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Empezaré por lo peor, señor cónsul. Lo peor de lo peor, que fue mi infancia. Aunque a estas alturas, para serle sincero, ya ni sé qué es lo peor.

Nací en Bogotá, en una familia de clase media rasante, o, como se dice en la sección Finanzas de los periódicos, de frágil economía y con marcada tendencia a la baja. Una familia muy golpeada por la crisis y los índices negros del consumo, a la sombra de las estadísticas, en los renglones inciertos del liberalismo y la economía de mercado. También como en las estadísticas éramos una familia de cuatro miembros, siendo yo el segundo hijo detrás de una hermana llamada Juana. Vivíamos en el barrio de Santa Ana, pero no en el Santa Ana del cerro, donde viven los ricos, sino entre la Séptima y la Novena, que en esa época era una mezcla de clase media a punto de caer con «clase baja alta», lo que equivale a decir: el extracto más puro del arribismo, los complejos y el resentimiento social. No lo sé. A lo mejor soy injusto, pero así lo recuerdo.

La mía no era una familia feliz y, como en la novela de Tolstói, su infelicidad tenía sus propios motivos, aunque ahora que lo pienso lo único original era el modo en que se escenificaban la frustración y el resentimiento. Ahí nací, pues. En una casa de dos pisos, envejecida y fea como todas las del barrio. Cerca de un caño de aguas negras.

Mamá hacía ramos en una floristería de la Quince especializada en celebraciones y eventos de tercera, fiestas de barrio y misas. Papá trabajaba en el Banco Industrial Colombiano, oficina del parque de Usaquén, sección Cuentas Corrientes Nacionales, y a pesar de romperse el espinazo diez horas diarias ganaba sólo lo justo para llegar a fin de mes, raspando el bolsillo. Era un empleado modelo, pero con un resentimiento laboral tan intenso que, creo yo, si hubiera tenido la oportunidad de torturar de forma anónima a cualquiera de sus colegas o clientes, y por supuesto a su jefe, sin que eso le trajera consecuencias (en uno de esos experimentos virtuales que hacen las universidades sobre la crueldad o la sangre fría de la gente común), lo habría hecho con una saña brutal, haciendo salir chisguetes de sangre, enviando megavatios a sistemas nerviosos, levantando uñas con navaja, quemando testículos con picana o triturando huesos. Habría causado una verdadera masacre si, de repente, la ciudad enloqueciera o reinara el caos y volviéramos por un tiempo a la edad de piedra. Lo imagino despedazando cráneos de colegas con un martillo de piedra, decapitando a sus clientes con cuchillos de obsidiana, saltando de un escritorio a otro con el cuerpo cubierto de pieles, el pelo largo y sucio, emitiendo gruñidos. Pero él debía tragarse ese impulso y bajar la cabeza. Sonreír, ser dócil, con su corbata a rayas comprada en descuentos y su vestido demasiado brillante.

Los directores abusaban de él, lo humillaban de forma gratuita. «Buena cara al mal tiempo», debía de pensar, entre dientes. Papá tenía conciencia de clase y creía que su deber era esperar, pacientemente. Ya vendrían tiempos mejores. Tiempos de venganza o de justicia. Una época más feliz. Mientras tanto le cambiaban el escritorio al lugar más incómodo, le ponían la silla que cojeaba o lo ubicaban en la ventanilla de atención al cliente en la que no funcionaba el terminal, para que tuviera que hacer todo a mano. A papá le encantaba ver fútbol, pero los directores nunca lo invitaban a la oficina del segundo piso donde tenían el televisor y la conexión al cable. Él fingía no darse cuenta o no darle importancia. Una vez le dijo a mamá: qué desconsiderados, me pidieron ir al Carrefour por una botella de Tres Esquinas para el partido del Barcelona, ¡y ni siquiera me invitaron a sentarme con ellos! «Qué desconsiderados», sólo eso. No creía poder expresar otro tipo de rabia. Debía sacar adelante a su familia y era mejor no correr riesgos.

La vida no era fácil para él, y lo peor era que, por eso mismo, mamá también lo despreciaba, aunque él en la casa fuera todo lo contrario, mandón y déspota, como si dijera, ¡soy el pequeño rey de este pequeño mundo!, ¡aquí se hace lo que yo digo!, y entonces mamá, que si bien no perdía ocasión de humillarlo frente a sus amigos era una esposa a la antigua, le decía, sí señor, vaya, siéntese y mire su fútbol que ya le llevamos la comida.

Las frustraciones del trabajo se pagaban en la casa, o buscaban su equilibrio. Como en las familias pobres o las familias tristes. Ese era nuestro modo de ser tristes.

De todos modos, mamá dijo siempre que debíamos agradecerle el esfuerzo, el gran sacrificio que hacía por todos. Y puede que tuviera razón. Pero ¿podía yo sentir algo así? Papá nunca se sentó en el suelo a jugar conmigo ni me llevó de la mano, con afecto, con la intención de que yo fuera feliz o sintiera algún tipo de emoción. ¿Y sabe por qué? Es una vieja historia, siempre la misma. Él sólo tuvo ojos para Juana, la mayor. Su corazón no alcanzó para más y yo quedé por fuera. Era un corazón pequeño y algo seco, pues, a decir verdad, papá no tenía grandes motivos para estar pletórico de amor. Todo lo contrario: su vida era un matorral empolvado y frágil, y nadie lo sostenía. ¿Qué amor recibía él, y de quién? Muy poco, casi nada. Mamá lo despreciaba de un modo silencioso y la verdad es que no tenía mucho más de dónde surtirse; mi abuela había muerto y no tenía hermanos. Su padre estaba en estado vegetal desde hacía años… ¿Tendría o tuvo alguna vez una amante? Supongo que no. Por él siempre creía que el amor surge sólo al recibirlo de otros, que existe por contagio. No nace de forma espontánea, sino a través de alguien.

Eso fue lo que me pasó a mí, que viví mis primeros años solo, un pequeño fantasma en una casa en la que escaseaba el amor. Yo creía que el mundo y la vida eran así, aun si de vez en cuando asistía a escenas amorosas de las que no era protagonista.

La primera vez que alguien se puso al nivel de mis ojos y me dio un abrazo ya fue demasiado tarde. Mi mundo estaba irremediablemente contaminado. Tendría tal vez siete años, puede que alguno más. Y no fueron mis papás, sino mi hermana.

Juana me recogió del suelo. Ella vivía en su trono de hija única, consentida y mimada, pero un día decidió mirarme. Me vio y yo la vi, y nos gustamos, y me dio lo que hasta ahora no había tenido de nadie, es decir comprensión, o algo más íntimo: un espejo que cayó de lo alto y me reflejó el alma. Gracias a ella sobreviví a la infancia, aunque le aseguro que fue algo muy largo. Demasiado largo y doloroso. ¿Y cómo fue ese instante?, ¿cómo llegó el reconocimiento de Juana?

Yo estaba por cumplir ocho años, no recuerdo bien, el caso es que una mañana comencé a sentir dolores y a hervir de fiebre. Mi hígado se inflamó por una hepatitis viral bastante extraña y poco común en Colombia y casi tengo la suerte de morir. Debieron de llevarme al hospital ardiendo de fiebre. Recuerdo la salida intempestiva, las carreras en plena noche envuelto en cobijas a una hora en la que todo parece tremendo. Por mi abuelo, que había sido teniente coronel, teníamos derecho al hospital militar. Incluso me dieron un cuarto individual y le aseguro que ahí, por primera vez, me sentí realmente libre. Por la ventana veía las luces de la ciudad al caer la tarde. El ocaso del día era como el fin del mundo, con esos atardeceres color violeta que hay en Bogotá, ciudad que es fea pero que tiene un cielo muy lindo, algo incomprensible.

Yo me metía entre las cobijas e imploraba: quiero que esta sea la última imagen, quiero desaparecer ahora y para siempre, y le rezaba a dios, no quiero salir de este hospital, no quiero volver a la casa ni al colegio ni al barrio, no hay un solo lugar del mundo al que quiera volver, y me dormía con placidez, protegido por esa infantil esperanza, ¡qué alegría llegué a sentir! Pero volvía a despertar en una mañana lluviosa. Luego llegaban mis papás y con ellos el horror, las miradas heladas, ese rencor que se manifestaba en todo, hasta en su manera de respirar; la sensación de estar ocupando unos nervios y una preocupación que no eran míos. Entonces me hundía en la enfermedad, buscaba protección en la fiebre y los dolores y el mareo de las pastillas, y pedía que nunca me abandonara. Era cuestión de ser fuerte y soportar, pues a una hora específica, al final de la tarde, ambos se iban. Mamá habría podido quedarse a dormir pero por fortuna nunca lo hizo. Desde la primera noche se disculpó –creyó que debía hacerlo– con la enfermera jefe diciendo que tenía labores en casa y además otra niña, a lo que la enfermera repuso, pero no se preocupe, señora, para eso estamos nosotras, aquí se lo cuidamos y se lo consentimos, con lo juicioso que es, con lo callado que es.

Esas noches en el hospital, observando las luces de la ciudad apagarse, desde una cama de palancas, fueron probablemente el periodo más feliz de mi niñez, aunque también el más triste. Hay una extraña alegría en ese recuerdo a pesar de que hoy, al evocarlo, siento lástima. No lo sé, señor cónsul. Ojalá me hubiera muerto.

Un sábado Juana vino con ellos. Al principio se quedó un poco atrás, curiosa, pero al irse acercando noté que miraba con insistencia y, de repente, me tocó la frente con su mano, una caricia muy leve, y ahí ocurrió el milagro, la voz excitada de mamá, que no paraba de mirar el reloj y de mencionar una cita en el salón Wella que no podía perder, de repente desapareció, y papá, que estudiaba la ciudad por la ventana, también pareció desvanecerse.

No sé cómo lo hizo, pero de algún modo Juana logró que ese cuarto de hospital se convirtiera en una cápsula. Sólo ella, en silencio, y yo. Nadie más sobre el mundo, y fue eso, exactamente eso lo que vi, señor cónsul: que los ojos de Juana eran dos cavernas por donde se podía entrar a un planeta en el que podríamos vivir y tal vez ser felices.

Ella y yo solos.

Después tuve una visión.

Una inmensa llamarada avanzaba sobre la ciudad desde las montañas. En medio del crepitar del hormigón y las explosiones, los gritos y los derrumbamientos, hermosas lenguas de fuego se asomaban a mi ventana, hacían formas caprichosas, cambiaban de color y desaparecían en el aire. No fantaseé con el fin del mundo, pero me sentí fuerte. Escuché los gritos que llegaban de las calles y me detuve en ellos. ¡Qué sorpresa! No eran quejas sino risas. Una palpitante carcajada, como si en ese despellejamiento hubiera algo placentero. Esa odiada ciudad es así: capaz de confundirnos con el placer cuando en realidad nos está torturando, un placer que no es imaginable en ningún otro lugar, pero como allá es lo único que se conoce todos creen que así es la vida y que así son el placer y la felicidad.

Pobre gente.

Veía alzarse las llamas, las sentía reverberar cada vez con más fuerza contra el techo y mi corazón latía muy rápido, ¿acabará todo ahora?, ¿es este el fin? Luego miraba a Juana y empezaba a caer en el sueño de la enfermedad y las pastillas, pero llevándome sus ojos y tal vez algo de su alma. Quería que ese momento perdurara. Imploré de nuevo. Pero el cielo estaba vacío, nadie escuchó mis plegarias, señor cónsul, y a los pocos días debí regresar a la casa, al barrio de calles rotas, al colegio, que era un forúnculo pegado a los cerros. La casa era el centro de mi malestar, algo en ella oprimía mi cabeza. ¿Qué era? Sólo Juana podía entenderlo y era eso lo que nos unía. Fue lo que descubrimos: éramos parte de algo oscuro, triste, que ninguno de los dos podría ya cambiar. El aroma de loción barata, el brillador de suelos, el perfume de gabardinas y chaquetas, no lo sé. El intenso olor de una familia humillada, que creía merecer una segunda oportunidad, sin jamás tenerla. Sólo una cosa cambió: ahora había una trinchera, un lugar en el que yo podía estar relativamente a salvo. Mi cuarto y el de Ivana, el pequeño comedor que los unía. Al volver del hospital, ese fue mi refugio.

Por las mañanas el infierno recomenzaba, cada día. A eso de las seis, en la esquina de la calle, esperábamos el bus del colegio. Yo veía a los demás niños y sentía un profundo desprecio, o lástima. Las dos cosas. Eran felices. Hablaban a borbotones, se quitaban la palabra, reían. Algunos cantaban y aplaudían cuando la rueda del bus pisaba un charco y roceaba los andenes perforados; qué felicidad tan triste, señor cónsul. Hay formas de la felicidad que le ponen a uno la carne de gallina, ¿no cree?

En el colegio no fui mal estudiante. No me gustaba llamar la atención de los profesores y por eso, por una decisión personal, decidí ser un alumno gris. Invisible. Uno más entre la masa. Era una estúpida cuestión de formas, como tantas otras cosas estúpidas que debí soportar a lo largo de esos años. Todavía hoy, en mis pesadillas, vuelvo a la niñez y compruebo que ese periodo de dolor no ha terminado. Es una herida que crece y se abre con el tiempo. Veamos.

Las profesoras de primaria eran horribles mujeres de medias veladas rotas, varices, verrugas, pelo engrasado y ropa triste. Por ellas, por culpa de ellas, siempre he creído que la maldad es fea, aunque no sea su propiedad exclusiva. Esas mujeres, a las que se les veía a kilómetros el resentimiento, el odio por sus vidas mediocres, ¡eran las encargadas de educarnos!, dios santo, ¿qué podían transmitir de bello esos monstruos, que ejercían poder sobre los niños para aliviar sus existencias miserables?, ¿por qué debían ser todas asquerosas, bigotudas y encorvadas, y no bellas y alegres? La explicación era obvia: estaban ahí para vengarse. Nuestra juventud y nuestra alegría y puede que nuestros sueños eran un insulto para ellas, un espejo cruel de su abyección, del veneno que inflamaba sus venas y su bilis. ¡Y eran esos demonios los que debían enseñarnos el valor de la vida, del amor y de la amistad!

Mi repulsión era tan grande que con frecuencia debía ir al baño a vomitar, colgado de la llave del agua. Era lo único fresco y limpio de ese lugar. El agua. La dejaba correr para asear mi cuerpo y sobre todo mi alma de esa cicuta, y lo peor, realmente lo peor, era ver cómo mis compañeros, niños que debían ser felices y que por intuición tendrían que rechazarlas, se abalanzaban sobre ellas para contarles cosas o hacer preguntas, o eso tan infantil que es vanagloriarse de lo hecho el fin de semana, estuvimos en tal restaurante o en un museo o en la finca. Yo nunca hice nada parecido en un fin de semana, pero aun así no entendí jamás el deseo de que supieran la vida de uno, ¿para qué? Sólo hablarles de algo significaba arruinarlo, contaminarlo. Y ahí estaban mis compañeritos, pobres pendejos, rapándose la palabra para hablar y contar, y las profesoras diciendo, muy bien, niños, sus papás los quieren mucho, deben sentirse agradecidos y el mejor modo es estudiar, así que para mañana traigan aprendida la segunda campaña libertadora, y luego agarraban sus tizas y su bolso, se iban taconeando y un rato después uno las veía en el salón de profesores metiendo sus picos en pocillos de café, tomando tinto y fumando, cuchicheando entre ellas, contándose quién sabe qué secretos o mezquindades, dándose consejos de cómo humillarnos más, cómo vengarse mejor de la vida a través de nosotros, niños felices, por todo lo que quisieron ser y no lograron, por haberse convertido en lo que eran, cuervos jorobados, porque, créame, señor cónsul, la maldad del alma se pega al cuerpo y lo deforma, le hace salir callos y verrugas, excrecencias, el mal se ve y también se huele, yo lo experimenté cada uno de los días de mi infancia y adolescencia, y justamente por eso la gran mayoría de mis compañeros acabó por incorporar ese sistema, ese modo de vivir en el odio y el resentimiento, ¿qué otra cosa podían hacer si era lo que veían a diario?

Debí hacer esfuerzos y resistir, pues en mi interior había algo que no quería contaminar y que mantuve a un costo muy alto. ¿Y cómo lo logré? En realidad con muy poco, sólo fantaseando, dejando que mi mente se evadiera de esa horrible cárcel, mucho peor que esta, señor cónsul. Todos creían que yo estaba ahí, sentado en mi pupitre, pero en realidad estaba a años luz, en un hermoso planeta que era mío, en las faldas de un volcán solitario, rodeado de océanos profundos y amenazadores, y nadie lo notaba, mi máscara era perfecta porque estaba construida a su imagen y semejanza. La máscara de un idiota.

Los únicos momentos de paz los tuve en algunos recreos, cuando podía ir a los campos de deporte. Mi hermana jugaba voleibol con las amigas y a mí me gustaba verlas, tan bellas, Juana con su pelo castaño bailando en el aire. Una estela de luz. Ahí me pasaba el recreo, viendo ir y venir el balón, que para ellas era mucho más que una diversión o un deporte y se convertía en algo así como el objetivo de sus jóvenes vidas. Algo limpio e incontaminado: seis jovencitas jugando y creyendo profundamente en lo que hacían. Cuánto me dolía oír el toque de campana. Jugaban todavía unos segundos, esperando que se desocuparan los campos de recreación, y alcanzaban a lanzar dos o tres bolas hasta que alguno de los cuervos venía a decirles, ya, niñas, vuelvan a sus clases.

Así crecí yo, señor cónsul. Ese era mi mundo, y lo peor es que fuera del colegio las cosas no eran mejores.

En la ciudad la gente hablaba y hablaba sin parar, gesticulaba de un modo enloquecido, daba opiniones tontas y chatas sobre todo, gritaba frases banales para hacerse escuchar, sobresalir o sacar ventaja. ¡Cuánta grosería! Todo era una absurda comedia que parecía concebida para romperme los nervios. Por esos días vi en la televisión dos capítulos de una serie llamada Dimensión desconocida. El primero era la historia de un hombre invisible. El segundo la de un joven que encontraba un mágico reloj que podía detener el tiempo, pero no el suyo propio sino el de los demás, y así podía moverse a su antojo entre personas estáticas. El hombre invisible era lo que yo aspiraba a ser y lo que, en el fondo, ya era desde hacía mucho, pero la idea de un reloj que congelaba a los demás me hizo soñar: poder detener la realidad con un ¡clic! La respiración de la gente, sus estúpidas charlas. ¡Poder pararlo todo!

Qué silencio, qué paz.

Siempre odié lo que define la vida en ese lugar: el arribismo, el afán de figurar, el odio, la tacañería congénita, la envidia, ¡todo eso podía detenerse! Soñaba con apretar el botón y estar solo, anular esa gesticulante verborrea; no sé si haya otro lugar en el mundo donde se digan tantas pendejadas de forma simultánea, donde se opinen tal cantidad de tonterías a un ritmo tan frenético, y eso que muchos creen que hablamos «el mejor español del mundo», por dios, como si hablar con florilegios tuviera algún valor, como si tener en el uso corriente un par de sinónimos que los demás, por ser peor de ignorantes, no usan y probablemente no entienden, autorizara a decir eso, «el mejor español del mundo».

Basta mirar cualquier día los noticieros para comprobar, por lo demás, de qué sirve tan bonito uso del idioma: para degollarse, para las peores groserías, para la burla y la acusación alevosa, ¿ha oído cómo hablan la mayoría de nuestros gobernadores, congresistas, ediles o alcaldes? Vale en su descargo que están casi todo el tiempo borrachos, y este puede ser su rasgo más simpático. Se la pasan tomando en los estrados públicos, en el hemiciclo del Congreso, en sus caravanas y mítines celebrados en plazas repletas de sordomudos pagados, no sé, si no fuera tan grave sería para morirse de la risa. Disculpe si soy tan enfático, señor cónsul, a lo mejor usted tiene amigos ahí y los estoy ofendiendo, excúseme, es lo que pienso. De cualquier modo allá no se dan cuenta, a nadie le molesta ese zumbido. Es el ruido de los insectos, aglutinados, recostados unos contra otros. Sólo una imagen infernal, un cuadro de Hieronymus Bosch, podría explicar ese horrible sonido.

Así era mi vida, pero un día ocurrió algo.

Una noche salí a la calle y fui hasta el caño de la 106, un hilo purulento de agua que atravesaba nuestro barrio pero que a veces, cuando llovía fuerte, se volvía caudaloso. Me gustaba ir ahí a ver correr el agua, así fuera agua sucia, aguas negras. A un lado del caño había un parque con algunos pocos árboles que lo separaban de las casas, y del otro un muro de unos treinta metros por cuatro de alto, con rejas en la parte de arriba. Llevaba años parando en ese lugar, atraído por algo. El caño, el muro. Pasaba y pasaba y me paraba ahí. Me recostaba en el puente y miraba, no sabía bien por qué. Por las tardes había gente fumando hierba entre los árboles o parejas morboseando. Recicladores echándose una siesta en el pasto. Yo miraba y miraba: el caño, el muro.

Lo supe por casualidad. Mi hermana había hecho un trabajo de grupo con enormes maquetas de montañas, en cartón, y para pintarlas habían usado aerosol de colores. Días después encontré la caja de tarros en el garaje y me la llevé al cuarto. Los miré un rato y elegí tres, uno de amarillo, otro de negro y uno rojo. Y salí a la calle, señor cónsul. Hacía un viento fresco, el aire olía a húmedo, con ganas de llover, pero el cielo no estaba muy cargado. Fui hasta el parque, salté del otro lado del caño y me paré frente al muro. Lo miré un segundo y agarré el tarro de negro, lo agité y sentí la esfera en la lata, un sonido que me estremeció, que me dio vértigo. Miré el muro y tracé una línea recta de unos cuatro metros, y luego una segunda paralela. Con el amarillo hice una ola gruesa y con el rojo rellené las bolsas que fueron quedando, como barrigas preñadas. Me alejé y lo contemplé. Estaba emocionado. Volví al muro y pinté puntas de flecha curvas y una sombra amarilla, y los colores, al superponerse, hicieron brillos extraños. Fui corriendo a la casa por el tarro de verde y el de azul y le hice una especie de burbuja a esa extraña figura, que ahora parecía una serpiente reptando en un túnel, y al acabar, alejándome hasta el borde del caño para contemplar, bajo la luz amarillenta del poste, sentí ganas de firmarlo, así que escribí en rojo «Mal». No me atreví a poner mi nombre completo, le quité tres letras. De la L tracé una línea curva por debajo de la palabra, una cinta flotando, y sentí euforia, respiré fuerte y me dije, ¿cómo se verá esto mañana?, ¿cómo lo veré mañana? Volví a la casa y guardé los tarros. Me limpié las manos con jabón y me metí a la cama, agitado. Esa noche soñé con islas vacías y lejanas, repletas de muros vírgenes que clamaban por ser pintados.