RESPECTO A LO MALO
Llevo tomando antidepresivos, no sé, un año ya, y supongo que me siento bastante cualificado para explicar cómo son. Están bien, de verdad, pero están bien igual que, por ejemplo, estaría bien vivir en otro planeta que fuera cálido y cómodo y tuviera comida y agua fresca: no es un mal sitio para vivir, pero tampoco es la Tierra de toda la vida, obviamente. Yo ya hace casi un año que no estoy en la Tierra, porque en la Tierra las cosas no me iban muy bien. Me van un poco mejor en el sitio donde estoy ahora, en el planeta Trilafon, y supongo que es una buena noticia para todos los implicados.
Los antidepresivos me los recetó un médico muy amable llamado doctor Kablumbus en un hospital al que me mandaron poco después de un accidente en verdad bastante ridículo, relacionado con unos cuantos aparatos eléctricos dentro de la bañera, del que realmente prefiero no hablar mucho. Como resultado de aquel incidente tan tonto tuve que ir al hospital para que me dieran asistencia médica y tratamiento, y dos días después me trasladaron a otra planta del hospital, una planta más alta y más blanca, donde estaban el doctor Kablumbus y sus colegas. Se otorgó cierta consideración a la posibilidad de aplicarme TEC, que son las siglas de «terapia electroconvulsiva», pero a veces la TEC te borra partes de la memoria —pequeños detalles como, por ejemplo, tu nombre y dónde vives—, y en otros sentidos también da bastante miedo, así que decidimos —mis padres y yo— no emplearla. New Hampshire, que es el estado donde vivo, tiene una ley que dice que la TEC no se puede administrar sin el conocimiento y el consentimiento del paciente. A mí me parece una ley estupenda. De forma que me recetaron antidepresivos; me los recetó el doctor Kablumbus, que se puede decir de verdad que solo piensa en mi bien.
Si alguien te habla de un viaje que ha hecho, por lo menos esperas que te explique por qué decidió hacerlo. Con esto en mente os contaré tal vez un poco por encima por qué durante una temporada las cosas no me fueron muy bien en la Tierra. Fue extremadamente raro, pero hace tres años, cuando estaba en el último curso de la secundaria, empecé a sufrir lo que ahora supongo que era una alucinación. Pensé que se me había abierto en la cara una herida enorme de verdad, una herida enorme y profunda, en la mejilla y al lado de la nariz… que la piel se me había rajado como si fuera una fruta pasada, que me salía una sangre negra y reluciente y que ahora se me podían ver claramente venas y pedazos de grasa amarilla de la mejilla y hasta vislumbres de hueso relucientes. Siempre que me miraba al espejo me encontraba con la herida, y notaba el pálpito del músculo expuesto a la vista y el calor de la sangre en mi mejilla, todo el tiempo. Pero cuando le decía a un médico o a mi madre o a quien fuera «Eh, mirad esta herida abierta que tengo en la cara, he de ir al hospital», ellos me decían: «Pero si no tienes ninguna herida en la cara, ¿te pasa algo en los ojos?». Y, sin embargo, cada vez que yo me miraba en el espejo la veía, y podía sentir en todo momento el calor de la sangre en la mejilla, y cuando me palpaba con la mano, los dedos se me hundían muy adentro de lo que a mí me parecía gelatina caliente con huesos y tendones y cosas dentro. Y me daba la sensación de que todo el mundo me la estaba mirando siempre. Yo sentía que me miraban muy raro y pensaba: «Oh, Dios, les estoy dando un asco tremendo, pueden verla. Tengo que esconderme, tengo que salir de aquí». Pero seguramente solo me miraban porque se me veía muy asustado y sufriendo y siempre tenía la mano pegada a la cara y todo el tiempo iba dando tumbos como si estuviera borracho. Y, sin embargo, a mí me resultaba muy real. Raro, raro y raro. Justo antes de la graduación —puede que un mes antes, quizá— la cosa se agravó mucho, hasta el punto de que cuando apartaba la mano de la cara me veía sangre en los dedos, y trozos de tejido y cosas de esas, y hasta podía oler la sangre, oler a metal oxidado y cobre. Así que una noche, mientras mis padres estaban fuera, cogí hilo y aguja y traté de coserme la herida yo solo. Me dolió mucho porque no tenía anestesia, por supuesto. También fue desastroso porque obviamente, tal como sé ahora, en realidad no había herida que coser. A mis padres no les gustó un pelo llegar a casa y encontrarme todo ensangrentado de verdad y con un montón de puntos en zigzag, poco profesionales y hechos con hilo grueso en la cara. Se disgustaron mucho. Además, di las puntadas demasiado profundas —al parecer me clavé la aguja increíblemente hondo— y parte del hilo se me quedó allí dentro cuando intentaron sacarme los puntos en el hospital y más tarde se me infectó y entonces tuvieron que hacerme una herida de verdad en el hospital para sacarlo todo y drenarlo y limpiarlo. Fue muy irónico. Además, supongo que cuando me estaba dando aquellas puntadas tan profundas me atravesé con la aguja unos cuantos nervios de la mejilla y me los cargué, de forma que ahora había partes de la cara que se me quedaban insensibles sin razón alguna, y la boca se me torcía un poco a la izquierda. Sé seguro que se me tuerce y también que tengo una cicatriz muy mona, porque no es solo que me mire al espejo y la vea y me la sienta; es que el resto de la gente también me dice que la ve, aunque me lo dice con mucho tacto.
En todo caso, creo que aquel año todo el mundo empezó a ver que yo tenía algún problemilla, yo incluido. Todas las partes hablamos y deliberamos y al final decidimos que seguramente lo más conveniente para mí sería aplazar mi ingreso en la Universidad de Brown, en Rhode Island, adonde yo ya estaba supuestamente a punto de ir, y que en su lugar hiciera un año de trabajo académico de «posgraduado» en una escuela secundaria privada muy buena, prestigiosa y cara llamada Phillips Exeter Academy, que quedaba convenientemente cerca de mi ciudad. De forma que eso hice. Y en aquella época todo me fue en apariencia muy bien, aunque seguía estando en la Tierra, y fue en aquella época cuando las cosas se me empezaron a torcer en la Tierra, por mucho que la cara se me hubiera curado y yo hubiera dejado más o menos de tener la alucinación de la herida sangrienta, salvo en forma de destellos muy breves en los que veía espejos con el rabillo del ojo y cosas parecidas.
Pero sí, fue en líneas generales por entonces cuando las cosas empezaron a torcerse para mí, por mucho que estuviera obteniendo unos resultados académicos bastante buenos en mi programita de «posgraduado» y que la gente me dijera: «Caray. Pero si eres súper buen estudiante, tendrías que irte ya a la universidad, ¿a qué esperas?». Yo tenía muy claro que en aquel momento no tenía que ir a la universidad, pero no podía decírselo a la gente de la Exeter, porque mis razones para no ir no tenían nada que ver con resolver ecuaciones en clase de química ni con interpretar poemas de Keats en la de inglés. Tenían que ver con el hecho de que yo tenía problemillas. Llegado este punto no me muero precisamente de ganas de hacer una larga y sangrienta crónica de todas las neurosis tan monas que más o menos por aquella época empezaron a brotarme por todos los rincones del cerebro, un poco como si fueran forúnculos grises y arrugados, pero un par de cosas sí os contaré. Para empezar, vomitaba mucho, sentía muchas náuseas todo el tiempo, y sobre todo al despertar por las mañanas. Pero me podían invadir en cualquier momento, con solo ponerme a pensar en ello: si me encontraba bien, de pronto pensaba: «Anda, no siento náuseas, mira». Y entonces me venían, como si yo tuviera un enorme interruptor de plástico en algún punto del conducto que me iba del cerebro al hirviente y débil estómago y a los intestinos, y entonces era capaz de vomitar encima del plato de la cena o de mi pupitre de clase o del asiento del coche, o de mi cama, o de donde fuera. Era realmente una situación muy grotesca para todos los demás, e intensamente desagradable para mí, tal como podrá apreciar cualquiera que haya sentido el estómago realmente revuelto. Esto duró una temporada larga y me hizo perder mucho peso, lo cual no fue bueno porque yo ya era bastante flaco y débil. Además, necesité que me hicieran un montón de pruebas en el estómago, que requirieron beberme deliciosos contrastes de bario y colgarme cabeza abajo para hacerme radiografías, y cosas de esas, y una vez hasta me tuvieron que hacer una punción lumbar, que me dolió más de lo que me ha dolido nada en la vida. Jamás de los jamases pienso hacerme otra punción lumbar.
Además estaba el tema de llorar sin razón alguna, que no era doloroso pero sí muy vergonzoso y también me daba bastante miedo porque yo no podía controlarlo. Lo que pasaba era que yo me echaba a llorar por nada y después me daba un poco de miedo el haberme echado a llorar o bien el hecho de que en cuanto empezaba a llorar ya no podía parar, y ese estado de miedo activaba muy amablemente otro interruptor blanco del conducto que conectaba mi cerebro lleno de forúnculos con mis ojos irritados, y hacía que me pusiera todavía peor, como un monopatín al que no paras de dar impulso. Resultaba muy embarazoso en clase e increíblemente embarazoso con mi familia, porque ellos creían que era culpa suya, que habían hecho algo mal. También habría resultado increíblemente embarazoso para mis amigos, pero en aquella época yo en realidad no tenía muchos amigos. Así pues, esto casi era una especie de ventaja. Pero seguía estando toda la demás gente. Yo tenía varios truquitos que usaba en relación con el «problema de los lloros». Cuando estaba con otra gente y los ojos se me irritaban y se me llenaban de agua salada hirviendo, yo fingía que estornudaba, o más a menudo que bostezaba, porque ambas eran cosas que podían explicar que alguien tuviera lágrimas en los ojos. La gente de la escuela debía de pensar que yo era la persona más soñolienta del mundo. Pero en realidad bostezar no explica muy bien el hecho de que a uno le caigan lágrimas por las mejillas y le lluevan sobre el regazo o la mesa y dejen pequeños borrones mojados en forma de estrellita en el papel de su examen y esas cosas, y tampoco hay mucha gente a quien se le pongan los ojos súper rojos de bostezar. Así que seguramente mis trucos no eran muy eficaces. Es raro, pero incluso ahora, aquí en el planeta Trilafon, cuando pienso en ello, oigo el clic del interruptor y los ojos se me empiezan más o menos a llenar de lágrimas, y la garganta me duele. Eso está mal. También estaba el hecho de que por entonces yo llegué a un punto en que no soportaba el silencio, de verdad, no podía con él. Esto se debía a que cuando no había ningún ruido fuera, los pelitos de mis tímpanos o de donde fuera se fabricaban el ruido ellos solos, para mantenerse entrenados o algo. Y este ruido era un zumbido agudo, resplandeciente, metálico y centelleante que, de verdad, por alguna razón me daba un miedo de cojones y básicamente me volvía loco cada vez que lo oía, igual que te vuelve loco cada vez que lo oyes el ruido de un mosquito en tu oído en la cama por la noche en verano. Empecé a buscar el ruido igual que una polilla busca la luz. Dormía con la radio encendida en mi cuarto, veía toneladas de televisión a todo volumen y tenía puesto mi fiel walkman Sony a todas horas: en clase, cuando caminaba por la calle y cuando iba en bicicleta (aquel walkman Sony era de lejos el mejor regalo de Navidad que me habían hecho nunca). A veces incluso hablaba solo cuando no tenía otro ruido al que recurrir, lo cual debía de darme mucha pinta de loco ante la gente que me oía, y supongo que sí que era algo bastante loco, aunque no de la forma que ellos suponían. No es que yo pensara que era dos personas distintas y capaces de dialogar entre ellas, ni que oyera voces procedentes de Venus o algo así. Yo sabía que era una sola persona, pero esa persona era un muchacho con problemillas que no soportaba ni la sustancia ni las implicaciones del ruido que producía el interior de su cabeza.
En cualquier caso, todas estas cosas tan extremadamente encantadoras estaban pasando mientras a mí me iba bien todo y tenía bastante contentos a mis padres —por lo demás bastante preocupados y nada satisfechos— en términos académicos, durante el curso escolar, y también durante el verano siguiente, que me pasé trabajando para el Departamento de Mantenimiento de Edificios y Jardines de Exeter, podando arbustos y llorando y vomitando discretamente sobre ellos, y también mientras hacía las maletas y obligaba a mis abuelos a gastarse miles de millones de dólares en ropa y aparatos eléctricos, es decir, mientras me preparaba para ir en septiembre a la Universidad de Brown, en Rhode Island. El señor Film, que era más o menos mi jefe en Edificios y Jardines —o E. y J.— tenía un acertijo que a él le parecía increíblemente gracioso y que me planteaba muy a menudo: «¿De qué color es un movimiento de vientre?». Y como yo no le contestaba, él decía: «¡Marrón! ¡Jo, jo, jo!». Él se reía y yo sonreía, aunque ya me hubiera contado el acertijo cuatro trillones de veces, porque en términos generales el señor Film era un hombre amable, y ni siquiera se enfadó la vez en que yo le vomité en su camioneta. A él le conté que la cicatriz era de haberme cortado con un cuchillo estando en el instituto, lo cual era esencialmente verdad.
De forma que en otoño me fui a la Universidad de Brown, que resultó ser muy parecida al «PG» de Exeter: se suponía que tenía que ser muy difícil pero en realidad no lo era, de forma que tuve tiempo de sobra para obtener buenos resultados en las clases y conseguir que la gente dijera «Espectacular» y al mismo tiempo seguir siendo un neurótico y un raro de mil demonios, hasta el punto de que mi compañero de habitación en la residencia, que era un tipo de Illinois muy majo y saludable y de voz chillona, solicitó de forma comprensible que lo cambiaran a una habitación individual, y se mudó al cabo de una semana y me dejó con una habitación individual enorme para mí solo. Así fue como me quedé solito allí en mi habitación con unos nueve mil millones de dólares en equipamiento de producción de ruidos electrónicos. Y fue poco después de que se marchara mi compañero de habitación cuando llegó Lo Malo. Lo Malo es más o menos la razón de yo ya no esté en la Tierra. Después de que yo le explicara Lo Malo lo mejor que pude, el doctor Kablumbus me dijo que Lo Malo era una «depresión clínica grave». Estoy seguro de que cualquier médico de Brown me podría haber dicho más o menos lo mismo, pero no fui a ver a ninguno de Brown, sobre todo porque tenía miedo de que, si alguna vez abría la boca en aquel contexto, me podían salir de ella cosas que garantizarían que me metieran en un lugar parecido al lugar en el que me metieron después del asunto hilarantemente tonto del cuarto de baño.
De verdad que no sé si Lo Malo es de verdad una depresión. Antes más o menos siempre había pensado que la depresión no era más que una tristeza intensa de verdad, como lo que sientes cuando se te muere un perro muy bueno, o cuando en Bambi mataban a la madre de Bambi. Yo pensaba que era simplemente que fruncías el ceño o quizá llorabas un poquito si eras una chica y decías «Joder, estoy superdeprimida, tía», y entonces tus amigas, si tenías, venían y te animaban o te sacaban y te emborrachaban y por la mañana la depresión ya estaba descolorida y al cabo de un par de días ya había desaparecido del todo. Lo Malo —que supongo que es lo que es realmente la depresión— es muy distinto, e indescriptiblemente peor. Supongo que debería decir más bien «más o menos» indescriptiblemente, porque llevo un par de años oyendo a gente distinta intentando describir la depresión «verdadera». Un tipo de la televisión que tiene bastante labia dijo que hay quien lo compara con estar debajo del agua, en el fondo de una masa de agua que no tiene superficie, al menos para ti, de forma que da igual en qué dirección vayas, seguirá habiendo más agua, sin aire fresco ni libertad de movimientos, solo restricción y asfixia y ausencia de luz. (No sé si es adecuado decir que la depresión se parece a estar bajo el agua, pero imaginaos quizá el momento en que te das cuenta, o en el que caes en la cuenta, de que no hay superficie para ti, de que simplemente te vas a ahogar ahí sin importar en qué dirección nades; imaginaos cómo os sentiríais en ese momento exacto, como Descartes al principio de su segunda cosa, y luego imaginaos esa sensación con toda su intensidad asfixiante y realmente deliciosa pero prolongada durante horas, días, meses… eso sería más adecuado.) Una poeta encantadora de verdad llamada Sylvia Plath, que por desgracia ya murió, dijo que es como si te cubriera una campana de cristal y alguien hubiera sacado todo el aire de la campana, de forma que no puedes respirar aire fresco (e imaginaos el momento en que vuestros movimientos topan con la superficie invisible y os dais cuenta de que estáis bajo el cristal…). Hay quien dice que es como si tuvieras delante y debajo un inmenso agujero negro sin fondo, un agujero negro y negro, tal vez con algo parecido a unos dientes, y de pronto pasas a formar parte del agujero, de forma que estás cayendo por mucho que no te muevas (tal vez cuando te das cuenta de que el agujero eres tú y ninguna otra cosa…).
Yo no tengo una labia increíble, pero os contaré qué creo que es Lo Malo. Para mí es como estar completa, total y absolutamente enfermo. Voy a intentar explicar lo que quiero decir. Imaginad que tenéis el estómago completamente revuelto. Casi todo el mundo ha tenido el estómago revuelto de verdad, o sea que todo el mundo sabe cómo es: no es nada divertido. Vale, es así. Pero se trata de una sensación localizada: es más o menos solo tu estómago. En cambio, imaginaos que lo que tenéis enfermo es el cuerpo entero: los pies, los grandes músculos de las piernas, la clavícula, la cabeza, el pelo, todo, todo igual de enfermo que un estomago afectado por un virus. Y si podéis imaginaros eso, después imagináoslo por favor esparcido por todas partes. Imaginaos que todas las células de vuestro cuerpo, de la primera a la última, están igual de enfermas que ese estómago presa de arcadas. Y no solo vuestras células, sino también los e-coli y los lactobacilos que tenéis dentro, las mitocondrias, los cuerpos basales, todos enfermos y cálidos y bullendo como gusanos en vuestro cuerpo, en vuestro cerebro, por todas partes, por todos lados, en todo. Todo rematadamente enfermo. Imaginad ahora que hasta el último átomo de hasta la última célula de vuestro cuerpo está así de enferma, insoportablemente enferma. Y hasta el último protón y neutrón de hasta el último átomo… inflamado y palpitante, de un color malsano, enfermo pero sin posibilidad alguna de vomitar para aliviar la sensación. Aquí hasta el último electrón está enfermo, girando desequilibrado y errando por todas sus órbitas de feria atiborradas de remolinos de gases venenosos amarillos y púrpuras, todo extraviado y aturdido. Quarks y neutrinos desquiciados y rebotando enfermos por todas partes, rebotando como locos. Imaginaos eso, una enfermedad completamente extendida por todas y cada una de vuestras partículas, incluso por las partes mismas de las partículas. De tal forma que vuestra misma… vuestra misma esencia se caracteriza por el único rasgo de la enfermedad; vosotros y la enfermedad sois, como suele decirse, «una sola cosa».
Así es más o menos Lo Malo en su raíz. Todo lo que hay en ti está enfermo y es grotesco. Y como tu único conocimiento del mundo te llega a través de una serie de partes de ti —como, por ejemplo, los órganos sensoriales y la mente, etcétera—, y como esas partes están endiabladamente enfermas, el mundo entero tal como lo percibes y lo conoces y habitas en él te llega filtrado por la enfermedad y se vuelve malo. Y a medida que todo lo que tienes dentro se va volviendo malo, todas las cosas buenas se escapan del mundo como el aire de un globo grande y roto. Y no conoces nada del mundo más que olores podridos y horribles, imágenes en tonos pastel tristes, grotescas y escabrosas, sonidos estridentes o bien mortalmente tristes, situaciones intolerablemente interminables y desplegadas sobre un continuo que no tiene fin alguno… Ideas desesperadas e increíblemente estúpidas. E igual que cuando tienes el estómago enfermo también tienes cierto miedo en el fondo a que el dolor no se vaya nunca, Lo Malo te asusta de la misma forma, pero peor, porque el miedo mismo te llega filtrado por la maldad de la enfermedad y se vuelve más grande y peor y más hambriento que al principio. Te abre en canal y se te mete dentro y se pone a retorcerse de un lado a otro.
Pero Lo Malo no solo te ataca y te trastorna y te deja fuera de servicio, sino que ataca en especial y trastorna y deja fuera de servicio justamente las cosas que necesitas para combatir lo Malo, a fin de mejorar quizá tu situación y mantenerte con vida. Esto cuesta de entender, pero es cierto, de verdad. Imaginaos una enfermedad realmente dolorosa que, digamos, os atacara las piernas y la garganta y os provocara un dolor muy fuerte y parálisis y una agonía generalizada en esas zonas. La enfermedad por sí sola ya sería mala, pero es que encima sería interminable; no seríais capaces de hacer nada para ponerle fin. Tendríais las piernas completamente paralizadas y os dolerían terriblemente… pero no podríais ir corriendo en busca de ayuda para esas pobres piernas, justamente porque tendríais las piernas demasiado enfermas para ir corriendo a ninguna parte. La garganta os escocería hasta desquiciaros y os parecería que está a punto de explotar… pero no podríais llamar a ningún médico ni a nadie para que os ayudara justamente porque tendríais la garganta demasiado enferma. Así es como funciona Lo Malo: se le da especialmente bien atacar tus mecanismos de defensa. Está claro que la forma de luchar contra Lo Malo o de darle esquinazo consiste en pensar distinto, en razonar y discutir contigo mismo, a fin de cambiar la forma en que percibes y sientes y procesas las cosas. Pero para hacer esto necesitas tu mente, tus neuronas provistas de todos sus átomos y tus poderes mentales, todo eso, tu yo, y es justamente eso lo que Lo Malo ha hecho enfermar hasta el punto de que ya no puede funcionar bien. Es justamente eso lo que ha hecho enfermar. Te ha hecho enfermar de una forma que no tiene mejora. Y empiezas a pensar en esa situación de círculo vicioso y te dices a ti mismo: «Ay, caray, ¿cómo demonios puede Lo Malo hacer esto?». Y piensas en ello —lo piensas mucho, porque te conviene pensarlo— y de pronto caes en la cuenta… ¡de que Lo Malo puede hacer todo eso porque lo malo eres tú! Lo Malo eres tú. Y nada más: ni tienes una infección bacteriológica, ni cuando eras niño te arrearon en la cabeza con una tabla ni con un mazo, ni tampoco tienes ninguna otra excusa; la enfermedad eres tú mismo. Es lo que te «define», sobre todo al cabo de un tiempo. Eres consciente de todo eso, cuando estás así. Y sospecho que es entonces cuando, si tienes labia, te das cuenta de que el agua no tiene superficie, o bien te das con toda la nariz con el cristal de la campana y te das cuenta de que estás atrapado, o bien miras el agujero negro y este empieza a borrarte la cara. Es entonces cuando Lo Malo se te traga entero, o mejor dicho, cuando tú mismo te tragas entero. Y entonces te matas. Ya sabéis lo que se dice de que la gente se suicida cuando sufre una depresión grave. Y nosotros decimos «¡Caray, tenemos que hacer algo para impedir que se maten!», pero es una equivocación. Porque fijaos, para entonces esa gente ya se ha matado, en el sentido que cuenta de verdad. Para cuando esa gente se traga botiquines enteros o hace siestas en el garaje o lo que sea, ya llevan muchísimo tiempo matándose. Cuando «se suicidan», únicamente están siendo organizados. Le están dando forma externa a un evento cuya sustancia ya existe y lleva tiempo existiendo dentro de ellos. En cuanto eres consciente de lo que está pasando, el evento de la autodestrucción ya está en marcha. Y en esa situación uno no está en condiciones de hacer gran cosa al respecto, salvo «darle forma»; o bien, si no le quieres dar forma, tal vez puedas entregarte a la TEC o abandonar la Tierra para visitar otro planeta, o algo así.
En todo caso, esto es más de lo que yo tenía intención de decir sobre Lo Malo. Aun ahora, pensando un poco en ello y haciendo introspección y tal, noto que intenta atraparme, que está intentando trastornar mis electrones. Pero yo ya no estoy en la Tierra.
Acabé mi primer semestre en la Universidad de Brown y hasta me dieron un premio por ser muy buen estudiante de Introducción a la Economía, doscientos dólares, que enseguida me gasté en marihuana, porque la marihuana te salva de que se te revuelva el estómago y de vomitar. Es cierto, de verdad: se la dan a veces a la gente que hace quimioterapia para el cáncer. Yo llevaba fumando mucha marihuana desde mi año de trabajo escolar de PG, para no vomitar, y muy a menudo me funcionaba. Ahora, en cambio, empezó a rebotar en la enfermedad de mis átomos. Lo Malo simplemente se reía de la marihuana. A finales del semestre yo ya era un chico con muchos problemillas. Añoraba los buenos tiempos en que solo me sangraba la cara.
En diciembre Lo Malo y yo nos subimos a un autobús en Rhode Island para ir a New Hampshire a pasar las vacaciones. Todo estaba yendo de perlas. Sin embargo, cuando estábamos saliendo de Providence, Rhode Island, el conductor del autobús no prestó suficiente atención antes de girar a la izquierda y una camioneta nos dio en el costado y abolló toda la parte delantera izquierda del autobús y desalojó violentamente al conductor de su asiento y lo tiró al hueco de las escaleras de subida y bajada del autobús, donde se rompió el brazo y creo que la pierna y se hizo un corte bastante feo en la cabeza. Así que tuvimos que parar y esperar a que vinieran una ambulancia para llevarse al conductor y un autobús nuevo para recogernos a nosotros. El conductor estaba increíblemente alterado. No le cabía duda de que iba a perder su trabajo, porque había girado mal a la izquierda y había tenido un accidente, y también porque no había estado usando el cinturón de seguridad —lo demostraba claramente el hecho de que había salido disparado de su asiento y había acabado en el hueco de las escaleras, una situación que todo el mundo había presenciado y afirmaría sin duda que había presenciado—, lo cual es ilegal para los conductores de autobús de casi todos los estados del país. El hombre estaba casi llorando, y yo también, porque contaba que tenía unos setenta hijos y que realmente necesitaba aquel trabajo, y ahora lo iban a despedir. Un par de pasajeros intentaron tranquilizarlo y reconfortarlo, pero, como es comprensible, nadie se acercó a mí. Estábamos a solas Lo Malo y yo. Por fin el conductor se acabó desmayando un poco por culpa de sus huesos rotos y del corte y llegó una ambulancia y los enfermeros lo taparon con una manta de color óxido. Llegó un autobús nuevo procedente del crepúsculo y también un ejecutivo de la empresa de autobuses o algo parecido, que se enfadó muchísimo cuando algunos de los increíblemente solícitos pasajeros le contaron lo que había pasado. Yo sabía que el conductor iba a quedarse seguramente sin trabajo, tal como él mismo había temido. Me sentía increíblemente triste por él, y por supuesto Lo Malo me filtró muy amablemente esa tristeza y la empeoró mucho. Y pasó entonces algo extraño e irracional, que es que de pronto tuve la sensación fortísima de que en realidad el conductor del autobús era yo. De verdad que me sentí así. Me sentí igual que debía de estar sintiéndose él, y fue espantoso. No fue solo que me sintiera fatal por él, sino que me sentí como si fuera él, o algo parecido. Todo cortesía de Lo Malo. De pronto tenía una misión, así que sin perder un momento fui a la ambulancia abierta donde estaba la camilla del conductor y allí dentro me lo encontré. Llevaba sujeta al pecho una acreditación de la compañía de autobuses con su foto, pero no pude vérsela porque la tapaba un chorrillo de sangre de su cabeza. Me saqué del bolsillo los aproximadamente cien dólares que llevaba encima y una bolsa de marihuana «sinsemilla» y se lo metí todo debajo de la manta de color oxidado para ayudarlo a dar de comer a sus hijos y a no encontrarse mal y vomitar. Y hasta que pasó, no sé, media hora, y estaba yo yendo por aquella carretera de noche, no me di cuenta de que cuando le encontraran aquella marihuana al conductor pensarían que tal vez ya la había llevado encima antes de que yo se la diera y lo despedirían de verdad, o tal vez incluso lo mandarían a la cárcel. Era como si yo le hubiera tendido una trampa, como si lo hubiera matado, con el añadido de que en mi mente él también era yo, de forma que la situación en conjunto resultaba muy confusa. Era como si me hubiera matado simbólicamente a mí mismo o algo parecido, porque yo creía que en cierto sentido profundo él era yo. Creo que en aquel momento me sentí peor que en ningún otro de mi vida, salvo durante la punción lumbar, que fue algo completamente distinto. El doctor Kablumbus dice que fue entonces cuando Lo Malo me agarró realmente de las pelotas. Esas fueron sus palabras, de verdad. Siento mucho lo que hice, de verdad, y lo que Lo Malo le hizo al conductor del autobús. De verdad y sinceramente yo solo quería ayudarle, como si él fuera yo. Y, en cambio, fue como si lo matara.
Llegué a casa y mis padres me dijeron «Eh, hola, te queremos, felicidades» y yo les dije: «Hola, hola, gracias, gracias». Yo no sentía exactamente el «espíritu de las fiestas», debo confesarlo, por culpa de Lo Malo, y también por culpa del conductor del autobús, y por culpa de que los tres éramos lo mismo en términos prácticos.
La cosa tremendamente ridícula sucedió en Nochebuena. Fue muy estúpida, pero supongo que resultó casi inevitable a la vista de todo lo que había sucedido hasta entonces. Se podía decir que yo ya me había matado a mí mismo más o menos por dentro durante el semestre de otoño, y también simbólicamente en la persona de aquel conductor de autobús, así que ahora el chico de los problemillas, si quería ser organizado, tenía que «dar forma» a toda aquella cuestión, limpiarla, cuadrarla y sacarla de sí mismo; tenía que doblar bien las esquinas igual que hacen con las sábanas de los hospitales. Así pues, en plena Nochebuena, mientras mis padres y mis hermanas y mi abuelita y el yayo y el tío Michael y la tía Sally estaban abajo bebiendo cócteles y escuchando un disco precioso y mortalmente triste que hablaba de un niño inválido y de los Reyes Magos, yo me desnudé, me metí en una bañera llena de agua tibia y a continuación tiré dentro unos tres mil aparatos eléctricos. Sin embargo, si el incidente entero de por sí ya era una tontada, todavía lo fue más gracias al hecho de que, en mi estado irracional, yo había dejado astutamente desenchufados la mayoría de los aparatos. Solo había un par que estaban «conectados», pero con esos dos ya bastó para cargarse los fusibles de la casa, provocar un estampido enorme y transmitirme una descarga eléctrica considerable, que obligó a llevarme al hospital para procurarme cuidados físicos. No sé si debería contar esto, pero quienes más sufrieron la descarga fueron mis órganos reproductivos. Supongo que estaban más bien fuera del agua, a medio sumergir, así que formaron una especie de conducto para la electricidad entre el agua, mi cuerpo y el aire. En todo caso, el choque que recibieron dolió mucho y también me han dicho que tuvo consecuencias que se volverán más importantes si alguna vez quiero tener una familia o algo así. Tampoco me preocupa demasiado. A mi familia sí que le preocupó todo el incidente, sin embargo; no quedaron nada contentos, por decirlo suavemente. La descarga me dejó medio inconsciente o dormido, pero recuerdo que el agua chisporroteaba un poco y que ellos entraron y dijeron: «¡Oh, Dios mío, eh!». Me acuerdo de que fue muy angustioso para ellos porque el cuarto de baño estaba completamente a oscuras y más o menos solo tenían la luz que salía de mí para ver. Tuvieron que andarse con muchísimo cuidado al sacarme de la bañera porque, claro, no querían electrocutarse ellos también. Me parece perfectamente comprensible.
Después de un par de días en el hospital, y cuando por fin quedó claro que el chico y sus órganos reproductivos iban a sobrevivir, hice mi pequeña mudanza vertical a la Planta Blanca. No quiero entrar en una cantidad enorme de detalles sobre la Planta Blanca, la Planta de los Chicos con Problemillas. Pero sí contaré un par de cosas. La Planta Blanca era blanca, obviamente, pero no de ese blanco luminoso y que duele, a diferencia del pabellón de quemados. Era más bien de un blanco suave y casi gris, muy insulso y relajante. Ahora que lo pienso, todo lo que había en la Planta Blanca era suave y nada impactante y… comedido, como si realmente sus diseñadores se hubieran esforzado por no causar ninguna impresión muy nítida ni fuerte a ninguno de sus pacientes —ni sensorial ni mental— porque sabían que cualquier impresión real que causaran a la gente que necesitaba ir a la Planta Blanca iba a ser seguramente una mala impresión, después de que la filtrara Lo Malo.
La Planta Blanca tenía paredes de color blanco suave y moquetas de un marrón claro y suave, y los cristales de las ventanas eran como esmerilados y muy gruesos. Todas las esquinas de las cajoneras y las mesillas de noche y las puertas habían sido biseladas y lijadas y alisadas, de forma que todo tenía un aspecto un poco raro. Yo nunca había oído que nadie se hubiera intentado matar con la esquina de una puerta, pero supongo que es sabio estar preparado para todo lo que pueda pasar. Con esto en mente, no me cabe duda, también se aseguraban de que todo lo que te daban para comer se pudiera comer sin cuchillo ni tenedor. El pudín era un elemento muy importante en la Planta Blanca. Yo tenía que llevar puesta una cosa especial mientras estuve allí de paciente, pero ciertamente no estaba amarrado a la cama, a diferencia de algunos de mis compañeros. La cosa especial que yo tenía que llevar puesta no era una camisa de fuerza ni nada parecido, pero sí que estaba más prieta que un albornoz normal y corriente, y me dio la sensación de que podían apretármela más si les parecía conveniente. Cuando alguien quería fumar un cigarrillo de tabaco, se lo tenía que encender una enfermera psiquiátrica, porque a ningún paciente de la Planta Blanca le permitían tener cerillas. También me acuerdo de que la Planta Blanca olía mucho mejor que el resto del hospital, tenía un olor muy femenino y un poco de ensueño, como etéreo.
El doctor Kablumbus quería saber qué pasaba, y yo se lo conté por encima en unos seis minutos. Por entonces yo estaba un poco demasiado cansado y hecho polvo como para que Lo Malo fuera supermalo, pero todavía tenía bastante labia. Me caía bastante bien el doctor Kablumbus, aunque todo el tiempo chupaba unos caramelos que olían bastante mal —al parecer eran para dejar de fumar— y resultaba un poco irritante en el sentido de que intentaba hablar como un chaval —usando muchas palabrotas, etcétera—, cuando estaba bastante claro que no era ningún chaval. Era muy comprensivo, sin embargo, y resultaba la mar de agradable ver a un médico que no intentaba hacerles cosas todo el tiempo a mis órganos reproductivos. En cuanto vio la situación general, el doctor Kablumbus nos planteó las distintas opciones, primero a mí y después a mis padres y a mí. Después de que todos juntos decidiéramos no darme convulsiones terapéuticas con electricidad, el doctor Kablumbus se preparó para permitirme abandonar la Tierra por medio de los antidepresivos.
Antes de decir nada más del doctor Kablumbus o de mi viajecito, quiero contar muy brevemente cómo conocí a una colega mía de la Planta Blanca que por desgracia ya no está viva, aunque no por culpa de ella ni mucho menos, sino más bien por culpa de su novio, que la mató en un accidente de coche porque conducía borracho. El hecho de haber conocido a aquella chica, que se llamaba May, y de haber intimado con ella, destaca todavía en mi memoria como la última cosa buena que me pasó en la Tierra. Conocí a May un día en la sala de la televisión gracias al hecho de que llevaba su jersey de cuello de cisne al revés. Recuerdo que estaban poniendo La pandilla y que vi ante la tele un cogote rubio de sexo desconocido, puesto que llevaba el pelo muy corto y desaliñado. Por debajo de aquel cogote se veían una etiqueta con la talla y la composición de la tela y esas costuras blancas que indican el hecho de que uno lleva el jersey de cuello de cisne al revés. De forma que le dije: «Perdona, ¿sabes que llevas el jersey al revés?». Y la persona, que era May, se dio la vuelta y me dijo: «Sí, lo sé». Cuando se giró no pude evitar fijarme en que, por desgracia, era muy guapa. Yo no había visto hasta entonces que se trataba de una chica muy guapa; si hubiera reparado en ello, es casi seguro que no le habría dicho nada, porque las chicas guapas me producen el pernicioso efecto de bloquearme todas las partes del cerebro salvo la que dice cosas increíblemente estúpidas y la que es consciente de que estoy diciendo cosas increíblemente estúpidas. En aquellos momentos, sin embargo, yo todavía estaba demasiado cansado y hecho polvo como para que aquello me importara mucho, y además me estaba preparando para abandonar la Tierra, así que me limité a decir lo que pensaba, por mucho que May fuera inquietantemente guapa. Le dije «¿Y por qué lo llevas al revés?», refiriéndome al jersey. Y May me dijo: «Porque la etiqueta me rasca en el cuello y eso no me gusta». Como es comprensible, le dije: «Pues entonces ¿por qué no cortas la etiqueta y ya está?». Y, por lo que recuerdo, May contestó: «Porque entonces no distinguiría la parte de delante de la de detrás». «¿Cómo?», dije yo, en un alarde de ingenio. Y May dijo: «No tiene bolsillos ni nada escrito ni nada. La parte de delante es idéntica a la de detrás. Pero la de detrás tiene la etiqueta. Así que sin etiqueta no podría distinguirlas». Y yo le dije: «Pero, a ver, si la parte de delante es idéntica a la de detrás, ¿qué más da cómo lo lleves?». Y en ese momento May me miró con cara muy seria, durante unos once años, y por fin me dijo: «A mí sí que me importa». Y entonces me dedicó una sonrisa enorme y mortalmente bonita y me preguntó con tacto cómo me había hecho la cicatriz. Yo le dije que había tenido una etiqueta sobresaliendo de la mejilla que me molestaba.
Así que, de forma más o menos accidental, May y yo nos hicimos amigos y hablamos un poco. Ella quería ganarse la vida escribiendo historias inventadas. Yo le confesé que no sabía que aquello fuera posible. Pero al final la mató su novio, por culpa de conducir borracho, hace solo diez días. Ayer mismo intenté llamar a los padres de May para decirles que lo sentía muchísimo. Pero su contestador me informó de que el señor y la señora Aculpa se habían marchado de la ciudad por un periodo indefinido. Puedo entenderlos, porque también yo me he «marchado de la ciudad».
El doctor Kablumbus conocía un montón de psicofármacos. Nos contó a mis padres y a mí que había dos grandes tipos de antidepresivos: los tricíclicos y los inhibidores de la MAO (no recuerdo qué significan exactamente las siglas MAO, aunque tengo mis propias ideas al respecto). Al parecer, los dos tipos funcionaban bien, pero el doctor Kablumbus nos contó que con los inhibidores de la MAO había ciertas cosas que no se podían comer ni beber, como, por ejemplo, la cerveza y ciertos tipos de salchichas. Mi madre tenía miedo de que yo me olvidara y comiera o bebiera algunas de esas cosas, de forma que lo hablamos y decidimos elegir los tricíclicos. Al doctor Kablumbus le pareció una muy buena elección.
Igual que en un viaje muy largo no llegas a tu destino inmediatamente, con los antidepresivos tienes que «ir subiendo»; es decir, empiezas con una dosis muy pequeña y vas subiendo gradualmente hasta alcanzar la dosis completa, a fin de ir acostumbrándote a los niveles en la sangre y tal. Así que en cierta forma tardé una semana en llegar al planeta Trilafon. En otro sentido, sin embargo, fue como estar ya fuera de la Tierra y en el planeta Trilafon desde la primera mañana de tratamiento. La gran diferencia entre la Tierra y el planeta Trilafon, por supuesto, es la distancia: el planeta Trilafon está muy, muy lejos. Pero hay otras diferencias que vienen a ser más inmediatas e intrínsecas. Creo que el aire del planeta Trilafon no debe de ser tan rico en oxígeno o en nutrientes o algo, porque en él uno se cansa mucho más y mucho más deprisa. El mero hecho de limpiar una acera de nieve con la pala o de correr para tomar el autobús o de intentar encestar un par de pelotas o de subir una cuesta para tirarte con un trineo te deja muy, muy cansado. Otra cosa que molesta es que el planeta Trilafon no es del todo plano; está un poco escorado a estribor. Uno se acostumbra a esto bastante deprisa, sin embargo; es como aprender a mantener el equilibrio a bordo de un barco o algo así.
También pasa que el planeta Trilafon es un planeta muy soñoliento. Los antidepresivos se toman por la noche, y hay que asegurarse de tener una cama cerca, porque te vienen ganas de acostarte increíblemente poco después de tomarlos. Incluso durante el día, el residente del planeta Trilafon tiene mucho, mucho sueño. Tiene sueño y está cansado, pero también está demasiado lejos para pasarlo supermal.
Esto no tiene nada que ver con el incidente tan ridículo de la bañera en Nochebuena, pero el planeta Trilafon tiene algo eléctrico. En Trilafon no tengo el viejo problema de que mi cabeza convierta el silencio en un destello de lentejuelas, porque mi antidepresivo tricíclico —Tofranil— hace una especie de ruido eléctrico propio que ahoga por completo el centelleo. El nuevo ruido no es que sea increíblemente agradable, pero sí que es mejor que los ruidos de antes, que yo realmente no podía soportar. El nuevo ruido que suena en mi planeta es una especie de vibración eléctrica de alta tensión. Es por eso por lo que ya hace casi un año que me equivoco con el nombre de mi antidepresivo siempre que no tengo el frasco delante: lo llamo «Trilafon» en vez de «Tofranil» porque «Trilafon» es un nombre más vibrante y eléctrico, así que suena más a la experiencia de estar ahí. Pero lo que tiene de eléctrico el planeta Trilafon es más que un simple ruido. Supongo que si yo tuviera la labia que tenía May, diría que «el planeta Trilafon se caracteriza simplemente por una forma de vida más eléctrica». Y así es, más o menos. A veces en el planeta Trilafon se te ponen de punta los pelos de los brazos y un escalofrío te recorre todos los músculos de las piernas y los dientes te vibran cuando cierras la boca, como si estuvieras debajo de una línea de alta tensión o cerca de un transformador. A veces crepitas sin razón alguna o ves cosas azules. Y hasta el sonido de tu voz mental cuando estás pensando para ti mismo en el planeta Trilafon es distinta a como era en la Tierra; aquí suena como si saliera de una especie de altavoz conectado a ti únicamente por kilómetros y kilómetros y más kilómetros de cable, como si estuvieras escuchando otra vez los Días Dorados de la Radio.
Cuesta mucho leer en el planeta Trilafon, aunque tampoco me resulta demasiado inconveniente, porque ya casi no leo, salvo la revista Newsweek, cuya suscripción me regalaron para mi cumpleaños. Tengo veintiún años.
May tenía diecisiete años. Ahora a veces me pongo a bromear conmigo mismo y me digo que tengo que pasarme a un inhibidor de la MAO. Las iniciales de May eran M. A., y cuando pienso ahora en ella me pongo tan triste que digo: «¡Oh!». En cierta manera, me gustaría comprensiblemente inhibir ese «MAO». Estoy seguro de que el doctor Kablumbus estaría de acuerdo en que me conviene hacerlo. Si el conductor de autobús al que más o menos maté tuviera las iniciales M. A., resultaría increíblemente irónico.
No es fácil comunicarse entre la Tierra y el planeta Trilafon, pero tampoco es caro, así que seguramente acabaré llamando a los Aculpa para contarles que siento mucho lo de su hija, y quizá también que yo más o menos la amaba.
La gran pregunta es si Lo Malo está en el planeta Trilafon. No sé si está aquí o no. Tal vez le cueste más estar en una atmósfera con menos oxígeno y nutrientes. Ciertamente a mí me cuesta más, en ciertos sentidos. A veces, cuando no pienso en ello, me parece que he conseguido escapar con éxito de Lo Malo, y que voy a poder llevar una Vida Normal y Productiva haciendo de abogado o algo parecido aquí en el planeta Trilafon, en cuanto consiga leer otra vez.
Estar muy lejos ayuda bastante en lo tocante a Lo Malo.
El problema es que, si lo piensas, es bastante una tontería todo eso que he dicho antes de que Lo Malo es en verdad