qué risa me da el que se suicida,

dejando lo bello que tiene la vida…5

 

La vida habría ido bien, mi viejo se habría amancebado con una negra culona y cariñosa y yo me habría convertido en un comerciante barrigón y padre de una jauría de bastardos si en Colombia, en esa misma Colombia que nos había echado de Bogotá y que sólo iba a Barbacoas a robarse el oro que guardaba la tierra, unos políticos no hubieran necesitado también robarse unas elecciones. Más se demoró mi viejo en llegar a Barbacoas que en retomar el comercio minorista de oro. El hombre era buen mercader y cumplía con las dos reglas que ayudaban a prosperar en la minería barbacoana: era atento con las putas y sabía beber aguardiente con los mineros. Con el calorcito y los buenos negocios, mi papá recobró el instinto paternal. En el día yo era la sombra pequeña del viejo y en las noches me mecía junto a él en una hamaca, mientras Toña, una negra de unos quince años que algunas veces se quedaba a dormir en casa, fritaba pescado y nos lo servía acompañado de yuca y patacones. Los sábados, el hombre me llevaba a ver los partidos de fútbol y los domingos íbamos a bañarnos al río, a disfrutar de la libertad de vagar por la selva y a recordar a mamá, sentados al borde de un barranco desde donde se veía al río Telembí formar un laberinto de curvas sobre la costa nariñense. Era una vida tranquila y divertida y aunque no estuviera mi mamá, el hombre y yo éramos una familia. Pero, como pasa siempre que llegan la felicidad y la plata, mi papá, en lugar de disfrutarlas, empezó a estar inconforme y a planear negocios que le sirvieran para «darle un porvenir al hijo». Tenía mala memoria mi viejo y había olvidado que la palabra porvenir le traía mala suerte. Usted no es más que un aventurero igual a los demás aventureros que vagan por Barbacoas, así que no se haga tantas ilusiones, le decía el tío Martín. No, hermano, usted olvida que levanté de la nada uno de los depósitos de materiales para construcción más grandes del sur de Bogotá y que, a punta de tesón y de paciencia, me quedé con el amor de Nidia. Está volviéndose loco, Fabio, no sólo hace planes imposibles, sino que está empezando a inventarse el pasado, añadía el tío. Yo, que ya iba a cumplir cinco años, no entendía los planes de mi viejo ni las objeciones de mi tío, pero estaba feliz de que el hombre cultivara tantas ilusiones porque se ponía generoso y me daba plata para comprar dulces en las tiendas del pueblo. Nada más justo que una empresa conformada por los propios trabajadores, repetía mi viejo a los mineros para convencerlos de que hicieran una cooperativa que explotara el oro que aún quedaba en las tierras de Barbacoas. La idea no logró arrancar; los mineros, que los sábados llegaban puntuales a la improvisada cancha de fútbol del pueblo, se demoraron más de un mes en ponerse de acuerdo en la fecha y el lugar adecuados para juntarse a hablar de la cooperativa, y en la primera reunión aparecieron tantos resentimientos y egoísmos que la discusión se convirtió en gritería y hubo varias peleas. Así que al viejo, como a todo soñador, le tocó intentar cambiar el mundo solo. No era fácil, el oro barbacoano estaba concedido a perpetuidad a la Gold Mine Company, una multinacional americana que se llevaba el metal sin siquiera pagar impuestos y que ordenaba espantar a tiros a quienes intentaran recoger las migajas de oro que la draga de la compañía no alcanzaba a engullir. Pero mi papá se empecinó y, de tanto hacer averiguaciones, entendió que las llaves para entrar al negocio de la minería industrial estaban en los bolsillos de los políticos. El viejo, que jamás había votado en su vida, abandonó la indiferencia y se puso a cortejar a los hombres importantes de la región. No le pararon muchas bolas, una cosa es saludar a un pequeño comerciante que va por la calle y otra muy distinta sentarse a hablar de negocios con él. El proyecto estaba atascado cuando Javier Juaristi, el cura de Barbacoas, organizó un bautizo colectivo para inaugurar la iglesia que acababa de construir. A la ceremonia, presidida por la Virgen de Atocha, asistí yo como la víctima del bautizo, mi papá como mi papá, el cura como representante de Dios y el senador nariñense Avelino Ortiz del Castillo como representante del Estado y padrino oficial de los bautizados. Después de la misa, el alcalde del pueblo y el cura ofrecieron un pequeño agasajo, y mi padre aprovechó la ocasión para comentar el proyecto de la compañía minera al senador. Lo que puede hacer el comején, dijo el senador después de escuchar a mi papá. ¿El comején?, preguntó mi papá. Fíjese, los comejenes se tragan la iglesia del pueblo, toca hacer una nueva y el acto de inauguración sirve para que usted y yo hablemos de negocios. Entonces, ¿le gusta la idea?, dijo mi papá. Me gusta y creo que más que compadres, podríamos ser socios, dijo el senador. Mi papá, que estaba preparado para todo, menos para una respuesta afirmativa, enmudeció de la emoción. Ven para acá, ahijado, me dijo Ortiz del Castillo para darle tiempo al viejo de que se serenara. Caminé hacia un hombre alto, blanco, bien afeitado, vestido con un impecable traje de lino y dueño de unos ojos claros y limpios y me sentí tan halagado como mi padre. La celebración terminó, pero mi padre salió de allí tan ilusionado que la fiesta siguió durante días en su pecho y se podía asistir a ella con sólo mirarlo a los ojos. El viejo empezó a trabajar más duro, se mostraba generoso con los mineros, llenó un cuaderno entero de cuentas fabulosas y hasta decidió tratar con cariño y respeto a Toña. No le crea a ese tipo, le advertía el tío Martín, esa familia ha sido siempre la dueña del pueblo y, a pesar de tanto oro que le han sacado a la tierra, mire la miseria en que vivimos, mire cómo dejaron a los negros que durante siglos les sirvieron de esclavos. Todo el mundo tiene derecho a cambiar, contestaba mi viejo. ¡Qué va!, Del Castillo debe de ser testaferro de la Gold, le habrá dicho que sí tan sólo para tenerlo controlado. No sea negativo, Martín, de pronto está aburrido de los gringos y se quiere independizar, se defendía mi padre. Ajeno a las palabras del tío Martín, mi papá mantenía la ilusión y cada vez que el senador aparecía por el pueblo iba a hablar con él. ¡Qué voy a hacerle campaña a ese güevón!, exclamó el tío Martín cuando llegaron las elecciones y mi papá le pidió que pusiera en la fachada de la casa un afiche electoral donde posaban Ortiz del Castillo y el Muelón, al que el senador apoyaba para presidente de la República. El viejo fue el primero en votar y, depositada la papeleta en la urna, nos unimos al grupo de partidarios del senador y empezamos a animar a la demás gente para que votara por Ortiz del Castillo. Unas negras me pusieron una camiseta estampada con la imagen del Muelón, me enseñaron las consignas que debía repetir y se divirtieron todo el día viéndome gritarlas a medias. La euforia fue creciendo y la gente la calmó con un sánduche, con unos tragos y con la fiesta que se formó apenas cerraron la escuela donde estaban las urnas. No tiene mamá, pero ya se consiguió un montón de mamacitas, dijo el tío Martín cuando apareció por el baile y vio cómo las negras seguían divirtiéndose conmigo. ¡Senador!, lo imaginaba celebrando el triunfo en su casa de Pasto, exclamó mi viejo cuando, al amanecer, Ortiz del Castillo se bajó de un jeep que estacionó en el patio de nuestra casa. La vida no es tan fácil, compadre, esto de la política tiene sus complicaciones, contestó el senador. ¿Puedo ayudarle en algo?, preguntó mi papá. Es posible, dijo el senador. Soy todo oídos, dijo mi viejo. Usted debe de saber que a veces el pueblo es ignorante y no sabe votar, dijo Ortiz del Castillo. Es lo común, dijo mi papá. El senador asintió y empezó a quejarse porque la gente, en lugar de apoyar a un hombre honesto como el Muelón, había votado por el dictador que se le oponía. Después habló de una junta que había tenido ese mediodía con el gobernador del departamento y mencionó que estaban haciendo falta unos voticos para evitar que el dictador se tomara el poder. En resumen, necesitamos que usted nos ayude a poner orden en estas elecciones y, de paso, aseguramos nuestro negocio de la mina, remató el senador. Mi viejo lo miró, me miró a mí, alzó la cabeza y miró hacia el cielo. Tal vez, en ese momento, mientras miraba las estrellas, alcanzó a entender que debía cuidarse de lo que le estaban proponiendo. ¿Qué hay que hacer?, preguntó nervioso el viejo. Nada del otro mundo, usar la influencia que usted tiene sobre ciertas personas de la región y coordinar un trabajito para que en las urnas aparezcan los votos que nos están haciendo falta. ¿Me asegura que si le ayudo podemos contar con la licencia de explotación? Claro, no se lo diría si no estuviera seguro, contestó el senador. Entonces sí, dijo mi papá. Subimos en el jeep, fuimos hasta la escuela, uno de los hombres abrió la puerta y caminamos hasta el salón donde estaban las urnas. ¡Por Colombia!, exclamó el senador y alzó una urna y retiró el primer sello. Después explicó cuáles votos sacar y le entregó a mi padre los votos por los que había que remplazarlos. ¿Qué hacemos con esto?, preguntó mi viejo cuando volvimos a la casa y descargamos en el patio los votos y las actas electorales que habíamos sacado de la escuela. El senador le alcanzó al viejo una caneca con gasolina. Yo, yo, yo, grité cuando vi al viejo sacar del bolsillo una caja de fósforos. Tome, dijo mi papá. Prendí el fósforo y lo arrojé sobre el montón de papeles. El patio se iluminó y la luz empezó a juguetear con la oscuridad y a proyectar nuestras sombras sobre las paredes de la casa. Ya ves, Fabio, es sencillo, dijo el senador, ahora tenemos que hacer lo mismo en los demás pueblos de la región. ¿Nos vamos de paseo?, pregunté cuando vi a mi viejo hacer una maleta. Sí, contestó él. ¡Qué rico!, dije mientras veía cómo mi viejo ponía una por una las balas en el tambor del revólver. Hacía fresco, las chicharras callaban y el viento había desaparecido, era como si el mundo hubiera entendido la importante misión que mi viejo debía cumplir y se hubiera relajado para permitir que la cumpliera sin contratiempos. Disfruta el paseo, me dijo el senador cuando llegamos al río. Claro, sonreí ilusionado. Mi viejo prendió el motor, la lancha sacudió el agua, giró sobre sí misma y enfiló río abajo. Llegamos, dijo mi padre y me sacudió para despertarme. Bajamos de la lancha, y empezamos a caminar por la calle central de un pueblo llamado Roberto Payán. Golpeamos en una casa a medio construir y de la casa salió un hombre que se puso feliz de ver a mi padre. Fue la última vez que se puso feliz de verlo. El amigo de mi papá nos hizo entrar, discutió un rato con mi viejo y, al final, aceptó ayudar. Con sigilo, fuimos a otra casa, conseguimos otro par de ayudantes, caminamos hasta la escuela y repetimos el trabajo que habíamos hecho en Barbacoas. Sin descansar, salimos de Roberto Payán y empecé a disfrutar de ver los pueblos en la lejanía, de llegar a ellos, de pisar playas desconocidas, de preguntar por gente importante, de ver el respeto que esa gente le tenía a mi viejo, de trastear urnas a escondidas y, sobre todo, de ser el encargado de encender la hoguera con la que nos despedíamos de cada lugar. ¿No vamos a seguir viajando?, pregunté cuando volvimos a Barbacoas. Vamos a viajar mucho, sólo tenemos que esperar que nos llegue un telegrama, contestó mi viejo. Bueno, dije, y me puse a esperar el nuevo paseo mientras el viejo se dedicaba a liquidar los negocios que tenía pendientes y a vender el oro que había acumulado. Se está precipitando, le advirtió el tío Martín. No, intervenía yo muy orgulloso, mi papá hizo un trabajo muy importante y ahora el senador le va a ayudar a que tenga una mina más grande que la de los gringos. Ay, Fabio, también está volviendo loco al niño, añadía el tío Martín. No es eso, Martín, es que el muchacho tiene más olfato para la plata que usted, lo contradecía mi padre. Me sentía orgulloso y habría crecido apoyado en ese orgullo, si el telegrama que el viejo estaba esperando hubiera llegado. ¡Al fin!, dije la tarde en la que vi al viejo empacar ropa en la misma maleta que habíamos llevado a Roberto Payán. Sí, volvemos a viajar, dijo sin entusiasmo mi papá. Subimos a un jeep, sorteamos la hilera de huecos que formaban la carretera de salida de Barbacoas y vimos al carro arañar los abismos que convierten la llanura en cordillera hasta que llegamos a Pasto. La ciudad estaba levantada al borde de un volcán, era fría, los hombres usaban ropas gruesas y se echaban el sombrero hacia adelante, como si hacerlo los defendiera de una erupción sorpresiva de la montaña. ¿Vamos a vivir aquí?, pregunté al entrar a la habitación del hotel. Un tiempo, sonrió mi viejo. ¿Te gusta?, preguntó. Mucho, dije. Así viviremos de ahora en adelante, dijo mi viejo. ¿Gracias al senador? Y también a mí, aclaró él. Almorzamos y salimos a conocer la ciudad. Era bonita, armada con paredes blancas y tejas de barro, tenía una plaza tan grande como un barrio de Barbacoas, unas calles derechitas, un montón de iglesias y un río. Ahora no puede atenderlo, está reunido con el gobernador, nos dijo la gorda que abrió la puerta en la casa de Avelino Ortiz del Castillo. Debe de estar arreglando lo de nuestra empresa minera, dijo mi papá. Nunca lo confirmamos porque el senador tuvo que viajar a Bogotá antes de poder recibirnos. De Pasto no me muevo hasta que me atienda, dijo mi viejo y organizó una rutina para esperar. Dormíamos hasta tarde, almorzábamos en el hotel, salíamos a caminar y, en la noche, me enseñaba a leer. Vas a heredar un imperio y es bueno que empiece ya su educación, decía. Así estuvimos hasta que alguien avisó a mi papá que el senador había vuelto. Salimos del hotel y antes de ir a casa de Ortiz del Castillo, mi papá me llevó a hacer lo que nunca habíamos hecho durante los dos meses que llevábamos esperando en Pasto: rezar. Echamos limosna en la alcancía de la iglesia y volvimos a subir la cuesta que llevaba hasta la casa del senador. No está y no sé a qué hora llega, fue la única respuesta que nos dio la gorda. ¿Qué le pasará a esa mujer?, le pregunté a mi papá. Quién sabe, contestó el viejo y frunció los hombros. ¿Y qué vamos a hacer? Esperarlo, contestó mi papá. ¿Cómo se atreve a venir a esta altura de la noche a mi casa?, exclamó Ortiz del Castillo, cuando por fin se bajó del mismo jeep en que había ido a Barbacoas. Seis meses esperando un telegrama en el pueblo y dos meses esperándolo en este páramo, quiero saber qué está pasando, dijo mi viejo. Le advertí que necesitaba tiempo, contestó el senador. Un tiempo no es toda la vida, dijo mi viejo. Hay que esperar al menos otro un año. ¿Por qué?, preguntó mi viejo. Cosas de la política, dijo el senador. Ese no fue el acuerdo, dijo mi papá. Señor Coral, esos asuntos se tratan en Bogotá, los lleva el presidente de la República. Por eso, dijo mi papá. ¿Por eso qué?, preguntó el senador. Nosotros le ayudamos a ese muelón a encaramarse en el poder, ahora él debe ayudarnos a nosotros. ¿De qué está hablando?, dijo el senador. Pues del fraude electoral que les organicé, dijo mi viejo. Es mejor que sea prudente, señor Coral; si fuera usted, no iría por ahí hablando de fraudes que no sucedieron. ¿Fraudes que no sucedieron?, repitió mi papá. Exacto, afirmó el senador. ¿Entonces esto tampoco está sucediendo?, dijo mi papá y encañonó al senador. ¿Ya se acordó del fraude?, preguntó mi papá. Sí, lloriqueó el senador. ¿Y de nuestro trato? Sí, sí, sí, repitió el senador. Menos mal, escupió mi papá. Si me deja de apuntar, le explico lo que está pasando, rogó Ortiz del Castillo. Mi papá apartó el revólver. Mire, señor Coral, usted no fue el único que ayudó al presidente, aquí en Pasto yo hice lo mismo que usted hizo allá en su tierra, pero, la verdad es que ni yo he podido hablar con él. ¿Cómo así?, preguntó mi viejo desconcertado. El presidente se olvidó de nosotros, dijo el senador. No le creo nada, dijo mi papá y volvió a encañonarlo. Créame, suplicó el senador, el presidente nos traicionó a todos. Entonces, ¿qué hizo dos meses en Bogotá? Esperar, igual que usted aquí, dijo el senador. ¡Mentiroso!, ¡malparido!, gritó mi papá y le pegó con el revólver al senador. ¡No me haga daño, le estoy diciendo la verdad!, rogó el senador. ¡Papá, papá, no vaya a matar al padrino!, intervine. El senador me miró con los ojos azules llenos de lágrimas. Mi padre también me miró, volvió a mirar al senador, dudó un momento y bajó el revólver. Vamos, no perdamos más tiempo con este hijueputa, dijo, y me cogió de la mano. Intenté despedirme del senador, pero había desaparecido. Y así como desapareció Ortiz del Castillo, desapareció nuestra felicidad. Mi padre regresó silencioso a Barbacoas y no quiso ni hablar con el tío Martín. Una noche, en un bar del pueblo, un minero lo llamó traidor y regalado, y él no sólo no discutió ni peleó, sino que salió del bar en silencio y se encerró en casa. Despidió a Toña a pesar de que la negrita duró tres días llorando antes de irse. Fueron unos días muy duros, el viejo me golpeaba si preguntaba algo, si hacía algún ruido o si no estaba listo para ir a comprarle aguardiente a alguna de las tiendas del pueblo. Tomaba desde el amanecer y en las noches vagaba por las afueras del pueblo. La gente empezó a murmurar que se había vuelto loco y, en las mañanas, al verlo entrar con cara de fantasma, yo temía que lo que la gente decía fuera verdad. Un domingo, preocupado porque el viejo llevaba dos días sin volver a casa, fui a contárselo al tío Martín. No se preocupe, mijo, debe de estar durmiendo la borrachera en alguna finca, me dijo Ofelia, su mujer. Nos vamos de paseo, lo invito, dijo Quique, el hijo que Ofelia había tenido antes de conocer al tío. Eso, vamos de paseo, dijeron todos. Bajamos en canoa hasta una playa, nos bañamos, hicimos un sancocho y estuvimos nadando y jugando fútbol. En la tarde, cuando volvíamos a casa, nos detuvimos junto al barranco al que solíamos ir con papá a recordar a mi madre. Estábamos sentados, disfrutando del paisaje, cuando vimos un bulto flotar sobre las aguas. El tío se levantó para ver mejor y dijo que no era un bulto, que era un muerto. ¿Un muerto?, preguntó sorprendida Ofelia. Miré fijamente hacia aquello que flotaba sobre las aguas y supe que era mi viejo. Tal vez porque nadie más en Barbacoas estaba tan cerca de la muerte, o tal vez me lo dijo la distancia; porque ese muerto que flotaba en la lejanía sólo podía ser el padre lejano que nunca había terminado de aceptarme.