heródoto, Estrabón, Pausanias o Plutarco, haber sido un viajero, un reportero que relataba cuanto veía, realidad que hoy parece una pura ficción. Ellos fueron los más puros periodistas, pero el tiempo los convirtió en escritores por el cambio de géneros que sufrieron.

Mi recorrido, en muchos aspectos homenaje a aquellos escritores, por doquier sólo ha encontrado irreverencia. En Cumas, a pocos kilómetros de Nápoles, donde la Sibila ejercía sus dotes proféticas, aún se conservan sus libros, pero la cueva se encuentra cada vez más rodeada de chalets. Tuvo que ser cerrada con grandes verjas de hierro porque los jóvenes habían estado a punto de convertirla en una especie de discoteca.

En Anfirao ayuné, bebí agua, no comí cerdo ni pescado, ni cebollas, judías o ajos; seguí en lo que pude la purificación pitagórica, aunque el sacrificio fue imposible realizarlo. Me demoré hasta el final de la tarde y creí poder perderme entre las sombras de la noche para soñar ya no nuevos o proféticos sueños, sino alguno de los que allí se tuvieron. Cuando me creía seguro y solo, después que fuera abandonado por los escasísimos visitantes, uno de los guardas se me acercó sonriendo y antes de que yo me justificase, me comunicó lo siguiente: «Si quiere puede quedarse toda la noche, haría como que no lo he visto, pero aquí ya no se sueña, yo mismo lo compruebo todas las noches». ¡Ya ni un sueño en la tierra de los sueños! Marcial, en uno de sus epigramas, escribió que entre las cosas que hacen más feliz la vida (y las enumeraba) estaba también «un sueño que haga breves las tinieblas». ¿Dónde encontrarlo ahora? Efira, Dodona, Dídimo, Claro, Delfos, Anfirao, Lebadea, Cumas... Recito estos nombres de memoria como un bálsamo. Los nombro y tomo posesión de todos ellos.

Oreneta

Solo con su gloria—En cualquier lugar en que me encuentre, estaré siempre, también, en el Jardín de San Carlos, rodeado del silencio de ese botánico, de ese camposanto que mira al puerto. De niño, junto a unas piedras abandonadas de la antigua iglesia de la pescadería decidí quemar mis primeros escritos, y estos muros me protegieron muchas veces de mis ausencias escolares. Aquí está Moore, o quién sabe si estuvo, el general que combatió en la guerra de la independencia norteamericana, en Egipto, y reprimió la rebelión de los republicanos irlandeses, en el año 1798. Un general derrotado, pero triunfador en su leyenda. Apenas tenía cuarenta y ocho años de edad, cuando fue mortalmente herido. En la Galería Nacional de Retratos, en Londres, se le ve delgado, elegante, con el pelo muy corto, mirada firme y penetrante aunque algo lánguida. Fue en el mes de enero de 1809. Se combatía en retirada, ya al anochecer, sobre un esponjoso campo sanguinolento, cuando le estalló medio cuerpo. «Me siento fuerte y temo que voy a estar mucho tiempo muriéndome», comentó a sus oficiales. Franceses e ingleses luchaban cuerpo a cuerpo, mientras estos últimos trataban de ganar la playa de San Amaro, donde les aguardaba su flota para reembarcarlos. Moore no perdió en ningún momento el mando y su compostura. La última orden que dio no fue de carácter militar, sino sentimental. Ya estaba casi todo perdido. Hizo llamar a James Stanhope, y le dijo: «Mis recuerdos a vuestra hermana». Me estremece pensar cómo las bayonetas caladas excavaron el terreno por la noche y cómo el cuerpo desangrado, envuelto en su capote, descendió a la fosa sujeto por las rojas fajas de su Estado Mayor. Charles Wolfe le escribirá un poema digno de tal derrota: «Lenta y tristemente lo dejamos / en el campo de su fama fresco y ensangrentado todo / no escribimos ni una línea, no / alzamos ni una piedra / lo dejamos solo con su gloria». Solo con su gloria, este verso retumba a eternidad, a una culpa impagable, a una condena, a un perpetuo remordimiento. Solo con su gloria. En esa misma soledad, siempre me lo encuentro, en este lugar que mejor en el mundo no pudo encontrar, según el también bellísimo poema que Rosalía de Castro le escribió en gallego. Lady Stanhope, quince años más joven que Moore, lo sobrevivió casi tres décadas, pero su herida fue tan mortal que sólo pudo aliviarla huyendo del recuerdo, quién sabe si no corriendo detrás de él. Viajó por Oriente y en el año 1814 se quedó entre los drusos, en el Líbano, venerada como una sibila. Lamartine la visitó a punto de morir en la miseria, tan sólo acompañada de sus fantasmas.

Mientras quemaba mis primeros escritos, chamuscando aquellas piedras venerables, relatos de aventuras y tesoros escondidos, se acercaron dos personas que, parsimoniosamente, había visto paseando por allí. Uno era alto y delgado, con aspecto elegante y extranjero, y otro un sacerdote. Me asusté cuando se acercaron, pensando que me iban a regañar por tanto humo. El alto me preguntó qué hacía, y le conté la verdad. Apretándome el hombro, cogió la portada de mi novela, La ciudad sumergida, y escribió en inglés: «I would to have the courage of this young man when he had burnt his novels» (el valor de este joven al quemar sus novelas lo quisiera yo mismo). No sabía quién era, y la sorpresa me hizo enmudecer. Aquella página, único testimonio de mi prehistoria de novelista fallido, pasó como marcador de lecturas diversas, académicas o no, hasta quedar varada en un ejemplar de El americano impasible, publicada por aquellos mismos años. Aquel Graham Greene era sin duda alguna aquel otro G. G. de la dedicatoria. Hasta entonces yo era un ser inocente y, como comenta el escritor en su obra mencionada, «la inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella».

Casi dos décadas después, en Madrid, mi periódico me mandó a entrevistarle. Me presenté a la hora convenida en el Hotel Wellington (quizá el vengador de Moore), y me adentré en su amplia suite. Me abrió la puerta el mismo sacerdote orensano y vi de nuevo a aquel hombre, algo más viejo, con un vaso de whisky en una mano. Entonces ya lo había leído y nuestra conversación fue más fluida e intensa. Al despedirme, saqué del libro aquella hoja muerta y se la enseñé para que me la autentificara. Greene se quedó sobresaltado. «¡Moore es mi antepasado!». Cogió el papel y añadió: «Why didn’t I do it» (¿Por qué no lo hice?).

Nunca me encontré con un personaje tan contradictorio y confuso, entregado permanentemente a la duda del ser. Este maestro de la acción tenía en sí mismo su intriga principal. No sabía nada después de haberse estado interrogando durante toda la vida. Al final también pensé que lo dejaba solo con su gloria.

Oreneta

Aramos sobre los muertos—En el 18 Parnell Square de Dublín, en un magnífico palacio georgiano del siglo xviii, espléndidamente restaurado, se encuentra instalado el Dublin Writers Museum, inaugurado en el año 1991. Son dos plantas. En la primera están dos amplias salas en donde se reúnen objetos personales, fotos, manuscritos o primeras ediciones de los más relevantes escritores (faltan algunos como Lord Dunsany, quizás porque nació en Londres). A continuación de estas salas y en una moderna ampliación está instalada una cafetería-librería en la que se venden libros, carteles y todo tipo de recuerdos literarios. En el piso superior, bajo un maravilloso techo pintado en el año 1760, hay una galería de retratos de todos los autores allí representados. Escritores que hicieron su obra en inglés, gaélico o francés. Escritores católicos, protestantes de las varias confesiones, agnósticos. Escritores nacionalistas, antinacionalistas, indiferentes, la mayor parte de ellos viajeros o autoexiliados de esta ciudad y de este país que ahora los recuerda como propios. Desde Jonathan Swift, Charles Robert Maturin, Sheridan Le Fanu, Bram Stoker, Lady Gregory, Oscar Wilde, George Bernard Shaw, William Butler Yeats, John Millington Synge, Oliver St. John Gogarty, Sean O’Casey, James Joyce, Clive Staples (C. S.) Lewis, hasta Patrick Kavanagh, Samuel Beckett, Flann O’Brien, o el militante del IRA y autor teatral Brendan Behan (1923-1964), entre otros muchos. ¿Sería posible un lugar así en Galicia consagrado a todos sus escritores? ¿Sería posible un museo en el que estuvieran nuestros trovadores, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán, Eduardo Pondal, Valle-Inclán, Curros, Ramón Otero Pedrayo, Vicente Risco, Salvador de Madariaga, Castelao, Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Dieste, Eduardo Blanco Amor, Gonzalo Torrente Ballester, Cunqueiro, Camilo José Cela, Manuel Antonio, José Ángel Valente, Luis Pimentel y tantos otros de igual valía? Galicia se ha construido fundamentalmente a través de su literatura, lo mismo que Irlanda. Muchos países lo han tenido que hacer en el cultivo de otras artes más en consonancia con su idiosincrasia. Han sido mejores pintores, filósofos o músicos. Nosotros hemos volcado en la literatura toda nuestra antropología cultural, toda nuestra imaginación, todos nuestros sentimientos de «isleños» cercados por la fuerza centrípeta del Mediterráneo. Amamos a ese mar, amamos a esas islas, amamos a esa mitología fundacional, a esas leyendas, esos héroes, esas religiones; pero también hemos tenido que ir descubriendo nuestro mar en el que suben y bajan las mareas, nuestras islas pobladas por los vientos, nuestros dioses paganos desterrados, nuestros bosques sagrados de robles o castaños, no de olivos, nuestros héroes que han dejado sus huellas en petroglifos y no en suntuosos mármoles. Somos de aquí y de allí. De más allá también. Pues de ese más allá de nuestro finisterre llegaron algunos alimentos: esos tubérculos a los que Seamus Heaney describe como corazones petrificados. Éramos «isleños», pero hemos ido descubriendo que estábamos en medio de una gran encrucijada de caminos. Pensábamos que sólo este cielo y este mar eran nuestra patria, cuando poblamos de parroquias los continentes. Patrick Kavanagh habló, en cierta ocasión, de la parroquia y el universo, esos son los dominios en los que se han movido los escritores gallegos de las últimas décadas. Sin desprenderse del contacto con la tierra, de la cual decía el poeta irlandés sacaba fuerzas, como Anteo («Contact everything, Antaeus-like, grew strong»), se ha ganado un horizonte mayor. «Aramos sobre os mortos nesta terra», escribió Lorenzo Varela, aramos hoy sobre los muertos en nuestras otras tierras. Nuestros escritores no sólo han ayudado a entendernos sino a que los demás nos comprendan mejor. Antes, ¿quiénes éramos? Ahora tenemos un lugar en el universo.

James Joyce, uno de los escritores que mejor comprendió a su país y al que más fama le deben, a pesar de su exilio, lanzó una tremenda crítica contra sus conciudadanos. El autor de Ulises dijo que, cuando alguien quería volar en Irlanda, se dedicaban a ponerle redes. Cortémoslas definitivamente, y que vuele cada cual ya a flor de tierra o sobre el mar de nubes.

Oreneta

El tren que se perdió—Los trabajadores que hacían en tren el rutinario camino desde Bristol hasta Swansea se llevaron un día una sorpresa al comprobar que el corto trayecto se prolongaba más de lo habitual. En vez de ir encontrándose con el urbanismo de la arquitectura industrial, iban apareciendo, a través de los empañados y soñolientos cristales de los distintos departamentos, frondosidades ignotas. El tren avanzaba entre un paisaje resplandeciente de colinas y bosques, hasta que se detuvo en una vía muerta y el novato conductor confesó conmocionado que se había perdido. En contra de lo esperado, la mayor parte de los viajeros, deslumbrados por el amanecer de un día tan brillante, se bajaron para disfrutarlo. Nadie protestó; por el contrario, muchos trataban de consolar al azorado muchacho, que no encontraba palabras para disculparse. La espera, de todas formas, no se prolongó. Un nuevo convoy llegó en auxilio de los viajeros con la propuesta de una pequeña indemnización, y además con el reconocimiento de que dicho fallo se había producido a causa de una señalización equivocada. Los viajeros, entonces, confesaron su pesar: qué más sorpresas les podía deparar el día, un paisaje maravilloso, una indemnización y la mejor justificación para, al menos una vez en la vida, llegar tarde al trabajo.

Desde hace ya varias décadas, todas las mañanas salgo de mi casa de Madrid, en la calle Fundadores. En los últimos años tengo la suerte de no utilizar el coche. Recorro el final de la calle Goya y, al descender por las escaleras del metro, formo un ángulo entre una de las pensiones en las que vivió César Vallejo, casi sobre la antiquísima librería Rubiños, y el último reducto de Lorca, ambas en la calle de Alcalá. El poeta que cantó a Nueva York salió de allí para cumplir con su destino. Si me girara un poco más y tuviera mayor capacidad de visión, alcanzaría al viejo edificio de la calle Conde de Peñalver, donde Miguel Hernández escribió las «Nanas de la cebolla». No muy lejos de aquí están las varias casas que tuvo Juan Ramón, incluso el viejo edificio melancólico del hospital en donde estuvo recluido en algunos de sus ataques de spleen. Voy apresurado entre un bosque de recuerdos, y a veces pienso si lo que ellos veían es lo que aún hoy día veo a medida que me hundo en la boca del antro y todas las fachadas tienden a elevarse. Ahora que voy sentado en el vagón de cabeza, recuerdo la anécdota de los viajeros ingleses y me gustaría pensar que, en vez de en la estación de Banco, pudiera bajarme a la vista de un claro del bosque o en alguna parada de otra ciudad que añoro y no dispone de este sistema de transporte. Pero inevitablemente, Banco siempre llega y justo me cruzo con aquella muchacha extranjera que vi en algún sueño y ahora tropiezo y le hago perder su mapa y casi hasta este viaje. ¿Por qué siempre ha de ser así? Fellini, en Roma, pierde a los viajeros por una ciudad subterránea, casi acuática, poblada de maravillosas pinturas pompeyanas que se borran al paso de la comitiva. En un poema mío dedicado a María Zambrano, recordaba cómo la parada londinense de Hampstead, como todo este barrio, fue construida en un bosque sagrado: «Y pronto / en su inmediato cielo, la parada en Hampstead / cuando el claro del bosque venerable silba en un magnetófono / los timbres envueltos entre el logos oculto».

Pero aquí estoy de nuevo subiendo por Alcalá, junto a las verjas del Banco de España, sobre las cuales se fotografió muy joven Cunqueiro, con abrigo y libro en ristre. Siempre siento que me cruzo con él en dirección contraria a la de su foto, y ya en pocas zancadas llego a mi despacho de altos techos, amplio y pleno de luz. Allí estoy rodeado de obras contemporáneas que yo mandé colgar, y al lado siguen brillando Solana, Rusiñol, Cecilio Pla, los Zubiaurre, Mir, los grabados de la tauromaquia de Goya, los carteles de Benlliure y Penagos...

Pero mi atención siempre se encamina a tocarle la fría perilla a uno de los antiguos fundadores de esta venerable institución, quien, a sabiendas del aprecio que sus compañeros del futuro le guardarían a su estatua, él o alguien lo hizo incrustar en la pared, de tal modo que nadie—también yo lo intenté—, excepto un terremoto, podrá ya desplazarlo de su invicta y perpetua presidencia.

Es el mediodía de un deslumbrante mes de abril. Pocos quedan para el próximo milenio. Y aunque los atravesemos, muchos inevitablemente quedaremos más aquí que allá. Una gaita escocesa me sorprende de repente. Me asomo al balcón y veo a un hombre vestido con este traje y pidiendo dinero. ¡Ay, las altas montañas, el musgo sobre los robles chorreando! Es el mediodía de un deslumbrante mes de abril. A esta hora, ¿cuántos viandantes y conductores habrán pasado por este cruce de caminos? «—Vamos, último de los poetas, / ¡siempre encerrado acabarás enfermo! / ¡Mira qué buen día hace, todo el mundo está afuera / anda, vete a comprar un poco de eléboro / y así te das un paseíto».

Y me voy con Laforgue a buscar esa planta cuya raíz es fétida, acre, algo amarga y muy purgante.

Oreneta

El viaje de los magos—Cuando hace tres veranos tuve la fortuna de convivir con Ernst Jünger durante una larga semana, en El Escorial, él acababa de cumplir cien años y le oí comentar con satisfacción el poder haber celebrado esta efeméride con un Oporto de su misma edad.

No hace mucho, bajé a Oporto desde La Coruña, para contemplar este Atlántico embravecido. Eran los últimos días del pasado 97. Las largas playas de Matosinhos estaban desiertas. Bajamos a pasear por las escarpadas rúas en compañía de Eugenio, Arnaldo, Agustina o Mario y, sobre todo, para ascender por la celestial escala de la casi también centenaria librería y editorial Lello e Irmão, en la Rua dos Carmelitas, quizás uno de los más bellos monumentos al libro que hasta ahora he visto a lo largo del mundo. Sólo guiados por la Torre dos Clérigos, como antiguamente lo hacían los mareantes que navegaban entre el mar y el río de oro, a espaldas de la Estação de São Bento y la Avenida dos Aliados, nos topamos, en la Rua Assunção, con los escaparates del vetusto comercio Nogueira y Ferreira. Aunque siempre, y a medida que va pasando el tiempo, cada vez más me han fascinado las tiendas de objetos religiosos, la llamada de atención se produjo esta vez al ver las figuras de barro de un Belén. Figuras toscamente moldeadas por sobrevivientes artesanos. Magos, pastores, soldados romanos a pie o a caballo, animales domésticos, y pozos secos componían un bucólico paisaje que nos invitaba a entrar.

El interior del establecimiento tenía una forma de minúscula herradura con un mostrador de madera atiborrado de mercancía sin desembalar. Sus paredes estaban repletas de vitrinas llenas de figuras de Cristo en diversas posiciones, santos de todas las procedencias y milagros, ángeles, custodias de distintos materiales minerales, múltiples objetos de cera, etc. Mientras detenía mi vista sobre unos ángeles enjaulados de grandes alas rojas que compartían su lugar con unas palomas que representaban al Espíritu Santo, me asusté al oír un chasquido seco y luego al ver cómo emprendía el vuelo una auténtica paloma negra y blanca, de buena papada y grandes y afiladas uñas. Mi susto no fue poco al pensar que aquellas representaciones pudieran tomar cuerpo. La paloma, que parecía emitir sonidos de conformidad o no con los objetos que allí se mercaban, sobrevolaba el escaso espacio aéreo sin el más mínimo tropiezo y además lo compartía, en buena vecindad, con un no menos alimentado gato negriblanco que separaba con sus garras almohadilladas todo objeto que le impidiera avanzar por sus dominios terrestres.

Al fin reconstruimos un Belén, y la dueña o encargada, tan oronda como sus bichos, que martirizaba a sus dos jóvenes empleadas, fue envolviendo cada una de estas figuras con el papel amarillo que iba extrayendo de una voluminosa guía telefónica de Lisboa. ¡Qué arte el de envolver! Para cada ángulo encontraba su acomodo; todo el Belén quedó como durmiente. Al regresar a Madrid, cada figura tomó su papel en la escenografía. Los tres Reyes Magos (sólo Melchor y Baltasar, este doble, pues Gaspar estaba agotado) avanzaban cada día hacia el Portal vadeando ríos de papel de plata. El día que alcanzaron su meta, recibí, como felicitación navideña, una cuidada edición del poema de Eliot, El viaje de los Magos, editada por Jenaro Talens e ilustrada por su jovencísima hija. El poeta inglés escribió: «¿Fuimos guiados todo aquel camino / al Nacimiento o a la Muerte? / Había un nacimiento, es la verdad, / No teníamos duda, y sí evidencia. Yo había visto muerte y nacimiento, / Pero había pensado que eran algo distinto; este Nacimiento era / Dura y amarga agonía para nosotros, como la Muerte, nuestra muerte. / Regresamos a nuestros lugares, estos Reinos, / Pero ya no tenemos paz aquí, bajo la vieja ley, / Con un pueblo extraño que se aferra a sus dioses. / Hubiese preferido otro tipo de muerte».

Oreneta

A mitad de la flotante vida—Como mucho, ya he visto la mitad mayor de esta flotante vida, escribe el poeta chino Li Mi-an. Y para él esta mitad del camino era el mejor estado del hombre, porque ya había alcanzado la calma. Quien tiene una mitad de más sufre de ansiedad, quien la tiene de menos, con más ansia posee su mitad. De la misma manera que las barcas navegan mejor a media vela, y el caballo trota ligero a media rienda, también el hombre camina más firme y seguro, más prudente y calmo cuando ha cruzado este meridiano y está a mitad del arroyo y la colina, a mitad del cielo y de la tierra, a mitad del sol y de la luna, del día y de la noche.

A mis años, en esta supuesta segunda parte de la existencia, ¿cuántos viajeros habrían llegado a ver todas o algunas de las maravillas de la antigüedad? Probablemente la mayor parte de los de mi edad, entonces, ni siquiera debieron pasar este Rubicón. Quienes lo hicieron, antes y después, se encontraron con insalvables imposibilidades físicas para atravesar los paisajes, climas y continentes. No echo en falta el ser uno de aquellos que lo intentaron en el esplendor, sino el no haberlo todavía realizado ahora en sus ruinas. Prefiero ser el visitante de ahora que el de antes, pero más allá de las esquirlas de oro, plata y marfil de la imponente estatua de Zeus en Olimpia, tallada por Fidias, no he visto nada más. Por el recinto sagrado de Olimpia: el santuario, el taller del escultor, el stadium, se puede pasear en solitario al atardecer. Un nuevo poblado de cemento cerca cada vez más a los materiales nobles.

Me queda, pues, alcanzar este deseo, asomarme al espacio que ocupó el templo de Artemisa en Efeso, el cual podía ser contemplado por los marinos desde la costa a pesar de los kilómetros de distancia; asomarme al mausoleo de Alicarnaso, al coloso de Rodas; al faro de Alejandría; a los jardines colgantes de Babilonia regados por el sudor perfumado de Semíramis. O desde las ventanas de un hotel lujoso, descorrer las cortinas y ver todavía en pie a las pirámides de Egipto. Ni el British Museum ni el Louvre han paliado esta ilusión, ningún museo arqueológico del mundo podría hacerlo, porque un monumento sin su espacio no es tal, y prefiero el espacio y sus cimientos. En Constantinopla, adonde fue raptada varios siglos después, se incendió la estatua de Zeus en Olimpia. Heróstrato llevó a cabo la mayor acción artística (la mayor performance) de todos los tiempos —quizás fue su inventor—al prender fuego a los cedros, al ébano y al marfil del marmóreo templo de Artemisa. Rodas y Faros se consumieron en sus propios haces de leños y resinas ardientes. ¡Cenizas por todas partes! A cada sitio que vaya haré lo que se contaba de Artemisa, la viuda y quizás hija del rey Mausolo I. A la muerte de su esposo, mandó construir un gran panteón, pero no lo enterró jamás en él, pues incineró el cuerpo de su amado y se bebió las cenizas.

Oreneta

Besos robados—Woody Allen le comentaba a Scorsese el desconocimiento que hay entre los espectadores norteamericanos, sobre todo jóvenes, de directores tan fundamentales para él como François Truffaut. Crecí casi al mismo tiempo que Antoine Doinel, el alter ego del cineasta francés interpretado por Jean Pierre Léaud, y entré en la pubertad guiado por cintas como El amor a los veinte años o Besos robados. De Truffaut aprendí que el amor nunca se satisface y que o bien se renuncia a él o existe el peligro de hundirse en sus abismos. La piel suave, uno de sus primeros filmes, acaba en un crimen pasional de la misma manera que La mujer de al lado, uno de los últimos. Por el camino, suicidios implícitos como los de Adele H, El amante del amor o La sirena del Misisipí.

La biografía de este hijo secreto que descubre a su padre verdadero, un dentista judío y pueblerino, que no quiso ni verlo, utilizando la misma agencia de detectives con la que trabajó en Besos robados, es hasta cierto punto paralela a la de muchos de sus protagonistas. Como ellos amó a Julie Christie, Jacqueline Bisset, Catherine Deneuve o Fanny Ardant, algunos de mis amores imposibles. Besos robados (hace décadas que no la he vuelto a ver) siempre me fascinó. Hace años, leyendo a Ovidio, descubrí el posible origen de este título al que debo algún ósculo nostálgico. El gran poeta latino, en Amores, tiene un poema titulado: «Cien mujeres distintas me enamoran». En uno de sus versos dice: «quisiera darle besos robados mientras canta». Ovidio, en este poema magistral, como todos los suyos, comentaba con su ironía demoledora que no había un solo modelo de hermosura para despertar sus amores, sino que él se adaptaba porque «mi amor las ambiciona a todas ellas». Eso mismo les pasó a Truffaut y a la gran mayoría de sus protagonistas.

Un atardecer, en París, me encontré frente al cementerio de Montmartre. Debido a la hora del atardecer pensé seguir de largo, pero algo me llevó a su interior. Nada más entrar me encontré con la tumba del gran actor Sacha Guitry, y más adelante nada menos que con las de Stendhal, Heine o Berlioz. De repente, entre un bosque de lápidas yacentes de mármol blanco, leí: François Truffaut. Tres rosas rojas, recién cortadas, tapaban su epitafio. Un gran escalofrío me recorrió todo el cuerpo al darme cuenta, por vez primera, que yo también era mortal.

Oreneta

Mis maestros de Atlántida—Hasta hace muy poco no supe que la antigua Academia Séneca (La checa), de La Coruña, en la calle de Payo Gómez, junto a la casa que habitó el joven Picasso, fue una de las redacciones de la gran revista Atlántida. En ese ático insalubre pasé algunos años duros de pasantías tratando de que mi fantasía se centrase. Por eso, al realizar la edición facsímil de esta publicación, creo que aquellos años no fueron perdidos. En el núcleo de fundadores y colaboradores coruñeses de Atlántida estuvieron algunos de mis maestros del bachillerato. Jacobo Viqueira (Manuel de Santiago) era el director de ese centro, un erudito políglota, un domador de fieras a quienes trataba de amaestrar infructuosamente con la lectura. Enrique Míguez Tapia, el director efectivo de la publicación aunque en la misma jamás aparece nombre alguno de los responsables, era el autor de esos editoriales marxistas (por los hermanos Marx, no por el otro) que burlaban permanentemente al patronato de la Delegación de Educación del Movimiento Nacional del Distrito Universitario de Santiago. Él fue mi profesor de filosofía. Durante cuatro décadas dirigió el Instituto masculino (hoy «Salvador de Madariaga»), navegando expertamente por el mar proceloso del franquismo. Míguez Tapia, haciendo honor a su apellido, se hacía el sordo, era culto, ingenioso y de una ironía mordaz, nos hablaba del existencialismo, de Sartre y de Camus, y también apoyó otra publicación—por supuesto más modesta—que hicimos un pequeño grupo de sus alumnos bajo la cabecera de Nova Xente. Él la defendió de algún que otro roce con el poder político y religioso local. Mariano García Patiño, un gran acuarelista de paisajes marinos tan melancólicos o más que los de Lugrís, fue mi profesor de dibujo. Jamás consiguió que trazara una sola raya recta y es quizás por quien más siento su fracaso. Pérez Riesco fue mi profesor de griego y quien, además de traducirnos a los clásicos, nos leyó a algunos de los más importantes poetas helenos contemporáneos cuando estos eran absolutamente desconocidos, entre ellos Cavafis y Seferis, de quien siempre me he sentido tan cercano.

Aunque no lo fueron en el sentido anterior, también considero mis maestros a Miguel González Garcés, Fernando Mon, Juan Naya y Emilio Merino. Garcés corrigió mis primeros versos y tardé mucho en perdonarle sus acertados juicios que no seguí. Él me abrió aquellas maravillosas páginas dominicales de La Voz de Galicia, en donde hice mis primeras armas, y fue un imprescindible animador cultural. Mon, atento siempre al arte, fue generoso con mis primeros libros. Naya me adentró por la laberíntica biblioteca de la Real Academia Gallega; y Merino me acogió como crítico en su cultísima Hoja del Lunes. Después vendrían otras amistades como las de Mariano Tudela (el alma de Atlántida), Prieto Puga, Abelenda (con quien coincidí en Cambio 16), Luz Pozo Garza y siempre la sombra, en mi niñez, del gran Lugrís, que me asustaba con su vozarrón de viejo lobo de mar. De todos ellos aprendí su amor por la cultura como un universo donde también estábamos los gallegos. De todos ellos aprendí que aunque derrotados por el tiempo que les había tocado vivir, en muchos casos con un marcado sentimiento de fracaso, jamás se entregaron a esa derrota y nos enseñaron para que, sin saberlo, fuéramos su «venganza». No sé si lo he conseguido, pero hoy al menos al ver entre mis manos esta edición facsímil de Atlántida y al haber asistido al éxito de la exposición de Lugrís en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con la colaboración de Rosario Sarmiento y Antón Patiño, creo que en algo les devuelvo sus esfuerzos y su memoria, que el tiempo no les robará mientras yo viva.

Oreneta

El fruto de la nada—Durante los largos años de estudiante en los Dominicos de La Coruña jamás oí hablar del maestro Eckhart. Este dominico que vivió entre los siglos xiii-xiv, maestro en artes por París y en teología por Colonia, consejero del Papa Bonifacio VIII, desempeñó altos cargos dentro de su orden y es considerado como uno de los fundadores de la gran filosofía alemana. Algunas de sus opiniones panteístas de carácter místico, fundadas en la primacía de la teología negativa neoplatónica, fueron condenadas tras su muerte. Estos días leo uno de sus sermones, El fruto de la nada, que me sorprende por su modernidad y que me ayuda, como pocos textos contemporáneos, a explicar lo que en la poesía hay de pensamiento y teología. Eckhart toma como disculpa la descripción que hace San Lucas del instante en que San Pablo se convierte: «Surrexit autem Saulus de terra apertisque oculis nihil videbat» (Saulo se levantó del suelo y, con los ojos abiertos, nada veía). San Pablo, camino de Damasco, cae del caballo derribado por una luz que es distinta de la del día, de la del sol, de las estrellas, una luz de fuerza matérica sin materia y sin color, imposible de percibir por los ojos, inundando y envolviendo todo el cuerpo. Una luz que entra en el fondo del pensamiento, en el inconsciente, incluso en el no ser, hace estallar los sentidos y, el propio Eckhart afirma, «puedo pensar tanto en lo que está allende el mar, como en lo que está aquí contigo y conmigo». Esa luz que es Dios y ningún sentido humano la percibe se introduce en uno mismo y ya uno es otro. De la frase de San Lucas, su comentarista sacaba varias conclusiones. Que cuando se levantó del suelo, con los ojos abiertos, nada veía y esa nada era Dios, puesto que cuando ve a Dios, lo llama una nada; que al levantarse allí no veía nada sino a Dios, que ya estaba en todas las cosas; o que al ver a Dios veía todas las cosas como una nada. Este testimonio rompe el monopolio de la revelación histórica de los evangelios e introduce el tema de la revelación interior y la experiencia estática. San Pablo añade: «Dios habita en una luz inaccesible que nadie ha podido ver». Dios es la luz, el alma es la sombra. Cuando se es penetrado por esta luz ya no se busca, ya no hay más luz que ésta, la que oculta todas. La divinidad es inaccesible a través del conocimiento sensible y el sujeto se disuelve en su anonadamiento (en su entrega a la nada), siendo Dios citado como aquel «a quien ama mi alma». Dios es innombrable porque está por encima de todos los nombres y no hay tiempo suficiente para nombrarlo, sólo de Él fluye el amor. Está por encima del ser, de la vida, de la luz, más allá de todo. Si alguien lo ve, penetra en su conocimiento, dice que está aquí o allí, habla con Él, ése no es Dios ya que quien con nada habla de Dios lo hace correctamente. Dios no fue engendrado, es fruto de la nada, por eso San Pablo nada veía. Dios tiene en sí todos los seres, en Dios no hay nada sino Él, que es la medida sin medida. Al ver en todas las cosas a Dios, éstas también son nada. Pero la nada de las cosas es la de las criaturas, que no tienen un ser en sí mismas, y que alejadas de aquel Que Es, vagan en una noche de sombras. El ser de Dios es luminoso, pero no brilla. El alma debe renunciar al conocimiento, al espíritu, a sí misma, a Dios, ni buscarlo ni nombrarlo, ser fruto de la nada de donde Él nace. Eckhart acaba su sermón (¿qué pasaría hoy si se leyera en una iglesia?) con una rogativa que hago mía: «Que podamos alcanzar aquel conocimiento que es absolutamente sin modo y sin medida».

Oreneta

El sabor de las cerezas—Un hombre se cuelga de un cerezo y su peso quiebra la rama que derrama sobre su boca abierta el fruto dulce y sanguíneo de la vida. Le comento este poético pasaje de la cinta de Abbas Kiarostami a Ramiro Fonte, mientras paseamos por las húmedas colinas de Vigo que en nada tienen que ver con las polvorientas de Teherán. Y justo nos plantamos, en la calle Marqués de Valladares, delante del limonero que aún crece frente al piso de Cunqueiro, ahora a cielo abierto pues su manzana inmediata ha sido rebanada. El limonero encorvado resiste tenazmente la especulación al igual que esa antigua casa magritteana de la que es antesala. Ramiro redactó el poema que el maestro le debió haber escrito a este árbol pero que no lo hizo para que él ahora reparase, tan magistralmente, el olvido: «Quizais un día alguén / Repare o meu esquezo, / E deixe florecer no seu poema / O limoeiro estraño a esta paisaxe / Como son tantas veces as palabras / Alleas á paisaxe do seu tempo». En Sevilla, camino de la Cartuja, están las calles repletas de naranjos. Toda la ciudad me huele a azafrán. Extiendo el brazo y arranco una naranja, sólo para olerla y circundarla con las palmas de mis manos, pero una muchacha me previene de que son amargas y únicamente sirven para hacer las mermeladas de los ingleses. Alrededor de los celestes hornos de la desaparecida fábrica de cerámica, deambulan cientos de personas a la espera de la apertura del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo y de la exposición de Chema Cobo. Mi viejo amigo J. A. Chacón, evadiéndose por unos instantes de su coronación como director, nos lleva a Fernando Castro (el comisario de la muestra) y a mí a ver el ombú que plantó Colón. Es inmenso, tiene las hojas un tanto caídas durante esta época del año y por eso dicen que está triste, pero en la ya cercana primavera volverán a elevar su vista al infinito.

Me gusta este semblante melancólico y toco sus hojas suavísimas y su tronco y sus raíces atrapadas en el pasado. ¡Qué razón tenía Alberti!: «Ni arquitectura, ni escultura, ni pintura. En esta cartuja, el ombú».

En un Ave intempestivo regreso solo en un departamento. Rechazo los auriculares para concentrarme en el paisaje crepuscular de olivos y de encinas. Pero al levantar la cabeza veo al viejo Isak Borg, ayudando a recoger fresas salvajes a aquella mano tan blanca que ya no lo ve ni lo siente.

Ya en Madrid, me acerco a Olmeda de las Fuentes. Mi casa está situada junto a la de Eugenio Granell. Tanto llovió que las camelias están inmensas y empiezan a dar flores. Nadie habría apostado por ellas en este exilio. Las dos higueras están llenas de nuevas varas; también en poco tiempo se tronzarán por el peso de tan dulces frutos.

Oreneta

El sonido de lo desconocido—El sonido de las campanas se ha hecho sordo a mis oídos. Antes tenían nombres que todos recordaban. La Berenguela, por ejemplo, me acompañó las noches insomnes de estudiante en Santiago, pero cuántas otras enmudecidas. La simbología espiritual de nuestra civilización ya se ha perdido. Campbell relata su fascinación por Chartres, precisamente porque allí se oía el tañido de las campanas de la Catedral dando paso a los días. Siendo estudiante en París, tanto se ensimismó con este templo que se hizo amigo del campanero, quien, viéndolo tan decidido, lo invitó a subir con él para tocarlas. Sentados en una pequeña plataforma, el uno frente al otro, el solo balanceo las hacía sonar. El campanero vivía en una pequeña habitación escondida entre el coro. Permanecía en constante vigilancia. Este recuerdo, cuando lo narró, ya tenía varias décadas de existencia. Visité no hace mucho esta belleza del gótico francés, a muy pocos kilómetros de la capital del Sena. Allí estaban sus vidrieras y sus estatuas tan alargadas como columnas, pero las agujas ensortijadas de la catedral ya no eran ni lo más alto ni lo más sonoro.

Una vez subí a la torre de la intrincada catedral de Toledo por ver si la panza de sus campanas todavía tocaba con el badajo que Luis Buñuel puso en Tristana. Por eso cuando el músico Llorenç Barber me propuso convertir el Círculo en un campanario profano y dialogar con el campanario sagrado de la iglesia de enfrente durante parte de una noche, me acordé de inmediato de la historia de Chartres. Me refugié en mi despacho como si la habitación del campanero se tratase y aguardé a ver en marcha ese ir y venir de minerales colgados entre cielo y tierra, entre ambas azoteas, como si de una gran bóveda se tratase. Más allá de ese sonido oía lo desconocido, lo incognoscible, el gran silencio, el vacío o la trascendencia absoluta.

Los simbolistas fueron los últimos que dieron un valor metafórico a las campanas. Georges Rodenbach escribió una novela lírica titulada El carillonero. Borluut, el personaje principal, traiciona el celibato por su causa. Esa traición lo llevará al suicidio. Escogió como tumba una campana, quizás la más grande. En su interior había un anillo, y allá en el fondo de donde pende el badajo ató una cuerda y desapareció todo entero en el abismo oscuro. ¡Alegría de acabar en el fondo de una de aquellas campanas que tanto amó!, escribe el poeta belga, y añade: «Aquel día, el siguiente, todos los días sucesivos, el carillón sonó, tornó a comenzar el juego automático de los himnos y de las horas, todo el concierto aéreo echóse a volar, enguirnaldando de melancolía las almas nobles, las viejas mansiones, el cuello blanco de los cisnes, sin que nadie sintiera, en la ingrata ciudad, que había desde entonces un Alma en las campanas». Esa ciudad ingrata era Brujas.

Oreneta

El lugar está en ti—En Wilflingen las tortugas que llevan nuestros nombres están huérfanas, Jünger se los puso a unas recién nacidas en recuerdo de nuestra visita. Ahora tendrán tres años, un siglo menos del que tenía entonces nuestro anfitrión. El autor de Tempestades de acero invirtió más tiempo en mostrarnos su huerto, su colección inmensa de lepidópteros y las sendas por donde todos los días caminaba varios kilómetros, que en hablar de los honores por su obra literaria. Ya entonces su diálogo era más interior que exterior y su sordera, perfectamente disimulada, contribuía a ello. Del frío gélido de este pabellón de caza a donde, en 1950, vino a vivir de prestado en esta especie de destierro tras el final de la guerra y la derrota de su ejército, pasamos a encontrarnos en el calor de El Escorial. Aquí habló de sus deudas culturales y del honor del ejército alemán que supo morir en la hoguera de su derrota. La firmeza del doctorando imponía y, a pesar de todo, de sus palabras podía deducirse que él mismo hubiera preferido también haberse inmolado, como en aquellas antiguas cargas de la caballería prusiana a la que perteneció. Jünger era un militar a la antigua usanza, incluso al darte la mano se cuadraba haciendo una pequeña genuflexión con la cabeza. Un militar de conducta espartana, pero no un nazi. Ni su pensamiento ni su aristocracia se lo habían permitido. ¿Qué hicieron en aquellos tiempos convulsos otras gentes? Jünger es, inevitablemente, un personaje de su tiempo y de su geografía. Más que asumir sus contradicciones, se reafirma en sus principios. En una época de entreguismos, fugas y traiciones, se mantuvo al frente de sus soldados defendiendo una patria reiteradamente humillada. No se equivocó en esto aunque esa defensa llevara implícita el horror de los campos de concentración y otros muchos horrores que él mismo criticó y combatió. Sus Diarios son una obra imprescindible para que los lectores del futuro nos comprendan y perdonen.

Durante el último medio siglo, Jünger se convirtió en un viajero impenitente. Heidegger, preocupado de que su amigo perdiese el tiempo de semejante manera, le envió unos versos de Lao-Tse invitándolo a que se quedase en casa y no mirase siquiera por la ventana. Jünger le contestó que su calma espiritual no podía estar encerrada y que sólo se encontraba con ella mientras el espacio se movía: «No estás tú en el lugar, / el lugar / está en ti, / si lo expulsas, / ya está aquí la eternidad».

Como recuerdo de aquellos breves encuentros me quedó un libro suyo dedicado, La tijera. No fue un botín fácil. Jünger rechazaba este tipo de acto y en algún compromiso extremo sólo llegó a poner su desganada firma. Mi estratagema surtió efecto. Le comenté que mi hija acababa de nacer justo la misma semana y mes de su centenario y que ella sería una de sus lectoras del próximo milenio. Me miró a los ojos firmemente y tuve que sostenerle esa mirada por unos instantes infinitos. Me cogió el libro sin ver cuál era, me preguntó su nombre y al decírselo escribió: «Para Laura, después de un siglo». Al devolvérmelo me estrechó su mano, y esa fue su despedida definitiva.

Oreneta

La embriaguez o la sangre—La visión de Zorba, a una edad prohibida, causó tal estupor en mí que me hizo buscar y leer tempranamente toda la bibliografía de Kazantzakis publicada por editoriales hispanoamericanas. Incluso mi primer poemario se iniciaba con una cita extraída de El jardín de las rocas, su obra que más me gusta y que es un viaje estético-literario por Japón: «Un amor violento traspasa el Universo. Es como el éter: Más duro que el acero, más tierno que el aire».

Ahora, después de décadas de ausencia, entre mis lecturas reaparece este cretense con sus escritos sobre nuestro país: España (un cuaderno de viajes) y ¡Viva la Muerte! (sus artículos periodísticos sobre nuestra guerra civil). Son dos textos imprescindibles para este año del 98, para saber cuál era la opinión de un extranjero que, por otra parte, no estaba ajeno a nuestra lengua y cultura. Kazantzakis estuvo en nuestro país, fundamentalmente durante los años veinte y treinta. Conoció a Ortega, colaboró en Revista de Occidente y frecuentó a Rosa Chacel (su gran amiga), Juan Ramón, Lorca o Unamuno. Para el narrador de Cristo de nuevo crucificado (llevada también al cine), nuestra nación estaba inundada por el sentimiento de la muerte, de la nada, del sueño. Él lo resumía en dos frases de Santa Teresa: «¡Y todo es nada!» y «¡Muero porque no muero!». Las gentes no se identificaban con Dios, sino con el Cristo crucificado, sangrando por sus múltiples gangrenas, siempre en la representación del sufrimiento y apenas en la imaginería de la resurrección; del Dios triunfante de la tiranización del cuerpo del Greco, pasando por el barroco sangriento, se había llegado al expresionismo forense de Goya. Kazantzakis, durante esta etapa prebélica, ya vaticinaba que el momento histórico por el que atravesaba España «estaba lleno de desorden, de experimentación y de agonía» y que esta situación se venía prolongando desde el año 1898. Juan Ramón le había comentado que esta generación del fin de siglo se había formado en una sed de saber, de rebasar las fronteras y enlazar con el mundo. Pero España seguía estando cerrada y en manos de unos pocos. La guerra civil, además de por claras cuestiones sociopolíticas, se había producido por esa «misteriosa embriaguez ancestral que proporciona la sangre, el retorno a las raíces del hombre y del animal». El escritor cretense confiesa allí que vio terroríficos paroxismos de odio entre hermanos. Para Kazantzakis, España era un gran teatro donde se representaba una tragedia shakespeareana. De ahí que a veces sienta emoción por hazañas heroicas de uno u otro bando (él era un hombre de izquierdas).

En ese ambiente de fanatismo, de violencia, de pasión, de indisciplina, cuando la envidia está tan flaca «porque muerde y no come», ve cómo la vida no es el más alto bien y cómo la guerra civil es recibida como un «regalo de Dios». En este torbellino, Kazantzakis se reencuentra con Unamuno en Salamanca, con ese vasco testarudo, cabeza dura, lleno de pasión, fuerza explosiva y «humor sanchesco». Unamuno, en esos días previos a su propia muerte, explica desesperado su connivencia con los golpistas: «Ellos traerán el orden. ¡No haga caso, no me he vuelto derechista, no traicionaré la libertad! Pero por el momento, era absolutamente necesario que se impusiera el orden. Sin embargo, muy pronto me levantaré y empezaré a luchar otra vez por la libertad completamente solo. No soy fascista ni bolchevique. ¡Estoy solo!».

En ese mundo sin sentimientos, donde españoles aleccionan a marroquíes para matar a otros españoles, en el bolsillo de uno de estos muertos mercenarios se encontró una carta dirigida a una joven en la que se le decía: «Junto dinero para ir a pagar a tu padre y comprarte».

Oreneta

No se oye otra cosa que el llanto—Todos los días al salir de casa, a muy pocos pasos, me encuentro en el cruce de Goya con Alcalá 96, el lugar en donde Lorca vivió los últimos años de su vida antes de coger el tren que lo llevaría a la muerte. Es una gran manzana colindante con tres avenidas: Alcalá, Felipe II y Narváez. Debió construirse en la primera década de este siglo y tiene el empaque de la nueva burguesía madrileña del Barrio de Salamanca. La morada del poeta estaba en la séptima y última planta dando a Narváez. Amplia, luminosa y con balcones. Si hoy Federico se asomase desde ellos vería casi el mismo panorama a excepción de la mole de El Corte Inglés. En ese piso no habita nadie, es una gran oficina con todo el espacio removido. El portal conserva cierto sabor de aquel tiempo en su dintel y en sus cristaleras, pero ya no pervive el lujoso ascensor de madera, sustituido por uno moderno de metal. No muy lejos de aquí, en la calle Ayala 72, Lorca tuvo otro de sus domicilios donde ahora hay un nuevo inmueble. También casi al lado, en la Plaza de Felipe II, el alcalde Tierno Galván hizo levantar uno de los monumentos más esbeltos creados por Dalí: un hombre agujereado colgando de sus manos un gran péndulo flanqueado por un dolmen altísimo. Dalí se lo dedicó a Gala. Todo un triángulo amoroso en pocos metros, ¿se dio cuenta el viejo profesor?

Sigo bajando por la calle de Alcalá. No ha cambiado mucho. Se mezclan las viejas fachadas de balcones y ladrillo rojo con otras de estilo parisino. Estas le dan un tono más cosmopolita. El Retiro me acompaña por la acera de enfrente hasta la Puerta de Alcalá. Allí, en el número 59, estuvo hasta hace muy pocos días el Café Lyon, en cuyos sótanos el poeta tuvo la tertulia de La Ballena Alegre. Era un café con dos entradas, de cierto aire vienés. El sótano hacía décadas que estaba inutilizado por un cementerio de mobiliario abandonado. No sé en qué se convertirá, pero a la vista de los contenedores de escombros será imposible imaginarse lo que fue. Junto al Lyon, en el 55 de Alcalá, pegado a los fantasmas del Palacio de Linares, continúa la cervecería de Correos a donde Lorca iba después de enviar sus cartas. Me detengo un instante para atravesar Recoletos, junto a Cibeles. Este era el lugar por donde más le agradaba pasear. Desde la Residencia de Estudiantes bajaba en un tranvía y aquí o bien iba hacia el Café Gijón o, como yo hago ahora, se encaminaba Alcalá arriba. En el cruce con la Gran Vía, mi meta es el Círculo de Bellas Artes, ese majestuoso edificio que construyó por aquellos años de entreguerras nuestro gran arquitecto gallego, Antonio Palacios, quien dio a Madrid su porte capitalino. A Lorca este edificio, esta moderna emulación de una nueva Acrópolis, le parecía un tanto extravagante y, sobre todo, esa columna orientalizante, ese mascarón de proa en su esquinazo con Marqués de Casa Riera, que le hizo escribir a su apócrifo juvenil, Isidoro Capdepón, «Babilonia antigua has resurrecto». Esa columna en donde Lorca posó sus ojos irónicos es la que, en apariencia, sostiene casi inmediatamente mi despacho desde el cual veo el antiguo restaurante Baviera (hoy Don Pelayo), en el 33 de Alcalá. Su especialidad ya no es la comida catalana. Pegado al Círculo estuvo otro lugar de tertulia del autor de Poeta en Nueva York, la granja El Henar, frecuentado por el camorrista Valle-Inclán, Lugrís y Rafael Dieste, estos dos últimos parte del contingente celta de La Barraca. Celebro así todos los días, con mi paseo matinal, su centenario. «He cerrado mi balcón / porque no quiero oír el llanto, / pero por detrás de los muros / no se oye otra cosa que el llanto».

Oreneta